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Este ebook presenta "Colección de Iván Turguénev" con un sumario dinámico y detallado. Iván Turguénev en sus relatos breves refleja con realismo la vida del campo y de los siervos. En sus novelas de ambientación rural los temas dominantes son la frustración vital, los amores fallidos, la crítica a la vida rusa o las nuevas ideologías. Tabla de contenidos: Un sueño (1862) Primer Amor (1860) Nido de Hidalgos (1859) Aguas Primaverales (1872) Iván Turguénev (1818-1883) fue un escritor, novelista y dramaturgo ruso, maestro en el uso del lenguaje y considerado el principal estilista de la literatura rusa.Turguénev se impresionó con la sociedad centro-europea de Alemania, y volvió occidentalizado, pensando que Rusia podía progresar imitando a Europa, en oposición a la tendencia eslavófila de la época en su país. Igual que muchos de sus contemporáneos con buen nivel de educación, se opuso especialmente al sistema de servidumbre.
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Seitenzahl: 673
Veröffentlichungsjahr: 2015
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(Clásicos de la literatura)
Contenido
Tenía yo diez y siete años cumplidos y vivía en un pequeño pueblo de la costa con mi madre, que apenas tenía treinta y cinco; se casó muy joven.
Al cumplir siete años, murió mi padre y, no obstante, estaba grabado en mi memoria con suma claridad.
Mi madre era bajita y rubia, su hermoso rostro estaba siempre triste; hablaba lentamente, con voz débil, con ademanes tímidos. En su juventud tuvo reputación de hermosa, y continuó siendo encanta-dora hasta sus últimos días. No he conocido jamás un cabello más fino y suave, unas manos más deli-cadas. Yo la adoraba y ella me amaba entrañable-mente...
Sin embargo, no era alegre nuestra existencia; mi madre parecía padecer un dolor extraño, una desgracia irreparable, injusta, y que corroía sin cesar su existencia.
El dolor que le había provocado la muerte de mi padre no era bastante para explicar aquella tristeza abrumadora, aun cuando fuese grande su pesa-dumbre, porque lo había querido con pasión y reverenciaba su memoria. ¡No! En su congoja había un misterio que me era imposible penetrar, pero que intuía de una manera vigorosa e intensa al mismo tiempo, cada vez que fijaba mi mirada en los apacibles y quietos ojos de mi madre, en sus labios tan hermosos y también inmóviles, apretados sin amargura, pero que parecía que nunca se habían de mover.
Ya dije que mi madre me amaba. Sin embargo, había momentos en que me rechazaba o en que mi presencia le era penosa y hasta inaguantable. Parecía sentir de pronto una repulsión involuntaria hacia mí, sentimiento que la horrorizaba en seguida, y, con lágrimas de contrición me estrechaba contra su pecho.
Suponía yo que esos accesos de animadversión se debían al estado enfermizo de mi madre y a sus pesares... Verdad es que también pudieran ser cau-sados por los extravagantes arrebatos de mal humor y de deseos criminales que se apoderaban a veces de mí... Pero esas crisis no se producían nunca en las ocasiones en que me cobraba ojeriza.
Iba siempre vestida de negro, como si estuviese de luto. Vivíamos con cierto desahogo, aunque sin relaciones.
Mi madre había depositado en mí todos sus pensamientos y cuidados, enlazando su vida con la mía.
Una intimidad tan estrecha entre padres e hijos, no siempre es buena para éstos... Por el contrario, a menudo es nociva para ellos.
Pero yo era hijo único... y los muchachos que no tienen hermanos ni hermanas, generalmente cre-cen de una manera irregular. Al educarlos, sus padres piensan en sí mismos tanto como en su hijo...
No hay nada peor en cuanto a educación.
Con todo, no era yo mimoso ni terco: dos ex-tremos en que acostumbran incurrir los hijos únicos. Pero mi sistema nervioso se había conmovido desde muy temprano y era frágil mi salud, como la de mi madre, con quien tenía yo notable parecido.
Eludía la relación con los muchachos de mi edad, y, en general, me apartaba de los hombres; hablaba muy poco aun con mi madre.
Mi afición preferida era la lectura, pero me gustaba más aun pasearme a solas y soñar, soñar...
¿En qué soñaba? Es difícil decirlo: algunas veces imaginaba que me encontraba de repente ante una puerta entornada, detrás de la cual se escondían misterios insondables. Me quedaba esperando, es-tupefacto, sin poder decidirme a trasponer el umbral de aquella puerta y sin dejar de preguntarme qué ocurría allá, cerca de mí... y aguardaba siempre con una especie de desasosiego o acababa por dormirme.
De haber sido poeta, con seguridad hubiera ex-presado con versos tal estado de ánimo; si hubiese sido proclive a la devoción, hubiera entrado en una comunidad religiosa; pero no era poeta ni piadoso y pasaba el tiempo soñando y aguardando en vano.
Ya dije que a veces me dormía asaltado por ideas y cavilaciones indefinibles. Acostumbraba dormir mucho, y los ensueños jugaban un papel importante en mi vida; todas las noches los tenía.
No los desechaba, y les concedía gran importancia, tomándolos por advertencias, y esforzándome por alcanzar su sentido misterioso; algunos de esos ensueños se sucedieron en varias ocasiones, lo cual siempre me daba mucho que pensar y me parecía muy extraño.
He aquí el ensueño que más intensamente me impresionó.
Estoy en una calle angosta y mal empedrada de una ciudad antigua, entre altas casas de techos cónicos.
Voy deambulando al azar y mientras tanto busco a mi padre, el cual no ha muerto, sino que se es-conde de nosotros y vive en una de aquellas casas.
Paso por una puerta cochera, baja y oscura; atravieso un largo patio y al fin entro en un pequeño cuarto al cual llega la luz por dos ventanas redondas.
En medio de aquella estancia, veo a mi padre con ropas de entre casa; está fumando la pipa. No se parece a mi verdadero padre. Es de elevada estatura, delgado, moreno; su nariz es aguileña, los ojos sin brillo y penetrantes; representa unos cuarenta años.
Le disgusta que haya descubierto su retiro, a mí tampoco me satisface aquel encuentro y permanez-co perplejo, de pie frente a él. Se da media vuelta, murmura algo y anda por la habitación con paso breve... Luego se aleja de mí, sin dejar de mascullar frases que no comprendo, y me echa miradas por encima del hombro... El aposento se agranda y se pierde entre tinieblas.
Me da un miedo terrible al pensar que acabo de perder a mi padre otra vez; me lanzo en pos de él, pero ya no lo veo; sólo oigo su gruñido de oso.
Mi corazón desmaya... despierto, y demoro mucho tiempo en volver a dormirme.
Pasé todo el día siguiente recordando los detalles de ese ensueño, que no atinaba explicarme.
Corría el mes de junio. La ciudad donde vivíamos, se animaba en aquella época del año. Gran cantidad de barcos anclaban en su puerto, y una muchedumbre de extranjeros recorrían sus calles.
Me agradaba pasear por los muelles y por delante de los cafés y de las fondas, pera presenciar las variadas fisonomías de los marineros reunidos en los establecimientos, en torno de mesitas blancas, sobre las cuales había jarros de estaño llenos de cer-veza.
Un día, al pasar por frente a uno de esos cafés, advertí un hombre que pronto concentró toda mi atención.
Vestía un largo levitón negro y un sombrero de paja encasquetado hasta los ojos. Estaba sentado, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Los pocos rizos de su oscuro cabello le caían sobre la frente; sus labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta.
¿A quién era parecido ese hombre? Cada rasgo de su semblante amarillo y quemado por el sol, toda su persona, se habían impreso de tal manera en mi mente, que, sin querer, me detuve delante de él, pensando: ¿Quién es ese hombre? ¿Dónde le he visto antes?”.
Evidentemente, sintió mi mirada clavada en él y levantó hacia mí sus ojos negros y penetrantes.
-¡Ah!- exclamé sin poder evitarlo.
Ese hombre era el padre que se me había aparecido en sueños. Mi primer reacción fue comprobar si aún estaba yo durmiendo.
Pero, no... Era de día, alrededor de mí iba y ve-nía la muchedumbre, brillaba el sol alegremente en lo alto del cielo y no era lo que había delante de mí un fantasma sino un hombre de carne y hueso.
Fui hacia una mesa vacía, pedí un bock de cer-veza y un periódico, y me senté muy cerca de aquel ser enigmático.
Abrí el periódico ante mis ojos, para observar a mi antojo al desconocido valido de aquel resguardo.
Continuaba quieto; de cuando en cuando levantaba la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho. Se advertía claramente que esperaba a alguien.
Le observé con obstinación.
Por momentos me parecía ser presa de un espe-jismo, que no existía aquel parecido, y que me dejaba arrastrar por un extravío de mí imaginación...
Pero, apenas se movía aquel hombre en el asiento o movía ligeramente la mano, me costaba trabajo re-primir una exclamación, y volvía a reconocer con certeza a mi padre; tal como se me había aparecido en sueños.
Por fin, el desconocido notó la insistencia con que lo miraba; al principio expresó extrañeza y lue-
go fastidio; y echando una mirada hacia donde yo estaba; pareció a punto de levantarse. Su movimiento hizo caer un bastoncillo que estaba apoyado en la mesa.
Salté de mi asiento, tomé el bastón y se lo en-tregue El corazón me palpitaba como si fuera a sal-tar del pecho.
Me dio las gracias; pero su sonrisa no era franca.
Aproximó su rostro al mío, enarcó las cejas y en-treabrió los labios, como si alguna cosa lo hubiera contrariado.
-Es usted muy gentil, joven- dijo de pronto con voz firme, aguda y gangosa-; lo que es muy raro en nuestros días... Le felicito por ello: le han dado a usted excelente educación.
No recuerdo lo que le respondí, pero nos pusi-mos a conversar.
Me enteré de que era compatriota mío; que acababa de regresar de América, donde había vivido algunos años y adonde estaba a punto de volver.
Dijo ser el barón de... (no entendí bien el título).
Igual que “el padre de mis ensueños”, termina-ba las frases mascullando entre dientes palabras ininteligibles.
Quiso saber cómo me llamaba, y cuando le dije mi nombre y apellido pareció pensar por un instante; después me preguntó desde cuándo vivía en aquella ciudad y si estaba solo.
Respondía que me acompañaba mi madre.
-¿Y su padre de usted?
-Mi padre falleció hace varios años.
Quiso saber entonces cuál era el nombre de pila de mi madre, y en cuanto lo supo lanzó una risotada que contuvo en seguida y se excusó diciéndome que era un apodo americano, y que por otra parte era muy original.
Volvió a interrogarme para saber dónde estaba nuestra casa, y se lo indiqué.
La emoción que me embargó al principio de nuestra charla iba calmándose poca a poco; sólo me extrañaba aquel insólito encuentro.
Me disputaba la sonrisa con que el barón me hacía preguntas, y no me gustaba tampoco la expresión de sus ojos, que parecían querer atravesarme...
Sus miradas tenían algo feroz y protector, que es-trujaba el corazón. Nunca había visto esos ojos en mis sueños.
El rostro del barón era muy extraño, un rostro mustio, cansado, y que aún tenía un aire de juventud que causaba desagradable impresión.
“El padre de mis ensueños”, tampoco lucía la cicatriz que marcaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido; vi esa cicatriz sólo cuando me aproximé mucho al barón.
Acababa de decirle el nombre de la calle donde vivíamos y el número de nuestra casa, cuando un negro de gran estatura, con un poncho que casi le cubría la cara, se aproximó al barón y le tocó levemente el hombro.
Volvióse mí interlocutor y dijo:
-¡Ah! ¡Por fin!
Y saludándome con un ligero movimiento de cabeza, entró en el café, seguido por el negro.
Permanecí en mi puesto, con la intención de es-perar la salida del barón para hablar otra vez con él.
En realidad, ni siquiera sabía qué decirle; pero de-seaba comprobar de nuevo mi primera impresión.
Pero transcurrió media hora... una hora... y el barón no salía.
Entré en el café y lo recorrí todo sin ver por ninguna parte al barón ni al negro... Indudable-mente habían salido por la puerta de atrás.
Empecé a sentir un fuerte dolor de cabeza, y pa-ra aliviarme di un paseo por la orilla del mar, cos-teando la playa, hasta un vasto parque plantado doscientos años antes.
Volví a mi casa después de dos horas de andar a la sombra de robles y plátanos gigantescos.
Al cruzar el vestíbulo, me salió al encuentro la doncella con las facciones descompuestas.
Por la expresión de su rostro supuse en seguida que había sucedido algo desagradable durante mi ausencia.
Y así era. Me refirió que una hora antes se había oído un grito desgarrador, que partió del cuarto de mi madre; acudió y encontró a su señora tendida en el suelo, desvanecida y que no volvía en sí sino al cabo de varios minutos. Cuando mi madre recuperó el conocimiento, tenía un aspecto raro, despavorido, y se vio impelida a meterse en cama. No dijo una palabra ni respondió a las preguntas que se le hicie-ron, pero no dejaba de echar, temblando, inquietas miradas alrededor.
La doncella hizo que el jardinero fuera buscar corriendo al médico. Vino el doctor y prescribió un calmante, pero no pudo sacar de mi madre ni una sola palabra.
Afirmaba el jardinero que inmediatamente después de haber proferido mi madre aquel grito, vio en el jardín un hombre desconocido que saltaba apresuradamente por sobre los arriates, encaminándose a la puerta que daba a la calle.
Vivíamos en una quinta cuyas ventanas daban a un gran jardín.
El jardinero no consiguió ver el rostro de aquel hombre; pero tuvo tiempo para ver que llevaba un largo levitón y sombrero de paja.
-¡Así vestía el barón!- dije para mí.
El jardinero no pudo alcanzar a aquel hombre, porque en ese mismo momento le enviaron a buscar al médico.
Corrí inmediatamente a la habitación de mi madre. La encontré en cama, con la cara más blanca que las almohadas donde apoyaba la cabeza.
Me reconoció, sonrióse débilmente y me tendió la mano. Me senté a la cabecera y le pregunté qué había sucedido.
Primero se negó a responder; pero acabó por confesarme que había visto una cosa terrible que la llenó de espanto.
-¿Entró alguien en tu cuarto?- pregunté.
-No, no, nadie- respondió vivamente-. Nadie ha venido... pero me creí... creí ver... un fantasma...
Enmudeció y se tapó la cara con las manos. A punto estuve de decirle lo que acababa de saber por el jardinero y de contarle mi encuentro con el ba-rón; pero, no sé por qué, desistí de mi intento, y me limité a asegurar a mi madre que los fantasmas no aparecían en pleno día.
-Hablemos de otra cosa, te lo ruego- murmuró-
Deja eso... Algún día lo sabrás todo.
Volvió a guardar silencio. Estaban frías sus manos; su pulso latía veloz e irregular. Le di una cucha-rada del calmante indicado por el médico y me alejé de la cama para no fatigarla.
No se levantó en todo el día. Permaneció inmó-
vil, en posición supina, exhalando con raros inter-valos profundos suspiros, abriendo con temor los ojos.
Todos los de nuestra casa estábamos perplejos.
Aquella noche, mi madre tuvo un leve acceso de fiebre y me hizo salir de su cuarto.
Pero no fui a mi habitación, sino que me tendí en un diván, en una pieza contigua a la suya. Cada cuarto de hora me levantaba, iba con sigilo a la puerta y escuchaba...
Todo seguía en calma; pero mi madre no pudo conciliar el sueño en toda la noche.
Cuando a la mañana siguiente fui a verla muy temprano, advertí que tenía las mejillas encendidas y los ojos con un fulgor que no era normal. Durante el día se sintió un poco mejor; al atardecer subió la temperatura de su cuerpo.
Hasta entonces había guardado un silencio te-naz; pero de pronto se puso a hablar con voz preci-
pitada y anhelante. No deliraba; sus palabras tenían sentido. Sólo les faltaba ilación.
No me alejé de su cabecera. Poco antes de media noche se incorporó de súbito en la cama con un movimiento convulsivo y comenzó a contar... con la misma voz afanosa, bebiendo sin pausa sorbitos de agua, agitando ligeramente las manos y sin mirarme ni siquiera una vez...
Deteníase con frecuencia, hacía un esfuerzo y continuaba su narración.
Era tan extraña aquella escena, que hubiérase dicho que hablaba entre sueños, como si le faltase conciencia de lo que hacía, y como si otro ser se expresase por boca de ella o dictase sus palabras...
...”Atiende a lo que tengo que decirte- comenzó-. Ya no eres un niño, debes saberlo todo.
“Tenía yo una íntima amiga que se casó con un hombre a quien amaba con pasión y fue muy dicho-sa con su esposo.
“El primer año de matrimonio viajaron a la capital para pasar allí una temporada y divertirse. Se alojaron en una fonda principal y fueron a los salo-nes y los teatros.
Mi amiga era muy bella, y atraía las miradas de todos. Los jóvenes la cortejaban con empecina-miento. Pero había, sobre todo, un... oficial que la perseguía sin cesar... Por todas partes donde iba ella estaban sus malvados ojos negros. No le fue pre-sentado y nunca le dirigió la palabra sin mirarla con desenfado y con una expresión extraña.
“Aquella suerte de hostigamiento envenenó todos los placeres de mi amiga durante su estancia en la capital; rogó a su esposo que la llevase consigo a otra parte y comenzaron a prepararse para partir.
“Una noche, su marido fue a su círculo, donde había sido convidado a una partida de juego por los oficiales del regimiento al cual pertenecía el galan-teador de mi amiga. Ésta se quedó por vez primera sola en la fonda. Como su marido tardara en regresar despidió a su doncella y se acostó...
“De repente quedó yerta de espanto y comenzó a temblar. Acababa de oír un leve ruido detrás de la pared, como de un perro que arañase. Miró las paredes.
“En un rincón llameaba una lámpara ante las sagradas imágenes; todo el dormitorio estaba tapi-zado con telas.
“De improviso, en el lugar de donde venía el ruido, movióse un entrepaño, se levantó... y aquel hombre horrible, de ojos negros y malévolos, salió del muro sombrío y desmesuradamente alto.
“Quiso gritar ella, pero no pudo emitir ningún sonido; sentíase desmayar de terror.
“Se acercó el hombre con paso rápido, como una fiera; echó a la cabeza de mi amiga una cosa blanca y pesada que la sofocaba... ¿y luego?... No recuerdo lo que ocurrió después... ¡No, no lo recuerdo!...
“Fue la muerte... ¡peor que la muerte!... Cuando por fin se rasgó aquel terrible velo, cuando yo...
cuando mi amiga volvió en sí, ya no había nadie en la habitación.
“De nuevo quedó por largo tiempo sin fuerzas para articular un sonido; después de mucho rato pudo pedir auxilio... Luego, otra vez, quedó todo confuso...
“Más tarde, cuando recuperó el conocimiento, vio a su esposo, a quien habían retenido en el círculo hasta las dos de la madrugada... Tenía el rostro descompuesto; quiso interrogar a su mujer, pero no logró respuesta alguna. Como consecuencia de esos hechos cayó enferma de peligro.
“No obstante, si la memoria no me traiciona, en cuanto quedó a solas se puso a revisar las paredes de su habitación. Bajo las telas que las tapizaban halló una puerta secreta, y advirtió, de pronto, que ya no tenía en el dedo el anillo de boda.
“Aquel anillo era muy original. Estaba guarneci-do con siete estrellas de oro, que alternaban con otras siete de plata; era una joya de familia.
“El esposo de mi amiga preguntó qué había si-do de aquel anillo, y no supo qué responderle. Su-puso que se le habría extraviado y lo buscó él sin resultado. Sintió un vivísimo deseo, no exento de inquietud, de regresar a su casa; y en cuanto el mé-
dico autorizó a la enferma a levantarse, dejaron la capital.
“El mismo día de su partida, tropezaron con una camilla, en la cual iba acostado un hombre con el cráneo roto... Aquel... hombre era el visitante fu-nesto, el de los ojos perversos... ¡Le habían matado en riña, por cuestión de juego!
“Mi amiga se recluyó en el campo, y fue madre, por primera y última vez... Aun vivió algunos años con su esposo, quien nunca llegó a sospechar nada.
¿Y qué hubiera podido confesarle? ¡Ella misma nada sabía!
“Sin embargo, su ventura había quedado rota para siempre. La existencia de los dos ensombre-cióse, y la nube que se cernía sobre ellos se desvaneció. No tuvieron más hijos... Y ese hijo único.. .
Un movimiento convulsivo agitó el cuerpo de mi madre, que se cubrió la cara con las manos.
-¡Oh!, ahora dime- continuó con redoblada energía-, ¿es culpable de algo mi amiga? ¿Qué se le puede reprochar? Fue ultrajada, es cierto. Pero, no tiene derecho a proclamar, ante Dios mismo, que era inmerecido el castigo que la hirió? Si es así, ¿por qué tiene que ver nuevamente su pasado en aquella horrible visión, al cabo de tantos años, como una criminal a quien corroen los remordimientos?
Macbeth había matado a Banqueo; era natural que viese fantasmas... ¡Pero yo!...
En este punto, el relato de mi madre se hizo tan confuso, que ya no pude seguir su ilación. Era evi-dente que deliraba.
No costará trabajo comprender la hondísima impresión que me causó revelación tan inesperada.
En seguida deduje que se trataba de mi madre y no de una amiga; su desliz cuando habló en primera persona, no hizo más que confirmar mis suposicio-nes.
Así, pues, era mi padre a quien descubrí en sue-
ños, y a quien había visto en carne y hueso aquella mañana.
Estaba claro que no lo habían matado en aquella riña, sino sólo herido. Gracias a las noticias que yo le había dado, entró en casa de mi madre y esca-pó después asustado por el desvanecimiento de mi madre. Inmediatamente aclaróse para mi toda nuestra existencia; comprendí el sentimiento de involuntaria repulsión que a veces había notado en mi madre para conmigo, y su tristeza habitual y la soledad en que vivíamos...
Después de esas confesiones, no sabía lo que me pasaba; recuerdo que me tomé la cabeza con las dos manos, como para mantenerla en su sitio. Una sola idea se me había metido como un clavo: ¡encontrar a aquel hombre a toda costa! ¿Por qué?
¿Con qué fin? Yo mismo no lo sabía, pero quería encontrarlo... Había llegado a ser para mí cuestión de vida o muerte el descubrir dónde estaba.
Al día siguiente por la mañana, mi madre estuvo más tranquila, y ya sin fiebre pudo conciliar el sue-
ño.
Después de haberla recomendado al propietario de nuestra quinta, la dejé al cuidado de la servidum-bre, y comencé mis pesquisas.
Primero fui al café donde el día anterior había encontrado al barón. Nadie lo conocía, ni siquiera habían reparado en él; no hizo más que estar de pa-so. Es cierto que no habían olvidado al negro, porque era un tipo que obligadamente había de llamar la atención; pero nadie sabía de dónde venía, ni dónde se alojaba.
Por lo que pudiera ocurrir, di las señas de mi ca-sa y me puse a recorrer las calles, las grandes vías, los mueIles, los alrededores del puerto; entré en todos los lugares públicos, sin descubrir el más pequeño rastro del barón y de su negro acompañante.
Después de vagar de esa suerte hasta la hora de comer, volví cansado y desalentado a casa. Mi madre estaba levantada; mezclábase con su tristeza habitual algo nuevo, una expresión de perplejidad dolorosa, cuya vista me partía el corazón como un cuchillo.
Pasé la noche al lado de ella; jugó un solitario, y yo la miraba sin chistar. No hizo ninguna alusión a su relato ni a lo acontecido la víspera. Hubiérase dicho que, por virtual acuerdo entre nosotros, nada debía avivar el recuerdo de aquellos extraordinarios y venosos acontecimientos; quizás no recordase tampoco con mucha precisión lo que había dicho en el delirio de la fiebre, y contaba con que yo lo disimularía.
Y así fue, me esforcé por disimular, y ella lo comprendió muy bien. Lo mismo que la víspera, rehuyó mis miradas.
En toda la noche no pude cerrar los ojos.
De pronto estalló una tempestad horrible. Au-llaba el viento y soplaba con violencia. Los cristales de las ventanas temblaban y el aire estaba cargado de gemidos y gritos desesperados. Hubiérase dicho que la cavidad celeste estallaba hecha trizas, con quejidos desgarradores, por sobre las casas, que tre-pidaban.
Poco antes de amanecer me sumí en un entre-sueño... Me pareció ver entrar de repente alguien en mi cuarto, y que me llamaba con voz suave y segura.
Levanté la cabeza para mirar en derredor de mí, y no vi a nadie.
¡Cosa rara! No sólo no me asusté, sino que experimenté un sentimiento de satisfacción: me invadió de repente la certeza de que aquella vez iba a conseguir mi propósito.
Me vestí con premura y salí de casa.
La tempestad había amainado ya, aun cuando se advertían todavía sus últimas convulsiones...
Era muy temprano aún. Las calles estaban soli-tarias. Aquí y allá veíanse por el suelo pedazos de chimeneas, tejas, tablas, vallas derribadas, ramas de árboles desgajados...
-¡Qué dramas han debido desarrollarse esta noche en el mar!- pensé al ver los vestigios que había dejado la tempestad.
Quería ir al puerto; pero, al parecer, obedientes mis piernas a impulso irresistible, me llevara en otra dirección.
En menos de un cuarto de hora me encontré en una parte de la ciudad que aún no había visitado.
Anduve con lentitud, paso a paso, sin detener-me, invadido por una sensación extraña, y como a la espera de algo extraordinario, sobrenatural, y convencido de que ello ocurriría muy pronto.
Y, en efecto, sobrevino algo extraordinario, sobrenatural.
De imprevisto vi a veinte pasos el negro que se había acercado al barón en el café cuando yo hablaba con aquel.
Cubierto por el poncho que ya le había visto, parecía haber surgido de la tierra; y dándome la espalda, seguía con paso rápido por la angosta acera de la callejuela tortuosa.
Me lancé tras él, pero el negro aceleró la marcha sin volverse, y desapareció detrás de la esquina de una casa que sobresalía.
Corrí hacia aquel lugar, rodeé la casa. ¡Oh mila-gro!
Ante mí se extendía una calle estrecha y total-mente desierta. La bruma de la mañana la envolvía con un velo agrisado, pero mi vista atravesó aquella espesa oscuridad y recorrió toda la calle. Hubiera podido contar las casas una por una... Pero no vi alma viviente.
El negrazo, envuelto en el poncho, se esfumó con tan asombrosa rapidez como había surgido.
Me quedé alelado; no obstante, mi estupefac-ción no duró más que un minuto.
Otro pensamiento me asaltó: yo conocía aquella calle que tenía ante mis ojos. ¡La había visto en sue-
ños!
Me estremecí... ¡era tan fresco el aire de la ma-
ñana!... y sin dudar, con una serenidad llena de terror, seguí adelante.
Hurgué con los ojos allí está, a la derecha, sa-liente de la acera: allí está la casa que vi en sueños; allí la vieja puerta cochera, con montículos de piedras a los lados...
Cierto es que las ventanas no son redondas, si-no cuadrangulares... Pero es un detalle sin importancia.
Llamé a la puerta: toqué dos, tres golpes, más fuerte, cada vez más fuerte...
La puerta se abrió al fin muy despacio. rechinando como si bostezase, y me encontré cara a cara con una criada joven, con los cabellos enmarañados y los ojos aun medio dormidos. Era fácil ver que acabara de despertarse
-¿Vive aquí el señor barón?...- pregunté mirando a hurtadillas al patio estrecho y largo.
Era tal y como lo había visto en mí sueño; no faltaba nada, ni las vigas, ni las tablas...
-Aquí no vive ningún barón- repuso la joven.
-¡Cómo! ¿qué no vive aquí ningún barón? ¡Eso es imposible!
-Ya no está aquí, se marchó ayer.
-¿A dónde fue?
-A América.
-¡A América!- repetí involuntariamente- ¿Y
cuándo regresará?
La criada me miró con recelo.
-No sabemos nada... Quizá no regrese.
-¿Estuvo mucho tiempo aquí?
-Una semana, poco más o menos... Acaba de partir...
-¿Cuál es el nombre del barón?
-La joven abrió desmesuradamente los ojos.
-¿No conoce usted su apellido? Nosotros le llamábamos simplemente barón. ¡Eh, Pedro!- gritó
al ver que yo trataba de entrar en el patio-. Aquí hay un extraño que hace muchas preguntas.
Un robusto mocetón, mal encarado, salió de la casa.
-¿Qué sucede? ¿Qué quiere usted?- preguntó con voz bronca.
Y luego de haberme escuchado con visible im-paciencia me repitió lo que me había dicho la joven.
-Pero, ¿quién vive en esta casa?
-Nuestro amo.
-¿Quién es vuestro amo?
-Un carpintero. Hay sólo carpinteros en nuestra calle.
-¿Y podré verle?
-Todavía no se ha levantado.
-¿Me permite que entre en la casa?
-No.
-¿Podré ver más tarde a su amo?
-Seguramente... Siempre se le puede ver... Es un industrial... Ahora; puede usted retirarse... Apenas amanece.
-¿Y el negro?- pregunté de repente.
El mocetón me miró alelado, y después la criada.
-¿Qué negro?- dijo por fin- Váyase usted, caba-llero... Vuelva otra vez y podrá hablar con el amo.
Bajé a la calle. La puerta cochera se cerró a mis espaldas con estrépito, pesadamente y de prisa, pero aquella vez sin rechinar.
Tomé nota de la calle y de la casa, y me fui, pero no para regresar a mi casa.
Me embargaba una especie de desencanto. ¡To-do lo que me había ocurrido parecíame tan raro, tan extraordinario... y había terminado todo de una manera tan prosaica!
Es cierto que estaba convencido de que debía de halIar en aquella casa el cuarto que ya conocía, y en aquel cuarto a mi padre, el barón vestido con ropas de dormir y con la pipa en la boca. Pero en lugar de eso, descubrí que el ocupante de aquella casa era un carpintero, a quien se puede ver todas las horas... del día y a quien se le pueden encomen-dar muebles.
¡Y mi padre había vuelto a partir para América!
¿Qué me queda entonces por hacer? ¿Referir toda esta aventura a mi madre, o enterrar para siempre hasta el recuerdo de aquel encuentro?
No podía resignarme a que esta aventura sobrenatural y misteriosa acabase de modo tan ordinario y vulgar.
Así, pues, no pude decidirme a volver a casa, y eché a andar sin saber a dónde. Así llegue fuera de la ciudad.
Caminaba con la cabeza gacha, sin pensar, casi sin experimentar sensación alguna, ensimismado.
Un ruido igual, sordo y furioso, me arrancó de mi abstracción. Levanté la cabeza: el mar rugía y mugía a cincuenta pasos de mí. Entonces advertí que iba andando por la arena de la playa.
El mar, revuelto por la tormenta de la noche, cubríase hasta el horizonte de crestas blancas. Las agudas puntas de las altas olas rompíanse unas tras otras en la playa. Me acerqué a la orilla y me puse a seguir la línea de relieve que el flujo y el reflujo ha-bían marcado en la arena amarilla y rayada, llena de plantas marinas, dúctiles, pedazos de mariscos y matas de esparganio.
Las gaviotas, de finas alas, acudían con el viento del gran desierto aéreo y se remontaban dando gritos lastimeros, blancas como la nieve, para dejarse caer a plomo en el agua; parecía que saltaban de una ola a otra, sobrenadando como objetos de plata, o desaparecían entre montañas de brillante espuma.
Noté que muchas de aquellas aves revoloteaban alrededor de un gran peñasco, que se destacaba con vigor sobre la playa monótona.
Una planta de esparganio desplegábase en matas irregulares por un lado de aquel peñasco; y en el lugar donde sus entrelazados tallos salían de la sali-trosa arena, vi una masa negra, de forma larga y abombada. Miré con atención. Era un objeto siniestro... No se movía... A medida que me acercaba, iba adivinando lo que era.
Y cuando estuve a unos treinta pasos del peñas-co, reconocí con claridad formas humanas, y me dije:
-Es un cadáver, un ahogado devuelto por las olas. Me aproximé al peñasco.
Aquel cuerpo era el del barón, el de mi padre.
Me quedé como petrificado en mi sitio.
Comprendí que desde la mañana me conducían potencias misteriosas y que estaba en poder de ellas.
No sé cuánto tiempo transcurrió así, sin oír más que el zumbido incesante del mar y con el alma embar- gada por el horror en presencia del fatum que me poseía.
El cadáver yacía de espaldas, ligeramente ladea-do, con la cabeza recostada en la mano izquierda, y el brazo derecho doblado debajo del cuerpo. Las puntas de los pies, calzados con botas altas de marinero, estaban enterradas en el barro. Vestía cha-queta azul, empapada en sal marina, y abrochada hasta el cuello, al cual ceñía una bufanda roja. Su atezado rostro, vuelto hacia el cielo parecía sonreír; el labio superior contraído, dejaba ver sus dientes menudos y apretados; las vidriosas pupilas casi se confundían con el blanco mate de los ojos; los cabellos llenos de espuma y arena flotaban hacia atrás en el suelo y dejaban al descubierto su frente surca-da por una larga cicatriz violácea; la delgada nariz sobresalía blanquecina entre las mejillas deprimidas.
¡La tormenta de la noche había realizado su ta-rea!
El barón no volvería a América. Aquel hombre que había ultrajado a mi madre y arruinado su vida, mi padre- ¡sí!, mi padre, ya no podía dudar de ello-yacía inerte en el fango, a mis pies...
Encontrados sentimientos de venganza satisfecha de compasión, de odio y de terror embargaban mi ánimo. De terror sobre todo: el terror que me causaba aquella visión y el pensamiento de lo que acababa de ocurrir...
Esos sentimientos misteriosos de perversidad, esos deseos criminales de que hablé al comienzo despertábanse de repente en mí y me oprimían el pecho.
-¡Ah!- pensé-; ahora comprendo por qué soy así... es la sangre que manda...
Continuaba inmóvil junto al cadáver, contem-plábalo y aguardaba.
-¿Quién- me decía a mí mismo-, quién sabe si se reanimarán esas pupilas, extintas, si esos labios in-móviles se moverán?
¡No! Ya no podían moverse. En el lugar donde le arrojaron las olas, el mismo esparganio estaba marchito; habían desaparecido las gaviotas, y no veía flotar por ninguna parte despojos, ni maderos, ni aparejos desgarrados.
Por todas partes el desierto... y sólo él y yo a orillas del océano, donde sube la marea... Detrás de mí, otra vez el desierto; y en el horizonte una cade-na de tristes colinas...
No podía decidirme a dejar aquel pobre cuerpo en semejante soledad, semisepultado en fango, en-tregado como pasto a los peces y las aves de rapiña; una voz interior me ordenaba que buscara hombres para hacerles llevar aquel cadáver entre los vivos...
Pero, de improviso, apoderóse de mí un terror in-superable.
Me asaltó la idea de que aquel muerto sabía que estaba yo allí, y que era él quien había dispuesto aquel encuentro; hasta me pareció oírle mascullar frases ininteligibles, con aquella voz sorda que yo conocía...
Retrocedí para mirarlo de nuevo. Una cosa brillante atrajo mis miradas: era un anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y reconocí la sortija de boda de mi madre.
Jamás olvidaré cómo vencí mi repugnancia. Me acerqué de nuevo, me incliné sobre aquel cuerpo...
aun siento el contacto viscoso de sus dedos rígi- dos... recuerdo el furor con que, casi desorbitando los ojos, rechinando los dientes, arranqué el anillo que resistía... por fin cedió... y huí como un ladrón sin volver atrás la mirada, creyendo que alguien iba en pos de mí, me perseguía, me alcanzaba, me detenía...
Llevaba claramente escrito en el rostro todo lo que había sentido y padecido.
Cuando regresé a casa, corrí directamente al cuarto de mi madre, la cual, al verme, se incorporó de un salto, y me miró con tal insistencia, que, al cabo de un momento de vacilación, acabé por mostrarle el anillo sin decir una palabra.
Cubrióse su rostro de una palidez mortal y abrió desmesuradamente los ojos, que se le nublaron tanto como los del ahogado. Tomó la sortija, se tambaleó, cayó sobre mi pecho y así quedó rígida, con la cabeza echada atrás y fijando en mí sus grandes ojos espantados.
Rodeé su talle con ambos brazos, y sin mover-me del sitio le conté con voz lenta y dulce acento todo cuanto había sucedido, sin omitir pormenores: el ensueño, el encuentro... En fin, se lo dije todo.
Escuchó mi relato completo, sin interrumpirme con ninguna exclamación; pero su pecho se agitaba cada vez con más fuerza, se reanimó su mirada y entornó levemente los párpados. Luego se puso la sortija en el dedo anular, y, desprendiéndose de mis brazos, empezó a buscar la manteleta y el sombrero.
Le pregunté a dónde quería ir.
Me dirigió una mirada llena de asombro y quiso responder, pero le faltaba la voz.
Estremecióse varias veces, se restregó las manos como para calentárselas y exclamó:
-¡Vamos pronto!
-¿A dónde, madre?
-Allí, donde está él... Quiero verlo, quiero con-vencerme... lo reconoceré...
Traté de disuadirla, pero estuvo al borde de que la acometiera una crisis nerviosa. Comprendí que era inútil toda resistencia y salimos.
Estoy de nuevo en la playa; esta vez ya no voy solo, voy del brazo con mi madre.
El mar se ha retirado allá abajo, muy lejos; está en calma, pero produce el mismo zumbido siniestro y agorero.
Por fin, veo el peñasco solitario y la planta de esparganio. Miro con atención para encontrar aquella masa negra que estaba al lado... pero no veo na-da.
Nos acercamos a la roca, e involuntariamente acorté el paso. ¿Qué habrá sido del cuerpo siniestro y ya rígido? Sólo veo los tallos del esparganio, que forman una mancha oscura sobre la arena seca.
Llegamos, al fin, junto a la piedra. El cadáver ha desaparecido, y en el sitio donde estaba tendido no
queda sino un hueco donde se puede distinguir los rastros de los brazos y de las piernas...
El esparganio ha sido pisado y son muy claras las huellas de la planta de los pies de un hombre; los pasos están marcados en la arena y se van en dirección a las montañas silíceas.
Mi madre y yo cruzamos una mirada, y los dos nos asustamos de lo que acabábamos de leer mu-tuamente en nuestros ojos: “¿Se habría levando y habría partido?”
-¿Estás seguro de que estaba muerto?
Sólo tuve fuerzas para responder con movimiento de cabeza afirmativamente. No habían pasado tres horas desde que había visto yo el cadáver del barón... Alguien había venido y se lo había llevado...
Resolví verificar mi conjetura. Pero, ante todo, era necesario llevarme de allí a mi madre.
Mientras nos íbamos al sitio siniestro, la fiebre la había sostenido; pero la desaparición del cadáver la impresionó de tal manera, que tuvo convulsiones y temí por su razón.
Me costó Dios y ayuda volverla a casa; hice que se acostara y llamé al médico. Cuando recobró los sentidos, su primera preocupación fue exigir que partiese en el acto en busca de “aquel hombre”.
Obedecí con presteza, pero todos mis esfuerzos resultaron vanos. Fui varias veces a la policía; recorrí todas las aldeas de los contornos, hice insertar anuncios en los periódicos, tomé infinidad de informes, pero todo fue inútil.
Un día me enteré de que habían llevado un ahogado a una de las aldeas de la costa. Me encaminé allí sin pérdida de tiempo, pero cuando llegué lo habían sepultado. Además, a juzgar por sus señas personales, no podía ser el barón.
Logré averiguar en qué nave se había embarca-do el barón para América. Suponíase que dicho barco había naufragado durante la tempestad; no obstante, parece que se supo algunos meses después que había fondeado en Nueva York.
No sabiendo ya a quién acudir para conseguir informes, me puse en busca del negro. Le ofrecí, por medio de anuncios en los periódicos, una suma importante si venía a verme. En efecto, un día, durante mi ausencia se presentó en casa un negro de gran estatura, envuelto en un poncho. Interrogó a nuestra doncella, se marchó en seguida y nadie volvió a verlo más.
Así se desvanecieron en sordas tinieblas todos los rastros de mi padre.
No hablábamos nunca de él. Una sola vez mi madre expresó su asombro de que no le hubiese referido más pronto mi terrible ensueño, y añadió:
-Era muy duro...
No concluyó su pensamiento.
Mi madre estuvo enferma largo tiempo; y cuando se hubo restablecido, no fueron ya nuestras relaciones lo que eran antes.
Sentía ella en mi presencia cierta contrariedad que subsistió hasta su muerte. Sí; una especie de desapego pesó en nosotros y aquella desgracia era irreparable.
Todo se olvida; el recuerdo de los hechos más trágicos se va disipando poco a poco; pero si entre dos personas que viven en gran intimidad se desliza un sentimiento de malestar, nada hay en el mundo que pueda desvanecerlo.
No he vuelto a ver más el fantasma que me vi-sitaba con frecuencia en otros tiempos; ya no busco a mi padre. No obstante, en sueños aún me parece, a veces, oír gemidos lejanos, quejas dolientes e incesantes; llegan desde atrás de una pared alta, tan alta que no puedo escalarla, siento su peso en el corazón y lloro con los ojos cerrados.
-No puedo comprender si es que gime un ser vivo, o si oigo el rugir loco y salvaje del mar embra-vecido. Ese rugir se transforma y oigo de nuevo un gruñido de oso, ese masculleo de palabras ininteligibles que conozco tan bien... Y me despierto embar-gado por el terror y la angustia.
Contenido
Los invitados ya se habían ido. El reloj dio las doce y media. Sólo quedaban el anfitrión, Serguey Nicolayevich y VIadimir Petrovich.
El anfitrión tocó la campanilla y ordenó retirar lo que quedaba de la cena.
-Entonces, está decidido- dijo, sentándose có-
modamente en la butaca y encendiendo su cigarri-llo-. Cada uno tiene que contar la historia de su primer amor. Le toca a usted, Serguey Nicolayevich.
Serguey Nicolayevich, rechoncho, de pelo castaño, cara fofa y redonda, miró a su anfitrión y luego levantó la vista hacia el techo.
-No tuve un primer amor. Empecé directa-mente con el segundo.
-¿Y cómo fue eso?
-Muy fácil. Tenía dieciocho años cuando por primera vez empecé a cortejar a una señorita en-cantadora. Pero lo hacia como si no fuese una no-vedad para mí. Así cortejé después a todas las demás. A decir verdad, a los seis años me enamoré por primera y última vez, precisamente de mi niñe-ra. Desde entonces ha pasado mucho tiempo. Los detalles de nuestra relación se han borrado de mi memoria. Y aunque me acordase, ¿a quién podría interesarle?
-Entonces, ¿qué hacemos?- dijo el anfitrión-. En mi primer amor tampoco hay nada extraordinario.
Antes de conocer a Ana Ivanovna, mi mujer, no estuve enamorado. Todo marchó a mil maravillas.
Nuestros padres concertaron la boda, inmediatamente iniciamos el noviazgo y nos casamos sin dila-ción. Mi historia se cuenta en dos palabras. Yo, señores, tengo que confesar que, cuando propuse el tema del primer amor, lo hice pensando en ustedes, hombres no diría viejos, pero tampoco jóvenes solteros. Bueno, usted, VIadimir Petrovich, ¿no podría amenizar un poco la velada?
-Mi primer amor, en efecto, fue poco corriente-contestó después de una pausa Vladimir Petrovich,
hombre de unos cuarenta años, de pelo negro, ya canoso.
-¡Ah!- exclamaron simultáneamente el anfitrión y Serguey Nicolayevich-. Mucho mejor. Cuénte-noslo.
-Bien... O mejor dicho, no voy a contarlo. No soy un buen narrador. Cuando narro, o soy lacónico y seco, o prolijo y amanerado. Si me permiten, voy a apuntar todos mis recuerdos en un cuaderno y luego se los leo.
Al principio los amigos no estuvieron de acuerdo, pero VIadimir Petrovich insistió. Dos semanas después se reunieron de nuevo y VIadimir Petrovich cumplió su promesa.
Esto es lo que había anotado en su cuaderno.
Tenía entonces dieciséis años. Era el verano de 1833.
Vivía con mis padres en Moscú; ellos tenían al-quilada una dacha en Kaluzhskaya Zastava frente al parque Nescuchnoye. Estaba preparándome para ingresar en la Universidad, pero estudiaba poco, sin hacer el menor esfuerzo.
Nadie ponía trabas a mi libertad. Hacía lo que me venía en gana, sobre todo cuando se fue mi tu-tor francés, que nunca pudo hacerse a la idea de que había caído «como una bomba» ( comme une bombe) en Rusia y se pasaba la vida tumbado en la cama con cara de mal humor. Mi padre me trataba con una mezcla de indiferencia y cariño. Mi madre apenas me hacía caso, a pesar de ser su único hijo, pues otras preocupaciones acaparaban su atención. Mi padre, joven y bien parecido, se había casado con ella por interés. Ella era diez años mayor que él. Mi madre llevaba una vida triste. Siempre nerviosa y comida por los celos, se ponía de mal humor, pero nunca en presencia de mi padre, a quien temía.
Él, en cambio, era seco y frío con ella y la mantenía a distancia... No he visto jamás a un hombre de una tranquilidad tan digna, tan seguro de sí y tan dominante.
Nunca olvidaré las primeras semanas que pasé en la dacha. Hacía un tiempo espléndido.
Nos instalamos el 9 de mayo, el mismo día de San Nicolás. A veces me iba a pasear por el jardín de nuestra dacha, o por Nescuchnoye o Kaluzhskaya Zastava. Me llevaba algún libro, por ejemplo el manual de Kaidanov, pero raramente lo abría. Y más que leer, recitaba en voz alta (me sabia muchos versos de memoria). La sangre me hervía, el corazón se me encogía ridícula y dulcemente. Esperaba y temía algo. Todo me sorprendía y estaba como a la expectativa. Mi imaginación jugaba y revoloteaba en torno a las mismas ideas, como los pájaros alrededor de un campanario. Me quedaba meditabundo, me entristecía y hasta llegaba a llorar. Pero detrás de las lágrimas y la tristeza, provocadas por un dulce verso o un bello atardecer, brotaba corno hierba de primavera la sensación de felicidad que produce una vida joven en plena ebullición.
Tenía un pequeño caballo. Yo mismo lo ensilla-ba y me iba solo, al galope, lo más lejos posible. Me imaginaba que era un caballero actuando en un tor-neo (¡qué alegre soplaba el aire en mis oídos!). Al mirar al cielo se me llenaba el alma de su azul y de su luz radiante.
Me acuerdo de que entonces la imagen de una mujer, el fantasma de un amor, casi nunca aparecía de manera clara y nítida en mi mente, pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía se escondía el presentimiento de algo nuevo, inimaginablemente dulce, femenino, algo de lo que sólo a medias era consciente, pero que hería mi pudor.
Este presentimiento, esta espera inundaba mi ser, recorría mis venas y cada gota de mi sangre...Pronto quiso el destino que esto fuese realidad.
Nuestra dacha era una casa señorial de madera, con columnas y dos alas muy bajas. En el ala izquierda había una minúscula fábrica de papel barato para empapelar. Muchas veces me acercaba a ver cómo una docena de niños escuálidos y desarregla-dos se subían sobre las palancas de madera, que presionaban sobre un cuadrilátero, también de madera, que servía de prensa, y así, haciendo peso con sus débiles cuerpos, imprimían dibujos de vivos colores. El ala derecha permanecía vacía y se alqui-laba. Un día, tres semanas después del 9 de mayo, las contraventanas, que permanecían cerradas, se abrieron y en las ventanas aparecieron unos rostros femeninos. Una familia desconocida acababa de instalarse allí. Recuerdo que ese mismo día, a la hora de comer, mi madre preguntó al mayordomo quiénes eran nuestros vecinos. Al oír el nombre de la princesa Zasequin, dijo, no sin cierto respeto:
-¡Ah, la princesa!...- Pero luego añadió- Debe de ser alguna venida a menos.
-Han llegado en tres carruajes de alquiler- dijo el mayordomo mientras servía uno de los platos-. No tienen carruaje propio. Y los muebles son de los más baratos.
-Sí- dijo mi madre-. Pero es mejor estar aquí.
Mi padre la miró fríamente. Ella se calló.
Desde luego, era imposible que la princesa Zasequin fuera una mujer rica. El ala pequeña de la casa que había alquilado era tan vieja, diminuta y baja de techo, que nadie, medianamente acomoda-do, accedería a habitarla. Pero creo que entonces no presté mucha atención a esto. Y el título principesco no me impresionaba gran cosa, pues acababa de leer Los bandidos de Schiller.
Tenía la costumbre de andar por el jardín con una escopeta esperando que un cuervo se pusiera a tiro. Siempre había odiado a estos pájaros precavi-dos, voraces y astutos. El día referido llegué al jardín después de haber merodeado sin éxito alguno por todos los caminos (los cuervos ya me conocían y se limitaban a graznar desabridamente desde lejos) y me acerqué por casualidad a una valla muy baja, que dividía nuestra propiedad de la franja estrecha de jardín que se extendía detrás del ala derecha, a la cual pertenecía. De repente oí unas voces. Miré a través de la valla y me quedé de piedra... Vi algo insólito.
A pocos pasos, en un claro, entre matorrales de frambuesa aún verde, estaba una mujer joven, alta y esbelta, vestida con un traje rosa a rayas y con un pañuelo blanco en la cabeza. A su alrededor había cuatro hombres jóvenes, en cuyas frentes hacía estallar por turno unas florecitas grises, cuyo nombre no conozco, pero que los niños conocen muy bien.
Estas flores tienen como unas bolsitas que estallan con un chasquido al chocar contra algo duro. Los jóvenes ponían la frente con tanto entusiasmo, y en los movimientos de la muchacha (la veía de perfil) había algo tan delicado, exigente, mimoso, burlón y tierno, que casi grité de admiración y placer, y sentí que estaba dispuesto a darlo todo para que esos de-ditos encantadores hiciesen estallar una flor sobre mi frente. Se me cayó la escopeta, deslizándose sobre la hierba y me olvidé de todo. Devoraba con la vista su talle tan esbelto, su cuello, sus bellas manos, sus cabellos rubios despeinados bajo el pañuelo blanco, los ojos entreabiertos de mirada inteligente, las pestañas, sus tiernas mejillas.
-¡Oiga, joven!- dijo alguien a mi lado-. ¿Cree usted que está permitido mirar a las damas de los otros?
Tuve como una sacudida y me quedé lívido...junto a mí, al otro lado de la valla, estaba un desconocido de pelo negro muy corto, que me miraba con ironía. En ese mismo instante la joven se volvió hacia mí... Vi unos inmensos ojos grises en un rostro que ahora expresaba excitación e hilaridad. De pronto la cara se estremeció, empezó a reír, sus dientes blancos brillaron, sus cejas se elevaron en un gesto cómico... Me puse colorado, levanté del suelo la escopeta y, perseguido de una carcajada sonora, aunque no maliciosa, me escapé a mi cuarto y me tiré sobre la cama cubriéndome la cara con las manos. El corazón no dejaba de darme brincos en el pecho. Me sentía muy nervioso y alegre. Una emoción nunca experimentada me inundaba.
Cuando hube descansado, me peiné, me lavé y bajé a tomar el té. La imagen de la joven seguía per-siguiéndome. El corazón dejó de darme vuelcos, pero se contraía dulcemente.
-¿Qué te pasa?- dijo mi padre-. ¿Es que has matado un cuervo?
Estuve a punto de contárselo todo, pero no lo hice y sólo sonreí, imperceptiblemente para los de-más. Antes de acostarme, sin saber por qué, di tres vueltas sobre un pie y me di crema. Luego me acosté y dormí toda la noche de un tirón. Antes de amanecer, me desperté durante unos segundos, levanté la cabeza, miré extasiado a mi alrededor y me volví a dormir.
«¿Cómo conocerlos?» Fue lo primero que pensé al despertarme por la mañana. Antes de tomar el té me fui al jardín, pero no me acerqué demasiado a la valla y no pude ver a nadie. Después del té di varios paseos por la calle delante de la dacha, lanzando desde lejos miradas a las ventanas. Creí ver su cabeza detrás de las cortinas y, atemorizado, me apresuré a escapar. «Pero hay que conocerlos», pensé, andando sin rumbo por el arenoso descampado que se extendía delante de Nescuchnoye. «Pero, ¿cómo?» Este era el problema. Recordé los más pequeños detalles de nuestro encuentro de la víspera. No sé por qué, pero con especial relieve surgía el recuerdo de cómo se había reído de mí... Pero mientras, ex-citado, andaba pensando distintos planes, el destino ya se había preocupado de mí.
Durante mi ausencia, mi madre había recibido una carta de nuestra vecina, escrita en papel gris y sellada con lacre de color marrón, de ese que se emplea en los avisos de correo o para lacrar botellas de vino barato. En la carta, escrita en un estilo poco elegante y descuidada caligrafía, la princesa pedía a mi madre protección. Mi madre, al decir de la princesa, conocía gente importante, de la cual dependía su suerte y la de sus hijos, ya que tenía pendientes unos asuntos graves. «Me dirijo a usted- escribíacomo una dama noble a otra dama noble. Es para mí un placer aprovechar esta ocasión.» Al terminar, pedía permiso a mi madre para visitarle. Cuando llegué, encontré a mi madre de mal humor. Mi padre no estaba en casa y no tenía a nadie que le acon-sejase. No contestar a una noble dama, y más aún a una princesa, no parecía correcto. Pero mi madre ignoraba cómo contestar. Le parecía inoportuno redactar la carta en francés, pero la ortografía rusa tampoco era su punto fuerte. Ella lo sabía y por eso no quería comprometerse. Se alegró con mi llegada y me mandó que fuese a ver a la princesa y le expli-case de palabra que ayudaría a su alteza en lo que estuviera s su alcance y que le rogaba que la visitase hacia la una. El hecho de que se cumplieran mis deseos de forma tan inesperada y rápida me alegró y me asustó. Pero procuré que nadie notase el azora-miento que se apoderó de mí y, antes de marchar-me, fui a mi habitación, a ponerme una corbata nueva y una chaqueta. En casa, aunque muy a mi pesar, andaba con blusón y cuello vuelto...
En la antesala, estrecha y vetusta, adonde entré tembloroso y agitado mi cuerpo-, me recibió un criado viejo y de pelo canoso, con cara de cobre oscuro, ojos porcinos, de mirada tosca y en la cara y en las sienes las arrugas más profundas que jamás haya visto. En un plato llevaba la espina roída de un arenque. Abriendo con el pie la puerta que conducía a la habitación, dijo bruscamente:
-¿Qué desea?
-¿Puedo ver a la princesa Zasequin?
-¡Bonifacio!- gritó una estridente voz femenina.
El criado me dio la espalda sin decir palabra, viéndose entonces la gastada tela de su librea, que tan solo tenía un botón amarillento con un escudo estampado. Se retiró, dejando el plato en el suelo.
-¿Estuviste en la comisaría del barrio?- repitió la misma voz.
El criado dijo algo inaudible.
-¿Qué? ¿Que ha venido alguien? ¡Ah, el señorito de al lado! Dile que pase.
-Tenga la bondad de pasar a la sala- dijo el criado, apareciendo delante de mí y levantando el plato del suelo.
Me levanté y pasé a la sala.
Me encontré en una habitación pequeña, bastante desordenada, con muebles baratos que parecían haber sido colocados muy deprisa. Al lado de la ventana, sentada en un sillón que tenía uno de los brazos roto, estaba una mujer de unos cuarenta años, despeinada y fea, ataviada con un vestido viejo de color verde y con un pañuelo chillón, de estam-bre, alrededor del cuello. Sus pequeños ojos de color negro se clavaron en mí.
Me acerqué a ella y le hice una reverencia.
-¿Tengo el honor de hablar con la princesa Zasequin?
-Yo soy la princesa Zasequin. ¿Usted es el hijo del señor V.?
-Sí, vengo con un encargo de mi madre.
-Siéntese, por favor. Bonifacio, ¿has visto dónde están mis llaves?
Transmití a la señora Zasequin la respuesta de mi madre a su nota. Me escuchó golpeando con sus gruesos y rojos dedos sobre la ventana. Cuando terminé, volvió a mirarme fijamente.
-Muy bien, estaré sin falta- dijo al fin-. ¡Qué joven es usted todavía! ¿Cuántos años tiene? Permí-
tame que se lo pregunte.
-Dieciséis- dije, haciendo sin querer una pausa.
La princesa sacó del bolsillo unos papeles mu-grientos que tenían algo escrito, se los acercó casi hasta la nariz y se puso a inspeccionarlos.
-Buena edad- dijo dando una vuelta y remo-viéndose en la silla-. Por favor, considérese en su casa. Aquí no guardamos cumplidos.
«Demasiados pocos cumplidos», pensé, observándola detenidamente y sintiendo una repulsión involuntaria al presenciar su desgarbada figura.
En ese mismo instante la otra puerta se abrió y apareció una joven, la misma que había visto el día anterior en el jardín. Alzó la mano y una sonrisa cruzó por su cara.
-Esta es mi hija- dijo la princesa señalándola con el codo-. Zenaida, el hijo de nuestro vecino V. ¿Cómo se llama, por favor?
-VIadimir- contesté, levantándome y tartamu-deando de emoción.
-¿Su patronímico?
-Petrovich.
-Sí. Conocí a un jefe de policía que también se llamaba VIadimir Petrovich. Bonifacio, no busque las llaves. Las tengo en el bolsillo.
La joven seguía mirándome con la misma sonrisa, frunciendo un poco el ceño e inclinando la cabeza hacia un lado.
-Ya he visto a monsieur Voldemar- dijo ella. (Percibí como un dulce frescor el sonido plateado de su voz.)-. ¿Me permite que le llame así?
-¡Por Dios!- dije, balbuceando.
-¿Dónde fue eso?- preguntó la princesa.
La joven no contestó a su madre.
-¿Tiene algo que hacer ahora?- dijo al fin, sin dejar de mirarme.
-No.
-¿Quiere ayudarme a devanar una madeja? Venga conmigo.
Me hizo una señal con la cabeza y salió de la sala. Me fui detrás de ella.
En la habitación donde entramos los muebles eran algo mejores y estaban distribuidos con mucho gusto, aunque tengo que confesar que en esos momentos no me pude fijar en nada. Me movía como si estuviera soñando y sentía un bienestar estúpidamente tenso.
La princesa se sentó, sacó una madeja de lana roja y señalando una silla, que estaba enfrente de mí desató con cuidado la madeja y la puso en mis manos. Todo esto lo hacía sin decir palabra, con una lentitud burlona y con la misma sonrisa, amplia y maliciosa, de sus labios entreabiertos. Empezó a enrollar la lana en una carta de baraja doblada por la mitad y, de pronto, me sorprendió con una mirada clara y fugaz, que me hizo bajar la cabeza. Cuando abría del todo sus ojos, que tenía normalmente se-micerrados, su cara cambiaba por completo. Era como si apareciese la luz en ella.
-¿Qué pensó de mí ayer, monsieur Voldemar?-
preguntó después de una pausa-. ¿Le he causado mala impresión?
-Yo, princesa... yo no pensé nada... ¿Cómo po-dría...?- contesté muy azorado.
-Escúcheme- contestó ella-. No me conoce todavía. Soy muy rara y quiero que siempre me digan la verdad. Usted, según he oído, tiene dieciséis años y yo tengo veintiuno. Como ve, soy mucho mayor que usted y por eso tiene que decirme siempre la verdad... y obedecerme- añadió-. Míreme, ¿por qué no me mira?
Me azoré aún más, pero levanté la vista hacia ella. Ella sonrió, aunque no como antes, sino como si quisiera darme ánimo.
-Míreme- dijo, bajando cariñosamente la voz-.
No me desagrada que me miren. Me gusta su cara.
Presiento que seremos amigos. Y yo, ¿le gusto?- dijo con picardía.
-Princesa...- empecé yo.
-En primer lugar, llámeme Zenaida Alexandrovna. Y segundo, ¡vaya una costumbre la de los ni-
ños, la de la gente joven- rectificó ella- de no decir llanamente lo que sienten! Eso es bueno para los mayores, pero no para nosotros. Porque yo le gusto,
¿no es así?