Poemas en prosa - Iván Turguénev - E-Book

Poemas en prosa E-Book

Iván Turguenev

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Beschreibung

Iván Turguénev fue, junto a Gógol, Dostoyevski y Tolstói, uno de los prosistas más importantes de la literatura rusa del siglo XIX. Su obra retrata la vida de aristócratas, nobles y campesinos de la Rusia provincial, explorando sus conflictos psicológicos y materiales. Con un estilo limpio e incisivo, sus poemas en prosa abordan temas como los sueños, la insatisfacción humana y la dialéctica entre campo y ciudad. Esta última se refleja en una idealización del mundo rural y en las paradojas de una Rusia predominantemente feudal. Los Poemas en prosa ofrecen un acceso interesante a la obra de Turguénev que, en palabras de Vladimir Nabokov, «siguen siendo un buen ejemplo de prosa rusa pura y bien medida».

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Seitenzahl: 117

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Iván S. Turguénev

POEMAS EN PROSA

Título original del ruso: Стихотворения в прозе, publicado originalmente en 1882.

Primera edición en esta colección: septiembre de 2024

© de la traducción del ruso, María Sánchez Puig, 1994

© del prólogo, Andreu Sitjà i Oliva, 2024

© de la presente edición: Editorial Alfabeto, 2024

Editorial Alfabeto S.L.

Madrid

www.editorialalfabeto.com

ISBN: 978-84-17951-55-9

Ilustración de portada: Alba Ibarz

Diseño de colección y de cubierta: Ariadna Oliver

Diseño de interiores y fotocomposición: Grafime S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

ÍNDICE

Prólogo del editorAl lectorLa aldeaDiálogoLa viejaEl perroEl antagonistaEl mendigo«Juicio de necios…»Un hombre ufanoNorma de vidaEl fin del mundoMashaEl necioLeyenda orientalDos cuartetasEl gorriónLas calaverasEl peón y el señoritoLa rosaEn memoria de Y. P. VrévskayaEl último encuentroEl umbralVisitaciónNecessitas - Vis - LibertasLa limosnaEl insectoLa sopa de repolloUn reino azulDos ricachonesEl ancianoEl periodistaDos hermanosEl egoístaÁgape del ser supremoLa esfingeLas ninfasEl amigo y el enemigoJesucristoEl guijarroLas palomas¡Mañana, mañana!La naturaleza«¡Que lo ahorquen!»¿En qué pensaré yo?«¡Qué frescas y qué hermosas estaban las rosas!»La singladuraN. N.¡Detente!El monje¡Aún lucharemos!La plegariaLengua rusaEl encuentroLástimaLa maldiciónLos gemelosEl tordo (I)El tordo (II)Sin nidoEl cáliz¿De quién es la culpa?El reptilEl escritor y el críticoCon quién discutir…«¡Ay de mi juventud, ay de mi lozanía!»Dedicado a…Yo caminaba entre altas cimasCuando yo no esté…El reloj de arenaMe levanté por la noche…Cuando estoy soloEl sendero hacia el amorLa fraseLa sencillezEl brahmánProrrumpiste en llanto…El amorLa verdad absoluta y la verdad relativaLas perdicesNessun maggior doloreAplastado por la rueda¡Uaa… uaa…!Mis árboles

PRÓLOGO DEL EDITOR

Iván S. Turguénev fue, sin duda, el más europeo de los autores rusos. Nacido en una familia de aristócratas de Oriol, estudió en las universidades de Moscú y San Petersburgo y, también, en la Universidad de Berlín, donde descubrió la filosofía «idealista» alemana. Su periplo por Europa lo llevó a conocer a algunos de los autores que serían fundamentales en la articulación de su obra como Henry James, Émile Zola o Gustave Flaubert y con los que rápidamente trabó amistad. Así se explica, en parte, que se sintiera más cómodo viviendo en Europa que en Rusia, donde se sentía maltratado por los círculos intelectuales. Allí, Turguénev vivió más de treinta años, entre Alemania y Francia, y escasamente viajaba a su país natal, del que solo le quedaban los recuerdos. Este dato no es baladí, puesto que fue uno de los pocos autores rusos que produjo gran parte de su obra desde la distancia y, sin embargo, todos sus escritos acontecen en el país eslavo, hilvanándose mediante el flujo de la memoria.

Al mismo tiempo, este exilio voluntario, junto a las buenas relaciones que mantenía con los círculos intelectuales europeos, le proporcionaron una posición ventajosa al respecto del resto de autores rusos: su obra circulaba libremente por el espacio literario europeo gracias al gran número de traducciones realizadas y, en consecuencia, fue uno de los primeros autores rusos modernos que se dieron a conocer en el corazón del Viejo Continente. Paralelamente, esta situación le permitió no posicionarse políticamente y, más allá de considerarse un occidentalista moderado, fue una rareza entre los escritores rusos del siglo XIX, que siempre habían tomado partido por los distintos ideales y doctrinas imperantes en el panorama político de Europa.

A mi parecer, uno de los grandes logros de Turguénev radica en su capacidad por convertir el campo ruso y la vida de provincia en el topos de su obra y, a diferencia de los escritores Mijaíl Lérmontov y de Nikolái Gógol, retratar con gran pericia, profundidad y no menos humanidad a todos y cada uno de sus habitantes y, en especial, a los nobles. La dimensión psicológica de sus personajes, entre los que abundan labriegos y campesinos, pero también terratenientes y aristócratas, cambió la tendencia de una literatura que, ya en sus inicios con Alexander Pushkin, había tomado la ciudad de San Petersburgo como escenario literario. En este sentido, y de un modo similar al de los románticos ingleses, el ojo sutil de Turguénev gracias al arte del paseo captaba las imágenes y los destellos de la vida de provincia, sus antinomias y violencias, tal y como se puede apreciar en Memorias de un cazador (1852), Rudin (1856) o Padres e hijos (1862). En todas ellas se expresan muchos de los conflictos que copan su obra: las disputas entre generaciones (viejos y jóvenes), el hombre superfluo, la incapacidad del ser humano por satisfacer sus más profundos deseos; también los conflictos entre la carne y el alma, siempre empapados en una suerte de nihilismo y amargura, que se contradicen con el colorido y frugal canto a la vida que aparece a lo largo de su obra, o la dialéctica entre el campo y la ciudad, entre la capital y la provincia, que se materializa en una idealización del mundo rural y, en consecuencia, de todos sus habitantes.

La mayoría de estos temas también aparecen reflejados en el presente volumen, Poemas en prosa (1877-1882), como es el caso de «La aldea», poema en el que se exalta la vida en el campo y sus apacibles relaciones sociales basadas en una sesgada percepción de la vida en comunidad muy recurrente en la obra de Turguénev. En «Diálogo», la conversación entre dos montañas expresa la pérdida del carácter sagrado del mundo natural como consecuencia de la modernización política y económica de Europa.

Ciertamente, algunos de los poemas en prosa más curiosos tienen relación con los sueños del autor ruso que, en su gran mayoría, expresan un profundo miedo por la llegada de la muerte («La vieja», «Las calaveras» o «El encuentro») o revelan la gran desazón que sentía Turguénev por el futuro del hombre en la Tierra («El fin del mundo»); contrariamente, otros muestran la esperanza del autor por el encuentro con un mundo de felicidad y dicha («El Reino Azul») gracias a la fe en Cristo («Jesucristo»).

En efecto, el lector encontrará en este volumen un compendio de los temas que más interesaban al autor y que, en muchos casos, eran su monomanía: la fascinación que el escritor sentía por la cultura asiática y Oriente Medio, su literatura («Leyenda Oriental») y el budismo («El brahmán»); una crítica punzante a los círculos rusos intelectuales que eran muy críticos con su obra («El necio») o con la de Pushkin («Juicio de necios»); la estructura social de su tiempo y las distintas fuerzas sociales que la comprendían («El mendigo», «El necio», «El peón y el señorito», «El anciano» o «El periodista») y, además, no faltan las sutiles reflexiones sobre los elementos que constituían los preceptos morales o ideología de su presente histórico («Normas de vida», «El amor», «La verdad absoluta» y «La verdad relativa» o «Aplastado por la rueda»).

En efecto, en todos ellos el lector encontrará las claves para la comprensión del pulso de una época, un zeitgeist, o mejor, una «estructura de sentimiento», que se articula a través de un lenguaje sobrio y melódico que, en palabras de Vladimir Nabokov, «sigue siendo un buen ejemplo de una prosa rusa pura y bien medida».

ANDREU SITJÀI OLIVA

AL LECTOR

Mi amable lector: no leas estos poemas de corrido, uno tras otro, pues probablemente te invadirá el tedio y dejes caer el libro de entre las manos. Léelos a tu aire, desordenadamente, uno hoy y otro mañana, y tal vez alguno de ellos deje huella en tu espíritu.

IVÁN S. TURGUÉNEV

LA ALDEA1

Último día de junio. A mil verstas2 a la redonda se extiende Rusia, mi entrañable tierra.

En la inmensidad azul del cielo, una nubecilla parece navegar a la deriva y desvanecerse. La calma es total, el aire huele a tibio, como la leche recién ordeñada.

Trinan las alondras, se arrullan las palomas hinchando el buche, remontan el silencioso vuelo las golondrinas, piafan y rumian los caballos y hasta los perros menean indolentes la cola, sin atreverse a ladrar.

Flota por doquier un suave olor a humo y a hierba, y una pizca a alquitrán, y otra pizca a cuero. Los cañamares están en plena flor y despiden su intensa y grata fragancia.

Hay un barranco profundo, de suaves laderas. A ambos lados se amontonan varias filas de saúcos, rozando la tierra con la maraña de su fino ramaje. Por el fondo del barranco corre un arroyo, dejando ver a través de la trémula claridad de sus aguas los cantos de su lecho. En la lejanía, allá en los confines del cielo y la tierra, se adivina el trazo azulado de un gran río.

Adornando las laderas del barranco, a un lado se alinean los graneros y cobertizos, pulcros, de puertas bien ajustadas; al otro lado, unas cinco o seis casas rústicas, de troncos de pino y tejados de tablones. Sobre cada tejado, sujeta a una larga estaca, se alza una pajarera, y sobre cada porche asoma la figurilla de hierro de un caballito de largas crines.3 Los cristales rugosos de las ventanas reflejan la luz lanzando irisados destellos. Pintados sobre los postigos, unos jarrones con flores. Delante de cada casa, su obligado banco; sobre los zócalos de tierra batida se amodorran los gatos, enroscados en un ovillo, con las orejillas tiesas y transparentes; tras los altos umbrales se adivinan los portales, umbríos y frescos.

Echado sobre una gualdrapa extendida al borde mismo del barranco, rodeado de montones de heno recién cortado, percibo su aroma dulce y embriagador. Los hacendosos labriegos acaban de esparcir parte del heno justo delante de sus casas: así, en cuanto se oree un poco al sol, ¡zas!, derechito al pajar. ¡Da gloria dormir allí entonces!

Las cabecillas ensortijadas de los chiquillos se asoman aquí y allá, entre los almiares; gallinas de erguidas crestas rebuscan entre el heno moscas e insectos; un cachorrito de morrillo blanco juguetea, enredado entre las briznas de hierba.

Unos mozos de rubios cabellos, de camisas limpias y bien ajustadas con los cintos, calzados con pesadas botas ribeteadas, charlan y ríen sus chanzas, apoyados de bruces en un carro desenganchado.

Por una ventana asoma el semblante redondo y risueño de una mujer joven: tal vez se ríe de los chascarrillos de los mozos o, tal vez, viendo a los chiquillos revolcándose en el heno.

Otra moza de robustos brazos iza del pozo un cubo de agua, grande y chorreante… El cubo se balancea y oscila al final de la cuerda, dejando caer unas gotas de agua largas y centelleantes.

Veo ante mí a una anciana labriega, luciendo una flamante falda a cuadros y escarpines nuevos.

Un collar de tres vueltas, formado por gruesas cuentas, rodea su cuello flaco y moreno; un pañuelo amarillo de pintas rojas cubre sus canas, casi tapándole los ojos ya marchitos.

Pero sus pupilas sonríen, como sonríe también todo su arrugado rostro. La viejecilla andará ya por los ochenta, pero aún se puede apreciar que en sus tiempos fue muy hermosa.

En su mano derecha, de piel tostada y con los dedos bien abiertos, sostiene un cántaro de leche fría, con una gruesa capa de nata: recién sacado de la fresquera, el cántaro rezuma unas gotas de agua, brillantes como abalorios. En la palma de su mano izquierda, la viejecilla me ofrece un gran trozo de pan, aún caliente: «Come, y que te aproveche, buen hombre».

De pronto se escucha el canto y el agitado aleteo de un gallo, y le responde el mugido de un ternero, desde su corral.

—¡Esto sí que es avena! —se oye la voz de mi cochero.

¡Oh, plenitud, oh, calma y abundancia del campo ruso liberado!4 ¡Cuánta placidez y bienestar!

Y pienso yo: ¿Qué nos importa la cruz sobre la cúpula de Santa Sofía de Constantinopla,5 ni todo aquello que tanto anhelamos los hombres de la ciudad?

Febrero de 1878

DIÁLOGO6

Ni el Jungfrau7 ni el Finsteraarhorn8 jamás fueron hollados por pie humano.

Cumbres alpinas… Cadenas de abruptos peñascos… El corazón mismo de la montaña.

Sobre las cimas, un cielo mudo y pálido, verdoso y claro. Un aliento gélido, punzante, una nieve dura y centelleante que deja asomar los pináculos de unos austeros macizos de roca escarchada y barrida por el viento.

Dos moles, dos gigantes se yerguen a ambos lados del firmamento, el Jungfrau y el Finsteraarhorn.

El Jungfrau se dirige a su vecino:

—¿Qué hay de nuevo? Tú tienes mejor vista. ¿Qué pasa ahí abajo? —Transcurren algunos milenios, un minuto. Y se oye la atronadora respuesta del Finsteraarhorn:

—Las nubes cubren totalmente la tierra… ¡Aguarda! —Transcurren algunos milenios más, otro minuto.

—Bueno, ¿y ahora? —pregunta el Jungfrau.