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Tercera entrega de la trilogía Crónicas de la Nuncanoche Soy la guerra que no puedes ganar. En la arena de los juegos más sangrientos de Tumba de Dioses se produjeron los asesinatos más impactantes de la República Itreyana. Mia Corvere consiguió huir con un compañero inesperado, aunque ahora los persiguen las hojas de la Iglesia Roja y los Luminatii... Y puede que también siga su rastro algo o alguien que ha traspasado el velo de la muerte. Más allá de abandonar con vida la Ciudad de los Puentes y los Huesos, Mia espera resolver por fin el enigma de su identidad como tenebra y otro más que ha surgido por el camino: ¿es posible acabar con un monstruo sin convertirse en uno al mismo tiempo? La canción está a punto de entonarse, pequeños mortales, y recordad: en un mundo donde incluso la luz solar está condenada a morir, nunca añoras tu sombra hasta que te pierdes en la oscuridad. Cita de reseña crítica: «Un final conmovedor y emocionante para una magnífica serie de fantasía». Publishers Weekly «A los lectores les encantará el desenlace épico y trepidante de esta historia oscura y sangrienta». Kirkus «Si te gustan Robin Hobb y George R. R. Martin, te encantará Nuncanoche». Starbust «Los personajes perdurarán en tu memoria durante años». Robin Hobb
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Seitenzahl: 1040
Título original: Darkdawn
Copyright © Neverafter Pty Ltd., 2019
Publicado inicialmente por St. Martin’s Press
Derechos de traducción gestionados por Adams Literary
y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL. Todos los derechos reservados
© de la traducción: Manuel Viciano, 2021
© de los marcos: Alejandra Hg, 2021
© de las guardas: Duda Vasilii/Shutterstock.com
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: febrero de 2022
ISBN: 978-84-18440-42-7
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Para mis lectores.
Tampoco podría haberlo hecho sin vosotros.
Bueno, pues aquí estamos otra vez, gentiles amigos.
Creo que quizá se imponga una disculpa. Tanto por la conclusión de la segunda parte del relato de Mia como por el estado en el que os dejé después de ella. Parecíais bastante alterados. Os aseguro que no habrá finales abiertos en este nuestro último baile juntos. Como os prometí, su nacimiento lo habéis presenciado, su vida la habéis vivido. Ya solo queda su muerte.
Pero antes de que se desaten la lascivia y la carnicería, permitidme un último recordatorio para quienes tengáis una memoria tan fiable como vuestro narrador. Y luego ya podremos pasar a matar a nuestra pequeña zorra asesina, ¿de acuerdo?
DRAMATIS PERSONAE
Mia Corvere. Asesina de la Iglesia Roja, gladiatii de los Halcones de Remo y ahora la asesina más infame de toda la República Itreyana. Hija de una rebelión fallida, Mia ha dedicado los últimos ocho años de su vida a una venganza letal contra los hombres que destruyeron a su familia.
Tras descubrir que la Iglesia Roja estuvo implicada en la muerte de su padre, Mia desertó de los asesinos y se vendió a sí misma a un establo de gladiatii. Cuando salió victoriosa de los grandes juegos de Tumba de Dioses, hizo varios descubrimientos asombrosos en rápida sucesión:
• Su hermano pequeño, Jonnen, al que creía muerto, estaba en manos de su enemigo mortal, el cónsul Julio Scaeva, que lo crio como hijo suyo.
• Jonnen es, de hecho, hijo de Scaeva. Lo cual significa que la madre de Mia, Alinne, se acostaba con el hombre que terminaría siendo responsable del asesinato de su marido y de la muerte de la propia Alinne en la Piedra Filosofal.
• Al igual que Mia, Jonnen es un tenebro, dotado de la capacidad de controlar las sombras.
Al concluir los grandes juegos, Mia asesinó al gran cardenal Francesco Duomo. También creyó asesinar a Scaeva y recuperar a su hermano antes de caer a una muerte casi segura en una arena inundada y llena de dracos de tormenta.
Por los dientes de las Fauces, sí que fue un final emocionante, ¿verdad?
Don Majo. Compañero de Mia desde su infancia, Don Majo es, según a quién se pregunte, un daimón, un pasajero o un familiar, con la capacidad de devorar el miedo de la gente. Está hecho de sombras y sarcasmo. A pesar de su incisivo ingenio, salta a la vista que guarda un cariño profundo y duradero a Mia. Pero que no os oiga decirlo.
Lleva la forma de un gato, aunque, como casi todo en él, su apariencia no es auténtica por completo.
Eclipse. Otra daimón sombría. Eclipse fue pasajera de Casio, el anterior Señor de las Hojas en la Iglesia Roja. Se unió a Mia al morir Casio.
Eclipse adopta la forma de una loba, y ella y Don Majo se llevan más o menos igual de bien que la mayoría de los gatos y los perros.
Ashlinn Järnheim. Antigua discípula de la Iglesia Roja, con sangre vaaniana. Ashlinn traicionó al Sacerdocio para vengar a su padre, Torvar, y estuvo a punto de hacer caer la Iglesia Roja. Cuando Mia frustró sus planes, Ashlinn pasó a servir al cardenal Duomo, quien le encargó recuperar el mapa que llevaba a un lugar secreto en la antigua Ysiir, un mapa de vital importancia para la Iglesia Roja. Temiendo una traición, Ashlinn hizo que le grabaran el mapa en la espalda con tinta arkímica, que desaparecerá en caso de que muera.
Ashlinn ayudó a Mia en su plan para ganar los grandes juegos, y las dos terminaron haciéndose amantes.1 Tras la conclusión de los juegos, el Sacerdocio de la Iglesia y el cónsul Scaeva, que seguía vivito y coleando, abordaron a Ashlinn. Le revelaron que Mia solo había matado a un doble creado por la tejedora de carne Marielle y que Scaeva estaba compinchado con la Iglesia Roja para asegurarse de que asesinaran a su rival, el cardenal Duomo.
Por si no bastaba con eso, Scaeva también desveló que era el padre de Mia.
Entonces unos asesinos de la Iglesia Roja atacaron a Ashlinn, pero la rescató una familiar figura sombría…
Tric. Discípulo de la Iglesia Roja, con una mezcla de sangre itreyana y dweymeri, y antiguo amante de Mia. Fue asesinado por Ashlinn Järnheim durante su intento de capturar al Sacerdocio de la Iglesia Roja y su cadáver acabó arrojado por la ladera del Monte Apacible.
Parece ser que Tric ha regresado a la vida, aunque con una forma más oscura y mágyca. Se apareció a Mia en la necrópolis de Galante y le hizo varias advertencias crípticas sin revelarle su identidad. Más adelante rescató a Ashlinn de los atacantes de la Iglesia Roja.
No se sabe cómo logró volver de los dominios de la Negra Madre ni por qué salvó a la chica que lo había asesinado.
El viejo Mercurio. Maestro y confidente de Mia antes de que ella ingresara en la Iglesia Roja. Mercurio fue una hoja de la Iglesia durante muchos años antes de convertirse en el obispo de Tumba de Dioses. A pesar de ser hasta la médula un viejo cabronazo gruñón, ayudó a Mia en su plan para matar a Duomo y Scaeva, plenamente consciente de que sus actos provocarían la ira del Sacerdocio.
Durante el combate final de los grandes juegos, la Iglesia Roja lo capturó y se lo llevó de vuelta al Monte Apacible por orden de…
Julio Scaeva. Cónsul tres veces electo del senado itreyano, conocido como «el senador del pueblo». El cargo de cónsul suele ser compartido, pero Scaeva ha ostentado en solitario el liderazgo del senado desde la Rebelión del Coronador, hace ocho años.
Utilizando dicha rebelión como excusa para prolongar su mandato, Scaeva trabajaba asociado a la Iglesia Roja con el objetivo de alcanzar el título de imperator y unos poderes de emergencia plenos y perpetuos sobre la República. Presidió la ejecución del padre de Mia y condenó a su propia amante, la madre de Mia, a morir en la Piedra Filosofal. Se llevó al hermano de Mia y ordenó que a ella se la ahogara en un canal, a pesar de que sabía que era hija suya.
Decir que Scaeva hace lo que le sale del coño muy posiblemente sea quedarse corto.
Y hablando del tema…
Drusilla. Señora de las Hojas de la Iglesia Roja y, pese a su edad aparente, una de las asesinas más mortíferas de la República. Aunque afirma ser devota de la Negra Madre Niah, Drusilla conspiraba con Scaeva en pos de la ambición del cónsul para hacerse con el control de la República Itreyana.
La Señora de las Hojas tiene ojeriza a Mia desde que la chica fracasó en sus pruebas como discípula de la Iglesia Roja. Cabe suponer que las recientes traiciones de Mia no le han ganado muchos puntos con Drusilla.
Solis. Reverendo padre y Shahiid de Canciones, maestro en el arte del acero y el hombre más arisco del mundo. Parece estar ciego, aunque muestra pocos impedimentos para blandir una espada. Solis fue prisionero en la Piedra Filosofal y fue el único superviviente de un sacrificio sangriento conocido como «el Descenso», durante el que se anima a los presos a asesinarse en masa entre ellos a cambio de la libertad. La victoria de Solis fue lo que le granjeó su nombre, que en el idioma de la antigua Ysiir significa «el Último».
Mia le hizo un corte en la cara durante su primer combate de entrenamiento en el Monte Apacible. Él le cercenó un brazo a ella como venganza. Solis decidió conservar la cicatriz junto con su rencor por la chica que lo había superado.
Mataarañas. Shahiid del Salón de las Verdades y maestra de los venenos. Mia era una de las discípulas más prometedoras de Mataarañas, pero el aprecio de la shahiid por la chica ya se había evaporado casi por completo incluso antes de que Mia eligiera traicionar las enseñanzas de la Iglesia.
Si alguna vez os ofrece una copa de vino dorado, yo en vuestro lugar la rechazaría.
Ratonero. Maestro del robo y Shahiid de Bolsillos. Un tipo encantador con cara de joven, ojos de viejo y cierta inclinación a ponerse ropa interior de mujer.
Ratonero no albergaba ninguna aversión hacia Mia antes de su traición, aunque es de esperar que haya tachado a la chica de su lista de regalos para la Gran Ofrenda después de las recientes jodiendas de Mia.
Aalea. Maestra de los secretos y Shahiid de Máscaras. Seductora y hermosa, su cuenta de asesinatos solo está superada por las muescas en el cabecero de su cama.
En realidad tenía bastante cariño a Mia antes de la traición de la chica, pero ningún miembro del Sacerdocio de la Iglesia llegó a serlo gracias a su sentimentalismo.
Marielle. Una de los dos teúrgos albinos que están al servicio de la Iglesia Roja. Marielle domina el tejido de carne, una forma de magya antigua que se practicaba en el caído Imperio de Ysiir. Puede esculpir la piel y el músculo como si fuesen arcilla, pero el precio que paga por su poder es terrible, ya que su propia carne tiene unas deformaciones horripilantes y Marielle no tiene el poder de modificarla.
A juego con su apariencia perturbadora, Marielle también parece sentir un aprecio exagerado por su hermano, Mario.
Mario2. El segundo teúrgo que sirve al Monte Apacible. Mario es un orador de la sangre con poder sobre el vitus humano: puede transmitir mensajes por medio de la sangre, manipularla a voluntad con su mente y transportar a personas y objetos que hayan estado vivos a través de los estanques de sangre que hay en las capillas de la Iglesia Roja. Gracias a las artes de Marielle, su belleza no tiene parangón.
Asesinó al hermano de Ashlinn, Osrik, durante el ataque Luminatii al Monte Apacible, y contrajo con Mia una deuda por salvarle la vida que aún no está saldada.
«Se te debe sangre, cuervecilla. Y con sangre se te pagará».
Aelio. Cronista del Monte Apacible. Aelio está al mando del gran athenaeum de la Iglesia Roja, una inmensa y creciente biblioteca que contiene libros destruidos, perdidos con el tiempo o que directamente jamás llegaron a escribirse. También lidia con los enormes y carnívoros «gusanos de biblioteca» que deambulan en la oscuridad entre los estantes, y sus tareas se complican aún más por el hecho de que, como todo lo demás en la biblioteca de la Negra Madre, el propio Aelio está muerto.
Aun así, es una forma de ganarse la vida…
Naev. Una mano de la Iglesia Roja que organiza las caravanas de abastecimiento en los Susurriales de Ysiir. Tras diversas dificultades iniciales, ella y Mia se hicieron amigas y confidentes.
La tejedora Marielle la dejó desfigurada en un arrebato de celos por los amoríos de Naev con su hermano Mario. Pero después de que Mia frustrara el ataque al Monte Apacible, Marielle restauró la belleza de Naev como favor a su salvadora.
Naev lleva siempre la cara cubierta y sus sentimientos también.
Chss. Hoja consumada de la Iglesia Roja. Al parecer, Chss es mudo y se comunica mediante un idioma de signos conocido como deslenguado.
Aunque Mia y él fueron discípulos juntos y Chss la ayudó en sus pruebas, se mantiene leal al Sacerdocio. Intentó capturar a Ashlinn siguiendo órdenes de la Iglesia Roja, pero la chica escapó con la ayuda de Tric.
Francesco Duomo. Sumo cardenal de la Iglesia de la Luz y miembro más poderoso de la clerecía de Aquel que Todo lo Ve. Aunque en apariencia estaba aliado con Julio Scaeva, el cardenal y el cónsul eran en realidad acérrimos rivales. Junto con Scaeva y el justicus Marco Remo, Duomo dictó sentencia contra los fracasados rebeldes del Coronador, entre ellos el padre de Mia, Darío.
Como cabe suponer, Mia se tomó muy a pecho los actos del cardenal y le afeitó la barba hasta el hueso ante un público chillón de cien mil personas.
Alinne Corvere. Madre de Mia y una política temible que a punto estuvo de derrumbar la República Itreyana. Su matrimonio con el justicus Darío resultó ser un enlace basado en la amistad y la conveniencia política, porque de hecho era amante de Julio Scaeva y concibió con él dos hijos: Mia y Jonnen.
A pesar de su relación con Scaeva, el cónsul no tuvo el menor reparo en desechar a Alinne tras la fallida rebelión de su marido. Alinne terminó encarcelada en la Piedra Filosofal, donde murió sumida en la locura y la desdicha.
Mia descubrió hace poco que su madre no era el dechado de virtudes por el que la había tenido.
Darío Corvere, el Coronador. El hombre al que Mia llamaba padre. Antiguo justicus de la Legión Luminatii, Darío entabló una alianza con su amante, el general Gayo Maxinio Antonio, con la intención de coronarlo como rey de Itreya.
Sin embargo, con la ayuda de la Iglesia Roja, ambos fueron capturados la víspera de la batalla y Darío terminó ahorcado al lado de Antonio, su candidato a rey.
Decir que a Mia le sentó mal su muerte sería quedarnos un poco cortos.
Jonnen Corvere. El hermano pequeño de Mia. Se lo creía muerto junto a su madre, pero Mia descubrió hace poco que el chico se crio como hijo legítimo de Scaeva con el nombre de «Lucio», ya que la esposa del cónsul, Liviana, al parecer es incapaz de engendrar.
Jonnen no tiene ni la menor idea de su verdadera ascendencia, ya que se lo llevaron cuando era demasiado pequeño para recordar su verdadero nombre o a su hermana.
Furiano. El Invicto, campeón del collegium de Remo. Furiano era un tenebro como Mia, capaz de doblegar las sombras a su voluntad. Sin embargo, no tenía pasajero y se negaba a profundizar en su talento, considerándolo una abominación.
Mia mató a Furiano durante el colofón de los grandes juegos. En el momento de la muerte de Furiano, Mia tuvo una breve visión de un cielo nocturno del que pendía un gran orbe brillante y oyó las palabras: «Los muchos fueron uno. Y lo serán de nuevo».
Después de presenciar esa visión, Mia se dio cuenta de que su sombra era lo bastante oscura para cuatro.
Sidonio. Antiguo miembro de los Luminatii que sirvió a las órdenes de Darío Corvere. Sid fue expulsado de la legión al negarse a participar en la rebelión que planeaba el general Antonio contra el senado. Vendido como esclavo, terminó siendo propiedad de la casa de Remo y luchó como gladiatii en el Venatus Magni.
Cuando el mismo collegium adquirió a Mia, Sidonio descubrió su verdadera identidad y se erigió en protector de la chica, actuando como hermano mayor sustituto de la joven hoja.
Tiene los modales de una cabra y el corazón de un león.
Los Halcones de Remo. Cantahojas, Bryn, Despiertaolas, Carnicero, Félix y Albano, todos ellos gladiatii del collegium de Remo y amigos y aliados de Mia a lo largo de los juegos. Aunque Mia pareció traicionarlos y asesinarlos a todos, lo que hizo en realidad fue orquestar su huida de Tumba de Dioses.
En la actualidad andan sueltos por algún lugar de Itreya, cabe suponer que bastante borrachos.
Aa. Dios principal del panteón itreyano y Padre de la Luz, también conocido como Aquel que Todo lo Ve. Se dice que los tres soles —llamados Saan (el Vidente), Saai (el Conocedor) y Shiih (el Observador)— son sus ojos, y casi siempre hay al menos uno de ellos presente en el cielo. En consecuencia, la auténtica noche o veroscuridad tiene lugar en la República Itreyana solo durante una semana cada dos años y medio. En el momento en que se inicia esta historia, la veroluz, el instante en que los tres soles brillan en los cielos, ha llegado y ya casi termina.
La veroscuridad se aproxima, gentiles amigos.
Tsana. Señora del Fuego, Aquella que Quema Nuestro Pecado, la Pura, Patrona de Mujeres y Guerreros y primogénita de Aa y Niah.
Keph. Señora de la Tierra, Aquella que Dormita por Siempre, el Hogar, Patrona de Soñadores y Necios y segunda hija de Aa y Niah.
Trelene. Señora de los Océanos, Aquella que se Beberá el Mundo, el Destino, Patrona de Marinos y Canallas, tercera hija de Aa y Niah y gemela de Nalipse.
Nalipse. Señora de las Tormentas, Aquella que Recuerda, la Piadosa, Patrona de Sanadores y Líderes, cuarta hija de Aa y Niah y gemela de Trelene.
Niah. Las Fauces, Madre de la Noche y Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Esposa-hermana de Aa, Niah gobierna una región sin luz del más allá conocida como el abismo. Al principio, ella y Aa compartían el dominio de los cielos, pero, incumpliendo la orden que le había dado su marido de engendrar solo hijas, Niah dio a luz a un hijo.
Como castigo, fue desterrada del cielo por su amado y se le permite regresar únicamente durante un breve período cada pocos años.
¿Y qué fue de su hijo?
Bueno, gentiles amigos, creo que ha llegado la hora de las respuestas.
Cuando todo es sangre,
la sangre es todo.
LEMA DE LA FAMILIA CORVERE
ALBAOSCURA
CAPÍTULO 1
Hermano
Ocho años de veneno y asesinato y mierda.
Ocho años de sangre y sudor y muerte.
Ocho años.
Había caído desde muy alto, con su hermano pequeño en brazos, los dedos aún pegajosos y rojos. La luz de los tres soles en lo alto, ardiente y cegadora. Las aguas del estadio inundado por debajo, carmesíes de sangre. La turba aullando, perpleja y enfurecida por el asesinato de su sumo cardenal, de su amado cónsul, ambos a manos de su venerada campeona. Los juegos más grandiosos en la historia de Tumba de Dioses habían concluido con los asesinatos más audaces en la historia de la república entera. El estadio era un caos. Pero entre todo ello, entre los chillidos, los rugidos y la ira, Mia Corvere solo había conocido el triunfo.
Después de ocho años.
Ocho putos años.
«Madre. Padre. Lo he hecho. Los he matado por vosotros».
Había dado fuerte contra el agua, la visión y el sonido del estadio de Tumba de Dioses engullidos al zambullirse bajo la superficie. Sal ardiéndole en los ojos. Aire ardiéndole en los pulmones. La multitud todavía rugiendo en sus oídos. Su hermano pequeño, Jonnen, forcejeaba, daba puñetazos, se retorcía en sus brazos como un pez fuera del agua. Mia sintió las serpenteantes sombras de los dracos de tormenta, nadando hacia ella por la turbia penumbra. Sonrisas de cuchilla y ojos muertos.
La veroluz refulgía, hasta bajo la superficie del agua. Pero incluso con aquellos tres espantosos soles en el firmamento, incluso con toda la furia de Aquel que Todo lo Ve cayendo a chorro, la sombra de la propia Mia la acompañaba. Lo bastante oscura para cuatro ya. Mia propagó su mente hacia la sangradera en el suelo del estadio, la amplia boca del caño desde la que fluía toda aquella sal y toda aquella agua, y
dio un paso
a las
sombras
de su interior.
Hacerlo la dejó mareada y enferma, sintiendo aún la cegadora luz de los soles en lo alto del cielo. Mia se hundió como una piedra, lastrada por su armadura de hierro negro y empapadas alas de halcón. Llevó a Jonnen consigo hacia abajo hasta dar contra el fondo del caño con un cloc apagado. Tenía solo unos instantes, solo el aliento que llevaba en los pulmones. Y no había planeado tener en brazos a un niño peleón mientras hacía aquello.
Se arrastró a sí misma y al chico por la tubería hasta encontrar una bolsa de aire en la válvula de presión, como le había prometido Ashlinn. Sacó la cabeza dando un áspero respingo e izó a su hermano junto a ella. En sus brazos, el chico escupió, gimoteó, se retorció, intentó arañarle la cara.
—¡Suéltame, sierva! —gritó.
—¡Para! —resopló Mia.
—¡Quítame las manos de encima!
—¡Jonnen, para, por favor!
Levantó al chico envolviéndolo, apretándole los brazos contra el costado para que dejara de dar puñetazos. Los gritos de Jonnen resonaron en la tubería por encima de ellos. Mia forcejeó con las hebillas y las correas de su armadura usando la mano libre y fue quitándose las piezas una tras otra. Dejó caer la piel de los gladiatii, de la asesina, de la hija de la venganza, se quitó esos ocho años de encima de los huesos. Había merecido la pena. Todo. Duomo, muerto. Scaeva, muerto. Y Jonnen, su sangre, el bebé al que había creído perdido hacía mucho tiempo y enterrado en su tumba…
«Mi hermano pequeño vive».
El chico pateó, se revolvió, mordió. No hubo lágrimas por su padre asesinado, solo ira, titilante y roja. Mia había creído muerto al niño hacía años, tragado en el interior de la Piedra Filosofal junto con su madre y los últimos atisbos de su esperanza. Pero si le hubiera quedado algún asomo de duda respecto a la sangre Corvere del chico, respecto a que pudiera ser hijo de la madre de Mia, la violenta cólera que estaba mostrando las pasó todas por la espada.
—¡Jonnen, escúchame!
—¡Me llamo Lucio! —chilló él, y su voz resonó en el hierro.
—¡Entonces escúchame, Lucio!
—¡Ni hablar! —gritó el chico—. ¡Tú has matado a mi padre! ¡Lo has matado!
La compasión afloró en Mia, pero apretó la mandíbula, endureció el corazón contra ella.
—Lo siento, Jonnen, pero tu padre… —Negó con la cabeza, respiró hondo—. Escucha, tenemos que salir de esta cañería antes de que empiecen a vaciar de agua el estadio. Los dracos de tormenta volverán por aquí, ¿lo entiendes?3
—¡Pues que vengan, y ojalá se te coman!
—… VAYA, ME CAE BIEN…
—… ¿por qué no me sorprende?…
El chico se volvió hacia las formas oscuras que estaban materializándose en la pared junto a ellos mientras el aire a su alrededor se enfriaba. Un gato hecho de sombras y una loba del mismo material, mirándolo con sus no-ojos. La cola de Don Majo se sacudió de un lado a otro mientras observaba al niño. Eclipse se limitó a ladear la cabeza, estremeciéndose un poco. Jonnen se quedó callado un momento, y sus ojos oscuros y muy abiertos miraron primero a los pasajeros de Mia y luego a la chica que los llevaba.
—Tú también los oyes —susurró.
—Soy como tú —respondió Mia asintiendo—. Somos lo mismo.
El chico se la quedó mirando, quizá sintiendo el mismo mareo, la misma hambre, el mismo anhelo que ella. Mia le devolvió la mirada con lágrimas brotando de los ojos. Tantos kilómetros, tantos años…
—Tú no me recuerdas —susurró con voz entrecortada—. Eras solo un bebé cuando se te llevaron. Pero yo sí te recuerdo a ti.
Por un instante, casi se vio superada. Lágrimas en las pestañas y un sollozo atorado en la garganta. Recordando al bebé envuelto en paños sobre la cama de su madre, el giro en el que había muerto su padre. Mirándola con aquellos ojos grandes y oscuros. Mia envidiándole que fuese demasiado pequeño para saber que la vida de su padre había terminado y, con ella, todo su mundo.
«Pero no era el padre de Jonnen, ¿verdad?».
Mia negó con la cabeza, parpadeó para contener las odiosas lágrimas.
«Oh, madre, ¿cómo pudiste…?».
Mirando al chico en esos momentos, apenas podía hablar. Apenas pudo obligar a sus mandíbulas a moverse, a sus pulmones a respirar, a sus labios a componer las palabras que le ardían en el pecho. El niño tenía los mismos ojos negros como el pedernal que ella, el mismo cabello negro como la tinta. Mia vio a su madre en él con tanta claridad que fue como mirar en un espejo. Pero además de la ella que había en él, también vio algo en la forma de la naricilla de Jonnen, en la línea de sus mofletes de cachorro, que…
Mia lo vio a él.
A Scaeva.
—Me llamo Mia —logró decir por fin—. Soy tu hermana.
—Yo no tengo ninguna hermana —escupió el chico.
—Jonn… —Mia se detuvo a tiempo. Se lamió los labios y notó la sal—. Lucio, tenemos que irnos. Te lo explicaré todo, lo juro. Pero estar aquí es peligroso.
—… TODO SALDRÁ BIEN, NIÑO…
—… respira con calma…
Mia vio cómo sus daimones se deslizaban a la sombra del chico y empezaban a comerse su miedo como habían hecho siempre con ella. Pero aunque el pánico en los ojos del niño remitió, la ira no hizo más que arreciar, y los músculos tensos de sus pequeños brazos de pronto apretaron contra los de ella. El chico forcejeó y se sacudió de nuevo, liberó una mano y lanzó un arañazo a la cara de Mia.
—¡Suéltame! —gritó.
Mia siseó mientras el pulgar del chico encontraba su ojo y apartó la cabeza con un rugido.
—¡Que pares! —restalló, al borde de perder los estribos.
—¡Que me sueltes!
—¡Si no vas a quedarte quieto, no te dejaré más remedio!
Mia empujó al chico con fuerza contra la tubería y apretó para impedir que se zafara mientras él pataleaba y escupía. Podía comprender su rabia, pero no tenía tiempo que perder con sentimientos heridos en esos momentos. Usó la mano libre para trastear con las hebillas que le quedaban de la armadura y sacó las largas correas de cuero que sujetaban el peto y el espaldarcete, dejándolos caer ambos al suelo de la válvula. Se dejó puestas las botas, la falda de cuero tachonado y la túnica harapienta y ensangrentada que llevaba debajo. Y usando las correas, una para las muñecas y otra para los tobillos, ató a su hermano como un cerdo para la matanza.
—¡He dicho que me flll-dsss jjmmmm!
Las protestas de Jonnen cesaron cuando Mia le ató otra correa de cuero sobre la boca. Luego dio la vuelta al chico, lo sujetó fuerte y lo miró a los ojos con dureza.
—Tenemos que bucear —dijo—. Yo en tu lugar no desperdiciaría el aliento gritando.
Unos ojos oscuros fijos en los de ella, centelleantes de odio. Pero el chico parecía tener el suficiente sentido común para obedecer, y por fin se llevó una profunda bocanada de aire a los pulmones.
Mia los hundió a ambos bajo la superficie y buceó con todas sus fuerzas.
Emergieron en un agua de color zafiro, media hora después, al sonido de un repicar de campanas.
Con Jonnen en sus brazos, Mia había atravesado buceando los enormes tanques de almacenamiento que había bajo el estadio, había recorrido la resonante oscuridad de las cañerías de salida mekkénicas respirando allí donde podía y por fin había llegado al mar un poco al norte del puerto del Brazo de la Espada. Su hermano no había dejado de mirarla iracundo en todo ese tiempo, atado de pies y manos y boca.
Mia lamentaba haber tenido que atar a alguien de su propia sangre como un cordero en primavera, pero no se le ocurría nada más que pudiera haber hecho con él. Desde luego, no iba a dejarlo allá arriba, en el podio del vencedor, mientras se enfriaban los cadáveres del padre del chico y de Duomo. Nunca podría haberlo dejado atrás. Pero no había nada en todos los planes que había hecho con Ashlinn y Mercurio que incluyera tener que lidiar con un niño de nueve años tras asesinar a su padre delante de sus narices.
«Su padre».
La idea oscilaba tras los ojos de Mia, demasiado oscura y pesada para contemplarla mucho tiempo. Mia la apartó de su mente y se concentró en llevarlos a aguas más someras. Ash y Mercurio estarían esperándola a bordo de una veloz galera llamada el Canto de Sirena, amarrada en el Brazo de la Espada. Cuanto antes se marcharan de Tumba de Dioses, mejor. La voz del asesinato de Scaeva ya estaría corriendo por la ciudad y, si la Iglesia Roja aún no lo sabía, tardaría poco en averiguar que su cliente más rico y poderoso estaba muerto. Sobre la cabeza de Mia estaba a punto de empezar a caer toda una tormenta de cuchillos y de mierda.
Mientras nadaba hacia los muelles del Brazo de la Espada, vio que tras ellos las calles de la urbe estaban sumidas en el caos. Las catedrales tocaban a difuntos a lo largo y ancho de la Ciudad de los Puentes y los Huesos. La gente salía en tropel de tabernas y viviendas, desconcertada, enfurecida, aterrorizada a medida que el rumor de la muerte de Scaeva se iba desenroscando por la ciudad como sangre en el agua. Había legionarios por todas partes, a juzgar por el brillo de las armaduras bajo aquella horrible luz de los soles.
Con tanto ajetreo y escándalo, muy pocos repararon en la esclava herida y agotada que chapoteaba despacio hacia la orilla con un niño atado en brazos. Mia se internó con cautela entre las góndolas y los botes que cabeceaban en los embarcaderos del Brazo de la Espada hasta llegar a la sombra bajo una larga pasarela de madera.
—Voy a ocultarnos un momento —murmuró a su hermano—. Pasarás un rato sin poder ver, pero necesito que seas valiente.
El chico se limitó a fulminarla con la mirada tras unos rizos oscuros. Mia extendió los dedos y echó el manto de sombras sobre sus hombros y los de Jonnen. Le costó muchísimo, con la veroluz fulgurando en las alturas, con la luz de los soles abrasadora y brillante. Pero, aunque sus pasajeros estaban con su hermano en esos momentos, la sombra que proyectaba Mia era el doble de oscura que antes de la muerte de Furiano. Su control sobre la penumbra parecía más fuerte. Más estrecho. Más íntimo.
Recordó la visión que había tenido al acabar con el Invicto ante una multitud que la adoraba. El cielo sobre su cabeza, no resplandeciente y cegador, sino negro como el carbón e inundado de estrellas. Y brillando en las alturas, un orbe blanquecino y perfecto.
Casi como un sol, solo que… no.
«LOS MUCHOS FUERON UNOS. Y LO SERÁN DE NUEVO».
O al menos, eso había dicho la voz que oyó. Evocando en su mente el mensaje de aquel espectro deshogarado con las hojas de hueso de tumba que le había salvado la vida en la necrópolis de Galante.
Mia no sabía lo que significaba. Nunca había tenido un mentor que le enseñara lo que implicaba ser tenebra. Nunca había encontrado solución al acertijo de qué era ella. No lo sabía. No podía saberlo. Pero sí sabía algo, con tanta certeza como conocía su propio nombre: que, desde el instante en que Furiano había muerto por su mano, una fuerza inusitada corría por sus venas.
De algún modo, era… más.
El mundo se sumió en una borrosa negrura cuando se cubrió con la capa de sombras, y su hermano y ella pasaron a ser tenues manchas en las acuarelas del mundo. Jonnen entrecerró los ojos en la penumbra bajo el manto de Mia, mirándola con ojos suspicaces, pero al menos sus forcejeos habían cesado de momento. Mia siguió las instrucciones susurradas que le iban dando Don Majo y Eclipse y ascendió despacio por una escalera de mano cubierta de percebes hasta el muelle en sí, con Jonnen bajo un brazo. Y allí, a la sombra de una trainera de poco calado, se sentó a esperar, con las piernas cruzadas, empapada, rodeando a su hermano con los brazos.
Don Majo cobró forma en la sombra a los pies de Jonnen, lamiéndose una zarpa traslúcida. Eclipse se separó de la sombra del chico, una silueta negra en el casco de la trainera.
—… VOLVERÉ… —gruñó la no-loba.
—… te echaremos de menos… —bostezó el no-gato.
—… ¿ECHARÁS TANTO DE MENOS LA LENGUA CUANDO TE LA ARRANQUE DE LA CABEZA?…
—Ya basta, los dos —siseó Mia—. Sé rápida, Eclipse.
—… COMO DESEES…
La loba-sombra se estremeció y se marchó, correteando por las grietas en los tablones del embarcadero y luego por la muralla del puerto.
—… cómo odio a esa chucha… —suspiró Don Majo.
—Sí, lo habías mencionado —murmuró Mia—. Como unas mil veces ya.
—… ¿seguro que no son más?…
A pesar de lo fatigada que estaba, Mia retorció los labios en una sonrisa.
Don Majo siguió con sus inútiles abluciones y Mia se quedó sentada acunando a su hermano durante largos minutos, los músculos doloridos, el agua salada haciendo que le picaran los cortes mientras los soles ardían en el cielo. Estaba exhausta, apaleada, sangrando por una docena de heridas tras su calvario en el estadio. La adrenalina de la victoria estaba desvaneciéndose, dejando a su paso una fatiga abrumadora. Ese mismo giro había librado dos grandes batallas, había ayudado a sus compañeros gladiatii del collegium de Remo a escapar de su cautiverio, había matado a decenas de personas, entre ellas Duomo y Scaeva, se había alzado con la victoria en los mayores juegos de la historia de la república, había visto cómo todos sus planes daban fruto.
Pero un vacío iba apoderándose de ella poco a poco, desplazando su euforia. Un agotamiento que hacía que le temblaran las manos. Quería una cama mullida y un cigarrillo y saborear un poco de vino dorado Albari en los labios de Ashlinn. Sentir cómo entrechocaban sus huesos y luego dormir mil años. Pero se dio cuenta de que, por debajo de todo aquello, por debajo del anhelo y la fatiga y el dolor, al bajar la mirada hacia su hermano tenía…
Hambre.
Era algo parecido a lo que había sentido en presencia de Casio. En presencia de Furiano. Lo había sentido al ver por primera vez al chico a hombros de su padre en el podio de la victoria. Lo sentía al mirarlo en esos momentos, el ansia de un rompecabezas buscando una pieza de sí mismo.
«Pero ¿qué significa? —se preguntó—. ¿Y sentirá Jonnen lo mismo?».
—… tengo un mal presentimiento, mia…
El susurro de Don Majo arrancó los ojos de Mia de la nuca de su hermano. El gato-sombra había dejado de fingir que se limpiaba la pata y estaba mirando la Ciudad de los Puentes y los Huesos desde dentro de la sombra de Jonnen.
—¿De qué debería tener miedo? —murmuró—. La misión está cumplida. Y tampoco hay nada que se haya ido demasiado a tomar por culo.
—… ¿qué tendrá que ver lo que entre o salga de un esfínter?…
—Dijo quien nunca ha usado el suyo.
Don Majo echó una mirada al chico cuyo miedo estaba devorando.
—… parece que tenemos cierto equipaje inesperado…
Jonnen farfulló algo ininteligible bajo la mordaza. Mia no dudaba que intentaba transmitir un sentimiento poco halagador, pero mantuvo la mirada en el gato-sombra.
—Te preocupas demasiado —le dijo.
—… tú demasiado poco…
—¿Y quién tiene la culpa de eso? Eres tú quien se come mis miedos.
El daimón ladeó la cabeza, pero no respondió. Mia esperó en silencio, contemplando la ciudad al otro lado de su velo de sombras. Los sonidos de la capital llegaban amortiguados bajo su capa, los colores poco más que blanco apagado y borrones de terracota. Pero, aun así, alcanzaba a oír campanas tañendo, pies a la carrera, gritos de pánico en la lejanía.
—¡Han matado al cónsul y al cardenal!
—¡Asesina! —llegó el grito—. ¡Asesina!
Mia bajó los ojos hacia Jonnen y vio que el niño la miraba con evidente malevolencia. Supo lo que estaba pensando, tan claro como si lo hubiera dicho en voz alta.
«Tú has matado a mi padre».
—Encarceló a nuestra madre, Jonnen —le explicó Mia al chico—. La dejó morir sufriendo en la Piedra Filosofal. Mató a mi padre y a centenares de otros. ¿No lo recuerdas en el podio de la victoria, arrojándote hacia mí para salvar su propia piel de desgraciado? —Negó con la cabeza y suspiró—. Lo siento. Sé que es difícil de entender, pero Julio Scaeva era un monstruo.
El chico se revolvió de repente, violento, y le dio un cabezazo en la barbilla. Mia se mordió la lengua, renegó, apresó a su hermano y lo contuvo con fuerza mientras él se lanzaba a otra ronda de forcejeos. Tiró de las correas empapadas, magullándose la piel en sus intentos de liberarse. Pero, por muy furioso que estuviera, no dejaba de ser un niño de nueve años. Mia se limitó a retenerlo hasta que se le acabaron las fuerzas, hasta que murieron sus gritos apagados, hasta que por fin se quedó flácido con un tenue sollozo de furia.
Tragándose la sangre de la boca, Mia lo envolvió con sus brazos.
—Lo entenderás algún giro —musitó—. Te quiero, Jonnen.
El chico se tensó una vez más y luego se quedó quieto. En el incómodo silencio de después, Mia sintió un gélido escalofrío en la columna vertebral. Se le puso la carne de gallina y su sombra se volvió más oscura mientras oía un gruñido grave procedente de los tablones bajo sus pies.
—… NO ESTÁN ALLÍ… —informó Eclipse.
Mia parpadeó mientras el estómago se le revolvía un poco a la izquierda. Entornó los ojos y miró a través del fulgor hacia el borrón fangoso del Canto de Sirena, que se mecía amarrado unos pocos embarcaderos más allá.
—¿Estás segura? —preguntó.
—… HE BUSCADO DE PROA A POPA. MERCURIO Y ASHLINN NO ESTÁN A BORDO…
Mia tragó saliva, notando la lengua muy salada. El plan consistía en que Ash y el viejo maestro de Mia se reunieran en la capilla de Tumba de Dioses, recogieran sus posesiones, fueran al puerto y esperaran a Mia a bordo del Canto. En el tiempo que ella había tardado en llegar buceando desde el estadio al océano y luego nadar hasta tierra firme…
—Ya deberían estar aquí —susurró.
—… chist… —llegó un murmullo desde sus pies—… ¿oyes eso?…
—¿Que si oigo qué?
—… parece ser el sonido de… ¿un esfínter entreabriéndose?…
Mia respondió al chiste con una mueca y se pasó el pelo mojado por encima del hombro. Se le había acelerado el corazón y le bullía la mente. Mercurio y Ash no se habrían retrasado por nada del mundo, no con todas sus vidas en juego.
—Les habrá pasado algo.
—… ¿QUIERES QUE BUSQUE EN LA CAPILLA Y VUELVA AQUÍ?…
—No. Si ella… Si ellos… —Mia se mordió el labio y se obligó a levantarse a pesar del agotamiento—. Iremos juntos.
—… ¿con nuestro nuevo equipaje?…
—No podemos dejarlo aquí, Don Majo —espetó Mia.
El no-gato suspiró.
—… y el esfínter sigue dilatándose…
Mia miró a su hermano. El chico parecía derrotado de momento, hosco, tembloroso, callado. Estaba calado hasta los huesos; sus ojos oscuros, empañados de ira. Pero con Don Majo enroscado en su sombra, por lo menos no tenía miedo. Así que Mia se levantó, tiró de Jonnen para ponerlo en pie y se lo echó al hombro con una mueca de dolor. Pesaba como un saco de ladrillos y sus codos y rodillas huesudos se le clavaban todos donde no debían. Pero Mia se había vuelto dura como el hierro después de entrenar durante meses en el collegium de Remo y, por muy herida que estuviera, sabía que podía cargar con él un tiempo. Moviéndose despacio bajo la capa de sombras de Mia, el extraño cuarteto avanzó por el muelle casi a tientas y, con el agua ondeando suavemente por debajo, llegó a la abarrotada pasarela.
Siguiendo las instrucciones susurradas de su pasajero, Mia evitó las patrullas de legionarios y Luminatii hasta escabullirse fuera del puerto. El peso de su hermano en los hombros hizo que sus músculos protestaran mientras recorría el laberinto de callejuelas de Tumba de Dioses. El pulso le palpitaba en las venas, el estómago le daba lentos y fríos vuelcos. Eclipse merodeaba por delante. Don Majo seguía en la sombra de Jonnen. Y sin sus pasajeros, Mia tenía que zafarse a solas de los temerosos pensamientos sobre qué podría haber retrasado a Mercurio y Ash.
«¿Los Luminatii? ¿El Sacerdocio? ¿Qué puede haber salido mal? Diosa, como les haya pasado algo por mi culpa…».
Pasando sigilosos por angostos callejones y cruzando pequeños puentes y canales, el grupo llegó por fin a la verja de hierro forjado que rodeaba la necrópolis de la ciudad. Las botas de Mia apenas hicieron ruido en la gravilla, una mano extendida por delante, tanteando a ciegas. Casi inaudibles bajo el redoble de las campanas de la catedral, los susurros de Eclipse la guiaron a través de las retorcidas puertas hasta las casas de los muertos de la ciudad, siguiendo hileras de imponentes mausoleos y mohosas tumbas. En un rincón lleno de malezas de la parte vieja de la necrópolis, Mia cruzó una puerta tallada con un relieve de cráneos humanos. Al otro lado la esperaba un pasadizo que descendía a los osarios.
Fue una dulce dicha salir de la luz de aquellos soles espantosos. El sudor le escocía en las heridas. Mia se quitó el manto de sombras y dejó resbalar a Jonnen de su hombro. Era pequeño, pero diosa, cómo pesaba, y las piernas y la columna de Mia casi sollozaron de alivio cuando lo dejó en el suelo de la capilla.
—Voy a desatarte los pies —le dijo—. Como intentes huir, te los ataré más fuerte.
El chico no hizo ningún ruido tras la mordaza, solo la miró en silencio mientras ella se arrodillaba y le aflojaba la correa de los tobillos. Mia vio la desconfianza que nadaba en aquellos ojos negros, la persistente ira, pero Jonnen no se lanzó de inmediato a la carrera. Mia le pasó la correa por las ataduras de las muñecas, se levantó y echó a andar de nuevo, tirando del niño tras ella como de un perro taciturno con una correa empapada.
Recorrió en silencio los serpenteantes túneles de fémures y costillas, los restos de los desamparados sin nombre de la ciudad, demasiado pobres para permitirse tumbas propias. Tiró de una palanca oculta que abrió una puerta secreta en una pila de huesos polvorientos, y por fin se internó en la capilla de la Iglesia Roja que estaba oculta al otro lado.
Mia anduvo por los tortuosos pasillos, entre esqueletos de antiguos difuntos. Arrastrando los pies tras ella, Jonnen miraba con los ojos como platos todos los huesos que tenían alrededor. Pero por muy rodeado de muertos que estuviera el chico, Don Majo seguía hecho un ovillo en su sombra, manteniendo a raya lo peor de su miedo mientras se adentraban más y más en la capilla.
Los pasillos estaban oscuros.
Silenciosos.
Vacíos.
Raros.
Mia lo sintió casi de inmediato. Lo olió en el aire. El tenue aroma de la sangre no estaba fuera de lugar en una capilla consagrada a Nuestra Señora del Bendito Asesinato, pero el persistente olor a bomba de lápida y a pergamino quemado desde luego sí lo estaba.
La capilla estaba demasiado silenciosa, el aire demasiado quieto.
Con la suspicacia siempre por lema, Mia tiró de Jonnen para acercárselo más y volvió a nismar su manto de sombras sobre los hombros de los dos. Retomaron el paso en una ceguera casi absoluta. La respiración de Jonnen parecía estruendosa en el silencio, la mano con que Mia aferraba su correa estaba empapada de sudor. Aguzó bien los oídos en busca del menor ruido, pero el lugar parecía desierto.
Mia se detuvo en un pasillo jalonado de huesos, con los pelillos de la nuca hormigueándole. Lo supo incluso antes de oír el gruñido de advertencia de Eclipse.
—… DETRÁS DE TI…
La daga destelló volando en la penumbra, reluciente de plata, oscura de veneno. Mia se retorció, su pelo mojado dando un largo latigazo negro tras ella, la espalda doblada en un arco perfecto. La hoja surcó el aire por encima de su mentón, fallando por el espesor de un aliento. La mano libre de Mia tocó el suelo y lo empujó para enderezarse con el corazón martilleando en el pecho.
Pensamientos acelerados, ceño fruncido de confusión. Bajo su capa de sombras Mia estaba casi ciega, sí, pero el mundo debería estar igual de ciego hacia ella.
Ciego.
«Oh, diosa».
El hombre salió de la oscuridad, silencioso a pesar de su corpulencia. Sus cueros grises ceñían tensos unos hombros amplios como un granero. Llevaba al cinto su vaina siempre vacía, cuero oscuro grabado con círculos concéntricos, casi como ojos. Tenía treinta y seis pequeñas cicatrices en el antebrazo, una por cada vida que había tomado en nombre de la Iglesia Roja. Sus ojos eran de un blanco lechoso, pero Mia vio que sus cejas habían desaparecido del todo. El pelo rapado casi al cero, que había sido rubio, estaba negro como si se hubiera quemado, y las cuatro puntas de su barba eran chamuscados tocones.
—Solis.
Tenía la cara envuelta en sombras, los ojos ciegos fijos en el techo. Desenfundó dos hojas cortas de doble filo que llevaba a la espalda, ambas ennegrecidas de veneno. Y, aunque Mia estaba oculta bajo su manto, Solis fue directo a ella.
—Puta zorra traicionera —gruñó.
Mia llevó la mano libre a su daga de hueso de tumba. Se le cayó el alma a los pies al recordar que la había dejado enterrada en el pecho del cónsul Scaeva.
—Mierda —susurró.
CAPÍTULO 2
Osarios
El reverendo padre de la Iglesia Roja avanzó a zancadas, con las hojas en alto.
—Me preguntaba si serías tan necia como para regresar aquí —masculló.
Mia apretó la mano sudorosa en torno a la correa de su hermano. Sintió movimiento, echó una mirada rápida atrás y vio a un chico delgado, con ojos de un sorprendente azul, emerger de entre las sombras de la necrópolis. Estaba pálido como un muerto, vestido con un jubón negro carbonizado. En sus manos brillaban dos peligrosos cuchillos de hojas ennegrecidas por el veneno.
«Chss».
—¿Y bien? —gruñó Solis—. ¿No tienes nada que decir, cachorrilla?
Mia guardó silencio, preguntándose cómo era posible que Solis la percibiera bajo su capa de sombras. ¿Por el sonido, tal vez? ¿Por el olor a sudor y sangre? En cualquier caso, estaba exhausta, desarmada, herida, en las peores condiciones para luchar. Sintiendo su miedo, la gelidez que le inundaba las entrañas, Don Majo se escurrió de la sombra del chico a la de Mia para aplacarlo. Y en el instante en que el daimón abandonó la oscuridad entre sus pies, el pequeño Jonnen dio una fuerte patada a Mia en la espinilla y le arrancó la correa de las manos sudorosas.
—¡Jonnen! —gritó ella.
El chico se volvió y salió corriendo. Mia estiró un brazo e intentó agarrarlo. Y Solis se limitó a alzar sus hojas, bajar la cabeza y lanzarse a la carga.
Mia esquivó a un lado y la hoja del shahiid silbó al pasar junto a su mejilla mientras Chss se acercaba por detrás. Girando rauda, Mia deshizo su capa de sombras y nismó la oscuridad para enredarla en los pies del chico. Chss tropezó y cayó mientras Mia pasaba por debajo de otro amplio tajo de Solis. Una mirada a la fría oscuridad del pasillo que se extendía a espaldas del shahiid le reveló que Jonnen estaba huyendo por donde habían venido. Y apretando la mandíbula, Mia
dio un paso
a la penumbra
por detrás de Solis
y echó a correr pasillo abajo persiguiendo a su hermano.
—¡Jonnen, para!
Eclipse gruñó una advertencia y Mia se echó a un lado mientras una de las espadas cortas de Solis volaba sibilante desde la negrura. Se clavó en la pared de hueso justo delante de Mia, que estaba llegando a un recodo cerrado, y se quedó temblando en el cráneo de algún antiguo muerto. Mia la asió al pasar a toda prisa, retorciéndola para liberarla y aferrándola con la mano izquierda sin dejar de correr.
Las piernas cortas de Jonnen acabaron con su ventaja en escasos momentos. Mientras Mia llegaba a la carrera por detrás de él, Jonnen echó una mirada por encima del hombro y dio un acelerón. Seguía teniendo las manos atadas, pero había conseguido quitarse la mordaza de la boca y gritó cuando Mia lo levantó del suelo y cargó con él bajo el brazo.
—¡Suéltame, sierva! —bramó, retorciéndose de furia.
—¡Jonnen, estate quieto! —siseó Mia.
—¡Que me sueltes!
—… ¿qué, aún te cae bien?… —susurró Don Majo desde la sombra de Mia.
—… MENOS Y MENOS A CADA MOMENTO QUE PASA… —respondió Eclipse, que corría por delante.
—… pues ya puedes hacerte una idea de qué impresión me das tú…
—¿Queréis callaros los dos? —resolló Mia.
Rebotó en una pared de huesos y dobló trastabillando otra esquina, seguida de cerca por Solis y Chss. Mia abrió de una patada la puerta de la tumba, subió como una centella los escalones medio derruidos y salió de nuevo al horrible resplandor de aquellos tres soles ardientes. A pesar del festín que estaba dándose Don Majo con su miedo, tenía el corazón a punto de salírsele de las costillas.
Después de haber pasado el giro entero luchando por su vida, Mia no estaba ni por asomo en condiciones de enfrentarse a un asesino de la Iglesia Roja armado hasta los dientes, y no digamos ya al anterior Shahiid de Canciones. Por muy quemadas que tuviera las cejas, Solis era uno de los hombres vivos más letales con una espada. La última vez que se habían enfrentado, Solis le había cercenado el brazo a la altura del codo. Chss tampoco era ningún patán, y cualquier afinidad que hubieran podido tener Mia y él en sus giros como acólitos parecía haberse evaporado hacía tiempo. A ojos de Chss, ella era una traidora a la Iglesia Roja, merecedora solo de un lento y muy doloroso asesinato.
Estaba superada en número. Y en su actual estado, también en pericia.
«Pero ¿cómo abismos ha podido verme Solis?».
Mia dio un paso a través de las sombras para ganar un poco de ventaja, pero con los tres soles refulgiendo en el cielo y los grandes juegos todavía espesándole la sangre, no consiguió desplazarse más que unos metros. Dio con la espinilla contra una lápida, tropezó y estuvo a punto de caer de bruces. Quizá hubiera podido echarse de nuevo el manto de sombras, pero Solis parecía capaz de detectarla de todos modos. Y a decir verdad, estaba demasiado agotada para poder con todo a la vez: con el niño que forcejeaba en sus brazos, con la huida desesperada, con el nismo de la oscuridad. Sus ojos iban frenéticos de un lado a otro, buscando cualquier escapatoria.
Subió a una tumba baja de mármol y saltó la verja de hierro forjado que rodeaba la necrópolis. Aterrizó con pesadez, dio un respingo y de nuevo estuvo a punto de caer. Estaba en los jardines de la gran capilla de Aa, erigida junto a las casas de los muertos. Vio una amplia calle adoquinada y algo concurrida al otro lado del patio, altos edificios a ambos lados, flores en los alféizares. La propia capilla era de piedra caliza y cristal, con tres soles en el campanario como los tres de más arriba.
Negra Madre, qué brillantes eran, qué calor daban, qué…
—… ¡MIA, CUIDADO!…
Una daga salió disparada de la mano extendida de Chss y silbó en el aire hacia su espalda. Mia se giró con un grito y la hoja le cortó un mechón de pelo largo y oscuro al pasar junto a su mejilla cicatrizada, lo bastante cerca para que oliera la toxina que llevaba impregnada. Era rictus, un paralizante de efecto rápido. Un buen rasguño y se quedaría tan indefensa como un bebé recién nacido.
«Me quieren con vida», comprendió.
—¡Libérame, villana! —gritó su hermano, revolviéndose otra vez.
—Jonnen, por favor…
—¡Me llamo Lucio!
El niño corcoveaba y pataleaba bajo el brazo de Mia, todavía intentando soltarse de su presa. Logró sacar una mano de las empapadas ataduras de cuero que le ceñían las muñecas y, con un respingo, la lanzó contra la cara de Mia. Y como si de pronto los soles se hubieran apagado en el firmamento, todo el mundo se volvió negro.
Mia tropezó en la repentina oscuridad. Su bota dio contra un adoquín roto y las piernas le cedieron. Apretó los dientes al dar contra el suelo, siseó de dolor al cortarse las rodillas y la palma de las manos. Su hermano cayó también, gritando mientras resbalaba despatarrado por la gravilla hasta detenerse.
El chico se levantó del suelo. El chico al que Mia había creído muerto mucho tiempo atrás. El chico al que acababa de arrancar de las zarpas de un hombre al que debería haber odiado.
—¡Asesina! —rugió Jonnen—. ¡La asesina está aquí!
Y echó a correr calle abajo tan rápido como podía.
Mia parpadeó y sacudió la cabeza. Oía a Jonnen gritar mientras corría, pero no veía nada en absoluto. De pronto, cayó en la cuenta de que su hermano debía de haber nismado las sombras sobre sus ojos, cegándola por completo. Era un truco que Mia nunca había aprendido, nunca había intentado, y podría haber admirado la creatividad del chico de no estar resultando ser un pequeño capullo tan problemático.
Pero las sombras eran tan suyas para nismar como de Jonnen, y la muerte le estaba pisando los talones. Mia dobló los dedos en garras y se arrancó la oscuridad de los ojos en el mismo instante en que el reverendo padre y su silencioso acompañante rebasaban la verja de hierro y caían al patio de la Iglesia detrás de ella.
Se obligó a levantarse, parpadeando con fuerza a medida que recobraba la visión. Sus brazos eran como masilla. Las piernas le temblaban. Volviéndose de cara a Solis y Chss, apenas fue capaz de alzar la espada robada. Su sombra serpenteó en torno a sus largas botas de cuero mientras los dos asesinos se separaban para flanquearla.
—¡Llamad a la guardia! —gritó Jonnen desde la calle al otro lado—. ¡Asesina!
Los ciudadanos se volvieron para mirar, preguntándose a qué venía tanto jaleo. Un sacerdote de Aa salió por la puerta de la capilla, envuelto en sus vestiduras sagradas. Un pelotón de legionarios itreyanos que había una manzana más abajo giraron la cabeza al oír las voces que daba el chico. Pero Mia no podía prestar atención a nada de aquello.
Solis se le abalanzó al cuello, su hoja un borrón de movimiento. Desesperada, Mia recurrió la nueva fuerza oscura que tenía en las venas, extendió su mente y enredó los pies del shahiid con su propia sombra antes de que pudiera alcanzarla. Solis rugió frustrado y su ataque se quedó corto. Chss le arrojó otro puñal y Mia dio un grito y lo derribó del aire con su espada robada, haciendo caer una lluvia de brillantes chispas. Luego embistió hacia el chico silencioso, ansiosa por equilibrar la balanza antes de que Solis pudiera liberarse de su sombranismo.
Chss desenvainó un florete del cinto y afrontó la carga, acero contra acero. Mia conocía al chico por la breve camaradería que habían compartido como discípulos en los salones del Monte Apacible. Conocía su procedencia, lo que había sido antes de unirse a la Iglesia, por qué nunca hablaba. No era porque careciese de lengua, no, sino porque los dueños de la casa de placer donde había sido esclavo de niño le habían arrancado todos los dientes para dar un mejor servicio a la clientela.
Mia llevaba entrenando en el arte de la espada desde los diez años. Por aquel entonces, Chss aún estaba a cuatro patas sobre sábanas de seda. Los dos habían recibido entrenamiento de Solis, cierto, y el chico había demostrado que no era ningún principiante con la hoja. Pero en los últimos nueve meses, Mia se había formado bajo el látigo de Arkades, el León Rojo de Itreya, aprendiendo el oficio de gladiatii de uno de los mejores espadachines vivos. Y aunque estaba exhausta, sangrando, magullada, sus músculos seguían endurecidos, su agarre encallecido, sus posturas grabadas a fuego a base de horas y horas bajo la abrasadora luz de los soles.
—¡Guardias! —llegó el grito de Jonnen—. ¡Está aquí!
Mia atacó bajo, obligando a Chss a apartarse, y dio un revés que hizo silbar el aire. El chico se alejó como un bailarín, con los ojos azules brillando. Mia alzó su hoja y fintó otro tajo, pero con un diestro giro de la bota hizo el viejo truco gladiatii de levantar polvo del suelo y lanzarlo directo a la cara de Chss.
El chico retrocedió tambaleándose y la hoja de Mia le cruzó el pecho, a unos pocos centímetros de abrirle las costillas. El jubón y la carne de debajo se abrieron como las aguas, pero aun así el chico no hizo ningún ruido. Trastabilló hacia atrás con una mano apretada en la herida, mientras Mia alzaba su espada para descargar el golpe mortal.
—… ¡MIA!…
Se volvió ahogando un grito y desvió a duras penas un ataque que le habría partido la cabeza en dos. Solis se había rajado las botas, las había dejado envueltas en zarcillos de su propia sombra y había cargado hacia Mia descalzo. El hombretón embistió contra ella y la levantó del suelo, haciendo que la piedra le lastimara el trasero y los muslos al dar con el suelo. Mia se levantó como bien pudo profiriendo una negra maldición, bloqueando la granizada de golpes que Solis dirigía a su cabeza, su cuello, su pecho. Contraatacó, sudorosa y desesperada, su larga melena negra pegada a la piel, Don Majo y Eclipse afanándose en devorar su miedo.
—¡Guardias!
No estaba enfrentándose a una hoja recién nombrada de la Iglesia, no. Aquel era el espadachín más mortífero de toda la congregación. Ningún truco barato aprendido en la arena iba a servirle de mucho en aquel combate. Solo la habilidad. Y el acero. Y la puta y testaruda voluntad.
Atacó a Solis y sus hojas tañeron brillantes bajo los soles abrasadores. El shahiid tenía los ojos blancos entornados, fijos en algún punto del vacío por encima del hombro izquierdo de Mia. Y sin embargo, el hombre se movía como si viese llegar cada tajo a kilómetros de distancia. Avanzando sin tregua. Aporreándola sin descanso. Dejándola sin aliento.
La muchedumbre de la calle se había congregado fuera de la verja de la capilla, atraída como un enjambre de moscas a un cadáver por los gritos de Jonnen. El chico estaba en el centro de la calle, gesticulando al pelotón de legionarios, que ya avanzaban con su trom-trom-trom hacia ellos. Mia estaba cansada, débil, superada en número. Solo le quedaban unos instantes antes de que la situación se disolviera transformada en un charco de mierda.
—¿Dónde están Ashlinn y Mercurio? —preguntó con voz imperiosa.
Solis sonrió mientras su hoja pasaba veloz junto a la barbilla de Mia.
—Si quieres volver a ver con vida a tu antiguo maestro, chica, mejor que sueltes el acero y me acompañes.
Mia entornó los ojos mientras lanzaba un ataque a las rodillas del hombretón.
—Tú a mí no me llamas chica, hijo de puta. No como si la palabra significara «mierda».
Solis soltó una carcajada y descargó un contraataque que casi la decapitó. Mia se retorció a un lado, con un mechón empapado de sudor colgando sobre los ojos.
—A lo mejor solo oyes lo que quieres oír, chica.
—Sí, tú ríete —jadeó ella—. Pero ¿qué vas a hacer sin tu querido Scaeva? ¿Qué harás cuando vuestros otros clientes se enteren de que el salvador de la puta república ha muerto a manos de una de vuestras propias hojas?
Solis ladeó la cabeza y ensanchó la sonrisa, deteniendo el corazón en el pecho de Mia.
—¿Ha muerto, dices?
—¡Alto, en nombre de la Luz!