Tumba de Dioses - Jay Kristoff - E-Book

Tumba de Dioses E-Book

Jay Kristoff

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Beschreibung

Segunda entrega de la trilogía Crónicas de la Nuncanoche. Quédate con la gloria. Yo me quedaré con la sangre. En una tierra de tres soles que nunca dan paso a la oscuridad, Mia Corvere ha encontrado su lugar en la Iglesia Roja, la famosa escuela de asesinos. Sin embargo, aún no ha podido llevar a cabo su venganza. Cuando sospecha que la propia Iglesia está impidiendo que acabe con el hombre que mató a su familia, se vende a sí misma a un reclutador de gladiadores para poder enfrentarse a él. En los pasillos del coliseo hace nuevas amistades y nuevos rivales, y empieza a preguntarse por su afinidad con las sombras. Pero a medida que se urden conspiraciones y comienza el recuento de cuerpos, Mia se ve obligada a tomar una decisión con graves consecuencias: lealtad o venganza. Cita de reseña crítica: «Más feroz, más sangrienta... Una aventura cargada de adrenalina donde la acción nunca se detiene». USA Today «Un universo sensual, de un sinfín de matices en lo moral, con una heroína apasionante y apasionada». Kirkus «Los personajes perdurarán en tu memoria durante años». Robin Hobb «La historia, brutal, de alto voltaje, es durísima, apasionante, deliciosa». Publishers Weekly

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Título original:Godsgrave

Copyright © Neverafter Pty Ltd., 2017

Publicado inicialmente por St. Martin’s Press

Derechos de traducción gestionados por Adams Literary

y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL. Todos los derechos reservados

Traducción de Manuel Viciano, cedida por

Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

© de los marcos: Alejandra Hg, 2021

© de las guardas: Duda Vasilii/Shutterstock.com

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: agosto de 2021

ISBN: 978-84-18440-18-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para mis enemigos.

No podría haberlo hecho sin vosotros.

TUMBA DE DIOSES

Buen giro tengáis, gentiles amigos. Me alegro de volver a veros.

Lo confieso, durante este tiempo que hemos estado separados os he añorado. Y ahora, reunidos de nuevo, ojalá pudiera limitarme a saludaros con una sonrisa y dejaros seguir con esta historia de asesinatos, venganza y, de vez en cuando, montones de obscenidades redactadas con un gusto exquisito. Pero antes de que volvamos a deslizarnos juntos por estas páginas, debo haceros una advertencia importante.

La memoria es una traidora, una mentirosa, una zángana y una ladrona. Y aunque sin duda el reparto de nuestro drama quedó grabado de forma indeleble en vuestra psique, a veces hay que hacer concesiones a los menos espabilados de entre vosotros, mortales.

¿Quizá se impone, pues, hacer un repaso?

DRAMATIS PERSONAE

Mia Corvere. Asesina, ladrona y la heroína de nuestro relato…, si es que puede decirse que nuestro relato tiene una heroína. Juró vengar la muerte de su padre, Darío, después de que fuese ejecutado por orden del Senado Itreyano, y se convirtió en discípula de la secta de asesinos más temida de toda la república, la Iglesia Roja.

Aunque no superó las pruebas de la Iglesia, Mia terminó iniciada como hoja (es decir, asesina) tras rescatar al Sacerdocio durante un ataque de legionarios Luminatii.

Mia tiene mezcla de sangre itreyana y liisiana. Además, es una tenebra, capaz de controlar la mismísima oscuridad. Sabe muy poco de sus poderes, y el único otro tenebro al que llegó a conocer murió antes de poder ofrecerle las respuestas que anhelaba.

Trágico, lo sé.

Don Majo. Un daimón, pasajero o familiar (según a quién se le pregunte), hecho de sombras que se alimenta del miedo de Mia, a quien le salvó la vida de niña. Afirma que conoce muy poco de su verdadera naturaleza, pero es sabido que miente de vez en cuando.

Adopta la forma de un gato, aunque no se parece a los gatos en absoluto.

Eclipse. Otro daimón hecho de sombras que adopta la forma de una loba. Eclipse era la pasajera de Casio, anterior líder de la Iglesia Roja. Cuando Casio murió durante el asalto de los Luminatii, Eclipse se unió a Mia.

Como la mayoría de los perros y los gatos, ella y Don Majo no se llevan bien.

El viejo Mercurio. Maestro y confidente de Mia antes de que ella ingresara en la Iglesia Roja. Mercurio fue una hoja de la Iglesia durante muchos años, pero se retiró y ahora vive en Tumba de Dioses. El anciano itreyano regenta una tienda llamada Mercuriosidades y ejerce como informador y reclutador para los siervos de la Negra Madre.

Bajo ninguno de los tres soles se ha visto jamás a un viejo cabronazo más gruñón que él.

Tric. Discípulo de la Iglesia Roja, además de amigo y amante de Mia. Por las venas de Tric corría sangre itreyana y dweymeri. Cuando estaba a punto de iniciarse como hoja, Ashlinn Järnheim lo apuñaló repetidas veces en el corazón y lo arrojó por la ladera del Monte Apacible.

Mia cumplió la promesa que le hizo a Tric y asesinó a su abuelo Rompeespadas, rey de las islas de Dweym, después de la muerte del chico.

No fue el acto más sensato del mundo, si os paráis a pensarlo.

Ashlinn Järnheim. Discípula de la Iglesia Roja y, en el pasado, amiga íntima de Mia. Ash nació en Vaan y es hija de Torvar Järnheim, hoja de la Iglesia retirado. En venganza por una mutilación que sufrió al servicio de la Madre, él y sus hijos urdieron un plan que estuvo a punto de hacer caer a la Iglesia entera, aunque al final su conspiración fracasó por obra de Mia.

El hermano de Ash, Osrik, cayó asesinado durante el ataque, pero Ashlinn escapó.

Los sentimientos de Ashlinn hacia Mia podrían describirse como… complicados.

Naev. Mano (es decir, sirviente) de la Iglesia Roja y amiga de Mia. Se encarga de organizar caravanas de abastecimiento en los desolados Susurriales de Ysiir. Naev quedó desfigurada por la tejedora Marielle en un arrebato de celos, pero, como pago por la ayuda de Mia durante el asalto de los Luminatii, Marielle restauró la anterior belleza de Naev.

Naev nunca perdona y jamás olvida; es uno de los motivos por los que Mia y ella se llevan tan bien.

Drusilla. Reverenda madre de la Iglesia Roja y, a pesar de su aparente edad avanzada, una de las más mortíferas siervas de la Negra Madre que sigue con vida. Drusilla decretó que Mia había fracasado en su prueba final, y fue sólo por intercesión de Casio, Señor de las Hojas, que Mia terminó iniciada.

Por decirlo con suavidad, no es la mayor admiradora de Mia.

Solis. Shahiid de Canciones, adiestrador de los discípulos de la Iglesia Roja en el arte del acero. Mia le hizo un corte en la cara durante su primer combate de entrenamiento. En venganza, Solis le cercenó un brazo a ella.

Ahora son uña y carne, como podréis suponer.1

Mataarañas. Elegida por votación como la «shahiid con mayor probabilidad de asesinar a sus propios alumnos» durante cinco años consecutivos, Mataarañas es la señora del Salón de las Verdades. Mia era una de sus discípulas más prometedoras, pero, después de que fracasara en la prueba final de Drusilla, el aprecio de Mataarañas por la chica se esfumó casi por completo.

Ratonero. Shahiid de Bolsillos y maestro del robo. Es un hombre encantador, ingenioso y tan aficionado al hurto como a ponerse ropa interior de mujer. El itreyano no alberga una gran aversión hacia Mia, lo que en la práctica lo convierte en uno de sus mayores admiradores.

Aalea. Shahiid de Máscaras y maestra de los secretos. Se dice que sólo hay dos clases de personas en el mundo: las que aman a Aalea y las que todavía no la conocen.

En realidad, parece tener bastante cariño a Mia.

Sorprendente, ¿verdad?

Marielle. Una de los dos teúrgos albinos que están al servicio de la Iglesia. Marielle domina la antigua magia Ysiiri del tejido de carne, y es capaz de esculpir la piel y el músculo como si fuesen arcilla. Sin embargo, el precio que paga por su poder es elevado, ya que su propia carne tiene una apariencia horripilante y no puede modificarse a sí misma.

La única persona que le importa en el mundo es su hermano  Mario, y quizá le importe demasiado.

Mario. El segundo teúrgo que sirve al Monte Apacible.  Mario es un orador de la sangre, capaz de manipular el vitus humano. Gracias a las artes de Marielle, su belleza no tiene parangón.

Aunque me viene a la mente cierto dicho sobre las apariencias…

Aelio. Cronista del Monte Apacible y encargado de mantener cierta semblanza de orden en el gran athenaeum de la Iglesia Roja.

Como todo lo demás en la biblioteca de Niah, Aelio está muerto.

Parece albergar sentimientos enfrentados al respecto.

Chss. Era discípulo de la Iglesia Roja, y ahora hoja de pleno derecho. Chss nunca habla, pero se comunica mediante un idioma de signos conocido como deslenguado.

El chico itreyano ayudó a Mia en sus pruebas finales, aunque sin dejar de afirmar en todo momento que no eran amigos.

Jessamine Graciano. Discípula de la Iglesia Roja en la misma promoción de Mia, que fracasó en su intento de convertirse en hoja. Jessamine es hija de Marcino, un centurión itreyano ejecutado por su lealtad al padre de Mia, Darío Corvere «el Coronador». Jess culpa a Darío, y por extensión a Mia, de la muerte de su padre, aunque en realidad las dos chicas tienen mucho en común.

El deseo de ver al cónsul Julio Scaeva destripado como un cerdo, por ejemplo.

Julio Scaeva. Cónsul tres veces electo del Senado Itreyano. Scaeva ha ostentado en exclusiva el consulado desde la Rebelión del Coronador, seis años atrás. En teoría, el puesto es compartido y los cónsules sirven sólo durante un período, pero en el caso de Scaeva las reglas parecen no aplicarse.

Presidió la ejecución del padre de Mia y condenó a su madre y a su hermano, que era un bebé, a morir en la Piedra Filosofal. También ordenó que se ahogara a Mia en un canal.

Sí, es un cabrón de mucho cuidado.

Francesco Duomo. Sumo cardenal de la Iglesia de la Luz y el miembro más poderoso de la clerecía de Aquel que Todo lo Ve. Junto con Scaeva y Remo, fue el responsable de dictar sentencia contra los rebeldes del Coronador.

Duomo es la mano derecha de Aa en esta tierra. La mera visión de una reliquia sagrada que haya bendecido este hombre es suficiente para hacer que Mia se retuerza en agonía.

Apuñalar al muy hijo de puta podría resultar difícil, en consecuencia.

Justicus Marco Remo. Antiguo justicus de la Legión Luminatii y comandante del asalto al Monte Apacible. Durante su enfrentamiento con Mia, Remo hizo un comentario críptico sobre el hermano de Mia, Jonnen.

Mia apuñaló al itreyano hasta matarlo antes de que pudiera explicarse bien.

A él no le hizo mucha gracia.

Alinne Corvere. La madre de Mia. Aunque nació en Liis, Alinne se dio a conocer en los salones donde se ejercía el poder itreyano. Era una maestra de la política y una estimada dona de no poca voluntad. Encarcelada en la Piedra Filosofal con su hijo pequeño tras la fracasada rebelión de su marido, Alinne murió presa de la locura y la miseria.

Sí, a mí también me caía bastante bien.

Darío Corvere, el Coronador. El padre de Mia. Antiguo justicus de la Legión Luminatii, Darío entabló una alianza con el general Gayo Maxinio Antonio para coronarlo rey. Los dos itreyanos reclutaron un ejército y marcharon contra su propia capital, pero ambos fueron capturados la víspera de la batalla. Despojado de sus líderes, su ejército se descompuso. Las tropas terminaron crucificadas y el propio Darío, ahorcado al lado de Antonio, su candidato a rey.

Tan cerca que casi alcanzaban a tocarse.

Jonnen Corvere. El hermano de Mia. Aunque sólo era un bebé en tiempos de la rebelión de su padre, Jonnen acabó encarcelado con su madre en la Piedra por orden de Julio Scaeva. Murió allí antes de que Mia tuviera ocasión de rescatarlo.

Aa. El Padre de la Luz, también conocido como Aquel que Todo lo Ve. Se dice que los tres soles, llamados Saan (el Vidente), Saai (el Conocedor) y Shiih (el Observador), son sus ojos, y casi siempre hay al menos uno de ellos presente en el cielo. En consecuencia, la auténtica noche o veroscuridad tiene lugar sólo durante una semana cada dos años y medio.

Aa es un dios benévolo, amable con sus adoradores y piadoso con sus enemigos. Y si os habéis creído esto último, gentiles amigos, podría venderos cualquier cosa, hasta el puente de las Necedades, en Tumba de Dioses.

Tsana. Señora del Fuego, Aquella que Quema Nuestro Pecado, la Pura, Patrona de Mujeres y Guerreros y primogénita de Aa y Niah.

Keph. Señora de la Tierra, Aquella que Dormita por Siempre, el Hogar, Patrona de Soñadores y Necios y segunda hija de Aa y Niah.

Trelene. Señora de los Océanos, Aquella que se Beberá el Mundo, el Destino, Patrona de Marinos y Canallas, tercera hija de Aa y Niah y gemela de Nalipse.

Nalipse. Señora de las Tormentas, Aquella que Recuerda, la Piadosa, Patrona de Sanadores y Líderes, cuarta hija de Aa y Niah y gemela de Trelene.

Niah. Madre de la Noche, Nuestra Señora del Bendito Asesinato, conocida también como las Fauces. Esposa-hermana de Aa, Niah gobierna una región sin luz del más allá conocida como el abismo. Al principio, ella y Aa compartían el dominio de los cielos. Incumpliendo la orden de engendrar sólo hijas de su marido, Niah terminó dando a luz un hijo. Como castigo, fue desterrada del cielo por su amado y se le permite regresar sólo durante un breve período cada pocos años.

¿Y qué fue de su hijo?

Como os dije la última vez, gentiles amigos, eso sería revelar demasiado.

El lobo no se compadece del cordero.

Y la tormenta no suplica su perdón a los ahogados.

MANTRA DE LA IGLESIA ROJA

CAPÍTULO 1

Perfume

Nada hiede tanto como un cadáver.

Tarda un poco en empezar a apestar de verdad. Si no ensucias las calzas antes de morir, lo más probable es que lo hagas poco después: así funciona vuestro cuerpo humano, me temo. Pero no me refiero a la mundana fetidez de la mierda, gentiles amigos. Hablo del lacrimógeno perfume de la simple mortalidad. Tarda un giro o dos en coger impulso, pero cuando el baile llega a su apogeo, luego cuesta olvidarlo.

Se percibe justo antes de que la piel comience a ennegrecerse y los ojos se vuelvan blancos y la tripa se hinche como un globo horrible. Tiene un matiz dulce que se arrastra garganta abajo y te revuelve el estómago como una mantequera. En realidad, creo que apela a algo primigenio en vosotros. A esa parte de los mortales que siente pavor a la oscuridad. A esa parte que sabe sin el menor género de duda que, seas quien seas y hagas lo que hagas, los gusanos van a darse un buen festín contigo y que, cuando llegue el día, tú y todo lo que has amado moriréis.

Pero, en fin, los cadáveres tardan un tiempo en estropearse tanto como para que puedan olerse a kilómetros de distancia. Y por eso, cuando Bebelágrimas olió el tufillo dulce e intenso de la descomposición en los Susurriales ysiiri, supo al instante que los cuerpos llevaban como mínimo dos giros muertos.

Y que debía de haber muchísimos.

La mujer tiró de las riendas para detener a su camello y alzó el puño en dirección a sus hombres. El carretero de la caravana que la seguía vio la señal y la larga y serpenteante cadena de carros empezó a frenar entre salivazos, gruñidos y pisotones. Hacía un calor inhumano…, dos soles abrasaban en un azul cegador el cielo y en un rojo titilante el desierto que los rodeaba. Bebelágrimas echó mano al odre que tenía en la silla y dio un sorbo templado mientras su segundo al mando se abría paso hasta ella.

—¿Problemas? —preguntó César.

Bebelágrimas señaló hacia el sur por el camino.

—A eso huele.

Al igual que todo su pueblo, la dweymeri era alta, de dos metros sin faltarle un solo centímetro, y todos esos centímetros eran puro músculo. Tenía la piel de color marrón oscuro y los rasgos adornados con los complejos tatuajes faciales que llevaban todos los nativos de las islas Dweym. Una larga cicatriz le dividía en dos el ceño, cruzaba un ojo izquierdo blanco lechoso y descendía por su mejilla. Llevaba ropa de marinera, tricornio y una vieja levita de capitana. Pero los océanos que surcaba de un tiempo a esa parte estaban hechos de arena, y las únicas cubiertas que recorría eran las de los carros de su caravana. Tras un naufragio que acabó con toda su tripulación y su cargamento años antes, Bebelágrimas había decidido que la Madre de los Océanos odiaba su estampa, su culo y cualquier barco en el que navegara.

De modo que se había echado al desierto.

La capitana se hizo sombra en el ojo y escrutó en la lejanía. Los vientos susurrantes raspaban y picaban en torno a ella, y notó cómo se le erizaban los pelillos de la nuca. Todavía estaban a siete giros de distancia de los Jardines Colgantes, y no era raro que los esclavistas hicieran aquel recorrido incluso en pleno verano profundo. Aun así, dos de los tres soles estaban altos en el cielo y, tan cerca de la veroluz, hacía demasiado calor para tratarse de algo muy dramático.

Pero el hedor era inconfundible.

—¡Perrero! —vociferó—. ¡Graco, Luka! Armaos y venid conmigo. Caminapolvo, que no pare esa canción férrea. Como acabe mordiéndome el culo un kraken de arena, volveré desde el abismo para devorarte yo a ti.

—¡Sí, capitana! —respondió el enorme dweymeri.

Caminapolvo se volvió hacia el artilugio de tubos de hierro clavado al último carro de la caravana, levantó una tubería enorme y empezó a aporrearlo con ella como a un perro desobediente. La melodía discordante de la canción férrea se sumó a los enloquecedores susurros que soplaban desde las tierras yermas del norte.

—¿Y yo? —preguntó César.

Bebelágrimas sonrió a su segundo al mando.

—Tú eres demasiado guapo para ponerte en peligro. Quédate aquí. Y no le quites ojo al ganado.

—Están pasándolo mal con tanto calor.

La mujer asintió con la cabeza.

—Dales agua mientras esperas. Y que estiren un poco las piernas. Pero que no se alejen mucho, este es un mal territorio.

—A la orden, capitana.

César se levantó el sombrero mientras Perrero, Graco y Luka llegaban a lomos de sus camellos para unirse a Bebelágrimas al frente de la caravana. Los tres iban vestidos con gruesos jubones de cuero a pesar del calor abrasador, y Perrero y Graco empuñaban ballestas pesadas. Luka llevaba sus bardiches, como siempre, y de su boca pendía perezoso un cigarrillo. El liisiano consideraba que las flechas eran de cobardes, y tenía la suficiente destreza con los bardiches como para que Bebelágrimas no le pusiera objeciones. Pero, eso sí, cómo soportaba fumar con el calor que hacía no lograría entenderlo en la vida.

—Ojos abiertos, bocas cerradas —ordenó Bebelágrimas—. Vamos para allá.

El cuarteto descendió por las rocosas tierras baldías envuelto en un hedor que crecía por momentos. Los hombres de Bebelágrimas eran los cabrones más duros que pudieran encontrarse bajo los soles, pero hasta los hombres más encallecidos nacían con sentido del olfato. Perrero se llevó un dedo a la nariz y disparó un chorro de moco por cada fosa nasal, sin dejar de maldecir en nombre de Aa y sus Cuatro Hijas. Luka se encendió otro cigarrillo, y Bebelágrimas sintió la tentación de pedirle una calada para quitarse el mal sabor de la boca, aun con aquel dichoso calor.

Encontraron los despojos a unos tres kilómetros camino abajo.

Era una caravana reducida, de dos carros y cuatro camellos que estaban hinchándose bajo la luz de los soles. Bebelágrimas hizo un gesto con la cabeza a sus hombres para que desmontaran y todos se internaron entre los restos con las armas dispuestas. El aire vibraba con el himno de diminutas alas.

Tenía toda la pinta de haber sido una carnicería. Había flechas clavadas en la arena y en los carros. Bebelágrimas vio una espada caída. Un escudo roto. Un largo chorro de sangre seca, como el garabato de un demente, y una danza frenética de huellas en torno a una hoguera fría.

—Esclavistas —murmuró—. Hace unos pocos giros.

—Sí —dijo Luka, asintiendo y dando una calada a su cigarrillo—. Eso parece.

—Capitana, me vendría bien un poco de ayuda —llamó Perrero.

Bebelágrimas se acercó entre los animales muertos, acompañada de Luka, espantando una densa nube de moscas. Vio a Perrero con la ballesta en la mano, pero apuntando al suelo y su otra mano alzada en señal de súplica. Y aunque era un tipo cuyo mayor reparo a la hora de rajar una garganta era no salpicarse los zapatos, estaba hablando con voz suave, como a una yegua asustada.

—Venga, venga —arrulló—. Tranquila, chica.

Allí había más chorros de sangre en la arena, marrón oscuro sobre rojo intenso. Bebelágrimas vio los reveladores montículos de una docena de tumbas recién excavadas. Y al otro lado de Perrero vio a la persona a quien estaba hablando con tanta dulzura.

—Por la ardiente polla de Aa —murmuró—. Eso sí que no se ve todos los días.

Una chica. De dieciocho años como mucho. Piel clara, algo enrojecida por la luz de los soles. Largo cabello negro con un flequillo a mechones que caía sobre sus ojos oscuros, en un rostro manchado de polvo y sangre reseca. Pero Bebelágrimas vio que, por debajo de la mugre, la chica era una belleza de pómulos marcados y labios carnosos. Empuñaba un gladius de doble filo, con muescas recientes. Llevaba los muslos y las costillas envueltos en telas, manchadas de sangre de una cosecha distinta a la de su túnica.

—Eres una florecilla bien bonita —dijo Bebelágrimas.

—No…, no os acerquéis a mí —advirtió la joven.

—Tranquila —musitó Bebelágrimas—. Ya no te hace falta ese acero, chica.

—Eso lo decidiré yo, con tu permiso —dijo ella con voz temblorosa.

Luka se había desplazado poco a poco hacia el flanco de la chica y extendió un brazo veloz. Pero ella se volvió, rápida como el rayo, le dio una patada en la rodilla y lo tiró a la arena. El liisiano dio un respingo al encontrarse a la chica detrás de él y la hoja del gladius a apenas un centímetro de su clavícula. El cigarrillo siguió sostenido por unos labios que de pronto estaban secos como el esparto.

«Es rápida».

Los ojos de la chica brillaron mientras espetaba a Bebelágrimas:

—Apartaos de mí o juro por las Cuatro Hijas que acabaré con él.

—Perrero, relájate, ¿quieres? —ordenó Bebelágrimas—. Graco, aparta esa ballesta. Deja un poco de espacio a la joven dona.

Bebelágrimas vio a sus hombres obedecer, alejarse para dejar que la chica exhalara su pánico. La capitana dio un lento paso hacia delante, sus manos vacías levantadas con las palmas hacia fuera.

—No queremos hacerte daño, florecilla. Sólo soy una mercader y estos son mis hombres. Viajamos a los Jardines Colgantes, hemos olido los cadáveres y hemos venido a ver qué pasaba. Es la pura verdad. Lo juro por Madre Trelene.

La chica observó a la capitana con ojos cautos. Luka esbozó una mueca cuando el gladius le hizo un pequeño corte en el cuello y se acumuló una gota de sangre en el acero.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Bebelágrimas, aunque ya sabía la respuesta.

La chica negó con la cabeza y se le humedecieron los párpados.

—¿Esclavistas? —dijo Bebelágrimas—. Vienen mucho por este camino.

A la chica le tembló el labio y empuñó el arma con más fuerza.

—¿Viajabas con tu familia?

—Con… con mi padre —respondió la joven.

Bebelágrimas estudió a la chica. Era más bien bajita y delgada, pero tenía los músculos trabajados y duros. Se había refugiado bajo los carros y había cortado lona para resguardarse de los vientos susurrantes. A pesar del mal olor, se había quedado cerca de los restos del ataque, donde dispondría de recursos y sería más fácil de encontrar, lo que implicaba que era lista. Y aunque le temblaba la mano, llevaba el acero como quien sabe blandirlo. Luka había caído más deprisa que las bragas de una novia en su nuncanoche de bodas.

—No eres hija de mercader —afirmó la capitana.

—Mi padre era mercenario. Trabajaba con las caravanas que parten de Nuuvash.

—¿Dónde está tu padre, florecilla?

—Ahí —dijo la chica, y se le quebró la voz—. Con los… otros.

Bebelágrimas miró las tumbas recién cavadas. Tendrían un metro de profundidad. Arena seca. Calor desértico. Normal que hubiera aquella peste.

—¿Y los esclavistas?

—Los enterré también.

—¿Y qué es lo que estás esperando aquí fuera?

La chica lanzó una mirada hacia la canción férrea de Caminapolvo. Tan al sur, los krakens de arena no suponían mucho peligro. Pero la canción férrea significaba carros, y los carros significaban ayuda, y quedarse allí con los muertos no parecía ser su intención, por mucho que fuese donde había enterrado a su padre.

—Puedo ofrecerte comida —dijo Bebelágrimas—. Y llevarte a los Jardines Colgantes. Y garantizarte que mis hombres no harán ningún avance indeseado. Pero tendrás que soltar esa espada, florecilla. El joven Luka es nuestro cocinero, además de guardia. —Bebelágrimas aventuró una leve sonrisa—. Y, como te diría mi marido si aún estuviera entre nosotros, no te interesa que prepare yo la comida.

Los ojos de la chica se inundaron de lágrimas cuando volvió a mirar hacia las tumbas.

—Le tallaremos una piedra antes de irnos —prometió Bebelágrimas con voz queda.

Entonces cayeron las lágrimas y la cara de la chica se arrugó como si se la hubieran hundido de un puntapié. Dejó caer la espada y Luka se apartó rodando por la arena y se levantó. La chica se quedó allí plantada, como un retrato encorvado, con la cara tapada por cortinas de pelo apelmazado por la sangre.

A la capitana casi le dio lástima.

Se acercó despacio por la tierra salpicada de entrañas, amortajada por un halo de moscas. Se quitó el guante y extendió una mano encallecida.

—Me llaman Bebelágrimas —dijo—, del clan Lanzademar.

La chica alzó unos dedos temblorosos.

—M…

Bebelágrimas asió la muñeca de la chica, rodó sobre sí misma y la arrojó sin esfuerzo por encima de su hombro. La joven chilló al estrellarse contra la arena. Bebelágrimas le atizó una patada de fuerza intermedia, sólo la justa para sacarle el aire y quitarle las ganas de pelea que le quedaran.

—Perrero, ponle los hierros, ¿quieres? —dijo la capitana—. Manos y pies.

El itreyano desenganchó unos grilletes de su cinturón y los cerró en torno a la chica, que se recobró y empezó a aullar y retorcerse mientras Perrero le apretaba los hierros, pero Bebelágrimas le propinó un puntapié tan fuerte en la tripa que la hizo vomitar en la arena. La capitana le soltó otra patada, por si acaso, que estuvo a punto de partirle una costilla. La chica se aovilló con un largo y jadeante gimoteo.

—Levantadla —ordenó la capitana.

Perrero y Graco pusieron a la joven de pie. Bebelágrimas la agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás para poder mirarla a los ojos.

—Te he prometido que no habrá intentos inadecuados por parte de mis hombres y eso lo cumpliré. Pero como sigas revolviéndote, te haré daño de formas que encontrarás pero que muy indeseadas. ¿Me has oído, florecilla?

La chica sólo pudo asentir con la cabeza, su pelo largo y negro enganchado en las comisuras de los labios. Bebelágrimas hizo un gesto a Graco, y el hombretón rodeó la caravana destruida con la chica a rastras y la subió al lomo de su camello, entre los gruñidos del animal. Perrero ya estaba saqueando los carros, hurgando en los toneles y los cofres. Luka se palpaba el corte que le habían regalado y miraba de soslayo el gladius de la chica, caído en la arena.

—Si vuelves a dejar que una escuchimizada como esa te la juegue —advirtió Bebelágrimas—, te abandono aquí fuera para que se te coman los putos espectros de polvo, ¿estamos?

—Sí, capitana —murmuró él, avergonzado.

—Ayuda a Perrero con el botín. Llevad toda el agua a nuestra caravana. Todo lo que podáis cargar y merezca la pena, cogedlo. Quemad el resto.

Bebelágrimas escupió a la arena y se espantó las moscas del ojo bueno mientras daba zancadas por el terreno manchado de sangre hacia Graco. Montó en su camello y, tras azuzarlo con los pies, los dos emprendieron el regreso a su caravana.

César los esperaba sentado en el pescante, con patente amargura en su bello rostro. Se alegró un poco al ver a la chica, gimiendo semiinconsciente sobre la joroba del animal de Graco.

—¿Es para mí? —preguntó—. No hacía falta, capitana.

—Los esclavistas atacaron una caravana de mercaderes y mordieron más de lo que podían tragar. —Bebelágrimas señaló con la barbilla a la chica—. Ella es la única superviviente. Graco y Perrero están trayendo el agua que llevaban. Ocúpate de distribuirla entre el ganado.

—Ha muerto otro por un golpe de calor. —César hizo un gesto hacia los carros de detrás—. Lo he visto cuando he dejado salir un rato a los demás. Ya va la cuarta parte de nuestras existencias en este viaje.

Bebelágrimas se quitó el tricornio y se pasó la mano por el cuero cabelludo sudado. Observó al ganado que se tambaleaba en sus jaulas, hombres, mujeres y un puñado de niños parpadeando hacia los soles inclementes. Sólo había unos pocos encadenados, ya que la mayoría estaban tan debilitados por el calor que no les quedarían fuerzas para correr ni aunque tuvieran dónde ir. Y allí, en los Susurriales ysiiri, no había nada que encontrar salvo la muerte.

—No temas —dijo Bebelágrimas, y señaló con un gesto a la florecilla—. Mírala. Una maravilla como esta cubrirá con creces las pérdidas. Nos ha sonreído una de las Hijas. —Se volvió hacia Graco—. Enciérrala con las mujeres. Dadle raciones dobles hasta que lleguemos a los Jardines. Quiero que se vea sana en el mercado. Como la toques para algo más, te corto los putos dedos y te los hago comer, ¿entendido?

Graco asintió.

—Sí, capitana.

—Los demás, a sus jaulas otra vez. Dejad al muerto para los espíritus.

César y Graco se apresuraron a obedecer, dejando sola a Bebelágrimas para que rumiara.

La capitana suspiró. El tercer sol tardaría sólo unos meses en salir. Con toda probabilidad, aquellos serían sus últimos beneficios hasta después de la veroluz, y las divinidades habían conspirado para joderla viva. Un brote de disentería había acabado con un carro entero de ganado a la semana de partir de Rammahd. El joven Cisco había caído fulminado cuando se apartó de la caravana para mear; tuvo que ser un espectro de polvo, a juzgar por lo que quedó de él. Y aquel calor amenazaba con marchitar el resto de su rebaño antes siquiera de que llegase al mercado. Lo único que necesitaba era viento fresco durante unos pocos giros. Quizá alguna llovizna. Había sacrificado un ternero fuerte y joven en el Altar de las Tormentas de Nuuvash antes de emprender la marcha. Pero ¿acaso la dama Nalipse escuchaba?

Después del naufragio que había estado a punto de acabar con ella años atrás, Bebelágrimas había jurado apartarse del agua. Comerciar con carne en el mar era más peligroso que transportarla por tierra. Pero Bebelágrimas habría jurado que la Madre de los Océanos seguía obstinada en convertir su vida en un suplicio, aunque ello supusiera involucrar a su hermana, la Madre de las Tormentas, en la tortura.

Ni una sola ráfaga de viento.

Ni una sola gota de lluvia.

Aun así, esa florecilla bonita estaba fresca, y unas curvas como las que tenía se venderían a buen precio en el mercado. Había sido un golpe de suerte encontrarla allí fuera, inmaculada entre toda la mierda. Entre los asaltadores, los esclavistas y los krakens de arena, los Susurriales ysiiri no eran lugar para que los recorriera una chica sola. Si la había encontrado Bebelágrimas antes que otra persona, u otra cosa, por fuerza tenía que ser que una de las Hijas estaba sonriéndole.

Era casi como si alguien deseara que todo sucediera como había sucedido…

Metieron a la chica en el primer carro, con las otras doncellas y los niños. La jaula de hierro oxidado tenía un metro ochenta de altura. El suelo estaba manchado de inmundicia, y la peste de los cuerpos sudorosos y el olor a podrido de los alientos eran casi tan horribles como lo habían sido los cadáveres de los camellos. El grandullón, llamado Graco, no la había tratado con delicadeza, pero había cumplido las órdenes de su capitana y sus manos no habían hecho más que arrojarla al suelo, cerrar la jaula de un portazo y echar la llave.

La chica se acurrucó en el suelo. Sintió las miradas de las mujeres que tenía alrededor y los ojos curiosos de los niños y las niñas. Le dolían las costillas por la tunda que había recibido, y sus lágrimas habían trazado surcos entre la sangre y la mugre de sus mejillas. Se esforzó en tranquilizarse. Ojos cerrados. Sólo respirar.

Al cabo de un tiempo, sintió que unas manos amables la ayudaban a levantarse. La jaula estaba llena, pero quedaba espacio para que pudiera sentarse en una esquina, con la espalda apretada contra los barrotes. Abrió los ojos y vio un rostro joven y bondadoso, muy sucio, de ojos verdes.

—¿Hablas liisiano? —preguntó la mujer.

La chica asintió en silencio.

—¿Cómo te llamas?

La muchacha dejó escapar su nombre entre sus labios hinchados:

—Mia.

—Por las Cuatro Hijas —dijo contrariada la mujer, echándole el pelo hacia atrás—. ¿Cómo ha terminado una cosa tan bonita como tú en un sitio como este?

Mia bajó la mirada a la sombra que tenía debajo.

La alzó hacia aquellos relucientes ojos verdes.

—Bueno —dijo con un suspiro—. Esa es la cuestión, ¿verdad?

CAPÍTULO 2

Misa de Fuego

Cuatro meses antes

El rey Francisco XV, gobernante supremo de toda Itreya, ocupó su lugar al borde del escenario. Iba vestido con jubón y calzas del más puro blanco, sus mejillas untadas en pintura rosa. Las joyas de su corona centelleaban mientras declamaba, con una mano en el pecho:

Desde siempre anhelé que mi reinado

fuese de sabiduría y justicia,

mas el ceño del rey se verá hincado

como el mendigo hinca law

—¡No! —llegó un grito.

Tiberio el Viejo entró en el escenario por la izquierda, rodeado de sus cómplices republicanos. Una daga de plata brillaba en la mano del anciano, de mandíbula tensa, de ojos brillantes. Sin mediar palabra, se abalanzó por el escenario y hundió su hoja hasta el fondo en el pecho del monarca, una vez, dos, tres. El público ahogó un grito colectivo mientras manaba sangre de un rojo vivo, que salpicó los tablones pulidos a sus pies. El rey Francisco se llevó la mano al corazón herido y cayó de rodillas. Y tras un último estertor (un tanto sobreactuado, se diría más tarde), cerró los ojos y murió.

Tiberio el Viejo sostuvo en alto su daga y declamó sus trascendentales últimos versos:

La sangre real ya se ha derramado

y quién sabe lo que ahora vendrá.

En aras de acabar con el tirano,

ningún precio me negaré a pagar.

Mas debéis saber que el golpe fue dado

no en aras de un ansia de gobernar;

si con su sangre mi hoja he manchado

ha sido en nombre de la libertad.

Tiberio miró al público sosteniendo aún el cuchillo sanguinolento. Y mientras realizaba una profunda reverencia, cayó el telón y un tupido terciopelo rojo cubrió la escena.

Los invitados aplaudieron y vitorearon mientras la música invadía el salón para señalar el final de la obra. Las lámparas de araña arkímicas del techo aumentaron su brillo, desterrando la oscuridad que había acompañado el último acto. Los aplausos recorrieron la sala abarrotada, subieron al entrepiso que la dominaba y salieron por el fondo de la estancia. Y allí encontraron a una chica de largo cabello azabache, piel perfecta y una sombra lo bastante oscura para tres.

Mia Corvere se sumó al aplauso de los invitados, aunque en realidad sus ojos se habían posado en todo menos en la obra. Un gélido frescor cruzó raudo su nuca, oculto en las sombras de su pelo. El susurro de Don Majo fue suave como el terciopelo en su oído.

—… ha sido increíblemente espantoso… —dijo el gato-sombra.

Mia respondió en voz baja mientras se ajustaba la máscara, que no era de su talla, en la cara:

—La sangre de pollo me ha parecido un buen detalle.

—… son treinta minutos de nuestra existencia que ya jamás podremos recuperar, y lo sabes…

—Al menos han vuelto a encender las putas luces.

Tras dejar que el público aplaudiera un poco más, el telón por fin se abrió para revelar al rey Francisco sano y salvo, con la vejiga perforada que había contenido su «sangre real» visible a duras penas bajo la camisa empapada. Entrelazó la mano con la de su asesino, sosteniendo entre ambos la daga de resorte, y Tiberio el Viejo y Francisco XV hicieron juntos una larga inclinación.

—¡Feliz Misa de Fuego, gentiles amigos! —exclamó el rey asesinado.

Los aplausos murieron con parsimonia mientras los actores abandonaban el escenario, y con la obra concluida se retomaron las charlas y las risas. Mia dio un sorbo a su bebida y miró por todo el salón. Con las luces encendidas de nuevo, podía ver un poco mejor.

—A ver, ¿dónde está? —murmuró.

Había llegado con elegante retraso y el salón de baile estaba atestado, como era de esperar, pues las veladas del senador Alejo Aurelio siempre eran muy populares. Al terminar la obra, la orquesta de cámara había arrancado con una melodía alegre en el entrepiso bañado en oro del fondo del salón. Mia observó a los aristócratas nacidos de la médula, ataviados con impecables levitas, salir a la pista de baile del brazo de gráciles donas, el carmesí y la plata y el oro de sus vestidos titilando a la luz de las lámparas arkímicas.

Sus rostros estaban ocultos tras una abrumadora variedad de máscaras, de centenares de formas y temáticas distintas. Mia distinguió los serios voltos, las risueñas polichinelas y los indecisos dominós, todos ellos pintura enjoyada, marfil reluciente y plumas de pavo real extendidas. El diseño más popular entre los asistentes era el triple sol de Aa, seguido por hermosas variantes del Rostro de Tsana. Al fin y al cabo, era la Misa de Fuego, y la gente por lo menos hacía algún intento de venerar a Aquel que Todo lo Ve y su primogénita antes de que el inevitable hedonismo del festín ganara impulso.2

Mia lucía un vestido rojo sangre con los hombros descubiertos, compuesto de capas de seda liisiana que caían fluyendo hacia el suelo. Llevaba ceñido el corsé y un collar de oscuros rubíes reposaba en su escote, y aunque apreciaba el efecto del corsé y las joyas a la hora de enfatizar sus atributos, las miradas de admiración que llevaba recibiendo toda la nuncanoche no le facilitaban en nada la condenada tarea de respirar. Sus rasgos estaban cubiertos por un Rostro de Tsana, una máscara que representaba el yelmo de la diosa guerrera, bordeada por plumas de ave de fuego. Dejaba ver los labios y el mentón, por lo que tenía un poco más de soltura para beber. Y fumar. Y maldecir.

—Por el abismo y la puta sangre, ¿dónde está? —dijo entre dientes mientras su mirada recorría la multitud.

Volvió a sentir esa gelidez, el mismo suave susurro en su oreja.

—… los palcos… —dijo Don Majo.

Mia alzó la mirada sobre la oscilante muchedumbre hacia las paredes de la pista de baile. El salón del senador Aurelio estaba construido como un anfiteatro, con el escenario en un extremo, asientos dispuestos en anillos concéntricos y unos palcos pequeños y privados por encima del nivel principal. Entre el humo y las telas de seda pura que pendían del techo, por fin divisó a un joven alto vestido con una levita larga y blanca, pañuelo negro al cuello, y los caballos gemelos de su familia bordados en hilo de oro al pecho.

—… gayo aurelio…

Mia alzó su boquilla de marfil y, pensativa, dio una calada al cigarrillo. El rostro del joven estaba semioculto tras un dominó dorado con diseño del triple sol, pero Mia alcanzó a ver una mandíbula fuerte y la bonita sonrisa con que susurraba algo al oído de la hermosa y elegante joven que estaba a su lado.

—Parece que ha hecho una amiga —bisbiseó Mia, liberando gris de sus labios.

—… bueno, no deja de ser hijo de un senador. es muy poco probable que pase la nuncanoche solo…

—Al menos, mientras dependa de mí. Eclipse, ve a decir a Palomo que esté preparado. Quizá tengamos que marcharnos con prisas.

Un suave gruñido llegó desde las sombras de debajo de su vestido.

—… palomo es un idiota…

—Razón de más para asegurarnos de que esté despierto. Creo que voy a saludar al primogénito de nuestro estimado senador. Y a su amiga.

—… dos son compañía, mia… —advirtió Don Majo.

—Cierto. Pero en multitud se puede pasar muy buen rato.

Mia salió de su rincón y flotó por el salón de baile como el humo de sus labios. Sonrió en respuesta a los cumplidos y rechazó con educación las invitaciones a bailar. Pasó con andar despreocupado entre dos guardias con elegantes casacas al pie de la escalera, fingiendo estar en su elemento y, en consecuencia, aparentando estarlo. No había nadie más en el salón que no debiera estar allí, a fin de cuentas. Mia había tenido que estirar su paciencia durante cinco largas nuncanoches para robar su invitación de casa de la dona Grigorio.3

Y las máscaras que esos idiotas nacidos de la médula insistían en ponerse para cada festividad le permitían caminar entre ellos sin destacar. Sobre todo, con las curvas estranguladas de tal modo que apartaban las miradas de su cara.

Mia comprobó cómo tenía el maquillaje en un espejo plateado con estuche y se aplicó otra capa de rojo oscuro en los labios. Dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó con el talón de la bota y trastabilló a través de la cortina de terciopelo que cerraba el palco de Aurelio.

—Oh, mis disculpas —dijo.

El don Aurelio y su acompañante alzaron la mirada hacia ella, algo sorprendidos. Estaban sentados en un largo diván de terciopelo aplastado, con los vasos medio vacíos y una botella de buen tinto vaaniano en la mesa de delante. Mia se llevó la mano al pecho, en fingido gesto de bochorno.

—Creía que estaba vacío. Disculpadme, os lo suplico.

El joven don hizo un leve asentimiento. Su bonita sonrisa estaba oscurecida de vino.

—No le deis más importancia, mi dona.

—¿Podría…? —Mia dio un fuerte suspiro, indecisa. Se quitó la máscara y la usó para abanicarse la cara—. Disculpadme, pero ¿me permitiríais sentarme un momento? Aquí hace más calor que en la veroluz, y con este vestido me cuesta horrores respirar.

Aurelio paseó la mirada por el semblante descubierto de Mia. Ojos negros enmarcados por diestras manchas de kohl. Piel blanca como la leche y el mohín de sus labios rojos oscuros, el collar de joyas en su fino cuello, y por último una mirada astuta y fugaz a la piel desnuda de sus pechos cuando Mia fingió que se ajustaba el corsé.

—Por supuesto, mi dona. —El joven sonrió y le señaló un segundo diván desocupado.

—Que Aa os bendiga —dijo Mia, hundiéndose en el terciopelo y empezando a abanicarse de nuevo.

—Permitid que me presente. Soy don Gayo Nerao Aurelio, y mi encantadora compinche es Alenna Bosconi.

La acompañante de Aurelio era una belleza liisiana de la edad aproximada de Mia. Debía de proceder de familia de Administratii, por su aspecto. Tenía el pelo y los iris oscuros, la piel de color aceituna y la gasa dorada de su vestido acentuada por un polvo metálico en los labios y los párpados.

—Por las Cuatro Hijas, me encanta vuestro vestido —dijo Mia con un respingo—. ¿Es de Albretto?

—Muy buen ojo —respondió Alenna alzando su copa—. Mi enhorabuena.

—Tengo cita con ella la semana que viene —dijo Mia—. Eso suponiendo que mi tía me deje volver a salir del palazzo. Sospecho que mañana me obligará a ingresar en un convento.

—¿Quién es vuestra tía, mi dona? —preguntó Aurelio.

—La dona Grigorio. Menuda vieja estirada. —Mia señaló el vino—. ¿Puedo?

Aurelio observó con mirada divertida cómo Mia se servía una copa y la apuraba en menos tiempo del que había tardado en llenarla.

—Disculpadme, no sabía que la dona tuviera una sobrina.

—Creedme que no me sorprende en absoluto, mi don —repuso Mia—. Llevo ya casi un mes en Galante y no me deja ni salir del palazzo. He tenido que escaparme para venir aquí. Mi padre me envió a pasar el verano con ella, y no para de repetir que me enseñará a comportarme como debe hacerlo una devota hija de Aa.

—¿Insinuáis que no estáis comportándoos como tal ahora mismo? —Aurelio sonrió.

Mia hizo una mueca.

—De verdad, cualquiera diría que me acosté con un mozo de cuadra, por cómo se pone.

Aurelio alzó la botella hacia la copa de Mia con una inclinación interrogativa de cabeza.

—¿Otra?

—Sois muy generoso, señor.

Aurelio sirvió el vino y le entregó la copa llena. Mia la aceptó con una sonrisa cómplice y dejó que las yemas de sus dedos rozaran la muñeca del joven don, despertando una cosquilleante corriente arkímica entre sus pieles. Alenna se llevó su copa a los labios dorados y dejó que asomara a su voz una leve irritación:

—No queda mucho, Gayo —advirtió, lanzando una mirada a la botella.

Mia miró a la chica y se recogió un bucle de pelo descarriado detrás de la oreja. Todo el miedo que pudiera haber sentido se lo estaban tragando las sombras de debajo de sus pies. Se levantó con sensual elegancia y se sentó en el otro diván, junto a la belleza dorada. Mirando a los ojos a Alenna, dio un pequeño sorbo al vino. Con cuerpo pero suave como el terciopelo, bailó oscuro sobre su lengua. Y después de apartar la copa vacía de Alenna, Mia puso la suya en manos de la joven, entrelazó los dedos con los de ella y la alzó hacia aquellos labios de oro.

Volvió la cabeza hacia Aurelio y lo vio mirar, embelesado. Mia sonrió mientras susurraba, lo bastante fuerte para hacerse oír sobre la música de abajo:

—No me importa compartir.

Aurelio estaba de pie pegado a la espalda de Mia, sus manos merodeando por sus brazos desnudos y acariciándole los pechos por encima del corsé. Mia notó los labios del joven en la oreja, rozándole la mandíbula, y echó atrás el brazo para enredar los dedos entre su pelo. Se inclinó contra la dureza de su entrepierna y buscó sin éxito la boca del chico, que le provocó un suspiro al dejarle un rastro de besos ardientes cuello abajo, haciéndole cosquillas con la barba de pocos días. Aurelio encontró la cinta de seda que ceñía el corsé por detrás y empezó a aflojarla con una mano lenta y firme.

Alenna estaba detrás de él, le quitó la chaqueta y dejó que cayera al suelo. Tenía las mejillas encendidas de algo más que la bebida, y sus largas uñas desgarraron la camisa de seda de Aurelio, desnudando su torso. Mia llevó la mano a su duro pecho y bajó los dedos por las colinas de su abdomen. Con los labios del chico en la nuca, sin­tió la presión de sus dientes, suspiró un «sí» mientras él mordía más fuerte y buscó su boca de nuevo. Pero él aferró con su mano libre los largos mechones de Mia, le echó la cabeza atrás, muy atrás, y un escalofrío recorrió su piel cuando el joven don le quitó el corsé.

La música llegaba tenue desde muy arriba, casi perdida bajo el cantar de los suspiros que entonaban. Habían bajado la escalera a toda prisa, Aurelio azuzando a Mia y Alenna por delante de él a base de juguetonas palmaditas en el trasero. Los guardias de la casa habían fingido no prestar atención mientras el trío pasaba trastabillando, ni tampoco mientras Mia apretaba los labios contra el cuello de Aurelio cuando este se detuvo a dar un largo beso a la belleza liisiana. El don había empujado a Mia contra la pared, le había metido la mano entre las piernas y se había puesto a trabajar con dedos hábiles allí mismo, en el pasillo. A duras penas habían logrado llegar a la habitación del joven.

Como en la mayoría de los palazzos de nacidos de la médula, los dormitorios eran subterráneos para protegerlos mejor de la incesante luz de los soles. Allí abajo el aire era más fresco, y la luz de los orbes arkímicos, tenue y ahumada. El corsé de Mia cayó a los tablones del suelo mientras Aurelio dejaba resbalar la mano por el interior de su traje. Mia suspiró al sentir que le rodeaba un pecho con la mano, ahogó un grito cuando le pellizcó el pezón. El chico le quitó el vestido y lo dejó caer amontonado en torno a los tobillos de Mia, que bajó las manos por detrás para buscar su cinturón y encontró allí también las de Alenna. Sus dedos se entrelazaron mientras soltaban la hebilla. Mia notó las manos de Aurelio recorriéndola, y una corriente arkímica bailó en su piel cuando los dedos de él bajaron por su vientre, atravesaron sus suaves rizos y llegaron a los anhelantes labios del otro lado.

Gimió mientras los dedos pasaban a la acción y sintió que le flaqueaban las rodillas. Volvió la cabeza y buscó la boca de Aurelio con la suya, pero él se lo impidió con un tirón de pelo que la dejó dando bocanadas y gemidos mientras echaba atrás el culo y lo frotaba contra la entrepierna del chico, al mismo ritmo con que estaba rasgueando él en ella.

Por fin se soltó el cinturón, la belleza desabotonó las calzas del joven y Mia internó en ellas los dedos. Encontró su objetivo al cabo de un momento y sonrió al oír el sonido gutural que provocó al cerrar la mano en torno a aquel calor. Sintió también las manos de Alenna, y entre las dos recorrieron su longitud mientras él metía un dedo dentro de ella y hacía estallar tras sus ojos unas estrellas que casi le arrebataron el control de sus rodillas.

Aurelio se volvió, su boca halló la de Alenna y entrelazaron las lenguas. Mia apartó la mano que le cogía el pelo y apretó sus dedos, desesperada por besarlo. Pero se le erizó la piel al sentir que el joven se apartaba a un lado y, a la vez, notó unos labios cálidos en el hombro, en la nuca, y unas manos que le rodeaban la cintura.

«No son de él».

Las yemas de los dedos de Alenna ascendieron bailando sobre sus brazos, aletearon mientras remontaban sus pechos. A Mia se le aceleró la respiración al sentir la mano de la chica en su barbilla, haciéndola girar despacio. Con el corazón atronando, Mia se vio cara a cara con ella.

La chica era muy hermosa, de labios carnosos y ojos oscuros saturados de deseo a la luz brumosa. Su pecho ascendía y descendía entre jadeos mientras se apretaba, aún vestida, contra el cuerpo casi desnudo de Mia. Aurelio empezó a besar la nuca de Alenna mientras apartaba un rizo de largo pelo negro de la mejilla de Mia, que notó aletear sus párpados y un estremecimiento que le bajaba hasta los tobillos cuando la belleza se inclinó hacia ella para besarla. Cerca. Más cerca. Ya casi…

—No —dijo Mia apartándose.

Los ojos de Alenna se nublaron de confusión y giró la cabeza para mirar a Aurelio. El joven don enarcó una ceja interrogativa.

—En la boca no —dijo Mia.

Los labios dorados de la belleza se curvaron en una sonrisa pícara. Sus ojos oscuros recorrieron el cuerpo desnudo de Mia, bebiéndosela entera.

—En todo lo demás, pues —susurró.

Alenna bajó las manos por las mejillas de Mia, por las joyas de su cuello, haciéndola estremecerse. Con una lentitud que rayaba en la agonía, se acercó y apretó los labios contra su cuello.

Mia suspiró, con la piel de gallina, sin miedo en su interior. Echó atrás la cabeza, rindiéndose, y sus párpados tiritaron cuando las manos de Alenna envolvieron sus pechos jadeantes, flotaron sobre sus caderas, le acariciaron el culo. Lo único que sentía Mia eran esas manos, esos labios, esos dientes que daban mordisquitos, ese aliento cálido en su piel cuando la boca de la belleza descendió por las curvas de sus pechos. Gimió cuando la chica se metió un pezón en la boca y pasó una y otra vez la lengua por la punta, haciendo girar el dormitorio entero.

Las uñas de Alenna provocaron un escalofrío en la columna vertebral de Mia al rozar su piel, guiándola hacia atrás. Notó el bastidor de la cama tras sus rodillas, se combó como un árbol joven ante la tormenta y cayó con un respingo sobre las pieles.

Alenna suspiró mientras Aurelio le acariciaba el cuello por detrás con la nariz y soltaba los lazos de su corsé. El joven don le separó el vestido de los hombros y dejó que la gasa dorada cayera a un lado como una ola titilante, seguida de la ropa interior, dejándola desnuda del todo.

Mia recorrió con la mirada el cuerpo de la chica, que subió a la cama a cuatro patas, contoneándose como una gata. Alenna se arrodilló sobre ella y dio un suspiro cuando Aurelio cayó de rodillas tras ella, trazando un surco de besos espalda abajo hasta su culo. Mia notó las manos de la chica recorrer por dentro sus muslos temblorosos, y se le aceleró la respiración cuando esos dedos rozaron sus labios. Alenna también respiraba deprisa, y gemía con la boca de Aurelio entre sus piernas, con los movimientos de su lengua. Los ojos de la chica brillaron de deseo y se acercó a Mia, buscando de nuevo su boca.

Mia apartó la cara y puso los dedos sobre los labios de la joven.

—No.

Acarició la piel de Alenna hasta hallar la mano de Aurelio en su cadera. Entrelazó los dedos con los de él y la belleza suspiró contrariada mientras Mia tiraba de él para apartarlo de su premio. Sus ojos en los de él. Sin aliento.

—Bésame —imploró.

Aurelio sonrió mientras Alenna descendía con besos de hielo y fuego por el cuello de Mia, por sus pechos, por su vientre. El joven don remontó el colchón mientras la chica bajaba más, lamiendo el ombligo de Mia y los huecos de sus caderas. Mia sintió unos dientes delicados en el interior de los muslos, unas manos que recorrían su piel, y gimió mientras Alenna soplaba con suavidad, con los labios a sólo un susurro de los suyos. Mia alzó una mano y bajó la otra para enredar sus dedos en los cabellos de los dos. Tiró de Aurelio hacia ella, suplicante, mientras se acercaba la cara de Alenna al cuerpo. Y la boca del don se cerró sobre la de ella, sofocando el apasionado gemido que Mia profirió al sentir el contacto de la lengua de la belleza.

La pareja se aplicó en Mia, que se dejó adorar retorciéndose sobre las pieles. Entre sus piernas ardió un fuego hasta entonces desconocido, con Alenna besándola como no lo había hecho ningún hombre. Arqueó la espalda, con los dedos enredados en los mechones de la chica. Notó el sabor de Alenna en la lengua de Aurelio, salado y dulce a la vez. Lo besó feroz, le mordió el labio con la fuerza justa para abrir la piel y el carmín rojo oscuro se mezcló con la sangre en sus bocas. Ahogó con los labios el respingo de dolor que dio el joven don, encontró su lengua con la propia, provocándolo, saboreándolo, danzando en una pálida imitación de lo que estaba haciendo la belleza entre sus piernas.

El tiempo dejó de transcurrir, el mundo dejó de girar. El don se apartó de la boca de Mia y dejó un rastro de besos sangrientos por su cuello. Mia resopló mientras el joven descendía, lamiendo, chupando, mordiendo; sus párpados se cerraron cuando Alenna empezó a lamerle el hinchado botón.

Aurelio levantó la cabeza.

Lo recorrió un repentino escalofrío.

Un suave gimoteo escapó de entre sus labios.

Y después de aspirar una bocanada entrecortada, el joven don tosió la sangre que le llenaba la boca sobre los pechos de Mia.

—Cuatro… Cuatro Hijas…

Aurelio miró horrorizado el escarlata que teñía la piel de Mia y sus propias manos, con el rostro retorcido de dolor. Mia se incorporó sobre los codos mientras él caía hacia atrás con otra tos roja, llevándose los dedos al cuello. Salpicó de carmesí la cara de Alenna, que por fin se dio cuenta de lo que ocurría. Retrocedió y tomó aire para chillar mientras Mia se abalanzaba sobre ella en la cama, la asía por el cuello y la giraba en una presa estranguladora.

—Chis, calla —susurró, rozando con los labios la oreja de la belleza.

La chica se revolvió contra la presa de Mia, pero la asesina era más fuerte, más dura. Cayeron las dos a los tablones del suelo, encima del revoltijo de ropas, mientras Aurelio empezaba a retorcerse, a arañarse el cuello, y tosía otra bocanada.

—Sé que es duro ver esto —susurró Mia a la belleza—, pero sólo dura un momento.

—¿El…, el vino?

Mia negó con la cabeza.

—En la boca no, ¿recuerdas?

Alenna se quedó mirando la herida que Mia había abierto en el labio de Aurelio, la pintura roja mezclada con la sangre alrededor de su boca. El joven don saltó en la cama como un pez en la orilla, con todos los músculos agarrotados y las facciones crispadas. Los labios de Alenna se abrieron para chillar cuando una sombra se movió en el cabezal y otra al pie de la cama, dos siluetas recortadas de la mismísima oscuridad. La mano de Mia se cerró de nuevo sobre la boca de la chica mientras Don Majo y Eclipse cobraban forma para contemplar cautivados los agónicos gimoteos del don, la sangre que burbujeaba entre sus dientes. Y con los ojos como platos y los labios separados en un grito mudo, el primer y único hijo del senador Alejo Aurelio exhaló su último aliento.

—Escúchame, Niah —susurró Mia—. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.

Don Majo ladeó la cabeza y miró morir al joven don.

Su ronroneo sonó casi como un suspiro.

Mia estaba sedienta.

Esa era la peor parte. La jaula, el calor, la peste…, todo eso podía soportarlo. Pero por mucha agua que sus captores le dieran, en aquel desierto de los cojones nunca era suficiente. Cuando Perrero o Graco metían el cucharón entre los barrotes de su jaula, aquella agua tibia parecía un regalo de la misma Madre. Pero entre el calor sofocante, el sudor y las estrecheces del carro, sus labios no tardaron en agrietarse, y su lengua se hinchó y se secó.

Los prisioneros estaban amontonados como lonchas de cerdo salado en un tonel, y el olor era enfermizo. Al cabo del primer giro que pasó cociéndose en aquel horno, Mia empezó a pensar que había cometido un error garrafal.

Piénsalo. Pero no lo temas.

Nunca te encojas.

Nunca temas.

Mia intentó no hablar mucho. No quería intimar demasiado con las otras cautivas, sabiendo lo que las esperaba en los Jardines Colgantes. Pero observó cómo se cuidaban entre ellas, cómo una anciana reconfortaba a una niña que llamaba entre sollozos a su madre, o cómo una chica daba su escasa ración a un niño que había vomitado su propia comida sobre los harapos que llevaba. Pequeños gestos que revelaban grandes corazones.

Mia se preguntó dónde estaría el suyo.

«Aquí no hay sitio para él, chica».

Sus captores eran un grupo variopinto. La capitana, Bebelágrimas, parecía estar acostándose con su segundo, César, aunque Mia no dudaba quién llevaría las riendas en aquella cabalgada concreta. Ninguna mujer llegaba a liderar una banda de esclavistas desalmados en los eriales Ysiiri sin tener los dientes bien afilados.

Los itreyanos, Perrero y Graco, parecían los típicos hijos de puta que podían encontrarse en cualquiera de los centenares de grupos de tratantes de carne que operaban en Ysiir. En cumplimiento de las órdenes de la capitana, no ponían ni un dedo encima a las mujeres. Pero, por las miradas hambrientas que le dedicaban, Mia supuso que estarían pero que muy resentidos. Pasaban el tiempo libre jugando a plas con una baraja manoseada, apostando con un puñado de recortes de mendigo.4

El corpulento dweymeri, Caminapolvo, parecía mejor persona. Tocaba la flauta e interpretaba melodías para los prisioneros cuando no tenía trabajo que hacer. El último de ellos era Luka, el joven liisiano al que Mia había derribado de una patada. Rizos cortos y una sonrisa con hoyuelos. La bazofia que cocinaba sabía peor que el ojete de un cerdo, pero Mia lo había visto dar con disimulo un poco de pan de más a los niños con la tardera.

Y eso era todo. Seis esclavistas vestidos de cuero y una hilera de barrotes de hierro eran lo único que se interponía entre ella y la libertad que cualquiera de los prisioneros que la rodeaban habría matado por saborear. Todo era sudor y vómitos, mierda y sangre. Por lo menos la mitad de las mujeres de su carro lloraban hasta caer rendidas en el poco sueño que pudieran encontrar. Pero no Mia Corvere.