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"Connie Mason nos hace disfrutar de otra trepidante y erótica aventura." —Romantic Times Con una bala alojada en la espalda y una partida de vigilantes siguiéndole el rastro, Pierce Delaney se esconde en el primer sitio que encuentra antes de perder el conocimiento: un destartalado rancho en medio de la nada. Cuando se despierta está siendo atendido por una hermosa mujer. Aunque siempre ha sabido que no se puede confiar en el género femenino, cuando aquel ángel rubio le propone un matrimonio de conveniencia —por un corto plazo de tiempo, a cambio de seguir ocultándole de sus perseguidores—, él sólo puede pensar en cómo hacerla suya para siempre. Zoey Fuller necesita un marido… y lo necesita rápido. De otra manera perderá su rancho a manos de un malvado banquero. El desconocido que aparece en su sótano es como un regalo caído del cielo. Aunque Pierce le asegura que seguirá su camino después de cumplir con su papel, Zoey siente un profundo deseo en su interior cada vez que la besa y se promete a sí misma que él no se irá a ningún lado sin que ella le acompañe.
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Connie Mason
Amar a un extraño
Traducción de Mª José Losada
Título original: To Love a Stranger
Primera edición: mayo de 2017
Copyright © 1997 by Connie Mason
© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2010
© de esta edición: 2017, ediciones PàmiesC/ Mesena, 1828045 [email protected]
ISBN: 978-84-16970-42-1
Diseño de la cubierta: Javier Perea UncetaIlustración de cubierta: Anthony C. Russo
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Contenido extra
Dry Gulch, Montana. 1880
Pierce Delaney se encontraba reparando el cercado. En su rostro se reflejaba la frustración que sentía y sus brillantes pupilas verdes llameaban de furia. Dio un martillazo más, con el que casi hizo pedazos la madera, y colocó otro clavo.
—¿Qué te ha hecho esa cerca? Si no supiera que intentas arreglarla, pensaría que estás tratando de destrozarla.
Pierce detuvo sus bruscos movimientos y lanzó una airada mirada a su hermano por encima del hombro.
—Será mejor que hoy no me busques las cosquillas, Chad —le dijo bruscamente—. No estoy de humor para bromas.
Se volvió de nuevo hacia la cerca, pero Chad no estaba dispuesto a dejar pasar el tema. Algo atormentaba a su hermano, y él quería saber de qué se trataba.
—Ayer llegaste muy tarde, Pierce. Me comentaste que ibas a pasar por el rancho de Doolittle cuando volvieras del pueblo. ¿Qué pasó? ¿Cora Lee ha vuelto a atosigarte? —le preguntó con una sonrisa petulante.
—No menciones a esa bruja —dijo Pierce rechinando los dientes—. Si no fuera por su padre, ni siquiera me hubiera molestado en ir por allí. Ese pobre hombre está a punto de morir y el borracho de su hijo lo único que hace es llevar la propiedad a la ruina. No es que yo pueda hacer mucho para evitarlo, pero Doolittle y papá fueron buenos amigos y no me cuesta nada adecentar un poco todo aquello. Esa es la única razón por la que fui.
Chad le brindó una descarada sonrisa de oreja a oreja.
—Y yo pensando que era por la dulce Cora Lee.
—¡Maldita sea! Sabes de sobra que las mujeres no dan más que problemas. No se puede confiar en ninguna. Nuestra propia madre es el mejor ejemplo de lo traicioneras que son. ¿Recuerdas lo que papá nos decía siempre? Cuando necesitéis a una mujer, buscaos una furcia, no os decepcionará. Un sabio consejo. No existe ninguna de fiar.
—A mí no me tienes que convencer de nada —dijo Chad con desagrado—. No he olvidado lo que le hizo a papá. Jamás le perdonaré que nos abandonara. Lo único bueno de todo aquello fue que viniéramos al oeste y estableciéramos nuestro hogar en estas tierras después de echar a los indios. Cuéntame, ¿qué es lo que te ha irritado tanto?
Pierce arrojó el martillo al suelo y apoyó su alto y musculoso cuerpo contra la cerca. Los abultados músculos de sus brazos y su torso demostraban que estaba habituado al trabajo duro. El moreno y apuesto Pierce Delaney, así como sus hermanos, Chad y Ryan, eran bien conocidos en la diminuta localidad de Dry Gulch, Montana. Cada vez que los tres bajaban al pueblo, comenzaban los problemas. Eran hombres rudos que jamás rehuían una pelea. Bebían mucho, jugaban fuerte y peleaban duro. Pero podían ser encantadores si así se lo proponían.
A pesar de su salvaje comportamiento, los hermanos Delaney atraían a las mujeres como la miel a las moscas. Conscientes de su reputación y de la manera en que se metían en líos, los padres advertían a sus inocentes hijas de que no se enamoraran de ellos, lo que los hacía todavía más peligrosos y atractivos para ellas, algo que, unido al desdén con que las trataban, los volvía irresistibles ante sus ojos.
—El señor Doolittle no se encontraba bien anoche —dijo Pierce—. Cora Lee ni siquiera me dejó subir a verlo. Así que estuvimos solos, puesto que su hermano no apareció por allí. Al cabo de un rato se me echó encima y me propuso ir al dormitorio. Me aseguró que siempre se había sentido atraída por mí. Cuando la rechacé, se enfadó conmigo.
Chad contuvo la risa.
—¿La rechazaste? Imagino que prefieres pagar en el pueblo que hacerlo con ella.
—Pues sí, prefiero pagar a una puta honesta antes que acostarme con una mujer que solo tiene en mente el matrimonio.
—Pero ¿qué ocurrió?
—Me dirigía a la puerta cuando Hal Doolittle entró en la cocina. Fue entonces cuando todo se descontroló, no sé qué le pasó a Cora Lee por la cabeza para hacer semejante cosa.
Chad le lanzó a Pierce una mirada exasperada.
—Maldita sea, Pierce, no me tengas en ascuas. ¿Qué demonios sucedió?
—Cora Lee se echó a llorar de repente y se lanzó a los brazos de su hermano. Le contó entre sollozos que la seduje en una de las visitas a su padre y que la dejé embarazada.
Chad miró a su hermano sorprendido.
—¿Es cierto?
Pierce pareció a punto de partirle la cara a su hermano.
—¡Por el amor de Dios, Chad! ¿Tú también? No, no he seducido a Cora Lee. No tengo interés en ella… ni en ninguna otra.
—¿Qué dijo el hermano al respecto?
—La creyó, por supuesto. Me exigió que me casara con ella. ¿Acaso esa gente piensa que soy estúpido? Su rancho se está hundiendo en la miseria y necesitan que Cora Lee se case con alguien que posea el dinero suficiente para sacarlo a flote. Han decidido que yo soy el hombre adecuado. Pero no me van a pescar. No pienso casarme con nadie. ¡Nunca!
Chad negó con la cabeza haciendo que el flequillo castaño oscuro le cayera sobre los ojos. Se lo apartó de la cara.
—Hal Doolittle es más atrevido de lo que creía. En lo que respecta a Cora Lee, siempre ha sido una bruja conspiradora. ¿Crees que está embarazada de verdad?
—Ni lo sé ni me importa. Eso es lo que le dije a Hal, pero no pareció entenderlo. Tuve que utilizar cierta dosis de… er… persuasión para contenerlo. —Se frotó los nudillos despellejados, recordando lo ocurrido.
La pelea había tenido lugar cuando intentó irse. Al final, había dejado a Hal tirado en el suelo y a Cora Lee deshecha en un mar de lágrimas.
—Me imagino que no tienes pensado volver pronto por allí —dijo Chad—. Es una lástima, pero así son las cosas. Quizá podríamos decirle a Ryan que a partir de ahora sea él quien se acerque a ayudar a Doolittle en las tareas del rancho. Nuestro hermano pequeño es el más tranquilo de los tres.
Pierce se pasó la mano por el espeso pelo oscuro con aire distraído.
—No quiero que nadie de nuestra familia vuelva a pisar el rancho Doolittle. Soy el cabeza de familia, y mi intención es que tú y Ryan os mantengáis alejados de problemas.
—Bueno, puede que lo hayas conseguido con nosotros, pero diría que tú sí que te encuentras en un buen lío, hermano. Parece que Cora Lee necesita con urgencia un marido y ha puesto sus miras en ti.
—¡Puede esperar sentada! —gritó enfurecido—. ¿Aún no ha regresado Ryan del pueblo? —añadió con la voz algo más serena—. Me he quedado sin clavos.
—No, pero debe de estar a punto de hacerlo. Tranquilo, Pierce, cualquiera con dos dedos de frente sabrá que no has dejado embarazada a Cora Lee. Olvídalo.
Pierce cogió el martillo y asestó un fuerte golpe en el clavo que acababa de colocar en su lugar. Chad dio un respingo cuando la madera se astilló; resultaba evidente que su hermano todavía estaba a merced de su ardiente y volátil temperamento. Pierce siempre había sido el más impulsivo de los tres, mientras que Ryan, el más joven, era el más tranquilo. A Chad le gustaba creer que él era el más ecuánime, y sopesaba las cosas desde todos los ángulos antes de actuar. Y, a pesar de sus diferentes caracteres, siempre se protegían los unos a los otros y los tres estaban totalmente en contra del matrimonio.
Pierce continuó dando martillazos, desahogando su cólera y frustración en el desventurado poste de la cerca. Si no mantenía las manos y la mente ocupadas acabaría haciendo algo de lo que se arrepentiría. Todavía recordaba la cara que había puesto Hal Doolittle cuando se negó a casarse con Cora Lee. Aunque no era su intención pegarle, no le había quedado más remedio. Y como Hal era grande, pero blando, no había sido rival para Pierce, que lo había tumbado con un puñetazo bien colocado.
—Ahí está Ryan —dijo Chad, haciendo sombra con la mano sobre los ojos para protegerse del resplandor del sol—. Parece como si lo persiguiera el mismo demonio. Imagino que ha pasado algo.
Pierce levantó la mirada; le sorprendió ver a Ryan azuzando a su montura y gritando, aunque no logró entender sus palabras.
—Ryan no suele tratar así a su caballo —dijo Pierce, dejando el martillo a un lado. Se incorporó y se acercó a su hermano menor con Chad a la zaga.
Ryan frenó en seco, haciendo que el animal se encabritara. Tras controlar con habilidad al castrado, saltó al suelo con la respiración agitada.
—Tienes que largarte de aquí —le dijo a Pierce tras recuperar un poco el aliento mientras lo asía de los hombros y lo empujaba hacia el establo—. No les he sacado mucha delantera.
—Tranquilo, Ryan —le aconsejó Pierce—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué tengo que irme? ¿Quién te sigue?
—Los vigilantes. Hal Doolittle acudió al pueblo a primera hora de la mañana. Insistía en que habías seducido a su hermana, que la has dejado embarazada y que te niegas a casarte con ella.
—Maldita sea, jamás la he tocado —rugió Pierce.
—Eso no es todo —dijo Ryan—. Hal llevó a Cora Lee al pueblo con él. Alguien dio una paliza a la chica. El viejo Doc Lucas ha tenido que atenderla. Hal afirma que fuiste tú quien la golpeó cuando ella comenzó a insistir en que debía hacer lo correcto.
—¡Eso es mentira! Jamás le he puesto la mano encima a una mujer.
—Eso cuéntaselo a los vigilantes, pero no esperes que te crean. Cora Lee estaba muy magullada y corroboró la historia de Hal. Entonces, Riley Reed movilizó a los hombres para formar una partida de vigilantes. Sin más ley que la suya en el territorio de Montana, piensan que pueden hacer lo que quieran. Van a por ti, y como no aceptes casarte con Cora Lee, te colgarán. No hay tiempo que perder, tienes que largarte antes de que lleguen.
—Será mejor que te marches —le urgió Chad—, si no, acabarán apresándote. En el pueblo hay muchos que envidian la prosperidad de nuestro rancho, incluido Riley Reed. Por no hablar del resentimiento que sienten algunos padres ante nuestra falta de interés por asentarnos y casarnos con sus hijas.
—Yo ya he estado casado, y no funcionó. Maldita sea, no pienso huir —dijo Pierce con terquedad. Ningún vigilante iba a echarlo de sus tierras.
—Tienes que hacerlo —insistió Ryan—. No has visto cómo estaban en el pueblo. Yo sí he visto lo enfadados que estaban los hombres y la habilidad de que hicieron gala Hal y Riley para provocarlos. También he visto a Cora Lee. No sé quién la golpeó, pero le pegó una buena paliza. No te vendrá mal esconderte durante un tiempo. Chad y yo nos ocuparemos de todo mientras tanto y averiguaremos qué es lo que ha pasado realmente.
—Ryan tiene razón, Pierce, tienes que irte. Sabes de sobra cómo se comportan los vigilantes cuando salen de batida. Son la única ley en la zona; nadie se enfrentará a ellos. Coge dinero de casa y vete. Envíanos una carta diciéndonos dónde podremos encontrarte y nosotros nos ocuparemos de resolver este asunto.
Ryan lanzó una mirada nerviosa por encima del hombro.
—De un momento a otro coronarán la colina. Te ensillaré el caballo mientras recoges lo que necesites.
—Coge dinero de la caja fuerte —dijo Chad—. ¿Cuánto tiempo nos queda?
—Cinco minutos como mucho. Es probable que ni eso.
—No voy a… —comenzó a decir Pierce.
—Sí, lo harás —dijo Chad—. Puede que seas el mayor, pero eres demasiado terco. Te conozco muy bien. Serías capaz de quedarte aquí y luchar hasta el final. Riley Reed es el líder de los vigilantes y no es un buen tipo. Te odia desde que Polly prefirió casarse contigo en lugar de con él. Incluso sería capaz de incendiar la casa si nos escondiéramos dentro para evitarlos.
Empujó a Pierce hacia la casa al ver aparecer una nube de polvo en la cresta de la colina.
—Maldita sea, ya os dije que me pisaban los talones —dijo Ryan dirigiéndose con rapidez hacia el establo para ensillar el caballo de Pierce—. No te dará tiempo de hacer el equipaje, coge dinero y vete ya. Llevaré el caballo a la puerta trasera.
Pierce no quería huir como un cobarde, pero no tenía otra alternativa. El rancho era su hogar y no podía permitir que lo redujeran a cenizas un montón de fanáticos que se consideraban la ley. Conocía bien a Riley Reed. Era un hombre muy pagado de sí mismo, y los demás lo seguían incondicionalmente. Los vigilantes no usaban demasiado la cabeza antes de linchar a alguien. Aunque corrían rumores de que se quería designar a un oficial federal para que impartiera la ley en el territorio, el tiempo pasaba y no se concretaba nada.
Chad entró en la casa y fue al despacho donde se llevaban las cuentas del rancho, dirigiéndose directamente a la caja fuerte. Cogió un puñado de billetes y se trasladó a la cocina donde se encontraba Pierce. Le metió el dinero en los bolsillos del chaleco y luego lo empujó hacia la puerta trasera. Oyeron un fuerte retumbar, señal de que la partida de vigilantes se acercaba a galope tendido hacia allí.
—Date prisa —le apuró Chad—. Lárgate.
—Maldita sea, Chad, no soy culpable de nada. No quiero huir sin ni siquiera intentar defenderme.
—Ahora mismo tengo la mente más clara que tú. A menos que quieras pasar con Cora Lee el resto de tu vida, o acabar colgado del árbol más cercano, tienes que desaparecer hasta que se tranquilicen las cosas.
Pierce cogió la chaqueta del perchero, junto a la puerta de la cocina, y salió a la brillante luz del sol, donde Ryan lo esperaba con un robusto mustang color negro, castrado, conocido por su velocidad y su gran habilidad para adaptarse a las condiciones más difíciles.
—Te he ensillado a Medianoche —dijo Ryan—. Date prisa, los vigilantes acaban de atravesar el portón. Ponte a salvo y mantente en contacto con nosotros, así podremos informarte de cuándo será seguro regresar a casa.
Pierce asintió con la cabeza; reacio a marcharse pero consciente de que no tenía otra alternativa. Se subió de un salto al caballo y clavó los talones en los flancos de Medianoche. El animal atravesó la valla justo cuando los vigilantes se acercaban a la casa, gritando a través del patio. Pierce se inclinó sobre el cuello del caballo y se dirigió a campo abierto, alejándose de allí.
—Vamos, Medianoche, vamos —azuzó Pierce al robusto caballo, que galopaba veloz obedeciendo a su amo.
Pierce echó una ojeada por encima del hombro y soltó una maldición cuando vio que los vigilantes lo perseguían. No parecían dispuestos a rendirse ahora que lo habían visto. Las balas comenzaron a zumbar a su alrededor; miró hacia delante e, inclinado sobre Medianoche, clavó las espuelas.
El caballo galopó devorando los kilómetros, pero fue incapaz de perder a sus decididos perseguidores. Pierce sabía que el animal no sería capaz de seguir mucho tiempo a ese ritmo, así que se dirigió hacia un cañón donde esperaba despistar a sus rastreadores. Tras una hora galopando, aminoró la marcha, esperando que los vigilantes hicieran lo mismo cuando se dieran cuenta de que los caballos no podrían seguir manteniendo aquel paso demoledor. Por desgracia, no tuvo suerte y fue alcanzado por el disparo fortuito de uno de ellos.
La bala impactó en su espalda, entrando justo por debajo del omóplato derecho. La fuerza del tiro casi le hizo caer del lomo de Medianoche. Luchó por conservar la consciencia a pesar del agudo dolor que atravesaba su cuerpo. Sintió que la sangre le bajaba por la espalda y su olor le inundó las fosas nasales, luego notó que una impenetrable negrura lo envolvía y solo a base de fuerza de voluntad y determinación consiguió no desmayarse.
Después siguió cabalgando durante un tiempo indefinido; puede que incluso perdiera a ratos el conocimiento, pero en todo momento sus perseguidores le siguieron el rastro.
Con la mente nublada por el dolor, se dio cuenta de que entraba en un estrecho cañón, con altas paredes de roca a ambos lados. Notó que se le embotaba el cerebro, que le resultaba muy difícil formular un pensamiento coherente, aunque logró permanecer en la silla. Delante de él, el camino se curvaba para rodear una de las paredes verticales del tozal y Pierce sintió una llama de esperanza. Se recostó sobre el cuello de Medianoche e, instando al cansado caballo a ir a más velocidad, susurró:
—Corre, compañero. Corre tan deprisa como el viento, ve lo más lejos que puedas.
Sacó los pies de los estribos y se inclinó sobre el lomo del animal, esperando el momento adecuado. Entonces, vio una enorme roca redonda justo al pie del tozal y se dejó caer del mustang, aprovechando el momento de la caída para ocultarse tras la peña. El impacto contra el duro suelo le dejó los pulmones sin aire y la explosión de dolor le hizo caer en la inconsciencia, desmayándose justo después de aterrizar.
No vio ni oyó a ningún miembro de la partida. El rastro que dejaban las pezuñas de Medianoche y la curva del camino les había impedido ver que Pierce y su caballo se habían separado.
La luz del día languidecía cuando abrió los ojos. Al intentar moverse, le invadió la agonía. Se recostó, inspirando profundamente para controlar el dolor mientras trataba de recordar por qué yacía sobre un charco de sangre detrás de una enorme roca redondeada. Le llevó un momento de intensa concentración recordar lo sucedido. Entonces tuvo la certeza de que tenía que salir de allí lo más rápidamente posible, antes de que los vigilantes regresaran a buscarlo.
Pronto anochecería, pensó Pierce, lo que dificultaría que lo localizaran. Además oyó resonar un trueno a lo lejos. Sería una suerte que estallara ahora una tormenta, pues haría más difícil que siguieran su rastro.
Pierce se sentó con dificultad y se tomó un momento para coger fuerzas y orientarse. Había muchos ranchos en esa zona. Y, si no se equivocaba mucho, Rolling Prairie no quedaba demasiado lejos.
Al darse cuenta de que se le acababa el tiempo, se puso en pie tambaleándose y, oscilando peligrosamente, comenzó a andar por pura fuerza de voluntad. La sangre le empapaba la ropa, y se preguntó cuánta podía llegar a perder un hombre antes de morir desangrado.
Avanzó lentamente por el cañón, permaneciendo consciente a base de repetir mentalmente la lista de las razones por las que no se podía confiar en las mujeres. Empezó por su madre, que los había abandonado por un viajante cuando vivían en Illinois. Amargado por la marcha de su esposa, su padre había terminado por vender la granja y la casa y se había trasladado a Montana. Se había pasado la vida recordándoles una y otra vez que confiar en una mujer no daba más que problemas, y casi siempre había tenido razón.
Chad había aprendido la lección de la manera más dura. Cortejó a Loretta Casey, la belleza del pueblo, y se comprometió con ella. Pero la inconstante señorita le había dado calabazas después de que él se hubiera enamorado de ella. Loretta lo dejó por un petimetre del este que le ofreció la oportunidad de vivir en la gran ciudad, algo a lo que su hermano se había negado en reiteradas ocasiones. También Ryan encontraba que las mujeres eran demasiado exigentes para su gusto. La única chica por la que se había interesado el menor de los Delaney había insistido en que trabajara con su padre en una tienda y en que se olvidara de ir de juerga. Aunque a Ryan no le hubiera importado lo último, le encantaba trabajar en el rancho.
Luego recordó sus propios errores. Comenzando con el día en el que se había casado con Polly Summers. En aquel momento, tenía veintiún años y estaba enamorado, o eso creía. Dio por hecho que se casaba con una virgen tímida e inocente, aunque enseguida descubrió que se había casado con una mujer experimentada que dedicaba todo su tiempo libre a acostarse con sus múltiples amantes. Cuando la encontró en la cama con Riley Reed, que había sido su novio antes que él, la había echado a patadas del rancho. Trey Delaney, el padre de Pierce, recurrió a todas sus influencias para conseguir la anulación. Así que tanto su madre como Polly dejaron en Pierce una profunda huella que lo había llevado a jurarse que no daría otra oportunidad a ninguna mujer. Trastabillando a través del oscuro cañón, recordó a su madre y revivió la angustia que su abandono había provocado en la familia. Al madurar y hacerse más sabio, no olvidó aquella lección. Las mujeres podían arruinar la vida de un hombre. Le gustaba el sexo y buscaba disfrutarlo cada vez que iba a la ciudad, pero aquellas eran relaciones que servían únicamente para satisfacer su lujuria. Tenía sus preferidas entre las jóvenes que vendían su cuerpo encima del saloon de Stumpy, pero ninguna significaba para él más que un buen revolcón.
Pierce estaba ya al límite de sus fuerzas. Había comenzado a llover cuando dejó atrás el cañón, y ya no tenía la mente lúcida.
¿Eran alucinaciones o realmente estaba viendo el oscuro contorno de una casa a lo lejos? Sentía tanto calor que notaba fuego en la garganta y más sed que un hombre en el desierto. Sin embargo, a pesar de estar mareado por la pérdida de sangre, se obligó a continuar, pues sabía que si se detenía perdería cualquier esperanza de sobrevivir. Si no lo encontraban los animales salvajes, lo harían los vigilantes.
Pierce cayó de rodillas. Lo atravesó un horrible dolor. Quería acostarse, cerrar los ojos y olvidar aquel sufrimiento, deseaba dejarse llevar por la inconsciencia. Luchó contra el impulso de darse por vencido mientras la casa adquiría forma en la oscuridad. Parpadeó. No era un espejismo, había un edificio delante de él, a no más de cien metros.
La luz que se derramaba por las ventanas guio a Pierce como un faro. Utilizó sus últimas energías para alcanzar el porche delantero, tambaleándose sin detenerse hasta conseguir su objetivo. Cuando se detuvo a recobrar el aliento, se dio cuenta de que no estaba usando el sentido común; no debía llamar a la puerta de unos desconocidos sin saber si podía confiar en ellos. Necesitaba agua y descanso para lograr recuperarse lo suficiente y evaluar la situación con cierta lógica.
Vio que había una bomba en el patio y se acercó despacio a ella. No había nadie a su alrededor, lo que le pareció extraño en un rancho de aquel tamaño. Recurrió a sus últimas fuerzas para bombear y se arrodilló para recibir el primer chorro en la boca. Cuando decidió que ya había bebido lo suficiente, se dirigió casi a rastras a la parte trasera de la casa en busca de un cobertizo o de algún edificio anexo donde poder refugiarse. Pero vio algo mejor: la entrada a un sótano.
Hizo palanca en la puerta y bajó los escalones a trompicones. Una vez dentro, volvió a cerrar la puerta. Se encontró en una oscuridad absoluta. Usó el sentido del tacto para localizar un saco de patatas y se apoyó en él. Exhausto, después de aquel último alarde de fuerzas, se dejó caer y, finalmente, se abandonó a una bendita inconsciencia.
La sensación más dolorosa de sus veintiocho años de vida lo despertó. La boca le sabía a sangre, y parecía como si una manada de caballos salvajes corriera en estampida dentro de su cabeza. No tenía palabras para describir el dolor que sentía en la espalda. Era lo suficientemente listo como para saber que, si la bala no había salido, el envenenamiento de la sangre terminaría por matarlo.
Algunos afilados rayos de luz captaron su atención, y levantó la vista hacia las tablas del techo que conformaban el suelo de la habitación que había sobre su cabeza, percibiendo breves retazos de lo que ocurría arriba. La claridad era muy fuerte, por lo que dedujo que ya era de día y que había permanecido inconsciente durante toda la noche y parte de la mañana. Volvía a tener sed y estaba todavía más débil que la noche anterior. Entonces oyó ruido de pasos en las tablas y agudizó la atención.
El sonido de voces se filtró hasta donde estaba. Intentó escuchar y, a duras penas, logró entender algunas palabras. Las voces pertenecían a un hombre y una mujer.
—Ya empiezo a aburrirme de tantos aplazamientos, Zoey. Como no fije pronto la fecha de nuestra boda, daré orden para que mi banco embargue su propiedad.
—Como sabe de sobra, señor Willoughby, el Circle F no está hipotecado. Mi padre se ocupó de que tanto el rancho como las tierras estuvieran libres de cargas. Si posee una hipoteca, es falsa.
—¿Está insinuando que soy un embustero? —se regodeó Willoughby.
No se escuchó nada durante un buen rato, y Pierce se preguntó si el tal Willoughby habría acobardado a la mujer y conseguido que se callara. Pero pronto resultó evidente que ella tenía más temple del que él le suponía.
—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo, Samson Willoughby. Es usted un mentiroso y un tramposo, y no me casaría con usted ni por todo el oro del mundo. Además, estoy profundamente enamorada de mi prometido. Pronto nos casaremos. Él se ocupará de poner fin a este juego que usted se trae entre manos.
—Un prometido —repitió Willoughby con desprecio—. No me lo creo. ¿Dónde vive? ¿Por qué no ha aparecido todavía por aquí? Zoey, es usted una embustera
—Le dijo la sartén al cazo… —replicó la mujer.
—No intente engañarme, querida. He deseado que sea mía desde el primer momento en que la vi. Al principio era su padre quien se interponía en nuestro camino, pero su muerte ha cambiado las cosas. Usted quiere conservar el rancho, ¿verdad? Eso está bien, me gusta. Nuestras tierras son colindantes, las suyas tienen hermosos prados y el agua que a las mías les falta. Al casarnos poseeremos una enorme porción del territorio de Montana. Como su querido prometido no aparezca pronto por aquí, será mejor que vaya pensando en casarse conmigo para no perder sus tierras. —Se llevó la mano al sombrero—. Buenos días, querida.
Después de que Samson Willoughby saliera, Zoey Fuller cerró la puerta con la fuerza suficiente como para hacer rechinar los goznes. ¡Le quedaban dos semanas! Llevaba seis meses dándole largas a ese individuo, justo desde que murió su padre. Sabía que el banquero mentía sobre la hipoteca, pero aunque llevaba todo aquel tiempo buscando la escritura del rancho, no había logrado encontrarla. Debía estar en algún sitio, pero ¿dónde?
Los documentos de la hipoteca que le había mostrado parecían auténticos, pero estaba segura de que su padre no hubiera empeñado el rancho sin decírselo. Puede que no tuvieran mucho dinero, pero siempre habían salido adelante en tiempos difíciles sin necesidad de sacrificar las tierras.
A sus veintidós años, Zoey Fuller no comprendía el efecto devastador que tenía en los hombres. Era rubia y de ojos azules, y sus muchos pretendientes decían que poseía una peculiar belleza que, sin embargo, ella no percibía. Su padre, Robert Fuller, le había dado mucha libertad después de que su madre muriera, cuando ella tenía doce años, y durante todo ese tiempo había desarrollado ideas propias, una mente aguda y un temperamento en consonancia, por lo que no tenía ganas de atarse a nadie. Se encontraba igual de cómoda con una camisa de franela que con un vestido, y, desde la muerte de su padre, había administrado el rancho sin más ayuda que la de Cully, un viejo y brusco vaquero que llevaba trabajando para ellos toda la vida.
El anciano, que, si respondía a otro nombre, jamás se lo había dicho a nadie, era su único apoyo. El resto de los vaqueros o bien habían abandonado o bien habían sido ahuyentados por los hombres de Willoughby. Cada dos por tres aparecían partidas de cuatreros para robarles el ganado, algo que la estaba llevando al borde de la ruina. Además, tras la muerte de su padre, había comprobado en carne propia que a los vaqueros no les gustaba demasiado trabajar para una mujer.
Como los demás rancheros de la zona ofrecían mejores salarios, ella se encontraba con el agua al cuello y sentía el aliento de Willoughby en el cogote; se le acababa el tiempo. Cuando descubriera que no estaba comprometida con nadie, le arrebataría sus tierras, pero casarse con él era una opción que ni siquiera era capaz de considerar. No quería tener nada que ver con ese tramposo ni por todo el oro del mundo.
La joven abandonó la casa con la moral por los suelos. Había mucho trabajo que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Era casi imposible sacar adelante el rancho en esas condiciones. Sabía que lo mejor sería acercarse al pueblo un poco más tarde para contratar algunos vaqueros, pero las últimas dos veces que lo intentó había resultado una pérdida de tiempo. Willoughby había hecho correr el rumor de que estaban al borde de la ruina y que cualquier trabajo en el Circle F sería temporal.
Se dirigió al establo y comenzó a remover el heno del altillo, reparando en que Cully había pasado antes por allí y había soltado a los caballos para que salieran a pastar. Trabajó sin descanso hasta que le dolieron los brazos y el estómago le rugió de hambre. Aquella mañana solo había picoteado algo en el desayuno y ya era hora de almorzar. Sospechaba que el anciano también estaría deseando comer algo.
Mientras se dirigía hacia la casa, recordó que no le quedaban patatas en la cocina y que tendría que bajar a por más. Dobló la esquina del edificio y vio que la puerta del sótano estaba ligeramente entreabierta, pero no le dio importancia. Aunque era pesada, ella estaba acostumbrada a realizar tareas duras y la movió con facilidad haciendo palanca. Bajó con cuidado los escalones en medio de la penumbra.
Recordó que el saco con las patatas estaba en una de las esquinas más alejadas. Atravesó el recinto a tientas en medio de la oscuridad y casi se cayó cuando tropezó accidentalmente contra un obstáculo que encontró en su camino, un bulto que no debía estar allí, que no estaba allí el día anterior. Cayó de rodillas y sus manos chocaron contra algo caliente y suave…, algo que parecía humano. Se apartó alarmada. Santo Dios, ¿por qué no había llevado una linterna?
Contuvo un grito cuando el bulto se movió bajo sus dedos. Con suma precaución, palpó y encontró un montón de tela. Pero aquella tela cubría músculos, músculos duros y un pecho ancho y… y una cara cubierta de áspera barba. ¡Un hombre! Se echó hacia atrás y clavó los ojos en aquel individuo. Llena de horror, se preguntó por qué estaba tan quieto y qué hacía en su sótano.
De repente, el hombre le rodeó la muñeca y ella lanzó un grito. Un momento después, apareció una luz en la entrada al sótano.
—¿Está usted ahí abajo, señorita Zoey?
Cully se había detenido en lo alto de las escaleras y sostenía una linterna.
—Oh, Cully, gracias a Dios. Baja aquí. ¡Rápido!.
—La he oído gritar. ¿No se habrá tropezado con una rata? —preguntó, comenzando a bajar las escaleras—. Coloqué algunas trampas el otro día, cuando vi que se estaban comiendo las patatas y las zanahorias.
—No es una rata —dijo Zoey, zafándose de la mano del desconocido—. Es un hombre.
El intruso emitió un gemido y Cully se acercó con la linterna en alto. Entonces, Zoey y él pudieron echar un vistazo al hombre que había en el sótano.
—Bueno, que me aspen. ¿Qué le pasa?
—No lo sé, Cully. Pero parece que está inconsciente. Quizá esté enfermo.
En ese momento, ella vio el charco de sangre que tenía debajo y palideció.
—Deja la linterna en el suelo y gíralo lentamente —ordenó a Cully.
El anciano la obedeció, y soltó una maldición por lo bajo cuando vio la cantidad de sangre que empapaba la tierra.
—Ha perdido mucha sangre, señorita Zoey.
La joven levantó la chaqueta, el chaleco y la camisa del hombre con sumo cuidado y vio la herida de bala que tenía debajo del omóplato.
—Ha recibido un disparo y parece que la bala todavía está dentro. Si no se le saca pronto, morirá por la infección. —Cogió el pañuelo del desconocido y se lo apretó sobre la herida.
—En Rolling Prairie no hay un médico decente desde que el viejo Doc Tucker se dio a la bebida —dijo Cully—. No conseguiremos traer un médico a tiempo, este desgraciado pasaría a mejor vida antes de que llegara.
Zoey sintió una punzada de compasión por aquel individuo. Jamás se había considerado una mujer particularmente sensible, no podía permitirse el lujo de serlo, pero había algo en ese desconocido que provocaba en ella una emoción extraña.
—¿Podrías intentar sacarle tú la bala?
Cully se rascó el pelo canoso y se encogió de hombros.
—Puedo probar, señorita Zoey, pero no sé si así impediremos que muera. De todas maneras podemos intentarlo. ¿Está segura de que es eso lo que quiere? Podría tratarse de un individuo peligroso, incluso es probable que lo persiga la ley. Si es así, tendríamos un montón de problemas.
Zoey bajó la mirada hacia el extraño descubriendo, con cierta alarma, que era realmente guapo. Sí, podría ser justo la clase de hombre que Cully acababa de describir, pero ella, por alguna razón, no lo creía así.
—Estoy segura, Cully. Levántalo por los hombros, yo me ocuparé de los pies. Entre los dos nos las arreglaremos perfectamente para llevarlo arriba.
Dolor. Un dolor lacerante y profundo. Un dolor abrasador.
Pierce intentó librarse de aquel inexorable tormento moviéndose, pero no sirvió de nada. ¿Por qué estaba boca abajo, como si fuera un cordero dispuesto para el sacrificio, sufriendo más de lo que podía aguantar un hombre?
—Cully, está recobrando el conocimiento.
—Aún no he terminado, señorita Zoey. No deje que se mueva.
—Eso intento, Cully, pero es muy fuerte.
De repente, Pierce soltó un grito y se volvió a quedar inconsciente.
—¡Lo he conseguido, señorita Zoey! —La voz de Cully era exultante mientras dejaba caer en un plato metálico la bala que acababa de sacar de la espalda del desconocido—. Páseme ahora la botella de whisky para desinfectar la herida.
—¿Crees que es lo mejor?
—Es lo único que tenemos.
—¿Vivirá? —preguntó Zoey, llena de preocupación.
—Eso no puedo saberlo. Parece un hombre saludable. No muestra la palidez típica de la prisión. No sé de quién o de qué escapaba, pero no me parece un forajido. De todas maneras solo es mi opinión.
—Confío en tu juicio, Cully. Ahora ya puedo ocuparme yo sola. Ve a comer algo.
—¿Está segura?
—Sí.
Después de que Cully se marchara, Zoey cubrió la herida con un apósito de algodón realizado con las tiras que había cortado de una sábana. Luego rodeó el pecho del hombre con otra larga tira para mantener el paño en su lugar. Cuando terminó, retrocedió un paso para inspeccionar el trabajo.
Cully había desnudado al desconocido dejándolo en ropa interior mientras ella hervía agua y desinfectaba el afilado cuchillo que el vaquero le había pedido. Cuando regresó a la habitación, el extraño estaba boca abajo cubierto hasta la cintura por una sábana. La espalda, los brazos y el pecho del hombre estaban bronceados, como si estuviera acostumbrado a trabajar al aire libre sin la protección de una camisa. Era alto y corpulento, un formidable espécimen masculino. Delgado pero musculoso en los lugares adecuados. No tenía acumulada grasa alrededor de la cintura. Supuso que si pudiera verle las piernas, estas serían tan fornidas como el resto del cuerpo.
Tenía el pelo liso y oscuro y lo llevaba algo más largo de lo que se estilaba, justo por debajo de los hombros, pero aquello no servía más que para realzar aquella agreste belleza masculina. Le había caído un mechón sobre los ojos, y Zoey alargó la mano sin pensar para colocárselo. Le pareció suave, espeso y pesado entre sus dedos, y lo estuvo acariciando durante más tiempo del necesario. De repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo y apartó la mano como si se hubiera quemado. Aquel extraño no era una de sus fantasías, sino un hombre al que no conocía. No tenía ni idea de quién podía ser, pues no llevaba identificación de ningún tipo, solo un montón de dinero en el bolsillo del chaleco. La ropa era de buena calidad y las botas parecían nuevas. Si se trataba de un forajido, desde luego le iban muy bien las cosas.
Cully volvió al poco rato.
—Yo me quedaré con él ahora, señorita Zoey. Vaya a comer algo. No podemos hacer nada más por él, salvo asegurarnos de que está cómodo.
—Me pregunto quién será —reflexionó Zoey en voz alta.
Cully encogió sus delgados hombros.
—Me temo que tendremos que esperar a que esté lo suficientemente bien como para decírnoslo.
—Volveré dentro de un rato —dijo Zoey acercándose a la puerta. Se detuvo en el umbral y añadió—: Intenta que beba algo de agua antes de que le suba la fiebre.
—No se preocupe, señorita. Me encargaré de todo.
Segura de que Cully velaría por el herido, Zoey salió de la habitación. Aún tenía muchas tareas pendientes que no admitían más demora. Se dirigió a recoger los huevos y, mientras estaba en el gallinero, pensó que debería matar un pollo. El caldo le sentaría bien al herido. Cuando se despertara —si se despertaba— estaría famélico.
Pierce gimió y abrió los ojos. El dolor que le entumecía la mente parecía provenir de todo su cuerpo. Recobró la consciencia lentamente. Yacía sobre algo blando y suave. ¿Sería una cama? Movió el cuello poco a poco, mirando hacia los lados, y vio a un hombre dormitando en una silla. Era enjuto y su cara curtida y arrugada como el cuero daba testimonio de años de trabajo al aire libre, bajo el sol, el viento y la lluvia. Vio que el anciano sacudía la canosa cabeza al percibir sus movimientos y que abría los ojos de repente, clavándolos en él.
—Así que ya ha despertado, ¿verdad? ¿Le gustaría beber un poco de agua?
Pierce tragó saliva y asintió con la cabeza bruscamente, lo que hizo que la habitación le diera vueltas.
—Por favor… —graznó.
El anciano lo sostuvo mientras bebía.
—Despacio, beba poco a poco.
—Gracias —dijo Pierce con voz débil—. ¿Dónde estoy?
—Se encuentra en el rancho Circle F. —Entonces el hombre fue directo al grano—: ¿Quién le ha disparado?
—¡Oh!, ¿ha despertado ya?
Pierce giró la cabeza hacia la voz y se encontró con un ángel; pensó que sufría alucinaciones. La mujer que acababa de entrar en la habitación era demasiado hermosa para ser real. Al momento se puso en guardia. Las mujeres con aquel aspecto eran todavía menos de fiar que las demás. Sabía por experiencia que tenía que ser extremadamente cuidadoso con las mujeres hermosas, pues solían ser muy engreídas.
Aquella mujer era extraordinariamente guapa. Tenía el pelo del mismo color que las gavillas de trigo maduro y le caía sobre la espalda en una trenza, y los ojos eran tan azules como el cielo de Montana en un día despejado. Su cuerpo curvilíneo se apreciaba a la perfección con aquellos pantalones ceñidos que vestía y los pechos se erguían insolentes bajo la camisa, de tal manera que Pierce percibió los pezones presionando contra la gastada tela.
La mujer se acercó a la cama.
—¿Cómo se encuentra?
—Jodido. Me duele todo el cuerpo. ¿Han podido sacar la bala? —La limpia y femenina esencia de la joven inundó sus fosas nasales, haciéndole contener la respiración hasta que le resultó imposible seguir haciéndolo.
—Es a Cully a quien debe agradecérselo.
—Todavía no está fuera de peligro —dijo Cully—, y vigile su lenguaje cuando hable delante de la señorita Zoey.
—Lo siento —masculló con ferocidad. Paseó la mirada lentamente por las curvas de la joven. Jamás se había tropezado antes a una mujer vestida con pantalones. ¿Qué clase de mujer sería?, se preguntó.
—¿Quién es usted? —le pregunto ella con curiosidad—. ¿Quién le ha disparado? ¿Qué hacía en el sótano de mi casa? La mayoría de los hombres habrían pedido ayuda en la puerta, ¿de quién o de qué se esconde?
Pierce abrió la boca para responder, pero no fue capaz de decir una palabra. Las pocas que había pronunciado habían agotado sus fuerzas. Con un suspiro, se dejó llevar de nuevo por la inconsciencia.
—¿Está bien? —le preguntó Zoey a Cully con preocupación.
—Todavía respira —dijo Cully—, lo que no sé es cuánto tiempo más lo seguirá haciendo.
Zoey puso la mano sobre la frente del desconocido.
—Está ardiendo. ¿Qué podemos hacer?
—Podemos intentar bajarle la temperatura mojándolo. He oído decir que si se baña a una persona febril con agua fría, se consigue que le baje la fiebre.
Cully salió de la estancia dejando a Zoey a solas con el hombre.
—No se muera —susurró ella—, por favor, no se muera. —No sabía por qué, pero el mero pensamiento de que aquel desconocido se muriera le resultaba insoportable. No sabía de dónde venía ni quién era, pero algo en él la conmovía.
Perdido en las profundas y dolorosas sombras, Pierce oyó aquella dulce voz que le impedía caer en la oscuridad que lo reclamaba.
Eligió enseguida no morir. Si esa mujer, que ni siquiera lo conocía, quería que siguiera vivo, él debía intentar que así fuera. Se lo debía tanto a ella como a sus hermanos.
Pierce regresó lentamente al mundo de los vivos. Había recuperado y perdido la consciencia varias veces durante las horas críticas de su recuperación. Había notado que alguien derramaba agua fría sobre su cuerpo. Alguien con las manos suaves y una voz que desafiaba al propio demonio para salvarlo. Su primer pensamiento coherente fue que le debía su vida a una mujer llamada Zoey. El segundo, que aquello le podía acarrear un montón de problemas.
—Casi lo perdemos —dijo la joven cuando vio que él clavaba los ojos en ella—. Bienvenido.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Pierce con la voz áspera y ronca.
—Tres días. Hemos llegado a pensar que la fiebre acabaría con usted. ¿Tiene hambre?
—No demasiada. Lo que tengo es mucha sed.
—Tiene que comer algo. He hecho caldo de pollo. ¿Cree que podría sentarse y apoyarse en la espalda?
Él apretó los dientes.
—Si me ayuda, creo que lo conseguiré.
Ella se movió con celeridad para ayudarlo a darse la vuelta de manera que pudiera apoyar los hombros en las almohadas que había colocado previamente. Pierce encontró que el dolor era casi tolerable y que no le importaba sentir un poco si con ello dejaba de estar boca abajo. Entonces, tuvo otra urgente necesidad y se movió incómodo.
—¿Qué pasa? ¿Le he hecho daño?
—No. Necesito… er…, es decir, quizá podría decirle a algún hombre que me ayude.
Cuando se percató de lo que quería, la cara de la joven adquirió un brillante tono rosado.
—Le diré a Cully que suba y regresaré después con el caldo. Entonces podremos hablar. Ni siquiera sé cómo se llama.
Media hora después, Zoey regresó a la habitación con una bandeja en la que llevaba una humeante taza de caldo. La dejó en la mesilla de noche y se sentó en el borde de la cama para alimentarlo.
—No necesito su ayuda —gruñó él, poco acostumbrado a ser atendido por una mujer.
Zoey permitió que intentara valerse por sí mismo, sabiendo que él todavía estaba demasiado débil para utilizar la cuchara con agilidad. Después de varios intentos inútiles, Pierce le ofreció la cuchara con un «usted gana». Odiaba exhibir cualquier tipo de debilidad delante de una mujer.
Mientras cogía la cuchara y la introducía en el caldo para acercársela a los labios, Zoey pensó que aquel hombre era demasiado terco para su bien. Observó que tragaba a regañadientes y que, cuando el tazón estaba casi vacío, giraba la cabeza a un lado.
—No quiero más.
—De acuerdo —dijo Zoey, dejando la cuchara al lado del tazón—. Bueno, dígame, ¿cómo se llama?
Él la miró con el ceño fruncido. No le gustaba sentirse indefenso. Tal y como lo veía, tenía dos opciones: podía decir la verdad o mentir. Pero esto último le parecía algo despreciable después de cómo habían cuidado de él.
—Me llamo Pierce Delaney. ¿Quién es usted?
—Zoey Fuller. ¿De dónde procede, señor Delaney?
—De los alrededores. De aquí y allá. Cully me ha comentado que estamos en el rancho Circle F.
De repente, Pierce recordó la conversación que había oído en el sótano mientras estaba allí escondido.
—¿Quién es Samson Willoughby y por qué la amenaza?
Zoey se echó atrás sorprendida.
—¿Quién le ha hablado de Samson Willoughby?
—La oí discutir con él mientras estaba escondido en el sótano. ¿Qué se traen entre manos?
Zoey se puso a la defensiva.
—En realidad no es asunto suyo, señor Delaney. Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, ¿quién le disparó?
—Nadie que usted conozca —replicó Pierce.
Comenzaron a cerrársele los ojos, y Zoey se dio cuenta de que debía de estar cansado. Pero aún tenían mucho que aclarar. Pierce Delaney no iba a poder ocultarle la verdad.
Al día siguiente Pierce se sintió más fuerte. Pudo comer solo y comenzó a tener mucha hambre. Se estaba comenzando a plantear levantarse de la cama e intentar caminar de un lado a otro, cuando escuchó que se acercaban unos caballos. Supo sin que nadie se lo dijera que eran los vigilantes. Estaba demasiado débil para escapar, pero salió arrastrándose de la cama y, tambaleándose de dolor, se dirigió hacia donde estaba su ropa para coger las armas. Por desgracia, sus revólveres no estaban con la ropa y no los veía por ninguna parte. Casi le abandonaron las fuerzas cuando se acercó a la ventana y echó un vistazo. Estaba en lo cierto. La partida de vigilantes de Dry Gulch acababa de entrar en el patio y los vio frenar en seco al ver a Zoey trabajando en el establo. Se sintió algo aliviado cuando Cully se puso al lado de la joven armado con un rifle. Temía que hicieran daño a la chica, y eso era lo último que deseaba. No quería que resultara herida por su culpa.
Con una aguda punzada de pesar, se dio cuenta de que se le había acabado la suerte. En cuanto ella supiera que los vigilantes lo estaban buscando y por qué, lo entregaría gustosa a Riley Reed. Enterró la cabeza entre los brazos y esperó.
—Lamento molestarla, señora. Soy Riley Reed, de Dry Gulch. Somos vigilantes de Montana en busca de un fugitivo de la ley. ¿Ha visto por aquí en los últimos días a un hombre alto, de cabello oscuro? No puede haber ido mucho más lejos sin caballo.
Zoey y Cully intercambiaron unas miradas de complicidad. Cully se encogió de hombros como diciéndole con ese gesto que era cosa suya decidir si entregaba a Pierce a aquellos representantes de la ley.
A Zoey no le gustaron los vigilantes. En el mejor de los casos parecían una pandilla de maleantes, y su líder tenía el aspecto de ser un hombre perfectamente capaz de asesinar a sangre fría.
—¿Qué ha hecho el fugitivo?
—No es apto para oídos sensibles, señora —respondió Reed evadiendo la pregunta.
—No obstante, quiero saberlo por si necesito defenderme de él en el caso de que aparezca por aquí.
—Sí, que no sea porque no estaba advertida. Pierce Delaney sedujo a una joven de buena familia y se negó a casarse con ella cuando la dejó embarazada.
—¿Eso es todo? —preguntó Zoey, aliviada al saber que no era un asesino ni un ladrón.
—No, todavía hay más, señora. Cuando Cora Lee Doolittle insistió en que se casara con ella, él la golpeó brutalmente. Es una suerte que no haya perdido al bebé. Presentaba un aspecto lamentable, señora.
Zoey contuvo el aliento e intercambió otra mirada con Cully.
—¿Están seguros de que es culpable?
—¿Acaso lo perseguiríamos si no lo estuviéramos? ¿Lo han visto por aquí?
Zoey vaciló y Reed comenzó a impacientarse.
—¿Y bien? O lo ha visto o no. Pierce Delaney es un hombre cruel y sanguinario. Sus hermanos y él son unos maleantes que llevan años aterrorizando a los buenos ciudadanos de Dry Gulch. Es culpable, se lo aseguro.
Zoey intentó imaginar a Pierce Delaney dándole una paliza a una mujer y no pudo; sin embargo no le resultó difícil imaginarlo seduciendo a una chica inocente y deleitándose en ello. Por desgracia, ella no era la indicada para juzgar si Pierce Delaney era capaz de cometer un acto tan despreciable. Miró a Cully, pero no recibió ninguna ayuda por su parte.
Finalmente se dio cuenta de que los vigilantes seguían esperando una respuesta y les ofreció la que le dictaba su conciencia.
—Lo siento, por el Circle F no ha aparecido ningún hombre que responda a esa descripción. De hecho, no nos hemos tropezado con ningún desconocido desde hace mucho tiempo.
Riley Reed le lanzó una penetrante mirada mientras los demás hombres se llevaban la mano al ala del sombrero en un gesto de despedida.
—Eso es lo único que queríamos saber, señora. Si ven al hombre que estamos buscando, le sugerimos que nos lo haga saber lo antes posible. No se puede andar por ahí pegando a las mujeres. ¿Vive aquí sola, señora?
La lujuriosa mirada que le dirigió hizo que se le pusiera la piel de gallina.
—Mi… mi marido está reuniendo unas reses en las montañas —mintió.
Él se llevó la mano al sombrero.
—Que tenga un buen día, señora. Creo que lo mejor será regresar a Dry Gulch. Quizá los hermanos Delaney sepan dónde se esconde Pierce.
Zoey observó con nerviosismo cómo los vigilantes cabalgaban hacia el portón. Rezó para no haber actuado precipitadamente al ocultarles una información tan importante, pero no le había gustado su actitud.
—Espero que sepa lo que está haciendo, señorita Zoey —dijo Cully—. Jamás me han gustado los hombres que van por ahí golpeando a mujeres indefensas.
Zoey se giró para enfrentarse al anciano.
—¿Crees que lo ha hecho?
—No soy quién para juzgarlo. No tengo intención de permitir que haga lo mismo con usted, así que me limitaré a vigilarlo.
—Delaney no está en condiciones de hacerle daño a nadie en este momento, y no parece la clase de hombre capaz de hacer las cosas de las que lo acusan.
—El tiempo lo dirá, señorita Zoey —dijo Cully, encogiéndose de hombros—. Creo que voy a continuar con mis tareas ahora que se han marchado esos hombres.
Pierce no tuvo fuerzas para volver a la cama. Se quedó sentado debajo de la ventana, esperando a que los vigilantes entraran en la habitación de un momento a otro. Se preguntó si lo colgarían allí mismo o esperarían hasta abandonar el rancho. Deseaba que lo hicieran fuera, odiaría que Zoey presenciara algo tan horrible.
Oyó que se abría la puerta y se preparó para lo que vendría.
Zoey entró en la estancia y se sorprendió al ver a Pierce en ropa interior debajo de la ventana.
—¿Por qué no está en la cama? ¿Quiere que se le abra la herida, señor Delaney?
Pierce levantó la cabeza y clavó los ojos en Zoey lleno de confusión.
—¿Dónde están los vigilantes?
—Se han marchado.
Pierce no podía creer lo que oía.
—¿Por qué no me ha delatado?
Cuando las mujeres hacían algo inesperado, siempre era por algo.
—Déjeme ayudarlo —dijo Zoey, preguntándose a sí misma qué podía responder a esa pregunta.
Pierce le puso el brazo sobre los hombros y se apoyó en ella mientras recorría los pocos pasos que los separaban de la cama. Se sentó en el borde del colchón, sin fuerzas para moverse, así que fue ella quien se inclinó y le subió las piernas a la cama antes de cubrirlas con una sábana.
—¿Por qué lo ha hecho, señorita Fuller?
Zoey sabía que tenía que responderle, pero no podía explicarle su renuencia a entregarlo a los vigilantes.
—No soy yo quien tiene preguntas que responder, señor Delaney. Por ejemplo, ¿es usted realmente el hombre que buscan?
Pierce apretó los labios en una línea tensa. Mentir no serviría de nada.
—Lo soy.
—¿Es cierto lo que dicen que ha hecho? ¿Pegó a una mujer?
—No.
—¿Niega haberla seducido?
—Lo niego todo. Jamás he tocado a Cora Lee. ¡Y ella miente si afirma lo contrario!
—¿Por qué ha huido?
—Ya ha hablado con los vigilantes. ¿Cree que comprobarían los hechos antes de colgarme de un árbol? Además, no pienso permitir que una mujer me obligue a casarme con ella.
Zoey sostuvo la turbulenta mirada de Pierce sin rastro de temor. Se le aceleró el pulso y la atravesó una insidiosa sensación.
¿Qué le ocurría? No pudo negar la perturbadora emoción que le habían provocado aquellas palabras. Pierce sonaba y parecía implacable, desde el pelo oscuro y la rígida mandíbula a la intensidad ardiente de aquellos ojos verdes, crueles e inquebrantables. Se preguntó quién sería la mujer que lo había convertido en un hombre tan amargado.
Hubo un largo silencio, roto solo por el suave gemido que surgió de los labios de Pierce. Mientras tanto, en la mente de Zoey solo resonaba una pregunta: «¿Miente Pierce Delaney?».
—Quiero decirle lo mucho que agradezco su ayuda —dijo Pierce, sintiendo los efectos de haberse levantado de la cama—. Pero, si no le importa, estoy muy cansado, y preferiría seguir más tarde con la conversación.
—No dude que la continuaremos, señor Delaney, quiera usted o no. En Rolling Prairie también hay vigilantes, y le aseguro que son tan crueles como los de Dry Gulch. No me costaría nada enviar a Cully a buscarlos.
—Haga lo que considere oportuno —dijo Pierce, demasiado cansado como para que le importara—. Pero será mejor que lo haga rápido, antes de que me encuentre lo suficientemente bien como para huir.
—Podría hacerlo, señor Delaney —dijo Zoey con la voz áspera por la furia mientras salía de la habitación.
«Maldita mujer», pensó Pierce enfadado. No movería ni un dedo por ninguna, y odiaba tener que agradecerle algo a una de ellas. No podía decidir si había sido buena suerte, o no, que el destino lo hubiera conducido a Circle F y a la señorita Zoey Fuller. Su último pensamiento antes de sumirse, exhausto, en el sueño fue que sería muy afortunado si no se despertaba y se encontraba a los vigilantes sacándolo de la cama para colgarlo en el árbol más cercano.
—¿Qué ha dicho Delaney sobre los cargos que le imputan? —preguntó Cully cuando se reunió con Zoey un poco más tarde—. ¿Es culpable?
—Lo ha negado todo, por supuesto, salvo que es el hombre que buscan. Francamente, no sé qué pensar. Me resulta difícil creer que el hombre que duerme arriba sea el individuo cruel que ha descrito el señor Reed.
—Las apariencias engañan, señorita Zoey.
—¿Por qué no dijiste nada si piensas que es culpable de lo que le imputan?
Cully escupió el tabaco que estaba mascando entre sus pies.
—Jamás me han gustado los vigilantes. Se consideran la ley, pero no lo son.
Zoey se estremeció.
—No podría estar más de acuerdo. —No podía sacarse de la cabeza la manera en que la había mirado Riley Reed—. Por desgracia, tendremos que aguantarlos hasta que haya una ley justa en el territorio.
—¿Qué va a hacer ahora con Delaney? —preguntó Cully.
—De momento nada. Está demasiado débil para suponer una amenaza. Tomaré una decisión llegado el momento. Pongámonos a trabajar, las tareas esperan.
—¿Se ha olvidado usted de Willoughby, señorita Zoey? Regresará pronto en busca de una respuesta. Sé cuánto significa este rancho para usted.
—Tengo que encontrar las escrituras, Cully. Sé que mi padre no hipotecaría el rancho sin decírmelo. ¿Dónde pueden estar? He rebuscado por todos lados.
Dos días después, Samson Willoughby se presentó en la puerta de Zoey.
—Está usted muy guapa hoy, Zoey. Le quedan bien los pantalones, pero cuando nos casemos se pondrá vestidos y actuará como una dama. Su padre fue demasiado permisivo e indulgente con usted.
—Dígame qué quiere, señor Willoughby, tengo que ocuparme del rancho.
—No por mucho tiempo, querida —dijo él con una sonrisa falsa—. ¿No va a invitarme a pasar?
—Estoy muy ocupada.