Amor ardiente - Sandra Field - E-Book
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Amor ardiente E-Book

Sandra Field

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Beschreibung

Lise tenía motivos de sobra para odiar a Judd Harwood. Tenía información de primera mano, proporcionada por su ex mujer, sobre el despiadado magnate. Así que, aunque para ella tenía un atractivo irresistible, no se podía imaginar que iba a pasar una noche de pasión ardiente con él... Judd necesitaba una niñera para su hija, Emmy. Aunque sabía que era un error, Lise aceptó el trabajo. Le parecía el mejor modo de ahorrar mucho dinero para tomar un nuevo rumbo en su vida profesional. Entonces supo que iba a tener un niño de Judd. Lise se encontró ante una dolorosa encrucijada: si se marchaba, le haría mucho daño a Emmy. Si se quedaba, su embarazo se descubriría y Judd querría casarse con ella...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sandra Field

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor ardiente, n.º 1260 - marzo 2016

Título original: Expecting His Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8043-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Había una mujer en la cama.

Una mujer extraordinariamente atractiva.

Judd Harwood se quedó quieto, mirando fijamente la figura dormida que se escondía bajo la colcha blanca de hospital. Se había equivocado de habitación. Estaba buscando a un hombre, no a una mujer. Pero en vez de salir y preguntar por la dirección correcta, Judd siguió en su sitio, mientras sus ojos de color azul pizarra escudriñaban a aquella mujer. Tenía una bolsa de hielo que le envolvía el hombro derecho y parte del brazo. Estaba muy pálida; un hematoma en la curva del mentón sobresalía en contraste con su piel blanquecina. ¿Había tenido un accidente de coche, o se había caído en el hielo? ¿O se trataba de algo peor? Desde luego, no se trataba de una violación.

Cerró los puños con fuerza en un gesto de furia contenida. ¿Podría haber sido su marido? ¿O su amante? Habría golpeado a ese bastardo si hubiera tenido oportunidad. Primero lo hubiera tumbado y luego habría preguntado. Pero, ¿acaso no estaba reaccionando de un modo exagerado? Se trataba de una mujer que no conocía, de la que no sabía nada.

No tenía por costumbre salir en defensa de mujeres desconocidas. Tenía cosas mejores que hacer con su tiempo.

Apretando la mandíbula, Judd devolvió toda su atención a la mujer. Tenía las cejas arqueadas y los pómulos levemente hundidos. Notó cómo le asaltaba el deseo de acariciar la curva que el óvalo de su rostro dibujaba desde el ojo hasta la comisura de la boca. «Una boca para besar», pensó con la garganta seca. La mujer dormía. Judd sintió una enorme curiosidad por saber de qué color serían sus ojos. ¿Grises como nubes de tormenta? ¿Marrones como la tierra mojada? Era pelirroja, aunque esa palabra no hacía justicia a una melena rizada del color del fuego.

Fuego.

Esa palabra trajo a su mente una oleada de imágenes de pesadilla y Judd sintió un escalofrío. No tenía tiempo para esto. Necesitaba encontrar al bombero que había salvado a Emmy para agradecerle de todo corazón su intervención y regresar junto a su hija. Emmy estaba sedada y tardaría varias horas en despertarse, tal y como le había explicado el doctor. Pero Judd no quería correr riesgos.

Entonces, ¿por qué seguía allí parado?

Con el ceño fruncido, salió de la habitación procurando no mirar el nombre de la paciente escrito en el historial, que colgaba a los pies de la cama. Una enfermera, cuyo uniforme estampado era una explosión de color, corría hacia él por el pasillo vacío.

–Perdone, estoy buscando a un bombero que ha sido ingresado a primera hora de la tarde. Rescató a mi hija y necesito verlo para darle las gracias. Pero ni siquiera sé cómo se llama.

La enfermera, con la respiración entrecortada, le devolvió una sonrisa.

–De hecho, se trata de una mujer. Pero no creo…

–¿Una mujer? –repitió Judd sin comprender.

–Así es –reconoció la enfermera, cuya sonrisa era menos amistosa–. También hay mujeres en los grupos de rescate. Está en la habitación 214. Pero dudo que haya vuelto en sí.

Ese era el número de la habitación en la que había entrado por error. Mientras procuraba recuperar el autocontrol, Judd se excusó con cierta brusquedad.

–Me he equivocado al creer que se trataba de un hombre. Gracias por su ayuda.

–Si quiere hablar con ella, es mejor que espere a mañana. No se la dará el alta hasta el mediodía.

–De acuerdo. Gracias.

La enfermera desapareció por el pasillo. Lentamente, Judd regresó a la habitación 214. La mujer seguía exactamente en la misma posición que hacía unos minutos. El borde de la sábana se mecía suavemente al compás de su respiración. Se acercó a la cama, mirándola como si quisiera imprimir en su memoria cada rasgo, asaltado por la extraña sensación de que le recordaba a alguien conocido. Pero, ¿quién? No sabría decirlo y se fiaba de su memoria. Con toda seguridad, era la primera vez que la veía. No podría haberla olvidado. La perfección de su estructura ósea. La suave firmeza de las muñecas. Los dedos, largos y fuertes, abarquillados sobre la colcha de algodón.

Dedos sin anillos. ¿Es que no estaba casada?

Llevaba las uñas sucias. Bueno, era algo normal. Al fin y al cabo, trabajaba como bombero.

Era la mujer que había salvado a su hija. Judd no necesitaba cerrar los ojos para recordar la espantosa escena que lo había recibido cuando el taxi que le traía desde el aeropuerto Dorval de Montreal lo dejó frente a su casa.

 

 

Aferrado a su maletín, Judd vio tres coches de bomberos aparcados en el césped con las luces rojas brillando en la oscuridad. Los bomberos, vestidos con chaquetas amarillas, gritaban sin parar, escupiendo órdenes en un intercomunicador. El agua silbaba al salir de las mangueras enrolladas. Una gran humareda negra nacía en la azotea, flanqueada por lenguas de fuego que aparecían y desaparecían sin descanso. Por un momento, Judd parecía aturdido, anclado a la tierra. El corazón le latía con tal fuerza que acallaba todos los demás sonidos. Conocía el miedo. Por descontado. Algunas de las situaciones que había vivido en su pasado le vinieron a la cabeza. Pero nunca había sentido nada tan devastador como el terror que, en aquellos momentos, le atenazaba cada nervio y cada músculo de su cuerpo al pensar en Emmy atrapada en ese infierno de humo y fuego.

Una escalera metálica, apoyada sobre el muro, había alcanzado las ventanas de la casa. El ala en el que dormía Emmy…

Judd corrió en esa dirección, llamando a su hija. Cuatro policías saltaron sobre él, lo agarraron de los brazos y trataron de retenerlo. Un quinto policía se abalanzó sobre él cuando había logrado escapar. En ese momento, Judd vio un bulto pequeño salir por la ventana. Otro bombero, de pie en la escalera, lo sujetó en sus brazos. Judd lanzó un grito sordo, al tiempo que el bulto pasaba a manos de otro bombero. En ese instante, el policía soltó a Judd.

Corrió con todas sus fuerzas a través del césped helado. En el momento en que el bombero depositó sobre sus brazos el cuerpo de Emmy, el pánico en la mirada de su hija le cortó como un cuchillo y la levedad de su cuerpo le llegó al corazón.

Abrazó a su hija con fuerza y subió a la ambulancia que estaba esperando. Mientras subía, aún tuvo tiempo de echar un último vistazo a la azotea por encima del hombro, bañada por innumerables chispas que, en otras circunstancias, habrían resultado un espectáculo asombroso. Una viga ennegrecida golpeó al bombero que había sacado a Emmy por la ventana. A pesar del casco, la figura se tambaleó y a punto estuvo de caer. Judd, con una mezcla de terror y fascinación, vio como otro bombero, desde lo alto de la escalera, agarraba la manga amarilla de la chaqueta y levantaba a pulso a su compañero hasta el alféizar carbonizado. El gesto fue aclamado por todos los que seguían la acción desde abajo. Entonces Judd se volvió, protegiendo a Emmy de las llamas y las luces vacilantes.

 

 

Judd volvió a la realidad con una sacudida y se humedeció los labios. Emmy, pese al humo que había inhalado, estaba fuera de peligro. Después de que la hubieran dormido con un tranquilizante, había decidido buscar al bombero con quien había contraído una deuda de gratitud que nunca podría pagar.

La mujer de la cama.

No podía medir más de un metro setenta y cinco. Sus rasgos carecían de la perfección de los de Angeline: la nariz ligeramente aguileña, la boca demasiado grande. Angeline era su ex mujer, la madre de Emmy. Una modelo de fama mundial, que nunca se habría dejado sorprender con las uñas sucias.

No quería pensar en ella. La elegancia en los movimientos, las miradas de asombro, una figura seductora y los ojos de un azul profundo. Ahora no. Se habían divorciado cuatro años atrás, y en ese tiempo apenas había tenido noticias suyas.

La mujer se movió ligeramente, musitando algo entre dientes. Las pestañas temblaron un segundo. Pero enseguida suspiró y su respiración se acompasó de nuevo. De algún modo, en medio del torbellino de humo y fuego, y en plena oscuridad, aquella mujer había encontrado a Emmy y la había llevado hasta la ventana para ponerla a salvo en manos de un compañero.

Judd caminó hasta situarse a los pies de la cama y, sin apenas esfuerzo, comenzó a leer los datos claramente consignados en el historial médico. El nombre de la mujer no tardó en aparecer: Lise Charbonneau. Edad: veintiocho años.

Entonces frunció el ceño y su mirada adquirió la determinación que muchos de sus socios habrían reconocido sin dificultad. El nombre de soltera de Angeline también era Charbonneau. Y una de sus primas menores se llamaba Lise. La había conocido en su boda, hacía un montón de años.

No podía tratarse de la misma persona. Serían demasiadas coincidencias seguidas.

Pero recordaba que Lise, con trece años, ya tenía una larga melena pelirroja. Y sus pómulos ya anunciaban esa elegancia innata. También había usado un corrector dental y tenía el aspecto desgarbado de un potro salvaje, carente de buenos modales. Aunque sus ojos eran, ya por entonces, de un verde tan intenso como la primavera, y su forma almendrada llamaba la atención.

Rebuscó en su memoria. ¿Acaso no se había criado con Angeline y Marthe, la madre de Angeline, tras la trágica muerte de sus padres? ¿Y no habían muerto en un incendio?

¿Era esa la razón que había impulsado a Lise Charbonneau a hacerse bombero?

La prima de Angeline había salvado a la hija de Angeline… una extraña e increíble ironía. Al pensar en ello, decidió que lo mejor sería avisar a su ex mujer. Él mismo siempre había sido carne de cañón para los periodistas. No quería que Angeline se enterase de lo ocurrido en las noticias.

Pero la mujer volvió a moverse y dejó escapar un breve gemido. Judd concentró toda su atención en ella y se situó en la cabecera de la cama, mientras asistía a la lucha que aquella mujer mantenía por recuperar la conciencia. «También recuperará la conciencia del dolor», pensó Judd amargamente, mientras agarraba el timbre que colgaba sobre la almohada y aplacaba el impulso de tomar entre sus dedos un mechón de pelo, un cabello que podría calentar el corazón de un hombre.

–Está bien. He llamado a la enfermera –susurró con delicadeza.

La joven parpadeó varias veces antes de abrir completamente los ojos y enfocarlos sobre Judd. Eran de un verde claro y brillante, exquisitamente formados. Pese a la tensión del momento, Judd esperó a que ella hablara.

 

 

El contorno de aquel hombre aparecía borroso, vibrando al tiempo que sentía las punzadas de dolor en el hombro. Lise bizqueó y procuró combatir el embotamiento que le producían el dolor y los calmantes. De esta forma, pudo obtener una visión más clara, más nítida y del todo reconocible.

Judd. Judd Harwood. De pie junto a su cama, la estaba mirando con una intensidad que hizo que su corazón saltara en su pecho. «Ha venido por mí», pensó entre mareos. Por fin. El caballero en su brillante armadura, su príncipe azul… ¿Cuántas veces, en su juventud, había soñado con un despertar así? El cuerpo robusto, de anchas espaldas y caderas pequeñas, la mandíbula cuadrada y una vitalidad rebosante: Había estudiado ese cuerpo tanto como el suyo propio. Lo había estudiado y había suspirado por él. Sin esperanzas. Porque durante todos esos años, Judd había estado enamorado de Angeline.

Pero ahora era como si todos los sueños de juventud se hubieran fundido, y hubiera despertado para encontrar al primer hombre al que había amado mirándola con tanta pasión que podía sentir el calor en cada miembro de su cuerpo. Siempre había estado locamente enamorada de él, en silencio, pese a ser el marido de su prima. ¿Cómo podía no amarlo? Para una adolescente solitaria e impresionable, las miradas y el fuerte carácter de Judd habían provocado el mismo desgarro que el filo de un hacha haciendo astillas su inocencia. Desde entonces había vivido una profunda desilusión, al comprobar cómo sus pequeñas ensoñaciones acababan hechas pedazos en el mundo de los adultos.

Judd Harwood. El marido infiel de su querida prima Angeline. El hombre que había negado a Angeline la custodia legal de su propia hija, demasiado ocupado en amasar una gran fortuna para jugar otro papel que el de padre y marido ausente. Un vividor con una amante en cada puerto.

«Pero, ¿qué está haciendo él junto a mi cama?», se preguntó, mientras intentaba poner en claro sus pensamientos. ¿Y dónde estaban? Porque eso no era un sueño. El dolor sordo y punzante en el hombro y la sensación de tener un millón de agujas pinchándole los ojos eran muy reales. Y él también lo era, desde luego. Notó como el cabello, antaño fuerte y moreno, había comenzado a encanecer en las sienes. Pero los ojos seguían teniendo esa cualidad camaleónica entre el azul y el gris, y la mandíbula irradiaba más arrogancia que nunca.

–¿Dónde? –preguntó con voz ronca.

–He avisado a la enfermera –contestó con voz profunda de barítono, que confirmó lo que ella ya sabía–. No te muevas, llegará en un minuto.

–Pero, ¿qué estás haciendo…?

La puerta se abrió y entró la enfermera. Avanzó directamente hasta la cama, sin dejar de sonreír a Lise.

–Veo que se ha despertado. Pero, por su expresión, yo diría que no se encuentra demasiado bien. Aumentaré el goteo del calmante. Eso la aliviará el dolor del hombro.

Haciendo gala de una exquisita profesionalidad, la enfermera le tomó el pulso y la temperatura, hizo algunas preguntas y administró la dosis necesaria para reducir las punzadas.

–Tardará unos minutos en hacer efecto –asintió con energía y, dirigiendo su atención hacia Judd–. ¿Podría usted quedarse con ella hasta que se duerma?

–Por supuesto –afirmó este.

Tras dedicar una última sonrisa a Lise, la enfermera abandonó la habitación. Entonces Judd habló sin perder la calma.

–Eres la misma Lise que conocí años atrás, ¿verdad? La prima de Angeline. ¿Me recuerdas? Soy Judd Harwood.

Claro que lo recordaba.

–No quiero hablar contigo.

Había planeado decir esto con decisión y furia, acompañando todo el desprecio que abrigaba hacia él. Pero tenía la lengua pastosa, y su respuesta apenas fue audible para ella misma. A pesar de la frustración lo intentó de nuevo, luchando por ordenar sus pensamientos con cierta coherencia.

–No tengo nada que decirte –musitó, exhausta por el esfuerzo.

–Lise…

Judd se acercó tanto que podía distinguir con nitidez la curva de sus labios y la marca de su barbilla. Una ola de pánico invadió a Lise. Giró la cabeza hacia el otro lado y cerró los ojos con fuerza.

–Vete –farfulló.

–Volveré mañana a primera hora. Pero quiero que sepas lo agradecido que… la verdad es que no hay palabras. Has salvado a mi hija, Lise, arriesgando tu propia vida. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

Lise abrió los ojos de golpe. Lo miró boquiabierta, tratando de asimilar sus palabras, recordando la búsqueda de pesadilla de habitación en habitación, la carrera por las escaleras que subían al desván y la niña acurrucada en la esquina.

–¿Quieres decir que el incendio fue en tu casa? –preguntó con voz ahogada.

Judd asintió con la cabeza.

–Solo había oído que el dueño estaba fuera y que en la casa había una niña con su canguro. Nadie me dio nombres –recordó con creciente excitación.

–Mi hija. Emmy.

–También es hija de Angeline. ¡No lo olvides!

–Angeline nos dejó cuando Emmy tenía tres años –recordó Judd con severidad.

–La arrebataste la custodia.

–Ella no la quería.

–Eso no fue lo que me contó.

–Mira –dijo Judd sin perder el control–. Este no es el momento para analizar mi divorcio. Has salvado la vida de Emmy. Demostraste tener mucho valor.

Judd tomó sus manos entre las suyas.

–Gracias. Es lo único que tenía que decir.

Lise tomó la calidez de su tacto y notó cómo la fuerza latente brotaba de la punta de los dedos y recorría todo su cuerpo como una llama recorrería una mecha.

–¿Realmente crees que necesito tu gratitud? –gritó.

Odiaba tenerlo tan cerca, y se despreciaba a sí misma por tener conciencia de esta proximidad. No tenía ningún sentido reaccionar como la adolescente enfermizamente enamorada que fue. Tenía veintiocho años y había visto muchas cosas. Él no significaba nada para ella. Nada. Trató de desprenderse de su mano, pero el esfuerzo le produjo un latigazo de dolor desde el codo hasta el hombro que la hizo soltar un grito agudo.

–¡Por amor de Dios, estate quieta! –ordenó Judd–. Actúas como si me odiases.

–¿Y eso te extraña? –preguntó Lise algo sorprendida por la falta de perspicacia de la que Judd hacía gala.

Judd se enderezó y dejó caer su mano junto al costado. Lise sintió un inmenso alivio. Un sentimiento que ella no habría sabido definir cambió el semblante de Judd.

–Tú creciste con Angeline –dijo en un tono sin matices.

–Yo la adoraba –afirmó desafiante–. Ella representaba todo lo que yo siempre quise ser, y estuvo a mi lado cuando más la necesité.

También era cierto que Angeline solo se había mostrado atenta en determinadas ocasiones y de una forma poco convencional. Algo que Lise había comprendido con los años. Pese a todo, en la etapa que más sola se había sentido, su prima se había tomado la molestia de enseñarle a bailar, la había aconsejado sobre su aspecto y sobre cómo tratar a los chicos. Le había prestado atención. Y eso era más de lo que su tía Marthe había hecho.

–La adoración no es el más diáfano de los sentimientos –dijo Judd.

–¿Qué sabrás tú de sentimientos?

–¿Qué quieres decir con eso?

–Imagínatelo, Judd –dijo Lise con cansancio.

El calmante empezaba a hacer efecto y el dolor del hombro había remitido. Sintió cómo le vencía el sueño y su cuerpo pesaba. Solo quería quedarse sola. De pronto, la puerta rechinó al abrirse y, con gran sensación de alivio, Lise reconoció a Dave.

Dave McDowell era su compañero y casi siempre tenían el mismo turno. Le gustaba trabajar con él. Sabía que podía confiar en él en los momentos de máxima tensión. Todavía vestía el mono de trabajo azul que llevaban bajo la ropa. Parecía agotado.

–Dave… me alegro de que estuvieras en esa escalera –susurró Lise.

–Sí –respondió–. Esta vez has ido demasiado lejos, Lise.

–La niña no estaba en su habitación. Por alguna razón subió a dormir al desván. Me llevó más tiempo de lo esperado encontrarla.

Judd emitió un leve carraspeo. Emmy tenía por costumbre dormir en el desván cuando estaba sola. Y esta vez él se había marchado durante cuatro días. Por lo tanto, si ella hubiera muerto en el incendio por haberse escondido, toda la culpa habría recaído sobre sus hombros.

Incapaz de encarar sus propios pensamientos, Judd fue al encuentro de Dave.

–Hola. Me llamo Judd Harwood. Lise rescató a mi hija del incendio. Así que, si tú eras quien estaba en lo alto de la escalera, también estoy en deuda contigo.

–Dave McDowell –saludó Dave con una sonrisa burlona que iluminó sus ojos marrones–. Lise y yo formamos un buen equipo. Solo que no siempre sigue las reglas.

–Las normas solo tienen sentido si se rompen –musitó Lise.

–Un día de estos, irás demasiado lejos –advirtió Dave con gravedad.

–Dave, sabes que peso menos que los chicos. Eso me permite llegar a sitios a los que vosotros no podríais acceder. Y rescaté a la niña, ¿no es cierto?

–Solo digo que a veces me pones los pelos de punta.

Lise dejó escapar un murmullo. Dave, fingiendo sorpresa, sacó un ramo de flores que escondía en la espalda.

–Las he recogido de camino. Aunque, según me han dicho, mañana te dan el alta.

–¿Vendrás a recogerme? –preguntó Lise.

–Puedes estar segura.

–Bien.

–Incluso puede que limpie tu apartamento.

–Una habitación desordenada es señal de una mente creativa –afirmó Lise con exagerada dignidad.

–Es señal de alguien que prefiere leer novelas de misterio antes que limpiar.

–Lo encuentro perfectamente razonable –dijo Lise con una sonrisa.

Judd cambió de posición. La buena relación entre los otros dos le ponía furioso, aunque no sabía muy bien por qué. Así que Dave conocía el apartamento de Lise. ¿Acaso eran amantes además de compañeros de trabajo? ¿Y qué si lo fueran? ¿Es que eso debía importarle a él? Aparte de ser la mujer que había salvado la vida de Emmy, Lise Charbonneau no significaba nada para él.

Aunque debía admitir que resultaba muy atractiva, de un modo en que Angeline nunca podría serlo. Un atractivo que iba mucho más allá del físico, que nacía no solo del valor sino también del sentimiento.

–Pasaré la noche en el hospital con mi hija. Vendré por la mañana, Lise, para ver cómo te encuentras –dijo con brusquedad.

–Preferiría que no lo hicieras –replicó con aspereza–. Ya me has dado las gracias. No tenemos nada más que decirnos.

Dave asistía a la escena con creciente asombro.

–Entonces seguiremos en contacto cuando salgas –sentenció Judd–. McDowell, gracias de nuevo. Tu equipo hizo un gran trabajo.

–No hay problema, amigo.

Judd salió de la habitación y encaminó sus pasos por el pasillo hacia el ascensor. No estaba acostumbrado a que le mandaran a paseo. Pero, ¿a quien quería engañar? A él nunca le mandaban a paseo. La combinación de su fortuna y su presencia cautivaba a las mujeres, y eso le daba ventaja para ser él quien tomaba las decisiones. Siempre de una manera educada, con mano izquierda. Pero el mensaje siempre era el mismo. Se acabó.

Lise Charbonneau no podía verlo ni en pintura. No tenía la menor duda al respecto. ¡Maldita sea! Incluso en su estado había reunido la energía suficiente para hacerle saber que era el ser más despreciable del mundo. Y todo por culpa de Angeline. Quien, finalmente, se había deshecho de él como quien abandona un par de botas viejas. El problema es que, en aquel tiempo, aquello le dolió mucho. Mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Durante los once años que había durado su matrimonio, hizo todo lo posible por mantenerlo unido y preservar la intensa emoción que había sentido la primera vez que vio a Angeline. Pero ninguna de sus tácticas funcionó. Ni fue capaz de dar carpetazo a la relación antes de que fuera demasiado tarde ni mostró suficiente interés frente al matrimonio.

Esa era su cruz.

Tenía que llamar por teléfono a Angeline a primera hora de la mañana: presumía que estaría en el castillo del Valle del Loira, residencia principal de su segundo marido, Henri. Quien, por cierto, no tenía más dinero que él. Judd, en todo caso, no podía presumir de contar, entre sus antepasados, con duques y condes. Muy al contrario, si alguna vez pensaba en Angeline, era todavía más extraño que se remontase a su crianza en la sórdida vecindad del Sur de Manhattan.

El ascensor tardaba una eternidad en llegar, pero finalmente entró en la habitación de su hija. La niña dormía plácidamente, igual que cuando la dejó. Había heredado los ojos de su madre, de un azul profundo, y el óvalo de su cara. Pero tenía el pelo largo y negro como él, y había heredado también su rapidez mental y la capacidad para guardar silencio. La amaba desde el mismo día de su nacimiento. Pero casi nunca sabía con exactitud que era lo que pensaba.

Mientras se acercaba a ella y le apartaba el pelo de la cara, Emmy no se movió. Le hubiera gustado hacer lo mismo con Lise, aunque por motivos bien distintos. Motivos que en ningún caso eran puros como el amor de un padre por su hija.

Aún no había terminado con Lise. De alguna forma, estaba seguro. Aunque si estuviera comprometida con Dave, eso le daría una razón para mantener las distancias. Si no le había gustado verse rechazado una vez, ¿por qué habría de querer experimentarlo una segunda vez? Además, nunca se había entrometido entre una mujer y su amante. Y no iba a empezar ahora.

«Es mejor que te olvides de Lise Charbonneau y trates de dormir un poco», se dijo. A la mañana siguiente debía cuidar de Emmy, hablar con el agente de seguros, con la policía y con el contratista para las reparaciones. No necesitaba distraerse con una pelirroja que lo consideraba la escoria de este mundo. A regañadientes, se tumbó en la cama plegable que las enfermeras habían puesto a su disposición y fijó la mirada en el techo. Pero tardó mucho en dormirse, obsesionado con dos imágenes que le rondaban la cabeza.

Emmy durmiendo en el desván porque se encontraba sola.

Y las uñas sucias de Lise. Una suciedad provocada por el incendio en el que entró, arriesgando su vida, para salvar a Emmy.

Capítulo 2

 

Ya han pasado tres días desde el incendio y este hombro me sigue matando», pensó Lise con enfado. Odiaba estar de baja. Eso la dejaba mucho tiempo para pensar. Y aún la dolía más sentirse inútil e incapaz. Era casi mediodía y todo lo que había hecho era darse una ducha, hacerse la cama y comprar algo de comida. El taxista había sido tan amable de subir las bolsas hasta su apartamento. Pero tuvo que colocarlas de una en una porque solo podía utilizar un brazo. No estaba durmiendo bien. Veía mucho la televisión, leía hasta que le dolían los ojos y, en suma, estaba de muy mal humor.

Empujó una silla hasta la encimera, se subió y buscó un paquete de arroz en el armario. Pero cuando bajaba el paquete en su mano buena, se golpeó el hombro herido con el pico de la puerta del armario. El dolor se extendió a lo largo de todo el brazo. Con un grito agudo, dejó caer el arroz. El paquete chocó con una lata de tomates, se abrió y el arroz se esparció por toda la cocina.

Lise había aprendido un montón de tacos trabajando con un equipo de hombres. Pero ninguno parecía servir para expresar lo que sentía en aquel momento. Apoyó la cabeza contra la puerta del armario mientras afloraban a sus mejillas las lágrimas de frustración. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿Por qué sentía repentinamente unas irrefrenables ganas de gritar?

Necesitaba un cambio. Esa era la razón. Necesitaba dar un giro radical a su vida.

No era la primera vez que le asaltaba un pensamiento así. Pero nunca con tanta intensidad. Y esta imperiosidad la asustaba porque si dejaba su trabajo en el cuerpo de bomberos, ¿qué podría hacer? Hacía casi diez años que tenía ese trabajo. No tenía un título universitario ni atesoraba una pizca de talento artístico. Cualquier relación con el mundo comercial la hacía parecer idiota. Ni siquiera sabía llevar las cuentas.

¿Cómo podía siquiera pensar en dejar su trabajo?

Con la mano sana, alcanzó el paquete de pañuelos. Pero, al tirar para sacar uno, más granos de arroz se esparcieron por la encimera. Había que pasar un trapo. La pila estaba atascada. «Mi vida es un desastre», pensó al tiempo que se sonaba la nariz y bajaba de la silla. Y ella odiaba a las plañideras. Podría prepararse un batido y comerse seis raciones de pastel de chocolate. Eso le daría la energía necesaria para limpiar el arroz. Y tal vez hasta la nevera.

En cierto modo, pensar en el pastel de chocolate la animó. Ella misma lo había preparado el día anterior con no pocas dificultades. Sacó la bandeja de encima de la panera, pero cuando abría el cajón para tomar un cuchillo, alguien llamó a la puerta.

Habían golpeado con decisión. Extrañada, Lise fue hasta la puerta y echó un vistazo por la mirilla.

Judd Harwood esperaba en el descansillo.

Era la última persona que esperaba ver. Abrió la puerta con furia.

–Ya te dije que no quería verte. Y además, ¿Cómo has conseguido entrar en el portal?

–Esperé a que alguien abriera la puerta –replicó con suavidad–. Tienes muy buen aspecto, Lise.

–Alégrame el día, ¿quieres?

–Desde luego, parece que lo necesitas. Y quizás yo pueda animarte.

–No lo creo.

Pero al tratar de cerrar la puerta, Judd puso el pie atravesado impidiendo que la cerrara.

–Judd, gritaré con todas mis fuerzas si no te largas –amenazó hecha una furia.

Judd la dedicó una encantadora sonrisa, aunque su mirada traicionaba esa aparente tranquilidad.

–Tengo que pedirte un favor. Se trata de Emmy y es importante. Solo quiero que me escuches cinco minutos.

–¿Siempre utilizas a los demás para tus propios fines?