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Julia 944 Riley Hanrahan estaba herido, y había sido pura suerte que Morgan tropezara con él. No podía dejarlo así en el desierto, incluso aunque después de tres días en su compañía, Morgan estaba empezando a sentir simpatía por el fallido asesino. Riley era autoritario, obstinado y terriblemente irritante... ¡y una tentación! Aunque los dos tenían razones para no querer enamorarse, Morgan nunca se había sentido tan viva. Y no era el miedo por su situación lo que la hacía sentirse así. ¡Era Riley Hanrahan!
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Seitenzahl: 214
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1997 Sandra Field
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Demasiado íntimo, n.º 944- octubre 2022
Título original: Up Close and Personal!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-320-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ESTO debe ser la auténtica felicidad», pensó Morgan.
Arañó lo último que quedaba del yoghurt sabiendo que en dos o tres días se vería reducida a tomar leche en polvo y comida en lata Dejó deslizar lentamente por la garganta su yoghurt favorito de frambuesas y miró su entorno.
Su campamento estaba situado en el borde de un arroyo seco bordeado de arbustos y de delicadas hierbas del arroz. El sol poniente iluminaba las rocas de los precipicios de un cálido color naranja. En un bosquecillo de pinos una urraca graznaba de forma desagradable y, tras ella, el agua goteaba de forma monótona por la pared del precipicio. Aparte de eso, el silencio era completo.
Estaba a sólo cuatro millas de la autopista, pero podría estar a cientos. Y también estaba, por supuesto, a miles de millas de casa… se le nublaron levemente los ojos verdes y apretó los labios. No quería pensar en su casa. Ni en casa, ni en la universidad, ni en Chip o Sally. Sólo quería estar sola. Sola en el desierto durante dos semanas enteras. O más, si decidía quedarse.
«Tienes tiempo hasta Navidad, Morgan Cassidy», se dijo a sí misma mientras observaba a una golondrina errante entre las hierbas. Dos meses para recomponer tu vida. ¿Y dónde iba a hacerlo mejor que en aquel sitio tan encantador del desierto de Utah a donde había estado yendo durante años?
Un paraíso. Un absoluto paraíso.
Y un paraíso largamente necesitado, pensó con tristeza. Las cosas habían empezado a estropearse el otoño anterior y ahora estaba allí, en octubre trece meses después.
Se levantó estirándose y retorciendo los dedos de los pies dentro de las botas de montaña. Una última vuelta al coche y podría prepararse para pasar la noche.
Comprobó que tenía las llaves del coche, se puso la mochila vacía en la espalda, se amarró la cantimplora al cinturón y empezó a bajar por el lecho seco del río. Hacía frío en la sombra. Quizá debería haber llevado un saco más de dormir. Aunque nunca había acampado allí en otoño, sabía que las temperaturas bajaban de forma drástica por la noche y ella odiaba pasar frío.
Una razón más por las que en verano acudía allí, al desierto.
Con cuidado de donde ponía los pies, avanzó hasta llegar a un estrecho cañón con las paredes suavemente erosionadas. Al saltar a la roca resbaladiza, observó los pinos y juníperos que bordeaban el lecho con el mismo cariño que si fueran viejos amigos. En lo alto del cielo despejado de nubes, una lechuza de cola roja examinaba el suelo del desierto. A su izquierda, las grandes mesas y monolitos del parque estatal cortaban el horizonte.
Con un suspiro inconsciente de satisfacción, Morgan se quedó quieta un minuto, con el sol jugando con su brillante mata de rizos pelirrojos atada con un cordón de cuero. ¿Era Boston, el lugar donde ella vivía y daba clases, su hogar? ¿O lo era aquel sitio? Un hogar para el espíritu que nunca podría constituirlo la ciudad.
Sin embargo, nunca había pensado en serio en irse a vivir a Utah. Era como si necesitara el contraste, decidió pensativa; todas las presiones de la ciudad tan completamente diferentes a la soledad del desierto. Preguntándose si era verdad, empezó el lento descenso hasta el lecho del río que discurría paralelo a la autopista poniendo los pies con mucho cuidado. Un tobillo torcido era lo último que necesitaba.
Entonces, repentinamente se paró en seco con todos los sentidos alerta. ¿Qué era aquel ruido que había oído? ¿Un animal herido? De pie y completamente rígida esperó para escucharlo de nuevo.
—Nada, sólo el envolvente silencio del desierto.
No se había imaginado el sonido. Estaba segura de que no.
Una vez había escuchado el grito de un conejo al ser alcanzado por un coyote; éste sonido no tenía nada que ver con aquello. Se parecía más al de un animal atrapado en una trampa.
Morgan miró a su alrededor para tomarse su tiempo. A su izquierda tenía la base erosionada por el viento de una roca caliza salpicada de vez en cuando por plantas de yuca, una vista totalmente abierta al ojo: nada podría esconderse allí. A su derecha había pedregales, la cara de un farallón y las oscuras cortadas de los cañones. Se volvió sobre sus pasos, mirando entre los pedregales, asomándose tras un venerable pino retorcido y tras un perezoso árbol viejo. Todavía nada.
El viento soplaba entre las hojas del árbol más viejo. Encogiéndose de hombros, volvió al camino. Aunque no le gustaba imaginarse a un animal sufriendo, la criatura, fuera cual fuera, se había ido hacía tiempo. Intentando apartar el incidente de su mente, trepó la siguiente loma.
Diez minutos más tarde, Morgan escuchó el sonido de los coches desde la autopista. Desde que había descubierto su escondite secreto cuatro años atrás, siempre había escondido el coche en un bosquecillo de chopos de Virginia y tamarindos y así nunca había tenido problemas. Con confianza, abandonó el lecho del río y se dirigió a la carretera disfrutando del ejercicio en las piernas y deseando volver ya a su campamento. Las suaves ramas de los tamarindos le frotaban las mangas.
—¡Detente! ¡Te tenemos rodeada!
Con un gemido de sorpresa, Morgan se detuvo en sus pasos y por un momento se preguntó si habría aterrizado en algún rodaje de una película del oeste ya que se habían rodado bastantes en el desierto de Utah. Con las manos en alto observó a dos hombres avanzar entre los arbustos. El primero llevaba un rifle en la mano. Cuando la vio, se le cayó la mandíbula así como el cañón del rifle.
«Cazadores», pensó Morgan con una oleada de alivio.
—¿Quién diablos eres tú? —masculló el segundo hombre.
Éste era más bajo que su compañero, con grasiento pelo gris asomando bajo el ala de su sombrero Stetson y un áspero bigote adornando una cara que no había sido dotada ni de inteligencia ni de carácter. En un instante, Morgan tomó una decisión: no quería que aquel par de hombres rudos supiera que estaba acampada en las proximidades. Incluso aunque el corazón le palpitaba de forma desbocada bajo la camisa verde oscura, dijo con frialdad:
—He estado haciendo senderismo. ¿Quiénes son ustedes?
El primer hombre, cuyos ojos eran depredadores y de un color azul pálido, dijo después de una levísima pausa:
—FBI, señora —se sacó una cartera del bolsillo de los pantalones y la abrió casi de un sólo movimiento—. ¿Ha visto a alguien mientras estaba caminando?
—¿FBI? —repitió ella aturdida.
—Tuvimos una pista de que había un convicto huido en la zona. No es un tipo para tomárselo a broma. Tiene un largo historial de violencia.
Morgan recordó el sonido que la había alertado y sintió que se le helaba la sangre. Cuando abrió los labios para contárselo, el segundo hombre exclamó:
—¡Pero Howard!
—¡Cállate, Dez. Yo hablaré. ¿Ha visto algo, señora?
Dez, se calló obedientemente y Morgan contestó:
—No, ni un alma. ¿Qué ha hecho ese convicto?
—Robo a mano armada. Disparar a un policía. ¿Está segura, señora?
Ella no estaba segura para nada.
—Ni siquiera he visto cazadores —contestó.
Howard se rascó la mandíbula y entrecerró los ojos con sospecha.
—Si ha venido a hacer senderismo, ¿dónde tiene el coche?
—Lo escondí en el bosque de chopos —contestó ella con despreocupación.
Howard hizo un gesto con el rifle.
—Lo comprobaremos si no le importa, señora.
A Morgan no le importaba. Pero ella nunca había tenido tratos con el FBI y Howard no parecía el tipo de hombre como para hacer caso a ninguna de sus objeciones. Contenta de que la autopista estuviera tan cerca y tranquilizada por el sonido de los coches que pasaban, se dirigió a los tamarindos y avanzó entre los suaves troncos de los chopos de Virginia mientras se preguntaba por qué les habría mentido y si ellos notarían que llevaba la mochila vacía. Los senderistas no se aventuraban en el desierto con una mochila vacía.
Su pequeño coche alquilado estaba inteligentemente escondido de la carretera.
—Aquí lo tienen.
—¡Ábralo, por favor!
Ella hizo lo que le pidieron y observó en silencio como Howard lo inspeccionaba. Su coche estaba evidentemente vacío. Howard clavó sus inexpresivos ojos azules en ella y preguntó:
—¿Vuelve a Sorel?
—Sí, eso es.
—Entonces le sugiero que lo haga ahora mismo, señora. Y yo no volvería a hacer senderismo por esta zona. No si valora su vida en algo.
«No me caes bien», pensó Morgan. «Y ni siquiera estoy segura de que seas del FBI, por mucho que lo asegures».
Entonces se descolgó la mochila aparentando que le pesaba bastante y la posó en el asiento trasero. Howard le pasó las llaves. El hombre tenía las uñas sucias.
—Gracias —dijo ella con cortesía—. Y buena suerte con su búsqueda.
—No se preocupe —dijo Dez con gusto—. Atraparemos al hijo de…
—¡Te dije que mantuvieras el pico cerrado! —exclamó Howard con violencia.
Con los nervios desatados por el miedo, Morgan cerró la puerta, arrancó el coche y condujo con cuidado por el terreno desigual hacia la autopista. No había otros vehículos a la vista. Giró a la derecha como si se dirigiera a Sorel, metió la segunda y no miró hacia atrás.
No le importaba no volver a ver a Howard en su vida.
Sorel estaba a diez minutos por carretera, una ciudad turística que albergaba a los visitantes del parque estatal. Morgan condujo dos millas con los hombros tensos y los dedos muy apretados. Entonces dio la vuelta sin apartar la vista del retrovisor.
¿Por qué no les había dicho la verdad? ¿Que había oído algo o a alguien en el camino?
¿Llevaban los oficiales del FBI viejas furgonetas y tenían tan mala pinta como Dez? ¿Y por qué no había ella comprobado con más calma la cartera de Howard?
Porque había tenido miedo de que la identificación fuera falsa. Por eso mismo.
Muchas más preguntas se agolparon en su cabeza. ¿Provendría el sonido que había escuchado en el desierto de labios humanos? ¿Se trataría del convicto? Y si no, ¿por qué desearían Howard y Dez que ella se apartara de su camino? Howard, el hombre frío de mirada depredadora…
En Boston, los compañeros de Morgan nunca la habían visto retroceder en una situación difícil. Mordiéndose el labio, miró por el retrovisor y sacó el coche de la carretera siguiendo las huellas de un todo terreno hasta quedar oculta de la vista de cualquiera entre los chopos de Virginia que bordeaban el seco lecho del río. Con rapidez metió el saco de dormir extra en la mochila junto con todos los recipientes para el agua que pudo encontrar. Salió del coche y comprobó que estaba bien oculto de la carretera. Entonces, sintiéndose como un personaje de una película de espías, se arrancó media docena de pelos de la cabeza y los ató a las manillas del coche con dificultad. Después cerró y se guardó las llaves.
Estaba haciendo el tonto. ¿Qué creía que era, una versión femenina de James Boond? Lo más sensato sería volver a Sorel, registrarse en un hotel para pasar la noche y averiguar si el convicto seguía suelto por la zona.
Pero Morgan había hecho un largo viaje para dormir bajo las estrellas aquella noche; además, su campamento no era fácil de encontrar, lo que era uno de sus encantos y ni Howard ni Dez parecían del tipo de hombres que se aventurarían en el desierto durante la noche.
«No estoy siendo del todo sincera conmigo misma», se dijo mientras avanzaba por el camino por el que había venido antes. «Y no creo que el sonido que escuché lo hiciera ningún animal. Creo que lo hizo un hombre. Y estoy arriesgándome por el simple hecho de que no confío en Howard. Apostaría a que era la primera vez que Dez escuchaba la historia del convicto, que es por lo que Howard le dijo que cerrara la boca».
«Si esos son miembros del FBI, entonces yo soy miembro de la CIA».
Entonces, ¿quién era el hombre huido?
«Eso es lo que voy a averiguar», se dijo Morgan.
Pero primero tendría que comprobar que Howard y Dez no se habían encaminado hacia el desierto.
Cuarenta minutos más tarde, Morgan divisó la furgoneta roja en el mismo sitio en que estaba cuando ella se había ido. Se sacó la mochila por los hombros, la apoyó contra el tronco de un chopo y se dirigió hacia la furgoneta, con cuidado de no hacer el mínimo ruido. Entonces escuchó el murmullo de unas voces por detrás del vehículo.
Agazapada y aprovechando cada mancha de hierba del camino, Morgan se escondió tras unos arbustos hasta que pudo distinguir las palabras.
—No sé por qué no salimos ahí fuera a buscarle —estaba diciendo Dez.
Con gran sarcasmo, Howard le contestó:
—¿Y qué vamos a hacer cuando le encontremos, Dez?
—Terminar con él —dijo Dez con considerable alivio.
—¡Oh, claro! Le llenamos el cuerpo de balas… ¿No recuerdas cual era mi idea? Mi idea era hacer parecer que fue un accidente de caza. Un disparo accidental de los que ocurren todos los años. Pero nadie va a pensar que se trató de un accidente si el tipo aparece con una docena de balas dentro. O si aparece con la cabeza machacada contra una roca. Ya sé que no tienes mucho cerebro, pero por Dios bendito, usa el poco que tienes.
Hubo una pausa mientras Dez intentaba hacer lo que le habían dicho.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Vamos a quedarnos sentados. Patrullaremos la autopista por si acaso él llega a alcanzarla y aparte de eso esperaremos hasta que las chicharras empiecen a chirriar. Así sabremos si se ha ido.
Mientras Morgan sentía un escalofrío involuntario, Dez dijo:
—Si hubieras tirado más alto, no tendríamos que…
—¡Guárdatelo, Dez! —ordenó Howard con una voz tan desagradable que Morgan se encogió más tras los arbustos—. Le disparé en la pierna, ¿verdad? Así no podrá caminar y en realidad ni siquiera necesitamos patrullar la autopista porque no podrá alcanzarla. Y escondimos bien su coche, porque no queremos que ningún policía estatal lo encuentre. Así que no tenemos ni una sola preocupación en el mundo. La pérdida de sangre y la deshidratación acabarán con él y así quedará como un pobre deportista que se interpuso en el camino de la bala de un cazador —con voz cada vez más amenazadora prosiguió—. Lo único que tenemos que hacer es esperar. Después nos dirigiremos a Salt Lake City. Lawrence nos pagará y nos pagará bien. Dinero fácil, como a mí me gusta.
—¿Crees que ella hablará de nosotros en Sorel?
—De ninguna manera. Esa sólo buscaba vistas.
—Tenía el pelo bastante revuelto.
—No era el pelo lo que yo estaba mirando —susurró Howard con voz lasciva—. Vamos a comer algo.
Cuando las puertas de la furgoneta se abrieron y cerraron, Morgan vio la oportunidad de escapar de allí. Tenía la mente en un torbellino. Ella nunca había tenido tratos con el FBI pero estaba segura de que Howard y Dez tampoco. ¿Para qué iba a intentar aparentar el FBI que la muerte de un convicto pareciera un accidente de caza? Y si realmente había un convicto, estarían tras él, ¿cierto? Y con tantos policías locales como pudieran reunir.
Entonces, ¿quién era la desconocida víctima? Si es que, el estómago le dio un vuelco, seguía todavía vivo. ¿Por qué no habría buscado con más diligencia cuando había oído el sonido?
Se escabulló de vuelta hacia su mochila y se dirigió lo más aprisa posible hacia el lecho del río. Aquella era su oportunidad, mientras Howard y Dez estuvieran comiendo, para llegar a su campamento. Un camino que la haría pasar por el sitio donde había escuchado el grito de dolor de aquel hombre.
Morgan caminó aprisa sin importarle ya el ruido que hiciera. El sol se estaba poniendo con rapidez y aunque tenía una linterna, prefería no tener que caminar en la oscuridad. Al sentir que las botas pisaban la roca resbaladiza, trepó más alto sin dejar de escuchar cada susurro. Entonces llegó a los pedregales donde había buscado lo que pensaba que era un animal herido.
De pie e inmóvil, olisqueando el aire frío, dirigió la mirada hacia todas partes. Nada. Sólo el silencio de las antiguas rocas y el suave susurro del viejo árbol. Morgan habló en voz alta:
—Sé que estás por aquí. Sólo dime donde te encuentras y te llevaré hasta un médico. Puedes confiar en mí. Estarás a salvo.
Entonces esperó sin escuchar nada.
—Por favor —dijo de nuevo—. He oído a Howard hablar de ti y no creo que seas ningún convicto. Puedes confiar en mí.
El viento le acarició la mejilla levemente como burlándose de ella, pensó con débil desesperación. Caminó hasta la base buscando alguna huella de pasos o arañazos en las rocas. O manchas de sangre, pensó con aprensión. Con desgana se dio la vuelta hacia los farallones.
Morgan había acampado sola en el desierto durante los siete años anteriores y había hecho cursos de supervivencia en el desierto y no se consideraba asustadiza. Pero en ese mismo momento tenía miedo ¿Miedo de lo que podría encontrar? ¿Un hombre ahora muerto al que podría haber salvado si hubiera investigado con más cuidado dos horas atrás? ¿O tenía más miedo de no encontrar nada?
Intentando permanecer en calma, se quitó la mochila, la apoyó contra la roca y trepó los primeros de aquellos negros farallones sin dejar de vigilar por si había serpientes ocultas o escorpiones y atenta al menor sonido. Sacó la linterna y la apuntó a las paredes del cañón admirando de forma ausente las sinuosas curvas excavadas hasta estrecharse de forma que hacían intransitable el paso tres metros más abajo. Retrocediendo, pasó al siguiente. Aquel también se hundía como a dos metros.
La tercera fisura era más ancha y el suelo estaba tapizado de pedriscos que rechinaron bajo las botas de Morgan. Cuando la linterna apuntó a las paredes, el corazón le dio un vuelco en el pecho. La huella de una palma estaba recortada contra la suave roca. Una huella marcada con sangre seca.
A los seis años, Morgan había decidido ser médico cuando fuera mayor. A los siete, cuando su padre se había cortado el dedo pulgar con un cuchillo de grabar madera, ella había descubierto que la vista de la sangre le mareaba y le ponía enferma y había cambiado de planes: Sería piloto de avión en vez de médico. Por desgracia, nunca había podido contener aquella reacción infantil ante la vista de la sangre.
Se detuvo y habló con el tono más normal que pudo.
—Puedes confiar en mí. No estoy compinchada con los dos hombres que te han disparado… Estoy aquí para ayudarte… por favor, créeme.
Su voz resonó de forma fantasmal en las paredes de piedra. Morgan sintió como si la misma roca estuviera escuchándola, esperando con el aliento contenido a que se fuera para resumir su espera interminable en aquella tierra tan salpicada de muerte. Inspirando con fuerza, dirigió la linterna a las paredes y dio una docena más de pasos. Había otra marca en la roca, esta vez más profunda, como si el hombre casi se hubiera caído. También había una gran huella en las piedras del cañón y salpicaduras de sangre.
De sangre seca. El hombre había pasado por allí hacía bastante tiempo.
O bien no tenía ninguna experiencia en el desierto o estaba desesperado, decidió Morgan retomando la marcha.
Ella misma nunca se había aventurado por aquellos estrechos cañones con sus empinadas paredes por el peligro de inundaciones repentinas. Sin embargo, había escuchado las predicciones meteorológicas desde que había cruzado la frontera de Utah y los dos días anteriores habían sido secos en todo el Estado así que no había peligro inmediato. Caminó más aprisa esperando que acabara lo antes posible aquella desagradable aventura.
Olvidándose de la cautela, dirigió el haz de luz frente a ella viendo que las paredes se alzaban a dos metros por encima sin dejar de escudriñar en busca de más rastros de sangre. Entonces un sexto sentido la advirtió y giró hacia el sitio de donde provenía el movimiento que había divisado por el rabillo del ojo.
Sintió cerrarse un brazo alrededor de su cintura y una mano contra su boca. Algo le había golpeado en las costillas. Una pistola, pensó asustada. Era un convicto. ¡Oh, Dios! ¿Qué había hecho?
MORGAN sintió que tiraban de su cabeza hasta que ésta quedó aplastada contra el cuerpo del hombre. Intentó morderle en la palma de la mano, pero él la estaba apretando con demasiada fuerza. Zarandeándose con frenesí, le arañó en el brazo con la mano libre, pero fue como intentar hacerlo sobre una columna de acero. Por instinto, Morgan alzó el pie y dio una buena patada.
Oyó un salvaje grito de agonía mientras notaba que la presión alrededor de su cintura se aflojaba. Consiguió liberarse y darse la vuelta para verlo y notó que la linterna había caído al suelo y estaba iluminando un pequeño círculo de piedras.
En la tenue luz observó que su asaltante se llevaba la mano a la boca para ahogar los quejidos. Tenía la cara contorsionada de dolor. Morgan bajó más la vista hasta ver la áspera venda manchada de sangre alrededor de su muslo. Su pierna derecha. La que ella había golpeado.
Apoyándose contra la pared del cañón, susurró con debilidad:
—Lo siento… Lo siento mucho. Pero me asustó.
Él tenía el cuerpo doblado. Llevaba pantalones vaqueros, botas de montaña y una camisa clara. Morgan alcanzó la linterna y la apagó con la noción de que los esfuerzos de aquel hombre por contener el dolor eran algo privado. Poco a poco su visión se adaptó a la oscuridad. Lo bastante adaptada como para comprobar con horror el inmenso esfuerzo que el hombre estaba haciendo por incorporarse, enderezando la espalda pulgada a pulgada contra la pared del cañón.
Se abrazó entonces contra la roca apoyando todo su peso en la pierna sana. Su respiración era agitada y los ojos parecían profundos agujeros negros en su cráneo. Pasaron unos angustiosos segundos antes de que él pudiera hablar:
—Bueno, ya me tienes. ¿No vas a avisar a los otros para que terminen conmigo?
Era un hombre grande, bastante más alto que ella e incluso en unas circunstancias tan horribles como aquellas, el individuo mantenía un tipo de dignidad distante. Aquel no era un hombre de los que pedirían clemencia, comprendió Morgan. Más bien lucharía hasta el mismo final utilizando cualquier arma a su alcance.
Manteniendo la distancia, Morgan dijo:
—¿De qué prisión has escapado?
Él lanzó una áspera carcajada.
—No hagas juegos conmigo, señorita. Haz lo que tengas que hacer y terminemos de una vez.
—Sé que eres un convicto huido.
Una rabia desnuda le recorrió las facciones de una forma que le heló la sangre en las venas a ella.
—¡Corta ya! —gritó.
La intuición había salvado a Morgan muchas veces en el pasado y con el pecho encogido decidió fiarse de nuevo de ella.
—De acuerdo —dijo—. Ellos me dijeron que eras un convicto huido, pero yo no los creí. Así que he venido a ayudarte y no tengo nada que ver con los hombres que te dispararon.
—Entonces, ¿cómo sabes algo de ellos? —preguntó él con la misma rabia en la cara.
Morgan dio un paso en dirección contraria a él sintiendo que le costaría muy poco abalanzarse sobre ella. Hablando con tanta calma como pudo, dijo:
—Yo estaba haciendo senderismo por aquí hace un rato cuando te oí, pero no pude ver nada. Pensé que era algún animal. Entonces subí hasta la autopista y me encontré a esos dos hombres que me dijeron que eran del FBI y que buscaban a un convicto huido. Sus nombres eran Howard y Dez. Me dijeron que debía dirigirme a Sorel y quedarme allí. No los creí, así que volví a escuchar y me enteré de que te habían disparado y que iban a