Amor en Brasil - Secretaria de día, amante de noche - Maggie Cox - E-Book

Amor en Brasil - Secretaria de día, amante de noche E-Book

Maggie Cox

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 465 Amor en Brasil Una vez en Río, Marianne se enterará de la verdad… Las cicatrices son el único recuerdo que Eduardo de Souza tiene de la vida que llevaba en Brasil. Siempre esquivo con la prensa, ha elegido vivir solo. Pero, entonces, ¿cómo se le ha ocurrido contratar a un ama de llaves? ¡Pues porque nunca ha podido resistirse a una belleza de aire desvalido! Marianne Lockwood se queda fascinada con su jefe y se deja llevar con agrado hasta su cama, pero Eduardo tiene secretos… Secretaria de día, amante de noche ¿Aceptaría pasar a ser la amante del jefe? «Maya Hayward se sentía como pez fuera del agua en presencia de su nuevo jefe. El seductor Blaise Walker era encantador y rebosaba confianza en sí mismo, y ella hacía lo posible por evitar que no notara su rubor cada vez que se le aproximaba. Blaise pronto se sintió intrigado por lo que había bajo la imagen serena, a la vez que seductora, de Maya… y decidió ofrecerle lo que él consideraba un ascenso: de secretaria pasaría a ser la amante del jefe. Pero… ¿aceptaría Maya la oferta?

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forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 465 - diciembre 2023

 

© 2009 Maggie Cox

Amor en Brasil

Título original: Brazilian Boss, Virgin Housekeeper

© 2010 Maggie Cox

Secretaria de día, amante de noche

Título original: Secretary by Day, Mistress by Night

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-507-0

Capítulo 1

POR LO visto, nada la desalentaba.

Ni siquiera el viento siberiano.

Eduardo llevaba tres semanas bajando a la ciudad mucho más frecuentemente que antes y no había podido evitar fijarse en aquella chica que tocaba la guitarra e interpretaba canciones populares, pues parecía un personaje sacado directamente de una novela de Dickens.

¿No tenía padres o alguien que cuidara de ella? Por lo visto, no...

Eduardo sentía mucho que tuviera que ganarse la vida así, en la calle, en lugar de poder pagarse la comida de una manera más digna. Se dio cuenta al pensar aquello de que era la primera vez en meses que alguien lo sacaba de su solitaria existencia, una existencia que había comenzado un tiempo antes de que hubiera llegado a tierras británicas y hubiera decidido quedarse allí.

Era cierto que lo acontecido en los dos últimos años había contribuido a que se convirtiera en un hombre al que le gustaba estar en casa y que huía de la gente.

Pero él mismo había elegido aquella vida y le gustaba y no estaba buscando cambiarla, así que se dijo que el repentino interés que sentía por aquella chica no era más que eso, un interés repentino, y que pronto desaparecería.

De hecho, la chica podía desaparecer en cualquier momento y lo más seguro sería que nunca la volviera a ver.

Eduardo se acercó y dejó un billete en el sombrero que la chica tenía colocado en el suelo delante de ella y dos monedas encima para que no se lo llevara el viento.

–Qué canción tan bonita –murmuró.

–Gracias, pero... es demasiado dinero –contestó ella.

A continuación, se agachó, tomó el billete y lo colocó en la mano enguantada de Eduardo. Cuando sus manos entraron en contacto, Eduardo tuvo la absurda sensación de que la tierra se había abierto a sus pies.

–¿Demasiado? –le preguntó enarcando una ceja.

–Sí. Si quiere ser caritativo, puede acercarse a la iglesia de Santa María, que está en esta misma calle un poco más arriba y que acepta dinero para los «sin techo». Yo no necesito caridad y no vivo en la calle.

–Pero pides dinero. ¿No cantas para eso, para que la gente te dé dinero? ¿No estás pidiendo? –le preguntó Eduardo enfadado.

No estaba acostumbrado a que rechazaran su generosidad. ¿Por qué perdía el tiempo hablando con una chica así? Debería seguir su camino y olvidarse de ella. Si su filosofía era cantar a cambio de peniques, era su problema.

Pero no podía.

Aunque la chica había dicho que no necesitaba ni caridad ni un hogar, había algo en ella que había traspasado la coraza de hierro de Eduardo y le había llegado al corazón. Debía de ser que no le había caído bien que, tras romper la rutina de no hablar ni acercarse a nadie, el hecho de que la chica no quisiera su generosidad lo había molestado sobremanera.

–Canto porque me veo obligada a hacerlo... pero no por dinero –le explicó ella–. ¿No ha hecho usted nada en su vida por el mero placer de hacerlo?

Su pregunta dejó a Eduardo sin habla y sin saber qué hacer. Se había sonrojado y se le había formado un nudo en la garganta.

–Me... me tengo que ir.

Eduardo sabía que su expresión facial había vuelto a ser la de siempre, una máscara infranqueable para el resto de la Humanidad. De repente, sintió la necesidad de volver al anonimato de los demás viandantes y a la conocida carga de sus atormentados pensamientos.

–Muy bien. Yo no le he pedido que se parara a hablar conmigo...

–¡No me he parado a hablar contigo! –le espetó Eduardo molesto.

–Ya lo veo. Se ha parado para darme una cifra ridícula para sentirse bien consigo mismo y dormir tranquilo esta noche, para hacer la buena obra del día, vamos.

–¡Eres imposible!

Eduardo se dijo que no debería haberse dejado llevar por el deseo auténtico de ayudar a alguien que él creía necesitado, se agarró a la empuñadura de marfil de su bastón y se alejó. Estaba llegando al final de la calle cuando volvió a oír la guitarra y la voz.

¿Se había quedado mirándolo? Sí, claro que sí. Aquello lo turbó. Se había quedado mirándolo. Era obvio. Si no, ¿por qué había tardado tanto en volver a cantar? Sí, se había quedado mirándolo y se había percatado de que era cojo, claro.

¿Estaría sintiendo compasión por él? Aquella posibilidad lo irritó y lo llevó a decidir que, si algún día tenía la desgracia de volverla a ver, la ignoraría. ¿Quién se creía que era para rechazar sus buenas intenciones de aquella manera? ¡Pero si incluso se había burlado de él!

Mientras se alejaba, la pregunta que la chica le había hecho comenzó a retumbarle en la cabeza. «¿No ha hecho usted nada en su vida por el mero placer de hacerlo?».

Avergonzado, se dio cuenta de que los ojos se le habían llenado de lágrimas. Aquello lo hizo maldecir en silencio y dirigirse al centro de la ciudad a un paso excesivo para su maltrecha pierna.

Y todo porque una chica insignificante se había burlado de él y de su dinero.

La temperatura había bajado muchísimo y había mucho frío. Marianne Lockwood no sentía las manos y decidió que ya había sido suficiente por aquel día. Se moría por llegar a casa y sentarse ante la chimenea con una buena taza de chocolate.

Aquello la animó, pero la hizo recordar que no habría nadie esperándola en casa. Todo en aquella mansión, desde el silencio hasta la preciosa sala de música con su maravilloso piano, le recordaba a su marido y amigo, a aquel hombre que le había sido arrebatado demasiado pronto...

–Sigue adelante cuando yo no esté. Haz tu vida –le había dicho Donald en su lecho de muerte en el hospital–. Vende la cada si quieres, agarra el dinero y vete a recorrer el mundo. Conoce gente, viaja... ¡Vive, vive por los dos! –había añadido con un brillo especial en los ojos, un brillo que indicaba que no le quedaba mucho tiempo.

Y Marianne lo iba a hacer, pero no aún. Todavía estaba intentando encontrar su lugar en el mundo ahora que la única persona que la había querido y cuidado ya no estaba a su lado. No tenía brújula e iba despacio, pero segura.

Podía parecer extraño que cantara en la calle. Lo hacía porque siempre le había dado vergüenza actuar en público y, así, vencía su miedo y se preparaba para cantar algún día en el club de folk municipal.

Para Marianne, era un paso adelante muy importante.

Por un parte, le permitía vencer su miedo y disfrutar al mismo tiempo y, por otra, era su manera de gritarle al Universo «Así que me quitas a mi marido y me dejas sola de nuevo, ¿eh? ¡Pues mira lo que hago!».

Cada día que pasaba, se sentía más segura de sí misma. La música la había salvado. Seguro que Donald se habría sentido orgulloso de que hubiera dado aquel paso para sanarse, aunque no fuera convencional. Sus dos hijos mayores, fruto de un matrimonio anterior de su marido, no lo veían así. Ellos creían que se había vuelto loca. Eso explicaría que su padre los hubiera desheredado y le hubiera dejado todo a ella. Aquella mujer era inestable y seguro que había influido a su padre de manera negativa.

De repente, el rostro de un desconocido sustituyó al de su querido Donald. Era el hombre que le había dejado un billete de cincuenta libras en el sombrero. Marianne no había dudado ni un instante que fuera de verdad. Aquel hombre vestía como un rico y olía a rico.

Hablaba inglés perfectamente aunque tenía un ligero acento. ¿Sudamericano quizás? Además, exudaba aquel tipo de autoridad que unos meses atrás hubiera hecho que Marianne se amilanara.

Pero tener que cuidar de Donald durante su larga y fatal enfermedad, tener que pasarse dos meses durmiendo en el hospital mientras él se agarraba a la vida antes de entrar en coma e irse le habían dado un valor y una tenacidad insospechados de los que no pensaba desprenderse jamás.

Marianne se sentó frente al fuego con la taza de chocolate humeante calentándole las manos. El rostro del desconocido se negaba a abandonar su mente. Nunca había visto unos ojos de aquel azul, un azul que le había recordado al cielo despejado del invierno.

El desconocido tenía el pelo castaño, salpicado aquí y allá de mechones rubios, las pestañas marrones y largas, la nariz recta con una cicatriz en el puente y una boca bien dibujada, pero tan firme que parecía que le fuera a hacer daño sonreír.

Aunque habían hablado poco, tenía la sensación de que el desconocido poseía una fortaleza impenetrable. Marianne se había arrepentido al instante de haberle espetado si él no había hecho nunca nada por el mero placer de hacerlo. No se sentía bien por haberlo acusado de querer hacer la buena obra del día dándole dinero.

No tendría que haberlo hecho.

¿Cómo iba a saber aquel pobre hombre que, tras la tragedia que había vivido, Marianne se había prometido a sí misma no aceptar ni necesitar ayuda de nadie nunca más? ¿Cómo iba a saber que, después de haber llevado una vida de lo más infeliz con su padre, que era alcohólico, había encontrado la felicidad junto a su marido, pero lo había perdido seis meses después?

Parecía que el desconocido tenía sus propios demonios. Marianne lo había visto en sus ojos y no había sabido qué hacer ni qué decir. Habían sido unos segundos muy tensos y, antes de que le diera tiempo de disculparse, él se había ido... cojeando.

¿Habría tenido un accidente? ¿Habría estado enfermo? No parecía normal que un hombre tan alto, fuerte y relativamente joven tuviera una debilidad así. Aunque lo cierto era que no desmerecía su imponente estatura ni sus rasgos. Más bien, los acentuaba.

Marianne frunció el ceño al darse cuenta de que se había quedado mirándolo casi en trance, como si hubiera olvidado dónde estaba y lo que estaba haciendo. Menos mal que el frío la había sacado de su ensimismamiento y había vuelto a tocar y a cantar.

Mientras lo hacía, desafiando a las inclemencias del tiempo, se había dado cuenta algo divertida de que era alucinante que un hombre al que no conocía de nada le hubiera llamado tanto la atención.

–Ha vuelto a forzar, ¿verdad?

–Por favor, que no soy un niño –contestó Eduardo.

Ojalá pudiera prescindir de aquella visita al médico que tenía que hacer cada quince días, pero había sufrido nueve operaciones y Evan Powell era uno de los mejores cirujanos del Reino Unido. Su propio cirujano de Río de Janeiro se lo había recomendado.

–Pues compórtese como un adulto y deje de tratar a su cuerpo como si fuera una máquina. ¡Es de carne y hueso! –le contestó el médico.

–Me dijeron que, con el tiempo, iba a recuperar la pierna por completo y que podría utilizarla con normalidad. ¿Qué demonios está pasando?

–El fémur quedó completamente destrozado en el accidente. Tuvimos que rehacerlo por completo. ¿De verdad creía que se iba a recuperar de nueve operaciones como quien se recupera de un catarro?

–Cuando quiera su opinión, se la pediré –le espetó Eduardo.

–Muy bien –contestó el médico tomando su abrigo de cachemir–. No se moleste en llamar al mayordomo –añadió–. Sé salir yo solo. Buenas noches, señor De Souza –concluyó.

–He tenido un mal día... –dijo Eduardo poniéndose en pie y aguantando un gemido de dolor–. No debería haberle hablado así –se disculpó–. De hecho, debo darle las gracias por haber venido con la noche que hace –añadió mirando el reloj que había sobre la repisa de mármol.

A veces, se maravillaba que el tiempo no se hubiera detenido. Se tendría que haber detenido en el mismo instante en el que se produjo aquel maldito accidente que se había llevado a su esposa y al niño que llevaba en sus entrañas.

–No pasa nada –le aseguró Evan Powell.

A continuación, miró a su alrededor. Se encontraban en una acogedora sala bien iluminada desde cuyos ventanales se veían los bosques que rodeaban la propiedad y que, en aquellos momentos, habían sido engullidos por una de las noches más frías del invierno.

–Creo que le vendría bien tener compañía –sugirió con un brillo inequívoco en los ojos–. Lleva demasiado tiempo aquí solo. Lo ayudaría a pensar en otras cosas.

Eduardo entornó los ojos.

–¿Se refiere a una mujer?

Se sorprendió de que, por primera vez en dos años, la idea no le pareciera una locura. De hecho, aquella sugerencia lo llevó a pensar inmediatamente en cierta cantante callejera de enormes ojos color miel, preciosa boca y melena castaña.

¿Cuántos años tendría? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? ¿Se había vuelto loco o qué? Era cierto que, a lo mejor, estaba dispuesto y necesitaba la compañía de una mujer, pero sólo con fines recreativos. En cualquier otro aspecto de su vida, no necesitaba a una mujer para nada.

Después de lo que le había pasado a Eliana, no quería tener más relaciones.

Al ver que su paciente no contestaba, el cirujano sonrió tímidamente.

–Era sólo una sugerencia –comentó–. En cuanto a la pierna, por favor, hágame caso y no la fuerce. Le recomiendo un paseo diario de veinte minutos. Media hora como mucho, pero no más. Si tiene cualquier duda o pregunta sobre su recuperación, le he dicho a mi secretaria que me pase todas sus llamadas a cualquier hora y en cualquier lugar, excepto cuando esté en quirófano. Nos vemos dentro de quince días.

Como si hubiera presentido que la visita de su jefe estaba a punto de irse, Ricardo, el mayordomo de Eduardo, apareció en la puerta para acompañar al médico a su coche.

–Buenas noches, doctor Powell y gracias de nuevo por haber venido. Por favor, tenga cuidado en el coche. Hace muy mala noche.

Aquel mismo día, de madrugada, Eduardo intentaba concentrarse en la película de los años 40 que estaba viendo en una impresionante pantalla plana, pero no podía.

Se había habituado a ver películas de noche porque no podía dormir. Ciertos acontecimientos se empeñaban en pasar por su pantalla mental una y otra vez, como una película de terror. Las imágenes no le permitían conciliar el sueño.

Había noches en las que ni siquiera quería estar en su dormitorio, así que se tapaba con una manta y se quedaba en el sofá hasta que amanecía.

Además, el dolor de la pierna lastimada tampoco ayudaba mucho.

Eduardo ignoró la tentación de servirse un gran vaso de whisky para ahogar las penas y murmuró un juramento. Se frotó el entrecejo para ver si se enteraba de lo que parecía tan importante para los glamurosos personajes de la película, pero pronto apagó el DVD.

Era imposible distraerse. Tenía la sensación de que estaba siempre en un abismo negro del que no podía escapar.

Eduardo suspiró con amargura y se dijo que seguro que la cantante callejera era más feliz que él y eso que ella no tenía dinero y a él le sobraba.

¿Por qué no dejaba de pensar en ella?

Eduardo negó con la cabeza. Su interés no tenía sentido. Además, la chica le había hablado con la brusquedad propia de la juventud, dejándole muy claro que desdeñaba su deseo de ayudarla. A pesar de todo, aquella noche gélida se encontró pensando una y otra vez en ella. ¿Tendría un lugar en el que refugiarse del frío? ¿Habría reunido suficiente dinero para comer aquel día?

Para cuando el alba comenzó a hacer acto de presencia, Eduardo había decidido que, la próxima vez que fuera a la ciudad y la viera, no la iba a ignorar, como había pensado anteriormente. No, iba a hablar con ella, le iba a preguntar por su vida y se iba a ofrecer a ayudarla en lo que pudiera.

¿Se había vuelto loco? Lo más seguro era que la chica se riera en su cara y lo mandara a buscar a otros pobres con los que acallar la voz de su conciencia.

Eduardo se dio cuenta de que sus ganas de ayudar a aquella chica procedían de la posibilidad de que su hijo o hija, de haber vivido, se hubiera visto algún día en la misma situación. Aquello le hizo sentir un terrible nudo en la garganta.

Eduardo tragó saliva, acomodó la cabeza en un cojín y se dispuso a dormir un poco.

Capítulo 2

MARIANNE estaba tomándose un café con leche. Había hecho un descanso para calentarse, pues el frío era glacial.

De repente, un rayo de sol puro y claro iluminó la acera unos metros por delante de ella y una cabeza rubia que le llamó la atención.

¡Era él!

El del traje caro, la boca rígida y el bastón de empuñadura de marfil. Marianne se fijó en que no parecía cojear tanto aquel día.

Al darse cuenta de que avanzaba hacia ella, el estómago el dio un vuelco.

–Buenas tardes –la saludó educadamente unos segundos después.

Marianne se percató de que aquella boca que no parecía diseñada para sonreír se había inclinado levemente hacia arriba.

–Hola –le dijo calentándose las manos con la taza de café.

–¿No canta hoy?

–No, estoy descansando un poco... y calentándome.

Marianne se revolvió incómoda. El desconocido la estaba mirando demasiado intensamente. ¿Acaso no se daba cuenta? Sus ojos parecían dos rayos láser con capacidad para penetrarle hasta el alma. Su marido jamás la había mirado así. Donald solía mirarla con infinito cariño.

–¿Cómo va el trabajo?

–Bien –contestó Marianne mirando el sombrero en el que había unas cuantas monedas–. Ya le dije que no canto sólo por...

–Dinero, sí, lo recuerdo. Canta porque se siente obligada, por el placer de hacerlo –concluyó el desconocido.

–Exacto –contestó ella avergonzándose de cómo lo había tratado el día que se habían conocido–. Mire, le pido disculpas si lo ofendí el otro día con mis comentarios o con mi actitud, pero le advierto que hay gente mucho peor que yo. En realidad, yo no soy desagradable. Las apariencias engañan.

El desconocido frunció el ceño mientras estudiaba su ropa. Marianne era consciente de que debía de estar anonadado con la mezcla de estilos y colores, pues aquel día lucía leotardos color lila, botas marrones, vestido rojo sobre jersey color crema y la cazadora de piel de Donald, que le quedaba bastante grande, con bufanda beis al cuello. ¡Y eso que se le había olvidado el gorro de esquiar verde al salir de casa!

–Bueno... quiero que sepa que, tal y como me indicó, doné el dinero que le iba a dar a usted a la iglesia para la gente de la calle. Me gustaría presentarme. Me llamo Eduardo de Souza –le dijo apoyándose en el bastón y quitándose el guante de la otra mano.

Marianne dudó un instante, pero acabó estrechándosela. A pesar de que ella no se había quitado el guante de lana, sintió el calor que irradiaba el cuerpo de Eduardo y se estremeció.

–Yo me llamo Marianne... Lockwood. Por su nombre deduzco que no es de por aquí.

–Vivo aquí, pero no soy inglés, no. Soy brasileño, de Río de Janeiro.

–Vaya, la tierra de la samba, el sol y el carnaval –comentó Marianne–. Lo siento. Seguro que está usted harto de esos tópicos.

–En absoluto. Me encanta mi país y sus cosas.

–¿Por eso está aquí congelándose en lugar de calentándose en sus playas? –bromeó Marianne.

Pero Eduardo de Souza no se rió.

–Incluso del sol te puedes cansar –contestó–. Cuando lo tienes todos los días, se convierte en algo normal y corriente y ya no te dice nada. Además, soy medio británico, así que este clima no me es desconocido. En cualquier caso, después del invierno, viene la primavera, ¿no? Eso me consuela.

–¡Oh, sí, me encanta la primavera! Bueno, ¿y qué hace por aquí? ¿De compras? ¿Ha quedado con alguien?

–Ninguna de las dos cosas. He venido a ver la exposición que hay en el Ayuntamiento. Es increíble, pero hay cosas interesantes en este sitio... aunque sea pequeño.

–Sí, aunque le cueste creerlo, se llena de gente en verano.

–Me lo creo.

Marianne se sorprendió al verlo sonreír. Al hacerlo, sus ojos adquirieron un brillo especial. Como resultado, algo dentro de ella reaccionó y sintió que la piel se le sonrojaba.

–Se puede pasear por el río en barco. A los turistas les encanta –comentó dejando el vaso de café en la acera y poniéndose en pie.

Debía tener cuidado. No era normal que un hombre tan rico y urbanita como Eduardo de Souza se presentara a una chica como ella. Sobre todo, en aquellas circunstancias tan poco normales. Sin embargo, cuando lo miró y se fijó bien en él, se dijo que era absurdo pensar que quisiera algo con ella. Era evidente que lo único que buscaba era charlar un rato, arreglar las cosas después de la dura conversación que habían mantenido con anterioridad.

–Bueno, voy a trabajar un rato –le dijo quitándose los guantes y afinando la guitarra.

Un grupo de estudiantes franceses que pasaban por allí la miraron con interés, pero Eduardo no se movió del sitio.

–La próxima vez... que venga... ¿podría invitarla a comer? –le preguntó.

Marianne parpadeó. La idea de pasar una o dos horas sentada frente a aquel hombre en uno de los bonitos restaurantes que había por allí era demencial. Para empezar, ¿de qué iban a hablar?

–Gracias, pero no –respondió–. No como cuando estoy trabajando.

–¿No hace descanso para comer? –le preguntó Eduardo con aire divertido.

–Sí, hago descanso, pero sólo me tomo un café y un cruasán o una magdalena –le explicó ella–. Ceno bien cuando llego a casa. Ésa es mi comida principal del día.

–Bueno, pues entonces, permítame que la invite a un café con un bollo.

A Marianne no se le ocurrió ninguna excusa para rechazar su invitación.

–Está bien –contestó–. Ahora le dejo, que tengo que volver al trabajo.

–Entonces, me despido, Marianne –dijo Eduardo inclinando brevemente la cabeza con expresión inescrutable–. Hasta la próxima vez.

La próxima vez fue dos días después.

Marianne se había resguardado bajo un paraguas porque estaba lloviendo y granizando. Hacía tan mal tiempo que pensó en volver a casa, pero, entonces, de repente, salió el sol, dejó de llover y, como por arte de magia, apareció Eduardo de Souza.

Llevaba su abrigo de cachemir con una bufanda a juego. Aquel atuendo parecía más propio para un estreno en la ciudad que para dar una vuelta por allí.

–Hola –saludó sonriente.

Marianne sintió que el corazón le latía aceleradamente. Por la sonrisa que le había dedicado, pero también porque se dio cuenta de que llevaba aquellos dos días esperando que apareciera.

–Hola... –contestó intentando mantener la calma–. No es precisamente el mejor día para venir por aquí –añadió haciéndose a un lado para sacudir el paraguas y guardarlo.

–No me ha pillado la lluvia. Estaba en la exposición –le explicó Eduardo.

–¿La misma exposición del otro día?

–Sí.

–Debe de ser buena para que haya ido a verla dos veces. ¿De qué es?

–De fotografía. Es de un fotógrafo francés que me gusta mucho. Son las fotografías que hizo en París después de la Segunda Guerra Mundial, mientras reconstruían la ciudad. Murió hace poco.

–Ah –contestó Marianne sacando la guitarra de su funda–. A ver si voy a verla antes de que la quiten.

–¿Le interesa la fotografía?

–Me interesa todo lo que tenga que ver con la creatividad y el arte... me gusta descubrir cómo ven el mundo otros artistas y cómo interpretan lo que ven. Aprendo mucho.

Eduardo se quedó mirándola en silencio, como si estuviera sopesando lo que acababa de decir. Luego, miró su reloj.

–¿Nos tomamos ese café? –le preguntó.

Marianne no encontró ningún motivo para negarse. Lo cierto era que tenía frío después de la hora que había pasado bajo la lluvia.

–Muy bien –accedió.

Marianne lo condujo hacia un café de manteles y cortinas de cuadritos rojos y blancos en el que el aroma del café recién hecho se mezclaba con el de la humedad que exudaban los abrigos de los clientes.

Le sorprendió encontrarlo tan lleno, pero hubo suerte y divisó una mesa junto a la chimenea. La camarera se acercó a ellos inmediatamente para ver qué iban a tomar. Debía de ser por la apariencia de Eduardo. Se notaba que no era un cliente normal y corriente. La chica se debía de estar preguntando qué hacía con ella. De hecho, miraba la funda de la guitarra como si fuera un bicho raro.

Tras pedir café y tarta para los dos, Marianne se encontró, de repente, a solas con él.

Eduardo colocó las manos sobre el mantel y se quedó mirándola. Marianne se preguntó nerviosa qué estaría pensando. Carraspeó y sonrió forzadamente. No se sentía a gusto.

–Este sitio está muy bien. Es mucho mejor que la cadena de cafeterías donde suelo tomar café. El de aquí es mejor. Y la repostería tampoco está mal.

–Menos mal que había una mesa junto al fuego... ¡Debe de tener frío!

–No, ahora mismo no tengo frío. De hecho, tengo calor y todo –contestó Marianne desabrochándose varios botones del abrigo y sonriendo, realmente agradecida por su preocupación.

–Le quería preguntar una cosa –comentó Eduardo–. ¿A sus padres qué les parece que cante en la calle?

Por su tono de voz, quedaba claro lo que le parecía a él.

–No viven, así que ya no pueden opinar –contestó Marianne enfadándose–. En cualquier caso... no quiero ser maleducada, pero no es asunto suyo, ¿sabes?

–¿Cuántos años tiene? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho?

Marianne dejó de juguetear con los sobrecitos de azúcar y lo miró indignada.

–Tengo veinticuatro, para que lo sepa –contestó–. Y soy perfectamente capaz de cuidarme y de tomar mis propias decisiones sin tener que dar explicaciones a nadie. Ni siquiera a mis padres, si vivieran.

–Pues parece mucho más joven... –comentó Eduardo.

–¡No es culpa mía que la genética o el destino me hagan parecer más joven de lo que soy!

–No es una crítica, Marianne –contestó Eduardo bajando el tono de voz–. Lo que pasa es que me preocupa que elija un camino que le podría llevar a encontrarse en una posición muy vulnerable. ¿No podría encontrar otro lugar, un lugar más seguro, para cantar?

–Suelo cantar en un club de folk, pero abren sólo cada quince días. Si sólo actuara una vez cada dos semanas, me oxidaría. Además... los propietarios de los puestos del mercado están pendientes de mí –le explicó–. Si ven que alguien me molesta, vienen a rescatarme inmediatamente.

Eduardo suspiró.

–Bueno, eso me tranquiliza.

–Por favor, no hay motivos de preocupación. Llevo más de un año cantando en la calle y no me ha pasado nada.

La camarera les llevó los cafés y dos generosas porciones de tarta de frutas. Eduardo no parecía tranquilo con lo que le acababa de contar. De hecho, se metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó su cartera y le entregó una tarjeta de visita.

Marianne, que creía que le iba a dar dinero, se echó hacia atrás. Al ver que era su tarjeta de visita, se tranquilizó.

–¿Y esto?

–Por si necesita algo –contestó Eduardo.

–¿Y qué voy a necesitar de un hombre al que no conozco de nada?

Sin embargo, por alguna extraña razón, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y supo que no iba a poder controlar sus emociones, algo que le pasaba a menudo últimamente.

–Un trabajo, por ejemplo –contestó el brasileño–. Además, nos estamos tomando un café, ¿no? No soy tan desconocido. Si sigue haciendo frío, y parece que así va a ser durante el resto del mes de enero, tal vez quiera tener otra manera de ganarse la vida, un trabajo que le proporcionara, además, casa y comida.

–¿Qué trabajo es ése? –preguntó Marianne intrigada.

Al mirar por la ventana y ver el cielo negro, pensó en la lluvia y en el granizo y se estremeció.

–Estoy buscando un ama de llaves –contestó Eduardo.

–¿Un ama de llaves?

–Tengo un mayordomo a mi servicio para los asuntos personales, pero llevamos aquí casi un año y me doy cuenta de que necesitamos ayuda con la casa. Ahora mismo, me las arreglo contratando asistentas para la limpieza. Ricardo, mi mayordomo, se encarga de cocinar. Si usted pudiera encargarse de eso, seguro que se lo agradecería. Piénselo y me llama si le apetece probar. La casa está un poco aislada, pero, si le gusta el campo, no creo que le importe porque el lugar es precioso.

–¿Y me daría el trabajo sin saber si soy capaz de hacerlo? –le preguntó Marianne con escepticismo.

–Pareces una persona muy independiente, de esas que aprenden deprisa, de las que trabajan y no se quejan. Estoy seguro de que es una buena trabajadora.

–¿Es siempre así de confiado? ¡Podría ser una ladrona! ¿Y si me llevo la plata de la familia?

Fue increíble. Eduardo sonrió. Marianne se quedó sin aliento. Cuando sonreía, aquel hombre era todavía más guapo.

–¿Después de haberme devuelto un billete de cincuenta libras y de decirme que se lo diera a los «sin techo»? No creo que sea capaz de llevarse ni un trozo de pan de mi casa.

–Gracias por la confianza y por la oferta, pero, de momento, no quiero cambiar de trabajo. Mientras aguante el frío, voy a seguir en la calle.

–Muy bien... si así lo quiere, está bien. Pruebe la tarta. Está deliciosa.

–Gracias.

El resto de la conversación fue agradablemente superficial y educada, como si ambos se hubieran dado cuenta de que podría resultar peligroso hablar de temas más personales y hubieran decidido no abordarlos.

Se despidieron veinte minutos después. Marianne para volver a cantar y Eduardo para ir a donde tuviera que ir. Marianne no se lo había preguntado, pero, mientras observaba cómo se perdía calle abajo, sintió que el corazón se le entristecía.

Al recordar la oferta de trabajo que le había hecho, se sintió mal por haberla rechazado y no sabía por qué. ¿Tal vez porque había detectado cierta melancolía en sus ojos mientras hablaban? ¿Tendría que ver aquella tristeza con el hecho de que anduviera con bastón?

Marianne sintió pena por él.

–¡Cántanos una canción, preciosa! –le pidió uno de los vendedores de fruta–. Hace un frío de muerte y parece que esta noche va a nevar. ¿Tienes en tu repertorio una canción sobre el verano?

–¿Qué te parece In the summertime?

–Perfecta –contestó el vendedor muy sonriente.

Cuando se le había ocurrido ayudar a la cantante callejera, a Eduardo no se le había pasado ni remotamente por la cabeza ofrecerle un trabajo, así que, cuando se oyó a sí mismo haciendo precisamente eso, el primer sorprendido fue él.

Una cosa eran las asistentas de la agencia, con las que era fácil mantener la distancia, y Ricardo, que había llegado con él desde Río de Janeiro, y otra muy diferente invitar a una joven desconocida a vivir bajo el mismo techo y a ser su ama de llaves.

Sobre todo, siendo tan receloso con su intimidad como lo era él.

Lo cierto era que necesitaba realmente un ama de llaves y, de repente, se le había ocurrido que Marianne podía ser la persona perfecta.

Pero ella le había dicho que no.

Ciertamente, no esperaba que aceptara la oferta, pero le había molestado que no lo hiciera. Eduardo tenía la certeza de que, si se le hubiera ocurrido volver a ofrecerle dinero, Marianne se lo habría tirado a la cara y lo habría mandado al infierno.

Porque la mujer tenía carácter, eso sin duda.

Sí, era una mujer. No era una adolescente de diecisiete o dieciocho años sino una mujer de veinticuatro.

Al recordar el destello de fuego que había visto en sus ojos cuando lo había castigado por meterse en su vida, Eduardo sintió que la piel le ardía. Ignoró irritado la sensación y entró en el baño de mármol de su suite privada. Se quedó en el centro de la estancia unos momentos, preguntándose qué lo había llevado hasta allí.

Eduardo se pasó los dedos por el pelo y suspiró. Lo mejor que podía hacer era olvidarse de sus urgencias filantrópicas con aquella chica y concentrarse en su pierna. Tenía que convencerse de que algún día, tarde o temprano, volvería a caminar bien, como antes del accidente, con confianza y sin cojear.

Cuando llegara ese momento...

Eduardo se miró en el espejo y se horrorizó al fijarse en las ojeras que tenía.

Cuando llegara ese momento...

Bueno, era mejor ir poco a poco, día a día. No podía soportar la idea de que el futuro se le presentara tan doloroso y vacío como el presente. ¿Cómo podía ser de otra manera cuando la vida le había arrebatado a las dos personas a las que más quería? ¿Cómo podía ser de otra manera cuando todas las noches revivía aquel fatídico accidente que había acabado con ellos... el accidente que él había causado?

Capítulo 3

TAL Y COMO el frutero había dicho, aquella noche nevó copiosamente. Tras disfrutar de la vista de la calle y de su jardín completamente blancos, Marianne recogió la casa, se preparó un chocolate caliente y se sentó ante el piano para terminar una canción que tenía empezada, pero aquel día no estaba inspirada.

Se sentía profundamente triste. Al final, se puso en pie, se abrigó y salió a la calle. Hacía tanto frío que le lloraban los ojos y se le congelaba el aliento, pero le estaba sentando bien estar al aire libre, así que decidió pasear hasta el parque. Una vez allí, le bastó con ver a los niños jugando con la nieve para recuperar el buen humor.

Se le ocurrió, entonces, que su infancia no había tenido nada que ver, desgraciadamente, con la de aquellos pequeños, pero se dijo que no servía de nada pensar en aquellas cosas y que lo que importaba era el presente.

Volvió a casa con la firme promesa de no pensar en nada que la entristeciera, pero, cuando la oscuridad comenzó a apoderarse de todo unas horas después y no tuvo más remedio que encender las lámparas, se encontró sentada frente a la chimenea, observando el fuego y pensando en que estaba sola y en que iba a seguir estándolo.

Estaba segura de que Donald se habría enfadado si la hubiera visto allí sentada, apiadándose de sí misma de aquella manera.

Y, de repente, se puso a llorar. No pudo contener el dolor y la tristeza que llevaba tanto tiempo sintiendo y se encontró llorando hasta quedar exhausta. Estaba tan cansada que apenas tuvo fuerzas para irse a la cama. Una vez allí, se tapó con el edredón. Se sentía vacía y sola. Antes de cerrar los ojos, se dijo que no debía volver a pensar así.

Seguro que el día siguiente era mejor y debía aprovecharlo para construir su nueva vida. Estaba segura de ello. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente se asomó por la ventana y vio que había vuelto a nevar y que la capa de nieve era todavía más gruesa que el día anterior, tuvo que hacer un gran esfuerzo para salir de la cama.

Había tomado una decisión aquella noche y tenía que ponerse en marcha para llevarla a cabo. Michael y Victoria, los hijos de Donald, habían impugnado el testamento en el que su padre le dejaba su casa y todas sus posesiones a Marianne, que llevaba meses soportando las cartas de sus abogados, cartas formales y crueles en las que le hacían saber que iban a alegar que ni Donald ni ella estaban en sus cabales.

Marianne había tomado la decisión de darles la casa y todo lo que había en ella. Estaba segura de que Donald se lo perdonaría. Su esposo había hecho todo lo que había estado en su mano para devolverle su maltrecha autoestima, pero Marianne no quería estar atada a nadie. Ni siquiera a su difunto marido. Necesitaba volver a ser libre, libre para vivir su vida como quisiera, sin importarle lo que los demás pensaran.

Así que lo único que se iba a llevar iba a ser su ropa, su guitarra y sus escuetos ahorros. Todo lo demás, incluso los regalos que Donald le había hecho durante su corto matrimonio, se lo iba a dejar a sus avariciosos hijos.

Aquella decisión la llenó de fuerza, así que pasó el resto del día limpiando la casa, colocando los libros en su sitio, haciendo su equipaje y volviendo a poner ciertos muebles en el sitio en el que estaban cuando se había ido a vivir con Donald.

Al terminar, sentía el cuerpo cansado tras el trabajo bien hecho. De aquella manera, habiendo invertido su energía en el trabajo físico, su mente no pudo enredarse en pensamientos negativos y aquella noche durmió como un bebé.

A la mañana siguiente, cuando miró por la ventana y vio que había vuelto a nevar, comprendió que no iba a poder salir a tocar con su guitarra, así que buscó la tarjeta de visita que le había entregado Eduardo de Souza. Tras descolgar el teléfono que había en el recibidor, marcó el número con dedos temblorosos. Mientras lo hacía, se dijo que estaba loca.

Pero podía seguir nevando durante días. La idea de seguir aislada se le hacía insoportable. Ahora que había tomado la decisión de empezar una nueva vida, estaba ansiosa por dejar el pasado atrás. Tenía que hacer algo más aparte de demostrarse a sí misma que podía actuar en público y de aceptar que estaba sola y a lo mejor aquello que estaba haciendo era lo que necesitaba.

A lo mejor.

–¿Sí? –contestó una voz masculina.

–¿El señor De Souza, por favor? –preguntó Marianne oyendo su propio corazón desbocado.

–¿De parte de quién?

«Debe de ser su mayordomo», pensó.

–De Marianne Lockwood –contestó nerviosa.

–Voy a ver si se pude poner. Un momento, por favor.

Marianne estuvo a punto de colgar varias veces mientras el mayordomo buscaba a su jefe. ¿Pero qué estaba haciendo? No tenía ni idea de cómo se hacía el trabajo de un ama de llaves y, además, no sabía cómo sería Eduardo de Souza como jefe. Seguro que sería exigente, seguro que le recriminaría sus errores, seguro que examinaría su trabajo con lupa, seguro que se arrepentiría de aquel día en el que se le había ocurrido aceptar su oferta.

Aun así, a pesar de todas aquellas dudas, su intuición le gritaba con fuerza que lo intentara, que siguiera adelante.

–¿Marianne?

La voz de su futuro jefe parecía la de una persona a la que habían interrumpido haciendo un esfuerzo físico.

–Sí, soy Marianne, la de la guitarra –contestó nerviosa–. Espero que no le importe que lo llame... como me dijo que...

–¿Qué pasa?

Marianne miró al cielo y pidió valor.

–Necesito un trabajo... y una casa –contestó tomando aire profundamente y contando hasta diez para no sucumbir ante el miedo–. ¿Sigue buscando un ama de llaves?

Eduardo sintió el sudor resbalándole por la frente. El fisioterapeuta le había colocado la pierna en otra postura imposible para comprobar su flexibilidad. Aquel hombre era un torturador profesional.

Eduardo maldijo en voz alta. El terapeuta lo miró asustado, le volvió a colocar la pierna en su posición normal y le pidió perdón. Tumbado en la camilla, mirando al techo, Eduardo sintió que la respiración le volvía a la normalidad.

–¿Hemos terminado? –le preguntó molesto.

El chico sonrió con compasión.

–Sí, creo que por hoy ha sido suficiente, señor De Souza –contestó–. No fuerce hoy y duerma bien esta noche. –¿Esos tópicos se lo enseñan en la carrera? –le espetó Eduardo furioso.

Acto seguido, se tumbó de lado, se ayudó con las manos y se incorporó sin permitir que el fisioterapeuta lo ayudara.

–El descanso es el mejor remedio cuando queremos que algo se cure –contestó el joven sin ofenderse–. Si descansamos, permitimos que nuestro cuerpo conecte con su propio poder sanador. Sé que hoy ha sido una sesión dura, pero me complace decirle que su pierna se está recuperando de la última operación. En un par de meses, notará una mejora significativa a la hora de andar. Me atrevo a garantizárselo.

–Deme la mano –le pidió para ponerse en pie.

No tenía más remedio que pedir ayuda y le humillaba tener que hacerlo, pero así eran las cosas ahora.

Al oír que se abría y se cerraba la puerta de la entrada, recordó que le había dicho a Ricardo que fuera a buscar a Marianne en el todoterreno. Resultaba de lo más irónico. Ahí estaba él, pensando en cuánto le costaba aceptar ayuda de los demás, y le acababa de ofrecer un trabajo a una chica a la que no conocía de nada.

Eduardo se preguntó por qué habría cambiado Marianne de parecer. Tal vez, fuera fácil de entender. El sentido común. Y el frío, claro. Por fin, ahora podría dejar de pensar en su bienestar y de preocuparse por si se la llevaban al hospital con hipotermia.