Amor sincero - Cathleen Galitz - E-Book
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Amor sincero E-Book

Cathleen Galitz

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Beschreibung

Cuando el padre de Caitlyn Flynn cayó enfermo, ella, para complacerlo, aceptó casarse con el hombre que era su mano derecha en el negocio. Pero el rudo vaquero Grant Davis era muy distinto de los jovencitos universitarios que Caitlyn había conocido. Además de ser muy atractivo, era un hombre de verdad... ¡y ella era su esposa! Grant estaba seguro de que un pozo petrolífero en Wyoming no era lugar para una señorita. Ni su cama el sitio apropiado para la virtuosa e inocente Caitlyn. Grant creía que un simple beso en los labios de su remilgada esposa le dejaría las cosas claras, pero no se paró a pensar que sus ideas estaban a punto de cambiar drásticamente...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Cathleen Galitz

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor sincero, n.º 949 - enero 2020

Título original: The Cowboy Takes a Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-106-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¿Y ahora qué? –preguntó Grant, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Detrás de él, Copper Mountain se elevaba sobre la llanura como una gran ballena negra recortándose en el cielo azul. Delante de él, se extendía el desierto cubierto de maleza por donde una estela de polvo anunciaba la llegada de un visitante inesperado a la plataforma petrolífera. No era una visitón grata.

Hacía un calor infame y estaba muy cansado. Lo que menos necesitaba en ese momento era otra interrupción. Por la mañana temprano había descubierto que el cable de perforación estaba tan gastado como su presupuesto, y había tenido que rebobinar otro nuevo. Encima, hacía una hora el barrenero había salido del barracón apestando a alcohol. El propietario se había ofrecido para ocupar su puesto, pero a sus cincuenta y ocho años, Paddy Flynn no era un hombre joven y debido a la rigurosa vida del yacimiento ya no estaba en condiciones de realizar tareas tan extenuantes.

Grant no estaba dispuesto a arriesgar la vida de sus trabajadores, así que no le quedó más remedio que despedir al hombre en el acto y hacer el trabajo él mismo, como siempre hacía en L.L. Drilling’s Operations. Bueno, lo que quedaba de la compañía.

Todos sabían que esa plataforma era la última esperanza de la compañía. Según las propias palabras de Paddy, si no encontraban pronto una bolsa de petróleo, estarían fundidos.

Grant veía desvanecerse su sueño de comprarse algún día un rancho. Ya había elegido el sitio. Un páramo en Wyoming que conservaba toda su belleza natural, en la falda de una montaña. Si cerraba los ojos casi podía verlo, casi podía oír el borboteo del agua del río que serpenteaba por una pradera tan grande como para cautivar el corazón de un hombre.

El ruido del vehículo deteniéndose abajo hizo que Grant abriese los ojos. Gruñó al ver al ocupante que salía de detrás del volante. Lo que le faltaba en ese momento era una mujer enfundada en unos vaqueros ajustados y una camiseta para distraer a la ya de por sí indisciplinada cuadrilla.

–¡Hola nena! –gritó alguien en cuanto la mujer puso el pie en el suelo.

El vehículo vibró ligeramente cuando ella cerró de un portazo. El todoterreno último modelo rojo indicó a Grant que la mujer era forastera. Nadie de Wyoming habría metido un vehículo nuevo por aquellas carreteras. Probablemente se habría perdido.

Incluso a lo lejos pudo ver que era muy atractiva. El sol se reflejaba en una mata de brillante cabello color caoba. Grant sintió que algo se agitaba en su interior cuando ella miró hacia arriba con los ojos entrecerrados, entre los voraces silbidos de los hombres que se la comían con los ojos.

Desafortunadamente, en vez de actuar inteligentemente y volver a la seguridad de su vehículo, la mujer inició el ascenso por las escaleras que conducían a la plataforma de perforación con toda la seguridad de un personaje de la realeza. Andaba con estilo mientras levantaba la barbilla, ignorando los silbidos y las pullas de los hombres. Grant pensó que o era muy valiente o muy estúpida.

Apostaba por lo último.

Dejando lo que estaba haciendo, se dirigió hacia las escaleras con la intención de cortarle el paso.

–El espectáculo ha terminado –gritó a los hombres–. ¡Volved al trabajo!

 

 

El padre de Caitlin siempre le había dicho que en Wyoming eran grandes y fuertes. Si el hombre que le bloqueaba el paso era un ejemplo de ellos, tendría que acostumbrarse a estirar el cuello para mirarlos a los ojos. Ese en particular no parecía demasiado amistoso cuando se plantó delante de ella en mitad de las escaleras.

–¿Se ha perdido?

–En absoluto. Sé exactamente dónde estoy –respondió ella, intentando ocultar el nerviosismo de su voz–. Soy la nueva geóloga.

Era una sensación maravillosa decir esas palabras en voz alta que ratificaban el sueño de su vida. Todo el mundo, empezando por su madre, Laura Leigh, había intentado disuadirla de que estudiase una carrera tan masculina.

–He dicho que soy la nueva geóloga –repitió.

Una sonrisa asomó en las comisuras de los labios del hombre mientras se frotaba la barbilla pensativamente. Caitlin casi podía oír el rasposo sonido de la incipiente barba, y un temblor revelador recorrió su cuerpo.

La posición de subordinación en las escaleras, colocaba a Caitlin en desventaja. Esperaba que él atribuyese el color de sus mejillas al calor del verano, y no al hecho de tener a la altura de sus ojos la cremallera de sus pantalones vaqueros. Su compañera de habitación en la universidad se burlaba de ella perversamente por su inexperiencia sexual. Decía que se ruborizaba tanto por ser la única universitaria virgen de América.

Tomando aire, intentó poner una nota de autoridad en su voz.

–Si me permite, me gustaría empezar a trabajar.

El hombre no se movió. Apoyado insolentemente en el pasamanos de metal, la miró con un par de ojos azules electrizantes y preguntó:

–¿Y quién le ha contratado exactamente, señorita Escarlata?

La burlona sonrisa que curvaba sus labios puso a Caitlin a la defensiva. Después de cuatro años de aguantar unas clases en las que había tenido que hacerse respetar, Caitlin no se dejaba intimidar fácilmente.

–Me ha contratado el dueño, y no pienso enseñarle mi diploma para pasar –replicó ella con impaciencia.

Cuando él habló tampoco había indicio de paciencia en su voz.

–Lo siento, señorita. Quienquiera que le haya hecho creer que tenía un trabajo aquí, le ha gastado una broma. No necesitamos a nadie de momento así que le aconsejo que, aparte de dejar de darse aires de superioridad, vuelva a montarse en su lujoso vehículo y regrese por donde ha venido. Encontrará un teléfono público en Lysite, no tiene pérdida. Es la ciudad más próxima.

¿Ciudad? Seguramente se refería a ese lugar por donde había pasado en el que había un puñado de edificios a un lado de la carretera, la mayoría bares. Apretando la mandíbula con determinación, Caitlin habló a través de los dientes.

–Si no se aparta, señor, me veré obligada a pasar por encima de su cabeza. No me gustaría tener que despedirlo –mintió.

Ante eso, el hombre echó la cabeza hacia atrás y se rio con estruendo.

–Si pudiese hacerlo, encanto, me haría el mayor favor de mi vida. Pero como no es el caso, voy a hacerle un favor. La escoltaré personalmente hasta su Jeep para que pueda salir de aquí con la virtud intacta.

Era el turno de Caitlin para burlarse.

–Con una cabeza tan burda como la suya –dijo ella, escupiendo las palabras–, ese sombrero que lleva debe de ser solo decorativo.

Toda intención de galantería desapareció de los ojos del hombre mientras se arrancaba el sombrero y la miraba furiosamente. El hecho de que su espeso cabello negro estuviese despeinado y empapado de sudor no le daba un aspecto menos sexy ni menos imponente.

–Me importa un pito si usted es geóloga o la emisaria del mismísimo Papa, una plataforma petrolífera no es lugar para una señorita… hablando en términos generales –bramó él, bajando al escalón donde estaba ella.

Caitlin tuvo que girarse para no caerse hacia atrás. El escalón era tan estrecho que estaba segura de que el hombre podía sentir el fuerte palpitar de su corazón al rozarse. Su contacto le provocó una sacudida de pura energía sexual. Clavada en su sitio, miró al hombre como si estuviese viendo al monstruo de Frankenstein.

–No voy a repetírselo –dijo él–. Si no se marcha ahora mismo por su propia voluntad, me veré obligado a sacarla de aquí.

Caitlin tuvo que contenerse para no quitarle la sonrisita de una bofetada a ese atractivo rostro. Ni por un momento dudó de que lo decía en serio. Se estremeció al imaginarse colgada del hombro de ese bárbaro ante el júbilo de la cuadrilla. Había trabajado mucho para llegar hasta allí como para que la echasen de esa manera tan cómica y brutal.

Uno de los hombres congregados en la plataforma, gritó:

–Apuesto a que Harry no se desharía tan rápido de una geóloga tan guapa.

–No le hagas caso, encanto. Sube –intervino otro–. ¡Puedes revisar mis rocas cuando quieras!

Grant giró la cabeza furiosamente. El hecho de que los hombres viesen cómo una insolente colegiala se burlaba de su autoridad solo sirvió para reforzar su decisión de sacarla de allí lo antes posible. Eso y el hecho de que ella estuviese intentando contener las lágrimas.

La única cosa del mundo que Grant no podía soportar eran las lágrimas de una mujer.

–¡Creo que dije que volvieseis al trabajo! –gritó Grant por encima del hombro.

Si pudiese localizar al que había hecho esas groseras insinuaciones que habían puesto a aquella preciosidad roja como un tomate, lo estrangularía personalmente.

–Última oportunidad, señorita –gruñó Grant, poniéndole las manos sobre los hombros–. Puede hacer esto con dignidad o sin ella, pero no va a quedarse aquí. No es seguro ni sensato.

Caitlin se estremeció como si sus manos fuesen de hierro candente, y la indignación prendió fuego a sus ojos del color de preciosas esmeraldas.

–¿Tiene idea de con quién está hablando? –le preguntó ella, golpeándole el pecho con un dedo.

Unas nubes negras tornaron los ojos azules de Grant en gris plomo. Caitlin sospechó que si hubiese sido un hombre le habría descoyuntado el dedo.

–¿Y usted? –gruñó él.

–¿Qué es todo este alboroto? –bramó una voz familiar.

Grant miró hacia abajo y vio a Paddy saliendo del remolque malhumorado. Con la voz cargada de ironía, Grant gritó a su socio:

–Llegas justo a tiempo. Tal vez tú puedas utilizar ese famoso encanto irlandés para explicar a esta muñeca que una plataforma petrolífera no es lugar para una mujer.

Para sorpresa de Grant, la simple presencia de Paddy consiguió todo lo que no había conseguido él con sus severas directrices. Hizo que la mujer se moviese, más bien que volase, bajando las escaleras a toda velocidad.

Su voz se elevó por encima del zumbido de las máquinas cuando gritó con incontrolada alegría:

–¡Papá!

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Un momento después Grant observó atónito cómo la mujer que aseguraba ser su nueva geóloga se abalanzaba en los brazos extendidos de Paddy.

No le extrañaba que le hubiese resultado tan familiar. Paddy le había estado poniendo bajo la nariz fotografías de su querida niña desde hacía una década. Hacía tiempo que estaba harto de oír lo maravillosa que era su princesita.

Grant no tenía que conocer personalmente a Caitlin Flynn para que le disgustase. Paddy hablaba de ella como si fuese la maravilla de Texas, igual que su madre, esa bruja sin corazón que le había dejado porque carecía de cultura y que desistió de intentar convertirlo en algo que nunca sería. Por supuesto Grant no había querido conocer toda la historia. Incluso después de diez años, las heridas de Paddy seguían tan abiertas que apenas hablaba de la mujer que le había destrozado el corazón, Laura Leigh, el nombre que él había puesto a la compañía, L.L. Drilling.

Tal vez por eso a Grant le costaba tanto entender la preocupación de Paddy porque su hija siguiese el mismo patrón que su madre. Con lo que Paddy había gastado en la universidad Ivy League de su hija, Grant podía haber pagado varias veces sus estudios en una universidad estatal. El destino no había sido tan amable con él como con la Pequeña Miss Texas. Sus oportunidades de ir a la universidad se habían desvanecido con la muerte de su padre y el suicidio de su madre.

Grant se secó la nuca con un pañuelo rojo y observó la escena que se estaba representando abajo. Por las animadas gesticulaciones de Caitlin, imaginó que estaba describiéndole a su padre lo mal que la había tratado. Guardándose el pañuelo en el bolsillo, decidió que era inútil seguir posponiendo lo inevitable. Había llegado el momento de conocer formalmente a Su Alteza Real, la Princesa de la Petulancia.

 

 

Caitlin estaba tan emocionada de ver a su padre que había olvidado momentáneamente a ese odioso hombre, el Vikingo Terrible. Segura en los brazos de su padre solo pensaba en la alegría de volver a estar con él después de tantos años. Las lágrimas inundaban sus ojos mientras presionaba el oído en su corazón, reconfortada por su palpitar. Caitlin estaba decidida a no permitir que nada la apartase jamás del refugio de esos brazos.

–Siento interrumpir este conmovedor momento, pero tenemos mucho trabajo.

La voz de Grant sonó como la grava crujiendo bajo sus pies mientras se aproximaba despacio, para darles tiempo a soltarse de ese emotivo abrazo. ¡Lo que daría él por abrazar a su padre una vez más!

Tomando la expresión afligida de Grant como desaprobación, Caitlin lo miró con desdén, y dijo con indignación:

–Papá, te agradecería que le dijeses a este, este… prepotente de tres al cuarto quién manda aquí.

La sonrisita de satisfacción que dirigió a Grant indicaba que iba a tener que arrastrarse si quería conservar su trabajo.

–Sí, papá –la imitó Grant, con una sarcástica sonrisa, cruzando sus musculosos brazos sobre el pecho–. Ya que tu hija no quiere escucharme, dile exactamente quién es el responsable de contratar y despedir al personal de esta compañía.

Paddy sonrió mientras sacudía la cabeza.

–Si ya habéis discutido bastante, chicos, me gustaría presentaros.

Ambos, Caitlin y Grant, se sintieron debidamente reprendidos con que Paddy los hubiese llamado chicos. Ansiosa de ser la primera en parecer una adulta, Caitlin le dio unas palmaditas a su padre en el hombro.

–Tienes razón, claro –y observando la palidez y el sudor en la frente de su padre, le dijo a Grant entre dientes–: ¿Quieres provocarle a mi padre un infarto?

–¿Yo? –él la miró boquiabierto de incredulidad–. Vienes aquí haciendo aspavientos como si fueses la Reina del Nilo, contoneándote delante de la cuadrilla con esos pantalones ceñidos, ¿y soy yo el que altera a tu padre?

–¡Haciendo aspavientos! –repitió ella–. ¡Contoneándome!

Grant se puso una mano detrás de la oreja.

–¿Oigo un eco?

–Vamos, vamos, chicos… –Paddy suspiró–. No deberíamos airear los trapos sucios delante de la gente. Sugiero que entremos al remolque y resolvamos esto con una buena cerveza fría.

Caitlin apretó los labios con desaprobación.

–Ya sabes lo que dice el médico de los triglicéridos.

–No empieces con esas tonterías –dijo Paddy, y miró a Grant–. Le gusta fastidiarme con la dieta. Dice que tengo muy alto el colesterol.

–Sabes que es por tu bien –persistió ella.

–¡A la mi…! –Paddy corrigió rápidamente la palabrota y dirigió a Grant una mirada de advertencia.

Grant puso los ojos en blanco. Era sorprendente ver el poder que tenía esa muchacha sobre su padre.

–Tu hija no es la única que se preocupa de tu salud –dijo Grant lentamente–. Yo tampoco creo que necesites una cerveza, y después de despedir a Harry por beber en el trabajo, no creo que yo deba aparecer en la plataforma oliendo a cerveza.

–Tienes razón –dijo Paddy, asintiendo afablemente con la cabeza–. Caitlin y tú podéis tomar un refresco –y rodeando a su hija con el brazo se dirigió al remolque, diciendo por encima del hombro–: ¡Tomaos un descanso, muchachos!

Arrastrándose miserablemente detrás de ellos, Grant intentó no fijarse en los vaqueros que ceñían el esbelto trasero de Caitlin contoneándose delante de él. Estaba celoso de que Paddy concentrase toda su atención en la hija pródiga a la que no veía desde hacía años.

–No te preocupes –oyó que Caitlin le decía a Paddy–. Antes de que te des cuenta mis comidas sustituirán el petróleo de tus venas con sangre roja y saludable.

–Querrás decir sangre azul –farfulló Grant, abriéndoles la puerta.

–Qué caballero –se burló Caitlin con desprecio.

Convencido de que un buen beso borraría de sus labios esa sonrisita de suficiencia, Grant se la imaginó con el cuello de cisne doblado y la boca aprisionada por la suya. Como si intentase cerrar su mente a esos pensamientos, dio un portazo tras de sí.

 

 

Caitlin tardó un momento en acostumbrarse a la penumbra del remolque. Se sorprendió de ver que estaba relativamente ordenado, aunque sin lujos. Platos lavados y secándose en el escurridero de la pila, ropa colgada, revistas apiladas junto a un burdo sofá tapizado lleno de manchas y un sillón reclinable de vinilo. Teniendo en cuenta las rigurosas condiciones del lugar, Caitlin estaba impresionada.

–Siéntate, cariño –dijo Paddy, señalando una pequeña mesa y dos sillas.

Caitlin obedeció, y Grant sacó una silla plegable de un armario y se sentó justo frente a ella. Los dos intercambiaron frías miradas mientras Paddy sacaba cubitos de hielo del frigorífico, y ponía sobre la mesa dos vasos de gaseosa y una cerveza helada.

–Muy bien –dijo Paddy tras dar un buen trago a su cerveza–. Caitlin, me gustaría presentarte a Grant Davis.

Davis… El nombre le resultaba familiar a Caitlin y rebuscó en su memoria pero no pudo localizarlo.

–Y, Grant, esta es mi hija, Caitlin.

Cuando la presentación estuvo hecha y no hubo más que un silencio hostil, el buen humor de Paddy estalló:

–¿Qué es lo que pasa aquí? No imaginaba que una visita de mi hija te provocaría tanta animosidad, Grant, ni que…

–¿Entonces se trata simplemente de una visita? –dijo Grant, volviéndose hacia Caitlin con incredulidad–. Bueno, en ese caso, siento haberme comportado como un…

Caitlin interrumpió sus disculpas agitando la mano furiosamente y dirigiéndose a su padre.

–No, no se trata simplemente de una visita. He venido a trabajar para ti, papá. Supongo que no te habrás gastado una fortuna en enviarme a la universidad para darme una palmadita en la cabeza y echarme como si fuese un lindo cachorrito, ¿verdad?

–Por supuesto que no –farfulló Paddy–. Es solo que no necesitamos un geólogo, cielo.

–No lo necesitamos –confirmó Grant.