Melodía de soledad - Cathleen Galitz - E-Book

Melodía de soledad E-Book

Cathleen Galitz

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Beschreibung

¿Desde cuándo era buena idea acostarse con el jefe? El ranchero Toby Danforth estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Por eso era importante dar con una niñera para su hijo que siguiera sus reglas. Pero acabó encontrando a una mujer bella y enormemente testaruda, que tenía el don de saber tratar a su hijo... y el talento de recordarle a él lo que podía haber entre un hombre y una mujer... Heather Burroughs jamás había conocido a un hombre tan sexy como Toby. Aunque no estaban de acuerdo en casi nada, aquellos besos apasionados le impedían protestar. Pero Heather sabía que caminaba por terreno peligroso...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Melodía de soledad, n.º 5519 - febrero 2017

Título original: Cowboy Crescendo

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9350-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

De pie en el umbral del salón del hombre que la había contratado, Heather Burroughs no podía dar crédito a la chocante escena que estaba presenciando.

Como la puerta de entrada a la casa no tenía timbre había usado los nudillos, pero, a pesar de su insistencia, nadie había acudido a su llamada. Había probado a girar el picaporte, y al ver que la puerta estaba abierta, había entrado y había seguido el sonido de una voz masculina hasta llegar al lugar donde se encontraba en ese momento. El dueño de aquella voz resultó ser un hombre increíblemente guapo, pero aquello no disminuyó ni un ápice la impresión de que la había contratado un monstruo… un monstruo cruel que estaba torturando a un pobre niño con una galleta con trocitos de chocolate.

—Vamos, Dylan —estaba ordenándole exasperado—. Si lo dices, te la daré.

Tan enfrascado estaba el hombre en sus intentos por imponer su voluntad sobre la del pequeño, que no advirtió la presencia de Heather.

El chiquillo, que no tendría más de tres años, alzaba desesperado sus manitas regordetas hacia la golosina que el monstruo sostenía frente a él, pero cada vez que sus dedos la rozaban, la ponía fuera de su alcance. Las lágrimas que la frustración había hecho aflorar a los ojos del pequeño empezaron a rodar por sus mejillas sonrosadas, y el hombre maldijo entre dientes.

—¡Vamos, Dylan!, ¡sólo tienes que decirlo!

No podía seguir allí de pie sin hacer nada, se dijo Heather, aunque significase perder aquel empleo el primer día, y aunque aquel empleo supusiese la diferencia entre no tener que depender de sus padres y dormir en el banco de un parque.

—¡Démela!

Ignorando la expresión patidifusa del hombre, que había girado la cabeza al oírla, Heather se dirigió hacia él a grandes zancadas y le arrancó la galleta de la mano. Después, agachándose, secó las lágrimas del niño con el puño de una manga, y se la dio.

El chiquillo se la metió en la boca a toda velocidad para que su padre no pudiera requisarla, y sonrió a Heather con la cara pringada de churretes de chocolate y los carrillos llenos.

—¿Se puede saber quién diablos es usted, y qué se cree que está haciendo? —exigió saber Tobías Danforth, aún acuclillado en el suelo frente al niño.

La tela de los vaqueros, tirante sobre los muslos en esa posición, quedó más holgada cuando se levantó y miró a la joven, profundamente irritado. Debía medir más de un metro ochenta, lo que lo hacía un gigante en comparación con el metro sesenta y cinco de Heather, que de pronto se sintió como David frente a Goliat… y sin honda.

—Soy la niñera que envía la agencia de empleo —le dijo, armándose de valor—, y lo que he hecho ha sido poner fin al tormento al que tenía sometido a este chiquillo. Por si no se ha dado cuenta, señor Danforth, es un niño, no un perro al que pueda enseñar trucos prometiéndole galletas.

—¿Cómo se atreve…?

—Me atrevo porque me importa. Ésa no es manera de educar a un niño —lo cortó ella, alzando la barbilla desafiante.

Los ojos azules de Tobías Danforth la miraron como si quisieran fulminarla, pero Heather había tenido a algunos de los profesores de música más estrictos y desagradables del planeta, y no se arredraba fácilmente ante esas tácticas intimidatorias.

—¿Y cree que a mí no me importa mi propio hijo? —le espetó el hombre en un tono sardónico.

El brillo feroz de sus ojos habría hecho huir a un lobo, pero Heather puso los brazos en jarras, manteniéndose firme a pesar del leve temblor que sentía en las piernas.

—Dudo que los servicios sociales aprobaran medidas educativas como la que acabo de verle aplicar con su hijo —contestó.

Tobías Danforth apretó la mandíbula.

—Salga de mi casa.

Aunque las palabras habían sido pronunciadas en un tono tan suave que el niño apenas sí dio un ligero respingo, hicieron estremecer a Heather.

«Adiós trabajo», pensó, preguntándose cómo iba a explicar aquello en la agencia de empleo. Quizá había estado fuera de lugar entrometerse, pero no había podido evitarlo.

El envalentonamiento que acababa de demostrar ante aquel hombre era en realidad algo reciente en ella, algo que había surgido un día, tras veinticinco años de sumisión a sus padres, cuando ya no había podido más. Habían amenazado con desheredarla si se encabezonaba en actuar contra su voluntad, pero ella se había adelantado, marchándose de casa.

Se sentía orgullosa de haberse enfrentado a ellos y haber tomado las riendas de su vida, pero todavía tenía que aprender a atemperar con prudencia esa vena justiciera que le salía. De lo contrario, acabaría teniendo que vivir de la caridad.

Pero hasta eso sería preferible a trabajar para un hombre que le recordaba tanto a su severo y exigente padre, se dijo irguiéndose con dignidad y dirigiéndose hacia la puerta.

Sin embargo, apenas había dado tres pasos cuando una voz infantil la hizo detenerse:

—¡Alleta!

Como si de una máscara de blanda cera se tratase, el rostro de Tobías Danforth se transformó al escuchar a su hijo. El gélido brillo de sus ojos se derritió al instante, y poniéndose de rodillas tomó al niño por los hombros y lo miró a los ojos.

—¿Qué es lo que has dicho?

Si sus manos no hubiesen estado temblando, Heather habría pensado, por la fuerza con que tenía asidos los hombros del pequeño, que iba a zarandearlo para sacarle una respuesta.

—Ha dicho «galleta» —intervino contrariada—, y por si le interesa mi opinión, yo diría que quiere otra.

—¿Otra? ¡Por mí puede comerse la bolsa entera! —exclamó Tobías Danforth, con una euforia que dejó aún más aturdida a Heather.

Tomó al pequeño por debajo de las axilas, y lo hizo girar con él riendo. La expresión de radiante felicidad de su rostro hizo que los latidos del corazón de Heather se aceleraran. ¿Sería posible que se hubiese equivocado y después de todo aquel ogro fuera un buen hombre?

El chiquillo reía también, y cuando dejaron de girar repitió la hazaña que había provocado el entusiasmo de su padre:

—¡Alleta!

El juicio que Heather había hecho del hombre se desmoronó como un castillo de naipes al ver lágrimas en sus ojos cuando bajó al niño y le alborotó el oscuro cabello.

Las gentes del lugar lo tenían por un millonario excéntrico con vocación de ermitaño, y a Heather no le extrañaba, porque para quienes habían nacido y crecido en aquellas tierras inhóspitas, era inconcebible que un hombre de su posición hubiese renegado de la vida fácil y las comodidades para dedicarse a la ganadería como si fuese una afición similar a la de otros ricos, como el polo o el golf.

Sin embargo, para Heather, lo que resultaba verdaderamente sorprendente era que un hombre así pudiese conmoverse de semejante manera con los balbuceos de un niño pequeño.

Tobías Danforth tomó la bolsa de galletas de una estantería y se agachó para dársela al chiquillo. El niño le rodeó el cuello con los bracitos, cubriéndole el rostro de besos, y, al verlo, la primera impresión que Heather había tenido de su padre se disipó por completo.

La escena era tan enternecedora y a la vez tan distinta de lo que había sido su propia infancia, que Heather sintió una punzada de arrepentimiento por haber fastidiado aquel empleo.

Sin embargo, cuando estaba girándose sobre los talones para marcharse, la voz de Tobías Danforth, grave pero al mismo tiempo amable, la detuvo:

—¿Y usted dónde cree que va?

Heather se volvió, y cuando vio su rostro cubierto de marcas de chocolate por los besos de su hijo, no pudo evitar prorrumpir en una suave risa. Los labios de Tobías Danforth se arquearon en una leve sonrisa, y de pronto pareció un hombre mucho menos temible.

—Acaba de despedirme —le recordó ella quedamente.

Tobías Danforth sacó un pañuelo blanco del bolsillo de su pantalón y se limpió con él la cara.

—Bueno, pues considere revocado el despido.

Heather respiró aliviada.

—Déjeme ayudarlo —le dijo, quitándole el pañuelo para limpiar unas miguitas que habían quedado junto a los labios.

Los ojos de Tobías Danforth se encontraron con los suyos, y de repente, lo que había sido un gesto espontáneo, impulsado por un mero deseo de disculparse y agradar, se convirtió en algo extrañamente íntimo. Heather sintió un cosquilleo eléctrico en la nuca, que pareció transmitirse por todas las ramificaciones nerviosas de su cuerpo, y notó que las mejillas le ardían.

¿Por qué había reaccionado así?, se preguntó, irritada consigo misma. ¿Acaso no había aprendido ya la lección? No podía caer en el mismo comportamiento ingenuo que la había hecho vulnerable al hombre que había empezado siendo su mentor y había acabado rompiéndole el corazón. Además, enamorarse del hombre para el que iba a trabajar sólo le acarrearía problemas.

—Yo… le doy las gracias por esta segunda oportunidad, pero creo que deberíamos hablar de las condiciones de empleo —comenzó vacilante—. Es evidente que quiere a su hijo, pero no estoy muy de acuerdo con su manera de educar.

—¿Se refiere al ejercicio que estaba poniendo en práctica por indicación de la logopeda, que usted ha interrumpido, y que tan groseramente ha comparado con enseñarle trucos a un perro?

Heather se puso roja como un tomate. ¿Cómo podía haber sabido que aquello que estaba haciendo era parte del tratamiento prescrito por una especialista?

—Lo… lo siento —balbució, deseando que hubiera algún modo posible de volver a empezar de nuevo.

Tobías Danforth se pasó una mano por el cabello. Lo tenía castaño, pero el trabajar bajo el intenso sol de Wyoming le había aclarado las puntas, y aunque necesitaba un buen corte, a Heather le pareció que ese aspecto descuidado lo hacía más atractivo.

—No se disculpe. Ha tenido más éxito con Dylan en los cinco minutos que lleva aquí, que yo desde que su madre se marchó —admitió él.

Sus palabras destilaban una cierta amargura, y las arrugas que se habían formado en su frente delataban su desesperación.

Heather se preguntó qué habría empujado a la madre del chico a dejar a su esposo y su hijo. ¿Se habría sentido asfixiada quizá por la soledad de aquel lugar, a kilómetros del vecino más cercano? ¿Tal vez la culpa había sido de su marido?

Sin embargo, hubieran sido cuales hubieran sido sus motivos, nada podía disculpar el dolor que le había causado a su hijo. Sabía muy bien cómo debía sentirse Dylan, porque ella había pasado por algo similar, sólo que, al contrario que él, tampoco había contado con el amor de su padre. Ni él ni su madre habían sido nunca afectuosos con ella.

Siendo muy pequeña, la habían mandado interna a una elitista escuela de música. Durante toda su infancia y adolescencia le habían repetido mil veces que tenía que estar agradecida por los sacrificios que hacían para poder mandarla a una escuela tan cara donde pudiera desarrollar su don natural, pero en realidad sólo les interesaba poder presumir de niña prodigio frente a sus amistades. Para ella, que sólo había querido su cariño, había sido como un destierro.

—En caso de que en la agencia de empleo no se lo hayan dicho, señorita Burroughs —le dijo Tobías Danforth—, Dylan tiene problemas de desarrollo lingüístico.

Las últimas palabras parecieron atragantársele, pero carraspeó y continuó hablando:

—No sé si lo que acaba de ocurrir ha sido una mera casualidad o no, pero tengo la esperanza de que pueda ayudar a mi hijo a abrirse con el talento que comparten para la música —añadió señalando un piano de cola con un ademán de la mano.

Al mirarlo, una mezcla de emociones contradictorias invadió a Heather. Parte de ella ansiaba recorrer las hermosas teclas de marfil con sus dedos, pero otra ya había cerrado la tapa en su mente, como había dado por cerrada aquella etapa de su vida para siempre.

—En su currículum decía que durante varios años ha sido usted concertista. Dylan tiene un talento especial para la música. A sus tres años y sin haber recibido ningún tipo de formación es capaz de interpretar melodías al piano.

Heather resopló y se volvió hacia él.

—Espero que no esté pensando en mandarlo a una escuela especial, como hicieron mis padres conmigo. Aunque por aquel entonces yo tenía siete años, cuatro más que su hijo, no era lo suficientemente mayor como para soportar las presiones a las que me vi sometida allí.

Tobías Danforth la miró sorprendido.

—No tengo la más mínima intención de mandarlo a ninguna parte —contestó sacudiendo la cabeza—. Su madre se sentía constreñida por la vida familiar, pero yo no. Quiero a mi hijo, y haré lo que sea para que vuelva a hablar, aunque sea tentándolo con golosinas, como me aconsejó la logopeda.

Heather se sonrojó ante la reprimenda implícita que había en sus palabras, pero quería que quedara claro que no aprobaba esa clase de métodos.

—Siempre y cuando no me obligue a mí a hacer lo mismo, estoy dispuesta a prestarle todo mi apoyo —le dijo.

—Me parece justo —contestó él, enarcando una ceja—. Lo único que espero es que sea capaz de arrancar de mi hijo las notas que lo hagan salir de su caparazón.

«Arrancar notas»… Consciente del valor simbólico de aquellas palabras tan cuidadosamente escogidas, Heather también se cuidó de escoger bien las de su respuesta. Aunque la intención del señor Danforth fuera buena, jamás le haría a un niño lo que le habían hecho a ella, jamás convertiría en una maldición el hermoso don que Dios le había dado.

—Estaré encantada de ayudar a Dylan a desarrollar sus aptitudes musicales… siempre y cuando sea lo que él quiera.

Tobías Danforth pareció satisfecho.

—Perfecto. Como supongo que le habrán informado en la agencia, tendrá que limpiar la casa y cocinar, pero eso siempre será secundario al cuidado de Dylan. Además, tampoco soy muy exigente en ese aspecto, por si eso la tranquiliza.

Bueno, en cierto modo sus palabras sí la tranquilizaron… sobre todo teniendo en cuenta que aquel era su primer empleo, y que tenía tan poca experiencia en la cocina como cuidando niños. En cambio calmar sus hormonas, que andaban revueltas, era algo muy distinto. ¿Cómo iba a tranquilizarse cuando según su contrato iba a vivir al menos seis meses bajo el mismo techo que un hombre que parecía una estrella de cine?

—Ya es tarde para presentaciones, pero si no te importa preferiría que nos tuteásemos, y que me llames «Toby» en vez de «señor Danforth» o «Tobías» —le dijo él, tendiéndole la mano.

Al estrecharla, Heather volvió a sentir aquel cosquilleo recorriéndola otra vez de arriba abajo. Las manos de Tobías Danforth eran manos endurecidas por el trabajo, no como las de Josef, suaves manos de pianista que la habían tocado con el mismo virtuosismo que demostraba en cada concierto, pero que a la vez la habían hecho sufrir de un modo indecible.

—Y a Dylan tampoco hace falta ya que te lo presente —continuó Toby.

Al oír su nombre, el niño soltó la bolsa de galletas y extendió los brazos hacia Heather, que, a pesar de los churretes de chocolate de sus manos no dudó en alzar al pequeño. Dylan le rodeó el cuello con los brazos y el cariñoso beso que imprimió en su mejilla dejó huella también en el corazón de la joven.

—Parece amor a primera vista —dijo su padre con una sonrisa.

Heather dio un respingo. Aunque el contexto no tenía nada que ver, las palabras de Toby eran las mismas que su padre había pronunciado el día que le presentara a Josef. Su relación había acabado en desastre, y no quería que la historia volviese a repetirse.

Por eso no podía encariñarse con Dylan ni con Toby. Aquel empleo no debía ser más que un modo de ganar el dinero suficiente para no tener que volver a depender nunca de su padre, ni de Josef, ni de ningún otro hombre.

Su padre y Josef… No era de extrañar que cada vez que recordara a uno el otro surgiera inmediatamente en su mente, porque cuando Josef le dio la espalda, sus padres hicieron lo mismo.

Había decidido dejar su carrera musical y estudiar pedagogía, pero para eso necesitaba ahorrar lo suficiente como para poder matricularse en la universidad el año siguiente. Inspirando profundamente, esbozó una sonrisa, y le preguntó a Toby.

—Bueno, ¿y cuándo empiezo?

—Pues… cuanto antes mejor —respondió él, frunciendo los labios y señalando en derredor con un ademán de la mano.

Aunque el salón no estaba desordenado, los muebles tenían polvo, y las alfombras necesitaban que se les pasase la aspiradora.

—La empleada del hogar que tenía nos dejó hace dos semanas por problemas de salud, y desde entonces esto es un caos —añadió Toby—. El haber tenido que estar pendiente de Dylan todo el tiempo estas dos semanas y que ocuparme de las comidas me ha obligado a desatender las tareas del rancho.

Parecía verdaderamente tan abrumado por sus circunstancias, tan vulnerable y fuerte al mismo tiempo, que Heather no pudo evitar sentir una cierta empatía hacia él. Comprendía muy bien lo difícil que por su orgullo debía resultarle pedir ayuda.

—Ya veo —dijo—. Bueno, tengo las maletas fuera, en el maletero del coche, así que, si me dices cuál va a ser mi habitación, desharé el equipaje y me pondré manos a la obra.

La expresión de agradecimiento del rostro de Toby fue tan obvia, que Heather se sintió estremecer por dentro.

—Por cierto, antes de que lo olvide… —añadió Toby—. Dentro de un par de días Dylan y yo tenemos que asistir a una reunión familiar… bueno, en realidad es un evento formal, y me gustaría que nos acompañases, así que si no has traído con tu equipaje algún vestido que te pueda servir, podemos acercarnos a la ciudad el fin de semana para que te compres uno.

A Heather le estaba costando procesar todo lo que había ocurrido en sólo quince minutos: la había despedido, después la había readmitido, ¡y de pronto la invitaba a una reunión familiar!

—No será necesario —respondió, intentando no mostrar su nerviosismo ante la idea. Siempre se sentía tímida entre gente a la que no conocía—. Aunque mi vestuario es algo limitado, creo que me las podré arreglar.

Sólo esperaba que para ir a esa reunión familiar no tuvieran que tomar un avión. Su miedo a los aviones había sido una cruz para ella ya que desde niña había tenido que viajar de una punta a otra del país para dar recitales. De hecho, era tal el pavor que le daba volar, que siempre que podía hacía una ruta alternativa por tren o autobús, aunque tardara más.

La tensión se disipó del rostro de Toby y fue reemplazada por una amplia sonrisa. Heather sintió mariposas en el estómago, pero, queriendo oponerse a la atracción física que sentía por él, se dijo obstinadamente que se debía tan sólo a los nervios del primer día de trabajo.

—Estupendo; un problema menos —dijo Toby—, pero asegúrate de llevarte ropa fresca. Mi hermana me ha dicho que, para la época del año en la que estamos, está haciendo un calor inusitado en Savannah —añadió—. ¿He dicho ya que volamos allí el lunes?

Dylan se puso a dar palmas al oír la palabra «volar», pero a Heather se le cayó el alma a los pies.

Capítulo Dos

 

Tras ayudar a Heather a subir las maletas a la que iba a ser su habitación, Toby dejó a Dylan en el salón, jugando con sus bloques de madera, y fue a su estudio para revisar los libros de contabilidad antes de volver al trabajo.

Sin embargo, diez minutos después estaba con los libros abiertos delante de él, un lápiz en la mano… y la mente en otra parte, o más bien en cierta persona.

La primera impresión que había tenido de Heather por aquel episodio de la galleta había sido la de una joven de fuerte carácter que no estaba dispuesta a dejar que le dijeran cómo tenía que hacer las cosas. Casi parecía que fuese él el subordinado y no ella.

Sí, en un primer momento le había resultado irritante, aunque aquel arranque justiciero de hada madrina que le había dado había sido en el fondo tan adorable que le habría sido imposible no perdonarla.

Además, ¿cómo podría no perdonar a una criatura tan encantadora? Porque, con aquellos hermosos ojos grises, esos tentadores labios, esa figura llena de suaves curvas… Toby interrumpió inmediatamente sus pensamientos. «¿En qué diablos estás pensando?», se reprendió, «¡va a ser la niñera de Dylan!».

Si era guapa o no, era secundario. Lo importante era que parecía haber congeniado con su hijo, y aquello era casi un milagro, porque Dylan nunca se abría tan rápidamente a los extraños. Y, por otra parte, tal vez sólo hubiese sido una coincidencia, pero parecía haber sido el catalizador que había hecho que Dylan pronunciara su primera palabra tras la marcha de su ex mujer, Sheila.

Sin embargo, era pronto para lanzar las campanas al vuelo. Sheila no había soportado vivir en aquel lugar, «en medio de ninguna parte», y nada invitaba a pensar que una mujer joven y bonita como Heather, como lo había sido Sheila, fuese a ser distinta a ese respecto.