Culpable o inocente - Cathleen Galitz - E-Book

Culpable o inocente E-Book

Cathleen Galitz

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Beschreibung

A pesar de estar acusado de un delito que no había cometido, Sebastian Wescott no estaba dispuesto a admitir que necesitaba ayuda. Él sabía que era inocente y no necesitaba que Susan Wysocki, aquella guapísima abogada de ojos vulnerables, lo demostrara. Pero Susan sí lo necesitaba a él; aquel caso podría darle cierta reputación que podría ayudarla a salvar su negocio. Para empeorar la cosas, entre ellos había surgido una inmediata atracción que ninguno de los dos podía negar. Y, mientras Susan se esforzaba en probar su inocencia, él cada vez se sentía más culpable... ¡porque estaba enamorándose locamente de ella!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Culpable o inocente, n.º 1154 - noviembre 2017

Título original: Tall, Dark… and Framed?

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-493-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–¡Sebastian Wescott ha sido arrestado!

La noticia se extendió por el Texas Cattleman’s Club como un incendio en época de sequía. Los rumores comenzaron a correr por los salones, creciendo en intensidad hasta que los miembros de club estallaron. Un selecto grupo de ellos no tardó en abandonar el póker, en el que estaban en juego enormes sumas de dinero, para retirarse en dirección a un salón privado en la parte de atrás del club. Allí, a puerta cerrada, tenían lugar las discusiones más serias.

Un samovar de plata mantenía el café caliente, que nadie tomaba, junto a un juego de fina porcelana con el escudo distintivo del club. Corría el licor, mientras los rumores se extendían de salón en salón, por aquel edificio casi centenario. Los miembros de aquella institución de élite no eran solo conocidos entre ellos. Pocas personas habrían adivinado, por el modesto exterior, que aquel club era en realidad el enclave de un prestigioso grupo social dedicado a misiones secretas. Se consideraban a sí mismos más que amigos o hermanos, dado que en muchas ocasiones la vida de los unos dependía de los otros.

El hecho de que Sebastian hubiera caído en desgracia fue un golpe para todos. Su hermanastro, Dorian, parecía inconsolable, mientras relataba a los miembros los acontecimientos que habían culminado con la detención. No era un secreto para nadie que Dorian llevaba semanas muy preocupado por Sebastian. Su inquietud había sido motivo de charla en más de una ocasión, llegando incluso a hartar a algunos miembros. El club era un lugar al que acudían para relajarse después de un duro día de trabajo, no para lamentarse por los estúpidos rumores sobre uno de sus miembros. No obstante, la preocupación de Dorian parecía por fin tener fundamento.

–Si hubiera algún modo de ayudar a Sebastian sin comprometer el nombre del club –se lamentó William Bradford, el socio de Sebastian en Wescott Oil Enterprises, preocupado no solo por el negocio, sino también por el hijo de su viejo amigo Jack Wescott.

–Sebastian dice que estaba en viaje de negocios la noche en que Eric Chambers fue asesinado, pero creo que se niega a proporcionarle una coartada a su abogado –intervino Dorian.

Dorian había sido aceptado unánimemente como miembro del club hacía poco tiempo, ante la insistencia de Sebastian. Como miembro de pleno derecho, estaba al tanto del tipo de operaciones a que se dedicaba el club, pero no llevaba en él el suficiente tiempo como para conocer los detalles de esas misiones que, en ocasiones, mantenían a sus miembros lejos de Texas por un plazo indeterminado de tiempo.

No sería Jason Windover, un agente de la CIA retirado, quien le explicara a aquel novato que Sebastian solía utilizar la excusa de los negocios como tapadera de las misiones. Desde el principio Dorian le había desagradado y, por desgracia, el tiempo no había logrado mejorar esa primera impresión. De hecho, Jason se había mostrado reacio a aceptar a Dorian como miembro del club, y solo lo había hecho como favor especial hacia Sebastian. Jason se negaba a poner en peligro una larga amistad, por eso había dejado a un lado sus reticencias y había votado a favor de la admisión sin decir palabra. Era de suponer que sus sospechas se debieran a su vida pasada, como agente secreto. Observando a Dorian en ese momento, ni él ni nadie habría dudado de la sinceridad de sus sentimientos.

–Yo digo que lo menos que podemos hacer por él es pagar la fianza –sugirió William Bradford sin molestarse en aclarar el malentendido de Dorian en cuanto al paradero de su hermano la noche del crimen–. Teniendo en cuenta el intenso escrutinio a que se ven sometidos los fondos de la Wescott Oil Enterprises, no sería conveniente tocar ni un céntimo.

–¿Sugieres que pongamos entre todos el millón de dólares de fianza? –preguntó Dorian atónito.

–Calderilla –comentó Keith Owen sin parpadear, dueño de una prestigiosa firma de sofware–. Contad conmigo.

–Y conmigo –afirmó el adinerado Jason sin vacilar, quien habría estado dispuesto a cualquier cosa por su amigo.

Cuando Dorian comenzó a balbucear, incrédulo ante tanta generosidad, todos le aseguraron que en realidad no estaban arriesgando ese dinero. Ninguno de los presentes creía que Sebastian fuera a huir, una vez pagada la fianza. Nadie dudaba de su inocencia. Dorian se lamentó entonces de no tener apenas dinero.

–Desearía poder hacer algo, ojalá hubiera podido convencer al cabezota de mi hermano de que me dejara ayudarlo. Bueno, todos sabéis cómo es, jamás le ha gustado pedir ayuda. Prefiere ocuparse de todo solo, a aceptar el consejo de personas de mente serena y lúcida. Últimamente estaba más irascible, más agresivo de lo normal. De no haberlo conocido mejor, me habría sentido tentado a creer que… –Dorian se interrumpió en mitad de la frase, comprendiendo que quizá hubiera dicho más de lo que debía. Pero al menos tuvo la decencia de mostrarse avergonzado–. Lo siento, no debí hablar así. He estado tan preocupado que…

Ansioso por cambiar de conversación, Jason lo interrumpió rápidamente, diciendo:

–No es necesario que te disculpes. Por desgracia, hay un asunto que no podemos ignorar. Teniendo en cuenta que el organizador del baile anual de caridad del Cattleman’s Club está bajo arresto, creo que lo mejor será cancelarlo.

Ni siquiera el alcohol pudo evitar el mal sabor de boca que ese anuncio produjo entre los miembros. Aparte del hecho de que alguna valiosa organización de caridad saldría mal parada, ninguno de los hombres allí reunidos estaba dispuesto a confesarle a su esposa o hijita querida que era responsable de haber cancelado el gran acontecimiento del año. Había pocos sitios en la ciudad de Royal a los que acudir con vestido de noche y diamantes. Las mujeres, indudablemente, se verían gravemente defraudadas. William enseguida lo comprendió. Era el primero de los cinco amigos que había sucumbido a los encantos del matrimonio, después de apostar entre ellos a ver quién sería el último en permanecer soltero, y no tenía ganas de darle la noticia a su flamante esposa. Diana tenía verdaderas ansias por asistir al baile.

–¡Pues vaya un modo que tiene Sebastian de evitar perder la apuesta! –exclamó Keith tratando de calmar los ánimos y de alegrarlos a todos.

De todos los presentes cuando Sebastian propuso apostar a ver quién seguía soltero el día del baile, solo tres de ellos no se habían casado.

–Tú, de todos modos, habrías perdido –comentó Jason, reconocido playboy del club, que seguía sin planes matrimoniales en un futuro próximo.

El comentario, sin embargo, no logró elevar los ánimos. Pensar en Sebastian entre rejas bastaba para desalentarlos. Y, aparte de pagar la fianza cuanto antes, poco más podían hacer por su amigo. Excepto rezar. Todos lo hicieron, cada uno a su modo, al pasar por el umbral de la puerta sobre la que colgaba el lema del club, en un cartel forjado en hierro: «Iniciativa, Justicia y Paz». Cualquiera de aquellos hombres habría estado dispuesto a arriesgar su vida para promover esos ideales, pero ninguno de ellos sabía cómo ayudar a uno de los suyos. Quizá debieran añadir la palabra «fe», a aquel venerado y antiguo cartel, pensó Jason.

Capítulo Uno

 

Sebastian Wescott observó la triste oficina de la abogada y sacudió la cabeza desesperado. No comprendía cómo su hermanastro consideraba siquiera la posibilidad de que aquel gabinete de segunda lo defendiera. O bien se debía a la preciosa y menudita rubia sentada frente a él, o bien a su actitud ante el dinero. Dorian había crecido sin él, y le sabía mal gastar grandes sumas cuando podía conseguir artículos de igual valor, comparativamente hablando, de oferta. Por conmovedor que resultara el gesto de Dorian, ofreciéndose a pagar de su bolsillo una primera suma como anticipo para Susan Wysocki, a Sebastian no le hacía feliz el hecho de conseguir un descuento, cuando se trataba abogados. Sobre todo cuando su vida y su libertad dependían de ello.

Acudir a ese despacho era una insensatez. Dorian había tenido que arrastrarlo. Sentado al borde de una silla junto a él, su hermanastro parecía dispuesto a bloquearle el paso si salía del gabinete sin escuchar siquiera a la abogada. De haberse parecido a su padre, Sebastian simplemente habría retorcido unos cuantos brazos y habría pagado al Juez para evitar que el caso llegara ante los Tribunales. Pero, desde niño, Sebastian había procurado siempre no parecerse en nada a él. Incluso después de entrar en el negocio familiar y obtener un gran éxito, el fantasma de su padre pendía como una sombra sobre él.

Esa misma y profunda necesidad de no parecerse a él era lo que lo había llevado, en parte, a pedir su ingreso como miembro en el Texas Cattleman’s Club. La antigua fraternidad, compuesta por lo más selecto de entre los ricos adinerados de Lone Star State, hacía gala de no permitir la entrada más que a hombres. Pocos sabían que, tras aquella fachada de club elegante, se escondía una selecta organización cuyos miembros trabajaban en secreto en pro de la protección de los inocentes. Cuando no se veían implicados en una misión secreta, los miembros de aquel club centraban sus energías en mantener la prosperidad y las buenas costumbres al oeste de Texas.

Aquel no era el tipo de organización al que habría sido invitado Jack Wescott, su padre. La idea de Jack de operación secreta consistía en escabullirse hasta el Pussy Cat Club, a unos setenta y cinco kilómetros. En realidad, Jack siempre había estado más interesado en satisfacer sus deseos que en ser un buen padre para sus hijos, fueran fruto del matrimonio o no.

Y Dorian lo había sufrido en su propia carne. Un buen día, no hacía demasiado tiempo, Dorian se había presentado en casa de Sebastian afirmando que eran hermanos. Según él, su madre lo había dado en adopción cuando Jack Wescott se negó a reconocerlo como hijo suyo, asegurando que no le daría un solo céntimo para mantenerlo. Solo después de la muerte de Jack, la madre de Dorian había informado a su hijo de que aquel rico industrial que acababa de fallecer era su padre.

De haber tenido más fe en su padre, y de no haberse parecido físicamente tanto Dorian a él, Sebastian se habría lavado las manos en relación a aquel sórdido asunto. Pero en lugar de ello, una vez más, había querido pagar por los pecados de su padre. Al final, ofrecerle a Dorian un empleo en el departamento de informática de Wescott Oil había sido como sembrar y recoger los frutos. Si alguien le hubiera dicho que su recién descubierto hermanastro sería el primero en apoyarlo y defenderlo en los malos momentos, Sebastian habría pensado que estaba loco. No obstante, no podía dejar de recordar la parábola de la pobre viuda, que ofrecía sus últimos céntimos a la caridad. Hubiera preferido rechazar el regalo de su hermanastro, de haber sido posible hacerlo sin ofenderlo.

Las circunstancias que convergían en aquella acusación de asesinato contra Sebastian no hacían más que añadir más rabia y frustración. Aparte del ardiente deseo de limpiar su buen nombre y asegurar su libertad, Sebastian estaba decidido a descubrir quién había matado a su colega. Y se juraba a sí mismo que el asesino pagaría por esa traición.

–¡Esto es absolutamente estúpido! –gritó Sebastian golpeando la mesa con el puño y asustando a la abogada–. ¡No necesito un abogado, soy inocente!

 

 

Sí, tan inocente como un lobo camuflado bajo una piel de cordero, pensó Susan irónicamente.

–Esa es exactamente la razón por la que necesita mis servicios, señor Wescott –aseguró Susan con fría cortesía, tratando de ocultar sus reservas.

Lo cierto era que, de no haber sido tan crucial para ella aquella oportunidad de defender al hombre que tenía enfrente, Susan Wysocki le habría devuelto el anticipo a Dorian Brady y habría huido de allí. Para empezar, Sebastian Wescott le recordaba excesivamente a su ex marido. Tenía tanta confianza en sí mismo como él. Y no era que Joe fuera tan apuesto, ni mucho menos. En realidad, Sebastian no se estaba mostrando brutal, a pesar de dominar el despacho con su presencia, pero ni el traje más caro del mundo habría podido ocultar su cuerpo viril, que recordaba al de una pantera, por su ferocidad y agilidad. Una pantera enjaulada, rectificó Susan en silencio.

A cada rato, su supuesto futuro cliente saltaba de la silla y caminaba de un lado a otro, frente a la mesa del despacho, cargando de tensión el ambiente con sus gestos de rabia. Lo único que podía hacer Susan era reclinarse sobre el asiento y tratar de que aquello no la afectara. Y sin embargo, al mismo tiempo, tenía que reprimirse para no acercarse hacia él, atraída como si fuera un imán. Si aquel caso llegaba al final a los Tribunales, lo mejor era llenar el Jurado de mujeres. Por importante que fuera la acusación de asesinato, no podría mantenerse en pie, si el Jurado lo componían un puñado de mujeres enamoradas de un sexy millonario.

A Susan tampoco le gustaba el modo en que aquellos ojos grises plateados la hacían vibrar por dentro, cada vez que Sebastian dejaba de caminar de un lado a otro para posarlos sobre ella. Era difícil no echarse a temblar bajo su escrutinio. El cuerpo de Susan aún se estremecía, tras el apretón de manos, cuando Sebastian se presentó. Susan suponía que aquella tensión, que había paralizado todo su cuerpo era simplemente una advertencia de inminente peligro. Y las dolorosas experiencias del pasado la habían enseñado a confiar en su instinto.

Cuando por fin él se relajó, Susan se sintió muy aliviada. No era tan ingenua, con treinta años, como para no reconocer la reacción inmediata de su cuerpo: era lujuria, peligrosa y primitiva lujuria. Temiendo que se tratara de la misma aura de prepotente machismo que la había atraído instintivamente hacia su ex marido, Susan se recordó en silencio que elegir al hombre adecuado era más un asunto de la razón, que de las hormonas.

Era una lástima que el hermanastro de Sebastian, Dorian Brady, no fuera su tipo. Daba la impresión de ser mucho menos iracundo que su hermano. Aunque el parecido resultaba asombroso, el atractivo de Dorian era más sutil. Era más bajo que su hermano, pero sus ojos eran casi del mismo increíble tono plateado. Sin embargo, por alguna razón que Susan no lograba explicarse, la mirada de Dorian no la mantenía cautiva en contra de su voluntad y de forma inmediata, tal y como le ocurría con Sebastian. Había algo en la forma de estar de Sebastian que rezumaba seducción, mientras que la actitud de Dorian era perfectamente natural.

Parte del encanto de Sebastian residía precisamente en el hecho de que el cuerpo de Susan no reaccionara de una forma tan abiertamente traicionera ante Dorian. Y una vez encendida la llama… Susan trató de olvidar la idea, para concentrarse en el tema legal a tratar.

Tras la breve explicación de Dorian a propósito del modo en que había encontrado a su hermano, Susan no estaba muy segura de en qué estado se hallaba exactamente la relación entre ellos. Aparte del hecho, por supuesto, de que Dorian no parecía guardar ningún resentimiento hacia su hermano por haber nacido con un pan debajo del brazo. Según su propia versión de los hechos, Dorian, en cambio, abandonado por su mujeriego padre y dado en adopción por su despiadada madre, apenas había comido un mendrugo de pan durante la infancia. El hecho de que Dorian hubiera pagado el anticipo para ella de su propio bolsillo, insistiendo en proporcionarle representación legal a su hermano, hablaba muy a su favor. Tanta lealtad era poco frecuente, incluso entre hermanos que habían crecidos juntos. Era de suponer que, siendo nuevo en la ciudad, Dorian no tenía ni idea de que su gabinete jurídico había tenido bastante mala suerte en los últimos tiempos.

Perder los dos últimos casos ante los Tribunales no solo había supuesto un grave perjuicio para la autoestima de Susan. La falta de clientes llamando a su puerta era otro testimonio mudo de esa escasa confianza, ante su propia valía como abogado. El viejo sueño de defender al débil dentro del sistema legal, sueño que la había ayudado a seguir adelante en la Universidad, tendría que quedar postergado ante la necesidad de salir adelante.

¿Acaso no le había advertido Joe que jamás lograría obtener el éxito por su cuenta?, se preguntó Susan. Joe siempre había dicho que, sin su dinero y sus influencias, ella se derrumbaría como un castillo de naipes. Susan apretó los dientes, alzando la bandera confiada, deseosa de demostrarle a Joe que no tenía razón. Estaba convencida de que el éxito supondría para ella la más dulce de las venganzas, de modo que sonrió en dirección al aterrador señor Wescott y le ofreció una taza de café. Él declinó el ofrecimiento sacudiendo sencillamente la cabeza.

Tratar de calmar a aquel hombre era como convencer a un animal salvaje de que entrara en la jaula por su propia voluntad. Con ella. Armada de valentía y decisión, Susan evaluó su situación. Como mujer, sabía que debía alejarse cuanto antes de Sebastian Wescott, pero como abogada necesitaba aquella oportunidad. Un caso tan importante como aquel podía significar para ella la recuperación total, tanto a nivel económico como personal. No importaba hasta qué punto trabajar de cerca con aquel hombre supusiera una amenaza. Otra amenaza pendía sobre ella, si no lograba levantar el negocio.

De hecho, si las cosas no mejoraban, se vería obligada a despedir a su secretaria, Ann Worthe. Y, para Ann, madre de tres hijos y recién separada como ella, eso sería terrible. No solo tendría que dejar las clases nocturnas a las que había comenzado a asistir para conseguir el título de abogada, sino que además tendría problemas para mantener a su familia sin la ayuda de los servicios sociales. Y la joven madre juraba que jamás aceptaría esa caridad. Aparte de lo descorazonador que resultaba despedir a una persona que consideraba su amiga, Susan sabía que eso significaría el fin de su carrera, de sus sueños y de sus aspiraciones. Sencillamente, era imposible compaginar el trabajo como abogada con las tareas de oficina.

Llevar el caso de un ciudadano tan destacado como Sebastian Wescott elevaría el nivel de su gabinete, dentro del mundillo judicial. Últimamente se sentía como un paria, frente a la élite judicial de Royal, la mayor parte de la cual había tomado partido por su ex marido, saboreando, aparentemente, sus dos últimas derrotas ante los Tribunales. La idea de verlos rojos de envidia, mientras muchos de ellos seguían pensando que la ley era asunto de hombres, bastaba para animarla.

No era el momento de permitir que una estúpida palpitación infantil interfiriera, frente al sentido común. El hecho de que su mente no pudiera dejar de fantasear con Sebastian, desnudo en la cama, no significaba que esa imagen fuera a cobrar realidad. Aparte de que Sebastian podía tener a todas las mujeres que deseara, la acusación de asesinato que pendía sobre él hubiera debido bastar para enfriarle la sangre. Sin embargo seguía corriendo cálida por sus venas, haciéndola palpitar.

A pesar de ello, cuando Sebastian dejó de caminar de un lado a otro y tomó de nuevo asiento, Susan se mostró resuelta. Si, por un milagro, lograba convencer a aquel potentado del petróleo de que era la mejor abogada para representarlo, lo defendería como si la vida de ambos dependiera de ello. Porque, por decirlo de alguna forma, la suya también estaba en juego.

–Ahora que se ha sentado, deje que le asegure que soy más que capaz de llevar su caso. Concentraré en él el ciento diez por ciento de mi tiempo y de mis energías, en su beneficio.

 

 

Aquella atractiva voz femenina que lo animaba a guardar la calma pilló a Sebastian por sorpresa. ¿Qué tenía, para lograr llegar a cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo, y hacerlo arder de deseo? Buscar la respuesta en sus cautivadores ojos almendrados no era lo más inteligente, pensó. ¿De qué color eran?, ¿azules, grises, verdes? Era tan imposible averiguarlo, como esperar que un camaleón permaneciera sin cambiar de aspecto. En opinión de Sebastian, los abogados de ojos atractivos debían ser barridos de la faz de la tierra por práctica judicial ilícita.

¿Acaso lo había hipnotizado Susan Wysocki, para que considerara siquiera la idea de integrarla en el numeroso equipo legal a su disposición? En realidad no tenía la menor importancia, se dijo Sebastian. Después de todo, ¿qué podía significar un sueldo más, para un millonario que había sabido ganarse cada céntimo?