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En el año 2120, los hombres peces tratan de conquistar un apocalíptico planeta Tierra. Tras una cruenta guerra sin fin, los humanos supervivientes, despojados de toda tecnología, se han visto abocados a vivir en los desiertos más inhóspitos de la tierra, lejos de mares y ríos, que controlan los hombres peces. Jan Drake, un "piel limpia", nacido en la era postecnológica, tiene la llave de la supervivencia de la humanidad a través de la escritura, de rescatar la memoria perdida. A diferencia de sus padres, unidos por un algoritmo que identificó su afinidad, el vínculo que une a Jan Drake con Tea Dunne, los nuevos Adán y Eva del s. XXII, es el amor más puro, y también el más vulnerable en un mundo en destrucción. El día que Tea desaparece, Jan tendrá que luchar por encontrarla para abandonar juntos el planeta en busca de una colonia exterior donde poder comenzar de cero, con la lección aprendida. No obstante, se trata de una ardua y peligrosa misión, ya que los hombres peces intentan poner fin a nuestra especie. ¿Conseguirán que lo humano perviva en la Tierra? ¿Podrán el diálogo, el amor, el respeto al medioambiente o la poesía derrotar los peligros que los acechan?
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Título original: Amor y gin-tonic
© María José Vela, 2019
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Stocksy, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: septiembre 2019
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2019: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Para Inés y Olivia, con el deseo de que nunca tengan que conocer el mundo que esta novela describe.
«No lo buscarías si no lo hubieras encontrado ya».
Rumí
Te amo, te amo, no te amo.
El amor es la verdad. La vida una gran mentira.
Tea, desde tu marcha, sé que todo está perdido para ambos.
Sí, te escribo haciendo mías palabras de nuestro poeta, porque sus versos, su forma de entender y expresar la vida, nos unieron para siempre. ¿Es que no recuerdas que nuestras almas fueron una sola? Eso no ha cambiado ni siquiera ahora que estamos lejos, que nos separa un desierto físico. Hay cosas que la distancia no puede destruir, porque los lazos del espíritu son invisibles y carecen de límites.
He oído comentar que te has refugiado en la costa, en compañía de los que ahora crees que son tus iguales: los hombres peces. ¿Acaso que busques a tus semejantes —o como quieras llamarlos—, nos convierte en desiguales? Has utilizado tu cuerpo y tus palabras como un látigo contra mí, le has infligido heridas a mi corazón, pero el dolor no resta amor al amor. El amor, cuando es verdadero, siempre suma, siempre. Por eso te dejé marchar, escapar. A cambio de nada, a cambio de todo.
Recuerdo cómo empezaron las cosas a torcerse, y cómo tus palabras fueron abriendo heridas en mi alma, lenta, muy lentamente.
Acababa de amanecer, y yo —como hacía todas las mañanas— descorrí la cortina de tu cabellera para regalarte una caricia en el cuello antes de que te enfundaras el turbante de rigor.
Fue entonces cuando descubrí un lunar que nunca antes había visto.
—¿Y este lunar? —te pregunté.
Me respondiste que tú nunca habías tenido un lunar en la base del cuello.
Entonces llevé tu mano hasta el punto donde cuello y hombro se unen, y tras comprobar que allí estaba aquel lunar sin paisaje, como lo llamaste, como lo llamó nuestro poeta, te alarmaste, te estremeciste de miedo.
—Jan, esto no es un lunar, es una escama, parece la escama de un pez —balbuceaste con voz trémula.
De manera voluntaria, envolví tus palabras con el viento del desierto que nos azotaba. No quería que tuvieran el significado que aventuraban. Aquel lunar no podía ser la «primera escama» de tu transformación. Tenía que ser un error. Algo así no podía sucederte a ti.
Retiré tu mano, coloqué uno de mis dedos índice sobre el lunar sin paisaje y, en efecto, su aspereza era similar a la de una escama. Incluso brillaba como una lágrima de nácar. Créeme, se me paró el corazón, el viento del desierto perdió su voz, el cielo celeste y limpio se oscureció.
¿Cuántas veces te había prometido que plantaría el desierto de rosas tan olorosas como el perfume que emanaba de tu piel, y que convertiría aquel vasto e infinito espacio yermo en un vergel a base de regar sus semillas con mi amor? ¿Cuántas veces te lo prometí? ¿Cien, doscientas, quinientas, mil tal vez? Sin embargo, aquella escama, lo cambiaba todo, nuestro presente, nuestro futuro. Aquella escama te estigmatizaba, te señalaba y, en consecuencia, ahogaba nuestra esperanza, transformaba nuestros sueños en pesadillas, llenaba de espinas el tallo de la rosa.
Según el protocolo que rige nuestra sociedad, tenía que comunicarlo a las autoridades, pero no lo hice. No podía hacerlo. De mi garganta no brotó palabra alguna en tu contra, no podía delatarte, porque mi corazón estaba aterrado y mudo ante la posibilidad de perderte para siempre.
Sí, aquel lunar sin paisaje borró nuestro horizonte de un plumazo.
Al dejar que te marcharas, al propiciar tu fuga, sé que lo he puesto todo en peligro, que tu paulatina transformación provocará no solo que te conviertas en una sirena —al menos así quiero soñarte—, sino que pienses y sientas como tal, con todo lo que eso supone para nuestra especie.
¿Soy un traidor? ¿Debería haberte entregado? ¿He puesto a todos en peligro al no hacerlo? Es probable. Pero no podía soportar la idea de que te hicieran daño, de que te convirtieras en objeto de mil experimentos, a cada cual más cruel, tal y como ha ocurrido con otros humanos que han experimentado un proceso parecido al tuyo. Sí, soy rehén de tu amor. Siempre seremos lo que fuimos: dos almas gemelas, dos espíritus afines.
Tú y yo, Tea Dunne y Jan Drake, los nuevos Adán y Eva, supervivientes del apagón tecnológico, éramos dos «pieles limpias», como gustan llamarnos los que hackearon sus cuerpos durante décadas. Ni siquiera conocíamos la realidad virtual, uno de los pecados capitales que habían conducido a la humanidad hasta esta situación. Tu misión era quizá la más difícil de todas, pues consistía en enseñarnos a desenvolvernos en este nuevo mundo sin tecnología, a estrechar lazos reales, físicos, al margen de eso que se conocía como mundo virtual. El hombre de nuevo como medida de todas las cosas. Un trabajo que comenzaba con la recuperación de las habilidades sociales de cada ser humano.
A veces las cosas más fáciles en apariencia son las más complicadas, ¿verdad?
Empezar la casa por los cimientos, como señalaban nuestros antepasados. O como decía nuestro admirado poeta Rumí: «Debes derribar partes de un edificio para restaurarlo, y lo mismo ocurre con una vida que no tiene espíritu». Porque a fin de cuentas, de eso se trata, de reconstruir el espíritu (lo espiritual) entre los de nuestra especie.
Eras un faro cuya luz alumbraba tanto el corazón como los márgenes de este desierto inhóspito y peligroso. Tus opiniones cargadas de sentido común, tu ponderación, tu capacidad a la hora de enjuiciar las situaciones más difíciles, tu habilidad para traspasar la mente de los testigos, muchos de ellos completamente desorientados… De ahí que perderte haya sido aún más doloroso para todos.
Todos te echan de menos. Todos se preguntan qué ha sido de ti.
Yo el primero.
Pero te recuerdo que soy hierro resistiendo el imán más grande que hay.
Así que resistiré, resistiré hasta el último aliento.
Y volveré a escribirte, porque haciéndolo convierto tu ausencia en presencia. Ni siquiera importa que no tenga una dirección donde mandarte esta correspondencia.
El amor es la verdad.
La vida una gran mentira.
Me llamo Jan Drake, aunque todo el mundo me conoce en la aldea como amanuense o escribano, ya que pertenezco a la nueva generación de hombres y mujeres que saben escribir a mano. Aunque acabo de cumplir veintiún años, cargo sobre mis espaladas la pesada responsabilidad de dejar por escrito la memoria de los últimos pobladores de nuestro planeta, el regreso del ser humano a las cavernas después de haber alcanzado el umbral de las más altas cotas tecnológicas, la lucha por la supervivencia como especie. Una tarea a todas luces descomunal.
El oasis de Timia —el lugar donde nos asentamos hace veinte años— lleva milenios sobreviviendo a las embestidas del desierto del Sahara que, en su avance hacia el océano Atlántico, no ha podido doblegar el macizo de las montañas del Aïr: gigantes de roca negra. Los palmerales, los huertos de pomelos y las abundantes aguas subterráneas que oculta el lecho seco del río, no le restan un ápice de peligrosidad a este conjunto de rocas situadas en mitad de uno de los desiertos más inhóspitos del planeta.
Pese a todo, al abrigo de la fortificación ha ido creciendo un poblado de casas de adobe que ya casi alcanza el horizonte más cercano. En este lugar tratamos de recomponer nuestra humanidad, intentamos reencontrar nuestra esencia a través de los sentimientos, de las cosas sencillas y originales que un día nos dotaron de grandeza. Este recóndito arenal también nos sirve de refugio contra los hombres peces, nuestra mayor amenaza en la lucha por la supervivencia.
Todos coinciden en señalar que el mundo se echó a perder cuando el ser humano robó el fuego de los dioses, cuando el orden mundial científico se apoderó de su alma; mejor dicho, la devoró y regurgitó transformada en algo muy distinto de lo que había sido. El alma humana, convertida en un accesorio o elemento residual de nuestra especie, acabó sometida a lo que hoy conocemos como «la dictadura científica sin lágrimas».
La idea de Dios fue mutando por la certidumbre de Deus, un cerebro capaz de albergar la conciencia colectiva de toda la especie. Este cerebro colmena, dueño del pensamiento artificial que se había apoderado de nuestras mentes, logró perpetuar la vida en el ciberespacio. La posibilidad de que cualquier persona pudiera descargar su conciencia en un avatar o ser alternativo, que ni siquiera requería de un cuerpo físico, primer paso hacia la inmortalidad, cegó a los seres humanos, que acabaron dándose la espalda a sí mismos.
De esa forma nuestra especie dejó de ser hija de Dios para convertirse en súbdita de Deus.
Para entonces, el ser humano ya se había transformado en un híbrido superdotado, gracias a los implantes que gobernaban tanto su sistema motriz como su sistema nervioso central. La biofísica sintética, la nanotecnología molecular y el desarrollo de la superinteligencia se habían apoderado de su humanidad. Nanobots se ocupaban de trasladar sus emociones, sus sensaciones y sus recuerdos desde el neocórtex natural a otro artificial. Todas sus funciones, todas sus habilidades, dependían, por tanto, de ese almacén de la conciencia colectiva llamado Deus. No obstante, el homodata o superdata, nombre de esta nueva especie de seres mitad humanos, mitad máquinas, terminó por destruirse a sí misma. La habilidad para progresar tecnológicamente superó con creces la propia sabiduría del ser humano, su capacidad de control; lo inorgánico de la tecnología se impuso a lo orgánico, hasta el punto de que el data doblegó al homo e invirtió los principios morales de su razón de ser. Cada hombre se convirtió en una isla, en una marioneta controlada desde la distancia por Deus, el gran cerebro hacedor. Así las cosas, el ser humano convertido en máquina acabó por desatender todo lo demás, lo fundamental, el medio físico que durante decenas de miles de años le había garantizado su supervivencia procurándole su sustento tanto material como espiritual: la Tierra.
El cambio climático provocado por nuestra especie originó un cataclismo que ahora, veintiún años después, conocemos como «Apocalipsis tecnológico».
La consecuencia de esta hecatombe fue la extinción de numerosas especies animales, así como el surgimiento de otras, que hasta entonces habían vivido lejos de nuestros ojos.
La más determinante en el devenir de la humanidad ha sido la aparición de los hombres peces, también conocidos como «los abisales», seres que habitaban en los abismos oceánicos, a miles de metros de profundidad, que se vieron obligados a abandonar su hábitat después de que nuestra especie contaminara los océanos hasta convertirlos en estercoleros donde la vida —en cualquiera de sus formas— resultaba del todo imposible. Por aquel entonces, el continente más extenso de nuestro planeta era un mar de plástico y de otros materiales sintéticos que flotaba a la deriva, sin rumbo, siguiendo el curso de la mareas.
La desaparición de las abejas —agentes indispensables para la polinización de flores y plantas— primero, así como el aumento del nivel de los mares y de prolongados períodos de sequías, resultado del efecto invernadero, provocó entre la población problemas de escasez, tanto de alimentos como de agua potable. Como consecuencia de este proceso, nuevas y extrañas enfermedades comenzaron a proliferar por doquier.
«Plagas que atacaron con virulencia a la plaga humana que, hambrienta y sedienta, se atacó a sí misma», según el relato de los supervivientes.
La colisión tecnológica y el surgimiento de una nueva especie más evolucionada que la nuestra, es lo que nos ha traído a mí y a otros muchos aprendices de escribano hasta este inhóspito desierto. Somos los no contaminados por la tecnología, la primera generación de no implantados, de no tatuados por la impronta del pensamiento artificial, los primeros hombres y mujeres libres en un mundo de esclavos, de títeres que, tras la muerte de Deus, han dejado de ser movidos —nunca mejor dicho— por la mano del gran titiritero.
***
Tea, ayer me hice tatuar una frase del poeta Rumí en el pecho: «Los amantes no se encuentran en ningún lugar. Se encuentran el uno al otro todo el tiempo». Así es como yo me siento, por lo que quiero recordarlo cada vez que me despoje de la camisa y vea mi torso reflejado en un espejo. ¡Me gustaría tanto que tú hicieras lo mismo! La pregunta es si tu nueva piel de escamas es susceptible de ser tatuada. Tal vez te quede un hueco de piel humana, junto al corazón.
He comenzado de nuevo mi trabajo como escribano, y tu ausencia se ha hecho aún más presente. Una cosa es transcribir aquello que me cuentan, y otra muy distinta encontrar el sentido más profundo de cada testimonio. Ni siquiera sé distinguir cuándo un testigo está ciñéndose a sus recuerdos o cuándo los está recreando, aunque lo haga de manera inconsciente. Me cuesta discernir cuándo un hombre que porta en su organismo partes de una máquina en desuso dice la verdad. Eso en lo que tú eras una experta. El factor psicológico del relato, el factor humano, como te gustaba llamarlo.
Trato de llenar tu ausencia —tu vacío— con poemas, los respiro cual embriagador perfume, me alimento de ellos, no paro de decirme que es precisamente por la herida por donde entra la luz hacia mi interior, que la aflicción no conduce a nada, porque todo lo que se pierde vuelve a nosotros de otra forma, convertido en otra cosa. Es como si yo mismo no fuera más que el eco de nuestro poeta. Mi voz es su voz. Por desgracia, al cabo de un rato me aflijo y la herida comienza a sangrar de nuevo. Lo hace por dentro, como una hemorragia invisible para los demás.