Antípolis - Carlos García Vázquez - E-Book

Antípolis E-Book

Carlos García Vázquez

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La expresión Cinturón del Sol (Sunbelt) designa la franja de Estados Unidos comprendida entre el paralelo 37 y la frontera con México. En ella se ubican los catorce estados y las decenas de ciudades que protagonizan este libro: Los Ángeles, Phoenix, Dallas, Houston, Atlanta, Miami, etc. Sin embargo, el Cinturón del Sol es algo más que un término geográfico: es un estilo de vida; un cóctel compuesto de conservadurismo político, ultraliberalismo económico, modos de vida suburbanos, alta movilidad, buen clima y ocio. En las dos últimas décadas numerosos teóricos han vuelto su mirada hacia esta zona, convencidos de que allí se está forjando el futuro de la ciudad estadounidense. Algunos, incluso, han ido más allá y aventuran ?la cuarta revolución urbana?, que daría paso a una nueva fase de la historia de la ciudad. *Las fotografías de Alex S. MacLean no están disponibles en la edición digital.

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Editorial Gustavo Gili, SL

Rosselló, 87-89, 08029 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Valle del Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11

Antípolis

El desvanecimiento de lo urbano en el Cinturón del Sol

Carlos García Vázquez

Fotografías de Alex S. MacLean

Diseño: Cibrán Rico López y Jesús Vázquez Gómez para desescribir

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Carlos García Vázquez

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2011

ISBN: 978-84-252-2696-0 (epub)

www.ggili.com

Índice

Introducción

En el lugar apropiado en el momento adecuado…

Inestable

La ciudad sin permanencia

Indiferenciada

La ciudad sin diversidad

Insustancial

La ciudad sin memoria

Inmaterial

La ciudad sin consistencia

Epílogo

La implosión de Antípolis

Introducción

En el lugar apropiado en el momento adecuado…

Con la expresión Cinturón del Sol (Sunbelt) se designa la franja de Estados Unidos comprendida entre el paralelo 37 y la frontera con México. En ella se ubican 14 estados —la mitad sur de California, Arizona, Nuevo México, Texas, Oklahoma, Arkansas, Luisiana, Tennessee, Mississippi, Alabama, Georgia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Florida— y también decenas de ciudades —Los Ángeles, Phoenix, Albuquerque, Dallas, Houston, Atlanta, Miami, etc.—; ellas son las protagonistas de este libro.

Sin embargo, el Cinturón del Sol es algo más que un término geográfico, es un estilo de vida, un delicioso cóctel compuesto de conservadurismo político, ultraliberalismo económico, modos de vida suburbanos, alta movilidad, buen clima y ocio. The New York Times lo calificó como un “experimento cultural y político”, aludiendo al masivo traspaso de poder que ha recibido en las últimas seis décadas desde las metrópolis del noreste, centros tradicionales del mismo.

Este “experimento” ha provocado una gigantesca transformación urbana. En 1967, Robert Riley, exalcalde de Albuquerque, declaraba: “Puede ser que lo que estemos viendo emerger sea la tercera etapa de la historia de la ciudad, una ciudad postindustrial tan diferente de la ciudad industrial como esta lo fue de los asentamientos preindustriales”.1 Su intuición se confirmó. Dos décadas después numerosos teóricos volvieron la mirada hacia el Cinturón del Sol convencidos de que el futuro de la ciudad estadounidense se estaba forjando allí, en un territorio opulento, conservador, dinámico, abierto, liberal y emprendedor, un territorio que resumía la esencia de lo que a los estadounidenses les gusta pensar sobre sí mismos.

Uno de ellos, Pierce Lewis, advertía que la tarea que tenían por delante, llegar a entender estas ciudades, no era sencilla: “No podemos hablar de un fenómeno si no contamos con un vocabulario que lo describa, y muchos observadores aún no se han puesto de acuerdo sobre cómo nombrar esta nueva y amorfa geografía urbana”.2 Infinidad de neologismos lo habían intentado: disurbia, exópolis, outer city, outtown, penturbia, ruburbia, technoburb, etc. La mayoría fueron acuñados a finales de la década de 1980, pero había uno que databa de 1962, anti-city,3 creado por Lewis Mumford para calificar la marea suburbial que inundaba las metrópolis norteamericanas de aquellos años y que negaba las formas y principios de la ciudad tradicional.

Este libro parte de una hipótesis similar. Habitualmente, la “urbanidad” ha sido definida como un sistema de valores colectivos que se apoya sobre cuatro pilares: permanencia (estabilidad temporal), diversidad (diferenciación múltiple), memoria (sustancia histórica) y consistencia (materia construida). Pues bien, en el Cinturón del Sol todo esto se está desvaneciendo. Por decirlo de otra manera, sus ciudades son cada vez menos “urbanas” y cada vez más “otra cosa” difícil de definir.

Y, sin embargo, es necesario hacerlo. Convencidos de que nombrar las cosas es el primer paso para asimilarlas, hemos decidido añadir otro neologismo a esa larga lista, uno inspirado por el de Lewis Mumford pero filtrado por la mirada europea: anti-polis, una ciudad que responde a patrones físicos, funcionales, sociales y culturales contrapuestos a los que Occidente heredó de la polis griega, una ciudad que tan solo se puede definir como negación de “lo urbano”: in-estable, in-diferenciada, in-sustancial e in-material.

Antípolis, la ciudad sin permanencia, sin diversidad, sin memoria y sin consistencia; un auténtico laboratorio urbano donde se destila una contemporaneidad químicamente pura. Como decía Nan Ellin: “Cuando vivía en París, añoraba no haber estado allí en la década de 1860, cuando la ciudad estaba experimentando las radicales transformaciones sociales y urbanas que determinaron su destino. Cuando vivía en Nueva York, añoraba no haber estado allí en la década de 1910, cuando su inimitable carácter se estaba fraguando a base de migraciones y construcciones colosales. Y cuando vivía en Los Ángeles, añoraba no haber estado allí en la década de 1950, su década más definitoria. Al vivir en Phoenix los últimos siete años, he sentido que por fin estoy en el lugar apropiado en el momento adecuado”.4

1 Gammage, Grady Jr., Phoenix in Perspective. Reflections on Developing the Desert, Arizona State University, Tempe, 1999, pág. 73.

2 Lang, Robert E., Edgeless Cities. Exploring the Elusive Metropolis, Brookings Institution Press, Washington, 2003, pág. 30.

3 Mumford, Lewis, “The Case Against ‘Modern Architecture’. The Future of the City (parts I and II)”, Architectural Record, 1962, págs. 131-132.

4 Ellin, Nan, “Tipping Point”, Shade Magazine, octubre-noviembre de 2004, pág. 56.

Inestable

La ciudad sin permanencia

Del “desierto del Sáhara” a la new America

En los últimos sesenta años, el Cinturón del Sol ha sufrido una doble revolución económica y demográfica. Antes de la II Guerra Mundial era una zona pobre, despoblada y con un bajísimo nivel cultural. Por aquel entonces la mitad de los habitantes de Estados Unidos, las tres quintas partes de los ingresos personales y las tres cuartas partes del sector industrial se concentraban en el triángulo noreste (Boston/Washington/Chicago). Los estados del sur no eran más que una fuente de materias primas.

Con la II Guerra Mundial se produjo un auténtico vuelco en este sombrío panorama. Lo propulsó el Departamento de Defensa, que decidió concentrar en el sur la industria militar y las bases aéreas. Las características de la zona eran muy apreciadas por los altos mandos: buen clima para volar, extensos campos de entrenamiento y lugares deshabitados. Así surgieron macroinstalaciones militares como la base aérea de Kirtland en Albuquerque, la Davis-Monthan en Tucson o Fort Bliss en El Paso. Entre 1941 y 1945, el Cinturón del Sol fue militarizado.

El fin del conflicto bélico no supuso la ruptura del recién estrenado maridaje entre el Departamento de Defensa y el sur del paralelo 37. Nuevas contiendas y amenazas (como la Guerra Fría y la Guerra de Corea) aconsejaron seguir alimentando el caudal de inversiones que fluía desde Washington, que se extendió a las infraestructuras: redes viarias, eléctricas, de saneamiento, de agua, etc. Sin ellas el latente atractivo del Cinturón del Sol nunca hubiera conseguido convencer al capital privado de que había llegado la hora de recoger el testigo del desarrollo. La zona tenía mucho que ofrecerle: terrenos extensos y baratos, bajos salarios, escasos impuestos, una mano de obra dócil y ahora, además, flamantes infraestructuras. Las primeras empresas en acudir en su busca fueron las aeronáuticas. En la década de 1960, un tercio de los empleos del área de Los Ángeles y el 60% de los del área de Tucson se concentraban en la industria aeronáutica.

La llegada del capital privado diversificó la economía del Cinturón del Sol. A las industrias de defensa y aeronáutica se sumaron las energéticas (petróleo y gas), así como los sectores inmobiliario-construcción, turismo-ocio y nuevas tecnologías. Este último fue clave para erigir la colosal estructura económica que garantizaría su futuro bienestar. Su implantación fue promovida, una vez más, por el gobierno federal. La industria electrónica floreció al amparo de suculentos proyectos financiados por fondos públicos y desarrollados mediante programas de cooperación entre industrias militares, universidades y firmas electrónicas.

A finales de la década de 1960, tan solo un handicap obstaculizaba el definitivo salto al Olimpo del Cinturón del Sol: su endémica mala prensa. En la década de 1920 el periodista H. L. Mencken llegó a calificarlo como un territorio “tan estéril como el desierto del Sáhara en términos artísticos, intelectuales y culturales”, un territorio “habitado por hordas de bárbaros campesinos”.1 En la década de 1950 los medios de comunicación del norte centraron las críticas en otro de sus talones de Aquiles: la segregación racial, cuyo epítome venía representado por el poder del Ku Kux Klan. En ese momento la imagen pública de la zona no podía ser más negativa.

Sin embargo, en la década de 1970 se produjo el punto de inflexión. Tal como ha señalado Gene Burd, las circunstancias sociopolíticas de Estados Unidos se tornaron favorables a los intereses del Cinturón del Sol.2 El hasta entonces todopoderoso triángulo noreste padecía una inestabilidad socioeconómica que comenzó con las violentas revueltas raciales de la década de 1960 y desembocó en la gravísima crisis económica de la década de 1970, una crisis que puso al borde de la bancarrota a ciudades como Nueva York. Ello coincidió con la llegada al poder de una nueva generación de políticos conservadores que estaban vinculados al sur y que eran conscientes de su potencial electoral. En 1976, cuando Jimmy Carter (oriundo de Georgia) fue elegido presidente, cuatro de sus antecesores habían sido meridionales.

Las administraciones públicas se aprestaron a aprovechar los vientos favorables. Sabían que el estigma de la pobreza, la incultura y el racismo era incompatible con el progreso económico, por lo que encargaron a editores de prensa locales la promoción de la zona. Se trataba de venderla como un paraíso conservador alternativo al liberal, violento y decadente norte; de convencer a los poderes económicos y mediáticos de que había nacido otro sur, un sur deseable desde el punto de vista empresarial y residencial. La estrategia parecía más viable que nunca: la NASA y muchas otras compañías aeroespaciales y de electrónica se habían asentado allí, lo que permitía rebatir el mito del agrarismo atávico.

Cientos de artículos absolutamente entregados, donde la propaganda era difícilmente separable de la noticia, comenzaron a resaltar todo lo que era positivo en la región (pasando de puntillas sobre lo negativo). Cuando, finalmente, The New York Times aceptó alabar las virtudes y la forma de vida del sur, la prensa estadounidense en bloque se apuntó a celebrar el inicio de una nueva era marcada por su renacimiento económico y demográfico. El “desierto del Sáhara” se convirtió entonces en el Sun Country, la new America o, el término que haría mayor fortuna: el Sunbelt. En 1975, cincuenta años después de que el Literary Digest considerara que los únicos lugares del sur donde valía la pena residir eran Los Ángeles y Nueva Orleans, Harpers publicaba un artículo donde declaraba que tan solo una de las trece ciudades con mayor calidad de vida de Estados Unidos se encontraba en el norte.

Este lavado de imagen puso en marcha una segunda revolución: la demográfica. Entre 1950 y 1990, la población de las áreas metropolitanas del Cinturón del Sol aumentó seis veces más rápidamente que la de las del resto del país: Los Ángeles ganó un 76,9% de habitantes; Houston, un 173,7%; y Phoenix, un 818,7%. Ello se tradujo en una expansión territorial que, curiosamente, multiplicaba escalarmente el boom demográfico. Mientras que, entre 1970 y 1990, la población de Los Ángeles creció un 45%, su superficie lo hizo un 300%.

Lo que explica este desfase es el modelo urbano que las metrópolis del Cinturón del Sol eligieron para materializar su espectacular desarrollo: Suburbia. Comparado con la compacta ciudad tradicional, el patrón suburbial (basado en la baja densidad) consume mucho más territorio. Los Ángeles, por ejemplo, necesita siete veces más suelo que Brooklyn para albergar al mismo número de habitantes.

Conceptualmente, Suburbia es inherente al Cinturón del Sol. De hecho, fue engendrada allí, más concretamente en Los Ángeles, que la consagró como modelo de crecimiento en el plan de 1941. El valle de San Fernando, todavía rural en 1940, fue devorado en pocos años. Lo mismo le ocurrió a infinidad de enclaves naturales que desaparecieron en poco más de una década. En 1965, dos de cada tres angelinos vivían en entornos suburbanos. En ese momento, y como dice Robert Fishman, “la casa unifamiliar aislada de los suburbios dejó de estar en la periferia para convertirse, paradójicamente, en el elemento central de la estructura urbana […]. El explosivo desarrollo de la ciudad fue acompañado precisamente por la decadencia de aquellos elementos que previamente habían caracterizado a las grandes urbes: un downtown único y centralizado, y un sistema de transporte público viable […]. Los Ángeles se había convertido en una metrópolis suburbana”.3

Nacía así la que fue definida como “la primera ciudad estadounidense”, fruto de una importantísima transformación territorial que desplazó sus confines a lugares insospechados antes de la II Guerra Mundial. La mutación resultante de esta inyección de gigantismo era perceptible en su skyline. Mientras que los de las ciudades del noreste, labrados por una historia más dilatada y compleja, se caracterizaban por un perfil en montaña (a los rascacielos del downtown les seguían los compactos bloques de viviendas decimonónicos, los edificios de mediana altura de comienzos del siglo xx y, por último, los suburbios), el de Los Ángeles era abrupto: de los rascacielos del downtown se pasaba, casi sin transición, a una interminable manta suburbial.

Nacía así Antípolis. De la noche a la mañana las remotas, rudimentarias y polvorientas ciudades del Cinturón del Sol se convirtieron en avanzadísimas metrópolis, hijas de una contemporaneidad radical: de la sociedad posfordista, de la tecnología electrónica, del capitalismo avanzado…

La irrupción de la obsolescencia

Crecimiento económico, crecimiento demográfico y crecimiento territorial. Tres décadas de desarrollo desbocado acabaron convenciendo a Antípolis de que el resultado de su particular ecuación ideológica (“ultraliberalismo económico + conservadurismo político”) tan sólo podía ser uno: la prosperidad continua.

Sin embargo no fue así. Con esta ilusión acabó la crisis del petróleo a mediados de la década de 1970. La industria estadounidense emprendió entonces un penoso proceso de desmantelamiento que se ha prolongado hasta la actualidad. En el Cinturón del Sol, cuyo tejido productivo se conformó sobre la base de actividades punteras, el fenómeno no ha sido tan severo como en el resto del país. Aun así, en el condado de Los Ángeles tan solo el 30 % de las fábricas existentes antes de la crisis sigue funcionando. Ello ha dejado tras de sí paisajes desoladores, miles de complejos fabriles arruinados en el corredor del río Trinity (Dallas/Fort Worth), en la autopista de Long Beach (Los Ángeles), en el Houston Ship Channel, etc. Por primera vez en su historia, Antípolis se enfrentaba a un término regresivo: obsolescencia.

Como ha puesto de manifiesto Walter Prigge, el principal nutriente de la obsolescencia de Antípolis es el mismo que lleva décadas alimentando su crecimiento: Suburbia.4 Cada nueva generación suburbial se ha edificado sobre el desmantelamiento de la anterior. Ejemplo de ello son los centros comerciales, que llevan décadas siguiendo los pasos de la clase media en su éxodo hacia territorios cada vez más periféricos. En 2002, se calculaba que había 2.000 vacíos o abandonados en Estados Unidos y que varios miles más estaban inmersos en imparables procesos de decadencia. Muchos se encontraban en los suburbios de la década de 1960. Tras la crisis del petróleo, grandes cadenas como Kmart, Sears o JCPenny los clausuraron para concentrar su actividad en los megaalmacenes de la ultraperiferia (las denominadas big boxes).5 Wal-Mart, por ejemplo, cerró cientos de tiendas, algunas de ellas con tan solo cinco años de antigüedad.

También los edificios de oficinas sintieron en sus cimientos el demoledor zarpazo de la suburbanización. Las secuelas se hacen visibles en los downtowns de Antípolis, donde proliferan los rascacielos abandonados que fueron proyectados en las décadas de 1950 y 1960 siguiendo el modelo que había establecido Ludwig Mies van der Rohe con el edificio Seagram de Nueva York. Estas “cajas de vidrio” pretendían optimizar la relación superficie útil/superficie construida, los tiempos de construcción, la economía de medios, etc. Para lograrlo, adoptaron la distancia mínima suelo/techo y confiaron las condiciones de confort interior (temperatura, humedad, iluminación, etc.) a instalaciones exclusivamente mecánicas.

Paradójicamente, la premisa de la máxima eficiencia los condenó a la obsolescencia. Cuando estalló la crisis del petróleo, el mantenimiento de su atmósfera artificial disparó los costes energéticos; cuando se expandió el modo de desarrollo informacional, su espacialidad se demostró inadaptable a los requisitos de las nuevas tecnologías (la escasa altura de las plantas, por ejemplo, no permitía implantar suelos técnicos). A todo ello había que sumar el desajuste con los actuales criterios de diseño de oficinas (que priman promover la interacción entre empleados). Como consecuencia, muchos rascacielos de vidrio fueron clausurados por las empresas que los construyeron, que decidieron marcharse a los nuevos parques de oficinas de Suburbia.