Teorías e historia de la ciudad contemporánea - Carlos García Vázquez - E-Book

Teorías e historia de la ciudad contemporánea E-Book

Carlos García Vázquez

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La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condición de amalgama de variables sociales y económicas, culturales y políticas, temporales y espaciales, la convierte en un hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas intentándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El objetivo de este libro es descifrar dicho corpus. Como la ciudad no puede abarcarse desde una única área de conocimiento, Carlos García Vázquez intenta detectar sus regularidades, relacionarlas entre sí y trazar trayectorias que dibujen una topografía legible. De esta forma, el libro revisa tres paradigmas de pensamiento en torno a la ciudad que han afectado a tres disciplinas: la ciudad de los sociólogos, la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos. Tres miradas que, en cierto modo, vendrían a ser la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro.

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Editorial Gustavo Gili, SL

Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

TEORÍAS E HISTORIA DE LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA

Diseño gráfico: Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Carlos García Vázquez

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2016

ISBN: 978-84-252-2875-9

www.ggili.com

Producción del ebook: booqlab.com

Índice

Introducción

METRÓPOLIS: 1882-1939

Epistemología de la metrópolis

La metrópolis de los sociólogos: Escuela de Chicago, Georg Simmel, Max Weber

La metrópolis de los historiadores: Marcel Poëte, Pierre Lavedan, Lewis Mumford

La metrópolis de los arquitectos: Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier

MEGALÓPOLIS: 1939-1979

Epistemología de la megalópolis

La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre

La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, Colin Rowe, Manfredo Tafuri

La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, Kevin Lynch, Aldo Rossi

METÁPOLIS: 1979-2007

Epistemología de la metápolis

La metápolis de los sociólogos: Manuel Castells, Saskia Sassen, Mike Davis

La metápolis de los historiadores: Dolores Hayden, Anthony Sutcliffe, Anthony D. King

La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, Rem Koolhaas, Bernardo Secchi

Epílogo

Introducción

La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condición de sumatorio de variables sociales y económicas, culturales y políticas, temporales y espaciales la convierte en un hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas intentándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El objetivo de este libro es descifrar dicho corpus.

Las dificultades que se afrontan al asumir una tarea así son numerosas. La ciudad no es abarcable desde una única área de conocimiento, por lo que el enfoque interdisciplinar es ineludible. El hecho de que las disciplinas científicas y humanísticas suelan fragmentarse en subdisciplinas multiplica los escollos, ya que, como indicara Henri Lefebvre, cada una de estas subdisciplinas selecciona los contenidos que le interesan y los enfoca con metodologías propias. Si además tenemos en cuenta que esas aproximaciones se influyen mutuamente, entenderemos el grado de contaminación que impregna el territorio que hemos de desbrozar. Este libro lo ha rastrillado, ha detectado las regularidades, las ha relacionado y ha trazado trayectorias que dibujan una topografía legible.

Para llevar a cabo esta operación hemos tenido que pagar un triple peaje: el de la simplificación, la esquematización y la categorización. El primero deriva de la conjunción de lo inconmensurable del campo que nos ocupa con las restricciones dimensionales de esta obra. Ante la imposibilidad tanto de profundizar como de abarcarlo todo, hemos seleccionado las áreas de conocimiento que se han ocupado de la espacialidad de la ciudad, tanto física como social. En primer lugar, las ciencias sociales, dentro de las cuales hemos destacado la sociología urbana, que ha interpretado la ciudad como una proyección de sus habitantes; la geografía urbana, que ha interpretado a los habitantes como una proyección de la ciudad; y la antropología urbana, que se ha especializado en el estudio de comunidades concretas. En segundo lugar, la historia, y en concreto la historia urbana, que ha seguido la evolución de la morfología y del proceso de urbanización, y la historia del urbanismo, orientada hacia la planificación de ambos. Por último, la arquitectura, en la que hemos diferenciado entre urbanismo, diseño urbano, teoría urbana y análisis urbano. Los dos primeros se han ocupado de la materialización de la ciudad: el urbanismo de lo procedimental (la organización técnica) y el diseño urbano de lo sustancial (la forma espacial); por su parte, la teoría urbana, que puede ser descriptiva o normativa, ha sido la encargada de determinar los valores que deben guiar a ambos (éticos, ideológicos o políticos); y el análisis urbano se ha ocupado del estudio e interpretación de lo existente.

En cuanto a la esquematización, Teorías e historia de la ciudad contemporánea —título que se hace eco del libro de uno de mis principales referentes, Manfredo Tafuri y su Teorías e historia de la arquitectura— se estructura en tres etapas que abarcan 125 años de estudios urbanos, de 1882 a 2007. El punto de partida, en el último cuarto del siglo XIX, viene determinado por el nacimiento de la mayoría de las disciplinas anteriormente mencionadas: el urbanismo en 1875, la sociología en 1890, la geografía en 1900, etc. A partir de ese momento el estudio de la ciudad adquirió un estatuto de cientificidad que lo liberó de simbolismos y personalismos. En su evolución posterior se distinguieron tres fases relacionadas con sendos cambios del paradigma intelectual motivados por transformaciones del sistema económico.1 La primera comenzó en torno a 1880, cuando irrumpió el capitalismo monopolista; su consecuencia fue la metrópolis, cuyo paradigma de pensamiento era el racionalismo. La segunda se identifica con el estado del bienestar, que imperó entre 1945 y 1979, si bien aquí adelantamos el inicio de esta fase a 1939, con el comienzo de la II Guerra Mundial. Su derivado urbano fue la megalópolis, éticamente inspirada por el existencialismo. La tercera despuntó con la crisis del petróleo de 1973, que dio paso al tardocapitalismo, de la que resultó la metápolis, donde se impuso el relativismo.

Y por último, la categorización. Para llevarla a cabo nos hemos apoyado en un hecho que evidencia que la objetividad a la que aspira toda disciplina científica suele acabar siendo víctima de la propia lógica del pensamiento humano: los autores de las teorías e historias que aquí se narran no pudieron evitar pasarlos por el tamiz de ideologías, doctrinas o credos personales. Las categorías que hemos utilizado se sustentan sobre una dualidad habitualmente utilizada en los estudios urbanos para detectar este fenómeno: sensibilidad romántica, con sus modulaciones como culturalismo, pintoresquismo, etc., versus sensibilidad iluminista, también referenciada como progresismo, racionalismo, etc. Ambas nos han servido para trazar las trayectorias de esta topografía de 125 años de estudios urbanos. Además, en las notas al pie se ha querido dejar rastro, mediante una referencia bibliográfica completa, de todos aquellos libros por los que este estudio ha transitado, con el fin de facilitar al lector el material para poder ampliar cada uno de los temas.

En definitiva, en las páginas que siguen pasaremos revista a tres paradigmas de pensamiento que han afectado a tres disciplinas y se han filtrado por dos sensibilidades. La ciudad de los sociólogos, la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos; en cierto modo, la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro.

1 Según Thomas Kuhn, el avance de la ciencia está supeditado a revoluciones que imponen cambios de paradigma, entendiendo por paradigma un cúmulo de conocimientos normalmente vinculado a valores éticos. Ello explica que dichas reformulaciones provoquen no solo una ruptura en el saber científico, sino también un giro en la forma de ver el mundo.

Este libro comienza, simbólicamente, en 1882, año en que Thomas Edison inauguró en Londres la primera estación generadora de electricidad. También podría haberlo hecho cuatro años más tarde, cuando Gottlieb Daimler instaló un motor de combustión interna en un carruaje de cuatro ruedas. Ambos acontecimientos se significan como piedras miliarias de la denominada II Revolución Tecnológica, en la que la electricidad y el petróleo suplieron al carbón como fuentes energéticas de la industria. A partir de entonces el mundo comenzaría a moverse de otra manera.

Debido a las enormes inversiones que exigían su instalación y su puesta en marcha, los sectores productivos derivados de dicha revolución —automovilístico, naval, ferroviario, eléctrico y de radiodifusión— estaban fuera del alcance de las empresas familiares propias del capitalismo del laissez-faire, la anterior fase del sistema económico, que fueron arrasadas por los grandes consorcios industriales al tiempo que el capitalismo monopolista se imponía.

Para competir en los mercados internacionales, empresas como Siemens, AEG o Krupp se fijaron una prioridad: optimizar los procesos de producción. Esto explica la meteórica expansión del taylorismo y el fordismo, dos doctrinas de sistematización empresarial provenientes de Estados Unidos. La primera apareció en 1911, cuando el ingeniero Frederick Wislow Taylor publicó Principios de la administración científica,1 un ensayo donde describía un método de organización científica del trabajo basado en la estructuración del ciclo laboral en tareas estandarizadas y repetitivas (y cuyo lema era “un hombre, un trabajo”). Por lo que respecta al fordismo, el libro encargado de su difusión fue Mi vida y mi obra,2 en el que Henry Ford explicaba la cadena de montaje y la seriación a gran escala resultantes de la aplicación de la propuesta taylorista a su factoría de automóviles de Detroit.

Las ambiciones racionalizadoras de los dictados fordistas y tayloristas trascendían el ámbito del trabajo industrial y de oficina para implicar a toda la sociedad, que fue apremiada a alinearse con los objetivos del capitalismo monopolista. También se “invitó” a la ciudad a unirse a esta “unidad de destino”. La herencia recibida del capitalismo del laissez-faire era nefasta. Entre 1800 y 1880 los movimientos migratorios provocados por la Revolución Industrial dispararon el crecimiento demográfico: la población de Londres creció un 380 % (de 1 a 3,8 millones de habitantes), la de Berlín un 765 % (de 170.000 a 1.300.000) y la de Nueva York un 2.000 % (de 60.000 a 1.200.000). Los cientos de miles de campesinos que llegaron a esas ciudades colapsaron sus estructuras: los viejos edificios escalaron en altura, las huertas de los interiores de manzana se colmataron, las parcelas y viviendas se subdividieron y la densidad se hizo insoportable.3

La situación no era mucho mejor en la periferia, donde el proletariado se hacinaba en lúgubres habitaciones mal iluminadas y peor ventiladas. Las estadísticas demuestran que la infamia humana campaba por doquier: la media de vida de un obrero no superaba los 29 años (55 en el caso de un burgués), los jóvenes de ciudad padecían muchas más enfermedades que los de origen rural,4 el suicidio, el alcoholismo, la tuberculosis y la locura eran monedas de uso común... En pocas etapas de la historia la sociedad urbana había sufrido tanto. Únicamente la burguesía, al timón del sistema político y económico, disfrutaba de un envidiable nivel de vida en flamantes ensanches inspirados por la operación que el barón Haussmann acababa de llevar a cabo en París. Pero los bulevares, las residencias burguesas y los teatros de ópera eran excepciones que no podían ocultar la regla: la de los millones de personas que “morían de ciudad”.

A finales del siglo XIX, los gobiernos y el gran capital eran conscientes de que esta situación era incompatible con los objetivos del capitalismo monopolista. Por un lado, la ciudad era un caos funcional, y, por otro, un perfecto caldo de cultivo para el comunismo,5 lo que explica que su racionalización se planteara como una cuestión de Estado. Se trataba de reorganizar la ciudad para hacerla más productiva, al tiempo que más vivible. Con ese fin nació el urbanismo, una nueva disciplina que puso las ciudades patas arriba. Gracias a las estipulaciones prescritas por planes y ordenanzas, las urbes dejaron de crecer como manchas de aceite. Las decenas de miles de campesinos que seguían llegando a ellas comenzaron a ser absorbidas por las poblaciones de los extrarradios. Lo mismo ocurrió con las industrias, cuyo gigantismo exigía extensiones de terreno que tan solo se encontraban a las afueras. La galaxia de asentamientos resultante de esta novedosa dinámica se articuló mediante una avanzada red de transportes colectivos, el último grito de la sofisticada tecnología monopolista: ferrocarriles suburbanos, tranvías electrificados, trenes elevados y metros subterráneos. Estas comodidades animaron también a la burguesía a contemplar la posibilidad de habitar en contacto con la naturaleza, y la expulsión residencial hacia las áreas suburbanas permitió descongestionar los centros históricos: se demolieron edificios, se abrieron calles y plazas y se erigieron instituciones públicas y privadas que atrajeron actividades terciarias. Eso sí, Europa pagó un elevado precio por esta profunda renovación: la devastación de sus valiosísimos núcleos medievales.

Muchos de estos fenómenos eran desconocidos en la ciudad del capitalismo laissez-faire, pero no así el hacinamiento, la infravivienda y la pobreza, que persistían en infinidad de zonas intermedias en las que vivían los menos afortunados, y donde el marxismo seguía reclutando adeptos. En resumidas cuentas, así era la ciudad del monopolismo: una galaxia de enclaves donde convivían colosales complejos industriales, elegantes urbanizaciones suburbiales, avanzados medios de transporte, terciarizados cascos históricos y la misma miseria de siempre. En 1910 la Oficina del Censo de Estados Unidos adoptó un término para nombrar esta desigual nebulosa: ‘metrópolis’ (“ciudad madre”).6

EPISTEMOLOGÍA DE LA METRÓPOLIS

En las postrimerías del siglo XIX el pensamiento occidental se alimentaba de dos fuentes: la iluminista y la romántica. Aunque brotaron con anterioridad, eclosionaron en los siglos XVII y XVIII, y aunque inicialmente eran contrapuestas, acabaron confluyendo.7

La meta del iluminismo era la Aufklärung: liberar al pueblo de la ignorancia y la servidumbre a través de la ciencia. Para alcanzarla, el mundo del conocimiento debía dejar de lado el pensamiento simbólico y ser reformulado desde cero y a partir de los dictados de la razón. A esta tarea dedicaron su empeño las numerosas disciplinas que aparecieron a finales del siglo XIX, que colonizaron territorios hasta entonces indefinidos y transitados por todo tipo de especulaciones.

En el iluminismo se distinguían dos tendencias metodológicas: la racionalista y la empirista. La primera, fundada por René Descartes, defendía la autonomía de la razón con respecto a la realidad. La mente humana y el universo se regían por las mismas leyes basadas en la geometría euclídea, por lo que los datos podían filtrarse por teorías generales desgranadas de ellas. Para el empirismo, en cambio, cuyo principio fundamental fue enunciado por John Locke, la razón no podía desligarse de la realidad. La mente elaboraba el conocimiento a partir de la experiencia sensorial del cuerpo, por lo que cada dato debía ser comprobado según su propia lógica. David Hume desarrolló este postulado estableciendo que la base de la ciencia debía ser inductiva, es decir, debía partir de evidencias concretas y reales para, posteriormente, formular leyes y teorías generales.

En el último cuarto del siglo XIX la sensibilidad iluminista había evolucionado hacia dos posicionamientos ideológicos enfrentados entre sí: el positivismo y el marxismo. El padre del primero fue Auguste Comte, autor del Curso de filosofía positiva,8 en el que defendía la necesidad de aplicar la metodología científica a todos los campos del saber. Como filosofía de la ciencia, el positivismo renegaba de las ideologías y las dimensiones metafísicas para ceñirse a los hechos. No le interesaban ni las esencias, ni los principios superiores, ni los mitos ni los símbolos, tan solo la realidad (“lo positivo”) y las leyes que la regían, leyes que pretendía desentrañar con métodos universales, aplicables tanto a la ciencia como a la sociedad o la naturaleza. Como filosofía política, el objetivo del positivismo era implantar un orden social dominado por técnicos, fiel reflejo del pensamiento burgués, que asociaba progreso y liberalismo económico. En Sobre el principio del arte y sobre su destinación social,9 el político y pensador Pierre-Joseph Proudhon expuso lo que esto significaba para la metrópolis: desvincular sus problemas del capitalismo y ponerla en manos de científicos e ingenieros.

El marxismo discrepaba de este planteamiento al entender que la gran crisis urbana del siglo XIX no se podía desligar del sistema económico. Según Karl Marx, la burguesía utilizaba la supuesta “objetividad” positivista para difundir entre la clase obrera una falsa conciencia: que sus valores morales, políticos y culturales eran de sentido común; que, a pesar de la pobreza y la segregación, el capitalismo trabajaba por el bien de todos. A partir de este presupuesto, Marx distinguía dos niveles: el de la “estructura” —el conjunto de relaciones productivas que conformaban la base real del sistema— y el de la “superestructura”, la patraña ideológica ideada para justificar su orden social y ocultar las injusticias. Como respuesta a esta tergiversación, el marxismo defendía el ejercicio del “pensamiento crítico”, una crítica social que desenmascarase la superestructura.

Del iluminismo se derivó un mito: el mecanicista o funcionalista, que definía la sociedad como un sistema integrado por partes interrelacionadas y funcionalmente interdependientes. De su aplicación a la metrópolis surgió la metáfora de la máquina, de la ciudad entendida como un artefacto productivo impulsado por la tecnología y, en la versión marxista, manejado por el poder.

La otra fuente del pensamiento occidental era la romántica, cuyos precursores se separaron de los ideales de René Descartes para abrazar los de Jean-Jacques Rousseau. Aunque el movimiento surgió en Alemania en torno a 1800, se consolidó a finales del siglo XIX coincidiendo con la expansión del capitalismo monopolista. En el romanticismo confluyeron las voces que acusaban al proyecto racionalizador de situar al ser humano en un contexto ultramaterialista que le era ajeno y las que ponían en cuestión la presuposición de que la única razón posible era la científica, aludiendo a la existencia de lógicas de otro tipo (culturales, psicológicas, intuitivas, etc.). De ahí su reclamo de una aproximación más compleja a la realidad que tuviera en cuenta los sentimientos, las tradiciones, la historia, etc. Una serie de descubrimientos dotaron a esta demanda de argumentos de base científica, lo que permitió al romanticismo enfrentarse al iluminismo con sus mismas armas. En el campo de la física, Max Planck hizo pública la teoría cuántica (1900), Albert Einstein la teoría de la relatividad (1905) y Werner Heisenberg el principio de incertidumbre (1927). Todos ellos coincidían en rechazar la idea de que el mundo fuera previsible a partir de teorías universales. Por otro lado, el psicoanálisis (1896) de Sigmund Freud vino a demostrar la principal hipótesis romántica: que en la mente actuaban poderosos componentes irracionales y que el papel de las ficciones y los símbolos era esencial en el reconocimiento humano del mundo.

Como ocurrió con el iluminismo, también del romanticismo se derivó un mito: el organicista o biológico, que, apelando al evolucionismo darwinista, sostenía que cada parte de un ente estaba integrada en una actividad coordinada. Este presupuesto iba contra los intereses del marxismo, pues anulaba el conflicto en favor de la síntesis, de un orden general y solidario, y, trasladado a la ciudad, permitía establecer analogías entre las áreas funcionales de la metrópolis y los órganos de un ser vivo: al igual que este, la ciudad organismo nacía, maduraba, envejecía y moría, lo que permitía estudiarla aplicando las leyes de la biología.

Como decíamos, aunque inicialmente eran contradictorios, las metodologías, las ideologías y los mitos desarrollados por iluministas y románticos acabaron convergiendo en el racionalismo empírico (desde la observación empírica se llegaron a construir teorías universales), el positivismo marxista (donde convivía el pensamiento de raíz cristiana de Saint-Simon con el de inspiración socialista de Proudhon) y el mecanicismo organicista (ambas metáforas fueron utilizadas indistintamente por el movimiento moderno). En las décadas a caballo entre los siglos XIX y XX, las disciplinas que se interesaron por la metrópolis hicieron un uso bastante ecléctico de estos postulados. A pesar de ello, ambas sensibilidades se proyectaron de manera diferenciada sobre los estudios urbanos. Si los iluministas se interesaron por la funcionalidad y el utilitarismo, los románticos lo hicieron por la espiritualidad y la ética; si los iluministas apostaron por la razón, los románticos por la cultura; si a los iluministas les fascinaron lo maquínico y lo artificial, a los románticos la naturaleza y lo agrario; si los iluministas cayeron rendidos ante la gran ciudad, los románticos añoraron la aldea; si los iluministas dieron por hecho que el hombre era un individuo tipo, para los románticos era un ser único y complejo; si los iluministas tendieron a la ruptura histórica, los románticos velaron por la salvaguardia de la tradición... En definitiva, iluminismo y romanticismo fueron los dos velos epistemológicos que sirvieron de filtro a una misma realidad: la metrópolis.

LA METRÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: ESCUELA DE CHICAGO, GEORG SIMMEL, MAX WEBER

Auguste Comte, padre del positivismo, fue el primer pensador que manifestó la necesidad de fundar una disciplina que ampliara el conocimiento científico a los fenómenos sociales (él mismo acuñó el término ‘sociología’ en 1824). Sin embargo, los pioneros franceses (Auguste Comte, Frédéric Le Play, Émile Durkheim, etc.) no concedieron especial importancia a la ciudad. El nacimiento de la sociología urbana se retrasó siete décadas más, coincidiendo con la imposición del designio racionalista a la sociedad. Los sociólogos, que denominaron “modernización” al proceso que se iniciaba, dirigieron entonces su mirada hacia el epicentro del mismo, la metrópolis.

Para estudiarla, abrazaron las dos versiones ideológicas del iluminismo: positivismo y marxismo. Quienes optaron por la primera pensaban que la modernización traería progreso para todos, confiando en que las problemáticas sociales se solventarían con programas de reforma gestionados por el Estado; quienes se decantaron por la segunda habían asimilado que la sociedad de masas era un modelo irreversible, pero estaban convencidos de que la modernización tan solo beneficiaba al gran capital y sostenían que la ruptura con el sistema era la única salida.

La intelectualización y la consolidación de estos argumentos se tradujeron en la creación de escuelas nacionales de pensamiento. En el Reino Unido, donde la Revolución Industrial llevaba décadas de rodaje, se impuso la senda positivista, interesada en analizar la damnificada sociedad urbana derivada de aquella. Sus temas fueron la pobreza, la violencia, la inmigración, etc. En Alemania, donde el káiser Guillermo II había puesto en marcha el proyecto de racionalización más exhaustivamente articulado de la etapa monopolista, acabó triunfando la corriente marxista, que se centró en destacar sus consecuencias socioculturales.

El reformismo positivista: la ecología como referente

Las primeras reflexiones sobre la ciudad desde un punto de vista sociológico se produjeron entre 1820 y 1880. Sus autores no eran académicos, sino reformadores sociales cuya concienciación procedía del contacto directo con la cara más amarga de la metrópolis: la de la pobreza, la delincuencia y el vicio. A unos les movían creencias religiosas, a otros ideologías políticas de signo progresista, y, en todos los casos, la gran esperanza positivista: que arrojar luz sobre la miseria humana animara al Estado a activar un programa de reformas sociales.

Así ocurrió en el Reino Unido. En 1883 apareció The Bitter Cry of Outcast London,10 un opúsculo donde el reverendo Andrew Mearns denunciaba las abyectas condiciones de vida de los barrios obreros.11 Su publicación contribuyó a la creación de la Comisión Real para la Vivienda de las Clases Trabajadoras (1884), una delegación parlamentaria encargada de dar a conocer aquella infame realidad a la tan acomodada como ensimismada burguesía victoriana. Las administraciones públicas respondieron con una batería de leyes sanitarias. Era lo habitual.12 La mayoría de los reformadores sociales provenía de élites profesionales cercanas al movimiento higienista. Inspirados por investigadores como Robert Koch o Louis Pasteur, quienes apelaban a la prevención para evitar epidemias, se aplicaron a estudiar la realidad proletaria en un notable esfuerzo por fundamentar su trabajo sobre bases científicas. Desde un punto de vista metodológico apostaron por las metáforas organicistas. Estaban convencidos de que la sociedad metropolitana era una fauna enferma a la que se le podían aplicar los sistemas de análisis propios de las ciencias naturales. También se decantaron por un positivismo empirista, asumiendo un punto de vista más cuantitativo que cualitativo: se trataba de “medir” el fenómeno de la pobreza y todo lo relacionado con ella (enfermedades, mortalidad, condiciones habitacionales, etc.) para poder localizar sus causas.

El trípode metodológico de positivismo, empirismo y organicismo permanecería como seña de identidad de la sociología urbana anglosajona, pero no así la confianza en las políticas higienistas. Entre 1880 y 1920 el denominado Social Survey Movement ampliaría su radio de acción prescriptivo en otras direcciones. La obra pionera de este movimiento fue Life and Labour of the People in London,13 de Charles Booth; nunca antes se había llevado a cabo una investigación tan ingente y exhaustiva. Este armador de Liverpool y sus colaboradores recorrieron, calle a calle, el East End londinense, una de las zonas proletarias por excelencia de la urbe, y recopilaron infinidad de datos cuantitativos (número de habitaciones por vivienda, miembros de cada familia, salarios, etc.), pero también cualitativos (filiación religiosa, ocupaciones de padres e hijos, etc.). Después plasmaron toda la información recogida en un mapa que identificaba con colores los lugares de residencia de las distintas clases sociales. Este fue el primer paso hacia la representación espacial de la sociedad metropolitana.

Como era habitual en la Inglaterra victoriana, Booth pensaba que la historia y el carácter de los lugares propiciaban patrones de comportamiento singulares que se transmitían durante generaciones; es decir, que al igual que la sabana africana determinaba la conducta de las jirafas, un mal barrio predisponía a sus vecinos hacia la vileza (como veremos más adelante, este determinismo físico perduraría durante décadas en los estudios urbanos). Este autor clasificó la “fauna” londinense en ocho clases: A, una minoría marginal y delictiva “capaz de degradar todo lo que toca”; B, haraganes que inmediatamente se gastaban lo poco que percibían (mayoritariamente en la economía informal); C, personas pobres debido a la intermitencia de sus ocupaciones; D, trabajadores regulares pero que ganaban sueldos miserables; E y F, obreros y artesanos con salarios dignos; y G y H, los más afortunados de la escala social. Booth culpaba al liberalismo económico de la pobreza urbana, que afectaba a las clases A, B, C y D; es decir, a un millón de personas, el 35 % de la población de Londres. Sin embargo, no creía que el remedio fuese ni el marxismo ni el higienismo, sino una reforma de la geografía social de la metrópolis. Su propuesta era desconcertante: evitar que la clase A se reprodujera, destruyendo para ello las barriadas donde vivía,14 expulsar a la clase B de la metrópolis confinándola en colonias rurales y trasladar a las clases E y F a áreas residenciales suburbanas para alejarlas de las semimarginales C y D. Esta idea ponía de manifiesto la escasa conciencia social de la burguesía decimonónica, que necesitaría varias revoluciones y dos guerras mundiales para darse cuenta de lo que el poder monopolista ya intuía.

En paralelo a los reformadores sociales comenzaron a abrirse paso los geógrafos, cuya línea de trabajo invertía la secuencia de la investigación: si los primeros estudiaban las condiciones de vida de los ciudadanos para después localizarlas físicamente, los segundos analizaban los factores espaciales para indagar cómo estos determinaban las actividades metropolitanas. Con esta estrategia empezó a gestarse la geografía urbana. Nacida al amparo de la geografía humana, su hipótesis de partida era que las sociedades se adaptaban al ambiente natural de las regiones donde se asentaban. El determinismo espacial que subyacía bajo esta presunción escoró la naciente disciplina hacia las ciencias naturales, más concretamente hacia la ecología. Esta rama del conocimiento había sido enunciada en 1866 por el biólogo Ernst Heinrich Haeckel, que la definió como “la ciencia de las relaciones del organismo con el medio ambiente”. Sin embargo, no se concretaría como disciplina hasta 1935, cuando el botánico Arthur G. Tansley acuñó el término ‘ecosistema’ para referirse al entorno donde los seres vivos interactúan con el medio natural. Paul Vidal de la Blache trasladó este paradigma a la geografía, declarando que su fin último era la construcción de una “ecología humana”. El discurso positivista se orientaba así hacia uno de los grandes mitos románticos: la naturaleza, a la que Jean-Jacques Rousseau había elevado a categoría moral.

También la teoría evolucionista (1859) de Charles Darwin influyó en los geógrafos, un encuentro del que se derivó una nueva alianza disciplinar, en este caso con la historia urbana. En 1911 Raoul Blanchard, uno de los primeros geógrafos urbanos, publicó Grenoble: étude de géographie urbaine,15 en el que describió la evolución “orgánica” de esa ciudad. Asoció su origen a su emplazamiento en la confluencia de varios ríos y valles y analizó su posterior devenir como una secuencia de reacciones a diferentes acontecimientos históricos: guerras, revueltas, cambios tecnológicos, etc. Blanchard quería poner en evidencia que la “ecología de Grenoble”, su morfología, era el resultado de un proceso evolutivo en el que el entorno natural interactuaba con el contexto económico, social y político. La historia era esencial para reconstruir dicho devenir.

La geografía urbana se consolidó como disciplina entre 1910 y 1920. A Vidal de la Blache, cuyas ideas fueron difundidas a través de la revista Annales de Géographie, se debió la concepción de la ciudad como un nodo económico y de servicios de ámbito regional, lo que definía una escala territorial que la geografía urbana asumía como propia. Bien es cierto que los geógrafos franceses concentraron su atención en las zonas rurales y su red de pueblos y aldeas, dejando de lado las emergentes áreas metropolitanas. Esta miopía se explica por su elección metodológica, la ecología: la continuidad, la jerarquía y el equilibrio que se le presuponía a todo ecosistema eran difícilmente observables en la conflictiva, discontinua y fragmentada metrópolis.

Habría que esperar más de una década para corregir esta anomalía. En 1933 el geógrafo alemán Walter Christaller publicó Die zentralen Orte in Süddeutschland,16 donde expuso su “teoría de los lugares centrales”. Partiendo de la hipótesis de que los sistemas metropolitanos eran organismos urbano territoriales que tendían de manera natural hacia el equilibrio, analizó las leyes que determinaban el número, el tamaño y la distribución de sus nodos funcionales, especificando, para cada uno de ellos y según su posición en un orden jerárquico, una “región complementaria”. Aunque hundía sus raíces en las ideas de Vidal de la Blache, la teoría de Christaller privilegiaba la aproximación economicista, relegando a un segundo plano la ecológica. Se cerraba así el círculo de esta primera fase de la geografía urbana: del evolucionismo darwiniano a la ecología humana para acabar entregándose a la economía.

La aproximación sociológica del Social Survey Movement y el enfoque ecológico de la geografía urbana fueron sintetizados por Patrick Geddes. La obra más emblemática de este biólogo escocés, que acabó su vida trabajando como urbanista en la India, fue Ciudades en evolución,17 un libro que influiría enormemente en la historia y la teoría urbanas. Según su diagnóstico, los problemas sociales de la metrópolis se debían a una crisis ecológica derivada de la ruptura del equilibrio preexistente entre recursos naturales y actividades humanas. Para restablecerlo proponía tres instrumentos: la ecología urbana, el evolucionismo y el regional survey, o estudio regional.

El primero de ellos partía del presupuesto de Vidal de la Blache de que la metrópolis y su medio territorial conformaban una unidad. Geddes describió la primigenia relación entre la localización geográfica, las actividades económicas y los modos de vida en su famosa “sección del valle”: el minero, el leñador y el cazador ocupaban las alturas; el pastor, los barrancos, el campesino la llanura y el pescador la ribera. Para que también la metrópolis interactuara con su entorno de manera natural, debía dejar de crecer como una mancha de aceite y hacerlo de manera arborescente; es decir, de ella debían brotar “hojas” que se esparcieran por el territorio hasta conformar “conurbaciones” (ciudades región). El segundo instrumento, el evolucionismo cultural ambiental, derivaba del convencimiento de que la ciudad era un organismo vivo que se desarrollaba en el tiempo. En Ciudades en evolución, Geddes consolidó la alianza entre geografía e historia urbanas inaugurada por Blanchard. Periodizó el proceso de urbanización del planeta en dos fases: la paleolítica, la de la metrópolis, vinculada a la minería y la industria; y la “neotécnica”, la de las conurbaciones, alentada por la expansión de la energía hidroeléctrica. Este nuevo estadio se caracterizaría por el empleo racional de los recursos, las energías renovables, la promoción de la agricultura, etc., un acertado vaticinio del contemporáneo concepto de “desarrollo sostenible”. El estudio regional, por último, suele considerarse como el germen primigenio del análisis urbano: una investigación de carácter regional y contenido casi enciclopédico que habría de anteceder a la planificación urbanística. Geddes lo entendía como una herramienta para allanar el camino hacia la fase neotécnica.

La síntesis del Social Survey Movement con la geografía a través de Geddes fue el preámbulo del nacimiento de la sociología urbana como disciplina, un hecho que tendría como escenario la ciudad de Chicago. A finales del siglo XIX, Chicago era probablemente la metrópolis más moderna del planeta. Superaba el millón y medio de habitantes, gran parte de los cuales eran inmigrantes, y se extendía a lo largo de más de cien kilómetros a orillas del lago Michigan. La ciudad albergaba numerosos guetos étnicos y era una auténtica olla a presión que estallaba periódicamente en forma de guerras entre bandas. En este ambiente se forjó la figura de Jane Addams, reformadora social como Charles Booth, pero de sesgo progresista. Durante su estancia en Londres fundó la Hull-House, una institución que promovía la vida en comunidad. Posteriormente la trasladó a Chicago, a una zona en la que confluían los barrios italiano, alemán y judío. Addams y su grupo de voluntarios pretendían “salvar a estos inmigrantes de sus vicios” e iniciarlos en la forma de vida estadounidense. Resultado de esta experiencia fue Hull-House Maps and Papers,18 un libro que difundió en Estados Unidos lo que Addams había aprendido en Inglaterra: el estudio sistemático y en clave empírica de la metrópolis.19

Esta semilla fue minuciosamente regada por un grupo de investigadores del Departamento de Ciencias Sociales y Antropología de la University of Chicago, inaugurado en 1892, entre los que se contaban Robert E. Park, Ernest W. Burgess, Roderick D. McKenzie y Louis Wirth, fundadores de la denominada Escuela de Chicago. Sus nexos con los predecesores europeos eran tan evidentes como complejos. Heredaron del Social Survey Movement la tríada metodológica de positivismo, empirismo y organicismo, pero en lo referente a los contenidos fueron mucho más allá y no se limitaron a los distritos obreros, sino que se adentraron también en los barrios de inmigrantes, los guetos étnicos y los antros frecuentados por bandas, vagabundos o prostitutas. En 1925 Park, Burgess y McKenzie publicaron The City,20 manifiesto programático de la Escuela de Chicago, que incluía una tipificación espacial de las dinámicas sociogeográficas, una teoría sobre la ocupación y uso del suelo y una teoría del control social. La primera ponía de manifiesto la importancia que estos autores concedían a la espacialidad, motivo por el que se los considera fundadores de la sociología urbana. El modelo que construyeron en The City se basaba en los postulados de Charles Darwin. Los barrios, cuyos habitantes compartían religión (como el judío), etnia (como el afroamericano), nacionalidad (como Little Italy), estatus social (como los suburbios de clase alta) o funcionalidad (como el distrito financiero), fueron considerados “áreas naturales”. Al estar sometidas a las leyes de la evolución de las especies, estas áreas eran susceptibles de ser invadidas por clases rivales más poderosas. Era la “competición biótica”, la lucha por unos recursos espaciales limitados, todo un presagio del fenómeno de la gentrificación. Burgess plasmó esta dinámica en un diagrama en forma de corte de tronco de árbol que constaba de cinco anillos: el del centro financiero (el Loop), el de la periferia del casco histórico, una degradada “zona de transición” donde convivían viviendas y talleres,21 el de los barrios obreros e industrias ligeras, el de las áreas residenciales de clase media y el de los suburbios de clase alta. El carácter conceptual de este esquema tipo divergía radicalmente de los mapas de Booth, que se limitaban a cartografiar la realidad social, y por ello se lo considera la primera representación abstracta del uso social del espacio metropolitano.

La teoría sobre la ocupación y el uso del suelo se basaba en la “ecología humana”, una nueva disciplina científica orientada al estudio de los procesos de formación y transformación de las áreas naturales. Para complementar su argumentación ecológica natural con otras de orden cultural y ético, Park, Burgess y McKenzie idearon el concepto de “región moral”, distritos cuyos habitantes compartían gustos, costumbres y temperamentos. Este interés por la cuestión identitaria, novedoso en el discurso positivista y de clara filiación romántica, surgió del convencimiento de que la “desorganización ecológica” de la metrópolis tenía su origen en una mutación cultural inducida por los inmigrantes, “hombres marginales” condenados a vivir en un estado de inestabilidad permanente debido a sus costumbres diferentes.

La problemática de la inmigración dividía a los sociólogos de la época. Aunque la mayoría coincidía en que los barrios étnicos eran guetos temporales que irían desapareciendo a medida que sus habitantes fueran asimilados por la cultura anglosajona, discrepaban en las estrategias que había que seguir para lograr dicha integración. Unos, en la línea de Jane Addams, la cifraban en la cercanía espacial. Fue el caso de Clarence Perry, quien en Housing for the Machine Age22 propuso que las comunidades metropolitanas se articularan en “unidades vecinales” concebidas como aldeas pero dotadas de todo tipo de equipamientos. En su centro se ubicaría una escuela elemental, factor aglutinador de la vida comunitaria, y a su lado se dispondría un área para desfiles y celebraciones donde se instalarían monumentos conmemorativos y un mástil con la bandera de Estados Unidos, estrategias destinadas a fomentar la conciencia nacional entre los inmigrantes.