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Construida a modo de tríptico, Argonautas: Un viaje mitológico novela la aventura más conocida de la mitología griega, quizás solo superada por la Iliada y la Odisea: el viaje de Jasón y sus argonautas para obtener el vellocino de oro, un objeto maravilloso que se encuentra en una tierra lejana. Esta empresa reúne a todos aquellos héroes que precedieron a los personajes que vivieron los hechos sucedidos en Troya; así, encontramos al gran Hércules, los Dióscuros Cástor y Pólux, Atalanta, Orfeo, el propio Jasón, así como Peleo (padre de Aquiles) y Laertes (padre de Odiseo –o Ulises, en la tradición latina–). Siguiendo principalmente la novela de Apolonio de Rodas, Las Aeronáuticas, pero sin dejar de lado algunas variaciones interesantes de los mitos, la novela sigue en tres actos las aventuras de los argonautas: primero, se hace un recuento de los principales personajes y sus historias; luego, se cuentan sus peripecias asombrosas hasta que logran llegar a la tierra donde reposa el vellocino; y, finalmente, se narra qué les ocurre en su viaje de regreso.
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Seitenzahl: 105
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Primera edición en digital, julio de 2024
Primera edición, mayo de 2024
© María García Esperón
© Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000
www.panamericanaeditorial.com.co
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia.
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Ilustraciones
Andrés Rodríguez
Ilustración de tapa
© Shutterstock / delcarmat
Ilustración de guardas
Abraham Ortelius (1603). Detalle del mapa del viaje de los argonautas, en Theatrum Orbis Terrarium
Diseño y diagramación
Martha Cadena, Iván Correa
ISBN DIGITAL 978-958-30-6902-4
ISBN IMPRESO 978-958-30-6847-8
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Hecho en Colombia - Made in Colombia
CONTENIDO
Los héroes
Atalanta
Hércules
Laertes
Orfeo
Peleo
Cástor y Pólux
Argos
Jasón
El viaje
Lemnos
Cícico
Hilas
Fineo
Las Rocas Azules
Eetes
Medea
Los espartos
El vellocino de oro
El retorno
La huida
Apsirto
Circe
Tetis
Los feacios
Alcínoo y Arete
Tritón y Talos
Yolco
Nota de la autora
Los héroes
Atalanta
a cazadora ató y aseguró la correa de su sandalia.
Apartó con la mano un rizo rebelde que se escapaba de la diadema de plata que ceñía sus cabellos, a imitación de Artemisa, la diosa a la que se había consagrado. Sonrió al recordar lo que había sucedido hacía doce días.
Una carrera.
Ella, la más veloz.
La que nunca había sido derrotada por corredor alguno.
La novia que todos querían y que nadie podía obtener.
Atalanta.
Había una leyenda alrededor de su persona. El oráculo había revelado que el día que se casara, sería convertida en un animal. En una osa o en una leona, eso seguía siendo un misterio.
Y como ella no deseaba casarse, pues quería permanecer libre toda su vida para correr por los bosques, había manifestado que el hombre que quisiera obtener su mano tendría que derrotarla en una carrera.
Y por eso Atalanta sonreía.
Porque, aunque para ella misma resultaba increíble… había sido derrotada.
¡Ese Hipómenes! Un joven tímido, un pastorcillo de Arcadia que había implorado ayuda nada menos que a la diosa del amor, a la risueña Afrodita que, como todo el mundo sabe, siente debilidad por los bellos pastores que sueñan enamorarse. Y lo había ayudado, otorgándole tres manzanas de oro. Tres irresistibles manzanas cortadas del mismísimo árbol de las Hespérides, que también, como todo el mundo sabe, se encuentra en un jardín al final del mundo, en el Occidente, y que custodia los misterios de la inmortalidad y del amor. Ahí todo está bañado de luz dorada y es el sitio donde Afrodita disfruta solazarse y charlar con las doncellas del Atardecer, las Hespérides, y que…
¡Le dieron tres manzanas! Que a su vez ella le otorgó a Hipómenes, y que este en plena carrera dejó caer tres veces para que ella, Atalanta, seducida con su brillo, perdiera preciosos segundos mientras las recogía y, como resultado, perdiera también la carrera.
Pero no se había enojado por ello con Hipómenes. A decir verdad, era encantador y muy dulce, y Atalanta lo había mirado de nuevo y quizá por haber recogido las manzanas de Afrodita, contra todas sus convicciones, se había enamorado de él.
Después de la carrera nadie dijo nada más. Hipómenes se retiró a la pequeña población de Arcadia donde vivía con sus padres, pues su timidez le impidió reclamar a Atalanta como su esposa y ella, extrañada por sus propias emociones, se había refugiado en la cabaña del bosque donde habitaba con el anciano cazador que, cuando era niña, la había recogido en el monte Partenio, tras ser abandonada por su verdadero padre, encolerizado por no tener un hijo varón y que era, ni más ni menos, el rey de Arcadia.
Pero Atalanta era amada por los dioses, que gustan ponerles dificultades a los seres excepcionales para que desarrollen sus extraordinarias capacidades. Creció libre y feliz en la cabaña del cazador y de su esposa, se consagró a la diosa Artemisa y se convirtió en la mejor cazadora de toda Grecia.
Tanto que, hacía tres años, había sido invitada a participar en la cacería de un enorme jabalí que causaba estragos en la comarca de Calidón. El mismo hijo del rey, Meleagro, había llegado en su búsqueda, pues otro oráculo había revelado que la fiera monstruosa sería dominada si en la partida de caza intervenía Atalanta, la joven cazadora de Arcadia.
Así ocurrió y la primera flecha que recibió el jabalí había salido certera del arco de la doncella. Meleagro había prometido que el cazador que arrojara el primer proyectil merecería la piel del animal y le correspondía a ella, eso estaba claro.
Pero los primos de Meleagro, jóvenes y orgullosos príncipes, sintieron celos de Atalanta y desearon arrebatarle su premio. Meleagro defendió su derecho y se enzarzaron en una lucha que le dio la victoria al príncipe defensor de Atalanta. La joven regresó a su cabaña orgullosa de su triunfo y con la piel del enorme jabalí como trofeo.
—Atalanta.
La voz de su padre adoptivo interrumpió sus reflexiones. Se llamaba Xantho porque en su juventud había tenido rubia la cabellera. Ahora despedía los reflejos argénteos de la luna y su rostro estaba surcado de arrugas. Había enviudado y su única compañía era la joven y victoriosa cazadora que él había salvado de una muerte segura. Atalanta lo envolvió en una mirada cariñosa al tiempo que Xantho le informaba:
—Ha venido un mensajero desde Tesalia. Está esperando afuera de la cabaña y ha recorrido un largo camino. Lo envía el príncipe Jasón de Yolco y te suplica que aceptes su petición.
—Y esta vez, ¿qué desea un príncipe de una cazadora? —preguntó Atalanta con desconfianza.
—Que formes parte de la más grandiosa empresa que pueda acometer un ser humano.
Atalanta giró la cabeza. Había hablado el mensajero que, impaciente por el resultado de su embajada, había osado traspasar el umbral de casa y contemplaba a la cazadora con admiración.
—¿Y cuál es esa empresa? —preguntó la joven.
—La conquista del vellocino de oro —respondió el mensajero.
¡El vellocino de oro! Los ojos de Atalanta lanzaron chispas de ambición. La piel del carnero divino se encontraba en el Oriente remoto, en la brumosa Cólquida, suspendida de un árbol y custodiada por un dragón. Conocía la leyenda desde niña. Nunca pensó que fuera verdad y ahora un príncipe la invitaba a ir en su busca… ¿cuál era su nombre?
—Jasón —dijo el mensajero como si le leyera el pensamiento—. Es sobrino de Pelias, el rey de Yolco, y debe ir en busca del vellocino de oro, desafiar los peligros infinitos del mar y derrotar al dragón que custodia la piel para ser digno del trono y demostrar que es un héroe. Él ha convocado a los mejores entre los mejores, siguiendo los consejos de su maestro, Quirón, el centauro divino.
—¿Y por qué ha pensado en mí? —preguntó Atalanta mirando fijamente al mensajero.
—Por tu fama, Atalanta cazadora. Y porque se lo aconsejó Quirón. “Sin Atalanta”, le dijo el centauro, “no será posible conquistar el vellocino de oro”. Eres la única mujer en la empresa. La siguiente primavera zarpará la nave, que se llama Argos en honor a su constructor, la cual ahora está siendo labrada del tronco de un solo árbol del monte Pelión, cuyas dimensiones permiten albergar cincuenta y dos remeros. Y con esto baste. Debo retornar, me espera un largo camino. ¿Cuál es tu respuesta?
Atalanta permaneció en silencio. Sintió encenderse un fuego en su pecho, cerró los ojos y percibió bajo sus párpados el resplandor que arrojaba, suspendido en un árbol de la Cólquida lejana, el vellocino de oro.
—Cazadora —insistió el mensajero—, ¿aceptas unirte, bajo el mando de Jasón, príncipe de Yolco, a la expedición gloriosa de los argonautas?
Hércules
l mensajero proveniente de Yolco contuvo la respiración al contemplar al campeón formidable que acomodaba su robusto y musculoso cuerpo, cubierto con una piel de león, en un banco de mármol del palacio real de Tirinto.
Las manos capaces de triturar una roca, los músculos de la espalda que podría sostener una montaña, el vencedor del jabalí de Erimanto, de la hidra de Lerna de incontables cabezas que se regeneraban, del león, el terrible león de Nemea cuya piel llevaba como coraza y como trofeo…
El héroe legendario miraba al mensajero con curiosidad y atención, había escuchado su relato y pensaba en la posibilidad de aceptar la propuesta que le hacía un joven príncipe que se llamaba Jasón y al que nunca había escuchado nombrar en el transcurso de sus innumerables viajes.
—Y por eso, divino Hércules —prosiguió el mensajero a quien la voz le temblaba—, el príncipe Jasón te suplica que aceptes formar parte de la expedición de los argonautas en busca del vellocino de oro.
—No se trata de una empresa fácil, ni siquiera para mí —masculló el héroe—. He acometido trabajos indescriptibles, con la ayuda de Hermes y Zeus, mi padre divino, pero en torno al vellocino de oro hay magias muy poderosas y peligros inauditos imposibles de vencer.
—Nada es imposible para Hércules. Todos en la Hélade saben que cumpliste la empresa más terrible que haya intentado alguien. Que fuiste a los infiernos y trajiste hasta Tirinto al mismísimo perro Cerbero —proclamó el mensajero.
—El rey Euristeo lo ordenó y yo me complací en cumplir su voluntad —dijo Hércules sonriendo.
Sonrió también el mensajero, pues los pobladores de los diversos reinos de la Hélade sabían que el rey Euristeo se regocijaba en encargarle a Hércules empresas imposibles y peligrosas para ponerlo en peligro porque lo envidiaba… y lo único que había sucedido era que Hércules cada día se hacía más fuerte, más famoso y más admirado por los hombres, las mujeres y los niños.
—Bajar a los infiernos y atreverme a comparecer ante la presencia helada del dios Hades ha sido la aventura más espantosa que he emprendido —dijo Hércules en un susurro, como hablando consigo mismo—. El dios Hermes, invisible, no se separaba de mi lado. Él me inspiró a que pusiera alrededor de mis sienes una corona de álamo blanco, que protegería mi cuerpo y mi espíritu de la oscuridad del inframundo. Me temblaba todo el cuerpo, pero me atreví a solicitar su permiso para llevar a Cerbero sobre la tierra. ¡Creí morir, mensajero de Yolco! Pero obedecí a Hades, que me pidió que dominara al perro solo con la fuerza de mis manos, sin usar arma alguna. Las tres cabezas del animal eran repugnantes e hirsutas, manaba espuma y sangre hedionda de cada una de sus tres bocas. Atravesamos los caminos del mundo de los muertos y salimos a la luz del sol. Cerbero aullaba de manera escalofriante y al contacto de sus patas se secaba la hierba. Lo arrastré a este mismo palacio y el rey Euristeo se arrepintió de haberme dado la orden de traer a la tierra al perro de Hades. Corrió despavorido y se escondió en un jarrón, ordenándome devolver al perro a los infiernos.
Hércules se echó a reír, recordando la cobardía de Euristeo. El mensajero había palidecido ante las escenas descritas por el héroe, pero rio también, contagiado por su interlocutor.
—Ante esa hazaña, oh, Hércules, la conquista del vellocino de oro aparece como una empresa si no más fácil, sí digna de tu hermosa fuerza.
—Debo confesar que mi ánimo se enciende ante aquella perspectiva —dijo Hércules, pensativo—. Además, nunca he formado parte de una expedición o un equipo. Siempre he trabajado solo, a lo más, ayudado por mi escudero Yolao… Pero el vellocino de oro está custodiado no solo por el dragón más pavoroso del mundo, sino por una magia oscura y misteriosa, propia de la tierra de Eea que es más terrorífica que el mundo de los muertos adonde fui por Cerbero. Después de todo, la muerte es el destino natural de los seres… pero lo que ocurre en la tierra de Eea, donde se encuentra el vellocino de oro, es atroz. El rey Eetes es hijo del Sol. No es ni divino ni humano, sino mezcla de ambas naturalezas. Su hermana es Circe, la maga que transforma a los hombres en bestias. La tierra de Eea puede enloquecer a cualquiera, llenarle para siempre la cabeza de pesadillas, hacer de su vida una miseria y la de sus descendientes.
—¿Debo entender que rehúsas acompañar a los argonautas, oh, Hércules? —preguntó el mensajero con desaliento en su voz.