Así debe ser - Rebecca Winters - E-Book

Así debe ser E-Book

Rebecca Winters

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Philippe y Kellie Didier llevaban solo un mes de feliz matrimonio cuando una increíble noticia puso todo su mundo patas arriba. Una mujer a la que Philippe había conocido antes de enamorarse de Kellie afirmaba que él era el padre de su hijo. Para colmo de males, la inocente criatura necesitaba un hogar... Kellie se encontraba en medio de un terrible dilema: ¿Podría aceptar al pequeño aun sin estar segura de que era de su marido? Y… ¿conseguirían volver a ser felices en su matrimonio después de aquel tremendo descubrimiento? Kellie esperaba que así fuera, especialmente después de enterarse de que también ella estaba embarazada.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 201

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Rebecca Winters

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Así debe ser, n.º 1724 - enero 2015

Título original: The Baby Dilemma

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6068-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

 

29 de septiembre

 

A mi querido Philippe, en recuerdo de aquel momento inolvidable en el prado, al pie del Monte Rainier, en que me propusiste matrimonio.

Estos gemelos de oro contienen los pétalos del ramillete de flores silvestres que me diste. Son de un gran valor para mí porque simbolizan tu amor. No creo que ninguna mujer se haya sentido jamás tan amada por su esposo como me siento yo. Hace ya un mes que estamos felizmente casados, ¡feliz aniversario, cariño!

Kellie

 

Kellie Madsen Didier dejó la pluma sobre la mesa e introdujo la tarjeta en su sobre, fijando este al paquete del regalo con celofán. De un momento a otro entraría Philippe por la puerta del elegante ático de Neuchâtel en el que vivían. Por las ventanas se podía admirar una magnífica vista del lago Neuchâtel, uno de los enclaves más hermosos de Suiza. Verdaderamente, Philippe la había llevado al paraíso.

Salió apresuradamente del dormitorio y fue al salón. Había dispuesto la mesa con el mejor mantel de encaje que tenían, la vajilla de porcelana, las copas más finas y la cubertería de plata. En el centro, flanqueado por dos candelabros repujados, había colocado un jarrón de cristal tallado con unas flores. Puso el regalo junto a la copa de él y corrió a la cocina a ultimar los preparativos de la cena, una cena digna del paladar del más exigente gourmet.

Kellie había pasado la mayor parte del día cocinando y engalanando la casa para la ocasión, pero aún tuvo tiempo de darse una ducha, lavarse el pelo y acicalarse.

Llevaba un vestido nuevo de crepé negro y talle ajustado. Philippe solía decirle que el contraste de ese color con el de su larga melena y sus ojos la hacía parecer aún más hermosa. Estos eran verdes, mientras que su cabello era de un bonito castaño claro con mechas rubias naturales.

Se había puesto además unos elegantes zapatos negros de tacón para realzar su metro setenta de estatura. Quería estar deslumbrante para él aquella noche.

Echó un vistazo a su reloj: las siete y media. Aquella mañana Philippe la había llamado para avisar que llegaría un poco más tarde, pero ya habían pasado casi treinta minutos de la hora que había dicho. No era usual en él no avisarla si un cliente lo entretenía.

Kellie recordó que unos días antes había recibido la visita del embajador de Costa de Marfil, quien quería encargarle una flota de limusinas. Quizá se hubiera producido algún imprevisto durante la salida de los vehículos de la fábrica Didier, dedicada a la fabricación de automóviles de lujo, en París.

Entró una vez más en la cocina para asegurarse de que todo estaba perfecto. Pasaron diez minutos, y luego otros diez. Estaba empezando a preocuparse. Lo llamó al móvil, pero le contestó el buzón de voz pidiéndole que dejara un mensaje.

Cada vez más inquieta, telefoneó a Marcel, el secretario de Philippe, a su domicilio. Este le dijo que, cuando se había despedido de él, Philippe estaba en su mesa, haciendo una llamada a Nueva York, y sugirió que lo más probable era que estuviera discutiendo algo con el guardia jurado del turno de noche o con alguien del personal de seguridad antes de abandonar la sala de exposición de los vehículos. De hecho, le dijo tratando de tranquilizarla, podía haber una infinidad de razones por las cuales se estaba retrasando. Tal vez estuviera tomando algo con un ejecutivo, apuntó.

Kellie dio las gracias a Marcel y colgó, pero seguía intranquila. Sabía que Philippe la habría invitado si tuviera planeado llevar a un comprador a cenar.

Entonces recordó que Roger, uno de sus mejores amigos y compañero en sus expediciones de alpinismo, había ido a visitarlos dos noches atrás. Cuando se ponían a hablar los dos de su afición se olvidaban de todo… Tal vez Roger no había regresado aún a Zermatt, tal vez seguía en Neuchâtel.

Corrió al estudio a buscar el número de Roger, pero antes de que pudiera encontrarlo, sonó el teléfono. Kellie se abalanzó sobre el auricular.

—¿Dígame?

—¿La señora Didier? —inquirió una voz seria al otro lado de la línea.

A Kellie le sobrevino un mal presentimiento que la puso al borde de un ataque de pánico. Se notó la boca seca.

—Sí, soy yo.

—La llamo del pabellón de urgencias del hospital Vaudois. Su marido se repondrá, pero ha tenido un accidente de tráfico y ha pedido que venga.

—¡Ay, Dios mío!¡Enseguida voy! —exclamó y, tras colgar, llamó para pedir un taxi. Podía haber ido con el pequeño deportivo que Philippe le había comprado como regalo de bodas, pero no sabía la dirección del hospital y no quería preocuparse por tener que encontrar un sitio donde aparcar. A decir verdad, estaba temblando de tal modo que no sabía si habría podido siquiera conducir.

El taxi que había llamado estaba dando la vuelta a la esquina justo en ese momento. Kellie agitó la mano en el aire para que el taxista la viera.

—Al hospital Vaudois, por favor, monsieur.

—Oui, madame.

Kellie se abrazó la cintura con los brazos, angustiada. Si Philippe hubiera tenido heridas de gravedad, la persona que había hablado con ella por teléfono no le habría dicho que se iba a reponer, se dijo tratando de tranquilizarse. Aun así… no volvería a respirar con normalidad hasta que pudiera verlo con sus propios ojos y abrazarlo.

—Por favor, dese prisa, mi marido ha sufrido un accidente. Déjeme en la entrada de urgencias.

El taxista asintió con la cabeza, pero no se molestó en acelerar. Al fin y al cabo, los suizos eran gente demasiado civilizada como para conducir de forma imprudente.

No podía decirse lo mismo de Philippe, francés de nacimiento. Según su familia, con quien Kellie había convivido un mes cerca del Bois de Vincennes, en París, había sido un temerario desde niño. A los veinte años ya participaba en carreras de coches, y solía conducir a velocidades que asustaban a la mayoría de la gente. Y aunque parecía que desde que se interesaba por el montañismo había perdido el gusto por correr, todavía se dejaba llevar cuando estaba probando uno de los deportivos recién salidos de la fábrica. Así se lo había confesado a Kellie Claudine, amiga íntima suya y hermana de Philippe.

Cuando le pareció que ya no podría soportar más la angustia, llegaron al hospital. Había varias ambulancias junto a la entrada y, al verlas, Kellie sintió como si se agrandara el agujero que parecía habérsele hecho en el estómago.

Se apeó del taxi, alargó al conductor varios billetes de francos suizos sin pararse a contarlos bien y entró a toda prisa.

El vestíbulo del pabellón de urgencias estaba abarrotado de amigos y familiares de víctimas de accidentes, que hablaban en voz baja entre sí. La ansiedad y la preocupación podían leerse en sus rostros. Al acercarse a la mujer que estaba tras el mostrador de información y ver su reflejo en el cristal, Kellie comprobó que su cara tenía idéntica expresión.

—Disculpe, soy la señora Didier. Han traído a mi marido esta noche. ¿Puede decirme dónde está?

—Pase por allí y a la izquierda. Está en el cubículo número cuatro.

—Gracias —murmuró Kellie antes de atravesar presurosamente las puertas de vaivén de la sala de observación. Una vez más, la sobrecogió el enjambre de actividad que había allí. Personal médico, enfermeros, e incluso agentes de policía entraban y salían. Parecía que cada cubículo estuviera ocupado y, desde detrás de la cortina del primero, le llegaron los desgarradores gemidos de dolor de una mujer.

En ese instante, Kellie dio gracias al cielo de que Philippe no estuviera en semejante agonía. Apretó el paso hasta llegar al número cuatro y descorrió la cortina. Su marido estaba consciente, gracias a Dios, vestido con un pijama de hospital y arropado por inmaculadas sábanas blancas.

—¡Philippe!

—Mon amour… Pensé que nunca ibas a llegar.

Ella se sorprendió al notar lo agitada que sonaba su profunda voz, la voz de aquel hombre cuya inteligencia y fuerte carácter inspiraban confianza en cuantos lo conocían.

—Vine en cuanto me llamaron, cariño —gimió ella. Verlo tan vulnerable la destrozaba—, estuve horas esperando que volvieras a casa.

La hermosa tez aceitunada mostraba una palidez inusual, pero el rostro, endiabladamente atractivo, con aquellos ojos castaño oscuro y el cabello negro que ella adoraba, eran los mismos.

—Mon Dieu! —exclamó él—. Eres tan preciosa que hace daño mirarte…

Y con un rápido movimiento del brazo derecho, la atrajo hacia sí. Ella se dio cuenta de que no podía mover el otro brazo. Preocupada por este pensamiento, la sorprendió la intensidad del beso, casi salvaje, que siguió.

Desde que contrajeran matrimonio, habían hecho el amor día y noche, en todo tipo de circunstancias y condiciones, pero su marido nunca la había abrazado así, como si fuera a ser la última vez.

—Philippe, cariño… —murmuró ella cuando él permitió, de mala gana, que sus labios se separaran—. ¿Qué te has hecho en el brazo?

—No es nada —replicó él—, solo me he golpeado el codo.

—¿Dónde más te has hecho daño? —preguntó estudiándolo con ojos preocupados.

—También me golpeé la rodilla izquierda.

—Ay, cariño —gimió ella—, déjame ver…

—No es necesario. El médico ha dicho que no tengo nada roto, solo magulladuras. Dentro de un rato van a hacerme unas radiografías para asegurarse. Pero antes de que vengan a buscarme, hay algo de lo que tenemos que hablar.

Kellie tuvo un mal presentimiento. Inspiró, temblorosa, pero asintió.

—Está bien.

Escuchó cómo le pedía a Dios que le diera fuerzas y murmuraba:

—Creo que será mejor que te sientes.

Kellie acercó a la cama un taburete que había junto a una estantería y se sentó. Después tomó la mano derecha de Philippe, la besó y la sostuvo contra su mejilla.

—¿Qué es eso tan terrible que tienes que decirme?

La expresión de él se tornó desolada y sus ojos parecieron suplicarle que le dijera que callara.

—¿Cariño? —le urgió ella, incapaz de soportar el suspense un segundo más.

Philippe se aclaró la garganta.

—Cuando nos casamos, prometimos amarnos en lo bueno y en lo malo.

—Y así lo estamos haciendo —reiteró ella sin saber a dónde quería llegar—, y yo estaré a tu lado pase lo que pase.

—Yo… nunca pretendí que hubiera nada «malo» en nuestro matrimonio —le dijo él, como irritado consigo mismo.

—¿Y lo hay? —inquirió ella tragando saliva con dificultad.

—Kellie, no sé cómo decirte esto.

—¿Decirme qué? —suplicó ella, soltándole la mano y peinando su cabello ondulado con los dedos—. ¿Acaso no sabes que puedes contármelo todo?

La mirada de los ojos de Philippe se tornó apesadumbrada.

—Esta tarde, cuando estaba cerrando algunos asuntos en la oficina para poder ir a casa contigo, tuve una visita. Era una mujer a la que rescaté tras una avalancha en Chamonix, meses antes de conocerte.

Kellie no quería escuchar más, sentía como si la hubiesen empujado desde lo alto de un rascacielos.

—Se llama Yvette Boiteux.

El nombre no le resultaba familiar a Kellie, pero según Claudine, su hermano había dejado un buen número de corazones rotos tras su marcha de París.

—Supongo que tendría una buena razón para visitar a un hombre casado al final de la jornada laboral —apuntó Kellie, no sin un cierto temblor en la voz.

—Todo lo que sé es que está embarazada de ocho meses y que asegura que el niño es mío.

Kellie reprimió un gemido de asombro mordiéndose el puño hasta hacerlo sangrar.

—Cariño… —comenzó él apretándole la otra mano enérgicamente, sin pensar en la fuerza que tenía—. Por favor, déjame terminar.

Ella apartó la mirada.

—Te escucho.

—Solo dormimos juntos una vez. Fue un error de principio a fin —insistió—. Sé que mi reputación me precede, pero en realidad, no ha habido tantas mujeres… Yvette ni siquiera fue una de ellas —aseguró.

—Te creo —respondió Kellie. Apenas podía respirar.

—Cuando vino a mi oficina no tenía buen aspecto. Me dijo que había ido allí en autobús porque no tenía coche, y le dije que la llevaría a casa. Antes de hablar nada sobre hacerme una prueba de paternidad, estaba rogando a Dios que ella admitiera que uno de sus amantes le había dado la espalda. Quería pensar que ella había acudido a esas horas para que la ayudara con algún dinero.

Kellie cerró los ojos con fuerza un instante. ¿Y si el resultado de la prueba fuera positivo?

—De camino al apartamento en el que me dijo que vivía con su madre —prosiguió Philippe—, un turista que venía en dirección contraria se nos echó encima. Ha recibido una citación judicial por conducción temeraria. En otras circunstancias habría podido evitar la colisión, lo habría visto venir, pero…

Kellie sacudió la cabeza.

—Después de que te diera una noticia así, lo sorprendente es que aún fueras capaz de coordinar.

—El impacto lanzó el coche contra una furgoneta aparcada. El médico ha dicho que Yvette no está herida, pero con su estado tan avanzado de gestación el golpe podría ten…

—Señor Didier —los interrumpió un enfermero—, vamos a llevarlo a la sala de rayos X. Madame, si no le importa, tiene que dejarnos un momento… Tenemos que pasarlo a la camilla —le pidió a Kellie.

—Sí, claro.

—Cariño… —la llamó Philippe, frenético.

—Estaré al otro lado de la cortina —lo tranquilizó ella.

Volvió a colocar el taburete en su sitio y salió. En un instante los camilleros sacaron la camilla con Philippe del pequeño cubículo delimitado por las cortinas. Sus ojos oscuros se clavaron en el alma de ella, y le quemaron las entrañas.

—Prométeme que seguirás aquí cuando vuelva —suplicó.

—¿Adónde iba a ir? —respondió Kellie. Las lágrimas que había estado conteniendo rodaban por sus mejillas. «Eres toda mi vida, Philippe. Sin ti nada tiene sentido.»

Solo cuando desaparecieron tras unas puertas de doble hoja, cayó en la cuenta de que debía avisar de lo ocurrido a los padres de él, y también a Marcel. Sin embargo, su cuerpo tardó en obedecer a su cerebro.

Cuando retomaba sus pasos hacia el área de recepción para hacer las llamadas, escuchó a la mujer histérica del primer cubículo gritar el nombre de Philippe. Kellie se quedó helada.

—Cálmese, señorita Boiteux —dijo otra voz femenina—. El señor Didier vendrá a verla en cuanto salga de la sala de rayos X.

—Tengo que verlo, lo amo… Es el padre de mi bebé, del hijo que voy a tener. ¡Prométame que no está herido, que va a estar bien!

—Trate de calmarse, no es bueno para usted ni para su bebé. Tiene usted toxemia y la tensión le ha subido mucho. Tenemos que conseguir bajársela, pero necesitamos que ponga un poco de su parte.

—Ha sido por mi culpa… Él se ofreció a llevarme a casa y yo se lo permití. Debí haber dicho que no, si hubiera dicho que no, no estaría herido. Es tan maravilloso… ya me salvó la vida una vez. Si le ocurriera algo a Philippe yo… querría morirme.

—Ah, non, mademoiselle. Debe usted vivir, por su bebé, ya queda muy poco para que nazca. Piense en la dicha de criar a su hijo. Hemos telefoneado a su madre y muy pronto estará aquí.

—¡No! —insistió la mujer—. Sin Philippe lo demás no me importa nada. Por favor, tráiganlo conmigo. El niño que llevo dentro es su hijo. Ustedes no lo comprenden… ¡Philippe es toda mi vida!

«El niño que llevo dentro es su hijo. ¡Philippe es toda mi vida!» Escuchando el eco de esas palabras en su cabeza, Kellie sintió como si alguien hubiese caminado sobre su tumba.

De pronto una mano tocó su hombro.

—¿Madame? No tiene usted buen aspecto —era uno de los ayudantes de enfermería—, ¿quiere echarse un poco?

—N… no. Estoy bien.

—Permítame al menos que la acompañe al área de recepción. Allí podrá sentarse a esperar.

—Gracias.

El ayudante de enfermería la llevó junto a una silla tras las puertas de vaivén y, al sentarse, Kellie tuvo la impresión de que sus brazos y piernas se habían trocado en madera.

—Alguien vendrá a avisarla cuando hayan terminado de hacerle las pruebas a su marido. ¿Puedo hacer algo más por usted?

Kellie se sentía como si estuviera en medio de una pesadilla en la que trataba de huir de algo, pero en la que todo sucedía a cámara lenta.

—¿Podría llamar al secretario de mi esposo e informarlo del accidente? Vive aquí en la ciudad. Pídale que telefonee a los padres de Philippe —le pidió ella.

—Dígame el nombre y número de su secretario —le dijo el hombre extrayendo una libreta de su bolsillo.

Kellie le facilitó los datos y, una vez se hubo marchado el ayudante, se quedó allí sentada hasta que por fin comenzó a dejarla aquella terrible sensación de debilidad. Se puso de pie y se acercó a la mujer que estaba tras el mostrador de recepción.

—¿Podría pedirme un taxi, por favor?

 

 

Diez minutos más tarde, Kellie estaba entrando a su apartamento. Fue directamente al estudio de Philippe y se sentó en su escritorio. Extrajo la pluma dorada del portaplumas, uno de sus muchos regalos de boda, y tomó una libreta.

 

Querido esposo:

Yo siempre te amaré, pero Yvette ya te amaba antes que yo. Nosotros solo hemos estado casados treinta días, y ella lleva un hijo tuyo en su seno desde hace ocho meses. Y eso no estaba incluido en la «cláusula» de «en lo malo».

La oí llamarte en el hospital, pero ella no sabía que yo estaba escuchando al otro lado de la cortina, escuchándola rogar, suplicar, que te llevaran con ella.

Después de las confesiones que le hizo a la doctora, ya no tengo ninguna duda de que el hijo que va a tener es tuyo. No te recrimino nada, cariño, pero es ella, enferma como está y con un embarazo de alto riesgo, quien necesita ahora tu ayuda y protección.

Me consta que no eres la clase de hombre que rehuye sus responsabilidades, que no eres como mi padre biológico, que nos abandonó a mi madre y a mí, de modo que regreso a Washington. Cuando llegue allí comenzaré los trámites de divorcio y pronto serás libre para casarte con ella y ser un verdadero padre para tu hijo.

Quiero que sepas que no necesito que me pases una pensión, solo quiero tu promesa de que harás lo correcto para con Yvette y tu hijo. Estoy segura de que serás un gran padre.

Con todo mi amor,

Kellie

 

Se quitó el anillo de boda, lo dejó sobre la nota y llamó para pedir un taxi que la llevara al aeropuerto.

Antes de que llegara el taxi, se puso unos pantalones de lana y un jersey. Guardó la comida en el frigorífico, arregló un poco la cocina y metió alguna ropa y objetos de aseo en una bolsa de viaje. Extrajo de un cajón el pasaporte junto con las llaves del coche. Dejó estas sobre la cómoda y salió del apartamento sin mirar atrás.

En cuanto entró en el taxi, sonó su teléfono móvil. No contestó la llamada y pidió al taxista que la llevara a Ginebra lo más rápido posible.

Durante el trayecto, el móvil volvió a sonar al menos veinte veces. Philippe habría salido de la sala de rayos X y se estaría preguntando dónde habría ido. Pero, en cuanto los médicos le dijeran que Yvette quería verlo y se diera cuenta de lo mal que estaba, ya no llamaría más, se dijo Kellie.

 

 

—¿Kellie? —era la voz de su abuelo. Asomó la cabeza a la puerta de la cocina del restaurante familiar—. Te llaman por teléfono.

—Di a quien sea que ya lo llamaré yo luego, abuelo.

Él se acercó por detrás de la gran isla de acero inoxidable donde ella estaba preparando las ensaladas.

—Es Claudine.

Kellie sintió una punzada de culpabilidad.

—No has querido contestar ni una de las llamadas de Philippe desde que volviste a casa hace una semana. ¿No irás a hacer lo mismo con su hermana también? No está bien, cariño. Yo seguiré con esto. Sube a la oficina y habla con ella.

Kellie inspiró profundamente, admitiendo para sí que no podía seguir posponiendo el momento de afrontar aquello. Además, estaba siendo muy injusta, su familia no tenía nada que ver con aquello.

—Está bien, no tardaré.

—Tómate el tiempo que necesites. Estás guardándote tantas cosas, que un día de estos acabarás explotando. Y te hará bien hablar con ella, es una chica tan dulce…

El abuelo de Kellie, James Madsen, adoraba a Claudine. Había vivido un mes con ellos en una estancia de intercambio. Era una auténtica Didier: bonita, cabello y ojos oscuros, inteligente, bien educada y encantadora.

Al abuelo le encantaba charlar con ella en su imperfecto francés y lamentaba que se hubiera roto el matrimonio de Kellie con su hermano. Toda la familia sabía cuál era la razón por la que ella quería el divorcio, pero ninguno interfirió ni se lo reprochó, algo que ella agradeció enormemente.

Más aún, a pesar de lo mucho que apreciaban a Philippe y de que su madre seguía visiblemente apenada por cómo se habían truncado los sueños de su hija, todos respetaron su decisión sin decir nada al respecto.

Kellie se apresuró a lavarse las manos en el fregadero y corrió escaleras arriba. Su familia vivía en el piso superior, sobre el bullicioso restaurante.

El abuelo de Kellie había comprado el solar a finales de los sesenta y había abierto allí su restaurante. Lo llamó The Eatery, un juego de palabras a partir del nombre de Eatonville, el lugar donde vivían, en el Estado de Washington, cerca de las montañas Cascades y el monte Rainier.

Desde pequeña, el sueño de Kellie había sido poder convertirlo algún día en un restaurante francés. De hecho, había sido con ese objetivo en mente con el que había realizado sus estudios universitarios en francés y había hecho un curso de especialización en cocina francesa en el valle de Napa, en California.

Algún tiempo después, su abuelo la había sorprendido enviándola a Francia, en una estancia de intercambio a través de la universidad para mejorar su francés. Así fue como conoció a Claudine. Y fue estando en casa de los Didier cuando le presentaron a Philippe, que había ido a visitar a su familia aquel día.

Con mirarlo una sola vez se dio cuenta de que se había enamorado perdidamente de él y sintió que todo su mundo había cambiado en ese instante. Y, según parece, lo mismo le debió ocurrir a él, ya que, cuando terminó el mes de intercambio, la siguió de regreso a Washington. Y así, al cabo de un mes, ya se había celebrado su boda.

Tras la euforia de los primeros treinta días de casados y los inesperados sucesos que habían acaecido, Kellie se dijo que su vida nunca recobraría aquella magia, jamás.

Y por más que había estado tratando de dejar atrás ese pasado cercano, sabía que cuando escuchara la voz de Claudine, el dolor volvería a ella atravesando el muro que había levantado.

La mano le temblaba cuando descolgó el auricular en la oficina de su abuelo.

—¿Hola? ¿Claudine?

—Kellie… —respondió su amiga sollozando—. ¡Al fin!

Kellie notaba un nudo en la garganta, pero no podía tragar, y mucho menos hablar.

—Yo… siento haber tardado tanto en dar la cara.

—No te disculpes, chérie. Yo también quiero a Philippe y he llorado hasta dormirme cada noche por lo ocurrido.

—¿C—Cómo está?

—Físicamente se está recuperando. Se había hecho daño en el hueso del codo y lo ha llevado un tiempo en cabestrillo. La rodilla tuvieron que operársela y sigue convaleciente, de otro modo habría ido tras de ti.

De la garganta de Kellie escapó un leve gemido. Entonces sus heridas eran más graves de lo que él había dicho, se dijo preocupada. ¿Quién habría estado cuidando de él?