La mujer más deseada - Rebecca Winters - E-Book

La mujer más deseada E-Book

Rebecca Winters

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Jazmín 1797 Era la única mujer a la que había amado, ¿conseguiría casarse con ella? Riley Garrow era un soltero empedernido al que siempre le había gustado rodearse de mujeres sofisticadas. Solo una lo había rechazado en toda su vida y, desde entonces, estaba empeñado en conquistarla y convertirla en su esposa. Ann Lassiter se quedó de piedra cuando se enteró de que iba a tener que compartir el refugio de su hermana con Riley. A pesar de la atracción que había entre ellos, Ann no quería tener nada que ver con un mujeriego como él. Pero cuando empezó a chantajearla para que se casaran, no tuvo otro remedio que aceptar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 194

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Rebecca Winters

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mujer más deseada, JAZMIN 1797 - junio 2023

Título original: RUSH TO THE ALTAR

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411419154

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ANTES era guapo, y sigue siendo tremendamente atractivo, ¡pero es mejor no meterse con un hombre que alberga esos resentimientos! Comprobaré sus signos vitales antes de irme de la planta.

Riley Garrow permanecía recostado en la cama del hospital de San Esteban, contando los minutos que faltaban hasta que llegara Bart Adams.

Algunos amigos y colegas suyos, así como de su difunto padre, habían visitado a Riley a lo largo de aquellos dos meses; sin embargo, el fiel Bart, el mejor amigo y confidente de su padre, había sido el único contacto regular de Riley con el mundo exterior durante su convalecencia.

Pero no era la voz de Bart, sino la de la hermana Francesca, la que Riley oía en el pasillo. Sospechaba que la enfermera jefe había pretendido que él la oyese.

Ambos habían venido librando una incesante batalla de voluntades. Pese a su formación en Psiquiatría, la hermana Francesca no estaba preparada para la negativa de Riley a permitirle explorar su yo interior; el núcleo, por decirlo de algún modo, donde vivía realmente. La persona cuyo rostro mostraba al mundo era una mera fachada tras la que se ocultaba un alma herida necesitada de ayuda.

Riley disfrutaba provocando a la hermana Francesca cuando esta emprendía su cháchara psiquiátrica. Dado que no tenía otra cosa en que ocupar las largas y aburridas horas, se divertía poniendo a prueba su paciencia.

–Eh, eh, eh –solía decir, zarandeando el dedo índice ante los astutos ojos castaños de la monja–. Contrólese, hermana. Contrólese. Recuerde que es usted un modelo de conducta para las jóvenes postulantas que tiene a su cargo.

En ese momento las líneas amables del rostro de la monja se endurecían.

–Es usted imposible –musitaba la hermana antes de salir del cuarto, exasperada.

–Eso dicen algunas de las mujeres que han calentado mi cama –replicaba él en voz alta antes de prorrumpir en carcajadas.

Al cabo de ocho semanas y varias operaciones de cirugía plástica, destinadas a injertarle piel de la pierna en la zona de la mejilla y el ojo derecho, Riley conocía el horario y los turnos de todo el personal del hospital. Por desgracia, las únicas enfermeras que entraban y salían de su habitación eran monjas. Seguramente la hermana Francesca lo había dispuesto así. No podía haber tantas mujeres en Santa Mónica, California, ansiosas por hacer votos de castidad y obediencia.

Riley clavó los ojos en las vacías paredes de su celda.

–Sesenta días sin una mujer de verdad. ¡Con razón estoy deseando salir de aquí!

–Su protesta ha sido escuchada –la hermana Francesca entró en la habitación–. Parece que el cielo ha oído por fin sus plegarias, señor Garrow.

Él alzó la mirada y le sonrió.

–Creía que el cielo no escuchaba a los hombres imposibles como yo.

–En su caso habrá hecho una excepción por el bien de todas las hermanas de San Esteban. Me dice el doctor Diazzo que le darán el alta mañana.

Los párpados de Riley se cerraron un momento.

–Pensé que lo alegraría la noticia.

Él abrió los ojos de nuevo.

–Como sé que tendría que hacer penitencia si mintiera, supondré que ha dicho la verdad. Se rumorea que es usted devota de Santo Tomás de Aquino. Se sentiría orgulloso de la dedicación con que sigue su ejemplo. Trabaja en un hospital, ayuda a los enfermos. Predica la pureza y la paz entre los infieles –bromeó Riley–. Yo, por mi parte, prefiero a Francisco de Asís.

–Cosa que no me sorprende. Sin duda habrá tomado parte, como hizo él, en un sinfín de pendencias callejeras a causa de una juventud disipada.

–¿Se sorprendería si le dijera que cumplí condena en una cárcel perusina?

Ella le tomó la tensión.

–En usted nada me sorprende. Por desgracia, las similitudes entre Francisco de Asís y usted se acaban ahí, señor Garrow. En el caso del santo, la encarcelación llevó a una conversión espiritual.

–¿Y cómo sabe que en mi caso no fue así? Ah, ah –Riley alzó un dedo–. No juzgue a un hombre por su aspecto.

–Precisamente ha sido su aspecto lo que le ha ocasionado tantos problemas.

Ella lo examinó con ojos que parecían preocupados.

–Voy a salir del hospital, hermana, no a morirme. Y tengo un regalo para usted.

Actuando como si no lo hubiese oído, la hermana depositó una jarra de agua con hielo en la mesita. Riley sabía, sin embargo, que la corroía la curiosidad.

–He hecho una donación a su convento en honor de la hermana Francesca. Tal vez no haya logrado usted que le desnude mi alma, pero me ha convencido de que existen ángeles en la tierra. Gracias por evitar que me rindiera cuando estaba en mi momento más bajo. Solo por eso se ha ganado para siempre un lugar en el corazón de este pecador.

Ella ocultó su rostro, sin duda porque no deseaba que él viera las lágrimas que comenzaban a humedecer sus ojos; un signo de debilidad que no estaba dispuesta a exteriorizar.

Mientras salía de la habitación, dijo:

–Ha estado presente en mis oraciones desde que llegó aquí, señor Garrow. Y siempre lo estará.

–Una idea reconfortante. Tal vez haya esperanza para mí, después de todo. Cuídese, hermana.

–Que Dios lo bendiga –susurró ella antes de desaparecer de la habitación.

Apenas hubo salido la monja, entró Bart.

–Lamento llegar tarde, pero creo que me perdonarás cuando veas lo que te traigo. Encontré esto rebuscando entre las cosas viejas que tengo en la caravana. Se publicó en la época en que tu padre y tú trabajabais en Brasil –Bart le entregó a Riley un ejemplar de la revista International Motorcycle World.

El número, correspondiente al mes de octubre del año anterior, mostraba en portada a una rubia con una trenza que asomaba por debajo del casco de motorista. La rubia, montada en una moto, recorría el terreno embarrado de una granja y llevaba en la espalda un maletín de médico. La leyenda rezaba: Hasta los veterinarios de la actualidad utilizan las Danelli-Strada 100 en su trabajo. Son motos diseñadas para durar para siempre.

–Échale un vistazo mientras saco un par de refrescos de la máquina.

–Gracias, Bart.

La revista había sido impresa el mismo mes en que el padre de Riley había muerto haciendo lo que más le gustaba. Riley la abrió con una ansiedad inusitada y buscó el reportaje principal. Se sorprendió al descubrir que en la creación de la compañía Danelli-Strada habían participado dos hombres: Luca Danelli y Ernesto Strada. El reportaje narraba las fascinantes vidas de ambos, desde su infancia en Italia hasta la culminación de su sueño de crear un imperio de la motocicleta en Milán.

Riley y su padre siempre habían utilizado motos Danelli-Strada para hacer su número. De repente, para disgusto del mundo del motociclismo, la compañía dejó de fabricar motocicletas. El padre de Riley había insistido en que Danelli-Strada era la única marca fiable y jamás acertó a comprender por qué había desaparecido del mercado.

–Escucha esto –dijo Riley en cuanto Bart regresó a la habitación–: «Tras la muerte de Ernesto Strada, Luca Danelli se desanimó y se retiró del negocio» –soltó la revista–. Así que ese fue el motivo.

El hombre de más edad abrió uno de los refrescos de cola y se lo pasó.

–Sigue leyendo.

Tras beberse el contenido de la lata de un tirón, Riley continuó por donde lo había dejado.

–«International Motorcycle World ha podido saber que se están fabricando de nuevo motocicletas Danelli en la nueva sede de la compañía en Turín, Italia. Así lo ha anunciado Nicco Tescotti, presidente de la empresa, en una entrevista en exclusiva concedida a Colin Grimes, redactor de nuestra revista.

»El nuevo prototipo denominado Danelli NT-1 ya está registrando mejores tiempos en carrera que cualquier otra motocicleta de competición. Luca Danelli está dando nuevas muestras de su genio y, según Tescotti, el regreso de la compañía será definitivo.

Riley notó que una oleada de excitación recorría su cuerpo. Tal vez las plegarias de la hermana Francesca no habían sido inútiles, después de todo. Alzó la cabeza y vio que Bart le sonreía.

–Pensé que tal vez te alegraría ese reportaje.

–¿Tal vez? –repitió Riley–. Esta debe de ser mi noche de suerte.

–¿Y eso?

–Acaban de decirme que saldré de aquí mañana.

–Es la mejor noticia que oigo desde que el cirujano plástico prometió que podía arreglarte la cara y dejarla como nueva.

No había quedado exactamente «como nueva», pero Riley podía vivir con aquellos cambios leves y no pensaba quejarse.

–Ahora sé a dónde ir cuando salga del hospital. Ha sido una inspiración por tu parte traerme la revista.

–Sabía desde hace años que deseabas forjarte tu propia carrera, pero no podías hacerlo mientras tu padre te necesitara. También sé que este último año has trabajado como especialista en Hollywood para ganar un dinero rápido y pagar las facturas que él dejó pendientes al morir. Ahora que has logrado tu objetivo, estoy deseando saber qué harás con tu vida. Supuse que la noticia de Danelli te daría alguna idea. Italia siempre ha sido como un hogar para ti.

Riley asintió.

–Fue mi hogar durante muchos años. Ahora tengo otro motivo para volver –había otra deuda que saldar… Riley miró a Bart durante algunos instantes–. Mi padre siempre dijo que eras el mejor amigo que se podía desear. Y tenía razón. Gracias por estar ahí para apoyarme, Bart.

Los ojos de su amigo se humedecieron.

–Nunca he tenido una familia. Vosotros llenabais ese vacío, ¿sabes? –dijo con un tono de voz extrañamente ronco.

–Siempre pensé que eras mi tío, hasta que Mitra me aclaró la verdad.

Ambos prorrumpieron en risas, y luego Riley se irguió en la cama para darle un fuerte abrazo.

–Estaremos en contacto, te lo prometo.

–Eso es cuanto necesitaba oír.

 

 

–¿No te gustó ninguno de los guiones que te mandé? –tronó D.L.

Annabelle Lassiter, Ann para sus familiares y amigos más próximos, sostuvo la incrédula mirada de su agente sin inmutarse.

–Lo siento, D.L., pero no quiero que me encasillen, y no creo que esos guiones valgan el papel en el que están impresos.

Las pobladas cejas pelirrojas de él se juntaron.

–Escúchame bien. Si quieres hacerte un nombre en esta ciudad debes dejar de ser tan exigente. Quizá seas una rubia de piernas largas con mucho talento y clase, pero una película de éxito con Cory Sieverts no te asegura trabajo para toda la vida. Tienes que pagar las facturas, cariño.

–Lo sé, pero me niego a intervenir en películas para jovenzuelos de dieciocho años obsesionados con el sexo –Ann miró los cuatro guiones que había colocado sobre la mesa del almuerzo.

–¡Eso es lo que vende en la actualidad!

–Es repugnante, D.L. Quiero algo sustancioso, como Ana de los mil días.

Él frunció los labios.

–Un chollo como ese solo surge una vez cada diez años. Y ni siquiera esos largometrajes históricos reportan siempre grandes beneficios a las productoras. Debes pensar que ya tienes veintiocho años; a esa edad una actriz ya empieza la cuesta abajo.

–Muchas gracias.

Ann sabía que era cierto, aunque, como cualquier mujer con sangre en las venas, prefiriese no oírlo.

–Soy tu agente. Me pagas para que te diga lo que más te conviene. En tu caso, debes mantener tu nombre y tu cara bonita a la vista del público de forma continuada, o caerá el telón para ti.

–Quizá debería irme a Inglaterra y probar suerte en el teatro –había sido idea de Colin Grime. La relación que mantenían resultaba difícil hallándose él en Londres y ella Los Ángeles.

D.L. se mostró escandalizado.

–Serías una estúpida si hicieras eso teniendo ya un pie dentro de la industria del cine. Antes de que eches por tierra lo que has conseguido hasta ahora, deja que te hable de otro proyecto. Aún está en fase de estudio, pero puedo conseguirte un papel.

–¿De qué se trata?

–Un par de guionistas amigos míos han pensado hacer una película de supervivientes. Serías perfecta para interpretar a una de las protagonistas de más edad. Solo tengo que decirles que estás interesada. Será el bombazo de la temporada. Luego podrás permitirte elegir los proyectos que deseas.

–Gracias, D.L., pero no. No es la clase de papel que he soñado con interpretar desde que era una adolescente. Si quieres que te diga la verdad, me avergonzaría aparecer en esa basura.

D.L. la miró entornando los ojos.

–¿Qué ha sido de la mujer que participó como concursante en Quién quiere casarse con un millonario? ¿Y qué me dices de aquel programa con fines benéficos, Quién quiere casarse con un príncipe?, ese en el que tuvo que sustituirte tu hermana gemela. ¿Quieres que hablemos de basura? –rugió.

–Reconozco que hubo una época en la que estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de atraer la atención de algún productor de Hollywood. Pero he cambiado desde entonces.

–Ya lo creo que has cambiado –D.L. se levantó y arrojó tres billetes de veinte dólares sobre la mesa. Estaba furioso–. Cuando vuelvas a necesitar dinero, no me llames.

–¿D.L.? –dijo Ann antes de que él se alejara con los guiones–. Te agradezco todo lo que has hecho para ayudarme en mi carrera. Por favor, no te enfades conmigo. ¡Solo pido un guion decente!

–Pues espera sentada –musitó D.L. antes de dirigirse hacia la salida por entre las mesas.

En cuanto su agente se hubo marchado, Ann salió del restaurante y se dirigió a su apartamento, situado a tan solo tres kilómetros de allí. Nada más llegar, se apresuró a la cocina para llamar a su hermana. Pero la luz parpadeante del contestador la decidió a escuchar los mensajes primero.

–«¿Ann?»

Era Colin.

–«¿Por qué no me devuelves las llamadas? ¿Qué sucede? Me da igual que sea en plena madrugada. ¡Llámame o, de lo contrario, tomaré un avión a Los Ángeles para averiguar lo que ocurre!».

Ann se sentía incapaz de hablar con él en aquel momento, de modo que oyó los dos mensajes siguientes y por último marcó el número de su hermana.

Había una diferencia horaria de nueve horas entre Los Ángeles, California, y Turín, Italia. En Turín serían más o menos las diez y cuarto de la noche. Ann dudaba que su hermana se hubiese acostado ya…, a menos que su hijita Anna se estuviera portando bien y Nicco deseara disfrutar de un rato de intimidad con su esposa. Siempre deseaba estar a solas con ella.

Ann nunca había visto una pareja tan enamorada.

–¿Ann? –exclamó su hermana entusiasmada después del cuarto tono–. ¡Precisamente Nicco y yo estábamos hablando de ti! Nos preguntábamos si te habrían contratado para intervenir en alguna nueva película.

Ann se mordió el labio.

–Todavía no… Callie, ¿te gustaría contar con una canguro durante un par de semanas? Así Nicco y tú podríais iros de viaje –tartamudeó–. Sé que os iría bien pasar algo de tiempo juntos. Prometo cuidar a la pequeña como si fuera mi propia hija.

Hubo una pausa tensa.

–No podemos ausentarnos durante tanto tiempo hasta que Anna sea un poco mayor. ¡Pero no tienes que hacer de canguro para visitarnos! –la hermana de Ann parecía dolida. Callie siempre había tenido un corazón de oro–. De hecho, puedes quedarte a vivir aquí indefinidamente. Nada me gustaría más. Eres la única familia que tengo –añadió con voz queda.

Ann no sabía qué decir. Se le saltaron las lágrimas.

–Gracias –susurró–. No pretendo irme a vivir contigo, pero en estos momentos no tengo ningún guión y…

–Y las cosas no van bien entre Colin y tú –leyó su hermana entre líneas. Al ser gemelas idénticas compartían una suerte de vínculo telepático–. Escúchame, Annabelle Lassiter. Vas a tomar el próximo avión para Turín. La pequeña Anna te echa muchísimo de menos. Todos te añoramos.

–Reservaré el billete en cuanto cuelgue el teléfono –Ann apretó el auricular–. ¿Seguro que a Nicco no le importará? Debe de estar muy agobiado con tantas responsabilidades ahora que Luca Danelli ha fallecido. Lo último que necesita es otra preocupación.

–No seas absurda. Nicco ha compaginado su trabajo con el de Luca desde el principio. La muerte de Luca ha sido muy triste, pero no nos ha pillado de sorpresa. Era un hombre muy mayor. Nicco te dijo en cierta ocasión que nuestra casa sería siempre tu casa, y mi marido jamás dice algo si no lo siente de corazón.

–Eso es porque está muy enamorado de ti y no hará nada que te disguste si puede evitarlo.

–Eso es cierto –respondió en el teléfono la voz masculina y sonora de Nicco, sorprendiendo a Ann–. Pero hay otra razón, y tú lo sabes. De no ser por ti, nunca habría conocido a Callie. Gracias a ti he hallado la felicidad. Te quiero, Ann. Los dos te queremos. Dinos el número y la hora del vuelo e iremos al aeropuerto a recogerte.

Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Ann.

–Yo también os quiero a los dos, Nicco. Hasta pronto.

 

 

Las imágenes y los olores de la feria despertaban en Riley recuerdos tan vívidos de su infancia, que le costó creer que no había retrocedido en el tiempo. Antes de salir de Los Ángeles, había efectuado una llamada telefónica para averiguar el paradero exacto del circo ambulante de Rimini. Tras enterarse de que el circo actuaría en Roma durante la segunda quincena de septiembre, reservó un billete para esa ciudad.

Esa fue la parte fácil. Lo difícil fue dar con Mitra.

El circo en el que el padre de Riley había actuado durante casi cincuenta años había cambiado de dueño. Aunque algunos antiguos miembros seguían trabajando en él, nadie parecía saber qué había sido de la gitana que antaño había viajado con ellos diciendo la buenaventura.

Mitra había sido como una madre para Riley, a pesar de que éste no lo había reconocido en aquel entonces.

Después de preguntar un poco más, Riley supo de un gitano que hacía un número con un oso. Se dirigió a la caravana del viejo y le habló en el romaní que le había enseñado Mitra. Eso rompió el hielo.

Mitra había abandonado el circo un año antes para irse a Perusa, en el norte de Italia, con su gente. El gitano ignoraba si aún vivía.

Tras agradecerle la información, Riley partió hacia la encantadora ciudad con vistas al Tíber donde había realizado sus primeros estudios. Había sido gracias a Mitra, quien sabía que el padre de Riley había vuelto a darse a la bebida cuando lo abandonó su tercera esposa.

Aunque Mitra no había estudiado, afirmaba que Riley era un gadja, un forastero, y que los gadjas debían ir a la escuela.

Ahora Riley comprendía por qué Mitra había propuesto aquella ciudad en particular. Muchos años antes sus antepasados gitanos se habían desplazado a Perusa. La gente que había cobijado y alimentado a Riley durante aquellos años pertenecía al clan familiar de Mitra.

Al principio, él se había negado a estudiar y se había metido en más de un lío. Al volver la vista atrás, sin embargo, comprendía que Mitra le había hecho un enorme favor. Había aprendido Historia y Matemáticas y, por supuesto, a hablar el italiano con fluidez.

Después de recorrer algunos rincones de Perusa que había frecuentado en otros tiempos, Riley encontró a un viejo conocido que lo reconoció y que le dio las señas de la vivienda de Mitra. Agradeciendo que aún viviese, Riley corrió hasta su puerta y llamó.

–¿Quién es? –preguntó en romaní una voz profunda.

Riley respondió en el mismo idioma.

–¡Tu pequeño gadja!

Mitra abrió la puerta al momento. Era una mujer de estatura mediana que contaba ya setenta y tantos años. Llevaba un familiar pañuelo violeta ceñido al cabello, que comenzaba a tornarse blanco, aunque sus ojos negros seguían tan despiertos como siempre. Lo estudiaron con aquella misma intensidad que hacía que Riley se sintiese culpable cuando había hecho algo malo.

–Tú… –susurró Mitra como si acabase de ver un fantasma.

Él sonrió.

–Me recuerdas –le entregó un ramo de flores de lavanda que había comprado en un puesto al pie de la colina.

Ella apretó el ramo contra el pecho.

–¿Cómo olvidar esa cara tan preciosa? Ahora eres un hombre muy apuesto –con la mano libre, acarició la mejilla de Riley, allí donde le habían hecho el injerto de piel–. Te vi en las hojas de té. Vi fuego. La vida ha sido dura contigo.

–Mi padre murió el año pasado.

Ella asintió.

–Lo sé. Pasa.

Aunque era modesta, la vivienda parecía confortable. Mitra había decorado la sala de estar del mismo color violeta intenso que él recordaba haber visto en su tsara.

–Siéntate.

Riley obedeció mientras ella colocaba las flores en un jarrón. A continuación Mitra se acomodó en la mecedora negra, pintada a mano, que él tanto había admirado de joven.

–¿Cómo es que vienes a visitar a una vieja después de tanto tiempo?

–Quise visitarte mucho antes, pero las circunstancias lo hicieron imposible.

–La vida con tu padre te ha pasado factura.

–No hablemos de mí. Tienes buen aspecto.

Ella entrecerró los ojos.

–Siempre se te dio bien mentir. ¿Ves esa fotografía nuestra que hay ahí? Entonces sí me sentía bien.

Riley miró de soslayo la fotografía enmarcada que descansaba encima de la rinconera. Él contaba seis años en la foto. Ella aún tenía el cabello negro. Riley notó un nudo en la garganta al darse cuenta de que Mitra había conservado aquella foto durante tanto tiempo.

–Cuidé de ti desde que tenías dos años hasta que cumpliste diecisiete, cuando tu padre abandonó el circo y te llevó consigo. Debió haberte dejado conmigo.

–Mi padre me necesitaba, y sentía celos de mi relación contigo. No obstante, aunque me alejó miles de kilómetros de ti, siempre te eché de menos. ¿Recibiste las postales que te envié?

Ella hizo un ademán en dirección a una cesta lacada situada en un estante. Él se acercó y miró dentro. Al parecer, las había guardado todas.

Satisfecho al saber que las había recibido, preguntó:

–¿Por qué no pediste a algún familiar que te ayudara a escribirme? Siempre dejaba una dirección donde podías encontrarme.

–No quería darle a tu padre más motivos para hacerte sufrir.

Mitra lo había comprendido todo.

–Cuando no bebía, era buena persona.

–Tú merecías algo mejor –musitó ella.