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Ómnibus Jazmín 565 La proposición del magnate El jefe necesita esposa... En cuanto Terri Jeppson se enteró de que su ex marido había resultado herido en un accidente, corrió en su ayuda. Y hasta que le dio aquel masaje terapéutico, por orden facultativa, no cayó en la cuenta de que era imposible que aquel hombre fuera su ex esposo. ¡En realidad era un desconocido muy sexy! Sin saberlo, Terri había entablado amistad con el millonario Ben Herrick; pero aún le quedaba otra sorpresa: la increíble proposición que este estaba a punto de hacerle. Aquel inesperado encuentro había resultado muy revelador, pero ¿debía Terri atreverse a aceptar la proposición de Ben? Una novia para un príncipe La novia era su hermana… Nicco Tescotti era un príncipe guapísimo, pero tenía que casarse por obligación y todavía no había encontrado una mujer con quien hacerlo, así que decidió que la mejor solución era comprar una esposa... Con lo que no contaba era con que surgieran dos candidatas y que, además, fueran hermanas gemelas. Callie Lassiter había viajado hasta Italia para conocer a su futuro esposo, aunque en realidad no tenía la menor intención de casarse... hasta que conoció a Nicco. Ya solo tenía una duda: ¿sería una novia digna de un príncipe? La mujer más deseada Era la única mujer a la que había amado, ¿conseguiría casarse con ella? Riley Garrow era un soltero empedernido al que siempre le había gustado rodearse de mujeres sofisticadas. Solo una lo había rechazado en toda su vida y, desde entonces, estaba empeñado en conquistarla y convertirla en su esposa. Ann Lassiter se quedó de piedra cuando se enteró de que iba a tener que compartir el refugio de su hermana con Riley. A pesar de la atracción que había entre ellos, Ann no quería tener nada que ver con un mujeriego como él. Pero cuando empezó a chantajearla para que se casaran, no tuvo otro remedio que aceptar.
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Seitenzahl: 579
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 565 - septiembre 2023
© 2002 Rebecca Winters
La proposición del magnate
Título original: The Tycoon’s Proposition
© 2002 Rebecca Winters
Una novia para un príncipe
Título original: Bride Fit for a Prince
© 2003 Rebecca Winters
La mujer más deseada
Título original: Rush to the Altar
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-043-3
Créditos
Índice
La proposición del magnate
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Una novia para un príncipe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
La mujer más deseada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
No vas a invitarme a pasar?
Matt Watkins era un atractivo divorciado que se había traslado hacía poco tiempo a Lead, en South Dakota, para dirigir una ajetreada estación de servicio.
Esa noche habían salido juntos por primera vez, pero Terri Jeppson ya sabía que nunca llegaría a interesarse por él. Intuía que estaba buscando esposa, de manera que lo mejor que podía hacer era quitarle las esperanzas cuanto antes.
–Lo siento, Matt. Entro a trabajar muy temprano y…
–Sigues enamorada de tu ex –interrumpió él, en tono más dolido que enfadado.
Terri estuvo a punto de decirle que su amor por Richard había sufrido un temprano final durante sus seis años de matrimonio, pero se contuvo.
–Puede que tengas razón, y que me haya hecho falta salir con otra persona para darme cuenta –era una excusa que podía ayudar a Matt a superar la situación sin demasiados traumas–. Perdóname, por favor. He pasado un rato muy agradable contigo. Gracias por la cena y la película.
Él la miró con dureza.
–Cuando creas haberlo superado, avísame.
Terri asintió antes de cerrar la puerta de su apartamento. Alegrándose de poder olvidar por fin su sentimiento de culpabilidad, fue a la cocina y puso en marcha el contestador.
Su trabajo como subdirectora adjunta de la Cámara de Comercio significaba que recibía muchas llamadas desviadas a su apartamento fuera del horario laborable. La época más ajetreada era el verano y julio, el peor mes, sobre todo por la avalancha de turistas.
Mientras esperaba para escuchar los problemas a los que había que enfrentarse aquella noche, repasó el correo.
Las dos primeras llamadas eran de su madre y de su hermana Beth, que vivía en Lead con su marido, Tom. Desafortunadamente, Beth se había enterado de que Terri tenía una cita. Su familia estaba deseando que conociera a un hombre que «mereciera la pena», y su interés por el tema era transparente. No se iban a alegrar cuando les dijera que no iba a volver a ver a Matt.
–¿Señora Jeppson? –empezaba el tercer mensaje, haciéndole saber que tenía algo que ver con su trabajo. Tiró a la papelera el correo basura mientras escuchaba–. Me llamo Martha Shaw. Llamo de las oficinas de Creighton Herrick en Houston, Texas. Richard, su marido, ha sufrido un accidente donde estaba trabajando. Nos han pedido que acuda lo antes posible a verlo. Ya hemos solicitado un visado especial para que pueda entrar en el país. Como no tendrá que penetrar en la selva, no necesita vacunarse. La empresa se ocupará de sus gastos de transporte y hotel. En cuanto llegue, haga el favor de llamarme al número que le dejaré a continuación, sea de día o de noche. Así podré ocuparme de reservarle el vuelo y el hotel.
Terri movió la cabeza, perpleja.
Richard y ella llevaban casi un año divorciados, y ya habían estado separados seis meses antes de eso. Desde que el divorcio se había hecho firme no habían vuelto a comunicarse. Creía que su ex marido había desaparecido de su vida para siempre.
¿Por qué habría mentido sobre su estado civil? Ella sabía que era feliz siendo un hombre libre, sin ataduras.
En cuanto a trabajar fuera de Estados Unidos, no podía entenderlo, a menos que un vidriero pudiera ganar mucho dinero en algún otro sitio.
Todo resultaba muy misterioso pero, fuera cual fuese la explicación, parecía que su estado era bastante serio, pues de lo contrario la empresa no se habría puesto en contacto con ella.
Tras volver a escuchar el mensaje para anotar el número, hizo la llamada. El teléfono solo sonó dos veces antes de que alguien descolgara.
–Martha Shaw al aparato.
–¿Hola? ¿Señorita Shaw? Soy Terri Jeppson.
–Ah, bien. Me alegra que haya escuchado mi mensaje.
–Gracias por llamar. ¿Está muy grave Richard?
–Ojalá pudiera decirle algo al respecto. Lo siento. Un empleado de la oficina de Herrick en Ecuador llamó a Houston y nos informó de que su marido había resultado herido. Me temo que no puedo darle más detalles, pero eso es habitual cuando el lugar de trabajo se halla tan alejado. El mensaje ha tenido que pasar por varias personas antes de llegar a nosotros. Cuando llegue a Guayaquil, tendrá que llamar a nuestra oficina allí. Le daré el número antes de que colguemos. Estoy segura de que cuando llegue a Ecuador podrán proporcionarle mucha más información. Lo importante es que vaya allí lo antes posible.
Unos minutos después estaba todo organizado para que Terri pudiera volar y hospedarse en un hotel en Guayaquil. Tras dar las gracias a la señorita Shaw, Terri llamó a su jefe para contarle lo sucedido y decirle que tenía que irse urgentemente.
Ray Gladstone, su jefe en la Cámara de Comercio, no podría haberse mostrado más amable al respecto. Dijo que se ocuparía de todo mientras ella estaba fuera y le deseó suerte en su viaje.
A continuación, Terri llamó a su madre y le explicó lo sucedido. A pesar de lo mucho que a esta le desagradaba Richard, por los años de dolor que había causado a su hija, la compasión que le produjo enterarse de lo sucedido se impuso. Le dijo a Terri que Beth y ella se ocuparían de cuidar su apartamento mientras estuviera fuera.
Sin tiempo que perder, Terri se puso a recoger y a hacer el equipaje mientras reflexionaba sobre el cambio que había supuesto aquella llamada telefónica. Hacía mucho tiempo que había relegado a Richard al pasado y, de pronto, no tenía más opción que tomar un avión para acudir a su lado. Como había dicho su madre, era lo más caritativo que podía hacer.
Su mente tuvo que volver muy atrás en el tiempo para recordar que en otra época había estado enamorada de él. Richard era de Spearfish, South Dakota, y se había criado con sus tíos. Su tío era maestro vidriero y Richard aprendió bien el oficio. Cuando sus tíos murieron, encontró trabajo en Lead, donde se casó con Terri. Ella no llegó a conocer su lado oscuro hasta bastante más tarde. Fue manifestándose poco a poco mientras la inquietud de Richard le hacía moverse de una localidad a otra, de un trabajo a otro, de un Estado a otro. Siempre quería más dinero y un trabajo mejor. Terri sospechaba que también había habido otras mujeres. Tenía un problema con la bebida que trataba de ocultar cuando volvía a su casa entre trabajo y trabajo.
Aunque Terri ya no echaba de menos al hombre que había sido incapaz de colmarla como marido, había una parte de ella que siempre amaría el recuerdo del joven de veintidós años con los ojos azules y sonrientes que le propuso matrimonio.
Tal y como habían sido las cosas, Richard había resultado ser un hombre con más encanto que sustancia.
Las largas separaciones, su incapacidad para asentarse y dos abortos sufridos por Terri mientras él estaba fuera contribuyeron al fin del matrimonio. En algún momento, ella dejó de preocuparse por salvarlo.
Pero nada de todo aquello importaba ya. Richard estaba muy lejos y no contaba con el apoyo de nadie.
Dieciocho horas después, una agotada Terri llegaba al aeropuerto de Guayaquil, ciudad con más de ocho millones de habitantes. El clima seco fue una sorpresa para ella, pues esperaba una intensa humedad en el ambiente.
Tras llegar al hotel llamó de inmediato al teléfono que le había facilitado Martha Shaw. Tuvo que hablar con varias personas hasta averiguar que Richard había sido trasladado al hospital San Lorenzo. Esa era toda la información que tenían disponible.
Después se dio una rápida ducha, cambió algunos cheques de viaje en el mismo hotel y tomó un taxi. Dado el caos circulatorio, consideró un milagro llegar al hospital de una pieza. Cuando subió a la planta que le habían indicado fue recibida por el doctor Domínguez, un hombre de avanzada edad que no disimuló su admiración masculina mientras la miraba.
–Su marido se alegrará mucho de verla –dijo en un inglés con marcado acento británico–. Según el pescador local que lo trajo al hospital hace tres días, no dejó de pronunciar su nombre antes de perder el sentido. Como no llevaba ninguna identificación encima, nos llevó bastante tiempo averiguar que trabajaba para la empresa Herrick.
–¿Me está diciendo que aún sigue en coma? –preguntó Terri, sin molestarse en aclarar que ya no era la esposa de Richard.
–No, no. Despertó en el hospital. El mayor problema que tiene es la agitación. Ahora que usted ha llegado, espero que logre descansar lo que necesita.
–¿Cuál es su estado?
–Su vida no corre ningún peligro. Los cortes de la cara han sido suturados y las quemaduras superficiales de las manos sanarán pronto. En cuanto se recupere del hombro dislocado, estará perfectamente. Lo que más problemas le está dando es la garganta. Después del accidente debió tragar algún tipo de contaminante en el agua del mar y tiene la mucosa abrasada.
–Eso es terrible…
–No se preocupe. También se está recuperando bien de eso, pero de momento tiene la garganta inflamada y no puede hablar. Dentro de unos pocos días podrá comunicarse con nosotros y nos contará con exactitud lo sucedido. Entretanto le hemos vendado la cabeza y el rostro para proteger los puntos. Por suerte, se hizo los cortes en el borde del cuero cabelludo y debajo de la barbilla, de manera que no sufrirá ninguna desfiguración.
–¿Puedo verlo ahora?
–Desde luego. Pero tenga en cuenta que hemos dejado la luz de su habitación apagada para ayudarlo a descansar.
Terri asintió.
–La hermana Angélica lo llevará con él –el doctor se volvió y habló rápidamente en español con una enfermera que condujo a Terri hasta la habitación de su ex marido.
Ella siempre había tenido miedo de las momias, de manera que cuando se asomó al interior y vio lo que parecía la cabeza de una momia, dejó escapar un gritito involuntario.
El enfermo movió la cabeza en dirección a ella. La enfermera miró a Terri se llevó un dedo a los labios para que se controlara.
Avergonzada por su reacción, ella asintió y se acercó al borde de la cama.
Richard llevaba el brazo derecho en cabestrillo y tenía agujas intravenosas en ambos brazos por encima de las muñecas. Sus manos parecían enfundadas en unos pequeños guantes de gasa y una máscara de oxígeno cubría su nariz.
–¿Richard? –dijo con suavidad–. Soy Terri. He venido en cuanto me he enterado de tu accidente.
La garganta del enfermo dejó escapar un extraño ruidito.
–No, no trates de hablar. El doctor ha dicho que la garganta se te curará antes si dejas descansar las cuerdas vocales. Yo ya estoy aquí y me quedaré contigo todo el tiempo que sea necesario.
Terri tomó una silla y se sentó junto a la cama. La enfermera sonrió y asintió con la cabeza en señal de aprobación antes de salir de la habitación.
Richard jugaba al fútbol americano en la universidad y era un musculoso hombretón de un metro ochenta y cinco, pero con todos aquellos vendajes parecía aún más grande. La única zona descubierta de su cuerpo era una parte del hombro que no había resultado herido. Normalmente, Richard solía trabajar en camisa, pero Terri supuso que se la habría quitado para sentirse más machito. Eso explicaría el tono bronceado de su piel.
Richard hizo otro ruido apagado y alzó su mano izquierda de las sábanas.
Era un hombre inquieto, y debía estar sufriendo mucho con aquella inmovilidad. Terri se inclinó hacia él y le palmeó una pierna con delicadeza.
–El médico me ha dicho que te vas a poner bien y que no vas a necesitar cirugía plástica para recuperar tu aspecto de siempre. Eso es una gran suerte, porque siempre has sido un rompecorazones.
Notó que Richard agitaba las piernas bajo las sábanas. Debía estar sufriendo un intenso dolor.
Hacía ya un año y medio que no se veían, y tener que encontrarse con su ex marido en aquellas circunstancias ponía las cosas aún más difíciles. ¿Qué podía decirle a un hombre que prácticamente era un desconocido a aquellas alturas?
–El doctor Domínguez me ha dicho que no dejabas de repetir mi nombre al pescador que te salvó. Debo admitir que me ha sorprendido que me anotaras como tu esposa en los impresos de la solicitud que rellenaste para el puesto de trabajo. Estando divorciados como lo estamos, no entiendo por qué lo hiciste. Pero no lamento estar aquí. No debes estar solo en un momento como este. Mi familia te envía sus recuerdos. Todos desean que te recuperes lo antes posible.
Él alzó su brazo izquierdo una vez más y rozó el de Terri antes de volver a bajarlo. Tal vez era su forma de darle las gracias.
–Tomé un avión en cuanto la empresa Herrick se puso en contacto conmigo. Ray me dijo que no me preocupara por el trabajo y me pidió que te transmitiera sus deseos de que te mejores cuanto antes.
Mientras pensaba en qué más decir, Terri no pudo evitar que su corazón se ablandara viendo a Richard en aquel estado.
–No sabía que habías venido a trabajar a Sudamérica. Juzgando por el moreno de tu piel, debes llevar aquí bastante tiempo. Según el médico, podrás hablar dentro de unos días. Entonces podrás decirme lo que necesitas. Si quieres ponerte en contacto con algún amigo, o alguna mujer, haré lo necesario para conseguirlo.
Richard hizo otro sonido con su garganta y trató de alzar la cabeza. Terri sintió que, en lugar de calmarlo, su presencia lo estaba agitando. Temía hacer algo que pudiera retrasar su sanación; se puso en pie.
–Tienes que descansar, Richard. Ahora me voy, pero prometo estar de vuelta por la mañana. Estoy en el Ecuador Inn y voy a dejar el número de mi habitación por si el hospital necesita ponerse en contacto conmigo antes de mañana.
Richard gimió con más claridad que antes. Preocupada por su reacción, Terri salió de la habitación y fue en busca del médico.
–¿Ya se va? –preguntó él, extrañado.
–Richard parece más inquieto desde que he entrado en su habitación. No deja de tratar de hablar.
–Debe ser a causa de la excitación que le ha producido ver de nuevo a su guapa esposa.
Terri pensó que si aquel fuera el caso nunca habrían llegado al divorcio.
–Saber que está aquí hará que se recupere antes –continuó el médico.
Terri movió la cabeza.
–Doctor Domínguez…, yo ya no soy la esposa de Richard –el médico la miró con expresión perpleja y esperó a que continuara–. Hace once meses que estamos divorciados. Desde entonces no he tenido contacto con él y no he sabido dónde se encontraba hasta que me han llamado de Herrick. No sé por qué puso que estaba casado en su solicitud de trabajo, pero estoy segura de que nos lo explicará todo cuando se restablezca y pueda hablar. Lo que más me importa ahora es que se recupere, pero no deja de intentar decirme algo, y eso no puede ser bueno para su garganta. Le he dicho que volvería por la mañana. Estoy en la habitación ciento treinta y siete del Ecuador Inn. Puede localizarme allí a cualquier hora.
–Muy bien –murmuró el doctor, aún desconcertado por la noticia–. Puede que la inquietud haya aumentado porque su presencia aquí sea un recuerdo de la ruptura de su matrimonio. Posiblemente lamenta el divorcio y ese sea el motivo por el que sigue diciendo que está casado. A veces nos hace falta perder algo para darnos cuenta de cuánto nos importa. ¿Se ha planteado que esta podría ser una buena oportunidad para una reconciliación?
Terri estaba convencida de que debía haber otro motivo para que Richard hubiera dicho que aún estaba casado cuando había aceptado ir a trabajar allí.
–Nuestro matrimonio terminó hace tiempo. Sin embargo, aún me preocupo por Richard y quiero que se recupere lo antes posible.
–Es lo mismo que quiero yo.
–Entonces nos vemos mañana.
Terri tomó un taxi de vuelta al hotel. Una vez en su habitación llamó a recepción y pidió que le subieran algo de comer. Cuando llegó la comida se puso el pijama y comió en la cama mientras hablaba con su madre y con Beth y las ponía al tanto de la situación de Richard.
Beth sugirió la posibilidad de que hubiera mentido porque era la única forma de conseguir el trabajo. Era posible que la empresa Herrick tuviera la norma de enviar al extranjero solo a empleados casados.
Era una posibilidad que no se le había ocurrido a Terri. Al día siguiente iría a ver a Richard de nuevo y luego acudiría a las oficinas de Herrick a hacer algunas averiguaciones. Pero en aquellos momentos lo que más necesitaba era una buena noche de sueño para poder enfrentarse a la situación con energía.
A la mañana siguiente, después de desayunar en la habitación, bajó a tomar un taxi.
De camino al hospital miró a su alrededor para aprender a orientarse mejor en la zona. Guayaquil era una gran ciudad portuaria. Su proximidad al mar y su población de habla hispana hacían de ella un lugar fascinante. Con tantas mujeres guapas, Terri supuso que Richard lo habría estado pasando muy bien. Lo del accidente había sido una verdadera lástima.
Sabía que le gustaba mucho pescar y probablemente habría salido en algún bote cuando sufrió el accidente. ¿Habría ido solo? ¿Había algún otro herido?
Estaba impaciente por obtener respuestas a sus preguntas, pero tendría que esperar a que Richard pudiera hacerse entender para que le contara lo sucedido.
Cuando avanzaba por el pasillo del hospital hacia la habitación vio que la puerta estaba entreabierta. Al asomarse distinguió junto a la cama a un doctor joven que estaba retirando el vendaje de la frente de Richard. El médico volvió la cabeza y le dedicó una amplia sonrisa.
–Pase, señora Jeppson. Soy el doctor Fortuna. La estábamos esperando.
Terri no hizo ningún comentario. Evidentemente, el doctor Domínguez no había informado a la plantilla de que Richard y ella estaban divorciados.
–Si su marido pudiera hablar –continuó el doctor Fortuna–, estoy seguro de que le diría que se alegra mucho de que esté aquí. He estado revisando los puntos. El corte de debajo de la barbilla no muestra señales de infección.
Terri sintió un gran alivio al oír la noticia y se sentó en la silla que había al otro lado de la cama para observar. La cama había sido alzada de manera que Richard estaba prácticamente sentado. Le habían quitado la máscara de oxígeno.
Un minuto después pudo ver su pelo. Solía llevarlo rapado al estilo marine, pero habría decidido dejárselo algo más largo durante su estancia en Sudamérica.
–Ah –murmuró el médico con satisfacción mientras retiraba el vendaje–. Todo parece en perfecto estado. Nadie podría adivinar que ha sufrido un corte ahí. Permanezca quieto mientras le cambio el vendaje. Si mañana sigue sin haber infección, no tendrá que continuar llevando la cabeza vendada.
Terri supuso que Richard se habría sentido aún más aliviado que ella al oír la noticia. Debía ser como para volverse loco estar confinado de aquella manera.
–¿Y sus quemaduras, doctor?
–Están mucho mejor. Mañana revisaremos el estado de sus manos y le pondremos un vendaje que le dejará libres los dedos. Además, está respirando a un noventa y cinco por ciento de su capacidad y ya no necesita oxígeno.
–¿Y su hombro?
–Sufrió una dislocación anterior, que es la más común. El cirujano la redujo. Lo único que tiene que hacer su marido es llevar el cabestrillo durante tres o cuatro semanas y quedará perfectamente. Hay que reconocer que está en muy buena forma. ¿Siempre ha trabajado al aire libre?
Terri negó con la cabeza.
–No desde que dejó de jugar al fútbol en la universidad.
–En ese caso, debe haberlo mantenido en secreto. No se puede estar tan en forma como su marido sin hacer ejercicio.
Terri supuso que Richard habría estado yendo al gimnasio durante los meses pasados. No tenía ni idea.
–¿Y su garganta está mejorando de verdad?
–Dentro de unos días estará como nueva.
–Siento parecer tan impaciente.
–Es una prerrogativa de las esposas.
Terri no respondió al comentario.
–Ojalá pudiera hacer algo por él ahora mismo –murmuró.
El médico terminó de vendar a Richard y luego bajó la cama hasta dejarlo prácticamente tumbado.
–Se me ocurre una cosa.
–¿Qué?
–Podría masajearle las piernas y los pies con esa loción que hay sobre la mesa. Hará que se relaje y lo ayudará a dormir.
–De acuerdo.
–Excelente. Estoy seguro de que su marido estará deseando recibir las atenciones de una esposa tan guapa como usted.
El médico estaba equivocado en aquello, pero Terri estaba segura de que Richard ansiaba cualquier alivio que pudiera recibir. Si un masaje podía ayudarlo, ella se sentiría feliz de dárselo.
–Mañana lo meteremos en la ducha por primera vez. Eso también le hará sentirse realmente bien.
Terri no tenía dudas al respecto y le dio las gracias al médico.
–Me impresionan las atenciones que estás recibiendo en este hospital –dijo cuando el doctor hubo salido de la habitación–. Mañana te quitarán todos estos vendajes. Sé que estás deseándolo. Hasta entonces, voy ha hacer lo que me ha aconsejado para aliviarte.
Tomó la loción de la mesa y se acercó a la cama. Tras retirar la sábana para descubrir una de las piernas de Richard hasta la rodilla, vertió un poco de loción en sus manos para empezar a darle el masaje.
Pero cuando empezó a hacerlo se quedó repentinamente paralizada.
¡Dios santo!
¡Aquel hombre no era Richard!
¡La musculosa pierna que estaba tocando no pertenecía a su ex marido! Las piernas de Richard eran más cortas y tenían más pelo, y su pie era más ancho, no tan largo como aquel.
Al notar que empezaba a temblar, retiró las manos y fue rápidamente a encender la luz del techo. Luego volvió junto a la cama y se inclinó para poder mirar bien al hombre.
Unos dolidos ojos grises le devolvieron la mirada. La frenética urgencia que había en ellos conmovió intensamente a Terri.
–Pobrecillo… –murmuró con voz temblorosa–. Pensar que todo el mundo ha creído que eras mi ex marido. No me extraña que estuvieras tan disgustado.
El hombre dejó escapar un gemido que ella interpretó como un «sí».
–Siento mucho haber tardado tanto en descubrir la verdad –dijo Terri con lágrimas en los ojos–. Ayer por la tarde, cuando llegué, el doctor Domínguez me dijo que tenían el cuarto en penumbra para que pudieras dormir. Si hubiera podido mirarte bien a los ojos, habría sabido de inmediato que no eras Richard. El pescador que te trajo dijo que habías repetido mi nombre varias veces. Eso significa que conocías a Richard. Supongo que sois amigos… o colegas. ¿Estabais juntos en el accidente?
Con visible esfuerzo, el desconocido alzó la cabeza lo suficiente como para asentir. Al menos, aquello significaba que entendía inglés.
–No te muevas –rogó Terri–. No hagas ningún esfuerzo. Obviamente, tu familia y tus amigos te estarán buscando. Deben estar muy preocupados por ti. Voy a avisar al médico y luego iré directamente a la policía a averiguar si la empresa Herrick o alguien más ha denunciado tu desaparición. Supongo que es posible que Richard fuera trasladado a otro hospital de la ciudad.
En esa ocasión, el desconocido negó con la cabeza.
Terri trataba de comprender.
–Si no está en un hospital, ¿sabes dónde está?
El hombre volvió a asentir, pero era evidente que la tensión por la que estaba pasando lo había dejado agotado. Sus párpados se cerraron.
–Tranquilo. Duerme mientras estoy fuera. Prometo estar de vuelta en cuanto pueda.
Terri cubrió de nuevo la pierna del hombre con la sábana, se limpió las manos con un pañuelo de papel, tomo su bolso, apagó la luz y salió de la habitación.
Por suerte, el médico con el que acababa de hablar salía en aquel momento de una habitación cercana. Lo llevó a un lado y le contó lo que acababa de descubrir. El médico se quedó perplejo y se dispuso a comunicarlo de inmediato a la dirección del hospital.
Media hora después, Terri estaba contando la misma historia al capitán Ortiz, un oficial de la central de policía de Guayaquil. Este no sabía nada sobre un accidente en el mar y procedió a hacer un montón de preguntas. Ella le dio una descripción detallada de su ex marido. Sobre el desconocido que se hallaba en la cama del hospital apenas pudo dar detalles.
El capitán dijo que enviaría a otro oficial al hospital para hacer averiguaciones. Si lograban encontrar al pescador que había llevado al herido, podrían aclararse mucho las cosas. Prometió ponerse en contacto con ella en cuanto supiera algo.
Terri dijo que ella se ocuparía de averiguar dónde estaba viviendo su marido. El herido había indicado que Richard no se hallaba en ningún hospital. Aquello debía querer decir que no había sufrido heridas de gravedad en el accidente y que estaba convaleciendo en su apartamento, o donde viviera. Si ella lo encontraba primero, llamaría al capitán de inmediato.
Tras acordar mantenerse en contacto, Terri fue de la comisaría a las oficinas de Herrick. El taxi la dejó frente a un complejo de modernos edificios, uno de los cuales albergaba las oficinas de la empresa.
Una belleza latina ocupaba el puesto de recepcionista. Cuando Terri le dijo que necesitaba información sobre de los empleados de la empresa, la mujer contestó que no podía facilitársela.
Pero en cuanto Terri mencionó a Martha Shaw, la secretaria del señor Creighton Herrick, su tono cambió. Hizo una rápida llamada antes de buscar el informe sobre Richard en el ordenador. Luego le dio a Terri las señas, pero no había ningún teléfono.
Tras darle las gracias, Terri salió a tomar un taxi. Cuando le enseñó las señas al conductor, este le dijo que el lugar se hallaba a unos cuarenta kilómetros al sur de la ciudad y que les llevaría casi una hora llegar.
A Terri no le importó. Ocupó el asiento trasero, entregó al taxista un billete de cincuenta dólares para cubrir el viaje de ida y vuelta y le dijo que se pusiera en marcha.
Cincuenta minutos después se detenían frente a un pequeño edificio de tres plantas llamado Mirador. Un grupo de niños jugaba en las escaleras de entrada. Terri pidió al conductor que la esperara. En caso de que Richard no estuviera allí, necesitaba asegurarse de poder volver a la ciudad.
El taxista asintió y se puso a hojear una revista.
Terri subió a la segunda planta y buscó la puerta número diez. Llamó una vez y no obtuvo respuesta. Volvió a hacerlo y sucedió lo mismo.
–¿Richard? –llamó–. Soy Terri. Si puedes oírme, házmelo saber. Me he enterado de lo del accidente y he volado hasta aquí para verte.
Nada.
Temiendo que pudiera estar dentro sin poder moverse ni acudir a abrir la puerta, giró el pomo con la esperanza de que estuviera abierta.
De pronto oyó el grito de una mujer.
Terri no sabía cuál de las dos estaba más asustada.
A través de la rendija de la puerta, que una cadena impedía abrir por completo, vio a una mujer bastante más joven que ella, de unos veintisiete años. Era morena y muy guapa, y Terri entendió la atracción que su ex marido pudiera sentir por esa belleza.
La mujer permaneció donde estaba. Llevaba la bata amarilla de Richard y estaba embarazada.
Buenos días –dijo Terri–. ¿Habla inglés?
La joven negó con la cabeza mientras la miraba con cara de pocos amigos.
Terri tuvo que recurrir a sus dos años de estudios de español en el colegio.
–Por favor, ¿dónde está Richard? –preguntó con el mejor acento que pudo.
La mujer respondió demasiado deprisa para ella.
Terri volvió a intentarlo.
–Quiero hablar con Richard.
La joven volvió a responder algo ininteligible y a continuación cerró de un portazo.
Si Richard hubiera estado dentro, Terri estaba segura de que habría salido a ver qué sucedía.
El hecho de que su amante pareciera más enfadada que desesperada le hizo suponer que Richard se encontraba bien. De hecho, la mujer debía de estar esperándolo y no podía creer que una extranjera desconocida se hubiera presentado en su casa sin previo aviso.
Solo los celos podían haberla hecho reaccionar de aquella manera tan grosera. Probablemente Richard no le hubiera hablado de su ex esposa. Desde luego, lo último que debía esperar era verla allí, en Guayaquil.
Terri volvió rápidamente al taxi. Durante el trayecto pidió al taxista que la dejara en unos grandes almacenes cercanos al hospital San Lorenzo. Necesitaba hacer unas compras.
Dando por sentado que Richard se hallaba fuera de peligro, los pensamientos de Terri se centraron en el desconocido que se hallaba en el hospital. La desesperación que había visto en sus preciosos ojos grises no iba a dejar de perseguirla durante mucho tiempo.
Debía ser terrible despertar en un lugar desconocido y ser incapaz de hablar mientras todo el mundo a su alrededor pensaba que era otra persona.
Probablemente tendría una esposa en algún lugar, desesperada por su desaparición. Terri decidió que lo menos que podía hacer por él era permanecer a su lado hasta que algún amigo o pariente lo reclamara.
Una hora y media después entraba en el hospital cargada de bolsas. Tomó el ascensor hasta la segunda planta, donde varias enfermeras se disponían a servir la comida a los pacientes que podían comer. Una de ellas la reconoció y ofreció llevarle una bandeja. Terri aceptó y entró rápidamente en la habitación.
–Hola –saludó con suavidad para no sobresaltar al enfermo. Este alzó su mano izquierda a modo de saludo. Ella dejó las bolsas en el suelo y acercó una silla a la cama. Estaba a punto de sentarse cuando la enfermera entró con la bandeja prometida. Terri le dio las gracias y luego se sentó con la bandeja en el regazo.
–He estado fuera más de lo que pretendía –explicó–. Primero he ido a la policía y he explicado la situación. Luego he pasado por las oficinas de Herrick. He estado tan ocupada que no he probado bocado desde el desayuno. Estoy muerta de hambre. Espero que no te importe que coma delante de ti. Si el olor te produce náuseas, levanta una mano y saldré a comer al pasillo.
El hombre no hizo ningún gesto y Terri dedujo que no le importaba.
–En Herrick me han dado las señas de Richard. Desde allí he tomado un taxi y he ido a su apartamento. Me ha abierto una mujer embarazada. Richard debe llevar un tiempo viviendo con ella.
El hombre hizo unos sonidos indescifrables.
–La mujer no parecía especialmente feliz de verme –continuó Terri–. He tratado de hablar con ella en español, pero respondía demasiado deprisa. Más tarde intentaré ponerme en contacto con Richard a través de alguien de la empresa que lo conozca personalmente. Entretanto, estoy deseando ayudarte como pueda.
El pollo y las judías verdes sabían muy bien, y el zumo de melocotón y mango estaba delicioso. Tras dar buena cuenta de todo ello, Terri siguió con su historia.
–El capitán Ortiz es el policía encargado de tu caso. No tenía noticias de que hubiera habido ningún accidente en el mar, pero espera obtener algunas respuestas con la información que le he dado. Si no tenemos noticias suyas en las próximas horas, lo llamaré antes de irme. En caso de que no haya nada nuevo, he pensado en una posibilidad: ya que el médico ha dicho que mañana por la mañana van a quitarte las vendas de las manos, podrías escribir con mi ayuda tu nombre y un número de teléfono. Dependiendo de tu movilidad, también podrías escribir alguna palabra que me indicara el paradero de Richard. De un modo u otro, resolveremos este misterio.
Terri se levantó y dejó la bandeja en la mesa. Con el deseo de hacer algo por aliviar los sufrimientos del herido, se volvió hacia él.
–Ahora que he comido, voy a darte un masaje en las piernas, como te prometí esta mañana –sin esperar respuesta, tomó la loción y se acercó a la cama. Tras extender el líquido por su pierna izquierda, comenzó a masajearla–. Recuerdo que cuando estaba en el colegio leímos una vez El hombre invisible en Halloween. Por si no has oído hablar de Halloween, es una fiesta que se celebra todos los años en Estados Unidos. Los niños se disfrazan y van de puerta en puerta pidiendo dulces. El protagonista de esa novela, que fue escrita por H.G.Wells, es un científico que se hace invisible con un experimento y se envuelve en vendas para poder delimitar los contornos de su cuerpo. A veces, un gato o un perro callejero tiraba de las vendas y la gente gritaba horrorizaba cuando veía que debajo de estas no había nada. Me encanta la ciencia-ficción y esa historia me atrapó de inmediato. El caso es que cuando vine ayer por primera vez al hospital y te vi, me acordé del libro. Afortunadamente, cuando te he mirado a los ojos esta mañana, he visto que estaban ahí –bromeó–. Eres una mezcla entre El hombre invisible y La momia. Puede que no hayas oído hablar de esa película, es antigua. Trata de un escolta del faraón que se atrevió a amar a la reina egipcia. Como castigo lo convirtieron en una momia viviente. Aún me produce escalofríos pensar en ello.
El herido dejó escapar una especie de gemido que podía significar cualquier cosa.
–Disculpa si te hago cosquillas en los pies. Trataré de no volverte loco.
Cuando terminó con una pierna, Terri rodeó la cama para ocuparse de la otra. Era extraño lo natural que le resultaba hacer aquello a un completo desconocido. La penumbra reinante añadía cierta intimidad a la situación.
De hecho, todo estaba resultando mucho más cómodo que si hubiera sido Richard el herido. Habían sucedido demasiadas cosas feas entre ellos como para que su reencuentro hubiera resultado una experiencia agradable.
–No tengo ni idea de cuál es tu nacionalidad. Es obvio que entiendes inglés, pero podrías ser de tantos países además de Ecuador que se me ha disparado la imaginación. Lo más probable es que nunca hayas estado en South Dakota, en Estados Unidos. Ahí es donde vivo, en una pequeña ciudad llamada Lead, cerca de Black Hills. Cuando me licencié en Filología Inglesa empecé a trabajar para la cámara de comercio local. Al principio se suponía que solo iba a ser un trabajo temporal hasta que encontrara un buen puesto de profesora, pero desde el principio me gusto mucho lo que hacía y allí sigo. Mi madre y mi hermana Beth, que se casó con Tom hace tres meses y ahora está esperando un hijo, también viven allí. Ya sabes que mi matrimonio con Richard no funcionó, y hay poco más que contar. Esa es la historia de mi vida. Supongo que te habrá parecido muy aburrida.
Terri terminó su masaje y cubrió la pierna del herido con la sábana.
–Ya que no hay televisión, voy a leerte la primera plana del periódico. Alguien lo ha dejado en la habitación. En caso de que tu lengua materna sea el español, espero que disculpes mi acento.
Tras lavarse las manos acercó la silla a la luz para poder ver bien.
–El periódico es El Telégrafo. Veamos… «A través de una carta enviada al Presidente del Congreso, José Cordero Acosta, el Procurador General del Estado, Ramón Jiménez Carbo, señala que su pronunciamiento sobre la inconstitucionalidad del artículo treinta y tres del Reglamento tiene carácter vinculante…» –Terri dejó el periódico sobre su regazo–. Si supiera lo que quiere decir «vinculante», el artículo tendría algo de sentido, pero no creo que sea de interés para alguien que no esté implicado en la política local. Aunque puede que tú lo estés, por supuesto. Si es así, perdona que no lea más.
Para sorpresa suya, el cuerpo del herido pareció ponerse a temblar. Alarmada, saltó de la silla para acercarse a su lado.
–¿Qué sucede? ¿Quieres que llame al médico?
El hombre negó con la cabeza.
–¿Tienes frío?
El hombre volvió a hacer el mismo gesto.
Tras un momento de duda, Terri preguntó:
–¿Te estás riendo?
Él asintió.
Ella sonrió.
–¿Tan malo es mi español?
Él negó de nuevo con la cabeza.
–Mentiroso –susurró Terri, disfrutando de aquella conversación unilateral más de lo que había disfrutado con nada en años–. Me alegra que puedas reírte, pero tal vez no resulte conveniente para los puntos que tienes bajo la barbilla. Cuando venga tu mujer estoy segura de que querrá encontrar al mismo hombre atractivo con el que se casó antes del accidente.
Él negó con la cabeza.
–No seas modesto. He visto tus ojos, ¿recuerdas? Y tienes unas piernas magníficas.
El cuerpo del hombre volvió a temblar.
–Con ese pelo negro y esos ojos, algo me dice que hay un auténtico «macizo» bajo esas vendas. Por si no has oído antes la palabra «macizo», significa muy guapo. Probablemente te habrán llamado eso a menudo por aquí –Terri se apartó de la cama para tomar las bolsas con las compras que había hecho–. Esto es para ti. Creo que te quedarán bien. Debes medir entre un metro ochenta y cinco y un metro noventa. He pensado que te apetecería vestir algo más espectacular que la bata del hospital cuando tu familia venga a verte –puso las bolsas en la silla y fue sacando las cosas una a una.
Dejó las prendas sobre la silla y apartó esta a un lado antes de volver junto a la cama.
–Siento que el capitán Ortiz no haya llamado todavía, ya lo habría hecho si hubiera tenido noticias. No te desanimes, por favor. ¿Quién sabe? Puede que cuando vuelva mañana encuentre la habitación llena de visitas. Si es así, vas a necesitar una buena noche de sueño, así que será mejor que me vaya. Se está haciendo tarde.
El hombre negó firmemente con la cabeza.
–¿Qué sucede? ¿Quieres que me quede?
El hombre asintió.
–Así que quieres que te ayude a pasar el tiempo, ¿no?
El nuevo asentimiento complació secretamente a Terri. Significaba que su presencia allí reconfortaba al herido. Era agradable sentirse necesitada.
–Ya que tu oído no se ha visto afectado, supongo que podría quedarme un rato más hablándote. Pero no te sorprendas si aparece una enfermera para comprobar cómo estás y me echa. Voy a guardar la ropa en el armario para poder sentarme a tu lado.
Unos segundos después volvía a estar sentada junto a la cama.
–Se me acaba de ocurrir otra idea. Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas solíamos jugar a escribir con el dedo en la espalda el nombre de algún actor famoso. La que conseguía adivinar más nombres ganaba y tenía que comprarle a la otra un dulce. ¿Qué te parece si para averiguar de dónde eres yo voy escribiendo el nombre de los continentes en tu pierna? Asiente cuando escriba el tuyo –emocionada por su propia idea, descubrió la pierna del herido y escribió en ella con el dedo la palabra «Europa».
La cabeza del hombre permaneció quieta.
–Hmm. Veamos ahora esto –Terri escribió «Sudamérica».
El hombre no hizo ningún gesto.
A continuación escribió «Norteamérica». Entonces él asintió.
–¿Estados Unidos?
El hombre asintió enfáticamente.
Terri se puso en pie.
–Debería haber jugado a esto contigo antes. ¿También trabajas para la empresa Herrick?
Él asintió de nuevo.
–De acuerdo. Ahora voy a averiguar cómo te llamas. Empezaré a recitar el alfabeto. Tú alza la mano cuando llegue a la letra correcta. a, b…
El hombre alzó la mano.
–De acuerdo. Primero una b. Sigamos. C, d, e…
El hombre volvió a alzar la mano y lo hizo de nuevo cuando Terri llegó a la n.
–¡Te llamas Ben! –exclamó–. ¿Es diminutivo de Benjamin?
Él asintió.
–Ahora vamos a averiguar tu apellido –dijo Terri, emocionada.
Utilizando el mismo procedimiento, y tras pasar siete veces por el alfabeto, concluyó que el herido se apellidaba Herrick.
–¿Es una casualidad que tu apellido coincida con el nombre de la empresa para la que trabajas? –preguntó, desconcertada.
Él negó con la cabeza.
–¿Quieres decir que eres el dueño de la empresa?
¡Por fin habían establecido contacto!
Ben asintió mientras miraba los expresivos ojos de Terri. Su color azul le recordó al de las flores que crecían en primavera en su rancho de Texas. Con su melena corta y rubia y aquella boca que adquiría forma de corazón cuando se ponía seria, resultaba increíblemente adorable.
–Pero si eso es cierto, ¿cómo es posible que nadie te esté buscando? El capitán Ortiz no ha mencionado nada sobre la desaparición del jefe de tu empresa. ¡No tiene sentido! Bueno, eso no importa ahora mismo. Lo importante es que estás vivo y camino de recuperarte.
Ben observó a Terri con impotencia mientras ella se mordía un lateral del labio inferior. Habría dado cualquier cosa por saborear esa boca tan tentadora.
–Voy a llamar a Martha Shaw para decirle que estás aquí. Así podrá avisar a tu familia.
«¡No! ¡Martha, no!», pensó Ben. Gimió y alzó una mano en el aire. Desafortunadamente, su ángel de la guarda no le estaba prestando atención.
Anonadada por el descubrimiento, Terri tomó su bolso para sacar el número de teléfono de la secretaria. Cuando encontró el papel en que lo había escrito, se acercó al teléfono que había junto a la cabecera de la cama y marcó el número.
–Martha Shaw al aparato.
–¿Señorita Shaw? Soy Terri Jeppson.
–Sí, Terri. ¿Cómo está su marido?
–Creo que está bien, pero aún no lo he visto. La llamo por otro motivo.
–¿Qué sucede?
–Hace un rato he descubierto que el hombre que está en el hospital no es mi marido. El problema es que tiene la garganta quemada y no puede hablar, pero he buscado una forma de comunicarme con él y dice que se llama Benjamin Herrick.
Se produjo un largo silencio.
–¿El paciente es Ben? –preguntó finalmente Martha Shaw, claramente asombrada.
–Sí. Tengo que informar a la policía, pero he pensado que antes debía llamarlos a ustedes para que puedan avisar a sus familiares. Lógicamente, no ha tenido visitas. Hoy es su cuarto día en el hospital y, aunque está recibiendo un trato excelente, tiene que haber sido una experiencia terrible para él no poder hablar ni explicar quién era.
Ben captó un ligero temblor en la atractiva voz de Terri Jeppson. Su compasión lo conmovió de un modo totalmente inesperado.
–¿Está muy grave? –preguntó Martha en un tono claramente angustiado–. No me ahorre los detalles.
La mano de Terri se tensó en torno al auricular. Daba la sensación de que la otra mujer se había tomado la noticia, casi como si…
–Los médicos me han asegurado que va a recuperarse –a continuación, Terri puso al tanto a Martha de todo lo que sabía.
–Voy a avisar a su familia de inmediato.
–Dígales que está en el hospital San Lorenzo. Sería inútil que lo llamaran por teléfono porque no puede hablar. No podrá hacerlo hasta dentro de varios días. Pero estoy segura de que el doctor Domínguez o el doctor Fortuna estarán encantados de informar a la familia si llaman a la sala de enfermería de la sexta planta.
–Los informaré de todo ello. ¿Terri? –había un claro matiz de ruego en la voz de Martha–. ¿Le importaría acercar el teléfono al oído de Ben para que pueda decirle algo antes de colgar?
Por su tono de voz, Terri dedujo que la mujer estaba enamorada de Ben.
–Sí, por supuesto –dijo, y se volvió hacia él–. ¿Señor Herrick?
Ben gimió. Ahora que Terri conocía su identidad ya no se sentía tan libre para tratarlo como cuando creía que estaba solo y perdido en el mundo…
–La señorita Shaw quiere decirle algo –añadió.
Ben sintió que la bilis le subía a la garganta. Martha carecía por completo de vergüenza; era capaz de utilizar a quien hiciera falta para conseguir lo que quería. Pero él no podía hacer nada al respecto en aquellos momentos, de manera que se limitó a asentir.
Con mucho cuidado, Terri acercó el auricular a su oreja. Ben notó que apartaba la vista para concederle algo de intimidad. Lo hacía todo bien. Estaba totalmente encantado con ella.
–¿Ben? Espero que puedas oírme. ¡Soy Martha! ¡Gracias a Dios que estás bien! –dijo con voz llorosa–. Llevo una semana tratando de localizarte. Como no devolvías mis llamadas estaba empezando a preocuparme, pero pensaba que era porque estabas enfadado a causa de la carta que te escribí.
«Asqueado» habría sido la palabra elegida por Ben en lugar de «enfadado».
–En cuanto cuelgue pondré al tanto de lo sucedido a Creighton para que pueda avisar a tus padres. Cuando se enteren de lo sucedido irán a buscarte y te llevaran a Houston para que pases un periodo de convalecencia. Daría cualquier cosa por poder hacerlo personalmente, pero sé que no tengo derecho a ello. Al menos de momento.
¿De momento?
–Oh, Ben –continuó Martha, emocionada–. Estoy deseando verte. Ha pasado tanto tiempo… Se que cometí un terrible error, pero ¿no te parece que ya he recibido suficiente castigo?
Su tono lloroso pasó inadvertido para Ben, que acababa de notar el delicioso aroma a melocotón que desprendía la mano con la que Terri sostenía el auricular junto a su oído. Aquellas manos suaves y femeninas habían dado tanto placer a su cuerpo que las endorfinas habían hecho desaparecer el dolor.
–Por favor, Ben…, dime que cuando volvamos a vernos podremos arreglar las cosas. Siempre he estado enamorada de ti. ¡Sabes que es cierto! Quiero decirte tantas cosas…
Ben estaba deseando librarse de Martha. Frustrado, alzó la mano izquierda para que Terri se diera cuenta de que quería que colgara el teléfono. Tenía información que darle sobre su marido.
Al ver que alzaba la mano, Terri dedujo que la señorita Shaw ya le había dicho todo lo que tenía que decirle y se llevó el auricular al oído.
–¿Señorita Shaw?
–Aún no había terminado de hablar –espetó la otra mujer.
–Lo siento, pero el señor Herrick me ha indicado que estaba cansado. Puede llamarlo mañana, cuando se encuentre con más fuerzas.
Ben asintió para hacerle saber que había hecho lo correcto.
–¿Cree que me ha escuchado?
Terri percibió el tono de ruego de Martha. Era evidente que allí pasaba algo, pero no era asunto suyo.
–Sí, por supuesto –contestó.
–Gracias por llamarme, Terri. Pondré al tanto de lo sucedido a todos los que deben saberlo. No dude en llamarme si necesita alguna ayuda con sus planes de viaje. Espero que todo vaya bien con su marido.
–Yo también. Adiós, señorita Shaw.
Terri colgó y rodeó la cama para tomar su bolso de la mesa. Ben Herrick hizo un par de sonidos y ella dedujo que no quería que se fuera todavía. Se acercó a su lado.
–Tengo que volver al hotel y llamar al capitán Ortiz
Él la sorprendió con una enfática negativa de su cabeza. Incluso vendado de pies a cabeza y postrado en la cama, desprendía una evidente autoridad.
–Ya ha tenido suficiente excitación por una tarde y ahora debe descansar –Terri volvió a poner la ropa que había comprado en la silla para que la vieran las enfermeras–. Voy a comunicar su identidad al hospital y a dejarles el número de la señorita Shaw. Que duerma bien, señor Herrick.
«No te vayas. ¡Maldita sea!»
Ben aún seguía haciendo sonidos de frustración mientras ella salía por la puerta.
Por mucho que le hubiera gustado quedarse, Terri no se atrevió a hacerlo. Había estado disfrutando demasiado de su peculiar relación con aquel hombre. De hecho, sentía un lazo de unión con él que desafiaba toda lógica. Cuando lo había mirado a los ojos, había sentido que el alma de Ben volaba hacia ella.
Su corazón le había sugerido no permanecer más tiempo junto a él. De lo contrario, las cosas podrían haberse complicado. Sin duda, una mujer sensata se habría ido de allí antes de averiguar las respuestas a preguntas candentes como ¿tenía esposa?, y si era así, ¿sabría esta que la secretaria de su marido estaba enamorada de él? ¿Sería un mujeriego como Richard?
Nada de todo aquello tenía que ver con ella. Había hecho todo lo que había podido por el señor Herrick y no había motivo para que volviera a visitarlo. Al día siguiente estaría recibiendo atenciones de todos sus seres queridos.
La intriga había terminado. Misterio resuelto.
Lo único que le quedaba por hacer era acudir al lugar en que Richard trabajaba para asegurarse de que estaba bien después del accidente. Después volvería Lead.
Pobre Ray. Lo había dejado a él solo con todo el trabajo. Sin duda, se alegraría de verla de vuelta tan pronto.
Tras dejar la información en las oficinas del hospital, tomó un taxi para el hotel. Una vez en su habitación, lo primero que hizo fue llamar al capitán Ortiz, pero este tenía puesto el contestador.
Dejó un mensaje con sus averiguaciones sobre el señor Herrick y luego hizo un breve relato de su intento de localizar a Richard en su apartamento antes de pedirle que la llamara al hotel a cualquier hora si tenía alguna información relativa a su ex marido.
Antes de acostarse llamó a Beth para ponerla al tanto de los últimos acontecimientos, aunque guardó para sí sus pensamientos y sentimientos respecto a Herrick. Tras pedirle a su hermana que dijera a su madre que estaría de vuelta en veinticuatro horas, colgó.
Temiendo que su mente volara hasta el hombre que se hallaba en el hospital, tomó un libro y trató de leer, pero no logró concentrarse. Finalmente encendió la tele y se quedó dormida con la ayuda de una aburrida película.
El sonido del teléfono la despertó a las ocho y media de la mañana. Descolgó el auricular y saludó, aún adormecida.
–¿Señora Jeppson? Soy el capitán Ortiz.
Terri se irguió en la cama.
–Buenos días, capitán.
–Gracias por el mensaje sobre el señor Herrick. Es un hombre muy importante. Si la prensa hubiera averiguado que había desaparecido, se habría armado un buen revuelo, pero usted nos ha ahorrado muchos problemas. ¿Ha hablado ya con su marido?
–No, pero, como ya le dije, el señor Herrick me dijo que Richard no se hallaba en el hospital, así que ya no estoy tan preocupada. Esta mañana quiero ir a su trabajo. Si no lo encuentro allí, tal vez usted podría hacer que un agente me acompañara a su apartamento. Necesito un traductor para hablar con la mujer que está allí. Tengo la sensación de que ella sabe dónde se encuentra.
–Si es necesario, yo la llevaré personalmente, señora.
–Muchas gracias. Me mantendré en contacto.
Reconfortada por un copioso desayuno, Terri salió del hotel en dirección a las oficinas de Herrick. Cuando explicó a la misma recepcionista del día anterior lo que quería, esta negó con la cabeza.
–Está muy lejos de aquí y es difícil de localizar a menos que esté familiarizada con la zona. Para ahorrarle problemas, haré una llamada con el fin de averiguar si se ha presentado a trabajar esta mañana. Si está allí, le daré la dirección. Un momento, por favor.
Terri asintió.
Mientras esperaba no pudo evitar preguntarse si el señor Herrick habría recibido muchas visitas aquella mañana. Trató de imaginar el aspecto que tendría bajo las vendas. Pero tal vez sería mejor que no lo supiera, que permaneciera en su recuerdo como su amigo fantasma. Un hombre sin rostro.
Excepto por un par de preciosos ojos grises.
–¿Señora Jeppson?
Terri se volvió hacia la recepcionista, cuyo ceño fruncido indicaba con claridad que había problemas.
–Según el supervisor, su marido lleva tres días sin presentarse a trabajar, y hoy tampoco ha ido. Cree que ha dejado el empleo, porque últimamente ha habido algunos problemas con él.
Aquello no sorprendió a Terri en lo más mínimo.
–Gracias por haber hecho las averiguaciones. ¿Podría hacerme otro favor?
Dio a la recepcionista el teléfono del capitán Ortiz y le pidió que la pusiera con él. Un cuarto de hora después el oficial pasaba a recogerla para llevarla al apartamento de Richard.
–Usted quédese aquí –dijo el capitán tras detener el vehículo frente al edificio que Terri había visitado el día anterior–. Yo iré primero y, si lo considero necesario, saldré a avisarla para que entre.
–De acuerdo.
El capitán regreso diez minutos después.
–Su ex marido no está aquí. La mujer se llama Juanita Rosario. Dice que lleva diez meses viviendo con él, cosa que podría ser cierta o no. Según ella, se conocieron poco después de que él viniera a trabajar para la empresa Herrick. Al parecer, Richard salió para el trabajo hace cuatro días y no ha vuelto desde entonces. Al principio no se preocupó por su ausencia; según parece, Richard suele irse de juerga con sus amigos de vez en cuando y no aparece hasta el día siguiente, pero nunca ha estado fuera tanto tiempo. Cuando usted llamó a su puerta ayer, Juanita temió que fuera su esposa. Richard le ha contado que está tratando de obtener el divorcio pero que usted no se lo concede.
Terri movió la cabeza. Aquello era típico de Richard. Mentiras, mentiras y más mentiras para justificar sus propósitos del momento. Nadie odiaba el compromiso como él.
–Cuando le he dicho que estaban divorciados desde hacía una año se ha desmoronado –continuó el capitán–. Ahora teme que se haya ido con alguna otra mujer durante una temporada, aunque está segura de que regresará porque está muy ilusionado con el bebé, que nacerá dentro de un mes.
–Espero que tenga razón –murmuró Terri–. Desafortunadamente, mi ex marido tiene la costumbre de desaparecer cuando más se lo necesita. ¿De que vive Juanita?
–Él se ha ocupado de ella.
Terri gimió.
–¿Tiene algún familiar que pueda hacerse cargo de ella si Richard la ha dejado definitivamente?
–No.
–En ese caso, tenemos que encontrarlo como sea. Ella lo necesita.
El capitán miró a Terri con gesto pensativo.
–De momento, parece que el que más puede saber sobre su ex marido es el señor Herrick.
Terri cerró los ojos.
–Me temo que tiene razón. Si me lleva al hospital, trataré de averiguar lo que sepa.
–Mientras usted se ocupa de eso yo enviaré a un oficial al lugar de trabajo de Richard para que haga algunas averiguaciones. Puede que alguno de sus compañeros sepa algo importante, aunque no sea consciente de ello.
–Antes de que nos vayamos me gustaría subir a ver un momento a Juanita –Terri sacó la cartera de su bolso–. Enseguida vuelvo.
Salió del coche sin dar tiempo a que el capitán dijera nada y entró en el edificio. Solo llevaba cien dólares en el bolso, pero al menos bastarían para ayudar a Juanita durante unos días.
Cuando llamó a la puerta esta se abrió un poco más que el día anterior porque estaba sin cadena.
–¿Juanita?
–¿Sí? –la mujer sonaba dolida además de enfadada.
–El capitán Ortiz dice que Richard no está aquí –Terri pronunció con toda la claridad que pudo.
La otra mujer se limitó a lanzarle una mirada iracunda.
–Tengo dinero para usted –Terri le alcanzó los billetes. Juanita no trató de tomarlos–. Por favor.
–¿Por qué?
«Porque sé muy bien cómo se siente una cuando la abandonan en el último momento», pensó Terri.
–Lo necesita para el bebé, ¿verdad? –dijo con suavidad.
La expresión de Juanita se volvió hermética. Como era lógico, tenía su orgullo. Terri pensó que, probablemente, aquello no era lo mejor que se le podía haber ocurrido, pero si Richard no volvía…
Incapaz de decir el resto en español, murmuró:
–En caso de que cambie de opinión, voy a dejar el dinero aquí.
Dejó los billetes en el suelo, ante la puerta, y se fue rápidamente sin mirar atrás.
–Es usted una buena persona –dijo el capitán Ortiz mientras se alejaban–, pero me temo que ha sido un error darle dinero.
–Si yo estuviera en su lugar –replicó Terri–, me gustaría que alguien me echara una mano. Al menos así podrá comprar comida para unos días. Puede que para entonces hayamos encontrado a Richard.
Terri percibió el olor a flores en cuanto abrió la puerta de la habitación de Ben Herrick. Era obvio que la noticia de su aparición se había extendido con rapidez. Dentro había al menos una docena de ramos.
¿Cuál sería de su esposa? ¿Habría enviado uno también Martha Shaw?
«Basta, Terri», se reprendió. «Esto no tiene nada que ver contigo.»
Miró a su alrededor. Aunque llena de sillas, la habitación estaba vacía y no se veía por ningún sitio la ropa que había comprado el día anterior. La puerta del baño estaba entreabierta, pero tampoco había nadie dentro. Ansiosa por saber si el señor Herrick se encontraba bien, salió de la habitación y se encaminó hacia el mostrador de las enfermeras.
Pero antes de que lo alcanzara, un animado grupo de gente giró en el pasillo en dirección a ella. Terri habría pasado de largo si no hubiera visto al hombre moreno que se hallaba en el centro del grupo, vestido con una bata azul y un pijama a juego.
Cuando sus miradas se encontraron, sintió de lleno el impacto de aquellos penetrantes ojos y se quedó clavada en el sitio.
Daba lo mismo que tuviera vendas en el nacimiento del pelo y bajo la fuerte mandíbula. El atractivo y varonil rostro que acompañaba a aquellos inolvidables ojos grises le dejó sin aliento.
Cuando se dio cuenta de que todos la estaban mirando porque el señor Herrick se había detenido frente a ella, sus mejillas se cubrieron de rubor. Tenía que decir algo.
–Soy… soy Terri Jeppson.