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eLit 401 Después de convertirse en un gran hombre de negocios, Palmer DeVoe volvió a su pueblo natal… ¡por la mujer a la que nunca pudo olvidar! Penelope Weaver había conseguido el éxito por sí misma. Y era dueña de un corazón que sólo un hombre podría reclamar de verdad… Sin embargo, no era posible recuperar el pasado… Porque Penelope guardaba un secreto que podía separarlos para siempre.
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2010 Tori Carrington
© 2011 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Asuntos privados, n.º 401 - diciembre 2023
Título original: Private affairs
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411805582
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
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Y, como siempre, para Brenda Chin, una amiga cálida, maravillosa y constante en un mundo que cambia continuamente.
Hacía calor. Mucho calor…
Estaba tendida sobre la manta del picnic, y observaba con inquietud mientras él extendía la mano por su vientre tembloroso, admirando su desnudez después de haberle abierto los botones de la pechera del vestido. La tela se le había resbalado por la piel. Ella no llevaba sujetador, así que sólo le quedaba concentrarse en el pequeño triángulo de algodón rosa que impedía que estuviera completamente a merced de su mirada hambrienta. Él metió los dedos entre las finas cintas de la prenda y sus caderas, y le bajó las braguitas hasta que ella estuvo completamente desnuda. Ella intentó cerrar las piernas y él emitió una suave objeción, y la persuadió de que las abriera. Ella se movió con inquietud, mientras el sol de verano y la atención de él le calentaban la carne delicada.
Entonces, él comenzó a acariciarla…
Sus dedos palparon, invadieron, le proporcionaron un placer que no podía ser real…
Él se inclinó hacia ella y la besó.
Demasiado húmedo… demasiado empalagoso…
Ella volvió la cabeza, y él comenzó a lamerle la oreja…
Penelope Weaver se despertó de un sobresalto, jadeando. Salvo que no era ella a quien le faltaba el aliento. Ni siquiera al hombre que aparecía en su sueño.
Miró la figura borrosa de su perro, mezcla de labrador canela y collie, y se apartó de su aliento fétido.
—¡Thor!
Penelope se incorporó de golpe, pero tardó unos segundos en situarse. No estaba tumbada en una manta de picnic en el campo, a las afueras del pueblo, sino en su cama, en su habitación, en su casa de Maple Street. El sol le iluminaba el cuerpo, pero estaba a punto de atardecer y ella estaba completamente vestida.
Y aquel beso demasiado húmedo no se lo había dado el hombre de sus fantasías, sino su perro de ocho años.
Puaj.
Tomó el reloj de la mesilla de noche. Acababan de dar las siete de la tarde.
¡Las siete!
Barnaby Jones aparecería en cualquier momento para recogerla.
Se levantó de la cama rápidamente y fue al baño. Debía de haberse quedado dormida cuando había ido a tumbarse un rato. Había tenido un día muy largo en el pequeño café que regentaba en Main Street, y necesitaba poner los pies en alto durante un ratito.
La cafetería. Todavía le parecía raro llamarla así. Al principio, ella había abierto la tienda para vender sus tapices, y la había llamado Las Posesiones de Penelope. Sin embargo, con el cierre del aserradero, cuatro años antes, se habían terminado muchas de las cosas que atraían a los turistas al centro de Earnest. Los negocios habían cerrado y los locales de la calle principal estaban vacíos. Ella se había adaptado vendiendo su género por internet, pero la tienda se había ido convirtiendo poco a poco en un café. La transición no le había resultado difícil, porque ella siempre había hecho muy buen café y, gracias a su abuela y a su tía abuela, siempre tenía bollería casera y pasteles.
En aquellos días, el café se llamaba simplemente Penelope’s.
Se miró al espejo y se arregló el cabello, castaño y rizado. Después se retocó el lápiz de ojos. No tenía mal aspecto. Respiró profundamente y se estiró el vestido. No era muy diferente al que llevaba en el sueño. Aunque en realidad no había sido un sueño, sino más bien un recuerdo. Sin embargo, todavía tenía el poder de cortarle la respiración.
Se dio la vuelta para salir al pasillo y estuvo a punto de tropezarse con Thor.
—Nos vas a matar a los dos —le murmuró mientras lo rodeaba.
Por supuesto, el motivo por el que el perro la seguía a todas partes era que en la casa no había nadie más a quien molestar. El silencio era ensordecedor. Entró al salón, donde el único sonido era el zumbido del ordenador portátil; su abuela se lo había dejado en un rincón. Y el silencio de la casa le recordó que el motivo por el que no había nadie en casa era que sus otras habitantes tenían la esperanza de que ella se diera un revolcón aquella noche.
Penelope gruñó. Su abuela y su tía abuela eran sus compañeras de casa, aparte de dos viejas entrometidas cuyas vidas sexuales eran mucho más interesantes que la suya.
¿Más interesantes? Bueno, para poder compararlas con la suya, Penelope debería tener una vida sexual. Pero no la había tenido desde…
Tragó saliva. Bueno, desde el sueño de cinco minutos antes.
Apagó el ordenador y lo cerró. Después, aunque en Earnest, Washington, era verano, y no anochecería hasta dentro de dos horas, encendió una lámpara, porque los árboles que rodeaban la pintoresca casa victoriana filtraban la luz y dejaban el salón en penumbra. Por último, salió al pasillo y fue a la cocina. No podía quedarse sentada esperando al hombre que iba a ir a recogerla para que tuvieran su quinta cita.
Ella frunció el ceño y abrió el lavaplatos para comprobar si estaba vacío. En realidad, Barnaby Jones no estaba tan mal. Era muy guapo, alto, de hombros anchos, de buen carácter. Sin embargo, el sheriff del pueblo no la hacía sentir nada parecido a los impulsos que le había provocado su sueño. En un par de ocasiones, había tenido orgasmos mientras dormía, debido a que los recuerdos eran muy poderosos.
O eso, o ella era una persona lamentablemente patética.
En cualquier caso, el beso de buenas noches que le había dado Barnaby durante sus dos citas anteriores sólo le había suscitado sentimientos fraternales.
No quería darles la noticia a su abuela Agatha ni a su tía abuela Irene, pero no iba a haber sexo en casa aquella noche, por muy tranquila y vacía que estuviera.
Sin embargo, agradecía que Aggie le hubiera puesto sábanas limpias en la cama, como preparativo para el gran evento. El olor fresco del algodón secado al sol seguramente era el culpable de que se hubiera quedado dormida.
En cuanto al sueño…
Bueno, no iba a pensar en eso. Ni tampoco iba a relacionar el incremento de la frecuencia de aquellos sueños con el hecho de que el hombre que los protagonizaba hubiera vuelto al pueblo. Además, quería olvidar que su posible cercanía tuviera algo que ver con sus sentimientos confusos por Barnaby. Hacía casi quince años que no lo veía. Él ya no tenía influencia en nada de lo que ella hiciera o pensara o sintiera.
Thor gimió a sus pies.
Penelope frunció los labios.
—¿Qué te pasa, precioso? Tienes comida y agua…
Seguramente quería salir.
Penelope miró el reloj. No era mala idea. Podría echarles un vistazo a los rosales y al huerto mientras estaba con Thor.
Abrió la puerta trasera y el perro salió corriendo. Penelope lo siguió y se quedó mirando aquel jardín que había cambiado tan poco durante los últimos treinta años. Los árboles habían crecido y se había colocado una valla para dar privacidad a la finca hacía pocos años. Sin embargo, el paisaje lo adornaban las mismas plantas, el huerto estaba en el mismo sitio, y el cenador íntimo que había al fondo del jardín seguía exactamente igual que siempre, aunque le hicieran falta un par de manos de pintura blanca.
Se acercó a aquella estructura en la que había pasado tanto tiempo de adolescente, pasó junto a sus rosales sin detenerse hasta que estuvo bajo el arco de la entrada, mirando los almohadones en los que se había recostado para leer incontables libros… y que habían sido el escenario de muchos de sus sueños.
Se llevó la mano a un lado del cuello, porque tuvo una sensación extraña. Era como si alguien la estuviera observando.
—Hola, Penelope.
Se dio la vuelta con tanta brusquedad, que estuvo a punto de perder el equilibrio en los escalones de madera.
Y Palmer DeVoe estaba allí para sujetarla…
Guapísima…
Por muchas veces que Palmer DeVoe hubiera imaginado aquel momento, el momento concreto en el que volvería a ver a Penelope Weaver cara a cara después de tantos años, no se había hecho a la idea de los sentimientos que iban a inundarlo como si fueran el oleaje del Pacífico. Necesidad, deseo, miedo, fueron emergiendo un por uno, y cada uno de ellos barriendo el anterior.
En su cabeza, Penelope seguía siendo la misma mujer joven de sonrisa cálida, hoyuelos en las mejillas y cuerpo esbelto. La chica de su primera vez, su novia del instituto y su primer amor.
En aquel momento la vio como una mujer sensual, sexy y curvilínea que conseguía llegar a lo más profundo de su ser. Tenía el pelo más corto, la cara un poco más llena. Sin embargo, su sonrisa era igual de cálida. Y sus ojos oscuros, igual de perspicaces.
Palmer todavía la tenía sujeta por el brazo. Ambos miraron al punto donde su piel se tocaba. Él permaneció así un poco más de tiempo, disfrutando de aquella suavidad. Después, apartó la mano, casi al mismo tiempo que ella retrocedía para alejarse de él.
—Había oído decir que estabas en el pueblo —le dijo Penelope.
Él asintió. Después señaló el cenador.
—Éste sí que es un lugar familiar.
Penelope miró hacia atrás y se sonrojó. Palmer pensó que tal vez estuviera pensando en él, o en ellos, cuando había aparecido.
No tenía intención de entrar a saludar. Sólo pasaba por allí, como había hecho en más ocasiones, cuando la había visto en el jardín, como un fantasma del pasado.
Penelope atravesó el jardín hacia la puerta trasera de la casa mientras él la observaba. Sabía que sería inevitable encontrársela algún día. Aunque había visitado el pueblo algunas veces durante las últimas semanas, en aquel momento estaba viviendo allí. Eso significaba que tenía que ver a mucha gente de su pasado.
—Éste no es buen momento, Palmer —le dijo ella en voz baja.
—Hubiera llamado, pero… —carraspeó—. No iba a venir. Sólo iba caminando desde Main hasta la pensión de Foss…
Penelope asintió.
—Me lo imaginaba.
Lo miró de un modo que hizo que él se sintiera evaluado, y pensara que no daba la talla.
—Tienes buen aspecto, Palmer —dijo Penelope.
—Tú también.
—No me refería a… físicamente. Me refiero a que parece que te ha ido bien en la vida.
Y le había ido bien, ¿no? Había conseguido todo lo que esperaba conseguir cuando se marchó de Earnest hacia Boston. Más.
Entonces, ¿por qué se sentía, de repente, como si no hubiera conseguido nada?
—¿Hola? —dijo un hombre desde el interior de la casa.
Penelope miró en aquella dirección sorprendida.
Palmer hizo un gesto de consternación. Aunque él no había ido por ahí pidiendo información, se había encontrado con mucha gente del pueblo que le había hablado de Penelope. Le habían dicho que tenía una cafetería en Main, uno de los pocos locales que había conseguido seguir abierto en aquel pequeño pueblo de cuatro mil habitantes. Palmer había pasado por allí varias veces después de la hora de cierre, y se había quedado mirando hacia dentro, hacia los tapices de colores que había en las paredes, y algunos expuestos en caballetes.
En ninguna de las conversaciones que había tenido le habían mencionado que hubiera un hombre.
Sin embargo, era evidente que tenía que haberlo. ¿Por qué había pensado él lo contrario?
—¿Has ido ya a visitar a tu padre? —le preguntó ella, hablándole a él, en vez de al hombre que había ido a visitarla.
Palmer sospechaba que Penelope ya sabía cuál era la respuesta. Igual que él sabía muchas cosas de ella, seguramente ella habría conocido sus movimientos desde que había llegado por la misma red de chismorreos del pueblo. No era un secreto de estado, pero Palmer estaba seguro de que todo el mundo sabía que todavía no había ido a ver a su padre.
Se abrió la puerta del jardín y apareció un tipo que a él le resultaba conocido. Era un tipo que le sacaba varios centímetros de altura y que había parado varias veces junto al tráiler industrial que hacía las veces de oficina de Palmer. El sheriff Barnaby Jones le había informado con claridad de que pensaba vigilar lo que ocurriera.
Y Palmer había notado cierta animosidad en aquella atención del sheriff.
Ya sabía por qué.
Penelope se acercó apresuradamente al hombre.
—¡Barney! ¡Hola!
El sheriff la miró de una manera mucho más íntima de lo que a Palmer le hubiera gustado. Después le hizo un cumplido sobre su vestido. Y finalmente, miró a Palmer, y su expresión cambió.
—Barnaby, me gustaría presentarte a… un viejo amigo de la familia —dijo Penelope—. Palmer DeVoe, te presento a Barnaby Jones.
Palmer se acercó para estrecharle la mano al sheriff.
—Me parece que ya nos conocemos.
—Sí, nos conocemos —confirmó el sheriff en tono de advertencia.
Pareció que Penelope percibía el antagonismo que había entre los dos hombres, e intervino.
—Barney y yo vamos a ir a la feria de Lewisville —dijo. Después se quedó confusa, como si no supiera por qué se lo había contado a Palmer—. Me alegro de haberte visto otra vez, Palmer. Espero que lo pases bien durante tu visita. Llevabas bastante tiempo sin volver, y la gente está contenta de verte.
Palmer irguió los hombros bajo el escrutinio del sheriff y le lanzó una sonrisa espléndida a Penelope.
—No estoy de visita, Penelope. He vuelto para quedarme.
Aquel comentario poco apropiado había suscitado la respuesta que Palmer estaba esperando. Sin embargo, no significaba mucho. Penelope entró en la casa con Barnaby y dejó allí a Palmer, para que saliera por la puerta del jardín.
«Vayas donde vayas, ve con todo tu corazón».
Aquella cita de Confucio era la que su madre repetía como un loro, y Palmer la recordó mientras volvía caminando a la pensión. Se metió las manos en los bolsillos y reflexionó sobre las palabras de la otra mujer a la que había querido y a quien había perdido. Aunque en aquel caso, por la muerte.
Janice DeVoe era tan dulce, que su padre había comentado una vez que nadie necesitaría ponerle azúcar al café si ella estaba en la habitación. Claro que eso fue mucho tiempo antes de que las cosas se hubieran vuelto desagradables. Y antes de que ella sucumbiera a una enfermedad que había estado negando durante demasiado tiempo.
A ella le gustaba contar cosas sobre su único hijo, el sol de su vida, de cómo había dicho, casi en cuanto supo hablar, que iba a ser alguien importante, que iba a ser el hombre más rico del mundo y, si tenía tiempo, presidente. Y ella le había animado a que tomara la dirección que quisiera tomar.
Al principio, al padre le resultó divertido aquel lazo especial entre madre e hijo, pero después había empezado a sentir cada vez más celos.
Ya en su lecho de muerte, Janice le había dicho la cita por última vez, para que los dos hombres de su vida acabaran con sus diferencias y se unieran. Les dijo que iban a necesitarse a partir de aquel momento.
Después, murió, y su padre y él se habían quedado mirándose como dos extraños.
Poco después, Palmer se marchó. Y, aparte de algunas llamadas de teléfono breves durante las fiestas y los cumpleaños, padre e hijo no habían vuelto a hablar.
Palmer se acercó al cruce de las calles Arce y Olmo y se detuvo antes de cruzar, aunque aquel viernes por la noche no había tráfico. En vez de seguir directamente hacia la pensión, podría girar hacia la derecha y recorrer tres manzanas, hasta llegar a la calle que no había vuelto a pisar desde que tenía diecinueve años.
—Estaré en el pueblo la semana que viene —le había dicho a su padre durante una llamada de teléfono reciente.
Thomas hizo un ruido burlón.
—Avisaré a la prensa.
No le había invitado a visitarlo. No le había dado ninguna señal de que quisiera verlo. Sólo aquel comentario sarcástico. Palmer no había respondido.
Antes de saber lo que hacía, tomó la calle de la derecha y llegó a la casa de su familia, la casa de la que su madre se había enorgullecido siempre. No la habría reconocido de no ser por el buzón oxidado que había en la acera, que tenía el apellido familiar.
Era una casa sencilla, de una sola planta, que antes estaba pintada de blanco brillante y tenía las contraventanas azul claro. El jardín había estado lleno de macizos de flores, los arbustos bien podados y el césped bien cortado. Ahora, sin embargo, todo tenía un aspecto abandonado, como si ya no viviera nadie allí.
Palmer abrió la puerta de la valla, que estaba medio descolgada de las bisagras, y recorrió lentamente el camino de gravilla que llevaba hasta la puerta. Llamó; la pantalla mosquitera estaba tan sucia, que no se dio cuenta de que la puerta principal estaba abierta hasta que oyó la voz de su padre.
—¿Qué demonios quiere? —gritó—. Si viene a vender algo, no voy a comprarlo.
Dijo más cosas, pero en voz baja. Era evidente que no iban dirigidas al visitante.
Habría sido muy fácil darse la vuelta y marcharse.
Palmer permaneció allí.
—Le he preguntado que qué demonios quería.
El viejo estaba justo al otro lado de la mosquitera, mirándolo fijamente.
Thomas DeVoe no lo reconocía.
Y Palmer tampoco habría reconocido a su padre de no ser porque sabía que aquélla era su casa.
Su padre había sido muy alto, pero se había encogido varios centímetros. O tal vez fuera que tenía los hombros encorvados como si ya no pudiera mantenerse erguido. Tenía barba de varios días y el pelo se le había encanecido por completo. Llevaba una camiseta sucia y unos pantalones que se le habrían caído si no llevara cinturón.
Palmer alzó la mano para saludarlo.
—Hola, papá.
Thomas entrecerró los ojos para mirarlo. Apestaba a alcohol.
—Yo sólo tengo un hijo, y usted no es mi hijo —dijo.
Después, cerró la puerta.
—¿Estás bien? —le preguntó Barnaby a Penelope por tercera vez en una hora.
Penelope lo tomó del brazo, y caminaron por los puestos de la feria, entre el olor a perritos calientes y algodón de azúcar, y las risas de los niños que disfrutaban en las atracciones.
—Estoy perfectamente —respondió ella.
Lo cual era mentira. No estaba bien. No podía dejar de pensar en Palmer, y su cuerpo vibraba como si la hubiera acariciado con algo más que con la mirada.
Penelope sospechaba que el sueño que había tenido antes de encontrárselo había tenido algo que ver. Pero era algo más que eso. Reconocer a Palmer no había sido tan difícil como ella había pensado.
Muchas personas con las que ella había ido al instituto habían cambiado. Sus rasgos faciales se habían ensanchado, o estrechado, habían engordado o adelgazado, a veces tanto, que Penelope ya no sabía quiénes eran. Palmer no. Lo habría reconocido al instante; incluso entre una multitud como la de aquella noche, su vista se hubiera fijado inmediatamente en aquel hombre que era incluso más atractivo de adulto que de joven.
Maldito fuera.
—¿Te apetece un hojaldre? —le preguntó Barnaby.
—¿Disculpa?
Él señaló un puesto de dulces.
—¿Seguro que estás bien? —insistió él.
Penelope vaciló.
—Perdona —dijo con afecto—. Pero me parece que no. Debo de haber comido algo que me ha sentado mal.
—¿El perrito caliente?
—No, no creo. Viene de antes de la feria.
Había empezado cuando había visto los ojos de Palmer.
—Me fastidia mucho esto, pero, ¿te importaría llevarme a casa?
—¿Tan mal te encuentras?
Ella asintió.
—Lamento mucho estropear la noche, pero estoy deseando irme a casa y tumbarme.
Y recordar.
—¿Quieres que compremos un hojaldre para llevar? —le preguntó Barnaby.
Ella sonrió.
—Sí, sí. Eso sería muy agradable. Gracias.
Penelope estaba en el porche delantero, con el hojaldre entre las manos, ante Barnaby.
—¿Quieres que pase? —le preguntó Barnaby.
Ella miró hacia abajo. Bueno, aquello era un intento de avance. Normalmente, Barnaby se conformaba con permitir que ella impusiera el ritmo. Penelope negó con la cabeza.
—No. Creo que no sería una compañía muy agradable. Muchas gracias por llevarme a la feria. Y por esto —dijo, alzando el dulce.
—De nada, Penelope.
Ella sabía que él se estaba preparando para besarla, y buscó la manera de evitar aquel momento tan embarazoso.
—Buenas noches, Barnaby —dijo, y se dio la vuelta—. Tengo que tomar un poco de soda para el dolor de estómago.
—A mí, la soda siempre me funciona muy bien.
Ella abrió rápidamente la puerta y entró.
—Muchas gracias. Eso es exactamente lo que necesito.