Aventura clandestina - Michelle Celmer - E-Book

Aventura clandestina E-Book

Michelle Celmer

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Beschreibung

Una familia inesperada Nada podía impedir que Nathan Everett se convirtiera en magnate de una compañía petrolífera… excepto tener una cita con la hija de su enemigo empresarial. Sin embargo, cuando pensó que ya había dejado atrás la aventura con Ana Birch, apareció ella, magnífica como siempre… y con un bebé que lucía la reveladora marca de nacimiento de los Everett. Con todo su futuro en juego, Nathan tenía que tomar una importante decisión. ¿Se atrevería a hacer pública su relación con Ana, arriesgándose a perder todo por lo que tanto había trabajado? ¿O le daría la espalda a la familia que siempre había temido tener?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Michelle Celmer. Todos los derechos reservados.

AVENTURA CLANDESTINA, N.º 1883 - noviembre 2012

Título original: A Clandestine Corporate Affair

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1155-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Oh, eso no era bueno.

Ana Birch miró con indiferencia por encima del hombro a la cubierta superior del club de campo, con la esperanza de que el hombre con la cazadora de piel oscura la mirara, mientras rezaba para haberse equivocado. Se dijo que quizá solo se pareciera a él. Durante meses, después de que la dejara, había visto sus facciones en la cara de cada desconocido: los ojos sensuales y oscuros y la seductora curva de sus labios; veía sus hombros anchos y físico fibroso en hombres junto a los que pasaba por la calle. Entonces contenía el aliento y el corazón se le disparaba. En los dieciocho meses que habían pasado desde que él le pusiera fin a la aventura que habían tenido,no la había llamado.

Finalmente lo vio junto al bar, con una copa en la mano mientras hablaba con otro de los invitados. Sintió que el corazón se le hundía y que se le formaba un nudo en la garganta. No se trataba de ningún engaño de sus ojos. Decididamente era él.

¿Cómo podía hacerle eso Beth?

Acomodando mejor a Max, su hijo de nueve meses, contra la cadera, cruzó el césped impecable mientras notaba cómo los tacones se le hundían en la tierra blanda y húmeda. Cada vez que Max se movía se deslizaba hacia abajo.

Con los vaqueros ceñidos y las botas de caña alta, con el cabello recién teñido de rojo sirena, era la antítesis de las madres de sociedad que bebían y alimentaban su vida social mientras unas agobiadas niñeras perseguían a sus hijos. Un hecho que no le pasaba a nadie por alto, ya que allá por donde iba la seguían miradas curiosas. Pero nadie se atrevía a insultar a la heredera del imperio energético Birch, al menos a la cara, algo que a Ana le resultaba un alivio y una irritación al mismo tiempo.

Vio a su prima Beth de pie junto al castillo hinchable observando a su pequeña de seis años, Piper, la niña del cumpleaños.

Quería a Beth como a una hermana, pero en esa ocasión se había pasado.

Entonces los vio acercarse y sonrió. Ni siquiera tuvo la decencia de aparentar culpabilidad por lo que había hecho, algo que no sorprendió a Ana. La propia vida de Beth era tan terriblemente tranquila y aburrida, que parecía obtener placer de meterse en los asuntos de otras personas.

–¡Maxie! –Beth extendió los brazos. Max chilló entusiasmado y se lanzó hacia ella y Ana se lo entregó.

–¿Por qué está aquí? –demandó en voz baja.

–Quién?

Beth se hizo la inocente cuando sabía muy bien de quién le hablaba.

–Nathan.

Ana miró por encima del hombro a Nathan Everett, presidente de la rama principal de Western Oil, de pie junto a la barandilla, con una copa en la mano y exhibiendo un atractivo conservador e informalmente sofisticado como el día en que Beth los había presentado. No era su tipo, en el sentido de que tenía una carrera de éxito y carecía de tatuajes y de historial policial. Pero era un pez gordo en Western Oil, de modo que tomar una copa con él había sido el «corte de mangas» definitivo para su padre. Esa copa fueron dos, luego tres y cuando le preguntó si la llevaba a casa, había pensado que era inofensivo.

Hasta ahí la teoría brillante. Pero cuando la besó ante su puerta, prácticamente estalló en llamas. A pesar de lo que inducía a la gente a creer, no era la precoz gatita sexual que describían las páginas de sociedad. Era muy selectiva con quién se acostaba y nunca lo hacía en una primera cita, pero se podía decir que lo había arrastrado al interior de su casa. Y aunque él hubiera podido parecer conservador, decididamente sabía cómo complacer a una mujer. De pronto el sexo había cobrado un sentido nuevo para ella. Ya no se trataba de desafiar a su padre. Simplemente, deseaba a Nathan.

Y a pesar de que se suponía que solo iba a ser una noche, él no paró de llamar y descubrió que le era imposible resistirse. Cuando la dejó, estaba locamente enamorada de él. Por no mencionar que también embarazada.

Nathan miró en su dirección. Ana quedó atrapada en esa mirada penetrante. Un escalofrío le erizó el vello de los brazos y de la nuca. Luego el corazón comenzó a latirle deprisa a medida que la recorría esa sensación familiar y el rubor le invadía el cuello y las mejillas.

Apartó la vista.

–Era el compañero de cuarto de Leo en la universidad –explicó Beth, haciéndole cosquillitas a Max bajo el mentón–. Me era imposible no invitarlo. Habría sido una grosería.

–Al menos podrías habérmelo advertido.

–De haberlo hecho, ¿habrías venido?

–¡Claro que no! –tenerlo tan cerca de Max era un riesgo que no podía permitirse. Beth sabía muy bien lo que sentía al respecto.

Esta frunció el ceño mientras susurraba:

–Quizá pensé que ya era hora de que dejaras de esconderte de él. Tarde o temprano la verdad saldrá a la luz. ¿No crees que es mejor ahora que tarde? ¿No crees que él tiene derecho a saberlo?

En lo que a Ana concernía, él jamás podría conocer la verdad. Además, le había dejado bien claro lo que sentía. Aunque ella le importaba, no estaba en el mercado para una relación seria. Carecía de tiempo. Y aunque lo tuviera, no lo beneficiaría ser visto con la hija de un competidor. Representaría el fin de su carrera.

Era la historia de su vida. Para su padre, Walter Birch, dueño de Birch Energy, la reputación y las apariencias siempre habían significado mucho más que su felicidad. Como supiera que había mantenido una relación con el presidente de la sucursal principal de Western Oil, y que ese hombre era el padre del inesperado nieto que le había llegado, lo vería como la traición definitiva. Ya había considerado una vergüenza que tuviera un hijo fuera del matrimonio, y se había mostrado tan furioso cuando no quiso revelarle el nombre del padre, que había cortado toda comunicación con ella hasta que Max había cumplido casi los dos meses. De no ser por el fideicomiso que le había dejado su madre, Max y ella habrían terminado en la calle.

Durante años se había regido por las reglas de su padre.

Había hecho todo lo que él le había pedido, interpretando el papel de su perfecta princesita con la esperanza de ganarse sus halagos. Pero nada de lo que hacía era demasiado bueno, de modo que cuando ser una buena chica no la llevó a ninguna parte, se convirtió en una chica mala. La reacción negativa fue mejor que nada. Al menos durante un tiempo, pero también terminó por cansarse de ese juego. El día que se enteró de que estaba embarazada, por el bien del bebé supo que había llegado el momento de crecer. Y a pesar de ser ilegítimo, Max se había convertido en el ojito derecho del abuelo. De hecho, este ya hacía planes para que un día Max dirigiera Birch Energy.

Como su padre se enterara de que el padre era Nathan, por simple despecho los desheredaría a ambos. ¿Cómo iba a negarle a su hijo el legado que era suyo y le correspondía?

En parte, esa era la razón por la que resultaba mejor que Nathan jamás averiguara la verdad.

–Solo quiero que seas feliz –dijo Beth, entregándole a Max, quien había empezado a mostrar de forma sonora que la echaba de menos.

–Me llevo a Max a casa –dijo Ana, acomodándolo de nuevo contra su cadera. No creía que después de todo ese tiempo Nathan intentara aproximarse. Desde que se separaran, ni una sola vez había tratado de contactar con ella. Había desaparecido.

Pero no pensaba correr el riesgo de toparse con él por accidente. Aunque no creía que quisiera tener nada que ver con su hijo.

–Luego te llamo –le dijo a Beth.

Estaba a punto de darse la vuelta cuando a su espalda oyó la voz profunda de Nathan.

–Señoras.

Por un momento el pulso se le detuvo y luego se le desbocó.

«Maldita sea». Se paralizó de espaldas a él, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debería huir? ¿Girar y encararlo? ¿Y si miraba a Max y, simplemente, lo sabía? ¿Resultaría demasiado sospechoso huir?

–Vaya, hola, Nathan –dijo Beth, dándole un beso en la mejilla–. Me alegra tanto que pudieras venir. ¿Recuerdas a mi prima, Ana Birch?

Ana tragó saliva al girar, bajando la gorra de lana de Max para cubrir el pequeño mechón rubio detrás de la oreja izquierda en su, por lo demás, pelo tupido y castaño. Un pelo como el de su padre. También tenía el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda cuando sonreía y los mismos ojos castaños llenos de sentimiento.

–Hola, Nathan –saludó, tragándose el miedo y la culpabilidad. «Él no te quería», se recordó. «Y no habría querido al bebé. Hiciste lo correcto». Tenía que haber oído hablar de su embarazo. Había sido el tema preferido de la alta sociedad de El Paso durante meses. El hecho de que jamás cuestionara si él era o no el padre le revelaba todo lo que quería saber: que no quería saberlo.

La fría evaluación a que la sometió, la falta de afecto y ternura en su mirada, le indicó que para él solo había sido una distracción temporal.

Deseó poder decir lo mismo, pero en ese momento lo echaba de menos de la misma forma, anhelaba sentir esa conexión profunda que jamás había experimentado con otro hombre. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que era él y habría sacrificado todo por estar con él. Su herencia, el amor de su padre… aunque ni por un momento creía que Walter Birch quisiera a alguien que no fuera él mismo.

–¿Cómo estás? –preguntó él.

A Ana le pareció que, en el mejor de los casos, era un tono cortés y de conversación superficial. Aparte de que hizo poco más que mirar a su hijo.

Decidió adoptar el mismo tono cortés, a pesar de que las entrañas se le retorcían por un dolor que después de todo el tiempo pasado aún le desgarraban lo más profundo de su ser.

–Muy bien, ¿y tú?

–Ocupado.

No lo dudaba. La explosión de Western Oil había representado una gran noticia. Había habido páginas de prensa negativa y cuñas publicitarias desfavorables… cortesía de su padre, desde luego. Como presidente de la sucursal principal, era responsabilidad de Nathan reinventar la imagen de Western Oil.

–Bueno, si me disculpáis –dijo Beth–, he de ir a ver a por la tarta –y se largó sin aguardar respuesta.

Esperó que también Nathan se marchara. Pero eligió justo ese momento para reconocer a su hijo, que se movía inquieto, ansioso de atención.

–¿Es tu hijo? –le preguntó él.

–Es Max –respondió, asintiendo.

El vestigio de una sonrisa suavizó la expresión de Nathan.

–Es precioso. Tiene tus ojos.

Max, que era un sabueso para captar cuando se hablaba de él, chilló y agitó los brazos. Nathan le tomó la manita en la suya y las rodillas de Ana se convirtieron en gelatina. Padre e hijo, estableciendo contacto por primera vez… y, con suerte, la última. De pronto el amago de lágrimas le quemó el borde de los ojos y una aguda sensación de pérdida le atravesó todas las defensas. Necesitaba irse de ahí antes de cometer una estupidez, como soltar la verdad y convertir una mala situación en una catástrofe.

Pegó al pequeño contra ella, algo que a Max no le gustó. Chilló y se revolvió, moviendo los bracitos con frenesí y haciendo que la gorra de lana se le cayera de la cabeza.

Antes de poder recogerla, Nathan se agachó y la levantó de la hierba. Ana pasó la mano alrededor de la cabeza de Max con la esperanza de cubrirle la marca de nacimiento, pero cuando Nathan le entregó el gorro, no le quedó más alternativa que retirarla. Se situó de tal manera que él no pudiera ver la cabeza del pequeño, pero al alargar el brazo hacia la gorra, Max chilló y se lanzó hacia Nathan. Resbaló sobre su chaqueta de seda y estuvo a punto de que se le escapara. El brazo de Nathan salió disparado para sujetarlo en el momento en que ella lograba volver a afianzarlo y, con el corazón desbocado, lo pegaba a su pecho.

–Bueno, ha sido agradable volver a verte, Nathan, pero me estaba yendo.

Sin aguardar una respuesta, se volvió para irse, pero antes de que pudiera dar más de un paso, la mano de Nathan se cerró sobre su antebrazo. Ella la sintió como una descarga de electricidad.

–¿Ana?

Maldijo para sus adentros y se volvió para mirarlo. Y en cuanto vio sus ojos, pudo ver que lo sabía. Lo había deducido.

¿Y qué si lo sabía? Había dejado bien claro que no quería hijos. Probablemente, ni siquiera le importara que el bebé fuera suyo, mientras ella aceptara no contárselo jamás a nadie ni solicitar su ayuda. Cosa que no necesitaría, ya que el fideicomiso les permitía vivir muy bien. Nathan podría seguir adelante con su vida y fingir que jamás había sucedido.

Con suavidad, Nathan alzó la mano y acarició la carita de su hijo, girándole la cabeza para poder ver detrás de la oreja del pequeño. Pensando que se trataba de un juego, Max agitó la mano y se revolvió en los brazos de Ana.

Al ver cómo palidecía, comprendió que lo sabía y no lo esperaba. Ni siquiera había considerado semejante posibilidad remota.

–¿Hablamos en privado? –preguntó con la mandíbula tensa y los dientes apretados.

–¿Dónde? –se hallaban en una fiesta con al menos doscientas personas, la mayoría de las cuales sabían que los dos tendrían mucho de qué hablar–. Sin duda no querrás que te vean con la hija de un competidor directo –soltó con una voz tan llena de resentimiento acumulado que apenas pudo reconocerla–. ¿Qué pensaría la gente?

–Solo dime una cosa –musitó él–. ¿Es mío?

¿Cuántas veces había imaginado ese momento? Había ensayado la conversación miles de veces; pero una vez hecho realidad, la mente se le había quedado en blanco.

–¿Contesta? –demandó él con tono perentorio.

No le quedaba más opción que contarle la verdad, pero solo pudo asentir con rigidez.

–¿He de suponer que jamás pretendías contármelo? –preguntó él con los dientes apretados.

–Para serte sincera –alzó el mentón en gesto de desafío con el fin de ocultar el terror que la atenazaba por dentro–, no pensé que te importara.

Capítulo Dos

Tenía un hijo.

Nathan apenas era capaz de asimilar el concepto. Y Ana se equivocaba. Le importaba. Quizá demasiado. En el instante en que la vio hablar con Beth, el corazón había empezado a martillearle en el pecho con tanta fuerza que lo dejaba sin aliento, y cuando sus ojos se encontraron, había experimentado una necesidad tan profunda de estar cerca de ella que bajó las escaleras y fue hacia Ana antes de poder considerar las repercusiones de sus actos.

Después de poner fin a la relación, la primera semana debió de haber alzado el teléfono una docena de veces, dispuesto a confesarle que había cometido un error, que quería volver a estar con ella, aunque ello hubiera representado el fin de su carrera en Western Oil. Pero se había deslomado para llegar donde estaba como para tirar todo por la borda por una relación que desde el principio estaba predestinada al fracaso. De modo que había hecho lo único que había podido… o eso había creído, porque ya no estaba tan seguro.

Ella intentó liberar el brazo y la mueca en su cara le indicó que le hacía daño. Maldijo para sus adentros. La soltó y controló con voluntad férrea su carácter. Se afanaba en todo momento para tener el control. ¿Qué tenía esa mujer que hacía que abandonara todo sentido común?

–Hemos de hablar –susurró con aspereza–. Ahora.

–Este no es el sitio más idóneo –repuso ella.

Tenía razón. Si desaparecían juntos, la gente lo notaría y hablaría.

–De acuerdo, haremos lo siguiente –indicó–. Vas a despedirte de Beth, subirte a tu coche e irte a casa. Unos minutos después, yo me escabulliré y me reuniré contigo en tu casa.

–¿Y si me niego? –alzó un poco la barbilla.

–No es recomendable –contestó él–. Además, me debes la cortesía de una explicación.

Ni siquiera ella podía negar esa afirmación.

–De acuerdo –aceptó tras una breve pausa.

Después de que ella se marchara, Nathan vio a Beth y se encaminó en esa dirección. No dudaba ni por un segundo de que ella estaba al tanto de que el bebé era suyo. Y la expresión que puso al ver que se acercaba se lo confirmó.

–Nos hizo jurar guardar el secreto –expuso Beth antes de que él dijera nada.

–Deberías habérmelo dicho.

–Como si tú ya no lo supieras –bufó ella.

–¿Cómo iba a poder saberlo?

–Vamos, Nathan. Rompes con una mujer y un mes después se queda embarazada, ¿y me dices que ni siquiera sospechaste que el bebé era tuyo?

Claro que sí. No dejó de esperar una llamada de Ana. Confiaba en que si el bebé era suyo, ella tendría la decencia de decírselo. Al no tener jamás noticias de ella, dio por hecho que el bebé era de otro hombre, lo que lo llevó a pensar que Ana no había perdido el tiempo en seguir adelante. Algo que inesperadamente le dolió como mil demonios.

Saber en ese momento que no era de otro, sino suyo, no representaba un gran consuelo.

–Hizo mal en ocultármelo –le dijo a Beth.

–Sí. Pero, y me mataría si supiera que te estaba contando esto, tú le rompiste el corazón, Nathan. Quedó destrozada cuando pusiste fin a la relación. Así que, por favor, dale un margen.

Esa no era excusa para ocultarle a su hijo.

–He de irme. Dale un beso de mi parte a la niña del cumpleaños.

–Ve tranquilo con ella, Nathan –dijo Beth ceñuda–. No tienes idea de todo lo que ha tenido que pasar el último año y medio. El embarazo, el alumbramiento… todo sola.

–Fue su elección. Al menos tuvo una.

Sintiéndose enfadado y traicionado por la gente en la que confiaba, se dirigió al aparcamiento. Pero, con franqueza, se preguntó qué había esperado. Leo y él se habían alejado desde los tiempos de la universidad y Beth era la prima de Ana. ¿De verdad había esperado que quebrantara un vínculo familiar por un conocido casual?