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Emiliano quiere una videocasetera, para conseguirla, decide trabajar como niñero, y gracias a su habilidad para inventar historias, entretiene a los pequeños monstruos, se divierte y también aprende sobre cuidados de los niños. Luego comienza a dar clases de regularización. Esto lo lleva a conocer a Amandita, una chica que lo meterá en más de un problema.
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Seitenzahl: 80
ilustrado por TANIA JANCO
traducido por RAFAEL SEGOVIA ALBÁN
Primera edición en inglés, 1988 Primera edición en español, 1999 Sexta reimpresión, 2014 Primera edición electrónica, 2015
Editor: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante Dirección artística: Mauricio Gómez Morin Diseño de portada: Fabiano Durand
© 1988, Marie-Aude Murail Publicado por l’école des loisirs, París Título original: Baby-sitter blues
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-2641-7 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Para Benjamin
Mi estreno como niñero
Quiero dos
Salvando a alguien
Tendré cuatro
Necesito dinero (como de costumbre)
Conociendo el corazón humano
Mi amorcito
Soy muy fuerte
No tan fuerte como parece
Cuando vi la PC de Javier Rico, supe que yo quería una igual.
—¿Y qué más? —dijo mi madre.
—Pues, juegos para computadora. Rico tiene una colección completa de golpes y patadas.
—¡Qué listo!
—Y además esa PC sólo es de Rico, porque tienen otra para el resto de la familia —recalqué.
—Mira, cuando uno se apellida “Rico”, está predestinado. De seguro su carriola era marca Rolls Royce, ¿no?
—¡Qué lista! —dije yo ahora.
Mi madre se esforzaba más de lo necesario en la cocina tratando de meter una charola de lasaña en el horno de microondas. Ya sé que le pongo los nervios de punta con mis reclamos constantes. Pero con sólo quince euros de mesada, yo tengo el salario mínimo de la escuela.
—Hay que tener en cuenta la inflación —agregué después, cuando mamá me dio la espalda.
Ella se volvió lentamente. A veces, cuando siento que está enojada, no sé por qué retrocedo un poco, y eso que ya no soy ningún niñito. Incluso casi tenemos la misma estatura.
—Si tanto necesitas el dinero —me dijo con suavidad—, ¿por qué no comienzas a ganarlo?
—¡No, gracias! Diez centavos por tirar la basura. ¿Quién crees que soy?
—Un niño feo.
—Y tú te debes creer muy bonita…
Nos miramos frente a frente y nos echamos a reír porque, en lo que se refiere a belleza, francamente estamos empatados. Así nos llevamos mi mamá y yo. Nos ponemos histéricos, nos gritamos, y volvemos a empezar. Todo el mundo teme que pase lo peor: la lluvia de insultos, el charco de sangre, el par de bofetadas. Pero acabamos siempre riéndonos.
—Haz lo mismo que Martina María —me sugirió mamá—, ella cuida niños.
Martina María es la ahijada de mamá. Digamos que es un ángel bajado del cielo. Tarde o temprano le van a salir alas.
—¿Tú crees que haya niñeros?
Mi madre me contestó en tono apremiante:
—Si no los hay, ¿por qué no los pones tú de moda?
Justamente, mi mamá trabaja en la moda. Siempre está o-cu-pa-dí-si-ma. Yo, por mi parte, decidí no estar a la moda. Así tengo todo mi tiempo para mí.
Un niñero en Montigny (donde vivo yo) gana cinco euros por hora. Una PC como la de Rico cuesta ochocientos noventa y nueve euros. Entonces, si divido ochocientos noventa y nueve euros entre cinco, tengo que tras ciento ochenta horas de cuidar niños podré comprarme mi PC. Si tenemos en cuenta que no puedo cuidar niños los lunes porque voy al cine-club, que el miércoles es víspera del jueves y que ese día tengo que levantarme temprano, que los sábados mi mamá quiere verme y que los domingos cada dos semanas tengo competencia de voleibol, podré jugar Street Fighter cuando me jubile.
—Si tú te ganas cuatrocientos euros por tu cuenta —dijo mamá—, yo pagaré el resto.
—Así pues, cuatrocientos entre cinco, da ochenta horas. Si puedo cuidar niños, digamos ocho horas por semana, ¿en cuántas semanas…?
—¡Deja ya en paz esa calculadora! —dijo mamá exasperada—, y llama a Martina María. Ella tiene muchos clientes.
Así fue como empezó todo.
Me estrené como niñero en casa de la señora Jacqueline Grumo. Su figura se estiró cuando me vio frente a la puerta de su departamento.
—¿Tú… vienes tú de parte de Martina María?
Con una seña modesta indiqué que sí.
—¿Son parientes?
Sentí que le daría confianza que Martina María y yo fuéramos primos. Ser el primo de un ángel como ella es en sí una referencia.
—¡Ah! —dijo extrañada la señora Grumo—. No sabía que la mamá de Martina María tuviera una hermana.
—Una hermana gemela —precisé, para su completa satisfacción.
—Ya decía yo que te pareces mucho a Martina María. Pasa, por favor.
La señora Jacqueline Grumo tenía dos hijas: Ana Sofía (siete años) y Ana Laura (cinco años).
—Se acuestan a las ocho y media —me explicó su mamá—, hay que dejar prendida la luz de la lámpara de Ana Sofía, y Ana Laura necesita un vaso de agua cerca de su cama. Te dejo los teléfonos de urgencias, de la policía, de los bomberos, de las ambulancias y del centro de prevención de envenenamientos.
Tuve la impresión de que la señora Grumo no se sentía totalmente confiada.
—Señora, no se preocupe —dije en tono profesional—; estoy acostumbrado.
—¿Cuidas niños con frecuencia? —me preguntó la señora Grumo, relajándose visiblemente.
Bueno, echemos una pequeña mentira, la última.
—Cuido muy seguido a Ludovico.
—¿Ludovico?
—Es mi primo. Tiene cuatro años.
La señora Grumo estaba encantada. Se había topado con el campeón del mundo, en todas las categorías, en cuidado de niños.
Sus hijas tenían visiblemente un aire de no estar tan contentas. Ana Sofía me miró de arriba abajo:
—¿Tú nos vas a cuidar?
Ana Laura se echó a llorar:
—¡Yo no quiero! ¡Quiero a Martina María! ¡Buaaah!
Si hay algo que no puedo soportar, es un chamaco que llora.
—Bueno, ¡cállate! ¡Que te calles!
La sacudí un poco para que se callara. Se puso a berrear.
—¡Eres malo! ¡Quiero a mi mamá!
Miré los números de teléfono que la señora Grumo me había dejado. ¿A quién debía recurrir, a los bomberos o al centro de prevención de envenenamientos? De pronto se me ocurrió una idea:
—Si no te callas —amenacé—, llamaré a la policía. Tu mamá me dio el teléfono.
—No te creo —gruñó Ana Laura, impresionada.
¡Uf! La crisis había pasado.
—¡Y ahora, a la cama! —anuncié alegremente.
—¿Y el cuento? —dijo Ana Sofía en tono de insurrección.
—¿Qué cuento?
—Martina María siempre nos cuenta un cuento. Es la historia de un conejito verde que perdió a sus papás.
—Se llama Perlín el Conejín —agregó Ana Laura.
—Nada de eso —dije yo—, conozco esa historia. El conejo se llama Ranflanflán de los Zacates. Tiene un enemigo mortal llamado Tartampión Ojos de Plato. Y no tiene caso que Ranflanflán busque a sus papás porque se fueron de vacaciones al Club Med.
—¿Pero van a volver? —preguntó Ana Laura, preocupada.
—Al final de la semana, en el tren de las 12:07 —respondí—. Si nunca has visto un conejo bronceado, puedes esperarlos en la estación.
—Y Tartampión Ojos de Plato, ¿es malo? —me preguntó Ana Sofía.
—Muy malo —contesté.
—¿Tan malo como qué?
—¡Malo como un lobo, como un ogro, como treinta y seis mil brujas! ¡Ja, ja, ja!
Fue así como, a las diez de la noche, yo seguía contando historias sobre el tonto de Ranflanflán y su enemigo a muerte.
—¿Conoces otros cuentos de Ranflanflán? —masculló Ana Laura casi dormida.
—Trescientos mil.
—Nos los vas a contar todos, ¿verdad?
—Todos.
Apenas tuve tiempo de prometerme a mí mismo que nunca sería papá de nadie, y me dormí sobre la alfombra.
La señora Jacqueline Grumo no tardó en recomendarme con todas sus amigas, gracias a lo contentas que sus hijas estuvieron conmigo. Fue así como, en mi segunda noche de niñero, toqué a la puerta de la señora Durieux. ¿A quién cuidaría esta vez? Una joven vino a abrir la puerta.
—Soy el niñero —dije para anunciarme—. Quisiera ver a la señora Durieux.
La joven me miró con los ojos muy abiertos.
—Pues, soy yo.
—¿De veras? La confundí con su hija.
La señora Durieux se echó a reír de una forma un poco tonta. Seguramente nunca le darían un premio Nobel.
—Iré al cine con mi marido —me dijo mientras tomaba su bolso.
Estaba por cerrar la puerta cuando le pregunté.
—Pero… ¿dónde están los niños?
—¿Anthony? —exclamó la señora Durieux—. Oh, está dormido. A los seis meses, se duerme todo el tiempo.
—¿Ah sí? ¿Y el teléfono de los bomberos, el de urgencias, todo eso…?
La pobre señora Durieux abría la boca tanto como sus ojos. En realidad no entendía de qué le hablaba.
—Tengo el número de los taxis azules —dijo al fin, no encontrando nada mejor que decir.
—Ya es algo —le contesté—, podré tomar un taxi para avisarle a los bomberos si la casa se quema.
En los ojos de la señora Durieux brilló un destello de inteligencia:
—¡Eres un bromista! —exclamó—. Discúlpame, se me está haciendo tarde.
Y, ¡pam!, me cerró la puerta en la nariz.
“Claro que soy un bromista —pensé al entrar en la sala—, cuando uno es feo y ha olvidado lo que es tener un padre, más vale que sepa divertir a todo el mundo.”
Miré a mi alrededor. ¡Vaya desorden! Muebles por doquier, sillones tan feos como sapos gordos, flores de tela y de plástico, un leño artificial en la chimenea con una luz roja para que pareciera que había brasas… ¡puaaah! Me dejé caer sobre el sofá.
—Bueno, por lo menos hay televisión —dije en voz alta para levantarme la moral.