Bajo el drago - Horst Uden - E-Book

Bajo el drago E-Book

Horst Uden

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Beschreibung

El drago, símbolo de las islas Canarias, es el tronco secular por el que se enredan, cual hiedra, los mitos, leyendas y tradiciones. Horst Uden, el viejo trotamundos, a través de su libro nos da a conocer esas viejas leyendas, que por narraciones transferidas de generación en generación a través de los siglos él ha recogido: historias de penas y luchas, de amor y muerte, de humor y de tragedia, conduciéndonos a través de los tiempos desde la mitología griega al período de la conquista española, desde el mundo aborigen hasta nuestros días. "Bajo el drago" son 26 historias bellamente relatadas por la pluma de un verdadero maestro, del autor de "El rey de Taoro".

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El autor, Eugen Kuthe (seud. Horst Uden), nació en Silesia (Alemania) en el año 1898 y falleció en 1973. Después de la Primera Guerra Mundial abandonó su tierra natal y se afincó en Málaga (España). Desde aquí emprendió múltiples viajes a Canarias, Sudamérica, Alemania, Austria, pero siempre regresaba a Andalucía, su patria elegida. Visitó las islas Canarias en la década de los años 30, escribió «Bajo el drago», la presente colección de leyendas canarias, y la novela histórica «El rey de Taoro», que se convirtió en best séler en lengua alemana.

Plano del archipiélago canario y trazado de la ruta del autor

Horst Uden

Bajo el drago

Leyendas y tradicionesde las islas Canarias

Título del original en Alemán: Unter dem Drachenbaum. Legenden und Überlieferungen von den Kanarischen Inseln

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito de la editora.

Todos los derechos reservados · All rights reserved

Bajo el drago. Leyendas y tradiciones de las islas Canarias

© 2010-2019 Editorial Verena Zech, Santa Úrsula (Tenerife)

www.editorial-zech.es

Texto: Horst Uden

Traducción: Guillermo Sans Huelín

Diseño de la portada: Karin Tauer

ISBN 978-84-933108-3-7

eISBN 978-84-948381-5-6

A mi distinguido amigo y mentor don Francisco P.

Montes de Oca García, Cronista Oficial de Canarias y

Académico Correspondiente de las Reales de la Historia

y Bellas Artes de San Fernando, en gratitud.

Horst Uden, 1940

Índice

La leyenda primitiva

TENERIFE, la isla feliz

Flores de guaidil

Vilaflor

El cantar de los cantares de los antepasados

La generosidad del guanche

«Mister Whisky»

El extranjero

GRAN CANARIA, la isla heroica

Atidamana

El vínculo invisible

«Al Cojo Pepe»

LA PALMA, la isla verde

Mirca y Niquiomo

El Salto del Pastor

Doce ducados

LA GOMERA, la isla legendaria

Hupalupu, el hechicero

La santa lluvia

El mejorador del gusto

EL HIERRO, la isla misteriosa

El milagro del «garoé»

El peregrino

El último zorrocloco

FUERTEVENTURA, la cenicienta

La Santa Virgen de la Luz

El aquelarre

Tumulto en La Antigua

LANZAROTE, la isla de arena

El juicio de Dios

Fiestas en Haría

El dragón de Arrecife

SAN BORONDÓN, la isla fantasma

La muchacha de San Borondón

«Solo nos queda el Océano,

que baña los benditos campos;

Icemos las velas para contemplar

las magníficas islas…»

(Horacio, Oda XIV. Ad Populum Romanum)

La leyenda primitiva

En la quebrada y bravía cordillera marginal que, cual muralla inaccesible, limita al país ibérico hacia el Norte, vivía la ninfa Pyrene como guardiana del sagrado manantial que cual cinta de plata se precipitaba por los elevados riscos para caer en el pequeño estanque, rodeado de bosque, sobre el que mecían sus altivas cabezas los nenúfares blanco-amarillentos. Tendida en actitud ensoñadora junto a la orilla, se reflejaba su cuerpo níveo en las aguas suavemente onduladas. Mariposas de múltiples colores revoloteaban sobre ella cual si fuese una flor, y una de ellas se posó con las alas extendidas sobre su brazo, semejando un adorno vivo, que brillaba con reflejos azules y dorados, como solo los dioses llevaban. De vez en cuando, el lejano canto de un pájaro se sobreponía al uniforme chapoteo del agua y al ligero murmullo de los alisos mecidos por el viento. Parecía dominar una paz arcádica en el valle boscoso que Zeus había destinado como morada a la ninfa Pyrene. Y, sin embargo, no era así.

Allá en lo alto, en las espaciosas cavernas de los escarpados abruptos que parecían escalar el cielo, hacían de las suyas los salvajes Gigantes, jugando a la pelota con nubarrones desgajados por el viento, precipitando grandes bloques de piedra sobre las laderas rocosas y viviendo en sempiterna lucha entre sí. Sus vociferaciones resonaban como retumbos de truenos, y sus gritos semejaban silbidos de tempestad que pasasen raudos a través de barrancos insondables. Nada les era más odioso que el acogedor silencio y la soledad soñadora que dominaban en el tranquilo valle boscoso, donde saltaba el atrayente manantial, con reflejos plateados, de la ninfa Pyrene en el verde estanque.

Una y otra vez habían intentado devastar el tranquilo valle y transformarlo en su campo de juego, aunque siempre en vano. Gigantescas moles rocosas eran precipitadas por ellos, pero el bosque las atrapaba con sus poderosos brazos, y cuantas veces se apoyaban contra los árboles, quedaban aprisionados sus pies en la espesura, los espinos arañaban sus rostros y manos, y los zarzales embarazaban su camino. Rabiosos, renunciaban al inútil forcejeo y retrocedían a las alturas para deliberar.

Un relámpago zigzagueante les mostró cómo podían aniquilar a su terrible enemigo, el bosque. Con sus poderosos puños asieron las negruzcas nubes, cogieron el ardiente rayo y lo lanzaron con terribles alaridos a la profundidad. Acompañado de fuerte estallido fue a dar en las copas de los nudosos alcornoques. Las llamas se levaron de la maleza, y una oscura y espesa humareda ocultó el valle en tinieblas tan negras como la noche.

Pero ya se aproximaba el vengador que Zeus había enviado para exterminar a los descomunales Gigantes y rescatar a Pyrene. Era Heracles, el amado de los dioses, que, ávido de aventuras, había desembarcado en la costa de Iberia, buscando descanso de su largo viaje en la alta montaña.

Los gritos de los Gigantes lo despertaron de su sueño. A grandes saltos avanzó impetuosamente hacia los más empinados riscos, mirando a su alrededor, en busca de nuevas hazañas que pudieran aumentar su fama.

Mientras tanto, los Gigantes lo habían divisado y reconocido como enemigo mortal. Por todos lados procuraban escalar las alturas, intentando lanzar al abismo al hijo de los dioses. Pero su maza silbante remolineaba sobre sus cabezas y destrozaba los brazos de los Gigantes asidos a las rocas. Al último que logró alcanzar le rompió Heracles la espina dorsal. Pesadamente se estrelló el cuerpo del monstruo en el abismo.

Sin vida yacían los Gigantes en la falda de la montaña, si bien tenazmente proseguía su tarea destructora el fuego en el valle de la paz. Entonces percibió el oído del radiante vencedor un grito semejante a alegre tañido de campana. A la escucha, inclinó su cabeza sobre el abrupto balcón. De nuevo lo oyó… más débil…, desesperado…

Como un alud descendió a saltos y abrió con la maza un amplio sendero a través del laberinto de los árboles ardientes, aplastó el monte bajo en ascuas y llegó pronto al sagrado manantial de Pyrene.

Al borde del lago, medio sofocada por el acre humo, encontró tendida a la ninfa. Con presteza, la levantó y la llevó en veloz carrera a través de las ondulantes llamas a la falda salvadora, donde acomodó a la desmayada, con cuidado, bajo un risco protector. Meditabundo, contempló su hermosa figura, y de repente le parecieron todas sus gloriosas aventuras insignificantes e insulsas frente a una vida tranquila junto a esta diosa de ensueño. Y de nuevo la cogió y la transportó a la orilla para conducirla como esposa a su país natal.

Mas la ninfa rogó con ahínco a su salvador que la dejase volver al sagrado manantial, que era su mundo, y Heracles la dejó marcharse con profunda pena, si bien disimuladamente la siguió desde lejos, pues no podía apartar de ella su vista.

Con aire dolorido, la cabeza inclinada hacia el suelo, avanzó Pyrene sobre ramas carbonizadas y árboles caídos hacia el pequeño estanque, que ahora, cual sucio charco, miraba al cielo. En vez de altivos nenúfares, flotaban maderos sobre las ondas ennegrecidas por el hollín, ninguna mariposa revoloteaba ya por sus orillas, ningún canto aflautado de pájaro lejano llegaba ya a sus oídos. No era el apacible silencio de la soledad lo que ahora encontraba sino el inquietante silencio de un campo de restos quemados.

Una vez más, elevó su cabeza y contempló entristecida los lugares devastados de su soñadora juventud. Entonces cayó muerta al estanque.

Allí la encontró Heracles. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del héroe cuando transportó el cuerpo de la amada al risco más elevado, donde había vencido a sus enemigos los Gigantes. Allí erigió a la muerta, en cuarenta días y cuarenta noches, un ingente mausoleo, cuya cima penetraba en las nubes, y al que denominó Pyrenea. De aquí deriva el nombre de Pirineos con que se conoce en la actualidad a la totalidad de la cadena montañosa.

Muchas lunas había llorado Heracles a la amada diosa, cuando decidió marchar hacia el Sur en busca de nuevas aventuras. Así, después de larga caminata, llegó a la montaña de Calpe, que ligaba Iberia con la tierra de los Atlantes. Desde su cúspide divisó por primera vez el Océano, que, como ancha faja, corría alrededor de la Tierra, así como el mar de su patria.

A sus pies, en la costa de Iberia, se elevaba el castillo de Gades, que había construido el gigante Gerión, de tres cabezas, después de haber sido amonestado por la diosa Atenea. Despreocupado, descendió Heracles para contemplar al señor del castillo con sus propios ojos.

Gustoso le dejó Gerión rebasar las murallas.

La noticia de la victoria del héroe sobre los salvajes Gigantes lo había atemorizado, y temía negar la hospitalidad a Heracles. Pero, pérfido como era, ideó una treta para perder al hijo de los dioses. ¿Para qué tenía tres cabezas? Con tres se puede pensar mejor que con una. Conocía el afán de aventuras de su huésped y comenzó a hablarle de las Hespérides.

Gea, la diosa de la Tierra y de la fertilidad, había regalado a Hera, en sus bodas con Zeus, doce manzanas de oro que proporcionaban facultades secretas. Quien comiese de ellas se volvía inmortal y disfrutaba de juventud eterna. En medio de la tierra de los Atlantes se encontraba el árbol floreciente, que guardaban las Hespérides, las siete hijas de Atlas y Hésperis. Mas astutamente le ocultó Gerión que aquellas estaban encomendadas a la protección del dragón Ladón, de cien cabezas.

Apenas se enteró Heracles de la existencia de las frutas misteriosas, se dispuso a partir. Alegre lo despidió el gigante ante la portada de piedra del castillo, que cerró tras él, después de haberle mostrado el camino que conducía al reino de los Atlantes…

Cuando el sol había remontado por cinco veces el disco de la Tierra, iluminaron sus rayos las manzanas doradas de Hera, que atraían relucientes entre el verde follaje de la abovedada copa del árbol, y a cuya sombra descansaban las Hespérides, de ojos azulados. Su dulce canto hizo detenerse a Heracles, extasiado ante la melodía divina.

Tan abstraído se encontraba escuchando las encantadoras tonalidades, que no se percató cómo se deslizaba el dragón Ladón desde su guarida, oculta tras un seto espinoso, aproximándose silencioso para despedazar al atrevido héroe.

Tan solo el cálido aliento del monstruo de cien cabezas lo sacó de su abstracción. Con rapidez se percató del peligro y se dispuso a hacer frente al ladino adversario.

Solo cuando una docena de cabezas del animal yacían ya por tierra, se dio cuenta de que esta vez se trataba de una lucha a vida o muerte. Un salto dio el dragón hacia Heracles, aunque este pudo esquivarlo y, agazapándose, logró hundirle su espada en el corazón. Sin vida se derrumbó el monstruo junto a su vencedor.

Mientras Heracles, con mano atrevida, cogía las doradas manzanas, que ocultaba en su jubón, entonaban las Hespérides, que sin aliento habían contemplado la terrible lucha, un canto de dolor con las siguientes estrofas:

¡Ay de ti, oh tierra de los Atlantes,

cuya paz perturbó el forastero

al matar con mano criminal

a nuestro vigilante Ladón!

Del árbol de la juventud

arrancó audaz los dorados frutos

que Gea, la diosa de la Tierra,

regaló a Hera en sus bodas.

¡Ay de nosotras, las Hespérides,

cuya razón de ser ya no existe

al haber sido robado el tesoro

que la diosa nos confió!

¡Ay de vosotros, hermanos Titanes,

que habitáis en lo alto de las montañas!

Más potente que la cordillera

son las aguas del Océano.

La ruina nos está reservada

a los hijos de la Atlántida;

solo en las profundidades del mar

podrá perdurar su nombre.

Sin hacer caso de las lamentaciones de las doncellas emprendió Heracles el camino hacia su patria para ofrecer como dádiva a su diosa protectora Atenea los dorados frutos que daban eterna juventud. Al pasar por el templo de Neptuno, próximo a la ciudad de los Atlantes, le salió al encuentro el rey Atlas, al frente de sus hijos, los Titanes, para vengarse del robo de las manzanas de oro. Pero Zeus ayudó al héroe griego: un intenso temblor de tierra hizo estremecer el templo, un rayo destruyó la estatua de Neptuno y el rey Atlas quedó sepultado bajo las ruinas del santuario.

Inmensa rabia se apoderó de los Titanes. Desgajaron árboles y blandieron sobre la cabeza de Heracles las columnas del atrio para aniquilarlo. Solo una huida acelerada podía salvar al vencedor del dragón.

Como un cervatillo, corrió por valles y alturas en dirección Norte, perseguido por los enfurecidos hijos de Atlas, que cada vez se acercaban más. Pero no bien hubo llegado a la cúspide de la montaña de Calpe, cogió con ambas manos su potente espada, la elevó hacia las nubes y, de tremendo tajo, dividió en dos la montaña: el ángel exterminador había guiado su brazo.

Con enorme ímpetu se mezclaron las aguas del Océano con las del mar de su país natal, remontándose y precipitándose en los valles de Atlantis, que Zeus había decidido devastar. Asustados, huyeron los Titanes a la montaña para alcanzar un lugar rocoso que los rescatase de la inundación.

Mas Heracles regresó y buscó por la noche a Hésperis, la viuda de Atlas, cuya belleza era ponderada por toda la faz de la tierra. Con un árbol encendido a modo de tea, trepó por las ruinas de la ciudad y la encontró, temblorosa, dentro de una gruta. Nada más contemplar Hésperis el rostro del radiante héroe, se inflamó su corazón de amor repentino y lo siguió de buen grado.

Al amanecer colocó Heracles sobre sus hombros a la reina para vadear el estrecho que, después del hendimiento de la montaña de Calpe, lo separaba de Iberia. Se apercibieron los Titanes de la huida de su madre, y desde las alturas lanzaron grandes peñascos al mar para matar al enemigo mortal. Pero Heracles alcanzó ileso las murallas de Gades.

Allí lo esperaba el gigante Gerión, que se apoderó de Hésperis, aún sobre los hombros del héroe, y la instaló en el patio del castillo. Después cogió un peñasco, que lanzó desde la muralla contra el odiado forastero que había hecho frente al dragón Ladón. Pero Heracles amortiguó el golpe con la espalda, saltó a la muralla y mató al monstruo. Sobre la tumba de Gerión brotó un tremendo árbol, un drago, cuyo tronco lloró sangre roja por la muerte del señor del castillo.

Mientras tanto, había trepado Hésperis a las almenas y había contemplado desde ellas la Atlántida, que se hundía en las olas del Océano. Una profunda pena embargó a la reina y, transida de dolor, se precipitó en el mar.

Los Titanes, sin embargo, no cejaron en la lucha contra las aguas ascendentes. Escalaron la cima más elevada para construir una torre gigantesca y trepar al cielo salvador. Ya habían llegado a las nubes, solo dos dedos los separaban del cielo, cuando se vino abajo el atrevido edificio.

Ciegos de cólera, lanzaron las ruinas de la orgullosa torre contra Zeus, que en el último instante les rehusó la salvación. El dios convocó a los elementos contra ellos: los rayos cayeron del cielo, la lluvia se precipitó a torrentes y cada vez ascendían más las olas. El ángel exterminador abrió una profunda fosa en el fondo del Océano, en la que se hundieron los Titanes. Después introdujo su espada flamígera en la vaina y se despidió de la Tierra hasta el día del Juicio final.

Del poderoso reino de la Atlántida solo subsistieron siete cumbres de montaña, rodeadas por las aguas del Océano: siete islas, que llevaron los nombres de las Hespérides; y Zeus colocó en el cielo, como brillante constelación de estrellas, a las hijas de Atlas, las de cabellos dorados.

Hasta aquí la leyenda. En la historia del mundo solo se conocen las islas desde que Juba II, rey de Mauritania, organizó una expedición en alta mar. El informe que le trajeron los audaces navegantes las señaló con el nombre de «Insulae Fortunatae», las «Islas Afortunadas». Sus pobladores originales, los guanches, vivieron allí sin ser conocidos, cual solitaria estrella, como hombres de la Edad de Piedra, hasta entrado el siglo XV. Entonces fueron presa de los conquistadores españoles. A partir de esa época a las islas se les aplicó el nombre de «Canarias», derivado de los grandes y pelambrosos perros (canes). Sus nombres son: Tenerife, Gran Canaria, La Palma, Gomera, Hierro, Fuerteventura y Lanzarote.

Tenerife, la isla feliz

Flores de guaidil

Como visión de una época ha tiempo desaparecida, cual resto del luminoso Jardín de las Hespérides, se yergue aún hoy, en la campiña de Taoro, el arbusto, alto como un árbol, al que una princesa guanche, bella como un sueño, adoptó como símbolo del amor. Con las blancas flores acampanilladas del guaidil, que del fondo de su cáliz emanan una fragancia de rosa, se hacía la corona para el vencedor del hercúleo contrincante, con ocasión del Beñesmén, la fiesta de acción de gracias por la cosecha. Aquí, en el tagoror, el lugar del Concejo, de asambleas y de celebración de los festivales, se encendió el corazón de una doncella en ardiente amor por un arrogante joven, simple vasallo de su padre, el poderoso rey de la isla.

Llamábase ella Guaima y él, Tamaide. Ella, de sangre real, y él, un modesto pastor, aunque noble, animoso y valiente, como cualquiera de los guanches que vivían en Tenerife.

Un día, al amanecer, descendió Guaima a la playa a escuchar el rumor de las olas, que sonaban a suspiros de amor. Largo tiempo llevaba sentada en una roca, y no se dio cuenta de que el sol iba ascendiendo cada vez más, hasta rebasar ya la hora del mediodía.

De pronto, alcanzó su oído un agudo silbido y, volviéndose, pudo observar cómo un joven de pies ligeros saltaba por los riscos del Chichimani y desaparecía por la garganta de Guabana. Demasiado bien conocía el silbido de aquel guanche de ojos claros, que siempre se le aparecía en sus sueños y que hacía latir su corazón más deprisa desde hacía tiempo.

Veloz corrió ella, y antes de alcanzar el arroyo que corría juguetón a través del abrupto desfiladero, se entreabrieron los arbustos de adelfas y ante ella apareció el joven pastor Tamaide, de elevada estatura. Este se inclinó profundamente ante la princesa, que, no solo por la precipitada carrera, aparecía encendida como la púrpura.

En conversación discreta la informó Tamaide respecto a lo que los pastores de las alturas del Chichimani habían decidido en la reunión de la última noche. Y si bien sabía él que la princesa no podía rehusar el alto honor —pues quien despreciase la voluntad del pueblo era declarado enemigo de la patria y sometido al castigo de Acorán, el dios reinante—, cumplía el encargo encomendado con alegría íntima, al percatarse del resplandor en los ojos de Guaima. Y así le habló:

«¡Noble hija del gran rey Bentinerfe, vuestro padre, cuyos fieles vasallos todos somos! Hace tiempo os buscaba en el amplio valle de Arautápala, y ahora que estáis ante mí os daré noticia de la decisión de vuestros súbditos, que me han escogido como mensajero de ellos. Por unanimidad han decidido escogeros como reina de honor para que entreguéis con vuestras propias manos el premio al vencedor en la lucha del próximo Beñesmén, quien os conducirá a casa como esposa. Os suplicamos de todo corazón que cumplimentáis nuestro deseo y aceptéis el honor que queremos dispensaros».

Temeroso, se arrodilló y besó la orla de su tamarco, la saya de piel fofa que descendía ajustada hasta los xercos, las sandalias de anchas correas.

Alegremente conmovida por las agradables palabras de Tamaide, que sonaron en sus oídos como las dulces sonoridades de un caramillo, dio la princesa su consentimiento. Después corrió presurosa a la caverna del rey para llevar a su padre la buena nueva.

Apoyado en su elástico banot, la jabalina de madera oscura de fresno, contempló encantado a la joven…

Había llegado el día del Beñesmén. En Alfaribor, el espacioso desfiladero de Taoro, dominaba gran actividad. Jóvenes maguadas, sagradas sacerdotisas, que hoy debían actuar como damas de corte de la reina de honor, se encontraban allí para ataviar a Guaima. Lindos collares de conchas colgaron de su blanco cuello, clavaron en su pelo las rojas flores del miracielos y le ciñeron en sus caderas un cinturón de abigarradas flores silvestres. Después condujeron a Guaima al sagrado manantial, cuya superficie cristalina devolvió la adorada imagen de la reina de honor.

La prolongada tonalidad del fatuto, un caracol de mar, que por tres veces se escuchó, avisó del comienzo del festival. Rápidamente se organizó la comitiva y, seguida de las maguadas, avanzó Guaima, con la cabeza erguida, al sitio de las competiciones.

El amplio círculo del tagoror estaba adornado con hierba fresca y flores de colores vivos. Entre ramas de laureles y adornos de palmas, embalsamaban el ambiente las blancas flores de la retama.

Bajo el viejísimo árbol del drago, el rasgo característico de Taoro, estaba sentado, sobre una piedra cubierta con una piel, el rey Bentinerfe, rodeado por los príncipes y nobles de su reino. Sobre la cabeza del gobernante colgaba el estandarte tejido de líber, la añepa, símbolo de poderío ilimitado. Alrededor del campo de combate estaban agazapados los vasallos sobre piedras hasta allí llevadas, mientras que los niños jugaban en la arena. En todos los rostros se traslucía una viva expectación.

Solemnemente se aproximaba el séquito de Guaima y las sacerdotisas, que en honor de Acorán entonaban un canto de alabanzas. Seguían jóvenes con tajarastes, pequeños tambores de mano, y chiflas, flautas. Después de la comida iniciarían la danza los guatativoa.

Portadores de angarillas con frutas del mocán y del madroñero iban de aquí para allá, para establecerse bajo las palmeras de abanico, alejados del polvo de la pista de combate. Se amontonaban también jugosas zarzamoras en cestos tejidos con líber, gofio cuidadosamente preparado, trigo tostado y después molido, leche fresca de cabra en enormes cántaros de arcilla y tortas de yoya. Se aspiraba el aromático olor de erizos y baifos, cabritos, asados, y en asadores se preparaban sabrosos carneros.

Sin una nube resplandecía el cielo como oscuro zafiro, hacia el que levantaba el cono del Teide su centelleante cima. De oro parecía el divino Magec, el sempiterno sol, lanzando sus dardos bienhechores sobre el feliz valle de Arautápala.

Comenzaron las competiciones. Se alternaban las carreras con lanzamientos de piedras y de lanzas. Saltos de altura y de anchura iban acompañados de gritos alentadores. Ya oblicuaban los rayos del sol sobre las alturas del Tigaiga cuando el rey Bentinerfe mandó hacer alto.

De nuevo resonó un caracol, y penetró altivo en la pista el hercúleo Tagara, maestro en la lucha, a quien nadie hasta entonces había logrado derribar. Inclinándose con profunda reverencia ante el rey, le dirigió el saludo real: «¡Zahaniat Guayohec!». Soy tu vasallo. Después miró a su alrededor en busca de un contrincante. Bien claro se leía en su mirada que hoy alcanzaría el máximo galardón destinado al vencedor: la encantadora hija del rey.

También había penetrado la princesa Guaima con sus damas de corte en el círculo del tagoror. En la mano sostenía el gánigo, la pequeña vasija de barro, símbolo de la victoria. A quien lo ganase pertenecería ella en cuerpo y alma. ¡Así lo quiere la ley de los guanches! Aunque era su indiscutible derecho señalar al adversario del retador.

Con anhelo paseó su mirada por los reunidos, acabando por encontrar al que desde hacía tiempo pertenecía su corazón. Allá, bajo el floreciente guaidil, cuyas blancas flores acampanadas caían como olorosos copos, se encontraba el pastor Tamaide, que, risueño, la contemplaba. Con voz alta lo nombró, y con paso decidido penetró aquel en el campo de lucha.

Un rumor de asombro corrió por la multitud. ¿Tamaide? ¿Tamaide se atrevía a luchar con el hercúleo Tagara? El rey Bentinerfe buscó los ojos de su querida hija. Su mirada suplicante le descubrió el deseo de la princesa y dio la señal para el comienzo de la lucha.

En un momento se encontraron enlazados los contrincantes. En vano procuró Tagara derribar al pastor, ya que siempre se deslizaba de entre los brazos, a modo de tenazas, del gigante. No había duda de que en fuerza no podía compararse Tamaide al hijo de la alta montaña, fuerte como un oso, y que solo su destreza podría salvarlo de una segura derrota. Sentía cómo los ojos de Guaima se dirigían a él, y sabía que, para la felicidad de su vida, debía hacer lo imposible para vencer a Tagara.

Cada vez con más ahínco lo acosaba el hércules. Notó cómo aflojaban sus fuerzas. Entonces se fijó en la parte flaca del adversario. Como una flecha, se adelantó y lo derribó al suelo. Arrodillándose enseguida sobre el pecho del gigante, oprimió sus hombros contra el suelo. El combate había terminado: Tamaide había resultado vencedor.

Mientras los gritos atronadores de júbilo de los jóvenes pastores resonaban, se deslizaba Tagara, cubierto de vergüenza, fuera de la pista. Lejos de Taoro viviría en adelante, lejos de sus hermanos de linaje. Esta derrota había quebrantado su corazón.

La princesa había llegado entre tanto bajo el guaidil para coger con rapidez un ramo de brillantes campanillas, que hábilmente tejió para la corona del vencedor. Después se precipitó a adornar con ella al escogido de su corazón. Enrojeciendo, alargó al arrodillado la pequeña vasija de barro y colocó la corona de flores en su frente. Con sus manos enlazadas se presentaron ambos ante el padre, que, risueño, los atrajo hacia su pecho.

Los vasallos lanzaron las armas al aire. Jubilosos sonaban sus clamores a lo largo del tagoror: «¡Que viva la princesa Guaima! ¡Viva el héroe Tamaide!».

Aquella misma noche se celebró la boda. Y desde ese día se adornan los novios de Tenerife con flores del guaidil, cuando avanzan hacia el altar en la primavera…