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Un fotógrafo de nota roja vive poseído por la voluntad de hacer de su trabajo una obra de arte, mientras una clínica de belleza crece al margen del mundo y sus estándares. En esta novela las dos historias se trenzan hasta desembocar en un clímax siniestro, cercano a la prospección apocalíptica. En el fondo late siempre la misma pregunta, ¿a qué estaríamos dispuestos con tal de obtener una tajada de lo sublime?
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Seitenzahl: 82
Bernardo Esquinca nació en Guadalajara, Jalisco, en 1972. Narrador y periodista, es autor de los libros La mirada encendida (1993), Fábulas oscuras (1996) y Carretera perdida: un paseo por las últimas fronteras de la civilización (2001). Es coeditor en la revista Día Siete y colabora en Letras Libres y Nexos.
LETRAS MEXICANAS
Belleza roja
Primera edición, 2005 Segunda reimpresión, 2008 Primera edición electrónica, 2013
Diseño de la maqueta: R/4 Pablo Rulfo Diseño de la portada: Mauricio Gómez Morin Fotografía del autor: Mariano Aparicio
D. R. © 1959, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-1670-8
Hecho en México - Made in Mexico
I. La lente y el bisturí
II. Bellezas mutantes
III. La comunidad
Agradecimientos
¿Veían acaso en estas ruinas el modelo de una vida futura?
J. G. BALLARD
El verano ha sido espléndido. Los pacientes vuelan en grupos hasta esta tranquila isla, atraídos por nuestra promoción todo incluido: vacaciones y cirugía en un mismo paquete. Hoy en día la gente está dispuesta a hacer lo que sea con tal de verse —y sentirse— mejor: la prueba es esta floreciente clínica donde el hedonismo y el bisturí han consumado un insospechado matrimonio. El doctor Badial es el visionario de este nuevo concepto médico-recreativo. Tras convencer a una serie de inversionistas con su entusiasmo y reputación —es uno de los cirujanos plásticos más veteranos y habilidosos del país— hizo realidad este anhelado proyecto, que desde hace tres años funciona exitosamente como un híbrido entre hospital y beach & resort. Cada mes son más los clientes que se recuperan de sus intervenciones mientras toman cocteles sin alcohol o les masajean los músculos frente a la playa. Desde la ventana de mi consultorio puedo ver que no queda un solo lugar libre en la hilera de tumbonas junto a la piscina. Los pacientes, acostados a la sombra de las palmeras con las cabezas vendadas y las narices cubiertas de gasas ensangrentadas, parecen los sobrevivientes de un repentino bombardeo.
Rinoplastias. Liposucciones. Mamoplastias. Lipoesculturas. Mastopexias. Otoplastias. Peels químicos. Aquí te reconstruimos y te damos la apariencia de tus sueños, siempre y cuando tengas el dinero suficiente. Y si no, existen atractivos sistemas de crédito. ¿Por qué privar a alguien de la necesidad de la belleza? En eso el doctor Badial es muy contundente: hemos evolucionado lo suficiente como para seguir permitiendo que la herencia genética condene nuestras vidas. El cuerpo es un vestido que puede hacerse a la medida. Seamos realistas: actualmente unos senos pequeños y unos senos firmes y rotundos pueden ser la diferencia entre conseguir o no un trabajo. Y ya no digamos pareja. La fealdad es uno de los más terribles males de nuestro tiempo, pero afortunadamente tenemos las herramientas para erradicarla. Por eso esta clínica simboliza el más caro sueño del doctor Badial —y también el mío, por supuesto—: un futuro mejor en el que una nueva civilización de mujeres y hombres posthumanos y perfectos se erigirá como el triunfo del progreso y la evolución. Como el signo de la derrota definitiva de la fealdad.
El doctor Badial ha sido muy generoso conmigo. Trabajamos hombro con hombro en el proyecto de la clínica desde que yo era su alumno en la facultad de medicina. Y cuando logramos cristalizarlo, me nombró subdirector a pesar de que tengo pocos años de haber egresado y de que, sin duda, había entre sus colegas gente más experimentada que yo. Pero no lo he defraudado. Este año ha sido de un gran aprendizaje. Las narices y los pechos que opero quedan cada vez mejor. Eso en cuanto a la técnica. Pero también está el lado psicológico, en el que el doctor Badial es un experto. La manera en que convence a los pacientes —en su mayoría del género femenino— de que se operen, pero sobre todo, de qué es exactamente lo que tienen que hacerse. A veces pienso que está moldeando un ejército de mujeres para su propio deleite. Muchas de ellas vuelven varias veces a ponerse en sus manos, aunque sólo sean intervenciones menores, como quitarse alguna verruga o cauterizarse los poros de las piernas. Él las trata con ternura y comprensión infinitas, como el paciente amo de un harem de cuidados intensivos.
Yo lo observo y aprendo. Soy fiel a su doctrina. Para venirme a esta isla tuve que dejar a mi novia de toda la vida. Aunque en honor a la verdad no me costó mucho trabajo. Las presiones de parte de las familias de ambos para casarnos eran cada vez mayores y, aunque siempre fue una buena chica, nunca me gustó del todo. Su físico no me convencía. Suena horrible, lo sé, pero la belleza es una de las cosas más importantes para mí en una mujer. Y que me cuelguen si soy el único hombre que piensa así.
No he vuelto a encontrar una belleza como la de Laura. Decenas de modelos han pasado por mi estudio, y mi cámara fotográfica lo único que captura es el vacío de sus ojos, la estrechez de sus caderas. En realidad, Laura no era una modelo profesional. Ni siquiera era hermosa para el resto de la gente. Incluso para muchos pasaba por una mujer fea o cuando menos desconcertante. Pero a mí me cautivaron su piel blanquísima, su carne abundante, sus ojos de animal nocturno. Ella vino a mí porque sabía que yo estaba en la búsqueda de una modelo diferente para mis montajes fotográficos. En cuanto la vi le di el trabajo. La utilicé para la exposición que estoy por inaugurar en una galería alternativa. Pasamos meses recreando esas imágenes de crimen y sexo que traía en mente. Mi cámara no dejaba de disparar. Quería prolongar aquellas sesiones hasta que termináramos exhaustos; incluso falté en varias ocasiones al periódico y por poco pierdo el trabajo. Conforme pasaron los días, Laura se fue relajando y comenzó a desnudarse con naturalidad; sus pequeños pechos y sus pezones erectos llenaban el espacio, y yo estaba cada vez más enfebrecido en aquella intimidad que habíamos logrado entre cuerdas, mordazas y sangre falsa.
Un día simplemente desapareció. Supongo que entendió lo que estaba pasando: que yo hacía tiempo que había terminado la serie y estaba llevando mis fantasías a otro plano, que había comenzado a retenerla con cada fotografía que le tomaba. Que cada nueva polaroid era la promesa de una vida juntos. Hoy hace tres años que se fue. La he buscado por todas partes sin resultado. El olor acre del sudor de su cuerpo todavía impregna la ropa de cuero con que la vestí en la última sesión.
Laura era muy reservada con su vida privada. Lo poco que supe de ella es que tomaba un curso de enfermería y que por las noches acudía a algún tipo de grupo —creo que de soporte—, nunca me especificó de qué. Tenía que ser adicta a algo, como todos, pero no logré descubrir su vicio. Discutíamos mucho, eso sí, sobre el concepto de belleza. Podría decir que le obsesionaba. No dudo que su involucramiento en mi proyecto artístico fuera parte de eso, de sus propias indagaciones sobre el tema. La imagino ahora trabajando como enfermera, conviviendo con pacientes deformados por accidentes terribles y por las noches discutiendo aquellas insospechadas formas de la estética con un grupo de adictos a la belleza.
Cuando me enteré de que estudiaba enfermería, nuevas y poderosas imágenes vinieron a mi cabeza. Le pedí que viniera con su uniforme y lo convertí en un óleo de efectos especiales en el que se fundían los fluidos y las excrecencias de sus pacientes, su propia sangre y el semen de su asesino imaginario. Laura se prestaba a todo ello sin protestar, incluso me atrevería a afirmar que en sus prolongados silencios intentaba descifrar las claves que se iban trazando en las representaciones de aquellos crímenes sexuales. No hacía preguntas pero estaba alerta, como si yo fuera el compañero de clase que de pronto encuentra el atajo para resolver un complicado problema de álgebra. Finalmente, ¿qué es un crimen sexual sino la destrucción radical y última de la belleza?
La señora Patterson yace sobre una plancha de bronceado artificial. Sus ojos están cubiertos por una venda negra que los protege de la luz intensa. Por debajo de la gasa que cubre su nariz asoman unas costras de sangre. Se ha levantado el camisón hasta la mitad de los muslos, dejando al descubierto sus piernas de estatua. Parece la víctima de un crimen sexual, lista para revelar sus secretos al forense. Me acerco sigilosamente y me concedo un tiempo más para observar la formidable arquitectura de su cuerpo. Los pechos generosos —un trabajo que le hice hace seis meses y del que estoy orgulloso— suben y bajan con su respiración. Al fin le digo, con voz suave:
—Paula, no se le olvide que dentro de una hora tenemos consulta.
Su cabeza gira hacia mi voz, al tiempo que en su boca se dibuja una sonrisa.
—Doctor Azcárate, no sabía que estaba aquí.
—Acuérdese del consejo que le dio el diablo a su hijo: “Que no te oigan llegar”.
La señora Patterson se levanta la venda. Sus ojos verdes centellean en la penumbra del gimnasio.
—Ya te dije que no me hables de usted. No me he gastado