Carne de ataúd - Bernardo Esquinca - E-Book

Carne de ataúd E-Book

Bernardo Esquinca

0,0
9,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Eugenio Casasola, el protagonista de esta historia, perdió a su amor de juventud, la prostituta Murcia, a manos del asesino serial conocido como el Chalequero. Madame Guillot es la médium que lo ayuda a comunicarse con el espíritu de su amada, y quien lo lleva a conocer los secretos del Más Allá. Mientras tanto, la figura de Porfirio Díaz, a quien el pueblo llama el Dictador, el Déspota, para no pronunciar su nombre, se cierne sobre todas las cosas, como el ojo que todo lo ve, el juez y el verdugo de un país entero. En ese escenario se llevará a cabo la búsqueda de un nuevo asesino que ha llevado más lejos el derramamiento de sangre, y Eugenio pronto se verá atrapado en una búsqueda de la verdad y en la lucha por su vida. La nueva novela de la Saga Casasola es una rareza en la continuidad de la serie, pues desarrolla la historia de un antepasado del periodista que hemos visto en acción en novelas como "Toda la sangre". En ella encontraremos alianzas insospechadas, peligrosas investigaciones que auguran un atisbo de verdad, una venganza en nombre de un antiguo amor, amenazas que parecen provenir del reino de los vivos, pero también de un Más Allá desconocido y aterrador. Como en cada una de sus novelas, Bernardo Esquinca nos cuenta una historia de crimen e investigación, al tiempo que hace una crónica aguda del espíritu de la época que permite las formas de violencia que disparan la trama. En "Carne de ataúd", encontramos personajes que reflejan las polémicas de los albores del siglo XX: como Carlos Roumagnac, inspector de la policía y científico social, quien pretende confiar el futuro de la investigación y la aplicación de la justicia a teorías peseudocientíficas que criminalizan a los habitantes de los barrios bajos; y a Rafael Reyes Spíndola, director de El Imparcial, quien está convencido de que el futuro del periodismo se encuentra en el crimen, puesto que las ventas del diario se han disparado desde que Casasola sigue el caso del probable regreso del asesino conocido como el Chalequero. Así, mientras los privilegiados leen las desgracias del populacho desde la comodidad de su hogar, en el país se fraguan las conspiraciones y las violencias que marcarán su historia para siempre. "El conjunto de sus libros constituye una obra coherente porque sus temas y obsesiones reaparecen bajo una luz distinta siempre: Eros y Tánatos, los sueños, la nota roja, los insectos, la pareja amorosa, los manicomios, el mal, la ficción científica, los recursos del relato policial y de terror… " Vicente Francisco Torres, Revista de la Universidad de México "Bernardo Esquinca es, sin duda, el escritor mexicano del género de horror más destacado de la actualidad. En sus libros yacen encerrados brujos, fantasmas que deambulan por los manicomios, espantosos crímenes de nota roja y variadas interpretaciones del apocalipsis." Christian Cueva, Morbidofest "Bernardo Esquinca es, sin ninguna duda, uno de los autores mexicanos que con mayor consistencia se han acercado al lado oscuro de la narrativa fantástica." Rodolfo J.M., TierraAdentro "Bernardo Esquinca se ha convertido en una referencia obligada del relato fantástico en México." Carlos Olivares Baró, La Razón "Uno de los atractivos principales de los libros de Esquinca es su capacidad para darle giros nuevos a preocupaciones fundamentales de la literatura mexicana."  Enrique Macari, Letras Libres

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



ESTA OBRA SE REALIZÓ CON APOYO DEL FONDO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES A TRAVÉS DEL SISTEMA NACIONAL DE CREADORES DE ARTE.

Publicado mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria.

DERECHOS RESERVADOS

© 2016 Bernardo Esquinca

© 2016 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Delegación Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED 140909BPA

www.almadia.com.mx

www.facebook.com/editorialalmadía

@Almadía_Edit

Primera edición: febrero de 2016

Primera reimpresión: marzo de 2016

Segunda reimpresión: octubre de 2016

Tercera reimpresión: agosto de 2018

ISBN: 978-607-97014-2-0

eISBN: 978-607-86673-4-5

Imagen de camisa: fotografía de Francisco Guerrero, alias el Chalequero, circa 1910 (dominio público).

Imagen de portada: grabado de José Guadalupe Posada, que ilustra uno de los asesinatos cometidos por Guerrero.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso y hecho en México.

BERNARDO ESQUINCA

CARNE DE ATAÚD

Para Talía y Pía, mis amores Para Mamá y Papá, aliados en el Otro Mundo

This has never been about the murders, not the killer nor his victims.

It’s about us. About our minds and how they dance.

ALAN MOOREFrom Hell

ÍNDICE

PRÓLOGO

Guadalajara, marzo de 1855

PRIMERA PARTE. EL CHALEQUERO

I

Ciudad de México, mayo de 1908

II

Ciudad de México, junio de 1888

¿VUELVEN LOS TIEMPOS DEL CHALEQUERO?

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (I)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

III

Ciudad de México, mayo de 1908

IV

Ciudad de México, junio de 1888

UN NUEVO CRIMEN DEL FAMOSO CHALEQUERO

V

Ciudad de México, junio de 1908

VI

Ciudad de México, junio de 1888

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (II)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

VII

Ciudad de México, junio de 1908

AÚN INSISTE EN NEGAR

VIII

Ciudad de México, julio de 1888

IX

Ciudad de México, junio de 1908

GACETILLA

X

Ciudad de México, diciembre de 1890

JURISPRUDENCIA PENAL-HOMICIDIO CALIFICADO

Sentencia de 1a instancia-México, diciembre 18 de 1890

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (III)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XI

Ciudad de México, junio de 1908

EL CHALEQUERO ES UN CRIMINAL FORMIDABLE

XII

Ciudad de México, agosto de 1891

INDULTO

SEGUNDA PARTE. LA BESTIA

XIII

Ciudad de México, junio de 1908

XIV

Castillo de San Juan de Ulúa, agosto de 1893

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (IV)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XV

Ciudad de México, junio de 1908

XVI

Castillo de San Juan de Ulúa, diciembre de 1897

XVII

Ciudad de México, julio de 1908

XVIII

Castillo de San Juan de Ulúa, abril de 1904

XIX

Ciudad de México, agosto de 1908

XX

Hacienda de La Soledad, diciembre de 1902

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (V)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

TERCERA PARTE. EL ACUCHILLADOR

XXI

Ciudad de México, septiembre de 1908

EL CHALEQUERO PAGARÁ CON LA VIDA SU YA LARGA CADENA DE CRÍMENES

XXII

Ciudad de México, octubre de 1908

XXIII

Cárcel de Belén, octubre de 1908

XXIV

Ciudad de México, noviembre de 1908

XXV

Cárcel de Belén, diciembre de 1908

XXVI

Ciudad de México, diciembre de 1908

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (VI)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XXVII

Cárcel de Belén, enero de 1909

XXVIII

Ciudad de México, enero de 1909

XXIX

Ciudad de México, enero de 1909

XXX

Ciudad de México, enero de 1909

CUARTA PARTE. UN LUGAR PARA ENTERRAR A LOS EXTRAÑOS

XXXI

Ciudad de México, febrero de 1909

XXXII

Ciudad de México, febrero de 1909

XXXIII

Ciudad de México, febrero de 1909

XXXIV

Ciudad de México, febrero de 1909

XXXV

Ciudad de México, febrero de 1909

XXXVI

Ciudad de México, marzo de 1909

XXXVII

Bosque de Tlalpan, abril de 1909

XXXVIII

Bosque de Tlalpan, junio de 1909

XXXIX

Bosque de Tlalpan, agosto de 1909

VÍCTIMAS DE LA POMPA OFICIAL CENTENARESCA

CARTA

De Francisco I. Madero a José María Pino Suárez, octubre de 1910 (fragmento)

CARTA

De general Mucio Martínez al Señor Presidente, noviembre de 1910 (fragmento)

XL

Bosque de Tlalpan, noviembre de 1910

XLI

Ciudad de México, noviembre de 1910

DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (VII)

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XLII

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XLIII

Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910

XLIV

Ciudad de México, en un lugar sin tiempo

EL CHALEQUERO TIENE SUS IMITADORES

EPÍLOGO

Ciudad de México, octubre de 2013

ALGUNOS DE LOS PERSONAJES REALES QUE APARECEN EN LA NOVELA

FRANCISCO GUERRERO, ALIAS ELCHALEQUERO, ALIAS EL CHALECO

CARLOS ROUMAGNAC

JULIO RUELAS

RAFAEL REYES SPÍNDOLA

ALEISTER CROWLEY

SÓSTENES ROCHA

IRENEO PAZ

FÉLIX DÍAZ

PORFIRIO DÍAZ

FRANCISCO I. MADERO

NOTA

PRÓLOGO

Guadalajara, marzo de 1855

El Rastro parecía el escenario de una masacre. Había charcos de sangre en el piso, salpicaduras en las paredes, vísceras apiladas en montones. El joven Francisco se acercó al lugar donde las reses colgaban bocabajo de ganchos. Estaba acostumbrado a ese olor a muerte: visitaba seguido a su padre en el trabajo. Era un olor que una vez que entraba por la nariz era muy difícil que saliera; duraba varios días y lo impregnaba todo: la ropa, la casa, incluso los pensamientos. A veces, Francisco sentía que miraba en rojo, y que el agua que bebía tenía el mismo color de la sangre.

Caminó por el suelo pegajoso, sin importarle que sus huaraches se ensuciaran con la porquería. Llegó hasta donde su padre lo esperaba, con un enorme cuchillo en la mano. Sabía lo que tenía que hacer. Y aunque ya lo había hecho en numerosas ocasiones, seguía experimentando la misma mezcla de asco y emoción de la primera vez.

Tomó el cuchillo y rajó el pecho del animal, justo a la altura del corazón. Su padre estaba listo con un vaso y recibió el líquido. De inmediato se lo pasó a Francisco, quien bebió el contenido de un trago. La sangre estaba espesa, caliente. Cuando terminó contuvo las arcadas, y luego se pasó la lengua por las comisuras de los labios.

Su padre le dio un coscorrón.

–Lárguese.

Su aliento olía a pulque fermentado. Francisco esperaba con ansia el día en que su padre se lo diera a probar. Estaba seguro de que, además de la sangre, esa bebida lo transformaría en un hombre viril. Por algo tenía la consistencia de los mecos. Había visto a hombres que, tras beber pulque, apuñalaban a otros con saña.

Regresó a su casa espantando a las gallinas que se encontraba en el camino. Fue directo a la letrina y, paladeando los restos de sangre en sus encías, se masturbó dilatadamente.

Satisfecho, se acostó en el petate a dormir. Y soñó: tenía muchas mujeres que vivían para complacerlo. Algunas aceptaban de muy buena gana. A las que se ponían remilgosas, las obligaba. A veces con pura fuerza, otras con el cuchillo. Ellas se espantaban y eso lo excitaba más.

Despertó. Como siempre, se puso triste. Aún no tenía el arrojo ni para someter a sus primas, como había hecho su padre, que se casó con una pariente. Miró el chaleco que colgaba de un clavo, luego sus huaraches pringosos. Tal vez debería empezar a vestirme mejor, pensó.

Y trabajar. Podría hacer zapatos.

Pagaré por mujeres.

Francisco se puso el chaleco de su padre, se miró en el trozo de espejo que colgaba sobre el aguamanil y dijo en voz alta:

–Después les cobraré lo que me deban.

PRIMERA PARTEEL CHALEQUERO

I

Ciudad de México, mayo de 1908

La víctima era una anciana de ochenta años. Tenía un profundo tajo en el cuello y la cabeza casi desprendida del cuerpo. Apareció hacia las cinco de la tarde del 26 de mayo, en las orillas del Río Consulado. La policía mostró el cuerpo a los habitantes de la colonia Valle Gómez, pero nadie pudo identificarlo. Sin embargo, Eugenio Casasola, reporter de El Imparcial, tenía una teoría de quién era el responsable: un fantasma de su pasado. No se atrevió a decirle nada a su esposa ni a sus compañeros de trabajo, pues adivinaba lo que le dirían: “Necesitas que te vea un médico, continúas obsesionado, es una pena que veinte años no te hayan servido para superarlo”. Él mismo sabía que era imposible, que el asesino que había poblado de pesadillas sus sueños se estaba pudriendo en una celda en el castillo de San Juan de Ulúa. Sin embargo, algo que venía de sus entrañas le aseguraba que su viejo enemigo estaba de regreso, que debía alertar a las autoridades. Aquella posibilidad lo llenaba de temor y, al mismo tiempo, lo impregnaba de una extraña emoción: la posibilidad de volvérselo a topar cara a cara, de gritarle que ni un solo día había dejado de extrañar a Murcia Gallardo.

Francisco Guerrero, alias el Chalequero, había matado a varias prostitutas durante la década de los ochenta del siglo pasado y ahora parecía estar de regreso. El cadáver de la anciana tenía su sello inconfundible: la “cuchillada del borrego”, que remitía a los animales que se sacrificaban en ciertos festejos. No estaba seguro de que la policía recordara al célebre asesino, pero él se encargaría de refrescarles la memoria con su nota.

Además, sería el gran tema de portada que el director llevaba tiempo pidiéndole. Los lectores respondían positivamente a las historias sangrientas y el tiraje aumentaba. Incluso imaginó el titular: ¿VUELVEN LOS TIEMPOS DEL CHALEQUERO? Pero antes necesitaba asegurarse. Se puso la levita y tomó su sombrero. Se dio cuenta de que la mano le temblaba. Salió de la vecindad en la que vivía con su mujer y su pequeño hijo, y caminó por Medinas. El cielo estaba encapotado, la lluvia pronto volvería intransitables las calles. Buscó en los bolsillos monedas con las que pagarle a algún cargador en caso de necesitarlo. Y aunque le disgustaba la perspectiva de tener que subirse a la espalda de un desgraciado que imitaba a las mulas para ganarse la vida, sonrió: las tormentas eléctricas favorecían la comunicación con el Otro Mundo.

Cuando cruzó Plateros, un rayo iluminó el cielo y la lluvia comenzó a caer. Eugenio apuró el paso: sin duda Murcia tenía un mensaje importante para él, y además Madame Guillot estaría esperándolo con su acostumbrado festín.

Llegó empapado a la vieja casona ubicada en la calle de Don Juan Manuel. Antes de tocar a la puerta, vio venir de frente una figura envuelta en una capa negra. Todo su cuerpo se estremeció. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo de su levita y con alivio comprobó que había olvidado su reloj. El caminante pasó a su lado como una sombra y, aunque este no se detuvo ni se dignó a mirarle, el corazón de Eugenio continuó acelerado. Más que supersticioso, era un hombre convencido de que en la Ciudad de México cualquier cosa podía ocurrir, incluso que las leyendas se materializaran. Un infeliz convertido en asesino a causa de los celos era algo más cercano a la realidad que al mito. De ahí a que su energía se manifestara sólo había un paso, un cruce del umbral entre dos mundos. Madame Guillot se lo había demostrado muchas veces. Cuando se aseguró de que el sujeto de la capa dio vuelta en la esquina, Eugenio se sintió más tranquilo y anunció su presencia en la casa.

Su anfitriona era espléndida. Antes de iniciar cada sesión, ambos se atiborraban con licor, galletas, pastelillos y volovanes porque, como afirmaba Madame Guillot, “la comunicación con los muertos funciona mejor con el estómago lleno: ellos comen a través de nosotros. ¿No se trata de eso la celebración del 2 de noviembre?”

Tras quedar satisfechos, pasaron a la biblioteca. La anfitriona despachó a la servidumbre, apagó la luz eléctrica y se quedaron al amparo de los candelabros. Sentados ante una mesa circular, ambos se concentraron para la invocación. Madame Guillot utilizaba la psicografía; tenía en sus manos papel y pluma para transcribir los mensajes. Afuera, la tormenta arreciaba; los relámpagos iluminaban los amplios ventanales y proyectaban sombras en las paredes y en los libreros. Daba la impresión de que no estaban solos, incluso antes de empezar la comunicación. Eugenio siempre sentía que había alguien mirando por encima de su hombro en aquella casona, ya fueran los numerosos retratos de los ancestros de Madame Guillot colgados en las paredes o los ecos de las presencias convocadas en innumerables sesiones.

De pronto, las velas se apagaron y las sombras crecieron.

–Está aquí –dijo Madame Guillot.

Eugenio tuvo un escalofrío y se pasó una mano nerviosa por la barba de candado. Murcia no acudía en todas las ocasiones a sus llamados. Incluso en ese momento, dudaba que en verdad fuera ella. Si algo había aprendido en los años que llevaba solicitando los servicios de Madame Guillot era que la comunicación con los muertos se parecía mucho al teléfono, ese invento al que todavía no se acostumbraba: unas veces los mensajes llegaban claros, otras con interferencia. También sabía que la duración era impredecible, que debía apresurarse y ser concreto.

–¿Ha vuelto tu asesino? –preguntó Eugenio, con voz temblorosa.

El cuerpo de Madame Guillot experimentó una breve sacudida, como un tren que se ponía en marcha, y comenzó a escribir en el papel. Tras unos segundos, se detuvo. Las velas volvieron a encenderse y Eugenio pudo ver en el rostro de su anfitriona un dejo de frustración.

–Lo siento, fue todo –dijo Madame Guillot, mientras le extendía el papel–. ¿Significa algo?

Eugenio leyó la frase. De momento no supo qué pensar. Quería estar a solas, así que le pidió a su anfitriona una copa de coñac. Madame Guillot comprendió y ella misma fue a servírsela.

Cuando la puerta de la biblioteca se cerró, Eugenio volvió a leer el papel. Contenía sólo cuatro palabras:

Las calles estaban inundadas y no se veían cargadores por ningún lado. Ya no llovía, pero ahora el diluvio parecía brotar del subsuelo. Eugenio podía haberse quedado con su anfitriona, pero el mensaje de Murcia lo había dejado inquieto y deseaba reunirse con su familia cuanto antes. Le agradaba la compañía de Madame Guillot, esa mujer temeraria que sabía domar a los espectros. Además, era la única persona que comprendía su pena y que le había brindado un camino para desahogarla. Ella era viuda y no tenía hijos; un ser solitario que procuraba la compañía de los fantasmas. Al enviudar, no quiso regresar a su natal Francia. “He estado en muchas partes”, le confesó una vez a Eugenio, mientras sus ojos azules brillaban con intensidad, “y créemelo: la Ciudad de México es el mejor lugar para contactar a las almas en pena”. Madame Guillot ayudaba tanto a los vivos como a los muertos. Su principal objetivo era lograr que se reconciliaran: “Todo será mejor el día que ambos mundos se reconozcan y se acepten”, le afirmó en otra ocasión. Luego, soltando un suspiro, agregó: “Aunque no lo creas, a los muertos no les gusta la idea de que los vivos existimos y que sentimos curiosidad de llamarlos desde nuestra orilla. Para ellos, nosotros somos los extraños”.

Madame Guillot actuaba todo el tiempo como una madre angustiada. Cuando Eugenio le anunció que se marchaba tras terminarse la copa de coñac, ella se preocupó y le pidió que esperara a que las aguas bajaran un poco; incluso le ofreció a su cochero para llevarlo. Pero Eugenio no quiso esperar más. Ahora el único camino era hundir los pies en el agua y luchar contra la corriente. Recordó el día que conoció a Murcia, veinte años atrás, en una pulquería de la colonia Peralvillo. Se emborracharon juntos y al final del día ella le propuso que se fueran al jacalito donde atendía a sus clientes. También había llovido a cántaros y las zanjas sin pavimentar eran un lodazal. A la puerta de la pulquería, Eugenio miraba sus zapatos, en los que se había gastado su primer sueldo de El Nacional. Entonces Murcia le sonrió, se levantó las enaguas y…

II

Ciudad de México, junio de 1888

–Súbete.

Murcia era una mujer robusta. Eugenio no dudaba que pudiera cargarlo en su espalda y llevarlo a través de aquel muladar. Pero no iba a permitirlo. Por más que le gustaran sus zapatos nuevos, con los que caminaba orgulloso por los pasillos de El Nacional, se consideraba un caballero.

–Ándale, chamaco –insistió Murcia–. Si también te voy a cobrar la cargada…

Dentro de Las Tres Piedras, la pulquería a la que su amigo Julio Ruelas lo había llevado con el objetivo de desquintarlo, comenzaba a armarse una trifulca. Julio tenía rato que se había marchado con otra prostituta a la que apodaban la Bayoneta, dejando a Eugenio a merced de esa mujer impetuosa y alegre, cuyas enormes tetas se bamboleaban con cada una de sus risotadas. Eugenio sentía por ella una mezcla de miedo y deseo; le gustaban su piel morena, sus anchas caderas, pero a la vez le intimidaba: era alta y desinhibida. ¿Qué haría una vez que tuviera aquel vasto cuerpo desnudo a su disposición? Se le ocurrían varias ideas; sin embargo, le aterrorizaba que, llegado el momento, se paralizara y no supiera por dónde empezar. Murcia estaba feliz de tener un cliente distinguido, limpio, en lugar de los léperos apestosos y desdentados que solían pagar –a veces– por sus servicios.

Varias mesas se volcaron, algunas sillas volaron y una jarra de pulque estalló cerca de la puerta. Esa fue la señal que condenó a los flamantes zapatos de Eugenio.

–Vámonos –dijo, tomándola de un brazo–. Esto debe ser parejo: si te ensucias tú, también me ensucio yo.

–Ay, chamaco, acabas de mencionar el secreto de una buena cogida –dijo Murcia, con una sonrisa de dientes amarillos, como de mazorca–: a la hora de la hora es mejor empuercarse.

Juntos se adentraron en el lodazal; avanzaron por las zanjas oscuras, mientras el griterío en Las Tres Piedras iba quedando atrás. Eugenio había visto brillar varios cuchillos en la penumbra de la pulquería. Se alegraba de que se alejaran de ahí.

Minutos después llegaron al jacal de Murcia. Ella encendió una lámpara de petróleo que inundó el aire con su pestilencia. A partir de ese momento, Eugenio no podría evitar relacionar dicho olor con el sexo; durante los próximos años, cuando alguien utilizara una lámpara similar, él experimentaría una incómoda erección. Cuando llegara la luz eléctrica a la ciudad, él sería uno de los más aliviados.

Eugenio no maldijo el aire pegajoso e irrespirable. Al contrario, agradeció que aquella luz macilenta le permitiera contemplar el exuberante cuerpo de Murcia: sus pezones grandes y prietos, la tupida mata de vello púbico. Ella lo desnudó; le estrujó la verga y los huevos con sus manos callosas. En cuanto lo sintió listo, lo acostó bocarriba y se montó a horcajadas.

–Así aguantarás más –le dijo al oído. Después le chupó el lóbulo.

Eugenio sintió que algo se derramaba, pero no era él. Algo caliente, viscoso. Murcia se llevó una mano al coño y luego metió los dedos en la boca de Eugenio.

–Pruébame –dijo, entre crecientes gemidos.

Aquella sería otra de las cosas que Eugenio jamás olvidaría. No tanto el sabor que experimentó en aquel momento, profundo e intenso, que se extendió desde el paladar hasta su cerebro como una marejada; sino la sensación del día siguiente: cuando despertó, y flotaba en las sensaciones recién vividas, en el olor del coño de Murcia, impregnado en su bigote. Paraba la trompa y aspiraba, sintiendo ese aroma en sus entrañas. Eugenio supo que amaba a esa mujer, a esa prostituta a la que acaba de conocer, y que no importaban las diferencias: nada podría separarla de su lado.

Nada.

Murcia comenzó a mover las caderas con mayor frenesí; Eugenio sintió cómo las nalgas de ella golpeaban contra sus huevos y no pudo más: eyaculó entre una explosión de carcajadas. No las de él, sino las de Murcia. De momento se desconcertó, sintiéndose humillado. Después aprendería que así se venía Murcia, que aquella mujer reventaba en risas en todo momento, incluso durante sus orgasmos.

Se acurrucaron en el lecho, sudorosos y agotados, experimentando aún la embriaguez del pulque; el olor del petróleo intensificaba el de sus propios cuerpos. En la penumbra del jacal, abrazado a Murcia, Eugenio se preguntó si aquella felicidad podía durar para siempre.

La respuesta llegó pronto. En la única ventana del jacal, centelleando a la luz de la luna, vio unos ojos como de animal.

Alguien los estaba observando.