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Esta novela continúa la saga del reportero de nota roja Casasola, iniciada por el autor en La octava plaga. Mientras el personaje lleva a cabo una investigación sobre indigentes para el Semanario Sensacional, en las ruinas del Museo del Templo Mayor son encontrados corazones humanos. Casasola debe buscar a Quintana, reportero especial designado a estos casos, quien está perdido en una de sus parrandas alcohólicas de costumbre. Luego de que unos cadáveres mutilados sean arrojados en las ruinas de Tlatelolco, Casasola contacta a Elisa Matos, investigadora del INAH, quien le ayuda a conjeturar la personalidad y el plan del asesino. Todos los sitios prehispánicos de la Ciudad de México pronto se ven marcadas por las tétricas ofrendas del Asesino Ritual. Hay personajes que defienden el poder de los antiguos rituales y afirman que la religión cristiana es la causa de la debilidad y decadencia del pueblo mexicano. Un antiguo e indescifrable códice prehispánico está a punto de volver al país y complicarlo todo. Los sótanos de la Catedral Metropolitana revelan un oscuro secreto que lleva años ocultándose en los túneles del sótano. Al centro de la trama, un reportero y sus ganas de contar la verdad detrás de una serie de hechos fantásticos y aterradores. Sin duda alguna estamos ante la novela más ambiciosa del autor. De excelente factura, desarrolla una trama fundamentalmente en el presente, pero sus raíces del pasado prehispánico revelan una herencia mística y tétrica a la vez. Aparecen una serie de personajes que dotan de complejidad moral, psicológica y anímica a la trama. La prosa es clara y directa, atenta a construir la tensión característica del género negro, pero además a enriquecerse mediante la descripción de atmósferas y los discursos de los personajes. Hay una gran historia respaldada por una escritura firme, que no escatima giros novedosos, pequeñas anécdotas que completan el cuadro de una ciudad que vive sin atender su pasado. El autor cuenta ya con un estilo y un universo personales. Ha construido una visión única de los miedos y los vicios contemporáneos. Este nuevo título con toda seguridad sorprenderá a sus lectores, pues continúa esa tarea, pero lo hace de una forma inédita, con nuevas estrategias, mediante nuevos temas.
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© 2017 Bernardo Esquinca
© 2017 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.
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Primera edición en Editorial Almadía S.C.: mayo de 2013
Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: agosto de 2017
Primera reimpresión: agosto de 2018
ISBN: 978-607-97159-5-3
eISBN: 978-607-86673-3-8
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares delcopyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
Impreso y hecho en México.
PRÓLOGO. LA TRES VECES ENTERRADA
PRIMERA PARTE. PRESAGIOS FUNESTOS
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SEGUNDA PARTE, ROJAS ESTÁN LAS AGUAS
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TERCERA PARTE. NUESTRO SEÑOR EL DESOLLADO
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CUARTA PARTE. TAMBIÉN TODA SANGRE LLEGA
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EPÍLOGO. CIERTO TIEMPO DESPUÉS
NOTA
Ciudad de México, capital de la Nueva España, 1803
La escultura estaba decapitada. De su cuello salían dos enormes cabezas de serpiente que simulaban chorros de sangre. Los reptiles se encontraban de perfil, y sus ojos, sus colmillos y sus lenguas se unían en el centro formando un rostro de pesadilla. Trabajadores de la Real y Pontificia Universidad habían cavado en el patio, dejando al descubierto la colosal estatua que descansaba acostada en su tumba, mirando el cielo cargado de nubes de la Nueva España con una expresión indescifrable, que a Alejandro de Humboldt le pareció ominosa. A su lado, monseñor Feliciano Marín, obispo de Linares –quien no sin cierto recelo había intervenido ante los frailes de la Universidad para que la estatua fuera exhumada–, hacía una serie de ademanes en dirección al pórtico de la Real y Pontificia. Alejandro de Humboldt desvió la mirada del atroz monolito y comprendió lo que sucedía: a la entrada de la Universidad, un grupo de indios observaba la escena con creciente expectación. Los gestos de monseñor consiguieron dispersarlos, pero hubo uno de ellos que permaneció en su sitio y que, tras dirigirles una mirada desafiante, se agachó para dejar la vela que traía en las manos. Alejandro de Humboldt pensó que esos ojos eran tan inescrutables como los del ídolo que tenía a sus pies, y tan apremiantes como la amenaza de tormenta que se cernía aquella tarde sobre la capital de la Nueva España.
–Barón, tengo diligencias pendientes en mi capilla –dijo con un nerviosismo inocultable el obispo–. Si a usted no le molesta, debo regresar al convento ahora mismo.
Alejandro de Humboldt volvió a clavar la mirada en el monolito. Lo imaginó manchado de sangre y vísceras, imaginó los corazones arrancados en su honor y el frenesí extático de la ceremonia, pero también pensó en el 13 de agosto de 1521, en las llamas que devoraron todo a su paso, en la jornada de destrucción que sepultó Tenochtitlan, y en las ruinas sobre las que se construyó la colonia… Por alguna razón, ese pasado comenzaba a salir a la superficie. Sintió un estremecimiento: en su largo viaje por las Indias no había encontrado un lugar que se pareciera a ése, tan imponente y frágil a la vez. ¿Cuál sería el futuro de una ciudad que había levantado sus palacios sobre terreno fangoso? Un carraspeo del obispo lo hizo abandonar sus pensamientos.
–Entiendo, monseñor –dijo, intentando sonreír–. Yo mismo lo acompañaré al convento.
Abandonaron la Universidad y pasaron frente a la Plaza Mayor en dirección a San Agustín. Alejandro de Humboldt contempló la estatua ecuestre de Carlos IV, el monarca que generosamente le había otorgado el pasaporte a las Indias para emprender su exploración científica, y pensó en la ironía del incidente que tuvo lugar cuando inauguraron la efigie, días atrás: las correas que la sostenían se rompieron y estuvo cerca de aplastarlos a él y a su amigo Manuel Tolsá. ¡Cuán poético hubiera sido aquel final para ambos! Dejaron atrás el Parián, ese mercado que robaba la mitad del espacio a la plaza y que, en su opinión, impedía que fuera una de las más grandes y bellas del mundo, y enfilaron hacia el convento, pasando de largo por la casona de dos pisos que Alejandro había escogido para vivir en la Nueva España.
–No es bueno remover en los escombros, Barón –le dijo el obispo rompiendo el silencio–. Cuando la estatua fue encontrada hace trece años, durante los trabajos de remodelación de la Plaza Mayor ordenados por el virrey Revillagigedo, se tomó la decisión de colocarla en el patio de la Universidad, pero los indios acudieron a venerarla. No bastó con prohibirles la entrada al recinto: los gentiles comenzaron a depositar siniestras ofrendas afuera de la Universidad. No hubo más remedio que enterrarla de nuevo.
–Los indios buscan algo que los conecte con su pasado –dijo Alejandro de Humboldt, pensativo.
–Es una cuestión más complicada, Barón. Por estos rumbos comienzan a soplar malsanos aires de independencia, y sin duda esa diabólica escultura tiene que ver con ello. Si accedí a intervenir en su exhumación, fue por la amistad que nos une.
Llegaron frente al convento de San Agustín. Era uno de los más grandes que Alejandro de Humboldt había visto en ambos lados del océano.
–Entiendo la preocupación, monseñor. En Popayán vi destrozar un ídolo en la plaza porque “aullaba en las tormentas”. Si algo me queda claro de mis expediciones recientes es que las viejas supersticiones son difíciles de erradicar. Pero mire su convento, y los edificios que nos rodean. Han construido una ciudad donde abundan los palacios. Tiene la elegancia y la uniformidad de Milán, París o Berlín. Sus calles están más limpias que en la mayoría de las ciudades europeas y la iluminación nocturna es hermosa.
–Sin duda. Pero por más que queramos, no podemos olvidar que debajo de nuestros templos, palacios e instituciones, hay una serie de piedras que dan testimonio del pasado bárbaro y sanguinario de esta ciudad. En mi opinión, no les arrojamos suficiente tierra encima.
Los hombres se despidieron y Alejandro de Humboldt decidió regresar a la Universidad para mirar otra vez la escultura. Las nubes estaban cargadas de electricidad, y le recordaron sus experimentos con anguilas a orillas del Orinoco. La manera en que los nativos habían utilizado caballos para cazarlas, obligándolos a meterse en el agua para que las anguilas soltaran sus descargas y posteriormente pudieran atraparlas ya debilitadas, aún a costa de que se ahogara más de algún equino, era una de las cosas más extrañas que había atestiguado en las Indias. Sin embargo, su encuentro con aquella piedra –que según el erudito don Antonio de León y Gama, a quien había leído con atención, representaba a la diosa Teoyaomiqui–, superaba esa experiencia. Había leído también las crónicas de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo, pero nunca imaginó la sacudida que le causaría mirar con sus propios ojos el pasado mexicano. Y eso no lo había querido admitir ante monseñor Marín. Las anguilas eléctricas del Orinoco causaban ampollas en la piel, pero la escultura enterrada en el patio de la Universidad provocaba un efecto más difícil de asimilar: su grandeza encogía el alma.
Por el camino se encontró con una gran cantidad de indios desnudos o cubiertos con harapos, algo que no ocurría en Lima o Santa Fe. No, al menos, en la proporción que se veía en las calles de la capital de la Nueva España. Tenía entendido que desde los tiempos de Moctezuma existía ya una multitud de desgraciados sin propiedad. “¿Acaso hay que asombrarse de que después no hayan podido adquirirla?”, meditó.
Al llegar a la Plaza Mayor, Alejandro de Humboldt dirigió sus pasos por un costado del Parián hacia la Catedral: ahí, empotrado en uno de sus costados, estaba otro de los monolitos encontrados durante la remodelación de 1790: el almanaque que daba fe de los conocimientos astronómicos de los antiguos mexicanos. Aquél era motivo de interés para la corona española, porque demostraba a sus enemigos que había conquistado a un pueblo desarrollado. La otra piedra monstruosa, en cambio, ya había sido enterrada dos veces: la primera por los españoles, la segunda por los trabajadores de la Universidad. Alejandro de Humboldt pensó en los temores de monseñor Marín, y en la peligrosa labor de mantener una colonia como aquélla, principalmente porque no era fácil comprender sobre qué fuerzas reposaban sus cimientos… Pasó de nuevo frente a la escultura de Carlos IV. Recordó que una de las patas del caballo pisaba un carcaj, en burda referencia a la dominación española. Evocó entonces la penetrante mirada del indio que dejó la vela en la Universidad, y se preguntó si la colonia y la estatua perdurarían.
Cuando cruzó la puerta de la Universidad, se llevó una sorpresa: el monolito había sido enterrado de nuevo. Nadie se veía alrededor, como si en el fondo de sus corazones los frailes y los trabajadores de la Real y Pontificia reconocieran la vergüenza de su acto. En ese momento, una serie de relámpagos rasgaron el cielo y un aguacero comenzó a caer en el patio de la Universidad, convirtiendo en lodo el promontorio bajo el que se encontraba la estatua. Alejandro de Humboldt sintió la energía poderosa que emanaba de aquel lugar y se apresuró a abandonarlo, invadido por el desasosiego. Creyó escuchar un aullido que se elevaba desde las profundidades hasta el cielo y supo que los antiguos dioses no podrían permanecer mucho tiempo más ocultos.
Semanario Sensacional, lunes 27 de octubre de 2006
Extracto de nota
Arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia dieron a conocer el hallazgo de un monolito prehispánico gigante –correspondiente a la diosa Tlaltecuhtli– en las inmediaciones del predio conocido como la Casa de las Ajaracas, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
El descubrimiento ocurrió el 2 de octubre pasado, en la esquina de las calles de Argentina y Guatemala, y fue realizado por miembros del Programa de Arqueología Urbana (PAU), quienes desde principios de los años noventa vienen haciendo una labor de rescate en los alrededores del Templo Mayor.
Esta escultura monumental mexica es la más grande extraída hasta ahora del subsuelo; su volumen es mayor al de la Coyolxauhqui y al del emblemático Calendario Azteca o Piedra de Sol, y es un claro ejemplo de los tesoros arqueológicos que permanecen enterrados en lo que fue el recinto ceremonial de los aztecas.
La diosa Tlaltecuhtli representaba a la Tierra y a la muerte, era progenitora y a la vez devoradora de todas las criaturas. En su honor se realizaban numerosos sacrificios humanos, ya que los mexicas le atribuían un “apetito insaciable de sangre y cadáveres”, según explicaron los arqueólogos del PAU.
Resulta significativo que este coloso prehispánico haya sido encontrado precisamente un 2 de octubre, fecha en que se conmemora la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, sitio donde también hay importantes vestigios arqueológicos de lo que fue la antigua Tenochtitlan.
Los vagabundos tienen sus privilegios. Nadie se mete con ellos, rondan las aceras con autoridad y no les hace falta comida. Representan un tipo distinto de invisibilidad: ahí están, son notorios, pero todo el mundo hace como si no existieran. El peatón común tiene una manera muy práctica de deshacerse de ellos: bastan unas monedas o invitarles un taco para que desaparezcan de su vista. Y el gobierno tiene atadas las manos respecto a ellos, ya que si intenta desalojarlos a la fuerza de las calles, la Comisión de Derechos Humanos se le echa encima. Por lo tanto, a las autoridades no les queda otro remedio que invitarlos amablemente a mudarse a los albergues, cosa que ellos menosprecian de manera tajante. Así que ahí están, inamovibles, dueños a su manera de la ciudad, conocedores de sus secretos más oscuros y a la vez librados de las presiones y responsabilidades que causan infartos en las personas comunes antes de los cincuenta años. Los indigentes son sorprendentemente longevos…
Esto Casasola lo había aprendido durante el mes que llevaba viviendo en la calle, mezclado con los desposeídos, con el objetivo de realizar un reportaje sobre los menesterosos que infestaban el Centro de la ciudad. Santoyo, el viejo que parecía un cigarro consumido, y que era director y dueño del Semanario Sensacional, tenía una teoría. Aquello no era casualidad: se permitía que los vagabundos proliferaran con la intención de depreciar la zona, correr a sus pocos habitantes y después transformar el barrio en algo lujoso y cotizable, como ya ocurría del otro lado del Eje Central, donde los inmuebles de las calles de 5 de mayo y Madero se cotizaban en dólares.
–Acuérdate cómo estaba el Centro antes de que una sola persona se adueñara de él –le había dicho Santoyo, mientras exhalaba un humo acuoso por la boca. Ya no fumaba, pero utilizaba uno de esos cigarros electrónicos a los que se les enciende un foquito verde en la punta y permiten a sus adeptos arrojar un vapor extraño por la boca–. Le salió baratísimo. Ahora va a ocurrir lo mismo con el resto del Centro.
Para Santoyo siempre había una conspiración en marcha, pactos tras bambalinas y sobornos que caían de las alturas a las alcantarillas. Sobre todo, tenía la certeza de que una trama secreta recorría la ciudad, un hilo conductor que escapaba incluso a aquellos que se creían sus dueños. Fuerzas ocultas y ancestrales que acechaban en todo momento y que constituían el auténtico corazón rector de la urbe.
–Esta ciudad se gobierna con sus propias leyes. Somos el producto de un gran experimento –le dijo un día, mientras desayunaban en el café La Habana de la calle de Bucareli. Las oficinas del Semanario Sensacional quedaban sobre Reforma, muy cerca del periódico La Prensa, al que Santoyo consideraba su real competencia.
–¿Un experimento de quién? –Casasola apartó el plato de chilaquiles a medio terminar. No le gustaba la comida de ese lugar. Miró las fotografías antiguas de la isla caribeña colgadas en los muros desvaídos: todo remitía a un pasado mejor. Y eso ocurría también con los clientes: tras sus grandes ventanales se habían reunido en otras épocas el Che Guevara y Fidel Castro, Roberto Bolaño y los Infrarrealistas.
–Si lo supiera, ya lo habría publicado. Pero creo que nunca lo sabremos.
Santoyo había dicho aquello casi con resignación. Él también era parte de un tiempo ido, del esplendor que la nota roja había tenido en los años cuarenta y cincuenta; se había codeado con Enrique Metinides, Alfonso Quiroz Cuarón y otros protagonistas de la prensa amarilla. De chico había seguido en la radio los crímenes de Goyo Cárdenas, alias el Estrangulador de Tacuba, y el día de furia del Pelón Sobera. Un pasado mítico donde los criminales iban a parar al Palacio Negro de Lecumberri o al manicomio de La Castañeda. Ahora, Santoyo se veía obligado a poner en la portada de su revista mujeres semidesnudas para mantenerse en la competencia. Su sueño era convertir al Semanario Sensacional en un periódico que saliera todos los días, como La Prensa. Tenía setenta y siete años. Le quedaba poco tiempo para lograrlo.
–Pero si lo conviertes en periódico, ya no se va a poder llamar Semanario Sensacional –se atrevió a comentarle Casasola en otra ocasión.
–Por supuesto que no. Pero imagina el nuevo nombre: Diario Sensacional. Suena chingón, ¿no?
Definitivamente, Santoyo era un clásico.
A Casasola le llamaba particularmente la atención el grupo de indigentes que había convertido un segmento de la calle Artículo 123 en su hogar. Era un contingente nutrido –treinta o cuarenta menesterosos–, jóvenes la mayoría, hombres y mujeres, y también niños. Su perímetro iba de la calle de Humboldt a Balderas, y se instalaban en una acera que no tenía techo, al lado de un estacionamiento público. Parecía un lugar poco práctico para establecerse, pero ellos se veían muy cómodos: habían colocado colchones, sillones, mantas, y hasta tenían una televisión; ahí comían, defecaban y fornicaban a la vista de los sorprendidos transeúntes que se aventuraban por esos rumbos. Casasola se refería a ellos como la comunidad “George Romero”, porque parecían muertos vivientes. Uno de ellos, un joven de unos diecisiete años, pasaba literalmente todo el día tendido en el suelo, oliendo thinner, perdido en la dimensión paralela de esa droga permisible, la famosa “mona”, que era la favorita de los habitantes de la calle. Estaba en los huesos, permanentemente con la mano en la nariz, y los ojos en blanco. Nunca se le veía comer y Casasola se preguntaba si en realidad no estaría muerto ya.
Sin embargo, no los compadecía. Tenían un extraño privilegio que explotaban muy bien: eran personas libres a quienes las circunstancias habían puesto más allá de las reglas, pues se les permitía realizar transgresiones que a cualquier otro ciudadano lo llevarían a la cárcel. Eran a su modo anarquistas que ponían en jaque a las autoridades y a los vecinos con el simple hecho de vivir su vida a la vista de todos. Cagaban y cogían a plena luz del día y la gente se ofendía, como si nadie más llevara excrementos y deseo sexual en sus entrañas. A Casasola le gustaba que alteraran el orden público y moral de aquella manera, porque le devolvían su naturaleza a dos actos que el mundo civilizado había relegado a tabúes. La comunidad George Romero era una auténtica tribu que se comportaba de manera silvestre en medio del concreto, y que hacía el tipo de cosas que las personas estaban acostumbradas a ver en los documentales de National Geographic y Discovery Channel, pero no en pleno Centro de la ciudad. También le parecía significativo el sitio que ocupaban: a unos metros de ellos, en la esquina de Balderas, había un puesto de tacos que siempre estaba lleno de gente, y hacia el otro lado, sobre la calle de Humboldt, un elegante restaurante español que frecuentaban políticos y funcionarios gubernamentales trajeados, a los que se les veía en la acera fumando tras haber rellenado sus barrigas con carnes frías y vinos caros. Difícilmente otro lugar del mundo presentaría tales contrastes en tan pocos metros. La maravilla de la Ciudad de México era que todo tenía cabida a pesar de las diferencias: los indigentes cagando en la vía pública y los burócratas con la tripa satisfecha. “El placer y los excrementos”; quizá así titularía su reportaje cuando lo terminara.
Llevaba un mes sin bañarse. Casasola se había tomado muy en serio su papel. Su barba creció más que nunca, y el poco cabello que le quedaba, también. Vestía unos pantalones de mezclilla que antes eran azules y ahora estaban negros de mugre, una playera que podría ser la de un mecánico tras una larga jornada metido bajo el chasis de un carro, las botas más viejas que tenía y un abrigo usado que compró en La Lagunilla. Pero el toque especial de su atuendo lo conformaban un par de guantes de tela sin dedos que no se quitaba bajo ninguna circunstancia. Casasola pedía dinero a los transeúntes, a pesar de que Santoyo insistió en darle viáticos. Descubrió que, contrario a lo que imaginaba, podía comer decentemente, y cuando el hambre apremiaba y necesitaba procurarse porciones más abundantes, sólo tenía que deslizarse a alguno de los puestos de tacos de Bucareli o Balderas para comprobar la generosidad de los comensales. Él solía rechazar a los indigentes que mendigaban comida, pero ahora se alegraba de beneficiarse con aquello que Santoyo llamaba “el complejo de culpa de los mexicanos”. En cierta ocasión, sólo para comprobar hasta dónde llegaba esa generosidad culposa, se comió cinco tacos inmensos rellenos de carne, rajas, frijoles y nopales, cortesía de la gente que se sentía redimida tras haber concretado su buena acción del día. Nunca iba a su departamento, a pesar de que estaba situado en un lugar estratégico, en las calles de Donceles y República de Argentina, en pleno corazón del Centro Histórico; no quería arriesgarse a exponer su falsa indigencia. Orinaba y defecaba en baños públicos y si lo sorprendía una tormenta aguantaba estoicamente a la intemperie. Su celular estaba guardado en un cajón de su escritorio, así que se comunicaba con Santoyo por medio de los teléfonos públicos cuando era estrictamente necesario. Todos los lunes compraba su ejemplar del Semanario Sensacional, y sentía raro no ver su nombre publicado. El orgullo no lo abandonaba ni siquiera en esos momentos de frugalidad autoimpuesta. Tal paradoja lo hacía pensar en escritores vagabundos, particularmente en Joe Gould, el mítico indigente neoyorquino que durante la década de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX cautivó al círculo bohemio de Manhattan con su proyecto Historia oral de nuestro tiempo, obra monumental que supuestamente se encontraba escribiendo y que en su momento llegó a interesar a literatos como Ezra Pound y e. e. cummings. Joseph Mitchell, periodista del New Yorker, había escrito un libro sobre este fascinante personaje, titulado El secreto de Joe Gould, donde revelaba que en realidad este menesteroso con ínfulas de autor, al que solía vérsele borracho imitando el vuelo de una gaviota, no hizo más que tomarle el pelo a todo el mundo: nunca escribió una sola línea de su famoso proyecto, pero en cambio se encargó de publicitarlo muy bien. Mitchell consideraba aquel gesto una genialidad y, contrario a lo que pudiera pensarse, lo veía como un acto de honestidad literaria: “Si de algo la raza humana estaba bastante provista, incluso demasiado provista, era de libros. Y pensando en la catarata de libros, los Niágaras de libros, los ríos torrenciales de libros, las toneladas y carros de libros que las prensas del mundo surcaban a la vez en aquel momento, poquísimos de los cuales merecía la pena mirar, no digamos ya leer, empezó a parecerme admirable que Gould no hubiera escrito el suyo. Un libro menos para atestar el mundo”. Por eso, se decía a sí mismo Casasola, era mejor publicar en periódicos y revistas. Al menos después se podían limpiar los vidrios de las casas con ellos.
Arrojan corazones en el Templo Mayor. Se presume son humanos
La Prensa, sábado 14 de agosto de 2011
Extracto de nota
Como si el pasado volviera a escenificarse sobre lo que fuera el gran centro ceremonial de la antigua Tenochtitlan, tres corazones fueron encontrados la mañana de ayer en las inmediaciones de la zona arqueológica del Templo Mayor, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Trabajadores del lugar reportaron que los macabros hallazgos se realizaron en lugares muy específicos de las ruinas prehispánicas. El primer órgano fue hallado en el adoratorio a Tláloc, dentro de la vasija de piedra que sostiene entre sus manos la escultura del Chac Mool; el segundo, en la zona conocida como “la casa de las águilas”, al pie de la escalinata resguardada por dos cabezas de ave; y el tercero en el altar tzompantli, entre las calaveras de piedra.
Peritos de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal acordonaron la zona, y se encuentran realizando las investigaciones pertinentes. Los corazones fueron enviados al laboratorio de patología, ya que deben ser analizados para comprobar si son humanos o de animales. No se descarta el hallazgo de más órganos.
Elisa Matos, arqueóloga del Instituto Nacional de Antropología e Historia e investigadora del proyecto del Templo Mayor, declaró a este diario que “es evidente que quien haya hecho esto está imitando los sacrificios rituales de los aztecas, pues los tres espacios que eligió para depositar los corazones estaban estrechamente ligados con esas prácticas”. Además, agregó, la fecha elegida coincide con la caída de Tenochtitlan, que ocurrió un 13 de agosto de 1521.
Por su parte, Jorge Mondragón, policía judicial de la PGJDF, consideró que “sin duda esto es obra de un desequilibrado mental, y no hay que buscarle significados esotéricos”. Agregó que se hará todo lo posible por esclarecer el asunto cuanto antes, “para que este importante recinto arqueológico pueda volver a funcionar normalmente”.
El Museo del Templo Mayor permanecerá cerrado mientras dure la investigación policial.
Casasola se encontraba leyendo el periódico en una de las jardineras de la calle de Gante. Le gustaba rondar por ahí porque era el territorio de diversos personajes excéntricos, que aprovechaban los numerosos restaurantes y bares de la zona para buscarse unas monedas. Había tres que le interesaba incluir en su reportaje. Por un lado, estaba un hombre canoso, de bigote y lentes al que llamaba el Orador, que siempre lanzaba consignas contra los políticos y el gobierno, y que también solía tocar la armónica. Lo más curioso era que arrojaba sus arengas en voz baja, como si en realidad hablara para sí mismo. Había que situarse muy cerca suyo y ponerle mucha atención para comprender lo que decía. Lo más llamativo del Orador era que, entre frase y frase, respiraba extraña, profunda y rápidamente, como si fuera un toro bufando y preparándose para embestir. También tenía en la mira a el Cantante: un viejo de pelo largo y sombrero de copa que vestía un mugriento saco imitación de piel de leopardo, rascaba la guitarra sin producir una sola nota coherente y cantaba borucas incomprensibles. Mientras hacía su acto, se meneaba de un lado a otro con pasitos cortos, haciendo la perfecta imitación de un pingüino. Pero su favorito era Rigo Santana, un hombre orquesta con el que ya había conversado en más una ocasión. Tenía setenta y cinco años, era oriundo de Oaxaca y vivía por la Plaza Garibaldi. Tocaba un bongó con sus manos potentes, y el güiro con un peine, mientras cantaba con una voz rasposa pero bien entonada canciones de mambo, salsa y otros ritmos guapachosos. Él mismo se había puesto su nombre artístico, en evidente homenaje a Rigo Tovar y Carlos Santana, y era bastante popular entre los jóvenes que circulaban por el Centro, quienes se tomaban fotografías con él o lo filmaban con sus celulares.
Aquella mañana no estaba ninguno de los tres, así que Casasola leía La Prensa, pendiente de las notas que sacaba la competencia. Lo mejor eran sus titulares, compuestos de una o dos palabras en gruesa tipografía y mayúsculas, siempre acompañados de signos de admiración: ¡HECATOMBE!, ¡TÓMALA BARBÓN!, ¡PERRO MUNDO!, ¡CRUDA FATAL!
Una nota en particular había llamado su atención: el hallazgo de tres corazones humanos en las ruinas del Templo Mayor. Leía tan absorto que no se dio cuenta de que la motocicleta se detuvo a su lado.
–Entrega especial.
Casasola volteó y vio la pizza que le extendía Gerardo. La cogió y el repartidor se fue de inmediato. Todo fue tan rápido que, de no ser porque sostenía la caja con la pizza caliente en su interior, hubiera creído que soñaba. Abrió la tapa y, sobre la masa tapizada de queso, había un recado: “COMUNÍCATE”. Casasola se levantó y se dirigió al teléfono público más cercano. Santoyo tenía ese sistema para localizarlo: mandarle mensajes dentro de pizzas con Gerardo, el repartidor que conocían desde hacía tiempo, pues en los cierres de edición del Semanario Sensacional solían encargar comida al Domino’s del Centro. Gerardo era de confianza y podía localizarlo rápidamente en su motocicleta, pero Casasola no estaba de acuerdo con aquel método. De hecho, tenía conciencia de lo vulnerable de su posición, y la certeza de que si alguien se fijara en él por más de un minuto descubriría su farsa: un vagabundo que recibía pizzas “a domicilio” y que hacía llamadas de los teléfonos públicos era sospechoso. O quizá no, quizá nada era demasiado extraño en la Ciudad de México, el lugar donde no sólo todo era posible, sino parte natural del paisaje. Al menos, Santoyo se acordaba de sus gustos y le había mandado una pizza con atún, cebolla y aceitunas.
–Jefe…
–¿Por qué tardaste tanto? ¿Ya te enteraste de la nota del día?
–Llamé de inmediato. ¿Cuál? ¿Los corazones del Templo Mayor?
–Sí. Quiero que te involucres, aprovechando tu condición de… –Santoyo hizo una pausa, como si temiera que la línea estuviera intervenida–, ya sabes…
A Casasola le divertía aquello, ese cuidado que ambos tenían de mantener su misión en secreto, como si estuvieran rastreando las actividades ilegales de un político importante, pero tan sólo se trataba de un reportaje sobre indigentes. A veces, también le hacía sentirse ridículo.
–No creo que sea buena idea, jefe. Estoy con lo del reportaje, no conviene que me distraiga con otro tema.
–Quintana volvió a desaparecer, hace tres días que no se reporta… Te necesito. No está a discusión.
Casasola resopló, malhumorado. Quintana era el otro reportero del Semanario Sensacional, un periodista con oficio cuyo amor por la profesión sólo rivalizaba con su fidelidad a las cantinas del Centro. Era un borracho profesional que podía pasarse varios días bebiendo sin que nada lo interrumpiera. Santoyo lo había formado y lo veía como un hijo, y por eso se las perdonaba todas.
–De acuerdo. ¿Qué quiere que haga?
–Ahora eres invisible y nadie repara en ti. Quiero que estés muy cerca de la zona; estamos ante un asesino serial y sin duda volverá a actuar pronto.
–La policía no dice nada de un asesino serial, y aún no se sabe si esos corazones son humanos. Bien podría ser una broma de estudiantes de medicina…
–No digas pendejadas. La policía no lo va admitir de momento para no causar mayor alarma. Pero es evidente: tres corazones, tres crímenes. Y tú sabes muy bien que después de tres crímenes ya se le puede llamar asesino serial.
–Entonces me instalo afuera del Templo Mayor…
–¿Leíste lo que dijo la arqueóloga? Se trata de un asesino ritual. Necesito que peines todo el perímetro del Zócalo. Esa parte está llena de ruinas prehispánicas. Y de paso busca a Quintana en las cantinas. Los quiero a los dos.
Santoyo se despidió abruptamente. Desde el primer día que entró a trabajar en el Semanario Sensacional, Casasola proponía reportajes especiales, y procuraba que los casos sangrientos se los asignaran a Quintana. Pero ahora no tenía alternativa. Colgó el auricular violentamente, la caja de la pizza resbaló de su otra mano y cayó al suelo, desparramando su contenido. Casasola miró incrédulo el queso y el tomate batidos en la acera; su desayuno de lujo ahora parecía una mezcla de sesos con sangre. Se alejó, resignado, mientras otros indigentes se aproximaban a inspeccionar el botín.
Los corazones venían en bolsas de plástico Ziploc. Las mismas que Camarena utilizaba para meter los sándwiches de sus hijos cuando los mandaba a la escuela. Sacó los órganos, los llevó a la tarja para limpiarlos bajo el chorro de agua y después los metió en frascos con formol. Se veían en buen estado: podría apostar que fueron encontrados tan sólo unas horas después de haber sido extraídos. En los quince años que llevaba trabajando en el Laboratorio de Patología Forense, Camarena había analizado una gran cantidad de órganos y tejidos, y estaba acostumbrado a verlos como algo separado, a no pensar que antes habían pertenecido a un cuerpo, a una persona viva que tenía una historia. Sólo se conmovía cuando recibía el órgano de un niño. Pensaba que podría ser de alguno de sus hijos, y eso lo hacía tomar conciencia de las atrocidades que se encontraban detrás de su trabajo, de los crímenes cotidianos que, de alguna manera, le daban de comer. A él y a sus hijos. Cada víscera que analizaba justificaba su sueldo. Si no hubiera asesinatos y muertes por aclarar, su familia no tendría sustento. Era extraño y desconcertante verlo de ese modo, así que Camarena procuraba no reflexionar sobre ello. Tomó uno de los corazones y le hizo diversos cortes. Revisó los pedazos e hizo cortes más delgados. Eligió uno y procedió a colocarlo en el cubo de cera que había preparado la noche anterior. Una vez que estuvo fijo, pudo lograr una rebanada aún más delgada, que luego depositó en un porta objetos. Después, utilizando unas pinzas, sumergió el tejido en una tintura que le ayudaría a resaltar las fibras musculares y a clasificar las células cuando lo pusiera bajo el microscopio. Mientras el tejido se secaba, Camarena pensó en sus hijos, que en aquellos momentos se encontraban en una excursión escolar en Teotihuacan. Aún no sabía si aquellos corazones eran o no humanos, pero alguien los había arrojado sobre ruinas prehispánicas. ¿Se podría ser padre de familia conociendo tan de cerca los horrores que aguardaban a la vuelta de la esquina? ¿Cómo hacían sus colegas forenses y los policías judiciales? Había demasiados ojos cansados e inyectados en sangre en la profesión. Curiosamente, Camarena no solía tener pesadillas. Ya era suficiente con lo que contemplaba todos los días mientras estaba despierto.
Casasola bajó hasta la calle 5 de Mayo y se topó con La Ópera, un lugar que Quintana despreciaba. “Bar para turistas”, solía llamarlo. Vivía de la gloria de un dudoso balazo de Pancho Villa en el techo, y de ofrecer platillos cuyas porciones eran dignas de un orfanato. A Casasola, sin embargo, le gustaba beberse una cerveza de vez en cuando en su centenaria barra de cedro y escuchar a los músicos interpretar canciones tan viejas y nostálgicas como ellos. Dobló a la derecha y caminó en dirección al Zócalo. Pasó por los tacos de canasta Chucho, que eran sus favoritos; sintió cómo el hambre apretaba, y deseó servirse un plato rebosante de zanahorias y chiles en vinagre, pero sabía que no lo atenderían. Sólo en la calle de Balderas, ese territorio plagado de puestos callejeros que vendían toda clase de chácharas y tacos de suadero ahogados en manteca, eran bienvenidos los vagabundos. Unos metros más adelante, en la esquina con Palma, llegó a su primer objetivo: la cantina La Puerta del Sol, uno de los sitios predilectos de Quintana. Era un lugar pequeño; al asomarse, se dio cuenta de que su colega no estaba, pero en cambio se encontró con una extraña imagen: una mulata disfrazada de enfermera, con una falda muy corta y unas piernas muy largas enfundadas en medias de red, le daba de comer en la boca a un grupo de viejos sentados en sillas de ruedas. El cantinero le lanzó una mirada fulminante, y Casasola se alejó de inmediato, apenado, pues sintió que había invadido una intimidad que no le pertenecía. Dirigió después sus pasos sobre Motolinía y entró en la Buenos Aires. Esa cantina era larga y en lo más profundo tenía una sección especial para fumadores, dividida por un vidrio de cristal: esas “peceras” que en algunos lugares estaban tan en boga tras la prohibición de fumar en locales cerrados. A Casasola le gustaba el cigarro, pero no le agradaban esos corrales, auténticos guetos para viciosos; prefería salir a la calle y mirar a las personas mientras se llenaba los pulmones con humo. Alcanzó a llegar hasta el fondo y comprobar que Quintana no se encontraba ahí, antes de que uno de los meseros lo sujetara de un brazo y le pidiera que se marchara. Después se internó sobre el corredor peatonal de Madero y retrocedió hasta Bolívar. Pensó que tal vez su colega se encontraría en el Salón Corona; al menos eso solía hacer cuando quería regresar al trabajo: cambiaba el trago fuerte por cerveza y comía algo. El estómago se le removió y lanzó sonidos de tubería vieja cuando pensó en el menú de aquel lugar. En ese momento, Casasola era capaz de matar por un taco de pulpo, una tostada de jaiba o una torta de bacalao.
En el corredor de la entrada estaba Domingo, un mesero veterano, quien lo reconoció al instante y, con rostro preocupado, se le acercó.
–Y ora, ¿qué te pasó?
Casasola palideció. Sintió el absurdo de su farsa a flor de piel. Quiso inventar una excusa, pero no se le ocurrió ninguna.
–Luego te explico. ¿Está Quintana? –el olor del trompo de pastor que estaba a su derecha entró por su nariz como un latigazo. Las piernas se le aflojaron y comenzaron a temblar. Pensó en mandar todo al carajo y abalanzarse sobre esa mole de carne anaranjada y suave como quien abraza a un amigo al que no ha visto en mucho tiempo.
–Ahí anda. Se puso una de relojero, pero ya se está componiendo. Hasta un taco de pierna se echó.
–¿Le puedes decir que estoy aquí afuera?
Domingo lo miró de arriba abajo.
–¿Seguro que estás bien?
–Sí. Sólo avísale que lo estoy buscando, por favor.