Capital y resentimiento - Joseph Vogl - E-Book

Capital y resentimiento E-Book

Joseph Vogl

0,0

Beschreibung

Son tres las ideas que contiene Capital y resentimiento. Primero, que el Internet y las plataformas, que configuran el capitalismo actual (desde Amazon hasta Google), constituyen la última metamorfosis de un régimen financiero que fue instalado a partir de los años sesenta. Aquí, la información se ha vuelto una mercancía y una fuente de creación de valor. La segunda idea es que ha ocurrido una fusión entre el poder financiero y las nuevas tecnologías de la información. Las bolsas y el sistema de Internet trabajan en conjunto en más de un sentido. Esto ha dado por resultado una fragmentación y polarización de la opinión pública, que parece estar siempre tironeada por las falsas noticias y la necesidad de informarse. Esto ha traído consigo que el riesgo de pérdida de la democracia sea inmediato. La tercera idea, y la más inquietante de todas, afirma que para que este nuevo sistema funcione, las plataformas de Internet necesitan la activa presencia de todos nosotros en la web. Uno de los mayores combustibles de nuestras actuaciones y de todos los datos que producimos para el capital es, precisamente, el resentimiento. Es decir, el nuevo orden económico, consolidado sobre los mercados financieros y las plataformas de internet, transforma hasta la última fibra de nuestra subjetividad y sentimientos para producir valor y enriquecerse.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 384

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Vogl, Joseph

Capital y resentimiento : una breve teoría del presente / Joseph Vogl

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo editora, 2023

Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_filosofía)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Mariana Dimópulos

ISBN 978-987-8969-59-6

1. Capitalismo. 2. Economía. 3. Finanzas. I. Dimópulos, Mariana, trad. II. Título.

CDD 332.041

Ensayo y teoría_filosofía

Título original: Kapital und Ressentiment

Traducción: Mariana Dimópulos

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Paula Castro

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© Verlag C.H.Beck oHG, München 2021

La traducción de esta obra contó con una subvención del Goethe-Institut.

Esta obra fue traducida con el apoyo del Deutscher Übersetzerfonds y el programa “NEUSTART KULTUR”

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-59-6

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Advertencia preliminar
Capítulo 1 - Pode monetario
Capítulo 2 - El estándar de información: la episteme de la economía financiera
Capítulo 3 - Plataformas
Capítulo 4 - Poder de control
Capítulo 5 - Los juegos de la verdad
Excurso - Fábula y finanzas
Capítulo 6 - La astucia de la razón del resentimiento
Bibliografía
Leyes, sentencias, informes
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Advertencia preliminar

En el título Capital y resentimiento, la conjunción “y” está sometida a una carga crítica. Esta conjunción señala la pregunta por cómo se combina la construcción de nuevas formas de poder empresarial en el capitalismo digital con el socavamiento de los procedimientos e instituciones democráticos. Nuestra investigación sigue los indicios que llevan desde el dominio de la industria financiera hasta las dinámicas y tormentas de los actuales mercados de la opinión, pasando por el surgimiento de la economía de plataformas.

Algunas tesis centrales determinan el recorrido de los capítulos de este libro. En primer lugar, la industria de Internet de hoy en día es concebida aquí como la renovación de un régimen financiero que viene conformándose desde la década de 1970 y que, tras superar diversas crisis, habilitó una nueva fuente de creación de valor con la explotación económica de informaciones de todo tipo. La información se ha convertido en el recurso más importante del capitalismo actual. Además, los modelos de negocios asociados a este proceso se deben a una estrecha afinidad electiva entre el mundo financiero y las tecnologías de la comunicación. Lo que hoy llamamos digitalización no puede caracterizarse simplemente como la transformación de valores analógicos en formatos digitales ni como la expansión de este tipo de tecnologías en todos los ámbitos sociales, políticos y económicos posibles. Antes bien, las redes informáticas electrónicas han hecho posible una fusión efectiva entre la economía de las finanzas y la economía de la información, fusión que ha producido tanto una rápida expansión del sector financiero como la hegemonía del capitalismo de mercados financieros. De este modo, por un lado, ha surgido un agente económico que interviene en procesos de decisión de gobiernos, sociedades y economías nacionales más allá de las fronteras de los países. Por otro lado, desde la década de 1990, la privatización de Internet, ciertos privilegios jurídicos y la comercialización de la información también llevaron al cultivo de nuevas corporaciones de medios cuyo negocio consiste en apropiarse de infraestructuras públicas, ampliar los mecanismos de control privado y crear y abastecer los mercados de la información. En el contexto de estas arquitecturas de redes, de la industria de plataformas y de las empresas digitales, la dirección de las sociedades y el dominio de las esferas públicas se han convertido en un proyecto empresarial. Por último, los debates sobre las esferas públicas fragmentadas y la polarización política, sobre la pérdida de la democracia y una coyuntura actual favorable a la mendacidad –debates que se han desatado a partir de estas evoluciones– invitan a observar la interrelación entre procesos económicos, vínculos con el mundo y economías del afecto. Es así como el afecto social del resentimiento adquiere una posición privilegiada: en el sistema económico actual, este afecto funge al mismo tiempo como producto y como fuerza productiva, contribuyendo precisamente con sus fuerzas de erosión políticas y sociales a la estabilización del capitalismo financiero y de la información. Estas tesis, las tesis de este libro, no han sido pensadas como parte de una hermenéutica de época, ni tampoco para engalanar diagnósticos generales de un período histórico. Pero sustentan una breve teoría de la situación actual en la medida en que refieren a las circunstancias y las condiciones que, a su vez, hacen posible entender este presente y el modo en que se ha producido.

Capítulo 1

Poder monetativo

En la historia económica, las grandes transformaciones están marcadas menos por acontecimientos resonantes que por giros imperceptibles en tendencias de largo plazo. La última crisis financiera se hizo notar como el estridente final de una belle époque del capitalismo de las finanzas; sin embargo, un recuento puntilloso registra, desde los años setenta, varios centenares de crisis de bancos y monedas que van desde la bancarrota de Herstatt en 1974 hasta el derrumbe del mercado del puntocom en el año 2000. [1] Este tipo de series nos ofrecen suficiente material para constatar una inestabilidad estructural en el sistema financiero moderno, en la que turbulencias y crashes se han convertido en rutina y donde el concepto mismo de crisis financiera ha perdido su fuerza referencial en tanto episodio extraordinario del mercado. Es decir, las “crisis” se han vuelto estacionarias. Lo que se perfila aquí, ante todo, es la paulatina configuración de un régimen económico en el que, desde hace cuatro décadas, concurren circunstancias adversas, situaciones de coerción, nuevas ideas para negocios, intervenciones políticas brutales y coyunturas ideológicas, generando así la brusca separación del capital financiero respecto de la esfera de los estados de bienestar, para ahora dictar el destino de los estados, las sociedades y las economías nacionales.

En este contexto, el cuarto de siglo que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial ha podido aparecer, una y otra vez, como un período de excepción, como un idilio económico dorado pero perdido, en el que, tras la experiencia del desastre económico, social y político de los años veinte y treinta, se intentó el salvataje del capitalismo sobre la base de un comercio de variantes más moderadas. Pues, más allá de las controvertidas valoraciones de esa época de posguerra, había que conceder que los sindicatos fuertes y la regulación de los bancos, los controles de capital y de moneda, las políticas de defensa de lo social, lo tributario y la coyuntura favorable, las inversiones a largo plazo y la producción masiva, las tasas de interés bajas y los márgenes de beneficio apreciables llevaron por aquel entonces, al menos transitoriamente, al crecimiento industrial, al aumento de los salarios y a una moderación en la distribución de los ingresos y los patrimonios. Tal como alguna vez lo habían prometido Max Weber, Joseph Schumpeter, John Maynard Keynes y Karl Polanyi, los tiempos de los mercados desenfrenados de un capitalismo extremo parecían haber pasado definitivamente, y aún en 1968 existía la esperanza de que, con las instituciones y los instrumentos económicos disponibles en los estados industrializados de Occidente, se podrían evitar las inflaciones y las recesiones descontroladas, se podría aumentar el crecimiento económico y se podrían optimizar los “procesos del todo de la sociedad”. En resumen, se trató de una época marcada por la esperanza del peace and plenty, del “bienestar para todos” y de las perspectivas de desactivar las luchas por la distribución a través de dinámicas de crecimiento previsibles. [2]

Más tarde fue ocurriendo, en diversas estaciones, la erosión de estas fórmulas sociales y políticas de compensación; en este proceso, un desplazamiento de fuerzas económicas se combinó con una trasposición del poder político en el plano de la toma decisiones. Este cambio de tendencia, así como su punto culminante, estuvieron marcados por dos fechas sobre las que ya se ha discutido bastante. Por un lado, el final del Acuerdo de Bretton Woods en los años 1971 y 1973, es decir, aquel orden de posguerra decidido en 1944 que, al atar ciertas monedas de importancia al dólar y el dólar al oro, debía garantizar tipos de cambio estables y, así también, seguridades en los intercambios comerciales, la circulación de capital y el servicio de pagos. Diversos factores se han esgrimido como disparadores del final de esa época financiera, monetaria y económica: la creciente movilidad en la circulación de capitales internacionales y una política monetaria expansiva de Estados Unidos, la transformación de este país de ser acreedor internacional a ser deudor global, la acumulación de saldos activos en dólares en el extranjero, el creciente déficit de Estados Unidos por la Guerra de Vietnam y la presión inflacionaria en incremento, la búsqueda de un aumento en los rendimientos del capital debido a la disminución de las tasas de ganancia en las empresas estadounidenses, los superávits de exportación ante todo en Alemania y Japón o el desequilibrio entre las obligaciones y las reservas en oro de Estados Unidos; sea lo que fuere, esto puso en evidencia, en todo caso, el fracaso de complejas construcciones político-financieras, así como el tránsito lento pero definitivo del dinero de mercancías al dinero crediticio, a sistemas monetarios en descubierto con tipos de cambio fluctuantes. De este modo, no solo se crearon nuevos mercados para nuevos productos financieros –como los derivados de divisas–, sino que, en general, se inició un crecimiento casi exponencial de la cantidad de dinero en circulación. [3] Actualmente, en los mercados de divisas de todo el mundo se efectúan transacciones por cinco billones de dólares... por día.

Por otro lado, las tasas de inflación en incremento, el estancamiento y la productividad decreciente en Estados Unidos dieron motivo, entre 1979 y 1981, a drásticos aumentos del tipo de interés básico en la Reserva Federal bajo la dirección de Paul Volcker. Se logró así la hazaña de convertir en una ventaja los déficits comerciales y las deudas en el extranjero de EE.UU., reorientando hacia Wall Street el capital excedente internacional con inversiones que pagan altos intereses. Si bien la decisión de Volcker tuvo un carácter más bien improvisado e intuitivo, el éxito de esta lucha contra la inflación se plasmó no solo en la consolidación de la cotización del dólar sino en una redistribución de patrimonio e ingresos de importantes consecuencias. Mientras que las tasas de ganancia para los bancos y los institutos financieros, para los títulos, los préstamos, las acciones y los capitales financieros subieron, y el 70% de las ganancias de los superávits comerciales europeos fue canalizado de regreso a los mercados financieros de Nueva York, se encarecieron las deudas, se frenaron los incrementos salariales y se redujeron los ingresos de la industria productiva, de la pequeña empresa y de la agricultura. El crecimiento del sector financiero y de los rendimientos del capital financiero vino acompañado de recesión, crisis de deuda del Tercer Mundo y desempleo en aumento. Gracias a una mano invisible, las participaciones en los ingresos del 55% de los hogares que no poseían valores financieros o lo hacían solo en forma negativa quedaron repartidas entre el 45% superior. [4]

En los años setenta, los mercados financieros en expansión y la economía de la deuda aseguraron la hegemonía del capitalismo de Estados Unidos en esas nuevas circunstancias, ofreciendo el marco para la elaboración de aquellos programas liberales que fueron testeados por primera vez en la dictadura militar de Chile desde 1973 y luego fueron implementados en diversas secuencias, períodos y versiones a partir de los años ochenta, tras la llegada a la política de Thatcher y Reagan. Las medidas abarcaban desde la lucha contra los sindicatos y las reformas en el mercado laboral hasta la revisión integral de impuestos a las empresas, al patrimonio y a los ingresos, la programática promoción de los mercados de crédito y de las finanzas tanto como la desgravación de los ingresos de capital, pasando por la privatización de la previsión social, la función pública y los servicios públicos. Esta mezcla de desarrollos heterogéneos y acciones concertadas obtuvo una cohesión sistémica o acaso sistemática al ser flanqueada por diversos tipos de instituciones de importancia. Ese es el caso –por mencionar una organización entre otras, tales como el Banco Mundial, el GATT o la OMC– del Fondo Monetario Internacional (FMI) que, fundado en 1945, en principio tuvo como tarea coordinar la política monetaria internacional, moderando con pagos de compensaciones posibles tensiones en el sistema de tipos de cambio fijos. Sin embargo, tras perder su función con el derrumbe del sistema monetario internacional y la ruptura del acuerdo de Bretton Woods, a partir de la década de 1970 el FMI obtuvo un nuevo ámbito de tareas: se convirtió en una instancia que debe controlar el cumplimiento de criterios de estabilidad ante los tipos de cambio flotantes y debe fungir como lender of last resort [prestamista de último recurso] para bancos centrales y gobiernos en los mercados financieros internacionales. [5]

De este modo comenzó la gran época de esos “programas de ajuste estructural” con los que el Banco Mundial y el FMI –con la ayuda de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos [OECD por sus siglas en inglés]– reaccionan a las crisis de deuda en América Latina y Asia, vinculando otorgamientos de créditos a países en vías de desarrollo y países emergentes con condiciones de reformas, generalizando perspectivas de desarrollo social y económico acordes y, finalmente, velando por la alineación de la política económica y financiera internacional. Los puntos esenciales de este programa fueron resumidos en el Consenso de Washington de 1989. Abarcaban, además de las exigencias de disciplina en las cuentas públicas, la reducción de los gastos del Estado, las reformas tributarias y la privatización de empresas estatales, incluyendo también las tasas de interés y tipos de cambio orientados al mercado, la protección para los inversores, la desregularización de los mercados, la liberalización de la circulación de capital así como medidas para facilitar las inversiones extranjeras. Con estas pautas de una global governance financiera y económica, lo que importaba a las instituciones financieras internacionales no era solo la transformación de estructuras estatales y de las condiciones económicas y políticas, sino el apoyo programático a agencias y grupos de interés específicos. [6] Y si bien esta política fue declarada una y otra vez como fallida, [7] podemos reconocer allí el modelo para los últimos experimentos de gobierno mediante los que, en la eurozona, ha vuelto a ponerse en ejecución este espectro de programas de austeridad ya probado en los países en vías de desarrollo y en los países emergentes: pactos fiscales y de estabilidad, reglas de oro presupuestarias, disciplina en las cuentas públicas, privatizaciones.

Por último, un condicionamiento tal de los procesos de decisión política fue también impuesto mediante la transformación de la función de los bancos centrales en el siglo XX. Los bancos nacionales surgieron del notorio endeudamiento de los Estados territoriales de la Edad Moderna y su antigua gestión mediante acreedores privados; fueron fundados, como el Banco de Inglaterra en 1694, con el propósito de financiar el Estado en forma duradera para administrar los déficits estatales. Sin embargo, lentamente estas instituciones fueron adquiriendo un ámbito de tareas más amplio. Este nuevo ámbito de tareas fue el resultado de situaciones históricas concretas. Estas abarcaron, por ejemplo, el monopolio de la emisión de billetes y de la creación de dinero, el aseguramiento del sistema bancario, el cuidado del valor de la moneda, la regulación de la cantidad de dinero en circulación y las cuestiones que afectan a la estabilidad de los precios, la política de las tasas de interés y la lucha contra la inflación. Principalmente fue la irrupción de diversas crisis bancarias, financieras y monetarias desde fines del siglo XIX lo que determinó la creación de casos representativos tales como el Federal Reserve System en Estados Unidos (1913), el Banco Federal Alemán (1957) o el Banco Central Europeo (1992 y 2007), plasmándose en tres tendencias esenciales. Estas instituciones fueron concebidas para dar seguridad al sistema financiero y monetario; al mismo tiempo, en tanto banker’s banks, es decir, en tanto prestadores de servicios para bancos y mercados financieros, debían velar por la puesta a disposición de reservas de capital en emergencias y en situaciones difíciles. A esto se añade su estatus legal peculiar, caracterizado por un aislamiento formal, una inmunización respecto de otros órganos gubernamentales. Partiendo de la estrecha interconexión entre bancos centrales, instituciones crediticias y sistema financiero, en el correr del siglo XX se impuso el dogma de la “independencia” de los bancos centrales y, desde los años noventa, acaso su forma más radical ha resultado el caso del Banco Central Europeo: según el artículo 107 del Tratado de Maastricht (1992), el BCE, en el ejercicio de “las facultades y en el desempeño de las funciones y obligaciones” que le han sido asignadas, no puede ni solicitar ni aceptar “instrucciones de las instituciones u organismos comunitarios [europeos], ni de los Gobiernos de los Estados miembros, ni de ningún otro órgano”.

Se trata, así, de la formación de enclaves de gobierno que, a diferencia de todos los otros órganos gubernamentales, son independientes y se sustraen, en especial, de cualquier control del poder legislativo. Esto ha tenido consecuencias de gran alcance y ha conducido a una separación estricta y, algunas veces, fijada constitucionalmente, de tareas soberanas como la política monetaria y financiera respecto de las políticas fiscales y económicas de los gobiernos nacionales. Apelando a la doctrina liberal del monetarismo, que supone una vinculación más o menos automática entre cantidad de dinero y desarrollo económico, de este modo fue allanado el camino para la tramitación tecnocrática de decisiones políticas, entregando la política financiera al ídolo de un “gobernar sin gobierno”. Así quedó programada, no en último término, una parcialidad radical o una responsabilidad parcializada de los bancos centrales. Por un lado, fue anulada toda rendición de cuentas frente a los gobiernos elegidos y frente al pueblo que los elige democráticamente. De lo que se trataba era de proteger el orden del mercado de las finanzas y la economía frente a la “tiranía de la mayoría ocasional de representación popular” (Knut Wicksell). Especialmente en el caso del euro y del BCE, no hubo reparos en decir que se trataba de evitar las “inoportunas intromisiones en el sistema económico por parte de actores elegidos democráticamente”. [8] Por otro lado, la consideración y deferencia de los bancos centrales fue enfocada especialmente hacia el ánimo y disposición del público financiero; para asegurar la moneda y el valor monetario han quedado comprometidos, ante todo, con inversores y actores que dictan las dinámicas en los mercados financieros. Así, en tanto institutos gubernamentales, los bancos centrales ofrecen una suerte de protección de minorías para los representantes de las finanzas respecto de las cambiantes mayorías democráticas. A través de los bancos centrales y sus agencias, los mercados financieros pasaron a formar parte integral de la praxis gubernamental, manifestándose allí en su naturaleza parademocrática.

Con la variedad e interacción de tales intervenciones políticas, institucionales y doctrinarias fueron creadas las condiciones para la promoción del nuevo capitalismo de mercado financiero y establecidos los fundamentos para ese experimento masivo global que, desde hace cuatro décadas, tiene como objetivo la “financiarización” de las economías nacionales y de las infraestructuras económicas y sociales en general. A partir de los esfuerzos con los que, en especial en Estados Unidos, se buscó la salida de los aprietos económicos y políticos desde fines de los años sesenta, quedaron abiertos para el sector financiero nuevos radios de acción en el ejercicio del poder de toma de decisiones políticas. Esto se puso de manifiesto, en primer lugar, en la doble expansión de las transacciones financieras, tanto en su crecimiento como en su extensión; el volumen global de las relaciones financieras creció entre 1980 y 2007 más de diecisiete veces. El volumen de intercambios en la Bolsa de Nueva York se multiplicó, de diecinueve millones de dólares diarios en 1975 a 109 millones diarios en 1985; el comercio de derivados y titulizaciones casi se decuplicó de 1998 a 2008, y las inversiones financieras, en 2007, alcanzaron una magnitud del 355% del PBI mundial. Los negocios de la “banca en la sombra”, es decir, los negocios que tienen lugar más allá de las pautas regulatorias tales como las normas respecto del capital propio y de las reservas mínimas, alcanzaron en 2008 un volumen del 140% de la producción económica mundial, y en 2015 del 150%. Esto fue acompañado por una multiplicación de las deudas en el ámbito público, pero ante todo en el ámbito privado. Por ejemplo, en Estados Unidos, las deudas pasaron del 155% del PBI bruto en 1980 al 353% en 2008. También en Estados Unidos, la proporción de los sectores financieros, de seguros e inmobiliarios (los así llamados FIRE: finance, insurance, real estate) en el producto interno en relación con la producción de bienes pasó de cerca del 30% a principios de los años sesenta a más del 90% alrededor del año 2010.

Asociado a estas evoluciones se ha dado un proceso en el cual la participación industrial en la ganancia dentro del total de los rendimientos empresariales se ha ido reduciendo en forma continua. En los Estados Unidos de los años setenta, esta participación pasó del rango del 24% a uno entre el 14 y 15%. En los años noventa, fue superada por la cuota de beneficios de los negocios financieros, inmobiliarios y de seguros. Esto se debió también a una reforma de las estructuras empresariales, puesta en evidencia no solo en fusiones y concentraciones, en la externalización de fuerzas de trabajo así como en el privilegio de los intereses de los shareholders [tenedores de acciones] y del reparto de dividendos a corto plazo entre los accionistas en lugar de inversiones a largo plazo, sino también en la reorientación de las ganancias hacia los mercados financieros y en la transformación de las grandes compañías en sociedades de financiación: la mayor parte de los dividendos de empresas como General Electric o Ford Motor Company no se proviene de las ventas de los productos industriales, sino de servicios financieros; y por ejemplo, si Nike pudo elevar sus ingresos entre 2002 y 2005 en un 470%, esto no se debió a la venta de zapatillas deportivas y camisetas de ejercicio, sino a las utilidades de intereses y dividendos. En Estados Unidos, en el año 2000, la mitad de todas las inversiones de compañías no financieras acabaron en el sector financiero; en el mismo país, en 2001, más del 40% de las ganancias empresariales se produjo en la industria de las finanzas. [9]

Así pues, la financiarización se ha vuelto estructural. Provista de una bendición académica, que ha querido reconocer en los mercados financieros la competencia perfecta, los mecanismos ideales de formación de precios, los modos de acción racional y la distribución óptima de información –como en el ejemplo de la Efficient Market Hypothesis–, esta financiarización se caracteriza por la creciente importancia de motivos, actores, instrumentos e instituciones financiero-económicos para las condiciones de las producciones materiales tanto como para la dinámica de mercados internos e internacionales. Asimismo, determina la manera en que la acumulación de capital financiero se ha vuelto un poder dominante en la estructuración del campo social y político. Por un lado, una creciente inclusión de las poblaciones en el proceso de creación de valor dentro de los mercados financieros ha quedado garantizada mediante el fortalecimiento de los fondos de pensión y los servicios públicos y de asistencia social definidos financieramente, la molecularización de la competencia y la promoción del empleo precario, el aumento de los riesgos de endeudamiento a través de créditos de consumo, sistemas de tarjetas de crédito, costos de formación profesional o hipotecas. El funcionamiento del mercado de capitales exige el constante descubrimiento de nuevos recursos, haciendo un reclamo que incluso ha sido formulado expresamente: “El mundo necesita nuestra guía”; con estas palabras resumió Larry Fink, [10] presidente de Black Rock –el mayor administrador mundial de capitales–, la visión de futuro de la industria financiera.

Por otra parte, el fortalecimiento sistemático de los mercados financieros y sus instituciones ha demostrado su eficacia como programa de redistribución de los ingresos y patrimonios, programa que, desde entonces, ha quedado suficientemente documentado. Las cifras y dinámicas son en gran parte conocidas y se asemejan en la mayoría de los países industrializados de hoy. Así, la expansión de los mercados de capitales llevó a una liberación de fuerzas de divergencia y a que, por ejemplo en Europa, desde el cambio de milenio el volumen de los patrimonios privados haya ascendido a cuatro y hasta seis veces el total de la renta nacional anual. Por último, condujo a que los réditos de capital hayan sobrepasado claramente la tasa de crecimiento de la producción económica a largo plazo. Esto se vio plasmado en la ampliación de la brecha entre los menores y los mayores ingresos, entre los ingresos por salarios y las ganancias patrimoniales. [11] Entre 1988 y 2008, el 44% del aumento de los ingresos fue obtenido por el 5% más rico, y casi el 20% por solo el 1% de la población adulta mundial. De 1999 a 2009, los ingresos del 10% inferior de los hogares en Alemania se redujeron en un 9,6%, y los del 10% superior crecieron en un 16,6%; los ingresos reales de los asalariados se contrajeron entre 2005 y 2015 en cerca del 3%. En 2007, el 10% de los hogares más ricos poseía dos tercios del total del patrimonio privado neto, el 1% más de un tercio de eso, y la fracción superior del 0,1% tuvo una participación del 22,5%; toda la mitad inferior, el 1,4%. Y más claro en el caso de Estados Unidos: allí el 43% del total del patrimonio neto de los hogares quedó concentrado en el 1% más rico de la población, y el 83% en el 10% más rico. La participación del 50% más pobre de la población en los ingresos totales bajó del 20% en el año 1980 al 12% en el año 2018, junto con el descenso de los salarios mínimos reales desde los años ochenta. Asimismo, los países con una industria financiera especialmente dominante, como el Reino Unido y los Estados Unidos, pertenecen hoy a las sociedades occidentales que muestran la menor movilidad social progresiva. [12]

Esta tendencia se ha mantenido aún después de la última crisis financiera y económica. Según un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2019 el 10% de los ingresos superiores disponían de más del 49% de la suma global salarial, mientras que la mitad inferior solo disponía del 6,4%, y el quintal más bajo participaba con menos del 1%. Esto también concierne al estancamiento o la disminución de los menores ingresos en los años posteriores a 2008. En especial en Alemania, ha sido casi exclusivamente el 10% de los hogares más ricos el que se ha beneficiado de los excedentes de exportación en aumento de los últimos años; el incremento en tres billones de euros del patrimonio privado, debido al boom inmobiliario en el mismo período, favoreció en más de la mitad a la décima parte más rica, mientras que casi el 40% de la población no tiene patrimonio o solo deudas. Investigaciones del Instituto Alemán para la Investigación Económica [DIW por sus siglas en alemán] dieron como resultado en el año 2020 que el 1% más rico de la población posee alrededor del 35% del patrimonio neto individual, el 10% más rico más del 67% y la mitad inferior solo un 1%. Y los 45 hogares más ricos tienen tanto patrimonio como la suma del 50% de los ingresos más bajos. [13] Dejando de lado que las crisis financieras siempre están acompañadas de una redistribución de abajo hacia arriba, es posible observar en general y a más tardar desde los años ochenta una evolución en la que el crecimiento del PBI –en los países industrializados occidentales y en especial en Estados Unidos– se ha desacoplado del crecimiento de los ingresos del 90% de la población; esto nos hace preguntarnos si el cálculo del producto bruto interno, sin considerar la distribución concreta del patrimonio y de los ingresos, puede proveer indicadores económicos y de bienestar que sean útiles. [14]

Esta hiperconcentración de ingresos y patrimonio no es solo un indicador de las transformaciones económicas de las últimas décadas. La conexión entre sobreacumulación y desigualdad señala también una subordinación de la reproducción social y económica respecto de los ciclos de reproducción del capital financiero. En este punto es posible reconocer una transformación paulatina en la organización de técnicas de gobierno, que ha conducido al statu quo del régimen financiero y que presenta, al menos, cinco características fundamentales. En primer lugar, con el término “economía financiera” hoy no podemos referirnos ni a un estado de cosas puramente económico ni a un sistema de mercado en especial. La larga configuración del régimen financiero actual no es comprensible al oponer dogmáticamente Estado y mercado, política y economía; la “liberalización de los mercados”, y en especial de los mercados financieros desde los años setenta del siglo XX, no puede entenderse simplemente como una retracción de las autoridades regulativas. Antes bien, es posible demostrar que la demanda de reglamentaciones –en forma de una praxis regulatoria, de instrumentos y de agencias de regulación– ha crecido en forma directamente proporcional a la privatización de las empresas y las funciones estatales. [15] De hecho, ha sido la implementación vehemente de los mecanismos de mercado, así como su fortalecimiento y las medidas para asegurarlos y legitimarlos, lo que ha hecho surgir una plétora de instituciones públicas, semipúblicas y privadas que son muestra de una proliferación y diseminación de funciones gubernamentales, encarnadas en entidades, asociaciones, tratados y grupos lobistas internacionales. Estas entidades operan, por así decir, en forma pluralista y en diversos planos; como elementos y figuras de una global governance financiero-económica no solo definen un régimen que, partiendo de Norteamérica y Europa, pudo ser hecho realidad por iniciativa de los poderes económicos dominantes. Antes bien, la fusión de órganos pertenecientes a los Estados nacionales, organizaciones internacionales y redes, agencias privadas, empresas y procesos de mercado ha dado como resultado un complejo tejido de disposiciones reglamentarias de diversa densidad y alcance. Así, las fuerzas de mercado son forzadas por una proliferación de instancias reguladoras, mientras que, a la inversa, las dinámicas y actores del mercado apelan a una condensación de los sistemas de reglas. Las funciones de gobierno y las formas de acción basadas en el mercado han entrado en una relación interna bipolar, definiendo un sistema económico y financiero que merece el nombre de capitalismo regulativo. [16] La ficción liberal de mercados “libres”, “eficientes” o “no regulados”, que deben desarrollarse feliz y autónomamente más allá de las intervenciones de los gobiernos, pierde aquí todo valor analítico. Precisamente la liberalización de los mercados y de los mercados financieros dio lugar a un programa global de reglamentaciones y re-regulaciones. En tanto forma de poder de tipo particular, el régimen de las finanzas adquirió de este modo un carácter diagramático, estructurando un espacio de inmanencia en el que confluyen facultades soberanas, acciones de gobierno, negocios y operaciones de mercado. El carácter estático de las arquitecturas políticas –por ejemplo, al nivel de los Estados nacionales– queda atravesado por la axiomática dinámica del capital financiero, que como tal se desliga de las ataduras territoriales y se manifiesta, generando reglas propias y dependencias diversas, como una “energía cosmo política y general que hace caer toda barrera y toda ligazón”. [17]

De este modo, con los procesos de financiarización se ha dado el paso de un orden geopolítico a un orden geoeco-nómico. Así, el régimen financiero se ha instalado como un agente inter y transgubernamental, cuyo lugar jurídico e institucional es difícil de establecer: suplanta o complementa la autoridad formal de los gobiernos, socava las distinciones entre lo público y lo privado e interviene de forma inmediata en las economías nacionales y en las políticas de gobierno de los viejos Estados nacionales. En segundo lugar, en tanto tecnología especial para el ejercicio del poder gubernamental, el régimen financiero puede reivindicar para sí el carácter de un cuarto poder que, con su especial potencial de escalación y en tanto monetativo, [18] se afirma a la par del triunvirato de los poderes de gobierno legislativos, ejecutivos y judiciales. El manejo de la crisis de 2007 demostró cómo se puede combinar la formación de reservas transnacionales de soberanía con las agencias del poder monetativo. En especial la política de la eurozona se ha caracterizado por poner entre paréntesis consideraciones jurídicas y participaciones parlamentarias y por suspender procedimientos formales y costumbres democráticas. Diversos comités tales como la “Troika”, la “Quadriga”, las “instituciones” o el “Eurogrupo” no solo ordenaron los típicos paquetes de medidas a los Estados europeos endeudados –a los cuales el alegre mundo de las finanzas adjudicó dos acrónimos no faltos de alusiones: PIIGS o GIPSI, para referirse a Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España–; estas medidas incluyen comúnmente privatizaciones, disminución de gastos, reducciones de personal, estrechamiento del sistema de seguridad médica, reformas del mercado laboral, recortes en los servicios sociales, en los salarios y en las rentas, así como la restricción de los derechos sindicales. Antes bien, para satisfacer los intereses de los tenedores de bonos, se ejercieron facultades soberanas mediante intervenciones directas en las legislaciones concernientes al presupuesto, a los impuestos y al trabajo, facultades que no necesariamente estaban cubiertas por el orden jurídico de la eurozona. Esto resulta aún más llamativo si consideramos que algunos de estos comités tienen, a lo sumo, un carácter improvisado e informal y, a pesar de ser órganos ejecutivos de difícil localización pueden iniciar procesos legislativos. Por ejemplo el Eurogrupo –compuesto por los ministros de finanzas de los Estados europeos, el presidente del BCE, el comisario de la UE encargado de la economía y las finanzas y un o una representante del FMI– controla el cumplimiento de los criterios de estabilidad, así como las políticas de cuentas públicas y las finanzas públicas de los países europeos, pero no está previsto como cargo en sí mismo en la legislación europea y, además, no debe rendir cuentas a ninguna institución europea, incluido el parlamento. Cuando una vez, durante las negociaciones sobre las ayudas de liquidez para Grecia, alguien preguntó por la legitimidad de las decisiones del Eurogrupo y su presidente, la respuesta inmediata fue la siguiente: “En términos jurídicos, el Eurogrupo no existe porque no es parte de los contratos de la UE. Es un grupo informal de ministros de finanzas de los Estados miembro de la Eurozona. No hay reglas escritas de cómo lleva adelante sus tareas, y por eso su presidente no está atado a prescripciones jurídicas.” [19]

De modo que no sorprende que, en ocasiones, diversos representantes tanto públicos como privados del régimen financiero hayan presentado quejas por intromisiones democráticas, advirtiendo que las elecciones no debían “influenciar la política económica” o que las constituciones democráticas representaban una “herencia política problemática” y que eran “incompatibles” con las necesidades financieras y económicas actuales. [20] En estas preocupaciones también vemos articulada la tensión entre los procedimientos democráticos y el orden financiero, cuya economía global del poder se ha reproducido en Europa. Diversas figuras de un poder político excepcional han tomado forma más allá de los límites estatales. Estas figuras van desde la lucha contra los límites legales y políticos en la aprobación de los primeros paquetes de rescate hasta el especial estatuto de gobierno de los diversos órganos de la UE. Como si se hubieran tomado a pecho el consejo de Milton Friedman –usar las crisis económicas como oportunidades para hacer realidad lo que resulta políticamente incómodo–, [21] la oportunidad abierta por la última crisis se utilizó para dar lugar a nuevos márgenes de maniobra, establecer prioridades políticas, asegurar los intereses de la industria financiera y reordenar el poder de decisión más allá de las consideraciones de tipo constitucional. Las facultades de excepción asociadas a este proceso fueron inmediatamente dispuestas a largo plazo a través de una serie de instancias: el Mecanismo de estabilidad europeo (ESM), una entidad de propósito específico en el derecho luxemburgués cuyos órganos gozan de completa inmunidad en las decisiones acerca de los créditos de emergencia y que, con sus directivas, se encuentran más allá de todo control parlamentario y judicial, así como el pacto fiscal europeo y la reforma del pacto de estabilidad y crecimiento, que habilitan a la Comisión europea a intervenir de forma directa en las políticas presupuestarias de los Estados particulares. De este modo han sido eludidos diversos procesos legislativos del derecho europeo, apelando a una “constitución de emergencia no escrita”. Así, fue creada dentro del orden jurídico vigente una estructura secundaria no formalizada jurídicamente que funge como reserva de acción excepcional para situaciones de crisis estacionarias. [22] Hasta hoy, sancionar la violación de criterios de austeridad económicos es parte de la configuración del arte de gobernar europeo, mientras que la ruptura respecto de las normas del Estado de derecho y la democracia es desaconsejada de un modo más bien discreto; posiblemente, esta política de crisis sea esencial responsable de la liberación de fuerzas centrífugas en Europa.

Es con este trasfondo que la grieta entre los países europeos se ha ido profundizando a partir de 2008. Por ejemplo, entre Italia y Alemania la diferencia en la suma de la renta nacional bruta, desde entonces, ha aumentado en 8 000 euros per cápita y por año. [23] Estas dislocaciones continuaban en diversas proporciones y en otras configuraciones a principios de 2020. Por ejemplo, bajo la sombra de la urgencia pandémica y con las situaciones de excepción asociadas a ella –y bajo la vigilancia llena de preocupación de la UE–, no solo quedaron firmemente establecidas estructuras autoritarias en algunos países, como en Hungría o en Polonia, sino que también fueron derogados ciertos mandatos económicos y financieros vigentes. Con las intervenciones irregulares y la compra de deuda pública por parte del BCE para el sostenimiento del euro, con diversas ayudas de emergencia nacionales, con los proyectos de estatización de pagas del salario y pérdidas, ha quedado demostrado que las reglas de oro presupuestarias, los pactos de estabilidad, los criterios de Maastricht o las “cuentas de suma cero” no son condiciones técnicas o tecnocráticas, sino que encarnan programas de acción para la implementación de objetivos políticos; cuando las prioridades cambian, pueden ser llanamente ignorados. Pero dejando de lado el hecho de que, en países como Grecia, España o Italia, los dictados de austeridad y ahorro del pasado demostraron haber profundizado las crisis y los shocks, la adjudicación de créditos llevada a cabo por el Banco Europeo de Inversión (EIB) y por el mecanismo de estabilidad europeo, así como los notorios vetos contra la deuda pública de la Unión Europea (Eurobonds)y los préstamos concertados han de ser considerados como inmediata continuación de la antigua política de endeudamiento desde 2008. Estos procedimientos debilitaron la posición de los “países mediterráneos” frente a los mercados financieros y agudizaron aún más los puntos de fractura y las fuerzas de divergencia dentro de la eurozona. En abril de 2020, los recargos por riesgo para los bonos soberanos de Roma saltaron de golpe, y precisamente en el apogeo de la primera ola de Covid-19, las agencias de calificación reclamaron, bajo la típica amenaza de una pérdida de solvencia, la rápida cancelación de las deudas de la pandemia. [24]

Por una parte, entonces, los procesos de financiarización de las últimas cuatro décadas han llevado a una global governance económico-financiera que, al entrelazar estrechamente rutinas comerciales y sistemas de reglas, así como instancias de reglamentación públicas y privadas, ha intensificado la interdependencia entre instituciones políticas y dinámicas económicas, adquiriendo el formato de una función de gobierno separada. Por otra parte, estos procesos fortalecieron las capacidades para instalar temas de la esfera financiera en el campo político y social. En tercer lugar, los ciclos de la reproducción internacional del capital determinan el modo en que la política y la sociedad se interpretan a sí mismas y el lugar que ocupan. Estos ciclos dictan la agenda de la “habilidad de competencia” de las instituciones y los Estados, dando cumplimiento a la esperanza liberal de instalar los mercados financieros y de divisas como “jueces de los gobiernos”, [25] es decir, como instancias que juzgan sobre las decisiones presupuestarias y de inversión.

Lo que ha sido interpretado como “erosión del Estado” o como “esclerosis global” de la política [26] se plasma menos en un debilitamiento de las prácticas técnicas de gobierno que en una reestructuración de sus objetivos, máximas y procedimientos. En la intensidad del tejido propio del capitalismo regulativo, el acento de la praxis de reglamentación se desplaza; a las intervenciones directas y las estructuras administrativas de comando se suma un sistema indirecto de incentivos e inducciones. Ya en los años ochenta del pasado siglo, el economista y politólogo estadounidense Charles Lindblom reconoció la dimensión gubernamental de los mercados en sus automatismos disciplinantes, que limitaban el margen de acción política y legal con sombríos escenarios de fuga de divisas, desventajas en las tasas de interés, falta de inversiones, estancamiento económico y desempleo creciente. Los perfiles de decisión se ajustan según lo que anticipan de las preferencias del mercado. Desde entonces, la liberalización y apertura de los mercados –desde la financiarización de la economía mundial hasta la estructuración de la eurozona– ha creado un ámbito de encierro en el que precisamente el mercado financiero funge como prisión para los sistemas políticos y las actividades gubernamentales. Aquí vale el principio según el cual “ninguna sociedad de mercado puede hacer realidad una democracia plenamente desarrollada porque el sistema de mercado mantiene prisionero al proceso de decisiones políticas”. [27] Las modernas sociedades económicas y de mercado no se volvieron “posdemocráticas” en algún momento, sino que su diseño fundamental y arquitectura estuvieron definidos desde siempre por la limitación de los márgenes de maniobra soberanos y democráticos. La realidad de las democracias “en conformidad con el mercado” o “liberales” consiste en la confiscación o en la adaptación de sus instituciones y sujetos a la forma del mercado. En tanto mercado de todos los mercados, los mercados financieros son precisamente el escenario de sucesos en que la flagrante liberación de fuerzas financiero-económicas se combina con la construcción de estrictas relaciones de dependencia. La “disciplina de mercado” se ha convertido en un criterio básico de la política, intensificando así la capacidad de intervención del régimen financiero.

Desde esta perspectiva, las turbulencias desde 2007 se nos presentan no como una gran y estrepitosa cesura sino como continuación y restauración de un sistema financiero que viene formándose desde los años setenta. Para salvar la más reciente versión del capitalismo financiero no era posible dejar el curso de los acontecimientos exclusivamente en manos de los mercados financieros. La dramaturgia de los sucesos de la crisis económica demostró ser –en cuarto lugar– la consistente consolidación del régimen financiero y sus estructuras. Lo que había comenzado como problema de liquidez en los mercados de hipotecas y financieros en 2007, transformándose luego en una crisis de deuda soberana, condujo a una situación forzosa en que las deudas debieron ser estatizadas y las instituciones bancarias debieron recapitalizarse, pero donde los presupuestos nacionales solo fueron apuntalados bajo ciertas condiciones. Esto resultó especialmente visible en la eurozona. En la mayoría de los países del euro la crisis de liquidez no comenzó con cuentas públicas deficitarias sino con la implosión de los mercados financieros; [28] así, en la escalada que le siguió, lo que se priorizó fue, ante todo, el vital interés de los acreedores en la lucrativa circu-lación de las deudas soberanas. Los déficits de los bancos privados fueron pagados mediante la toma de créditos en bancos privados; en el servicio de deuda se privilegió a los poseedores de bonos soberanos. Además, la prohibición de financiar directamente a los estados a través de los bancos centrales y la provisión de dinero barato a través del BCE para establecimientos privados dieron suficiente ocasión para trasladar los costos con intereses adicionales para la financiación de los presupuestos nacionales. De este modo se desencadenó un circuito de capitales que logró, con la audaz estatización de las pérdidas privadas, volver a poner a inversores e inversionistas en la posición de acreedores de última instancia. La tendencia transitoria del capital financiero a socializarse fue combatida con gran despliegue de medios públicos. En este sentido, las reglas de oro presupuestarias, los mecanismos de estabilización, los pactos fiscales y los procedimientos contra déficits excesivos han demostrado la ventaja financiero-económica de asegurar tanto la confianza como la posición privilegiada del poder de los acreedores privados, generando además deudores públicos confiables que, en el caso de una crisis y restringiendo su soberanía fiscal, dan preeminencia a las carteras de valores y exigencias de los acreedores.

Así, la transferencia de riesgos económico-financieros desde los mercados a los estados, sistemas sociales y poblaciones, ha resultado exitosa. En especial en Europa, las economías en contracción, los recortes presupuestarios, el desempleo creciente, la reducción de las prestaciones sociales y el estancamiento o disminución de los salarios a partir de 2008 justifican hablar de una colonización interna de las sociedades; al mismo tiempo y con el mismo movimiento ha aumentado la atracción de los mercados financieros. 2009 fue uno de los mejores años de Wall Street; en 2010, el patrimonio general de inversión creció nueve billones, alcanzando un valor récord de 121,8 billones de dólares. Al mismo tiempo, la “temporada de bonos” fue mejor que nunca: en 2008 produjo beneficios por 117 mil millones de dólares y en 2009 por 145 mil millones para los gerentes de los mayores bancos de inversión, los administradores de patrimonios y los hedgefonds [fondos de cobertura]. Goldman Sachs, por ejemplo, pudo contabilizar en 2009 una ganancia en acciones de 13,4 mil millones de dólares y pagó en bonos y remuneraciones a su personal 16,2 mil millones. En 2010 había más millonarios y más patrimonio en sus manos que el existente en 2007; mientras que otros 60 millones de personas caían por debajo de la última línea de pobreza, el volumen del comercio internacional de derivados en 2011 ya era superior al de 2007. [29]

La política económica se ha consagrado a las preocupaciones y necesidades de los acreedores privados y las empresas financieras; por ende, resulta consistente que antiguas ocurrencias e ideas para el reordenamiento de los mercados financieros, tales como los impuestos a las transacciones financieras, mayores impuestos a los rendimientos de capital, regulaciones más restrictivas para las reservas de capital, modificaciones en los incentivos de inversión y en las remuneraciones, prohibición de ciertos productos financieros o la reintroducción del sistema de separación de los bancos de inversión y de comercio, no hayan sido implementadas, o solo en contadas ocasiones y en dosis apenas perceptibles. [30]

Esto sucede a la par de que la dogmática macroeconómica se ha recuperado rápidamente, junto con sus representantes, de los ataques intelectuales sufridos durante los años de crisis. Mientras que en 2008 vimos colapsar el “entero edificio intelectual” de la economía financiera junto con sus modelos y pronósticos, [31] poco tiempo después todas las dudas habían sido despejadas, tal como Ben Bernanke, por entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, dijo en tanto representante de una buena parte de su gremio: “No creo que la crisis nos obligue de ninguna manera a repensar la ciencia económica y financiera en sus fundamentos.” [32] En lo teórico, lo político y lo práctico, el margen de movimiento de la industria financiera fue asegurado en condiciones difíciles, ratificando así una situación en que los Estados y las sociedades demostraron ser un confiable contrafuerte ante las inestabilidades del sistema financiero. La respuesta a la crisis fue el cuidado de sus propios causantes; según un automatismo de enriquecimiento, las capas de salarios e ingresos inferiores quedaron a disposición como potenciales pagadores netos para los propietarios del capital financiero. La redistribución de pagos de interés de abajo hacia arriba se ha combinado con una redistribución de los riesgos financieros de arriba hacia abajo. Los países y pueblos más débiles habían asumido los costos de la crisis. Con tal reaseguro socioeconómico, las poblaciones mismas fueron utilizadas como reservas de mínima para transacciones de los mercados financieros, aligerando sus inestabilidades estructurales con estructuras de enriquecimiento estables: lo que podemos llamar “acumulación originaria” fue programada a largo plazo, estableciendo mediante la distinción entre zonas de explotación y centros de acumulación una nueva lucha de clases en la que los intereses de los grupos móviles de inversión o supercitizens