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Sara está viviendo una historia personal difícil, tras diagnosticarle una grave enfermedad. Junto a su marido y un grupo de personas, se ve envuelta en un misterioso viaje al desierto de Marruecos. Visitan un campamento de tuaregs, dando lugar a que una vieja, sin llegar a entender sus misteriosos mensajes, la sorprenda anunciándole una serie de acontecimientos que van a sucederles. Sara, en el transcurso del viaje, se da cuenta de que aquel viaje está advirtiéndola de un grave peligro e intenta por todos los medios entender qué va a ocurrir. Su historia personal se entremezcla durante todo el viaje, mientras la angustia de todo el grupo crece cuando ocurre algo inesperado. Una novela con una gran carga de misterio pero sobre todo, una novela que desnuda a la autora con vivencias propias que te llegarán al alma.
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Cárcel de arena
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Dirección editorial: Ángel Jiménez
Cárcel de arena
© María Victoria Peset Marí
© éride ediciones, 2021
Espronceda, 5
28003 Madrid
éride ediciones
ISBN: 978-84-18848-41-4
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
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A mis hermanos, Manuel José y Susana, pilares siempre en mi vida.
A mi madre, Victoria, por estar siempre a mi lado.
Mi primer viaje a Marruecos no lo olvidaré nunca; el desconcierto que me producía un país anclado en el pasado, con costumbres y gentes tan diferentes a lo que yo conocía hasta ese momento, produjo un gran desasosiego en mi persona días antes de partir. Tierra que enamora o no la vuelves a pisar en tu vida; ahora, después de repetir la experiencia en numerosas ocasiones, me siento una enamorada del desierto, de los nómadas, de sus gentes hospitalarias, de la grandeza y la soberbia de las altivas dunas, de los bailes y de las risas de los niños del desierto, emocionando mi corazón y provocando un gran nudo en mi garganta, con silenciosas lágrimas asomando en mi rostro. Doy gracias por haber tenido la oportunidad de llevarles grandes sonrisas y aplausos a esos niños, repartir entre ellos juguetes, ropa y otras necesidades, todo ello acompañada de mi esposo, hija y amigos…, es algo que siempre tengo presente. Recuerdos profundos en los que me encierro y quiero más.
Pocas cosas llenan tanto mi pequeño mundo interior que dar todo lo que consigues llevarles y oír esos gritos de alegría a tu alrededor, con sonrisas contagiosas y miradas agradecidas.
Esta historia que os voy a contar tiene muchos momentos reales vividos en mi persona; no soy la protagonista, ni siquiera es una historia real, pero os puedo asegurar que pongo mi alma en ella y muchos de vosotros vais a adivinar momentos vividos conmigo, pinceladas ocultas tras estas letras de tremendas situaciones que me ha tocado vivir y otras que voy a tener que pasar y ni siquiera las conozco. Desde mi humildad os invito a leer esta nueva novela creada para y por vosotros, amigos lectores. Espero la disfrutéis tanto como yo al escribirla.
Sara estaba completamente angustiada. Una y otra vez la vida le mostraba su cara oculta. Era fuerte, o eso le decían, aunque a veces no tenía más remedio que serlo, más por sus seres queridos que por ella misma. Había sufrido mucho cuando su padre y su suegra vivieron la terrible enfermedad del maldito cáncer; ella debía de mostrar fortaleza y guardar sus lágrimas en silencio, no podía encima mostrarles su preocupación y debía de aparentar delante de ellos un gran optimismo y volcarse en sonrisas ante sus ojos. Se fueron arropados como reyes, se fueron con una gran consternación, cogidos de la mano de Sara y de otros miembros de la familia.
Sara recibió otro puñetazo en toda la cara cuando tuvo que salir pitando hacia el hospital. Su marido llegaría en diez minutos con la ambulancia tras un grave accidente; sus piernas llegaron a doblarse mientras escuchaba por teléfono el aviso. Habían pasado tan solo dos meses y Sara agradecía una y otra vez que su marido estuviera con vida y solo hubiera perdido gran parte de su dentadura con una pequeña reconstrucción del labio superior; la fisura en la tráquea no fue a más y unos días de en el hospital hicieron el resto.
Ahora le tocaba a ella en su propia piel. Le acababan de diagnosticar un cáncer de pecho. Interiormente se lo repetía una y otra vez para que su mente la ayudara a asimilarlo cuanto antes. Nuevamente debía de esconderse, ninguna lágrima o muy pocas delante de los suyos, tenía el convencimiento que todo pasaría, debía de ser así, le quedaban muchas cosas que hacer, sobre todo por su familia... los quería tanto.
En el silencio de su habitación se imaginaba lejos, muy lejos, acompañada de risas y buenos momentos. No tenía claro si quería viajar y no enterarse de nada, como si no fuera con ella, o dormir, dormirse y soñar que nada era real, dormir...
El largo viaje llegaba a su fin y del mismo modo acababa de empezar. Sara y Jesús, con el coche cargado de ilusiones y nerviosismo, buscaron lentamente por el parking del puerto de Almería a los organizadores; todos los integrantes del grupo habían quedado allí para conocerse antes del embarque. Dos jóvenes vestidos con sendas camisetas rojas y su flamante y llamativo todoterreno, pintado con numerosos rótulos y la silueta de un tuareg, provocaron una sonrisa nerviosa en ellos. Dos todoterrenos más se unieron detrás de ellos, como por intuición. Parecía que el grupo poco a poco se iba encontrando, faltaba un coche más, puesto que las copias que habían recibido de los organizadores con todos los detalles, número de coches y la ruta del viaje, decían claramente que iban a ser cinco coches y once personas.
Después de las respectivas presentaciones, todos se miraron silenciosos, de alguna manera se observaban y escudriñaban como queriendo saber con qué clase de personas se iban a embarcar en aquella aventura.
Tom y David miraron respectivamente sus relojes, habían sido muy claros pidiendo en el folleto máxima puntualidad. Tenían que presentar y sellar toda la documentación antes de embarcar y no podían empezar el viaje con ningún contratiempo. El quinto coche llegó solo diez minutos más tarde de los demás; parecía que iba a ser un buen grupo.
El gran ferri abrió sus puertas y una enorme y larga rampa quedó a la vista, delante del grupo. Numerosos vehículos esperaban las instrucciones y la confirmación de los empleados para embarcar. Los policías pedían nuevamente los pasaportes a través de las ventanillas de los coches; con pequeñas linternas ojeaban el interior de los vehículos, y varios policías con sus perros adiestrados daban vueltas alrededor de todos.
Sara miró de reojo a su marido, le costaba aceptar que Jesús se hubiera salido con la suya, ya estaban subiendo por la rampa y no había vuelta atrás. Un hormigueo se instaló en la boca de su estómago.
—¡Date prisa, Sara! Los demás ya están fuera de los coches. No los perdamos y no dejes nada a la vista en el coche.
—¡Ya voy, ya voy! Estoy cogiendo la mochila. ¿Dónde has dejado los pasaportes?
—Los llevo yo, Sara. Dame la mano y no te separes de mí.
Uno detrás de otro, el grupo subió unas largas y estrechas escaleras.
La gente se agolpaba amontonada en un ir y venir; realmente uno se podía perder en aquella monstruosa embarcación. Los organizadores encabezaban el grupo y se dirigían al mostrador con los billetes en las manos para coger las llaves de los pequeños camarotes. Tenían tres para los once, el viaje salía un poco más económico si compartían.
—Voy a dar un camarote para Ximo, Mónica y Sheila, puesto que ellos ya son tres —la pequeña Sheila tan solo tenía siete años y era la única niña que viajaba en el grupo.
—Muchas gracias, Tom —dijo Ximo—. Te agradezco este gesto.
Todos estaban de acuerdo y asentían con aprobación, era lo más obvio.
—¿Quién se viene con nosotros? —dijo David mirando a las tres parejas.
—Pues nosotros mismos —contestó Pascual—. ¿No, Laura?
—¡Sí, sí, está bien, sin problemas!
Jesús y Sara sonrieron mirando a sus nuevos amigos Tino y María, una risueña pareja de Madrid; estaba ya claro que les tocaba con ellos.
El camarote era minúsculo, dos literas, un pequeño lavabo y una pequeña ventana. Tras visitar sus camarotes quedaron en verse todos arriba, en la gran sala de la cafetería. Los organizadores habían sugerido en el folleto de información que llevaran una pequeña mochila con bocadillos, bebida y pastillas para el mareo.
Eran casi las doce de la noche y el barco empezó a moverse. Una gran alegría compartida por el grupo asomó en los rostros de todos, de todos menos en el de Sara; el hormigueo que se había instalado en su estómago se había acrecentado. Una lucha interna entre ilusión y desasosiego, entre excitación y pinceladas de temor, hacía que Sara no mostrara la radiante sonrisa que acompañaba a su marido y a todo el grupo.
Jesús la miró embelesado. Sara tenía una belleza elegante, sus expresivos ojos verdes y su pelo rubio hacían que no pasara desapercibida entre la gente. Ya se había dado cuenta de cómo la miraban muchos de los hombres que viajaban de vuelta a su país; tendría que tener cuidado y vigilar de cerca en cuanto llegaran.
—¿Estás bien, Sara? Te noto ausente y un poco sería… ¡Venga, mujer, estamos de vacaciones!
—¡Lo sé, lo sé! Estoy bien, pero tengo ganas de despertarme y estar ya allí, me da un poco de cosa el viaje en barco, supongo que será por falta de costumbre.
—Pues eso tiene solución, en cuanto nos terminemos los bocadillos, te tomas una pastilla de esas que has cogido por si acaso para dormir, no te enteraras de nada, y cuando despiertes, ya habremos llegado.
—Tienes razón... Creo que será lo mejor, me noto muy inquieta, ya no sé si es el barco por lo que me está pasando, o por el sitio donde vamos.
—Tranquila, estamos en buena compañía, estos chicos hacen este viaje varias veces al año y con ellos estamos seguros.
—Eso espero, Jesús, tengo como un presentimiento, pero ahora mismo no sabría decirte lo que me pasa.
Cuando se fueron a los camarotes a descansar, Sara pidió a Jesús que la acompañara hasta el baño; debía de ir antes de acostarse como hacía siempre y esa noche no iba a ser diferente. Se estaba haciendo un lío para regresar al camarote y se veía incapaz de buscar sola el baño y encontrar de nuevo la vuelta; jamás había pensado que hubiera tantos pasillos y puertas, parecía un laberinto.
Salió del baño conteniendo las arcadas que le había producido entrar allí, el olor era irrespirable, no tenía ni idea que producto habían utilizado para limpiar o desinfectar el baño que, a pesar de seguir muy sucio, su olor era nauseabundo.
No sabía las horas que habían transcurrido. Acostada en la parte baja de una de las literas, el barco se movía bruscamente. Se arrodilló en silencio y miró a través de la pequeña ventana, el mar era oscuro... negro, aparecía y desaparecía ante sus asustados ojos, todos dormían. Sara tenía ganas de dormirse de nuevo rápidamente y no enterarse de nada, pero se dio cuenta de que una vez más se estaba orinando. No se lo pensó dos veces, en silencio y en la penumbra del camarote, de puntillas para poder llegar, se bajó las bragas y se alivió en el lavabo; jamás se lo contaría a nadie.
El barco entró despacio en el puerto de Nador, eran casi las ocho de la mañana, tal y como anunciaba la hora de llegada. Las puertas se abrieron y los coches lentamente fueron descendiendo uno tras otro.
Reunidos a la salida, se dispusieron a pasar la aduana. Tom y David llevaban todos los papeles organizados y, sin problemas, cruzaron entrando de lleno en la ciudad; estaban a unos quince kilómetros de Melilla. El grupo conectó la emisora para seguir las instrucciones de Tom y no perderse unos de otros; era uno de los requerimientos obligatorios del viaje. La ciudad de Nador era una de las más comerciales de Marruecos y estaba congestionada de coches y de gente. Irían derechos al zoco de Morakeb, quizás el más grande de la ciudad, allí casi siempre había sitio para aparcar y enfrente, además de freidurías de pescado, se encontraban las cafeterías más limpias, por decir algo, ya que la higiene no era lo primordial para sus dueños.
Sentados por fin en una pequeña terraza, se dispusieron a desayunar.
Eran casi las nueve de la mañana y les esperaba un largo viaje hacia Errachidia. En la ruta programada visitarían algunos pueblos, los más cercanos en dirección hacia el desierto.
—Estamos en la puerta de entrada al Marruecos oriental —dijo Tom mirando a sus acompañantes.
—¿Vamos a visitar el zoco? —preguntó rápidamente Mónica. Lo tenían justamente delante. —Tenemos aún unas horas de viaje y me gustaría llegar a media tarde a Errachidia. Tened en cuenta que vais a ver muchos zocos y comprar ahora no sería una buena idea. Queda mucho trayecto y aquí las carreteras no son como las nuestras, ya lo veréis, ya os daréis cuenta del mal asfaltado y baches, por no mencionar las piedras sueltas. Tened cuidado con los coches que os crucéis.
—Bueno... si no hay más remedio, me hacía ilusión visitarlo, se ve tan grande.
—Por eso mismo, Mónica —continuó Tom—. Es muy grande para visitarlo ahora, pero lo haremos, de eso estoy seguro; a la vuelta llegaremos, si todo va como tenemos previsto, a media tarde, hasta la hora de cenar lo podréis visitar, ya que cenaremos en una de las freidurías de aquí. Ya lo tenemos previsto antes de embarcar de nuevo, siempre lo hacemos así, cena de despedida de viaje en Nador.
El grupo charlaba amigablemente entre ellos mientras terminaban el desayuno. La pequeña Sheila apenas había abierto la boca, era una niña más bien tímida y callada, y le costaba bastante coger confianza con la gente que apenas conocía.
—Quiero ir al baño, mamá, antes de que nos vayamos —le dijo a Mónica en voz baja.
—Yo también voy a ir —contestó Sara aprovechando el momento.
—Pues vamos todas, no tengo ni idea de dónde pararemos luego —añadió María.
Entraron y vieron un pequeño cartel indicando en varios idiomas el baño. Tuvieron que hacer cola fuera, ya que la puerta daba directamente a un minúsculo aseo. Estaba bastante limpio puesto que era primera hora de la mañana, pero la cadena del agua estaba rota y no tuvieron más remedio que hacerse a la idea y orinar igualmente así, pues en unas horas sería insoportable entrar en ese baño.
Mientras salían de la ciudad dirección Errachidia, David y Tom cogieron la avenida Tánger y lentamente pasaron por delante de la Mezquita Hassan II para que a los demás les diera tiempo de admirarla.
Durante el trayecto, David, que era el copiloto, comentaba a través de la emisora a todo el grupo los sitios por donde iban pasando y consejos a tener en cuenta. Muchos niños se agolpaban a pie de las irregulares carreteras pidiendo con las manos extendidas; los turistas siempre llevaban cosas y ellos lo sabían, esperando nerviosos que pararan. Laura sacó una gran bolsa de caramelos que llevaba en los asientos traseros, la abrió y bajó la ventanilla; sin pensarlo dos veces, cogió un puñado y lo arrojó con el coche en marcha. Los niños se empujaron unos a otros invadiendo la carretera. Tino y María, que iban detrás, tuvieron que dar un volantazo, y varios niños quedaron tendidos en el medio. Bajaron corriendo y todos los demás, parados a un lado de la carretera, acudieron con el corazón en vilo mientras rezaban temiendo lo peor.
Unos y otros ayudaron a levantar a los niños tras revisarlos y comprobar que están bien. Laura estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa y no paraba de llorar, tenía muy claro que había sido su culpa.
Pascual intentaba calmarla.
—¡Madre mía, Laura! Cálmate, pero cómo se te ha ocurrido…
Espero que todos estén bien, de no ser así, menudo problema que vamos a tener.
—No pensé que esto pudiera pasar. —dijo entre sollozos— No lo pensé, me dieron lástima todos pidiendo...
—Siento mucho lo que ha pasado, Tom —dijo Pascual—. No volverá a pasar; menos mal que están todos bien.
—No, no volverá a pasar —contestó Tom mirando al grupo—. Esto es lo que no hay que hacer nunca.
Los niños se habían dado un buen susto. Parecía que estaban en medio de la nada. A lo lejos se apreciaban unas pequeñas casas, debían de venir de allí.
—Nosotros llevamos varias cajas con juguetes, creo que estos pequeños se han ganado unos pocos. Voy a sacarlos y a darles a todos; menudo susto que se han dado los pobres —dijo Tino aún pálido.
Cuando Tino abrió la puerta trasera del coche, los niños se empujaban nuevamente para ser los primeros. María, haciendo gestos con las manos, los intentaba calmar y les pedía que esperaran. Había unos ocho niños; cada uno de ellos recibió un puñado de juguetes. Laura se acercó a ellos con los ojos todavía enrojecidos y puso en cada mano de cada niño un puñado de caramelos.
— ¡En marcha, chicos! —dijo Tom—. No ha pasado nada, así que... no hay nada más que decir.
El grupo viajó un largo trayecto silencioso, nadie decía nada por la emisora, cada uno tenía sus propios pensamientos y agradecían una y otra vez que todo quedara en un susto; si a uno de esos niños le hubiera pasado algo, se habrían metido en un lío que ellos no podían ni llegar a imaginar, eran unos auténticos extranjeros.
Sara miraba por la ventanilla contemplando el paisaje tremendamente polvoriento y seco. Era una persona muy intuitiva, observaba y analizaba cada situación que la rodeaba; el viaje acababa de comenzar y habían estado a punto de meterse en un grave problema. En su interior sentía como si tuviera que estar alerta, no acertaba a saber por qué, necesitaba disfrutar de ese viaje, a la vuelta le esperaba un calvario.
Por momentos pensaba que lo estaba soñando todo, el viaje, su operación... No quería darle tantas vueltas a las cosas, ni preocupar más a Jesús, puesto que ni ella misma entendía lo que sentía; esperaba estar profundamente equivocada.
Tom puso el intermitente a la derecha y entraron por un estrecho camino de tierra hacia una gran explanada cubierta por completo de grandes y altas palmeras. Anunció por la emisora que iban a parar a comer.
Iban a desayunar y a cenar en los hoteles, pero como siempre hacían, la comida corría por cuenta de cada uno. El grupo se dispuso a sacar las mesas y sillas que bien organizadas llevaban en el coche; en un momento las mesas se llenaron de latas y de fiambres envasados al vacío, todos llevaban bolsos nevera eléctricos por recomendación de los organizadores.
Se sentaron unos junto a los otros tomando unas cervezas y refrescos.
Nadie se atrevió a mencionar nada sobre lo ocurrido. Pascual y Laura se mantenían callados y a la vez un poco serios. Tom y David querían que su grupo olvidara de inmediato lo ocurrido, estaban de vacaciones y tenían la responsabilidad de que recordaran con cariño ese viaje; eran excelentes acompañantes y siempre lo conseguían, haciendo disfrutar a los participantes hasta el último día.
—Comeremos y sobre las cinco de la tarde llegaremos más o menos a Errachidia —dijo alegremente Tom.
—¡Buena hora! —respondió Ximo mirándolo mientras empezaba a dar bocados a su bocadillo.
—Cuando lleguemos —continuó Tom—, iremos directos al hotel.
Tenéis hora y media para descansar, duchaos o haced lo que os apetezca.
Después nos encontraremos en la cafetería y os tomareis el té. Es todo un ritual aquí, ya veréis, espero que os guste ya que es una de las cosas que más echo de menos cuando volvemos a España. En los zocos, si os gusta, podréis comprar, ya que lo venden por todas partes.
—¿Vamos a visitar la ciudad? Tengo ganas de hacer muchas fotos —
dijo Jesús.
—¡Por supuesto! Vamos a tener tiempo para todo, pero cuidado con las fotos; si no os dan permiso, no fotografiéis directamente a las personas, no les gusta para nada, y menos filmarlos, la mayoría de veces se enfadan y no quieren —explicaba David—. Os llamará la atención sus vestimentas y cómo muchas mujeres llevan el burka puesto, sed discretos, y otra cosa... está totalmente prohibido que fotografiéis a los policías y sus puestos policiales, que están en las entradas y salidas de las ciudades, si no queréis quedaros sin cámara. Si se dan cuenta, os la pedirán y quitarán, ya les ha pasado alguna vez a otros compañeros de viaje por no haber hecho caso, realmente son muy estrictos con eso.
El grupo escuchaba mientras comía, todos tenían curiosidad por las costumbres de esas gentes.
—¿Es grande Errachidia? Informadnos un poco de la ciudad —dijo al fin Laura mirando a Tom.
—Errachidia —dijo Tom— es una ciudad de descendencia bereber, está situada a los pies del Atlas, nos quedan unas tres horas o un poco menos para llegar. Es más bien pequeña y la verdad... bastante pobre, pero cuidado con sus hoteles, no tiene nada que ver, enseguida os daréis cuenta de la diferencia que hay entre estar dentro o fuera. Tiene una abundancia de palmeras datileras alrededor, un gran recurso para ellos.
Cuando entremos, lo haremos despacio, la gran mayoría de la gente se desplaza con bicicletas, burros y mulas, aunque también en coches, claro está.
—¿Qué se puede comprar allí de recuerdo, Tom? —Mónica se había quedado con las ganas cuando estuvieron en Nador.
—Lo más típico son los fósiles y no os podéis ir de aquí sin adquirir la típica Rosa del Desierto, os enseño qué es cuando vayamos de compras, estoy seguro que os va a gustar.
—¡Bueno, chicos! —anunció David—, es hora de que vayamos recogiendo, es hora de irnos ya.
Entre sonrisas, el grupo recogió, no sin antes aprovechar para ocultarse entre las palmeras y cada uno hacer sus necesidades; los chicos, sin problemas, y las chicas, cubriéndose unas a otras, poco a poco iban cogiéndose confianza y amistad entre ellas. La pequeña Sheila, cogida de la mano de su madre, decía una y otra vez que ella no iba a orinar en plena calle. Entre sonrisas y explicaciones, unas y otras la convencieron de que no tenía más remedio y que quizás no sería la última vez que le tocaría hacerlo.
Eran las cinco y media de la tarde. Entraban en Errachidia a través de una gran puerta en medio de la carretera. Desde el puesto policial los miraban atentamente, uniformados hasta los dientes, serios y estrictos. El grupo pasaba por delante despacio y con las ventanillas bajadas; con gesto de aprobación, les daban paso pero sin mover un solo músculo de sus serias caras. Menos mal que habían avisado los organizadores, pues todos tuvieron ganas de fotografiarlos, con sus uniformes grises, guantes blancos y la prepotencia en estado puro con que asentían dando permiso; era para plasmarlo en sus cámaras de por vida, pero imponían demasiado para atreverse...
Se reagruparon y cruzaron la pequeña ciudad hacia el hotel, puesto que estaba a las afueras, y volvieron a conectar las emisoras conduciendo despacio, siguiendo las instrucciones de David.
Las casas eran pequeñas, cuadradas la gran mayoría, parecían hechas de arcilla y paja, no debían de tener más de una o dos habitaciones; el grupo miraba de un lado a otro mientras numerosas personas se les cruzaban con sus burros y bicicletas, todos tenían la sensación de haberse metido de lleno en otro tiempo, otra época. Una mezcla de fascinación y de tristeza les invadió sus corazones, esa gente se había quedado atrapada en el tiempo..., pero parecían contentos, hablaban en grupos en medio de la calle; otros, recostados por los suelos, sonrientes observándolos a su paso. Tal vez se estaban equivocando y los atrapados eran ellos, atrapados en sus ciudades, con sus pertenencias, sus coches y sus hipotecas, día a día con sus vidas quizás demasiado controladas, queriendo cada vez más.
Llegaron delante del hotel y sus ojos no podían creer, después del pequeño recorrido por la ciudad, el aspecto tan impresionante que tenía y tan solo estaban en el amplio aparcamiento. Numerosos marroquís uniformados de un pulcro blanco se situaron al lado de cada coche esperando para saludar y recoger las maletas de los turistas extranjeros.
Tom y David se acercaron rápidamente y dieron unos dírhams a los empleados, puesto que era habitual dar propinas y el grupo aún no había cambiado sus euros, lo harían en cuanto salieran a dar una vuelta por la ciudad.
La entrada del hotel estaba vestida por numerosas alfombras, del techo colgaban llamativas lámparas con cristales de todos los colores; la decoración era exquisita, pequeñas mesas, asientos invadidos por abundantes cojines de todos los tamaños, parecía que estaban en el alojamiento de un cuento real. Por primera vez Sara miró a Jesús y, pellizcándole el brazo, le sonrió.
—¡No me lo puedo creer! —dijo mirándole—. Después de ver lo que hay ahí fuera, esto es impensable.
—Me alegra saber que te gusta, Sara —dijo David al escucharla—.
Tienes una bonita sonrisa ausente durante todo el día, he pensado que quizás no sabías sonreír.
—¡Vaya...! Pues como puedes ver, estás muy equivocado; si todos los hoteles son como este y todo marcha bien, me veras sonreír más de una vez.
—Los sitios donde vamos, Sara, son siempre los mismos. ¡Pues claro que todo irá bien! ¿Lo dudas...? Tom y yo llevamos años bajando al desierto, solo cambian en los viajes las personas, aunque desde luego hacemos grandes y buenos amigos, muchos repiten, puesto que quedan enamorados de estas tierras, de sus gentes y, por supuesto, del desierto.
Espero que seáis unos de ellos, tenemos una gran variedad de hoteles donde elegir e intentamos, cuando repiten, que conozcan otros nuevos y otros lugares.
—¡Venid, acercaos! —llamó Tom—. Id cogiendo las llaves, estamos todos unos al lado de los otros; esta es la de tres personas, toma, Ximo, las demás habitaciones son todas para dos, vamos... recordad que sobre las siete nos vemos en la cafetería.
Puesto que las habitaciones estaban juntas, las chicas pasaban de una habitación a otra contemplando con aprobación y entre sonrisas las espectaculares estancias. Se interrumpían elogiando el hotel y las habitaciones, como si de adolescentes se tratara. Sheila, subida encima de la cama, saltaba una y otra vez riendo mientras la contemplaban. El lazo de la amistad crecía entre ellas, tal vez por su cordialidad, tal vez porque lo requería, tal vez por estar en ese país, tal vez... porque lo iban a necesitar.
Sara entró en su habitación, sentada encima de la cama observaba sonriente todos los detalles, la colcha roja, la lámpara, las alfombras, la enorme tinaja del rincón, el precioso baúl a los pies de la cama. Jesús salió del baño recién duchado, desnudo y con la toalla a modo de turbante en la cabeza.
—¡Ven aquí, que te voy a poner un rato a «rezar mirando cara a La Meca»! —dijo muy sonriente mientras se abalanzaba encima de Sara.
Provocó una gran carcajada en su mujer, que no podía parar de reír; esas palabras y el turbante mal puesto en la cabeza de Jesús junto a sus movimientos de provocador bailarín habían conseguido el efecto deseado. Jesús estaba muy preocupado por Sara y quería verla feliz. Sara le pidió un minuto, iba a darse también una ducha rápida antes de ponerse a «rezar mirando a La Meca».
—¿Quién está en la habitación de aquí al lado, lo sabes, Laura?
—Sí, son Jesús y Sara, no hace falta que digas nada más, también los estoy oyendo, o son muy escandalosos o estas paredes son casi de papel.
—¡Pues menuda juerga se están montando! Tan callada y seria todo el viaje…
—Venga, Pascual... realmente no los conocemos, espero que todos nos llevemos bien, son diez días los que vamos a estar juntos y este es el primero.
—¡No, si no lo digo por nada! Me hace gracia, eso es todo.
Ximo y Mónica charlaban en la cafetería con Tom y David, mientras Sheila intentaba montar un puzle que se había traído para jugar en la mesa al lado de su madre. Tino y María acababan de llegar y fueron directos hacia ellos. A los quince minutos llegaron Jesús y Sara. Pascual y Laura fueron los últimos, con tanto jaleo, habían decidido ponerse a
«rezar» también.
Después de cordiales saludos, todos se dispusieron a esperar el ansiado té, mientras hablaban animadamente entre ellos. Sara se sentó al lado de Sheila y se puso a ayudarla a componer el lío que había formado con el puzle.
Gianna, con su larga y vistosa melfa, se acercó a la mesa con una bandeja. Estrechos y coloridos vasos y una preciosa tetera llenaban por completo la enorme bandeja. La apoyó con sumo cuidado y miró tímidamente a los extranjeros. Además de vestir con la melfa, su rostro estaba parcialmente cubierto, pero sus ojos eran preciosos y expresivos.
Hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo y preguntó con un excelente español, aunque se notaba el peculiar acento, cuántos iban a tomar té.
—¡Todos! —contestó Tom.
Sus manos eran anaranjadas debido a los tatuajes y dibujos que llevada hechos de henna. Cogió la tetera y la abrió, en un pequeño cuenco había trozos irregulares de azúcar, cogió dos y los echó al humeante té, cerró la tapa y movió sin parar pero con cuidado la tetera. Después fue cogiendo vaso por vaso y los llenó desde la altura apropiada para que el líquido produjera una ligera espuma y sin derramar ni una gota. Gianna volvió a verter el líquido de los vasos a la tetera y repitió de nuevo el ritual, añadiendo unas hojas de menta en cada vaso. Saludó con la cabeza nuevamente al maravillado grupo y con delicadeza se fue; pasado un minuto regresó con un pequeño cuenco lleno de dátiles.
—¡Pues yo voy a repetir! —Laura estaba cogiendo la tetera para comprobar si quedaba.
—Excelente —dijo Sara—. Tiene un sabor un tanto áspero, peculiar, pero me gusta.
—Ahora iremos a dar una vuelta, podréis ir a comprar, pero antes hay que ir a cambiar. También aceptan euros, pero os interesa moveros con los dírhams, al cambio sale más rentable que los euros. Cambiad solo lo necesario, lo que penséis que vais a gastar —dijo Tom.
—¿Hay que coger los coches? —preguntaron Tino y Pascual a la vez.
—¡No, no es necesario! Nos vendrá bien estirar un poco las piernas, son cinco o diez minutos, solo estamos a la salida de la ciudad... un paseo.
—¿Habéis desmontado la emisora? Yo no, no pasa nada, ¿verdad? —
preguntó Jesús.
—Quitad solo la antena y guardadla en el coche, tranquilos, nadie os tocará nada, os lo aseguro, aquí robar es un delito grave.
Durante el paseo, las mujeres charlaban y Sheila se esforzaba por soltarse de la mano de Mónica.
—¡No te voy a soltar! ¿No ves la gente que hay? Te podrías perder, haz el favor, Sheila, pórtate bien, vamos a un sitio donde podremos comprar algún recuerdo; si haces caso a la mamá, a lo mejor te compro algo, ¿vale?
—¡Valeeeee! Está bien, pero que sea muy chulo.
Llegaron al zoco de la ciudad, pequeñas y estrechas calles unidas entre otras y sus suelos de tierra. Algunos puestos exhibían un sinfín de prendas íntimas, encajes y transparencias, parecía casi impensable después de ver a las mujeres tan tapadas y con sus velos cubriendo sus rostros que utilizaran semejantes prendas, tan llamativas y sexis.
Por donde pasaban, casi todos los hombres las miraban, sonrientes y haciendo comentarios inentendibles entre ellos, llamándolas e invitándolas a comprar en sus puestos. Sara a su paso hacía que casi todos se volvieran a mirarla, caminaba junto a sus nuevas amigas, pero los ojos de los más jóvenes la escudriñaban de arriba a abajo con mucho descaro.
Se sintió tan abrumada con esas miradas que se paró y esperó a su marido, que iba detrás, cogiéndolo de la mano. El grupo paseaba fascinado observando, allí se podía comprar de todo; además de los puestos, había también pequeños locales concurridos con estanterías repletas de telas, bebidas, especias, zapatos y todo lo que pudieran pensar, sin clasificar ni guardar cierto orden. Llamaban la atención los grandes trozos de carne cruda colgando a la vista y sin ningún tipo de conservación. Algunos con su amabilidad invitaban a entrar al grupo, se notaba el talante hospitalario y abierto de la gente.
Tino y María decidieron entrar en un pequeño local de preciosas alfombras. Mientras decidían… ya les estaban preparando el té allí mismo, en el suelo de un rincón de la tienda. Cuando se dieron cuenta, unos tras otros, todo el grupo se encontraba sentado en el suelo tomando té, con los serviciales dueños, todos menos Sheila, que no paraba de quejarse a su madre, para salir en busca de las pulseras que tanto le habían gustado.
Jesús y Sara compraron también una preciosa alfombra, les habían asegurado que estaba hecha a mano.
—Me ha llamado la atención que te dicen el precio, pero apuntado en una pequeña libreta y te lo enseñan. ¿Por qué lo hacen, David? —
Jesús no lo entendía puesto que hablaban bastante el español.
—Bueno... es una manera que tienen de regatear contigo sin que otros clientes vean cómo van bajando el precio.
—Muy astutos, directamente les he ofrecido la mitad tal y como me sugeriste, pero era duro el tío, no cedía.
—Ellos suben siempre un poco más del doble, en ocasiones el triple, vete tú a saber, les gusta que les regateen, es como un juego para ellos.
—O sea, que he pagado la mitad y aún hubiera podido bajar un poco más.
—La mitad está bien, Jesús, para ser tu primera compra importante, la alfombra es preciosa.
—La próxima vez regatearé yo —dijo Sara—. Pero estoy encantada con la alfombra, quedará perfecta en nuestra habitación.
Dejaron las compras en las habitaciones y se reunieron en el comedor, el ambiente era excelente, bromeaban entre ellos y cada uno comentaba acerca de lo que había comprado.
El restaurante del hotel era precioso y muy colorido. Los camareros con sus turbantes y su gandurah azul sin mangas, sobre otra de manga larga, hacían realmente entrañable y acogedor el disfrute de una cena típica marroquí. Estaba casi al completo, la mayoría, familias o grupos como ellos, extranjeros, bajaban también a pasar la Nochevieja en el desierto. Encima de la mesa pusieron dos grandes ollas de cerámica en forma de cono «tachineras», y los camareros quitaban la parte de arriba, ofreciendo al grupo sin preguntar una de las más típicas comidas que ofrecían a los turistas, tagine, compuesto por patatas, carne y verduras variadas.
Tras la cena, la música empezó a sonar. Los camareros cogían de la mano a las mujeres animándolas al baile. El hotel en esas fechas contrataba a pequeños grupos para deleitar a los turistas con sus músicas y bailes tradicionales, los tumboles no paraban de sonar.
Tras un copioso desayuno, el grupo abandonó el hotel dirección Erfud, estaban a tan solo unos ochenta kilómetros. Por la emisora David informaba un poco acerca de la ciudad y la posibilidad de visitas que podrían hacer durante el día.
—Erfud es una ciudad un poco más moderna —comentaba David—.
Nuestro hotel, el Ksar Desert, os va a encantar. Está construido con materiales autóctonos, el adobe como base, en el interior descubriereis un pequeño palmeral al lado de la piscina. Como vamos a llegar relativamente pronto, dejaremos las maletas e iremos a visitar la sala del Hamman. Os dije que trajerais traje de baño. ¿Lo habéis traído?
—¡Sí! —contestaron unos y otros por la emisora.
—¿Es obligatorio? —preguntó Sara.
—Aquí no hay nada obligatorio, todos tenemos que seguir lo que es la ruta, pero el Hamman es en el mismo hotel, por lo tanto, si alguien quiere saltárselo, no pasa nada, pero yo os lo aconsejo, la verdad es que cuando sales de allí, entre la limpieza que te hacen y el masaje, sales renovado.
»Bueno…, como os decía, después de la sala de masajes comeremos y ya que estamos a tan solo unos treinta kilómetros del oasis de Erchefatti, iremos a visitarlo. Podréis ver por fin las puertas del desierto y desde allí ya se pueden admirar las dunas del Erg Chebbi, puesto que miden unos doscientos cincuenta metros de altura. Mañana por la noche dormiremos allí, a pie de dunas en Merzouga, pero el plan de mañana ya lo iremos hablando.
—Yo lo del Hamman ese lo pensaré —comentó Mónica—. No lo tengo muy claro y con la niña... no sé.
Durante el trayecto continuaban hablando animadamente por la emisora, bromeando y preguntando. David era un joven muy cordial y realmente se desvivía por entretener y aclarar las dudas a todos los participantes del viaje; le gustaba el grupo que se había formado, a la vuelta estaba seguro que todos serían grandes amigos, ya se percibía el buen rollo.
Llegaron a Erfud y dejaron los coches alineados a un lado de una estrecha acera. Nuevamente el responsable del puesto policial asintió dando el visto bueno, se notaba que les gustaba hacerlo con cierta altanería. Tom había propuesto tomar el té antes de ir al hotel. Muchos jóvenes se acercaban contemplando los impresionantes todoterrenos y entre sonrisas y comentarios miraban al grupo, sobre todo a las mujeres.
Algunos un poco más atrevidos ofrecían colgantes, fósiles y pulseras. Tom y David aconsejaron que también podían, además de regatear el precio, canjear ropa, juguetes, etc., casi siempre aceptaban y más si les ofrecías alguna cerveza; aunque presumían de no consumir alcohol, las cogían escondiéndolas de inmediato.
El hotel era tan espectacular que tras recoger las llaves y dejar las maletas, las mujeres quedaron todas en la terraza para hacerse fotos y recorrer todos sus rincones. Los hombres se apuntaron al Hamman.
—No me puedo creer que exista este tipo de hoteles en estos sitios —
comentaba Sara—. Es increíble después de ver cómo viven, sus casas, sus calles... Jamás había estado en un sitio tan lujoso.
—¡Yo estoy alucinada! —contestó Laura mirando de un sitio a otro.
—Este rincón es para hacernos todas juntas una foto, ¿no os parece?
Vamos a sentarnos, me encanta que esté toda la terraza llena de amplios sillones, con sus cojines y las enormes alfombras por todas partes, las telas que cuelgan y el efecto tan colorido. ¡Mirad esos candelabros! Tenemos que decirle a algún camarero que nos saque una foto —María no dejaba de mirar de un lado a otro.
Mónica hizo un ademán con la mano y enseguida se acercó el camarero que recorría de un lado a otro la espectacular terraza. Cuando todas estuvieron sentadas, el amable camarero hizo la foto.
El Hamman tenía varias dependencias. Después de un buen lavado de cuerpo, recibirían un estupendo masaje. Tom y David acudían habitualmente en sus asiduos viajes; después de tanto coche desde la salida de casa, era una estupenda recompensa que el cuerpo agradecía.
Todos con sus trajes de baño puestos, se dispusieron a seguir las indicaciones, gastándose alguna broma que otra entre ellos, y de inmediato se vieron sumergidos en una especie de ritual de higiene, en una gran sala vestida de gran humildad pero escrupulosamente limpia.
—Creo que ya no nos queda ningún rincón por fotografiar, voy a darme una ducha antes de comer. ¿Se viene alguna hacia las habitaciones? —
Sara necesitaba llenar la bañera y relajarse un rato antes de ir al comedor.
Las risas y alegría de sus amigas estaban un poco reñidas con ella, intentaba no pensar y disfrutar al máximo, pero su mente de vez en cuando le jugaba malas pasadas, recordándole el molesto huésped que se había instalado en su pecho. No quería hablar de esto con ellas, no quería alterar el viaje ni que le tuvieran lástima; no había motivo alguno, muchas mujeres pasaban por eso y estaban llenas de vida, lo habían logrado y ella también lo haría, aunque de momento todo parecía un sueño, un sueño real o no tan real..., se tenía que convencer y decirse a sí misma que era verdad, aunque por momentos deseaba despertar y que Jesús la abrazara y comprobar que nada pasaba.
—Sheila tiene hambre y aún queda un rato hasta la hora de comer.
Voy a pedirle algo en la cafetería, supongo que tendrán patatas fritas o frutos secos. ¡Nos vemos luego en el comedor!
—¿Os vais todas a ducharos, no se viene nadie con nosotras? —
preguntó Sheila.
—No pasa nada, Sheila. ¿No tienes hambre? Luego iremos nosotras también a la habitación, no pasa nada por ir nosotras solas, hija, además, sé perfectamente después del recorrido que hemos hecho dónde están, así que vamos, id tranquilas, luego nos vemos.
Poco a poco se reunieron en el comedor. Los hombres fueron los primeros en llegar y estaban esperando a sus chicas, ya que habían quedado en verse allí mientras tomaban unos refrescos. Sentados en una gran mesa, contaban a sus respectivas parejas la visita al Hamman con pelos y señales. Les habían frotado con una especie de estropajo de hilo, enrojeciendo sus pieles y volviendo a su color natural tras el reconfortante masaje y sus aceites reparadores.
Uno de los camareros se acercó a la mesa dejando una gran sopera.
Al instante regresó con una bandeja con pollo y patatas hervidas. Tras desearles buen provecho y con la ya conocida reverencia, se alejó para atender otros huéspedes; en escasos minutos el comedor estaba al completo.
Eran las cinco de la tarde. Tom y David continuaban la ruta marcada, habían informado al grupo que esa tarde tendrían el primer contacto con el desierto. Iban a visitar el oasis de Tafilated, estaban relativamente cerca, conocerían algún asentamiento tuareg y allí podrían dejar algunas de las cajas que habían traído de ayuda humanitaria.
—Cenaremos con esas gentes hospitalarias y agradecidas por vuestro ofrecimiento y sobre las diez de la noche estaremos de vuelta al hotel, la gente del desierto acostumbra a cenar temprano. Mañana no hay que madrugar ya que estamos a un paso de Merzouga —David continuaba con sus explicaciones—. En Merzouga pasaremos cuatro noches inolvidables, es un punto clave para movernos y regresar por la noche al hotel.
Lentamente se acercaban y empezaban a contemplar la majestuosidad de la arena rojiza, sus irregulares y pequeñas dunas, invitándoles alzar la vista ante el principio del espectacular y salvaje desierto.
—El oasis está a tan solo un par de kilómetros, no hace falta que paremos a deshinchar los neumáticos puesto que no vamos hoy a adentrarnos en las dunas. ¿De acuerdo? —continuó David.
—Me están empezando a sudar las manos, Jesús, y tengo un poco de ganas de vomitar.
—¿Quieres que pare, Sara, te encuentras mal?
—Es este maldito estómago, otra vez esa sensación de desasosiego, como una angustia muy fuerte que no sé controlar.
—¡Cálmate, cariño! Si no estás bien, lo digo por la emisora y paramos un poco.
—¡No, no digas nada! Han dicho dos kilómetros, supongo que cuando lleguemos me tomaré una Coca-Cola fresquita y se me pasará.
Este viaje es para desconectar, ya lo hemos hablado y no quiero fastidiarla.
Jesús acarició tiernamente la mejilla de Sara, adoraba a su mujer y la entereza que demostraba. En ocasiones le costaba disimular sus miedos, pero ella merecía toda su atención, comprensión y apoyo.
Sara descansó su brazo en la ventanilla y observó callada todo su entorno; algo dentro de ella le hacía sentir vulnerable, no era lo que estaba sucediendo en su cuerpo, era más bien desconfianza y una alerta que despertaba en ella, pero no entendía esas señales, tendría que controlarse ya que se repetía una y otra vez que carecía de fundamentos; todo marchaba a la perfección, ya tendría bastante que afrontar a la vuelta del viaje, ahora solo tocaba disfrutar, disfrutar de esos momentos y de su marido.
Llegaron al oasis, un verdadero paraíso natural fértil que chocaba con la extrema aridez que lo rodeaba. Había un pequeño embalse de agua cristalina fluyendo a través de pozos subterráneos, era fascinante, de una incomparable belleza. Justamente al lado había un pequeño asentamiento de nómadas, con sus haimas viviendo en paz.
Tom y David dejaron el coche a unos metros de la haimas y por las emisoras pidieron al grupo que hiciera lo mismo. Debían de mostrar respeto por el sitio y por sus gentes. Mientras bajaban de los coches y se agrupaban alrededor de David y Tom, todos observaron maravillados el lugar.
Un hombre salió de una de las haimas saludando con la cabeza y mirando a los visitantes. Era un autentico tuareg, con su gandurah azul de manga larga y su excelente y bien puesto turbante del mismo color.
Llevaba el rostro completamente cubierto a excepción de los ojos. Los tuareg eran los más hospitalarios de todo el desierto, se regían por sus propias leyes que pasaban de generación en generación. «La hospitalidad»
no estaba escrita en ningún sitio, pero se anteponía a todo lo demás, recibían, respetaban y ayudaban siempre a sus huéspedes, sus costumbres y sus leyes debían de ser siempre respetadas.
—¡ Salam aleikum! —saludó Tom con una sonrisa y muy amablemente.
—¡ Aleikum salam! —contestó el tuareg con un gesto de aprobación e invitándoles a pasar a su haima.
—Sean bienvenidos. ¡Pasen, pasen y tomen un té! Mi nombre es Gassit. Dentro está mi esposa Danay, y mis hijos Omar y Amir, ellos están aprendiendo un poco vuestro idioma. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Yo hace años que lo hablo aunque, como podéis ver, no muy bien, se me nota bastante el mal acento —Gassit estaba siendo muy amable con los recién llegados; la rutina y monotonía de su vida despertaban cierta curiosidad cuando llegaban visitantes.
—¡Gracias, Gassit! —dijo rápidamente Tom, mientras todos saludaban al tuareg y mostraban una sonrisa de agradecimiento—. ¡Sentaos, chicos!
Gassit nos invita a tomar el té junto a su familia.
Danay sonrió a sus recién llegados huéspedes y tras un breve saludo se retiró a preparar el té. El grupo sentado junto a Gassit observaba la amplitud de la haima, desde fuera no aparentaba la comodidad y lo acogedora que resultaba. Les llamó la atención cómo Gassit llevaba su rostro cubierto y sin embargo su esposa no. No tenían ni idea de cómo vivían, no sabían nada acerca de sus costumbres y les pareció una visita muy interesante.
Poco a poco entablaron conversación con Gassit, explicando de dónde venían y el recorrido que estaban haciendo. Los dos niños de apenas ocho años miraban sonrientes a los turistas, observaban sobre todo a la niña, a Sheila, pensaban que debía de tener su misma edad. Sheila se encontraba sentada al lado de su padre. Miraba encantada el interior maravillada, para ella era como una gran casa original de muñecas donde sentarse por los suelos y jugar libremente con todos los cojines revolcándose a placer por tan bellas alfombras, esparcidas elegantemente.
Danay colocó la tetera y los vasos en una acogedora pero baja mesa, sacó más cojines y se sentó junto a su esposo. Omar y Amir se sentaron detrás de su padre sin dejar de sonreír. Mientras degustaban el sabroso té y charlaban amigablemente, Gassit les explicaba cómo se las ingeniaban para sobrevivir en un sitio así, aunque él les hacía saber que se encontraban en el paraíso, no siempre disponían del agua que les regalaba el pequeño oasis. En otros tiempos habían tenido que recorrer varios kilómetros en busca del preciado líquido, pero ahora llevaban tiempo asentados en ese maravilloso lugar.
Tom y David llevaban varios viajes sin visitar aquel oasis, de ahí que no conocieran a Gassit y su familia; eran muchos los rincones que recorrer y conocer en aquel espectacular lugar...
Gassit explicaba que las mujeres tuareg no se cubrían su rostro, al contrario que ellos, que solo podían descubrirse ante sus familiares o ante un verdadero amigo.
—Nuestras mujeres —continuaba Gassit— tienen absoluta libertad, al igual que los hombres, visten discretas, pero como quieren y además son ellas las que eligen a sus futuros esposos; jamás sus padres las someterían a una boda forzada. En mi caso, como podéis ver, tengo dos hijos; si tuviera también una hija, ella tendría todo mi respeto a la hora de elegir a su marido.
—Llevamos un montón de cosas que les puede ir muy bien para tus hijos, Gassit —dijo Pascual—. Tengo una caja repleta de ropa y zapatillas y creo que les vendrá bien. Mi hermano me dio un montón de cosas antes de salir, es ropa de mi sobrino, y tus hijos son de su misma estatura.
—¡Pues vamos al coche! —dijo Tino—. Llevo muchos juguetes todavía para regalar y estoy seguro que estos muchachotes van a flipar en colorines; realmente no hemos repartido todavía apenas nada. —Sois muy amables con mis hijos, estoy seguro que os lo van a agradecer. ¡Muchas gracias!
—¡Jesús!, me gustaría darles algunas latas, llevamos de todo y seguro, seguro que lo agradecen y les gusta. Trae también algún paquete de bollería, ¿quieres?
En unos momentos, en esa haima de Gassit se vivió algo que emocionó a todos los componentes del grupo, a todos, incluidos Tom y David.
Gassit fue en busca de su hermana y su esposo, vivían en la haima justamente al lado con su madre. Gassit dio instrucciones a su progenitora para que empezara a organizar y encender una hoguera; en el desierto durante el día hacía calor, pero por la noche la temperatura caía en picado. Tenían huéspedes, huéspedes muy especiales, les habían traído regalos y les tocaba corresponder con creces. Encenderían el fuego y cenarían con ellos y con los demás miembros del asentamiento, no podía hacer menos. Toda la gente, la mayoría familiares, acudieron a la haima de Gassit, presentándose y saludando a los turistas.
El grupo tuvo que ir a los coches y bajar un poco más de lo que había traído; esperaban poder repartir un poco más para aquella gente que los miraba ilusionados. Allí se repartió ropa, zapatos, peluches, etc., y las chicas del grupo repartieron algunas latas entre las mujeres tuareg.
Poco a poco iban reuniéndose todos alrededor de la hoguera, los tumboles empezaron a sonar y las mujeres entonaron sus característicos sonidos guturales que dominaban a la perfección, mientras danzaban para los turistas. Entre aplausos y sonrisas apareció un cielo plagado de estrellas y la luna se alzó luminosa y plena. Alrededor de la gran hoguera y de varias antorchas encendidas, todos los miembros del asentamiento se levantaron a la vez y todo quedó en silencio; el grupo, sin saber por qué, también se levantó en silencio mirándose unos a otros. Una vieja y lenta señora avanzaba despacio hacia ellos, su larga túnica se arrastraba por el polvoriento suelo; se cubría un poco su rostro con el pañuelo que llevaba atado en la cabeza. Cuando llegó se situó al lado de su hijo Gassit, lentamente se descubrió su rostro y observó callada a los visitantes. Los miembros del asentamiento se volvieron a sentar para degustar la exquisita cena que habían preparado, pero la vieja continuaba de pie. El grupo no sabía qué hacer, si sentarse o continuar de pie, puesto que Gassit aún no se había sentado y estaba junto a su madre. En ese momento se sentó y el grupo miró a la vieja como pidiendo permiso.
La vieja arrugada tenía la mirada fría, sorpresiva y enigmática. Se le acercó a Sara con sigilo, observándola de arriba a abajo sin prisa. Levantó la mano y la invitó a sentarse a su lado; ella no lo sabía, no tenía ni idea, pero ese gesto la condenó, la encarceló en medio del desierto silencioso, formando alrededor de ella una cárcel invisible, una cárcel de arena.