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Una niña adolescente descubre que es adoptada. Con la ayuda de sus padres decide buscar a su madre biológica. En su búsqueda encuentra un símbolo en su partida de nacimiento, averiguaciones, incógnitas y enigmas la llevarán a un monasterio. Su incomprensión y rebeldía después del trauma de descubrir que es adoptada la impulsan a no desistir de su empeño. Una cruz abrazada la guiará en un largo camino lleno de emociones y sentimientos entrelazados hasta su destino.
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Secretos de una adopción
Cubierta: Éride, Diseño Gráfico
Dirección editorial: Ángel Jiménez
Secretos de una adopción
© Mª Victoria Peset
© Éride ediciones, 2021
Espronceda, 5
28003 Madrid
Éride ediciones
ISBN: 978-84-16596-29-4
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO
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www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
MARÍA VICTORIA PESET
Secretos de una adopción
Éride ediciones
A mis hermanos, Manuel José y Susana, pilares siempre en mi vida.
A mi madre, Victoria, por estar siempre a mi lado.
Especialmente a mi padre, Manuel Peset, por creer en mí; lo terminé, papá, siento que ya no estés.
Pero, ¿sabes qué? Sí que estás, porque te llevo dentro de mí, en toda mi persona y en mi corazón.
Porque yo formo parte de ti.
Gracias, papá, por tu entusiasmo; ojalá lo hubiera terminado a tiempo. Te quiero, papá.
A mi marido Carlos, por su ayuda y por sus ideas para mi portada; me encantan, gracias, cariño.
A mi hija Laura, por su alegría puesta en este libro.
A mi madre Victoria y a mis hermanos Manuel José y Susana, por su apoyo y sus ganas.
A mis amigos Juan y Encarna, por sus ideas y ayuda prestada.
A Víctor J. Maicas, por compartir sus vivencias como escritor conmigo.
A mi cuñada Paqui y a todos mis amigos y familiares, por prestarme sus nombres y utilizarlosen este ansiado libro, muchas gracias de corazón.
La voz de la sangre, ¡qué fláccida patraña romántica! La paternidad única es la costumbre del cariño y del cuidado. El que sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no lo haya engendrado. ¡Ese es el verdadero padre!
RUBÉN DARÍO (1912)
Los hechos, personajes y situaciones son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Esta historia es fruto de mi imaginación.
Mª VICTORIA PESET
Muchas personas adoptadas, en algún momento de su vida, ya sean adolescentes o adultos, deciden buscar a su familia biológica; es lógico que deseen saber sobre su madre.
Estos inician una búsqueda activa de sus orígenes. Los niños adoptados necesitan entender y asimilar su historia, el deseo de saber no tiene nada que ver con el cariño de sus padres adoptivos, sienten curiosidad sobre lo que ocurrió y por qué fueron abandonados, se hacen muchas preguntas: ¿quién es mi madre? ¿Por qué me dieron en adopción?, etc.
Con el paso del tiempo necesitan entender esa primera etapa de su vida.
La primera fuente de información debería ser de los padres, aunque en muchos casos el tema en algunas familias nunca se haya tratado, tal vez algunos padres se sientan amenazados por el simple hecho de mencionar la madre biológica; nunca será fácil entender esto por unos padres adoptivos, pero no se trata de traicionarlos por pensar: «¿quién fue mi familia biológica?». Ellos deben saber, igual que el hijo adoptado, que han llevado a cabo su papel de padres desde que llegaron a su vida y eso no cambiará nunca.
Los niños adoptados tienen derechos, y estos derechos están respaldados por el código civil, la ley de adopción internacional, y la legislación de las comunidades autónomas.
Deben, si así lo piden, conocer todos los datos sobre su historia que obren en poder de la administración.
En muchos casos nunca se llegó a saber nada del padre o de la madre del menor, pero nunca hay que olvidarse de esos padres, los que ofrecieron un hogar, cariño y todo lo que no obtuvieron de los padres biológicos.
Continúa llamándoles papás, porque lo son incondicionalmente. No los hieras, haz todo lo que esté en tu mano para que te entiendan, y encontrad un equilibrio, ya que sois una familia y esto ya nadie lo cambiará.
El sol acariciaba suavemente todos los rincones del jardín. Olivia, como muchas tardes, se disponía a recoger la colada que su madre tendía en la parte trasera de su casa. Unas margaritas de primavera empujaban con fuerza a través del césped debajo del cedro, también se veían los primeros pétalos de los geranios debidamente plantados al lado de toda la verja que rodeaba la casa.
Recién cumplidos los diecisiete años, se sentía como si la primavera recién estrenada entrara suavemente por toda su piel rebosante de alegría. Hacía siete meses que se habían mudado a esta casa y ya la consideraban su hogar, como si toda la vida hubieran vivido en ella; la gran estancia familiar se extendía en la profundidad de la casa, la cocina comedor daba al jardín, había mucha luz. Disponían en la parte de arriba de una gran habitación que sus padres reservaron para invitados; la habitación de sus padres era la más pequeña de la casa pero también la más acogedora. Enfrente de la cama tenía una coqueta chimenea la cual encendieron en el mes de noviembre, cuando llegaron por primera vez a su nuevo hogar. Olivia no tenía que compartir su habitación con nadie, ya que era hija única. Desde su ventana, al lado de su preciosa cama, observaba su pequeño nuevo mundo: el Valle de Benasque (Pirineo de Huesca).
Es la comarca más importante, hermosa y salvaje del Pirineo central aragonés; el Aneto, la punta más alta de la cordillera, tiene 3.404 metros. Majestuosas montañas y sus crestas ro dean este paraíso.
Dobló con cuidado la ropa y entró en la cocina, su madre estaba preparando la cena, un delicioso estofado del que su padre daría buena cuenta.
—Olivia, sube la ropa a la habitación y guárdala, cariño.
En la cocina se respiraba una sensación de bienestar, la tetera estaba en el fuego, tres tazas bien dispuestas sobre la bandeja y un bonito ramo de margaritas adornaban la mesa.
—Voy enseguida, mamá —le contestó. Subió por las escaleras de madera, guardó la ropa y volvió a entrar en la cocina.
Contempló a su madre frente a la ventana. «Qué guapa es», pensó; ella no es que fuera poco agraciada, pero la verdad, no se parecía nada a ella.
Su madre era muy alta, sus ojos eran de color verde y su pelo rubio era excesivamente largo, recogido siempre en una graciosa coleta. Ella, por el contrario, era más bien bajita, morena y con los ojos castaños.
En ese preciso momento entró su padre, llegaba con aspecto cansado.
—¿Cómo están mis preciosas chicas?
—Hola, papá —susurró con su amplia sonrisa.
—Hola, Pedro, ¿qué tal tu día?—dijo Pasión con cariño.
Alto, de cabello claro con el entrecejo fruncido, el doctor Pedro echó una ojeada a sus mujercitas.
—Ha sido un día duro —dijo Pedro.
La medicina era un oficio practicado por meros seres humanos, llevaba siete meses en su nueva plaza como médico en el nuevo centro de salud a la entrada del pueblo. Cada día Benasque se llenaba de turistas; ascensiones y escaladas, escuelas de esquí, y barranquismo, aumentaban si cabe posibilidades receptivas de este hermoso paraje pirenaico. Los médicos atendían a un sinfín de arriesgados e imprudentes turistas, y Pedro al regresar a casa siempre contaba sin pestañear las aventuras y anécdotas de sus pacientes a Olivia y a Pasión.
El fuego de la cocina era de gas, con leños simulados, pero acogedor y auténtico, como un fuego de verdad. Se sirvió un whisky y se puso a preparar el aliño para la ensalada. Olivia preparaba la mesa y Pasión sacaba el asado del horno.
—Olivia, cariño, me gustaría mucho que invitaras a cenar a alguna compañera del instituto, llevamos tiempo esperando conocer a tus amigas. ¿Qué te parece? —dijo Pedro.
Olivia siempre posponía el momento, una nueva idea estaba creciendo dentro de sus pensamientos.
Ella conocía a casi todos los padres de sus amigas, todas imitaban de alguna manera a sus progenitores, encontraba tan parecidas las caras de sus amigas con sus padres o sus madres, que ella por más que observaba a los suyos no encontraba parecido alguno.
—Pronto lo haré, papá, están siempre tan ocupados…, no te preocupes, has hablado con ellos un montón de veces.
El pueblo, aunque no muy grande, se llenaba de bullicio con tanta gente; no acertabas quién vivía allí y quién estaba de paso. Por otra parte, en casa después del trabajo siempre había algo que hacer, que pintar, reparar o arreglar en el jardín. Esto hacia que Pedro y Pasión aún no conocieran a las nuevas amigas y compañeras de su hija. Olivia terminó su cena, sus padres siguieron hablando.
Pedro explicaba a Pasión que Mario, un chico de veinte años, había quedado atrapado en un barranco cerca de El Refugio de Estos, y lo habían rescatado con helicóptero; sufría rotura de tibia y lo habían trasladado al centro de salud. Estaba asustado, todos los aires de grandeza del muchacho se habían esfumado.
Olivia estaba recogiendo los platos y los puso en el pequeño fregadero.
—Os dejo un ratito, me voy arriba y me daré un baño, después tengo que repasar unos apuntes para mañana.
Con parsimonia y relajada, respiró profundamente e inició los preparativos como si de un ritual se tratara. Sumergida dentro de la bañera, respiraba el olor a incienso previamente encendido con sendas barritas apoyadas en la repisa del mueble del baño. Sus pensamientos volvieron, pensaba en cuando empaquetaba todos sus enseres a medida que le envolvía el agua tibia y la espuma. Su mente le estaba jugando una mala pasada, durante el transcurso de la mudanza había ayudado a su madre a ordenar y empaquetar todo.
Había una caja cerrada; fuera, en el borde, se leía «Olivia». No le dio importancia, pensó en fotografías y recuerdos que su madre iba guardando, era muy minuciosa para eso: la vela del primer cumpleaños, el primer dibujo, el chupete, y así un sinfín de cosas que su madre guardaba con tanto cariño. «Hay muchos hijos que no se parecen físicamente ni al padre ni a la madre», pensaba. La piel empezaba arrugarse y decidió salir de la bañera.
Una vez todo recogido y con el camisón puesto, entró en su habitación; ya en su escritorio se dispuso a estudiar un rato, pero su mente no la dejaba, volvían los recuerdos, porque aunque no prestó demasiada importancia a la caja, decidió averiguar su contenido.
Sus padres dormían, las cajas se amontonaban en una sala donde sus padres las habían ordenado para poco a poco disponer de ellas.
El corazón le latía con fuerza, sentía invadir un espacio que, aunque era de ella, le pertenecía a su madre. Abrió la caja, allí estaba: la primera vela, el chupete, dentro encontró las palabras «Papá y Mamá», se dibujó una sonrisa en su rostro, no le pareció que había nada importante y salió en silencio.
—Olivia —dijo Pasión después de dar unos golpecitos en la puerta—.
Cariño, ¿qué haces tumbada en la cama?, ¿no ibas a estudiar un rato?
Te sugiero que apagues ya la luz, es muy tarde, mañana no te podrás levantar.
De repente, la mente de Olivia regresó a su habitación.
—Sí, mamá, pero después del baño me eché un poco en la cama y me quedé adormecida. Buenas noches, mamá, hasta mañana.
Pasión salió de la habitación y se dirigió a la suya.
—¡Pedro!, a la niña la encuentro un poco pensativa, ¿se llevará bien con sus nuevas compañeras? Este sitio es muy bonito, espero que se sienta a gusto. Yo le pregunto de vez en cuando, pero… a veces la pillo observándome con la vista como perdida y no me dice nada.
—No te preocupes tanto, Pasión, esta es una edad difícil, sus cambios de humor son normales; si tuviera algún problema nos lo diría.
—Creo que tienes razón, Pedro. Cuando decidimos adoptarla solo tenía un mes, siempre hemos procurado lo mejor para ella y creo que siempre hablamos de todo, tiene toda nuestra confianza y estoy segura de que si tuviera algún problema nos lo diría.
Aquella noche, mientras la paz inundaba toda la casa y los tres dormían plácidamente, ninguno podía imaginar cómo en breve les iba a cambiar la vida para siempre.
Cayó un fuerte aguacero típico de la primavera, la fuerte lluvia rebotaba sobre los cristales, la tierra de los tiestos estaba húmeda y las hojas mojadas. Detrás de las ventanas, el jardín ofrecía un aspecto puro y limpio.
Pedro entró como cada mañana en su pequeño despacho y se dejó caer sobre el respaldo de su sillón. Ojeó el periódico, mientras un humeante café le esperaba en la mesa.
Julia entró sin llamar, estaba nerviosa y parecía agitada.
—Buenos días, Pedro, tenemos una emergencia.
La muchacha, atractiva y de cabello rizado, no paraba de moverse por todo el despacho.
—¿Qué ocurre? —dijo Pedro. No entendía cómo Julia, una enfermera con los nervios de acero, podía estar tan alterada.
—Acaban de llamar por radio, un grupo de seis jóvenes y el guía no llegaron anoche a la hora prevista —la sala de espera estaba llena de familiares.
Pedro se quedó pensativo y dijo:
—¿Por qué han acudido aquí?
—Supongo que esperan su encuentro y posterior traslado al centro —dijo Julia.
Pedro abandonó el despacho, su paso firme y presuroso hizo que Julia apenas pudiera seguirlo.
Cuando entró en la sala de espera del pequeño centro, vio cómo se desbordaba la situación. Dos enfermeras trataban de calmar a los padres, que parecían todos histéricos; eran las ocho de la mañana y aún no sabían nada de ellos.
Habían pasado toda la noche allí, después de comprobar que pasaban las horas y sus hijos no aparecían.
Dos agentes de policía intentaban poner orden. El centro de rescate estaba trabajando desde el primer rayo de sol. Por suerte, un momento antes de la avalancha, Víctor, el joven guía, había hablado con un compañero.
Estaban descendiendo la vertiente sur del Posets. Aunque de dificultad media por la zona descompuesta y erosionada, nadie pensaba en un accidente, ya que todos los jóvenes que se inician en esta clase de expediciones habían sido preparados inicialmente y supervisados. Víctor comunicó riesgo de avalancha y descenso inmediato, y no habían podido comunicarse más con él.
Carlos, un veterano médico cuyo cansancio reflejaba en la cara, salió al encuentro de Pedro. Había sido una noche de guardia muy dura; había administrado algún que otro sedante en el transcurso de la noche a varios de los padres.
—Pedro, acaban de llamar de la oficina de la Cruz Roja, dos helicópteros llegarán en breve. Están todos con vida, sufren hipotermia. Tenemos un caso grave de insuficiencia respiratoria, cuatro con extremidades entumecidas, y uno con las costillas rotas; no quiero pensar cuando lleguen, todos estos padres nos van a enloquecer.
—Julia —dijo Pedro—, trata de hablar con los padres, diles que por ahora todo va bien, y que han sido todos hallados con vida, ofréceles que pasen por la cafetería mientras disponemos para atenderles inmediatamente.
Pedro, después de dar instrucciones a su compañera Julia, salió de la sala acompañado de Carlos; la mañana iba a ser movidita.
—¡Olivia!, termina el desayuno, vas a llegar tarde —dijo Pasión.
Con una galleta aún en las manos, Olivia besó a su madre y salió disparada. Por el camino encontró a Laura, que se había convertido en una entrañable amiga; su rostro de tez color crema y sus ojos verdes llamaban la atención.
Iba vestida con un vestido de lino de color amarillo oscuro, y un cinturón de color blanco alrededor de su cintura delgada, sandalias blancas en los pies, adornados con unos calcetines amarillos, y con su mochila a cuestas.
—Buenos días, Olivia, ¿qué tal estás? ¿No has descansado mucho esta noche?
—Hola, Laura, estoy bien, ¿por qué me lo preguntas?
—Verás, creo que no tienes muy buena cara, pero tranquila, no lo digo por nada; por cierto, ¿cuándo me vas a invitar a tu casa?, llevamos siendo amigas desde que viniste y aún no conozco a tus padres.
—Tienes razón, Laura, un día de estos.
—¡Olivia!, tengo una idea, ¿qué tal si organizamos una pequeña merienda este domingo? Mis padres estarían encantados de saludar por fin a los tuyos, te tienen mucho cariño.
La mente de Olivia estaba como atrofiada, no podía negarse, ¿de qué tenía miedo? Pensaba quizás que a sus diecisiete años su mente se estaba volviendo retorcida. ¿Por qué le asaltaban esas terribles dudas?
«Debería hablar de todo esto con mis padres», pensó. «Quizás no tenga tanta importancia, tal vez solo sean pequeñas dudas que no acierto a comprender; el temor no me deja preguntar».
La caja entre las manos, la etiqueta con su nombre, «¡basta ya! Hablaré con mi madre», se dijo a sí misma.
—Me parece estupendo, Laura, hablaré con mis padres, y este domingo lo pasaremos en grande.
—Estupendo, Olivia, mis padres estarán encantados.
Caminaron silenciosamente durante el trayecto hacia el instituto.
Altas y preciosas montañas, silenciosas y observadoras. Era el entorno donde la mirada de Olivia se perdía, en las crestas aún se observaba nieve.
Los nuevos pinos se asomaban tímidamente, arroyos y riachuelos se formaban con el deshielo, se respiraba un aire fresco y puro, la naturaleza bostezaba y como alzando los brazos se estiraba, pequeñas flores de todos los colores inundaban las praderas, y los pinos, ya maduros y cuajados, emanaban su glorioso verdor, oscuros y claros, como esperando a un gran artista para ser plasmados de por vida en lindos lienzos.
Mientras tanto, dos helicópteros descendían en el llano del hospital.
Todo el servicio se puso en marcha, seis jóvenes y el guía fueron trasladados inmediatamente al hospital del centro. Impaciente con el ascensor del hospital, que siempre parecía ser el más lento del mundo, el doctor Pedro bajó a Urgencias. Algunos de sus compañeros distribuían eficazmente a los jóvenes en los compartimentos para una segunda exploración, después de que sus compañeros de primeros auxilios en el helicóptero lo hicieran anteriormente.
Carlos, teniendo en cuenta al joven de las costillas rotas, pensó en controlar en un monitor de forma constante al joven para prevenir posibles riesgos cardiacos.
Pedro se aproximó.
—¿Cómo va por aquí? —dijo. Miraba al joven, parecía que tenía dificultad para respirar.
—Hasta ahora, bien —le aseguró Carlos—, le vamos hacer unas radiografías, el joven ya lleva una vía abierta, por si hay que inyectarle inmediatamente.
—Bien, si no me necesitas, voy hablar con Julia —dijo Pedro—, están revisando a los demás, creo que está todo bajo control. Por cierto, enviaré a alguien para que avise a los padres, y pasen a ver a sus hijos.
Pedro aprovechó que tenía el teléfono público del hospital al lado, y llamó a su esposa:
—Hola, Pasión.
—Hola, Pedro, ¿ocurre algo?
—Verás, hemos tenido una mañana un tanto ajetreada, hay varios jóvenes que deberán permanecer en observación aún varias horas; supongo que me retrasaré hoy un poco.
Pasión, que vivía siempre las tensiones que a veces aparecían en el duro trabajo de Pedro, cariñosamente le hizo saber que no debía preocuparse.
Pasión colgó el teléfono y salió al jardín a respirar un poco de aire limpio y puro.
Era una mañana un tanto fresca, los narcisos se multiplicaban con rapidez, blancos y amarillos, daban una nota de color y alegría en el jardín.
Pasión había pasado la mayor parte de la mañana pintando la habitación de invitados: amarillo pálido fue el color escogido por unanimidad días antes por los tres. La gran ventana de madera con los visillos blancos daba un toque de elegancia, la cama estaba vestida con una colcha blanca, y como mesita, había dispuesto al lado un pequeño arcón de madera que Pasión había restaurado hacía tan solo tres días.
Pasión entró de nuevo en la casa, echó una mirada en la cocina y se dispuso apagar el fuego; una rica sopa de ajo estaba preparada.
Mientras esperaba la llegada de Olivia para comer juntas, Pasión paseó lentamente por toda la casa. Le gustaba su nuevo hogar, poco a poco iba adquiriendo un aire noble, elegante y acogedor; pasaba horas y horas restaurando pequeños muebles, pintando pequeños lienzos que luego colgaba en algún rincón de la casa. Las puertas de la casa habían sido otra cosa, menos mal que decidió comprar la lijadora eléctrica, estaban a la espera de una pasadita de barniz tinte, y listas.
La puerta se abrió y Olivia entró en casa.
—Mamá, estoy aquí, ¿dónde estás?
—¡Olivia!, estoy arriba, enseguida bajo.
Pasión bajó las escaleras como si de una niña se tratara.
—Hola, cariño, ¿qué tal tu mañana?
Olivia demostraba un excepcional interés y ahínco en los estudios, tenía la mente aguda y despierta. El corazón de Olivia dio un brinco y por un momento quedó absorta, luego dio una especie de salto silencioso y se aproximó a dar un beso en la mejilla de su madre.
—Muy bien, mamá, como siempre —dijo como arrastrando las palabras—. ¿Sabes, mamá?, esta mañana Laura y yo hemos decidido pasar la tarde del domingo juntas en casa, vendrán sus padres también.
—¡Oh!, me parece estupendo, hija, ya sabes que papá y yo deseamos hace tiempo conocerlos.
—Ya lo sé, mamá, ya verás que te gusta mucho Laura, y sus padres son encantadores.
—Tengo una idea, Olivia, si te parece, el sábado por la tarde iremos de compras, ya verás, prepararemos una merienda estupenda.
Prepararon la mesa y se sentaron. Olivia comió lentamente su sopa, hablaron durante toda la comida de los preparativos para la merienda del domingo.
Pasión, que conocía muy bien a su hija, percibía que algo no iba bien.
—Olivia, cariño, ¿tienes algún problema? ¿Hay algo que te preocupe y me quieras contar?
Madre e hija mantuvieron sus miradas, un pequeño silencio inundó la casa. Olivia se quedó sin habla y no se atrevió a abrir su corazón lleno de interrogantes.
—Mamá, no me pasa nada, aunque a veces parezca distraída, no es nada, te lo aseguro —afirmó tímidamente.
Pasión observó de reojo a su hija, notó el nerviosismo reflejado en sus manos.
—Mira, cariño, yo también tuve diecisiete años, sé que es una edad en la que todo nos parece que va en contra de una misma, pero cielo, si hay algo que te preocupa, solo quiero que sepas que puedes contar conmigo.
—Está bien, mamá, así lo haré.
Sin más, Olivia se levantó de la mesa y se puso a retirar los platos.
Pasión no quiso insistir y darle más importancia, y terminó de recoger.
«Olivia se abrirá cuando ella lo decida, como siempre, deberé esperar un poco más», pensó en su interior Pasión.
—Mamá, me voy a dar un paseo y a la vuelta subiré a estudiar un rato.
—Está bien, Olivia, no te alejes mucho.
—¡Lo sé!, me lo dices siempre, ¡ni que fuera una niña!
Olivia se cambió, se puso un chándal rosa, sus zapatillas de deporte, y salió de la casa. Pasión no pudo evitar asomarse a la ventana y ver cómo su hija se alejaba de la casa con paso firme. Se sirvió una gran taza de café, cogió su libro y se sentó en el salón; tenía un rincón reservado para ella junto a la ventana, acostumbraba a leer todas las tardes en su confortable mecedora, las faldas de la mesa cubrían ligeramente sus piernas.
Una pequeña jarra de cristal depositada en la mesa contenía un pequeño ramo de flores que ella misma había cortado de su jardín.
Abrió la página de Los pilares de la Tierra, de Ken Follet. Estaba atrapada en este fantástico libro, anhelaba este momento todos los días, un brillante mundo de caballeros, damas, castillos y murallas, suspense en la Edad Media, muerte y amor, era el contenido en el que Pasión se relajaba casi todas las tardes.
Olivia se sentó para descansar un poco, el aire había refrescado de repente y olía a polvo recién mojado. La lluvia, semejante a una cortina, se estaba aproximando desde el valle. Se volvió y corrió hacia la casa.
Cuando llegó a su jardín, la brisa esparció unas pocas hojas por la hierba, aparecían espontáneamente. El viento empezaba a levantarse, los árboles parecían reafirmarse y florecían sin tregua.
Pasión miró por la ventana. «¡Espero que Olivia esté al llegar!
¡Menudo tiempo está haciendo de repente!», pensaba. La puerta se abrió.
—Mamá —gritó Olivia—, ¡estoy aquí! Hola, ¿dónde estás? —Olivia entró en el salón un tanto mojada—. Hola, mamá, voy a subir a darme una ducha caliente, me cambio y bajaré a estudiar a tu lado un rato.
—Me parece estupendo, cariño, voy a preparar té caliente para las dos mientras te duchas.
Olivia subió las escaleras de dos en dos. A los cinco minutos estaba en el salón, se sentó al lado de su madre y bebió el té.
Pasión, mientras degustaba el sabor del té caliente, continuó leyendo su libro, observando de vez en cuando a su hija. Olivia estaba tomando unos apuntes.
Pedro entró en el salón, llegó antes de lo que pensaba, dejó la chaqueta apoyada en el respaldo de una silla y se sentó en la mesa. Pasión se levantó y se aproximó, con un gran gesto de cariño, le acarició el cabello.
—Hola, mi vida, pareces cansado, te voy a calentar un té, ¿te apetece?
Pedro le dio un beso a su esposa, y sonrió afirmando con la cabeza.
Olivia se acercó a su padre y se sentó en su regazo, solía hacerlo a menudo. Pasión entró con el humeante té.
Pedro sabía que a veces su profesión era dura, estaba «inmunizado de los percances y situaciones al límite» que vivía junto algún paciente.
—Hoy hemos perdido a uno de los jóvenes que sufrieron el accidente en la avalancha.
—¿Era muy joven, papá?
—Sí, Olivia, tan solo tenía veinte años, cariño.
—¿Y qué paso? —preguntaron casi las dos a la vez.
Pedro contó a sus dos chicas el accidente ocurrido, el rescate, la llegada al hospital y la inquietud de los padres.
—Todo parecía bajo control, pero por momentos el joven de las costillas rotas se nos iba, el pulso empezó a fallarle y se nos fue. No tuvimos suerte en la reanimación, no respondía, eso es todo. No tengo ganas de hablar más del tema, y no me puedo quitar de la cabeza la imagen de los padres arrodillados y abrazados en el suelo; no se lo podían creer.
El domingo llegó. Pasión había adornado la casa con flores, en el salón todo estaba preparado, limpio y ordenado. Después de comer habían participado los tres en la cocina. El sábado Pasión y Olivia compraron todo lo necesario para preparar una suculenta merienda; el mantel impecablemente blanco vestía la mesa. Montaditos de lomo, jamón, queso, pan de ajo y empanadillas de pisto, estaban preparados para la merienda junto con un surtido de refrescos.
Pasión llevaba su melena muy bien peinada hacia atrás, la había sujetado con dos preciosos pasadores.
Pedro estaba sonriente, le apetecía mucho conocer a Laura y a sus padres. Pasarían una agradable tarde todos juntos. Olivia llevaba sus vaqueros con flores bordadas y una graciosa camiseta de color azul, se sentía contenta, todo iba a salir muy bien; si los padres congeniaban, podrían repetir e incluso hacer salidas todos juntos.
El timbre sonó. Era una tarde de domingo agradecida por el sol. En breve las dos amigas pasarían tardes en el jardín bronceándose, charlando y leyendo, todo iba a ser estupendo.
Pasión llamó a Olivia.
—Olivia, ¡ya están ahí!, sal tú misma a abrir, cariño, papá y yo os esperaremos en el salón.
Laura le hizo un guiño a su amiga nada mas abrir la puerta. Ana y Marc saludaron con una sonrisa a Olivia.
—¿Qué tal estás? Gracias por la invitación, estamos deseando conocer por fin a tus padres —dijeron los padres de Laura.
Las dos amigas entraron cogidas de la mano, Ana y Marc sonreían.
Después de las debidas presentaciones, los cuatro padres entablaron una agradable conversación, mientras Olivia enseñaba la casa a su amiga. Cuando cayó la noche y todos se despedían, en la atmósfera se vivía un gran afecto, como si los padres se conocieran desde mucho tiempo atrás. Laura y Olivia estaban encantadas.
Olivia, aún despierta y metida dentro de la cama, pensó que solo tenía que levantarse sin hacer ruido, buscar la caja que tanto la angustiaba, y buscar el porqué ella intuía que iba a descubrir algo que le cambiaría la vida en ese instante. Se puso la bata y empezó a inquietarse. Sus padres dormían plácidamente; sin el menor ruido, bajó las escaleras, cruzó la casa y salió hacia el jardín. Abrió muy despacio la puerta de la caseta de campo, donde encontró el cortacésped, la podadora, una pequeña mesa con herramientas, varias estanterías con la caja de adornos de Navidad y una caja con libros de texto.