Carne de perro - Germán Marín - E-Book

Carne de perro E-Book

Germán Marín

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Beschreibung

Escrita en 1983, pero publicada por primera vez en los años noventa, Carne de perro relata los hechos posteriores al asesinato de Edmundo Pérez Zujovic en 1971, por parte de los hermanos Rivera, militantes de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP), desplegando, asimismo, los sucesos que llevaron a esta acción. Narrado como thriller, Marín reconstruye un momento histórico de manera audaz, sin caer en contemplaciones ni partidismos. "Germán Marín es, sin lugar a dudas, una de las voces fundamentales de la narrativa chilena de las últimas décadas, y por lo mismo una de las voces fundamentales de la narrativa contemporánea en castellano".

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Marín, Germán / Carne de perro

Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2020, 1ª edición, p102, 13x21 cm.

Dewey: Ch864.3

Cutter: M337

Colección Vidas ajenas

Prologo de Carlos peña.

Materias:

Prosa Chilena

Novela Chilena

Escritores Chilenos.

Marín, Germán, 1934- 2019

Carne de perro

GERMÁN MARÍN

© Germán Marín, 2019

© Carlos Peña (del prólogo) 2020

© Ediciones Universidad Diego Portales, 2020

Primera edición en Ediciones UDP: junio de 2020

Inscripción n.° 171.051 en el Departamento de Derechos Intelectuales

ISBN: 978-956-314-465-9

ISBN Digital: 978-956-314-556-4

Universidad Diego Portales

Dirección de Publicaciones

Av. Manuel Rodríguez Sur 415

Teléfono: (56 2) 2676 2136

Santiago – Chile

www.ediciones.udp.cl

Diseño: Mg Estudio

Fotografía de portada: Archivo Cenfoto-UDP, fondo diario La Nación

Impreso en Chile por Salesianos Impresores S. A.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

Carne de perro en la obra deGermán Marín por Carlos Peña

Carne de perro

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho (Panfleto)

Colofón

CARNE DE PERROEN LA OBRA DE GERMÁN MARÍN

Carlos Peña

La literatura –la vocación en cuyo derredor la vida de Germán Marín se desenvolvió– es una forma de conocimiento. Para serlo, pensó él, la literatura no necesitaba esforzarse por poner en ficciones los hallazgos de la teoría, siempre enrevesada. Para saber quiénes somos o prever lo que seremos, bastaba recordar, echar mano a las ficciones verdaderas de la memoria. Al recordar, al reconstruir los hechos que pasaron y bañarlos en las significaciones del presente, en verdad nos reconstruimos o nos hacemos. Mediante la memoria, los individuos y los pueblos logran asomarse a lo que son, a esa identidad oculta que se revela en sus fantasías, en sus sueños y en sus recuerdos. Por eso puede afirmarse que la buena literatura, y al revés de lo que suele creerse, no nos distrae de la realidad, sino que nos acerca a ella, a esa forma subterránea que nos constituye y que está alojada en la memoria sobre la que se erige nuestra identidad.

Es el caso de esta novela, a veces apresuradamente, filiada en la categoría de novela social.

En ella se retrata un Chile que, ahogado por la modernización, se olvidó; pero que subsiste en la memoria. El Chile de principios de los setenta, el de las masas desdentadas pero elocuentes y confiadas en si mismas; pero también el Chile que creyó que la violencia revolucionaria, justiciera, haría nacer algo nuevo. Ronald, el personaje de esta novela, es un sujeto de origen popular y a la vez revolucionario, herido por la injusticia y la marginalidad pero, también, inflamado de sueños utópicos, quien incendiado por el anhelo de una revolución a la vuelta de la esquina ensaya un asesinato de esos que por la misma época cabría llamar lógico, un asesinato utilitario –el de Pérez Zujovic, quien, por su parte, había concurrido administrativamente a otros– cuya realización, se piensa, podría torcer el curso del tiempo.

Ronald de alguna forma encarna esa época que anhelaba la revolución y al mismo tiempo le temía. Las acciones de Ronald representan el anhelo; su asesinato en los techos de un cuartel, el temor que ese mismo anhelo despertaba.

Una revolución que, sin embargo, acabó teniendo miedo de sí misma y aplastando a quienes, como Ronald, la tomaron al pie de a letra, olvidando que las más de las veces los sueños revolucionarios son fantasias compensatorias de una realidad que de otra forma sería, para algunos, insoportable.

Este libro de German Marín trae así a la memoria un personaje olvidado, en cuya subjetividad se funde una época. Por eso cuando su autor trae a Ronald ante nosotros, trae también con él a esa época y la arrastra hasta el presente. Y al hacerlo hace visible el sacrificio, a veces estéril, que subyace en el escenario del presente. Hegel dice por allí que cuando mira el pasado sólo ve ruinas y un inmenso altar donde se ha sacrificado la dicha y la virtud de los individuos. Es probable que a Marín la memoria le haya enseñado lo mismo.

Con esta novela German Marín continuó el ejercicio que lo sitúa, sin asomo de dudas, entre los grandes de la literatura chilena, alguien cuya ausencia lleva a descreer del premio nacional que inexplicablemente se le negó. Ese ejercicio es el de la memoria que se describe a sí misma mediante el artificio de la literatura y al hacerlo trae hasta nosotros un mundo que, de otra forma, se perdería para siempre.

No hay en la literatura chilena otra obra que muestre mejor ese carácter público que posee la memoria. En sus cuentos, novelas y ensayos no sólo se ejercita un estilo notable y original, la frase larga y sinuosa permanentemente suspendida, sino que mediante él se subraya que escribir es casi siempre recordar. Este hecho –que la literatura es memoria y que la memoria trae hasta nosotros un mundo compartido– resplandece una y otra vez en los textos de Germán Marín quien así, al escribir su propia memoria, escribe en alguna medida la de todos.

Y es que no hay tal cosa como mi memoria o mi mundo, si por esto entendemos una esfera privada de experiencias y de significados que se sostenga en sí misma y que sea anterior y más fundamental que el mundo que compartimos con otros.

La habilidad de Germán Marín es exactamente esa: no ceder a la ilusión del yo privado y, en cambio, hacer ver permanentemente en su escritura, cuando relata sus días en la escuela militar, los incidentes familiares o cuando mira una foto, que el mundo que trae el recuerdo es siempre un mundo compartido, en algún sentido el de todos.

Toda su obra es eso: un gigantesco esfuerzo por rescatar la memoria y por esa vía el mundo. Marín es un animal, por decirlo así, memorioso; pero no porque tenga buena memoria, sino porque concibe la vida y la existencia como la edición de lo que recordamos.

Leer a Germán Marín es sumergirse en los meandros de la memoria y tomar conciencia del entramado de significados y de sentidos que constituye el mundo. Incluso su escritura –como dije denantes, las frases largas, que van y vienen, recuperándose cuando están a punto de caer, hasta que el peligro empieza de nuevo– refleja los movimientos que hacemos cuando, tejiendo unas imágenes con otras, escapando hacia allá o hacia acá con una u otra digresión, sintiendo pena o alegría, recordamos.

La trilogía Historia de una absolución familiar ejecuta, a una altura que la literatura chilena nunca había alcanzado, esa relación entre escritura, memoria e historia.

En esas novelas –¿o habría que hablar unicamente de una?– la narración no sólo está ejecutada como evocación o recuerdo explícito, sino que en ella se intercala un diario de vida, el diario del escritor, en el que se deja constancia del presente (un presente que la escritura va inevitablemente rebajando), de las vicisitudes de la escritura y del recuerdo. El libro así es casi una reflexión sobre las relaciones entre la escritura y la memoria. Escritura de lo que se recuerda y registro de la edición. Se recuerda, sugiere Marín, para intentar editar lo que vivimos y así absolvernos de la culpa. Cuando vivimos, las cosas se viven con la premura del instante y es sólo cuando recordamos cuando nos vemos como agentes que pudimos escoger, seres más o menos libres cuyo curso de acción estaba, en cierta medida, entregado a si mismos. Y al reconstruirnos ex post como agentes, podemos sentir culpa y de esa manera absolvernos. Recordamos, pues, para sentirnos como agentes de lo que somos y sentimos culpa no por un afán masoquista o sufriente, sino para sabernos libres.

La culpa, paradójicamente, nos libera.

De toda su producción, quizá el lugar en el que ese vínculo aparece de forma más notoria, enlazando la memoria privada y la pública (o mejor aún: desmintiendo esa distinción) es Lazos de familia y Compases al amanecer.

En Lazos de familia es la fotografía la que desata el pasado que, en vez de rememorar, Marín hace el esfuerzo por exorcizar. Y es que hay recuerdos que, al traerlos a la conciencia de hoy, pueden resultar, justamente por añorables, destructores. La felicidad recordada suele causar dolor. El recuerdo (lo recordado, más bien, como ocurre en “Un día feliz”de este libro) suele ser la medida de la inevitable mediocridad del presente.

En Lazos de familia la fotografía es empleada no como un artificio que desata la disquisición ensayística (como ocurre, por ejemplo, en Los anillos de Saturno de Sebald) sino como un archivo que acredita la fugacidad de la existencia y del mundo circundante donde ella acontece. Benjamin observa que la distinción entre el arte pictórico y el fotográfico deriva del hecho que en el primero nos interesa el autor (el sujeto que es capaz de trazar en la tela un momento real o imaginado), en tanto que en la segunda nos interesa el momento que la fotografía congeló ¿Por qué? Lo que ocurre es que nuestra existencia siempre está transcurriendo (está “habiendo sido”, cabría insistir) y la fotografía nos permite archivarla en momentos discretos que, sin embargo, traen hasta nosotros un mundo entero. La sospecha de la fenomenología (que vemos lo que vemos siempre sobre un fondo, un mundo circundante que lo hace posible de manera que al recordar un objeto rescatamos el mundo que lo recortaba y lo hacía posible) queda así acreditada mediante la fotografía. La gracia notable de este libro precioso es ejercitar esa memoria de archivo que acaba siendo también la memoria del lector. Marín mira una foto –de una estatua, una escena, una cosa– y es capaz mediante la palabra, esa palabra cadenciosa que trata a las frases como si fueran un permanente desafío de equilibrio, de traer hasta el presente el mundo que circundaba lo que la foto atrapó.

Un esfuerzo semejante se ejecuta en Compases al amanecer, sólo que aquí es el recuerdo de un programa de radio que acompañaba a solitarios insomnes y a taxistas, el que es capaz de desatar la ficción. Una ficción que está, en cualquier caso, y como en toda la obra de Marín, atada a la memoria, ¿por qué?

Desde antiguo (desde Aristóteles, para ser más precisos) la ficción aparece como mímesis, como imitación de lo real. Fingir equivale, en la escritura y en el gesto, al intento de imitar algo que se estima digno o indigno. Pero, como se ha observado muchas veces, la mímesis sólo aparenta imitar lo real: en verdad lo que hace, a pretexto de la imitación, es transgredirla, mostrar que la realidad real pudo ser de otro modo. Y lo mismo ocurre –Marín es consciente de esto– cuando se escribe sobre el recuerdo: “Acaso sea una remenbranza inventada –señala en ‘Escena en el parque’– como más de una vez me he mentido, producto del deseo de que así hubiera sido”.

“El deseo de que así hubiera sido”, no hay mejor forma de retratar la añoranza y el recuerdo que alimentan a la buena literatura. Y por eso tras ella siempre se esconde la incomodidad y el desasosiego con lo que existe, o como prefirió Marín al escribir el colofón de esta obra, la “pena de ver quienes somos”.

Carne de perro

La historia es una pesilla de la que quiero despertar

JAMES JOYCE, ULISES

A los hermanos Ted y Jorge Robledo, esa extraña pareja del fútbol chileno, venida de Inglaterra, de quienes aprendí a temprana edad, al leer las crónicas de sus vidas, la vocación del fracaso. Ted terminó en África, cansado de vivir; dedicado, según se dice, al alcohol, si bien otras fuentes indican que, tras servir como agente de inteligencia, fue asesinado en Omán. Jorge repitió los días en Rancagua, en un empleo burocrático, acabando como guardián de puerta en el colegio Mackay de Viña del Mar, aunque según otra versión, como encargado de deportes en el colegio Saint Peter de esa ciudad.

UNO