Cartas a Camondo - Edmund de Waal - E-Book

Cartas a Camondo E-Book

Edmund de Waal

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Beschreibung

Invitado a exponer sus piezas de cerámica en el museo Nissim de Camondo, Edmund de Waal disfrutó del inesperado privilegio de adentrarse en uno de los palacetes más lujosos de París, antigua propiedad de una influyente familia sefardí. Construido por deseo del filántropo y coleccionista de arte Moïse de Camondo en 1912, el edificio acoge desde entonces una extraordinaria colección de arte francés del siglo XVIII. Sin embargo, como ocurrió a los antepasados de De Waal, los Ephrussi, también los Camondo se convirtieron pronto en blanco del antisemitismo. El infausto destino de este ilustre linaje sobrecogió a De Waal, que comenzó a escribir las cartas reunidas en este libro para rendir homenaje al recuerdo de una familia perdida y «contrarrestar el silencio del desdén». El resultado es una conmovedora y personalísima reflexión sobre el precio de la asimilación, la melancolía, los vínculos familiares, el arte, las vicisitudes de la historia y el valor de la memoria. «Con ecos de Sebald, citas de Proust, brindis a Roth e invocaciones a Benjamin, De Waal se reconfirma como un maestro de ese género con el que los escritores europeos se palpan los traumas del mundo de ayer y demuestra que la mejor literatura es la inesperada e involuntaria, la que escribe un ceramista mientras visita un museo. Es fascinante la habilidad de De Waal para adentrarnos en la oscuridad desde la banalidad del privilegio». Sergio del Molino, Babelia (El País) «De Waal es un gran escritor, nutrido de una copiosísima varia erudición, cuya riqueza, sin embargo, nunca empece el flujo de una pasión desbordante». Francisco Calvo Serraller, El País «A partir de una colección de arte, Edmund de Waal narra la historia de una familia judía parisina en Cartas a Camondo, un maravilloso ejercicio de literatura híbrida». Alberto Gordo, La Lectura «En las páginas de Cartas a Camondo conviven la belleza y el drama, la riqueza y la desolación. De Waal se ocupa de evocar un mundo de maneras proustianas previo a las persecuciones del nazismo: un microcosmos cultivado y cosmopolita. Una historia que podría ser considerada una secuela de La liebre con ojos de ámabar». Luis M. Alonso, La Nueva España «Un libro que recomiendo leer. Está en él la forma de vida de una estirpe social y étnica tremendamente sensible al arte. Y está en él también la manera en que una parte significativa de la gobernanza y la población francesa colaboró activamente en el exterminio de los judíos en su territorio». J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo «Un libro sensibilísimo y bien tramado. Un frágil y bello canto a una familia judía». Biel Mesquida, Abril (El Periódico) «Si los españoles leyéramos a Edmund de Waal en masa tendríamos un país mucho más delicado, elegante y donde los fragmentos de los pasados rotos no se usan como metralla». Sergio del Molino, La Lectura (El Mundo) «Estas Cartas a Camondo, cartas apócrifas, leves, respetuosas, escritas con una emocionada extratemporalidad, buscan eludir –o no– el cerco de la muerte». Manuel Gregorio González, Diario de Sevilla «Un ejemplo de que la escritura puede ser cauce para reconstruir el pasado y rescatarlo, dando un valor enorme a esa conversación con los que ya no están». Fernando Sanmartín, Heraldo de Aragón «En este admirable y compasivo homenaje a una familia sefardí del siglo XX, el autor reúne con maestría a personas y objetos que la historia separó. Un magnífico complemento al fascinante relato de La liebre con ojos de ámbar». Nicholas Wroe, The Guardian

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EDMUND DE WAAL

CARTAS A CAMONDO

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE MARTA MARFANY

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

CARTAS A CAMONDO

I— II— III— IV— V— VI— VII— VIII— IX— X— XI— XII— XIII— XIV— XV— XVI— XVII— XVIII— XIX— XX— XXI— XXII— XXIII— XXIV— XXV— XXVI— XXVII— XXVIII— XXIX— XXX— XXXI— XXXII— XXXIII— XXXIV— XXXV— XXXVI— XXXVII— XXXVIII— XXXIX— XL— XLI— XLII— XLIII— XLIV— XLV— XLVI— XLVII— XLVIII— XLIX— L— LI— LII— LIII— LIV— LV— LVI— LVII— LVIII

Lecturas complementarias

Lista de imágenes

Agradecimientos

Para Felicity.

Lacrimæ rerum1

I

Querido amigo:

Vuelvo a dedicarme a los archivos. Es una mañana de inicios de primavera y los árboles del parque apenas reprimen su inmanencia. Todavía hay pocas hojas, pero la próxima semana será distinto. Hace demasiado frío y humedad para pasar mucho rato en un banco, pero me siento. Ni siquiera hay perros merodeando. Ha llovido. Existe una palabra para el olor del mundo después de la lluvia: petricor. Suena un poco francés.

A estas horas todo el mundo parece estar fuera y lejos. Toda esa energía hacia delante, propulsora.

Me levanto y camino por el sendero de grava mojado, salgo por las grandes puertas doradas hacia la avenue Ruysdaël y giro a la izquierda por la rue de Monceau. Llamo al timbre del número 63 y espero una respuesta.

Regreso a los archivos. Una fuerza me atrae hacia las habitaciones de arriba en la buhardilla, las dependencias de la servidumbre, que nos transportan cien años atrás.

Fig. 1 Puerta cochera del musée Nissim de Camondo, rue de Monceau, n.º 63, París.

II

Querido amigo:

Estoy haciendo un archivo de su archivo.

Encuentro inventarios, copias en papel carbón, catálogos de subastas, recibos y facturas, memorandos, últimas voluntades y testamentos, telegramas, anuncios de periódico, tarjetas de condolencia, menús y esquemas de la distribución de los invitados en la mesa, partituras, programas de ópera, bocetos, registros bancarios, cuadernos de caza, fotografías de obras de arte, fotografías de la familia, fotografías de lápidas, libros de cuentas, cuadernos de adquisiciones.

Cada documento es de un tipo de papel diferente. Con peso, textura y olor distintos. Algunos han sido sellados para indicar cuándo se ha recibido una carta y cuándo se ha contestado. Los archivos son una forma de mostrar lo concienzudo que se es. Y es evidente que son un lugar para concentrarse y pasar desapercibido.

¿Por qué se copian tantas cosas? ¿Por qué las copias son en papel carbón, que es casi ingrávido?

Aquí, en el quinto piso del número 63 de la rue de Monceau, entre las dependencias de los sirvientes, hay una sala forrada de armarios profundos con estantes de roble. Era l’ancien garde-meubles, el antiguo trastero, según los planos del arquitecto de 1910. Todos los armarios están llenos de libros de contabilidad y volúmenes de cartas y cajas de fotografías. Algunos libros de contabilidad están en doble fila. Todo un mundo. Una familia, un banco, una dinastía.

Quiero preguntarle si alguna vez ha tirado algo.

Encuentro las cartas de los restaurantes que frecuentaba con sus amigos gourmets. Encuentro instrucciones a los jardineros para la replantación anual del parterre, instrucciones para su proveedor de vinos, instrucciones al encuadernador para que proteja sus ejemplares de la Gazette des beaux-arts con buen cuero marroquí, instrucciones para el almacenamiento de las pieles, instrucciones para el veterinario, el tonelero, el florista. Encuentro sus respuestas a los anticuarios que le escriben diariamente.

Aquí están sus cuadernos con las listas de adquisiciones. El primero con la inscripción: «Antes de 1907 - 22 de noviembre de 1926». El segundo: «3 de enero de 1927 - 2 de agosto de 1935». Son muy detallados.

Encuentro documentos para el transporte de mercancías, documentos para el transporte de personas como mercancía.

Encuentro los documentos para su hija. Para su yerno. Para sus nietos.

Encuentro todo esto muy difícil.

Fig. 2 Libros de correspondencia, encuadernados en piel roja, del banco de Isaac Camondo & Cie, 1880-1890, en los archivos del musée Nissim de Camondo.

III

Querido amigo:

Como soy bastante inglés, quería preguntarle sobre el tiempo.

Quería preguntarle sobre el tiempo en Constantinopla y en el bosque de Halatte, donde caza los fines de semana en compañía de los Lyons-Halatte vestidos con librea azul, y sobre el tiempo en Saint-Jean-Cap-Ferrat y en el mar. Borrascoso. Sé que usted tenía un yate bastante espléndido, pero no estoy seguro de si fue una compra plutocrática por obligación o por placer. De hecho, querría saber más sobre su obsesión por la velocidad. Todo eso de acelerar con el último modelo de automóvil y el viento golpeándole en la cara, la carrera de París a Berlín, todo pasa volando mientras Francia desaparece entre el polvo de su Renault Landaulet. En 1895, erguido al volante, con gorra, gafas de motorista, chaqueta de cuero y una manta sobre las rodillas, está listo para enfrentarse al mundo. Es un día soleado. Las sombras del coche son alargadas. La carretera está desierta.

Me pregunto por el tiempo en los cuadros de Guardi que compró para le petit bureau, el pequeño estudio. Los gondoleros luchan contra el viento al pasar por la piazza San Marco. Los banderines ondean. La laguna es de un verde jade empíreo.

Quiero conocer la sala de la porcelana, donde sus juegos de vajilla de Sèvres, les services aux oiseaux Buffon, están expuestos en vitrinas, en seis estantes, y donde come solo.2 ¿Se asoma usted a la ventana y observa las ramas de los árboles que se balancean suavemente en su jardín y más allá en el parc Monceau? En 1913 plantó arces japoneses, aligustres chinos y Prunus cerasifera «Pissardii», ciruelos de jardín. Pensaba en el futuro, por supuesto.

Así es como los ingleses preguntamos qué tal todo. Hablamos del tiempo. Y de los árboles.

Insistiré luego.

IV

Estimado:

Me doy cuenta de que no estoy del todo seguro de cómo dirigirme a usted, Monsieur le Comte.

Mientras hurgo entre las cartas de los comerciantes y proveedores que solicitan su atención, su patrocinio para la exposición de un aniversario, su amabilidad al permitirles remitir tal factura, se dirigen a usted de varias maneras pomposas. Me gusta el saludo colegial que encontré esta mañana de un amigo suyo del Club des Cent que le invitaba a una aventura gastronómica en un vagón restaurante privado: «Mon cher Camarade».

En estas cosas siempre dudo entre no querer ofender y no querer perder el tiempo. Monsieur es posible y digno y puede llevar a Cher Monsieur.

Así que no voy a llamarle Moïse. Y llamarle Camondo sonaría estentóreo, como un saludo aullado desde la otra punta de la biblioteca o de la mesa en una cena. Sé que estamos emparentados por vías complicadas, pero eso puede esperar. Así que le escribo como amigo.

Ya veremos cómo nos llevamos.

También me resulta extraña la fórmula de despedida…

Fig. 3 El conde Moïse de Camondo, c. 1890.

V

Querido amigo:

Me gustaría preguntarle sobre la alfombra de los vientos.3 Está en le grand salon, la amplia sala de estar con vistas al parque.

Es una de las noventa y tres alfombras tejidas en la fábrica Savonnerie entre 1671 y 1688 para la galerie du Bord de l’Eau en el Louvre. Ésta es la quincuagésima. Los cuatro vientos hinchan sus mejillas y soplan sus largos cuernos, y el aire está anudado y enredado con ráfagas de cintas y Juno y Eolo. Hay coronas y más trompetas y cascadas de flores delicuescentes, y todo está enmarcado con frondosas hojas de acantos, y es oro y azul, el color del viento a lo largo de los muelles de Gálata, o en alta mar. Es un tejido de amanecer, vigorizante.

La alfombra era más larga cuando la pisó usted por primera vez en casa de los Heimendahl—amigos banqueros—en la rue de Constantine, y cuando ellos tuvieron dificultades financieras usted se la compró. Me complace saber que Charles Ephrussi le ayudó a comprarla, ya que le conocía a usted y a ellos, conocía a todo el mundo, era perfecto para tratos de este tipo, era encantador, y facilitó la transacción. Charles es importante para mí, es el primo que me animó a embarcarme en mis aventuras.

Y me gustaría confirmar que usted se da cuenta. Que se da cuenta de que está caminando sobre el aire.

Sobre una exhalación.

Fig. 4 La alfombra de los vientos en le grand salon y detalle de un pie de mesa de finales del siglo XVIII del musée Nissim de Camondo.

VI

Querido amigo:

Como ahí fuera es primavera parisina, quiero abrir todas las ventanas de su preciosa casa dorada.

Y son muchas. La fachada de la rue de Monceau tiene siete ventanas de ancho, diseñadas por su arquitecto con la sobria elegancia del Petit Trianon de Versalles, pero aún es más brillante el lado del parque, con quince ventanas, donde la fachada se convierte en dos alas que enmarcan una gran rotonda semicircular sostenida por dos pilastras corintias. Esta casa no se puede entender sin un plano. Y perdóneme la alegoría, pero imagínese sólo el aire en movimiento, recorriendo todas estas habitaciones y subiendo la sinuosa escalera, reuniendo los vientos de estas pinturas y tapices y de la alfombra de los vientos. Quizá no ha sido muy oportuno empezar con esta alfombra dorada, pero estoy contento de estar aquí y supongo que quería escribirle sobre lo que hay bajo sus pies: si lo puedo entender, entonces tendré una idea más completa de sus comienzos.

He pasado bastantes años en su compañía y me parece adecuado hablar de dónde empezó usted.

Nació en una «casa de piedra» en la calle Camondo número 6 de Gálata, en Constantinopla, y pasó los primeros nueve años de su vida mirando al Bósforo.4 Había «un pabellón contiguo con oratorio y baños, frente al jardín de invierno». Es un origen bastante revelador. No hay muchas personas que empiecen en una calle que lleva su propio apellido. Ni, de hecho, en un palacio u hôtel o palazzo, ni en una casa con oratorio, pero de eso ya hablaremos en otro momento. Es una cuestión delicada. Pero la piedra sugiere distinción. Luego descubrí más: que toda Gálata parece haber sido propiedad de su familia, y que su abuelo fue el responsable de mis escaleras favoritas, esos sinuosos tramos de escalones entrelazados que respiran hacia adentro y hacia el exterior de una ladera. Durante muchos años tuve sobre mi torno de cerámica una fotografía de esas escaleras hecha por Cartier-Bresson. Miraba hacia arriba, con las manos cubiertas de arcilla, y pensaba en otro lugar.

Como me obsesiona trabajar desde cero, podríamos empezar por el polvo: sé que el polvo le preocupa.

El 20 de enero de 1924, en las «Instrucciones y consejos para los conservadores del musée Nissim de Camondo», usted escribe:

Deseo que mi museo se conserve impecable y se mantenga meticulosamente limpio. La tarea no es fácil, ni siquiera con un personal de primera clase, porque tienen que ser suficientes para llevarla a cabo; pero será más fácil gracias a un sistema de limpieza por aspiración que es barato y funciona de maravilla. Debido a su alta potencia, este método de limpieza no debe utilizarse con alfombras antiguas, tapices y sedas, pero de todas formas es muy útil.5

Su casa está muy limpia, y cuenta con muchas defensas contra el polvo. Usted no quiere que el tiempo cambie nada, que la luz destiña los tapices, que el calor deforme los muebles chapados, los paneles, los suelos de parquet, que el polvo dañe la colección. También le preocupa la humedad.

En los días de lluvia, el público debe entrar por las puertas de hierro forjado de la entrada de vehículos cubierta que une el patio con la callejuela que conduce al boulevard Malesherbes. Se accede a la puerta por una amplia zona pavimentada que podría cubrirse con una alfombra y se podrían colocar paragüeros.

El mal tiempo debe quedar fuera, las ventanas deben permanecer cerradas. Volveremos a hablar de ello.

Fig. 5 Vista del pórtico de entrada de carruajes, hacia el patio, del musée Nissim de Camondo.

VII

Querido amigo:

No es que no me guste la limpieza, es simplemente que el polvo me atrae. El polvo proviene de algo. Delata que algo ha sucedido, muestra lo que se ha alterado o cambiado en el mundo. Marca el paso del tiempo.

Hace unos años me pidieron que formara parte de una exposición sobre Giorgio Morandi. Fui al apartamento de Morandi en via Fondazza, en Bolonia, donde vivía el pintor hacía treinta años, con su madre y su hermana. En el modesto estudio contiguo a la puerta del comedor, Morandi ordenaba y reordenaba sus tarros y jarrones votivos y latas que luego serían bodegones, marcando su posición coreográfica con lápiz en las mesas que él mismo había construido. Y entre aquellos objetos, escribe John Rewald, historiador del arte, había

un polvo denso, gris y aterciopelado, como una suave capa de fieltro, cuyo color y textura parecían ser el elemento unificador de todas esas botellas altas y cuencos fondos […] Ese polvo no era fruto de la negligencia y el desorden, sino de la paciencia, testigo de una paz total […] Ese polvo que lo cubría todo era como un manto de nobleza…6

Usted vive sin negligencia ni desorden, pero espero que pueda entender la idea de «testigo». Estoy seguro de que el «manto de nobleza» le dirá algo.

Sin polvo, monsieur, es más difícil encontrar las trazas.

Echo la vista atrás siguiendo las trazas de mi propia familia y pienso en cómo empezaron en un shtetl—polvoriento—y luego se trasladaron a Odesa, en el bulevar Primorski, con vistas al mar Negro. Y luego a la Ringstrasse de Viena y a la rue de Monceau—diez casas más arriba de donde vive usted en la colina, aquí en París—, y pienso que debieron de vivir en una serie de enormes edificios en construcción. Calles sin pavimentar y caballos y carros y carruajes y los canteros trabajando en el interior y el exterior de la casa, y luego carpinteros y yeseros y pintores y doradores, cada uno produciendo sus propias nubes de polvo particular, sucio en invierno y peor en verano. Con chimeneas en todas las habitaciones y las lámparas de gas que desprendían ese sudoroso hollín, y con los muebles mullidos del Segundo Imperio—todos esos asientos acolchados, todo aquel dislate operístico de cortinas y tapices y colgaduras y cortinajes que se arrastran—, habría polvo por todas partes.

Para no tener polvo hay que ser rico y exigente y tener sirvientes barriendo sin cesar todas las trazas que puedan mostrar de dónde vienes.

Éste es el viaje paralelo, polvoriento, de nuestras familias.

Lo dejaré reposar.

VIII

Monsieur:

«Ceniza […] el último producto de la combustión, sin nada de resistencia […] [representa] el límite entre el ser y la nada. La ceniza es una sustancia redimida, como el polvo», escribió W. G. Sebald.7

No entiendo muy bien estas palabras, pero me obsesionan. Las siento cerca del corazón de lo que querría preguntarle.

IX

Así que, monsieur, tengo que seguir un rastro.

He leído todos los libros que he podido encontrar y catálogos y artículos académicos, algunos con sentido. Me he visto volviendo a mis viejas costumbres, colocando en la parte inferior los libros de París que había dispuesto en los estantes de arriba para tenerlos al alcance de la mano, buscando cuadernos de hace veinte años. He recuperado los diarios de los Goncourt. He recuperado a Proust, y algunos Balzac, y a Huysmans, aunque no estoy seguro de poder enfrentarme de nuevo a él. Y le aseguro que realmente he estudiado la evolución del gusto por el japonismo en París, los salones y las salonnières, evidentemente el caso Dreyfus, Édouard Drumont y la prensa antisemita, los duelos, Bizet, las barbas, los bigotes, los flâneurs. Puedo pasear con usted por las mansiones judías de la plaine Monceau. Sé perfectamente con quién se acostaron mis primos hace un siglo.

Los archivos de la buhardilla ayudan, pero ahora necesito buscar las cosas que no han sido catalogadas ni archivadas ni fotografiadas. Usted fue muy drástico con sus deseos a propósito de la donación de la casa y las colecciones, preciso en la planificación sobre dónde quería que fueran los visitantes y lo que podían ver.

Y lo que les estaba vedado.

No le escribo para decirle que hay algunas cosas de la casa que simplemente no me gustan, monsieur, ya que sería un poco descortés. Pero la ménade ésa no envejece bien. Y luego está ese desnudo espantoso encima de su cama. Parece ser una alegoría del sueño, pero con muy poco encanto, para serle sincero. De hecho, esto no tiene nada que ver con el gusto. Se trata más bien de que todas estas enormes habitaciones están tan cuidadosamente calibradas que se produce una atracción gravitacional hacia arriba y hacia abajo, hacia la buhardilla y hacia el sótano, hacia lo que no quería usted que encontráramos, las cosas que sobrevivieron a su supervisión, a sus prohibiciones. Eso es lo que busco.

Cuando seguía el rastro de mi familia, realmente no entendí la casa de Viena hasta que, desde el sótano, me paré a mirar hacia arriba la vertiginosa espiral de las escaleras de servicio, la circulación oculta de personas que la hacían funcionar, que la mantenían a flote.

Así que empiezo por la cocina y me abro camino a través de la casa evitando los espacios públicos. Su arquitecto, René Sergent, acababa de reformar Claridge’s, en Londres, cuando diseñó estos espacios, que son el último grito en eficiencia. La ventilación y las tuberías son de vanguardia, los pomos de las puertas de los fregaderos están acanalados para que se adapten a la mano de una ayudante de cocina ajetreada. Los azulejos de loza blanca brillan. La encimera de hierro fundido parece tan pulida como uno de sus nuevos automóviles en la inmensidad de sus cocheras. Todas las ventanas tienen vidrio esmerilado. La luz es tenue.

La puerta de la escalera de servicio es discreta, apenas visible. Una flecha con plumas bajo la escalera de servicio señala el camino hacia las escaleras metálicas que rodean un ascensor central. Subo. La primera puerta me lleva a la despensa del mayordomo, con sus fregaderos de zinc para lavar vasos y platos. Una puerta oculta conduce al comedor. En el siguiente piso están las dependencias del mayordomo, su segunda despensa y el cuarto de la plata con sus estantes forrados de terciopelo para la cubertería.