Casada, seducida, traicionada… - Michelle Smart - E-Book
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Casada, seducida, traicionada… E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Jamás había esperado que su escapada de dos días terminara en chantaje, matrimonio forzado y la necesidad de proporcionar un sucesor. Gabriele Mantegna poseía documentos que amenazaban la reputación de su familia, por lo que Elena Ricci decidió que sería capaz de hacer cualquier cosa para evitar su divulgación, incluso casarse con el hombre que terminaría traicionándola. Sin embargo, cuando Elena comprobó cómo las caricias de Gabriele prendían fuego a su cuerpo, se preguntó qué ocurriría cuando la química que ardía entre ellos, y que los consumía tan apasionadamente como el odio que ambos compartían, diera paso a un legado que los acompañaría toda la vida…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Michelle Smart

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Casada, seducida, traicionada…, n.º 2543 - mayo 2017

Título original: Wedded, Bedded, Betrayed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9718-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El grito quebró el silencio de la capilla de Nutmeg Island. Gabriele Mantegna, que terminaba de subir las escaleras que ascendían desde el sótano, se detuvo en seco.

¿De dónde había salido?

Apagó la linterna y dejó la capilla sumida en una oscuridad total. Entonces, escuchó atentamente. ¿Había sido un grito de mujer?

Cerró la puerta del sótano cuidadosamente y se dirigió a la única ventana de la capilla que no era una vidriera. Estaba demasiado oscuro como para ver algo, pero, después de un instante, una tenue luz apareció en la distancia. Provenía de la casa Ricci, donde, en aquellos momentos, una banda armada se estaba apropiando de obras de arte y antigüedades de un valor incalculable.

El equipo de seguridad de la isla parecía estar completamente ciego a la presencia de la banda. Los monitores habían sido manipulados a distancia y les transmitían unas imágenes que no eran reales.

Gabriele miró el reloj e hizo un gesto de contrariedad. Llevaba en la isla diez minutos más de lo planeado. Cada minuto añadido aumentaba las posibilidades que tenía de que lo descubrieran. Para alcanzar la playa en la costa sur de la isla desde donde podría ponerse a salvo a nado, tendría que andar diez minutos más.

Sin embargo, aquel grito no había sido producto de su imaginación. Su conciencia no le permitía escaparse sin comprobarlo primero.

Maldijo en voz baja y abrió la pesada puerta de la capilla. Salió al exterior, al cálido aire caribeño. La próxima vez que Ignazio Ricci decidiera un lugar de meditación y contemplación, descubriría que el código de la alarma de la capilla había sido cambiado. Para tratarse de un edificio diseñado a la contemplación y al culto, la capilla Ricci se había visto profanada por los verdaderos propósitos de Ignazio.

Todo estaba allí, directamente bajo el altar de la capilla, en un sótano repleto de documentos fechados muchos años antes. Un rastro secreto de dinero manchado de sangre, la cara oculta del imperio Ricci oculta al mundo entero. En el breve espacio de tiempo que Gabriele había estado en el sótano, había descubierto pruebas suficientes de los negocios ilegales de Ignazio como para que este se pasara el resto de su vida en la cárcel. Él, Gabriele Mantegna, le entregaría copias de los documentos incriminatorios al FBI. Estaría presente el día del juicio y se sentaría en un lugar visible para que su presencia no pasara desapercibida para el hombre que mató a su padre. Cuando el juez dictara sentencia, Ignazio sabría que había sido él quien lo había hecho caer.

Sin embargo, aún no había conseguido nada. Aún no había encontrado la prueba más importante, los documentos que limpiarían su nombre y exonerarían a su padre de una vez por todas. Pero esos documentos existían y Gabriele los hallaría, aunque le llevara el resto de su vida.

Apartó momentáneamente esos pensamientos de su cabeza y avanzó por la espesa vegetación. Arrastrándose y escondiéndose, llegó a la casa. En una ventana de la planta baja había luz. La banda no se preocupaba por ocultar su presencia.

Algo había salido mal.

Los hombres que había en la casa estaban dirigidos por una privilegiada mente criminal a la que se conocía por Carter. La especialidad de Carter era el robo por encargo de bienes de mucho valor. Jarrones Ming, Picassos, Caravaggios, diamantes azules… No había sistema de seguridad en el mundo que Carter no pudiera desarmar, o al menos eso era lo que se decía de él. También parecía tener la habilidad de saber dónde los miembros de la alta sociedad guardaban sus bienes de origen dudoso, la clase de objetos de valor que el dueño no declaraba a las autoridades. Carter se quedaba esos objetos.

La puerta principal estaba entreabierta.

Cuando Gabriele se acercó, pudo escuchar voces en el interior. Voces ahogadas, pero cuya ira resultaba más que evidente.

A pesar de que sabía que estaba corriendo un riesgo enorme, le resultaba imposible olvidarse del grito que aún le resonaba en los oídos. Se apretó contra la pared exterior, junto a la ventana que quedaba más cerca de la puerta principal y, tras respirar profundamente, se giró para mirar al interior.

El vestíbulo estaba vacío. Eso le animó a abrir la puerta unos centímetros más. La airada discusión aún se escuchaba. Cruzó el umbral y miró a su alrededor. El vestíbulo tenía tres puertas. Solo una, la que quedaba directamente enfrente de él, estaba abierta. Atravesó el espacio con mucho cuidado. Al llegar a la puerta, miró a través de la rendija y observó la amplia escalera que arrancaba a su derecha y aguzó el oído hacia la izquierda para tratar de discernir el motivo de disputa de los hombres. Si se trataba simplemente de un robo que había salido mal, volvería a su plan original y se marcharía de aquella maldita isla.

Sin embargo, el grito… Ciertamente había sonado femenino.

Las voces de los que discutían eran todas masculinas. Aún no era capaz de descifrar sobre qué estaban discutiendo. Tenía que acercarse más.

Antes de que pudiera dar otro paso, alguien empezó a bajar por la escalera. Una enorme figura vestida completamente de negro pasó junto a la puerta detrás de la que Gabriele se estaba ocultando y se unía a los otros. El desconocido debía de haber abierto la puerta de par en par porque, a partir de ese momento, todo lo que decían resonaba por los muros de la casa.

–Esa zorra me mordió –dijo un hombre con incredulidad.

–¿No le habrás hecho daño? –preguntó otra voz.

–No tanto como le voy a hacer cuando la saquemos de aquí.

–No va a ir a ninguna parte. La vamos a dejar aquí –afirmó la segunda voz.

–Me ha visto la cara…

Se produjo una acalorada discusión antes de que la primera voz volviera a tomar la palabra.

–Yo me la llevaría aunque no pudiera identificarme… sea quien sea, tiene que valer algo y yo quiero una parte.

Todos los hombres comenzaron a hablar a la vez, lo que imposibilitó que se pudiera seguir distinguiendo las voces. De repente, uno de los hombres volvió a salir gritando de la habitación.

–Podéis seguir discutiendo todo lo que queráis, idiotas. Esa zorra es mía y va a venir con nosotros.

La puerta se cerró a sus espaldas con violencia y el hombre volvió a subir la escalera y, al llegar arriba, giró a la derecha.

Aquella era la oportunidad de Gabriele.

Sin detenerse a considerar las opciones que tenía, se dirigió a las escaleras y subió los escalones de tres en tres. Había al menos media docena de puertas alineadas en el rellano, pero tan solo una de ellas estaba abierta. Se asomó cautelosamente al interior.

El hombre estaba en medio del dormitorio, dándole la espalda. Frente a él, había una mujer con la mirada totalmente aterrorizada. Tenía las manos atadas por las muñecas al cabecero de la cama y las rodillas apretadas contra el pecho. Una mordaza le impedía hablar.

Sin darle al hombre tiempo para reaccionar, Gabriele se acercó sigilosamente a él y le golpeó en el cuello, justo en el punto que le dejaba completamente inconsciente. El golpe tuvo el efecto deseado. El hombre se desmoronó inmediatamente, pero Gabriele tuvo tiempo de agarrarle por la cintura antes de que cayera y pudiera alertar a los hombres que estaban abajo. Lo colocó con cuidado sobre el suelo y comprobó su pulso.

Satisfecho de no haberlo matado, se sacó una navaja del bolsillo.

En aquel momento, vio que la mujer abría los ojos aún más y trataba de alejarse de él todo lo que le era posible. Comenzó a gimotear de desesperación a través de la mordaza.

Gabriele se arrodilló a su lado.

–No le voy a hacer daño –dijo en voz baja–. ¿Entiende lo que le digo?

La mujer siguió gimiendo, pero consiguió asentir. Había en ella algo que le resultaba a Gabriele muy familiar…

–Necesito que confíe en mí. Yo no estoy con esos hombres –dijo él–. Si la oyen gritar, subirán y seguramente nos matarán a ambos. Voy a desatarla y a quitarle la mordaza y luego nos vamos a marchar de aquí. Sin embargo, necesito su palabra de que no va a gritar. ¿Me la da?

La mujer asintió. Había dejado de gemir y el terror que se reflejaba en sus ojos parecía haberse suavizado un poco. Cuando la mujer cruzó la mirada con la de él, Gabriele notó que el sentimiento de familiaridad era recíproco.

–Vamos a escapar –repitió él.

Se sentó en la cama y le levantó la cabeza a la mujer para poder quitarle el trozo de tela que le habían anudado alrededor de la cabeza para taparle la boca. En cuanto se lo retiró, le colocó un dedo sobre los labios.

–No tenemos mucho tiempo –le advirtió–. Vamos a tener que escapar a través de la ventana, a menos que usted conozca una salida que no implique tener que bajar las escaleras.

Ella señaló con la cabeza hacia una puerta que conectaba con otra habitación.

–El vestidor está encima de un tejado. Podemos escapar por la ventana –dijo ella con voz ronca.

Gabriele suponía que los gritos le habían dejado dañadas las cuerdas vocales. Esperó que no hubiera sufrido ningún otro tipo de daño. Admiró el hecho de que, a pesar del terror que ella había experimentado, aún había tenido ánimo para planear una manera de escapar.

Pensó en Paul, el capitán de su yate, que muy pronto estaría esperando ya su regreso a bordo.

–Deme un momento –observó.

Sacó el teléfono de su pequeña mochila impermeable y apretó el botón de emergencia que lo conectaría con él.

–Paul, necesito que me traigas inmediatamente la moto acuática al puerto norte.

Era uno de los muchos planes de contingencia que habían preparado. Sin embargo, jamás habían considerado que Gabriele estaría llevando a cabo uno de ellos con una mujer.

Cuando terminó la llamada, cortó las ligaduras que ataban las muñecas de la mujer. Unas oscuras líneas rojizas las marcaban, recuerdo de lo cruelmente que los hombres la habían atado.

Se escuchó un gruñido proveniente del suelo. El hombre estaba empezando a recuperar la consciencia.

Gabriele contuvo el deseo de abalanzarse sobre el hombre y darle una buena patada en las costillas.

–¿Puedes andar? –le preguntó mientras le rodeaba la cintura para ayudarla a levantarse.

La mujer era muy menuda. Tenía el cabello rubio platino, recogido en una alborotada coleta y unos enormes ojos verdes. A Gabriele le recordaba a una muñeca de porcelana. Muy frágil.

Ella asintió, pero le permitió que la ayudara a ponerse de pie. Gabriele arrugó la nariz. Ella olía a… humo. Tras mirarla más atentamente, cambió la imagen de muñeca de porcelana por la de una golfilla mugrienta.

De repente, recordó por qué aquel rostro le resultaba tan familiar. Recordó que, en su infancia, conoció a una niña menuda, que solía vestirse de niño y que podía subirse a los árboles mejor que nadie.

Aquella era Elena, la única hija de Ignazio. ¿Estaba arriesgando su vida por la hija de su enemigo?

Los gruñidos del hombre que estaba tumbado sobre el suelo empezaron a hacerse cada vez más audibles.

–Ahora tenemos que marcharnos –le dijo Gabriele mientras le agarraba la mano y tiraba de ella hacia el vestidor.

Fueran cuales fueran los sentimientos personales que tenía hacia ella y su familia, no le permitían dejar a una mujer vulnerable a merced de cuatro hombres armados. Odiaba a la familia de Elena, pero, a pesar de eso, no podía abandonarla ante tan cruel destino.

Abrió la ventana y miró hacia el exterior. Tal y como ella había dicho, un tejadillo salía debajo de la ventana.

Gabriele salió y dio un par de pasos sobre el tejado.

–Vamos –le dijo, cuando estuvo seguro de que el tejadillo era lo suficientemente estable como para sostener su peso sin desmoronarse.

Elena salió por la ventana. Él le agarró la estrecha cintura y la sujetó con fuerza. Aunque estaba descalza, su atuendo era el perfecto para una huida nocturna: unos pantalones cortos de color negro y una camiseta de color caqui.

Sin intercambiar ni una sola palabra, los dos se dirigieron hacia el borde del tejado.

–Nos van a rescatar en la playa norte –dijo él–. Tenemos que salir corriendo hacia la derecha –añadió, después de mirar dónde se encontraba.

Ella asintió. Entonces, comenzó a bajar de espaldas hasta que se quedó sujeta al borde del tejadillo tan solo con los dedos. Al ser más alto y corpulento, Gabriele tardó un poco más. Antes de que él pudiera soltarse, ella se dejó caer sobre el suelo. A continuación, saltó por encima de la valla de madera y echó a correr… pero lo hizo hacia la izquierda y no hacia la derecha tal y como habían acordado.

Gabriele se soltó y cayó pesadamente sobre el suelo y echó a correr tras ella, llamándola todo lo alto que la situación en la que se encontraban le permitía.

–Vas en dirección equivocada.

Ella no miró atrás. La goma elástica que le sujetaba el cabello se le soltó, dejando que el cabello casi blanco flotara a sus espaldas.

 

 

«Corre, Elena. Corre».

Mentalmente, se imaginó la casa que los empleados de su padre le habían construido en el árbol a ella y a sus hermanos. Si pudiera llegar hasta ella sin que nadie la detectara, podría ponerse a salvo.

Sin embargo, por muy deprisa que corría, notaba que él le iba ganando terreno.

Gabriele Mantegna. Un hombre al que recordaba muy vagamente de su infancia. Un hombre que la asustaba casi tanto como los hombres armados que estaban en la casa. Era el hombre que se había pasado dos años en una prisión federal de los Estados Unidos y que había tratado de implicar a su padre en sus delitos.

A poca distancia estaba el sendero que conducía al bosque y a su santuario. Apretó todo lo que pudo, pero él iba acercándose inexorablemente a ella. No iba a conseguirlo…

La furia se apoderó de ella y dejó al miedo en segundo lugar. No permitiría que la capturara aquel hombre. Se detuvo en seco y se dio la vuelta para cargar contra él. Fue como chocarse con una pared de ladrillos. Sin embargo, su treta funcionó. Como aquel giro lo había pillado por sorpresa, Gabriele cayó al suelo. Desgraciadamente, aquella situación no le pilló tan desprevenido como para que no pudiera reaccionar. Le enganchó el pie alrededor del tobillo y la hizo caer encima de él. En cuestión de segundos, se había colocado encima de ella y la había colocado boca abajo antes de inmovilizarla contra el suelo.

–¿Estás tratando de conseguir que te maten? –le preguntó.

Ella comenzó a moverse y trató de zafarse de él, pero Gabriele la tenía bien sujeta.

Entonces, él lanzó una maldición y volvió a ponerse de pie, con un salto parecido al de una pantera. A continuación, hizo que Elena se pusiera de pie sin muchos miramientos y le agarró la cintura con el brazo para echársela sobre el hombro.

Acababa de echar a correr cuando los gritos empezaron a resonar en la casa. Elena comenzó a sentir un terror que ni siquiera había experimentado cuando la banda, por sorpresa, se encontró con ella. Sin embargo, incluso con la indignidad que suponía que Gabriele la llevara de aquel modo y el dolor que sentía en el estómago a causa del hombro de él, cuando comenzaron a resonar los primeros disparos, apretó los ojos y dio gracias a Dios por la fuerza de Gabriele.

No supo calcular cuánto tiempo estuvo él corriendo con ella encima del hombro. Lo único que sabía era que los hombres iban pisándoles los talones y que no dejaban de disparar.

De repente, notó que él ya no corría. Había entrado en el mar. Cerca de ellos, resonaba el ruido de un motor. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que se trataba de una moto de agua. Gabriele la colocó encima y le ordenó al piloto que se marchara de allí a toda velocidad. El piloto no necesitó que le diera la orden dos veces. La moto arrancó rápidamente y se marchó cortando las aguas.

A los pocos minutos, llegaron a un enorme yate. Para sorpresa de Elena, se dirigieron a un gran portón que había en el costado de la nave y aparcaron la moto exactamente igual que si estuvieran haciéndolo en un garaje.

Gabriele y el piloto de la moto la ayudaron a bajarse.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Gabriele.

Elena abrió la boca para replicar con tono desafiante que por supuesto que se encontraba bien cuando la magnitud de todo lo que había tenido que pasar aquella tarde y el agotamiento que la había llevado a Nutmeg Island se apoderaron de ella.

La vista se le nubló y un sudor frío comenzó a cubrirle todo el cuerpo.

De repente, todo se volvió negro.

Capítulo 2

 

Cuando Elena se despertó, se encontró cubierta por un grueso edredón sobre una cama tan cómoda que, durante un instante, el hecho de que no tuviera ni idea de dónde se encontraba no le importó lo más mínimo. Se estiró perezosamente, pero, cuando los recuerdos de lo ocurrido volvieron a su pensamiento, se incorporó en la cama como movida por un resorte.

Se había desmayado… Recordó que se había sentido mal y que unos fuertes brazos la habían sujetado.

Gabriele Mantegna.

Él la había secuestrado. Le había dado caza, se la había echado al hombro y se la había llevado a su yate en una moto de agua.

¿O acaso la había salvado?

Sí. Eso era. La había salvado de la banda de delincuentes que habían conseguido desarmar el sofisticado sistema de seguridad de su padre para acceder a la isla. Sin embargo, su instinto le decía que no estaría más segura con él de lo que lo había estado con esos hombres, aunque el peligro que él representara fuera de una clase muy diferente.

Él había conseguido protegerla de la lluvia de balas que habían disparado aquellos hombres. Solo Dios sabía cómo habían conseguido escapar sin resultar heridos.

¿Y qué era lo que estaba él haciendo allí?

Tenía tantos pensamientos en la cabeza que le resultaba imposible pensar.

Recordó también que, cuando alguien la depositó sobre la cama, había escuchado la profunda voz de Gabriele murmurándole que descansara. El único consuelo que le quedaba era que aún llevaba puesta su ropa.

Se levantó de la cama y se agarró al cabecero hasta que estuvo segura de que no iba a volver a desmayarse. Entonces, abrió las cortinas.

La luz inundó el camarote, cegándola casi con su brillantez. Abrió las puertas y salió al balcón. El mar Caribe. Había dado por sentado que seguían allí. El agua estaba muy tranquila y el yate avanzaba a una gran velocidad. No obstante, si cerraba los ojos, jamás podría asegurar que se estaban moviendo.

Notó que alguien entraba en el camarote. Al darse la vuelta, se encontró con una mujer ataviada con el uniforme de doncella.

La mujer sonrió.

–Buenos días, signorina Ricci –le dijo en italiano–. ¿Quiere que le traiga algo para desayunar?

–Me gustaría que me llevara a ver al señor Mantegna –replicó.

La doncella asintió y Elena salió del camarote detrás de ella. Encontraron a Gabriele en la tercera cubierta. Estaba sentado frente a la piscina, comiendo fruta.

Al verla, apartó la silla de la mesa y se puso de pie. Tan solo llevaba puestos un par de pantalones cortos.

–Buenos días, Elena. ¿Cómo te encuentras?

–Mucho mejor, gracias –replicó ella fríamente.

Sintió que se sonrojaba al recordar que, básicamente, ella se había desmayado a sus pies. El rubor se vio acrecentado por el hecho de que el torso desnudo de Gabriele le quedaba directamente a la altura de los ojos. Rápidamente, apartó la mirada.

–Nos diste un buen susto. Por favor, siéntate. ¿Te apetece un café o algo de comer?

Elena se sentó frente a él.

–Me apetecería un caffé e latte.

Gabriele se volvió a la doncella y le dijo:

–Esmerelda, un caffé e latte y una selección de dulces para nuestra invitada. Para mí, una cafetera entera recién hecha, por favor.

Mientras hablaba con la doncella, Elena aprovechó la oportunidad para mirarlo. La noche anterior, iba ataviado con un traje de neopreno. Incluso entonces había resultado evidente que poseía un físico espectacular. Sin embargo, nada podría haberla preparado para verlo así, con el torso desnudo. Fuerte y definido, tenía unos fuertes pectorales cubiertos de un fino vello oscuro. Aquello, unido al profundo color bronceado de su piel, parecía indicar que se trataba de un hombre que disfrutaba de la vida al aire libre. Sin embargo, había vivido un par de años en los que sus salidas al aire libre se habían visto seriamente limitadas.

–¿Qué es lo que está pasando? –le preguntó ella secamente.

Se recordó que no era la primera vez que veía a un hombre sin camisa. Tenía tres hermanos mayores. El físico masculino no era un misterio para ella.

–Te agradezco mucho que me salvaras de esos hombres anoche, pero ¿qué estabas tú haciendo en nuestra isla? Si no tenías nada que ver con esos hombres, ¿cómo supiste que yo necesitaba que me rescataras?

Evidentemente, sus motivos no debían de ser buenos. Desde que Gabriele salió de prisión, estaba llevando a cabo una sutil vendetta contra la familia de Elena a través de los medios. El guapo y carismático dueño de Mantegna Cars, un defraudador y blanqueador de dinero que había cumplido condena por esos delitos, jamás perdía la oportunidad de hacerle daño a su padre. Gabriele se había declarado culpable de los cargos y había aceptado la responsabilidad de los mismos en solitario, aunque todo el mundo parecía creer que él solo lo había hecho para salvar a su propio padre. Sin embargo, habían llegado rumores a los medios de comunicación de que Gabriele señalaba a Ignazio Ricci como el verdadero culpable.

Unos ojos castaños, casi negros, de gesto pensativo, observaban los de Elena. Con la fuerte nariz y los gruesos y sensuales labios, los rasgos de Gabriele tenían una cierta cualidad conmovedora que parecía ser totalmente incongruente con un hombre como él.

–Te oí gritar. Así fue como supe que había alguien en peligro. Por lo demás, esperaremos a que nos hayan traído nuestro desayuno para seguir hablando –dijo él mientras la miraba fijamente, escrutándola con la mirada.

Como Elena no se había mirado al espejo, tan solo se podía imaginar lo horrible que estaba con el cabello completamente revuelto y las ropas con las que había pescado, había hecho una fogata y había dormido.

–¿Me puedes decir al menos dónde estamos?

–En el golfo de México. Si todo va bien, llegaremos a la Tampa Bay a última hora de la tarde.

Gabriele había aprovechado el tiempo y había estado investigando a la mujer que hacía más de dos décadas que no veía. Había estado tan centrado en vengarse de Ignazio y de sus tres hijos que casi se había olvidado de que ella existía. Había pasado de pensar que Ignazio no tenía la capacidad de amar a nadie a saber que, en Elena, había encontrado el talón de Aquiles de su enemigo.

Los padres de ambos habían sido buenos amigos desde la infancia. Cuando Alfredo, el padre de Gabriele emigró de Italia a los Estados Unidos con su esposa y un hijo de corta edad, la amistad de ambos había soportado la distancia. Alfredo le había pasado sus nuevos contactos a Ignazio y había dado la cara por él, facilitándole que pudiera expandir su ya creciente imperio.