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Durante más de un siglo, la música de Wagner ha sido objeto de un intenso debate entre filósofos, muchos de los cuales han atacado su entramado ideológico –según algunos, antisemita y reaccionario–. En este libro, sin duda una de las grandes aportaciones recientes al amplio corpus de bibliografía sobre el músico alemán, Alain Badiou, filósofo radical y entusiasta wagneriano, ofrece una lectura detallada de las respuestas críticas a la obra del compositor, entre las que se incluyen los escritos de Adorno y la cooptación por parte del nacionalsocialismo. Asimismo ofrece un nuevo y clarificador enfoque sobre el "caso Wagner", que remata con una penetrante interpretación de esa gran -y polémica- obra que es "Parsifal". El volumen, que se completa con un largo epílogo de Zizek, constituye un intento, escrito desde la pasión, de poner de manifiesto la relevancia de Wagner en el mundo contemporáneo.
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Akal / Música / 43
Alain Badiou
Cinco lecciones sobre Wagner
Epílogo de Slavoj Žižek
Traducción: Francisco López Martín y Juan Goristidi Munguía
Diseño de portada
RAG
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Nota a la edición digital:
Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.
Título original
Five Lesson on Wagner
© Verso, 2010
© del epílogo Slavoj Žižek, 2010
© Ediciones Akal, S. A., 2013
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3843-6
AGRADECIMIENTOS DE LA TRADUCTORA AL INGLÉS[1]
Ante todo, quiero dar las gracias a Alain Badiou por ofrecerme la oportunidad de traducir esta obra y no escatimar esfuerzos a la hora de pulir el texto, es decir, las conferencias que forman la base del libro. En diversas ocasiones nos reunimos en Los Ángeles para trabajar en la traducción. Al final de cada sesión, salía siempre asombrada por lo gustosamente que eliminaba frases que no me resultaban claras y las reescribía sin la menor queja.
También estoy en deuda con otras personas cuya ayuda ha sido indispensable. Mi marido, Patrick Coleman, no sólo leyó la traducción completa y me hizo sugerencias muy valiosas, sino que me brindó a diario su apoyo moral. Eric Gans, colega de Patrick en el Departamento de Francés y Estudios Francófonos de UCLA, leyó el manuscrito y me permitió aprovechar su extraordinario conocimiento de la lengua francesa. Es un privilegio contar con la agudeza lectora y la amistad cabal de Ken Reinhard, cuyo apoyo infatigable le agradezco profundamente. Por último, doy las gracias a Bruce Whiteman por su generosa ayuda con algunos términos musicales.
Susan Spitzer
[1] Hemos creído conveniente mantener este pequeño texto, ya que resulta muy clarificador para entender la génesis de la edición original inglesa. [Nota editorial]
Prólogo
Hasta donde puedo recordar, las óperas de Wagner han sido siempre parte de mi vida. Eran la gran pasión musical de mi madre, y teníamos esos viejos discos de 78rpm en los que, entre los rayones, yo solía escuchar los murmullos del bosque de Sigfrido, o la «Cabalgata de las Valkirias», o una versión orquestal de la muerte de Isolda. A principios del verano de 1952, mi padre, en su calidad de Oberbürgmeister[1] de Toulouse, fue invitado al «Nuevo Bayreuth», dirigido entonces por Wieland Wagner. Viajamos a través de una Alemania derrotada y gris que aún estaba en ruinas. La visión de aquellas grandes ciudades reducidas a pilas de escombros nos preparó larvadamente para los desastres del Anillo o el abandono de Tannhäuser que íbamos a ver sobre el escenario. Yo estaba embelesado por las producciones casi abstractas de Wieland, destinadas a eliminar todo los rasgos «germánicos» que durante un tiempo habían asociado a Wagner con los horrores del nazismo.
En el examen del Concours Général des Lycées consagré las conclusiones de mi ensayo, cuyo tema era algo así como «¿Qué es un genio?», a Parsifal. Cuando mi padre llevó al teatro Capitole de Toulouse un montaje de Tristán e Isolda directamente inspirado en el trabajo escenificado en Bayreuth, invité a mis amigos del instituto a que asistieran a la ópera y se sentaran en el palco del alcalde. Ya a la edad de 17 años era un defensor y un campeón de su música, a menudo vilipendiada. Uno de los primeros artículos que escribí, para la publicación estudiantil Vin Nouveau, estaba dedicado al monumental montaje del ciclo del Anillo de Wieland Wagner, esta vez en 1956. Había asistido a las representaciones con mi futura esposa, Françoise, reclutada de inmediato para la causa wagneriana. Y después, mucho después, en 1979, cuando fui invitado a Bayreuth por François Regnault, quien había trabajado allí, viajé para ver la denominada «producción francesa» de Pierre Boulez y Patrice Chéreau, esta vez en compañía de Judith Balso. Pese a ser partidaria manifiesta de Verdi, dedicó un extenso artículo, elocuentemente titulado «La conversión de una entusiasta de Verdi», a este impresionante espectáculo en L’Imparnassien, publicación que yo había contribuido a fundar.
¡Hay muchas más anécdotas que podrían ilustrar mi pasión! La verdad sea dicha, la herencia materna –como siempre algo oculta a la vista, un poco inconfesada– demostró ser tenaz y crucial. ¡Cuántos discos escuchados religiosamente, cuántos montajes asombrosos (estoy pensando en especial –sólo para ceñirme a los últimos decenios– en El oro del Rin de Peter Stein, en el Tristán e Isolda de Heiner Müller, en el Tannhäuser de Jan Fabre y en el Parsifal de Warlikowsky), cuántos nuevos cantantes descubiertos, cuántas interpretaciones orquestales logradas por directores imaginativos! También estoy pensando en todo lo que desató dentro de mí la poderosa y ambivalente relación con Wagner hallada en las obras que el maravilloso artista Anselm Kiefer le dedicó, meditando casi de forma violenta sobre Alemania y su destino. Estoy pensando en las películas de Syberberg y en otras muchas cosas.
Y sin embargo, hasta este libro no había escrito prácticamente nada sobre Wagner, ni lo evoco en mis obras filosóficas, ni siquiera bajo la rúbrica de «inestética» inventada por mí.
Este libro tiene quizá algo de la timidez de esos silencios fundamentales que sólo se rompen por azar.
Estas cinco lecciones sobre Wagner no existirían, de hecho, sin la extraordinaria actividad de mi amigo François Nicolas, compositor y crítico. (Para todo aquello relacionado con esa actividad, el lector puede consultar www.entretemps.asso.fr/Nicolas.) Mencionaré aquí tan sólo tres aspectos:
1. François Nicolas es uno de los compositores más originales de nuestros días. Dentro de la importante obra que ha creado, quisiera que fijaran su atención en la pieza titulada «Duelle», tanto porque ofrece una nueva forma de combinar instrumentos tradicionales y sonidos producidos digitalmente como por el hecho –que me indigna enormemente– de que no fuera comprendida en absoluto cuando se interpretó por vez primera.
2. François Nicolas es un gran teórico de la música. Ha mostrado con enorme claridad la autonomía relativa de lo que denomina «la inteligencia de la música» y ha proporcionado numerosos ejemplos al respecto. Aquí también me ceñiré únicamente a uno sobresaliente: su libro The Schoenberg Event, en el que todos los aspectos de la ruptura representada por el nombre «Schoenberg» en la historia de la música se articulan de una forma sorprendentemente nueva.
3. François Nicolas es un gran entendido especialmente en lo tocante a las fronteras del pensamiento, sobre todo aquellas que separan y unen las matemáticas, la música, la política y la filosofía. Este rasgo casi enciclopédico de su pensamiento, que resulta raro hoy en día, lo ha convertido en uno de mis interlocutores favoritos desde hace mucho tiempo.
En los primeros años del nuevo milenio, François Nicolas, entonces profesor en la École Normale Supérieure, donde yo había enseñado durante más de diez años, organizó unos seminarios sobre la relación entre la filosofía y la música. Estaban centrados específicamente en Adorno, quien, habiendo sido también músico, ha ejercido una fascinación prolongada en la escena musical contemporánea. También escribió un análisis delParsifalde Wagner tan convincente y exhaustivo, que anuló todo lo que se había escrito sobre esta ópera un tanto enigmática.
Como parte de ese seminario, yo dicté unas conferencias sobre las relaciones entre Adorno en particular y la filosofía contemporánea en general, y sobre la música en general y Wagner en particular. Después, François Nicolas y yo celebramos un acto dedicado a Wagner que duró un día entero. Como parte de este curso sobre Parsifal, organizamos una conferencia abierta al público que versara sobre esa ópera. El libro que ahora presento es simplemente la recapitulación de mis contribuciones al seminario, al acto sobre Wagner y a la conferencia sobre Parsifal. Las grabaciones completas de las conferencias, en las que participaron, además de François Nicolas y quien esto escribe, Isabelle Vodoz, Slavoj Zizek y Denis Lévy, pueden hallarse en www.diffusion.ens.fr/index.php?res= cycles&idcycle=206.
La historia del texto es bastante inusual. Mis conferencias estaban desde luego basadas en notas muy detalladas, pero, sin embargo, no estaban pasadas a limpio. Por tanto, empezamos por descifrarlas, lo que dio como resultado un texto muy imperfecto, fuertemente caracterizado todavía por un estilo oral, improvisado. Este texto se empleó como base para la versión inglesa, que su traductora compuso con un virtuosismo que sólo puede calificarse de heroico. De hecho, al trabajar directamente a partir de este material francés en bruto, Susan Spitzer se las arregló para extraer un texto fluido y tremendamente concentrado en lengua inglesa, que cabe considerar la versión original. No sería exagerado afirmar que Susan Spitzer es la coautora de este libro. La prueba de ello es que, si alguna vez existe una versión francesa, ¡será una traducción de la versión inglesa!
En último lugar, debo agradecer a mi amigo Slavoj Žižek, tan loco por Wagner como yo, su lúcido epílogo, así como su participación en la conferencia sobre Parsifal. Nuestro diálogo sobre Wagner es un elemento crucial –en algunos aspectos, sorprendente– de nuestro emparejamiento en la escena filosófica contemporánea. Y, desde luego, podría parecer misterioso que los dos filósofos que están promoviendo la resurrección de la palabra «comunismo» sean aquellos que siguen con pasión el destino público de Richard Wagner y están luchando intempestivamente contra el oprobio que se ha arrojado sobre él, tanto por la mayoría de los progresistas propalestinos como por el Estado de Israel, así como por parte de los aburridos racionalistas de la filosofía analítica y de los abstrusos hermeneutas engendrados por Heidegger.
Permítaseme señalar, a modo de conclusión, que Sviatoslav Richter, el gran pianista de la era soviética, quien gustaba de interpretar en los villorrios más pequeños de las remotas regiones de la URSS y tocó el piano en el funeral de Stalin, siempre fue un ferviente admirador de Wagner y era capaz de trasladar de memoria óperas enteras de Wagner a su instrumento.
[1] «Alcalde»: en alemán en el original. [N. de los T.]
Lección I
La filosofía contemporánea y la cuestión de Wagner: la postura antiwagneriana de Philippe Lacoue-Labarthe
Mi aproximación al tema partirá de la cuestión de Wagner como prueba de fuego en el presente –tal como ha ocurrido una y otra vez en el pasado– respecto al papel de la música en la filosofía y, en un sentido más amplio, en la ideología.
Mencionaré desde el comienzo una tesis subyacente, que no tengo intención de probar: la que postula que la música es un factor fundamental en la ideología contemporánea. Aquí estoy hablando de la «música» en su sentido más vago: no como arte ni como inteligencia ni como pensamiento, sino sencillamente como lo que se manifiesta como tal. De cualquier modo, no existe otra definición formal que resulte necesaria para nuestros propósitos.
A este respecto, una afirmación realizada por Philippe Lacoue-Labarthe en su libro de 1991 Musica Ficta, subtitulado «Figuras wagnerianas», puede ser útil como referencia. En ese libro, Lacoue-Labarthe, un importante filósofo francés[1], expone gran cantidad de reflexiones acerca de las conexiones esenciales entre la música en general –y Wagner en particular– y las ideologías contemporáneas, especialmente las ideologías políticas. Lacoue-Labarthe señala la importancia decisiva de la música en las formaciones ideológicas contemporáneas:
El hecho de que, como el nihilismo se ha consolidado siguiendo la estela de Wagner, la música, con técnicas aún más poderosas que las creadas por Wagner, haya seguido invadiendo nuestro mundo y haya alcanzado una clara preeminencia sobre las demás formas artísticas, incluidas las artes visuales – el hecho de que la «musicolatría» diera comienzo allí donde la idolatría tocó a su fin es quizá una tentativa inicial de respuesta[2].
El texto es instructivo porque, además, presenta la tesis de que la música interpreta el papel de un vector crucial en las configuraciones ideológicas contemporáneas: arguye que estamos inmersos en una era de «musicolatría». Un término interesante, éste: la música se ha convertido en un ídolo, ha dado comienzo allí donde la ideología tocó a su fin, y, en definitiva, Wagner es el principal responsable de ello. ¡David Bowie, el rap y demás han ocupado el escenario «en la estela de Wagner»! Así que lo que podría denominarse la función terrorista de la música ha sido atribuida a Wagner.
Podrían mencionarse numerosos signos que van en esta dirección; por ejemplo, la idea de que la música es más importante que las imágenes. Básicamente, la sabiduría convencional sostiene que vivimos en un mundo de imágenes y que a éstas se les ha otorgado la supremacía ideológica. Sin embargo, según Lacoue-Labarthe, la música es en verdad más primordial que las imágenes en la organización disciplinaria de nuestra mente en el mundo de hoy.
Me inclino a estar de acuerdo con esta idea y me gustaría mencionar, como de pasada, unos pocos datos extraídos de aquí y allá que la apoyan, datos que no estarán presentes en la teoría más elaborada que desarrollaré después.
En primer lugar, es totalmente cierto que, desde el decenio de 1960, la música se ha convertido en una señal de identidad a gran escala para las generaciones más jóvenes, y que este papel es mucho más patente en la música que en la iconografía o en el cine. De hecho, existe una innegable musicolatría asociada a cierta dimensión de la juventud actual, una musicolatría surgida durante un periodo de tiempo muy específico y que evidentemente puede asociarse con las técnicas de reproducción musical masiva desarrolladas tan sólo en los últimos cincuenta años, más o menos.
En segundo lugar, la música es una organizadora primordial de lo que podrían denominarse redes de comunicación, utilizadas para transmitir, intercambiar y acumular música. Sinceramente, me asombran todos esos dispositivos que pueden albergar 50.000, 100.000 o 120.000 canciones, que implican una extraordinaria memoria «musicolátrica». Del mismo modo, la música se ha convertido en uno de los elementos fundamentales en la circulación del capital.
En tercer lugar, la música es un operador en las nuevas formas de sociabilidad, como ponen de manifiesto desde las reuniones de masas del decenio de 1960 hasta los fenómenos de hoy (las raves, por ejemplo). Hablando en términos generales, mientras que en el pasado la música sólo desempeñaba un papel marginal en este aspecto, su importancia ha aumentado considerablemente, hasta el extremo de que se ha convertido en un factor esencial de la sociabilidad entre la generación más joven, e incluso entre generaciones no tan jóvenes.
En cuarto lugar, creo que la música ha tenido un papel muy importante a la hora de eliminar la estética de la distinción. Denomino «estética de la distinción» a la estética según la cual existen límites potencialmente inteligibles y racionales entre lo que es arte y lo que no lo es, y criterios potencialmente transmisibles que apoyen estas distinciones. Es bien sabido que este argumento sufre hoy ataques desde todas partes a favor de lo que yo denomino estética de la no-distinción, según la cual estamos obligados a aceptar como música todo lo que se nos presenta como música, incluso aunque la segmentemos en nuevas categorías periodísticas. Por ejemplo, si uno echa un vistazo al concepto de «música», verá que abarca géneros como la «clásica», el «rock», el «blues» y otras. Obviamente, «clásica» designa ahora lo que con anterioridad se habría clasificado de una forma completamente distinta, conforme al criterio de la distinción artística. Creo que fue en la música donde se introdujo por vez primera este andamiaje de la estética de la no-distinción, en concordancia con la democratización del gusto y con la diversidad. La música ha llegado a convertirse en un asunto político: pensemos, por ejemplo, en Jack Lang[3], el primer político en promover la idea de que existen «músicas» (en plural); con lo que estamos tratando, pues, es con una diversidad igualitaria.
La música ha sido también una fuerza poderosa a la hora de contribuir a cierto historicismo museográfico; esto es, a una relación museográfica, conservadora, con el pasado. Aquí, ante todo, podemos encontrar a los compositores barrocos, que, impregnados de cierta valorización reaccionaria, sirven como elementos de una imagen de la música en la que ésta aparece como la completa restauración de su pasado, como la necesidad de acercarse a lo que era históricamente, antes de su revisión y reinterpretación.
Por todas estas razones, creo que, como introducción a nuestro tema, podemos aferrarnos a la idea del papel singular de la música respecto a la conexión entre formas artísticas en el sentido más amplio de la expresión y las tendencias o resonancias ideológicas.
Pero, ¿cómo se relaciona Wagner –y de manera particular Wagner en Francia– con todo esto? Analizaré los argumentos de Lacoue-Labarthe que apoyan la idea de que, si la música posee una relevancia estética completamente única en el mundo de hoy, Wagner es el auténtico pionero de este fenómeno. La cuestión del debate francés en torno a Wagner constituirá mi segunda aproximación al problema.
Permítaseme mencionar dos aspectos muy básicos respecto a esta conexión.
Primeramente, a finales del decenio de 1970 se presentó en Bayreuth un montaje del Anillo de Wagner que los alemanes en particular consideraron «un Anillo a la francesa», con Pierre Boulez en la dirección musical, Patrice Chéreau en la dirección artística y François Regnault como uno de los consejeros técnicos. Este equipo francés causó una impresión profunda en el corazón del templo, por así decirlo, puesto que la contundencia de su producción (tras los tumultuosos incidentes de la noche del estreno) cosechó una acogida totalmente positiva. La llamada «cuestión de Wagner» nunca se mencionó en conexión con aquello.
Lo que resulta muy llamativo de este montaje de la Tetralogía es que verdaderamente representaba una transformación radical, a mi modo de ver, en el campo de las producciones de las óperas de Wagner. No voy a adentrarme en la historia de los montajes wagnerianos, una historia muy compleja y tortuosa, por cierto, aunque también fascinante y en verdad crucial. Sencillamente, para entenderla hay que recordar las condiciones en las que se reabrió Bayreuth después de la guerra.
No se trataba ni mucho menos de una tarea fácil, por decirlo de forma suave. Todo el mundo conocía los compromisos ideológicos entre el wagnerismo y el nazismo, los compromisos personales entre la familia Wagner y el Führer, la devoción por Wagner de un número considerable de jerarcas nazis, etc. Así que la cuestión de qué ocurriría tras la guerra era verdaderamente problemática. Fue Wieland Wagner quien encontró una solución. En lo relativo a la música, nada cambió: la vieja guardia mantuvo el ritual musical sin alterar nada. Pero el nieto de Wagner modificó radicalmente la escenificación. ¿Qué implicaba básicamente el proyecto de Wieland Wagner? Se trata de una pregunta muy importante, dado que todos los debates que veremos gravitando alrededor de Wagner en la obra de Lacoue-Labarthe y otros críticos abordan también cuestiones de este tipo.
Yo diría que Wieland Wagner procuró despojar por completo la escenografía de todo tipo de referencias a una mitología nacional y reemplazarlas con lo que podría denominarse un mitema puro, un mitema que, merced a un proceso de abstracción, no podría asociarse con nada relacionado con la nación. Este proceso conllevaba depurar el estilo de los montajes wagnerianos para que todas las antiguas referencias ideológicas quedaran suprimidas y se alcanzara algo totalmente transnacional e intemporal, por tanto «griego» en otro sentido. De hecho, el grado en que la obra de Wagner reproducía la tragedia griega fue una cuestión crucial en los debates subsiguientes. Pero aquí «griego» debería entenderse en un sentido no nacionalista, lo que es ya un síntoma de que el debate sobre Grecia –el debate estético acerca de Grecia como paradigma– está completamente vinculado con la cuestión de si tal paradigma podía o debía ser un paradigma nacionalista. Por tanto, el resultado es lo que podría denominarse una presentación no mitológica de Wagner, si lo que se entiende por «mitología» es de hecho el mito fundador de una nación o de un pueblo.
La operación fue un éxito en el sentido de que el montaje de Wieland Wagner fue inmediatamente aclamado (al margen de las protestas de los miembros conservadores de la burguesía bávara) por sus méritos estéticos. Se lo consideró una auténtica innovación teatral y consiguió que la realidad histórica del compromiso wagneriano con el nazismo se desvaneciera en un segundo plano. Así, Wagner pudo ser devuelto a la vida y representado de nuevo, gracias a los esfuerzos de Wieland Wagner.
En mi opinión, el montaje francés de finales del decenio de 1970, que era aún el periodo de activismo político tras mayo de 1968, de la vitalidad redescubierta del concepto de revolución, etc., se situaba precisamente ante este telón de fondo. Sostendré que el montaje de Boulez-Chéreau-Regnault fue una presentación de Wagner despojada de mitología. De hecho, lo que estaba en juego entonces no era una transición de un mito nacionalista a otro no nacionalista o a una depuración de ese mito, sino más bien un intento de representar a Wagner de una forma que verdaderamente pudiera teatralizarlo, que revelara el abanico de fuerzas dispares que lo teatralizaban y que rechazara toda mitificación de los personajes. El resultado fue una teatralización de Wagner, pero adviértase que, en este caso, «teatralización» es lo opuesto a la idea totalizadora de una mitología.
De manera similar, en lugar de poner de manifiesto la continuidad de la música de Wagner, la dirección de Boulez se esforzó en destacar su discontinuidad subyacente. En efecto, cuando se la examina de cerca, puedeverse que la música de Wagner consiste en una complejísima amalgama de pequeñas células que se transforman y se dispersan sin cesar; no hay, por tanto, una razón primordial por la que deba cargar con una teoría abstracta de «la melodía sin fin», que equivaldría a decir que el sentimentalismo es el rasgo principal de su música. De lo que estamos tratando aquí –como ocurre, siempre, por cierto, con Boulez– es de una dirección de tipo analítico, una dirección cuyo propósito es hacernos escuchar la complejidad de las técnicas compositivas de Wagner, ocultas tras el fluir de la música al servicio de la mitificación.
Lo que realmente surgió entonces fue un nuevo ciclo del Anillo, en el doble sentido de una nueva presentación escenográfica centrada en la teatralización (en vez de en la mitologización) y una nueva presentación musical que verdaderamente intentaba articular los principios de continuidad y discontinuidad en la obra de Wagner de una manera diferente (su propósito no consistía en reemplazar la continuidad con la discontinuidad, sino en mostrar la relación entre ambas en la técnica orquestal y vocal de Wagner de un modo diferente).
En resumen, a finales del decenio de 1970 apareció un fenómeno completamente nuevo. «Lo francés» (con tantas comillas amenazadoras como quieran ponerse), o, dicho de otro modo, una opción ideológica de la época, se apropió de Wagner, no simplemente como un objeto de exégesis, al modo de Baudelaire, Mallarmé y Claudel, sino como un medio de intervención directa en la escenificación de Wagner y su renovación. De hecho, eso era lo que los organizadores de Bayreuth deseaban: producir algo nuevo y distinto otra vez, al igual que Wieland Wagner había hecho cuando escogió un enfoque brillantemente prudente que posibilitó la reapertura de Bayreuth sin apenas rechazo. No es que quiera rebajar la tarea de Wieland Wagner, a quien admiro fervientemente, diciendo que se trata de un simple ejercicio de precaución, pero es innegable que también puede interpretarse así.
Después, en 1991, se publicó Musica Ficta, libro en el que Philippe Lacoue-Labarthe reunió ensayos que había escrito en el decenio de 1980. La transformación experimentada por la figura de Wagner desde el ciclo del Anillo de Chéreau-Boulez-Regnault hasta la redacción y publicación de los ensayos de Musica Ficta me resulta extremadamente elocuente. Obsérvese que Musica Ficta se ajusta perfectamente a la investigación del pensamiento de Adorno que emprenderé en las lecciones segunda y tercera de este libro, dado que el último ensayo está de hecho dedicado a Adorno, y concretamente, en parte, a su comentario sobre el Moisés y Aarón de Schoenberg. Resulta verdaderamente llamativo que, según Lacoue-Labarthe, Adorno no fuera lo bastante antiwagneriano, que no lograra librarse por completo del wagnerismo. Así, lo que tenemos entre manos es una postura antiwagneriana caracterizada por una violencia teórica extrema. Examinaremos el cómo y el porqué de esta situación.
Creo que puede afirmarse que, a la altura del decenio de 1980, se había producido, junto con otros muchos fenómenos similares, una especie de inversión sintomática en lo tocante a Wagner. El wagnerismo teatralizado y analíticamente reequilibrado de finales del decenio de 1970 quedó arrinconado, por así decirlo, para dejar paso a una campaña antiwagneriana particularmente insidiosa y virulenta, destinada a denunciar su obra. Permítaseme decir aquí algunas palabras sobre el libro de Lacoue-Labarthe.
¿Cómo es la estructura del libro y qué objetivos pretende alcanzar? Lacoue-Labarthe afirma que el libro describe cuatro «escenas» distintas en relación con Wagner. Cuatro conflictos, disputas o casos dialécticos de admiración por él: los de Baudelaire, Mallarmé, Heidegger-Nieztsche (considerados a este respecto como una sola entidad) y Adorno; por tanto, dos franceses y dos alemanes. Estos cuatro estudios señalan cuatro relaciones distintas con Wagner, pero llegan a la misma conclusión, concretamente a la idea de que, a pesar de sus aparentes conflictos con él –perfectamente evidentes en el caso de Mallarmé como forma de rivalidad, en el caso de Heidegger como necesidad insuficiente de romper con Wagner, y en el caso de Adorno como aspiración a superarlo–, todos ellos eran aún esclavos de lo que resulta esencialmente peligroso en el wagnerismo. Se trata de una demostración afortiori, lo cual explica el tono extremadamente severo del libro. Al examinar los casos de antiwagnerianos declarados o de individuos que, aunque no se manifestaran como antiwagnerianos, sin embargo rivalizaron con él, como Mallarmé (cuyo objetivo era demostrar que la poesía estaba mejor dotada que el drama wagneriano para lograr los objetivos que requería la época), Lacoue-Labarthe demuestra que precisamente en estos casos el antiwagnerismo de estos pensadores era, en realidad, totalmente inadecuado y que fracasaron a la hora de llegar al auténtico meollo de la empresa wagneriana.
¿Cuál es entonces el auténtico meollo del wagnerismo, aquel que, pese a los repetidos ataques de esos cuatro autores contra su música, su drama y sus óperas, pasaron por alto? Según la opinión de Lacoue-Labarthe, se trata del aparato wagneriano como vehículo para la estetización de la política; Wagner como la transformación de la música en un operador ideológico que, en el arte, implica siempre la creación de un pueblo, es decir, la concepción o la configuración de una política. Lo que aquí se elabora es una visión de Wagner como protofascista (empleo la expresión en su sentido descriptivo), en tanto que presuntamente inventó un aspecto de la clausura de la ópera, al asignar a ésta la tarea de configurar un destino nacional o ethos y, con ello, la llevó a escenificar lo que en última instancia es la función política de la estética misma.
Supuestamente, Wagner consiguió esta meta con un gesto que Lacoue-Labarthe considera crucial: la restauración del gran arte. La lección básica que saca de esto, muy similar a la extraída por Adorno, es la de que ya no es posible crear arte bajo la bandera del gran arte, y que, en el fondo, el principal imperativo del arte contemporáneo se halla en la sobriedad como su valor normativo fundamental, en la modestia de sus ambiciones (volveré más tarde sobre este argumento tan engañoso y sutil, que Adorno también propone a su manera). Según Lacoue-Labarthe, Wagner fue el último gran artista capaz de defender la idea del gran arte y precisamente al hacerlo puso de manifiesto sin ambages que el mundo contemporáneo es incapaz de producir nada dentro de la categoría del gran arte, salvo configuraciones políticas extremadamente reaccionarias, peligrosas e incluso secretamente criminales.
En algunos de los ensayos de Lacoue-Labarthe, no siempre los mismos que aparecen en Musica Ficta, la animosidad contra Wagner, considerado verdaderamente el paradigma principal e insuperable del arte fascista, es explícita. Esto implica que el Wagner desmitologizado, teatralizado y restaurado a su discontinuidad subyacente (el Wagner de Boulez, Chéreau y Regnault) debería considerarse una invención, una simple fachada, o sencillamente un disfraz endosado al Wagner esencial, el que permanece codificado en las viejas categorías de la mitología, la nación, la estética de lo sublime, etc. Aquí penetramos en un debate muy complejo que requeriría escuchar un poco de Wagner antes de emitir un juicio al respecto.
Mi tesis es la siguiente: la estrategia de Lacoue-Labarthe es, en cierta forma, la opuesta a la que asegura que va a utilizar. Se propone comenzar con Wagner tomándolo al pie de la letra (sin interrogarlo en realidad) con el fin de acabar probando que constituye una inscripción, un cimiento en el ámbito teológico-político, y que la esencia de este Wagner, absolutamente manifiesta en los efectos que produce, se revela en última instancia como el fundamento de la estetización de la política, del protofascismo, etc. La estrategia de Lacoue-Labarthe intenta probar que las disputas en torno a este Wagner son un indicio firme de que la empresa wagneriana equivale a la estetización protofascista de la política. Por ello afirma, justo al principio de su libro, que «el tema de este libro no es Wagner, sino más bien el efecto creado por él»[4], un efecto que, como dije al principio, fue enorme, ya que, en el análisis definitivo, como afirma explícitamente Lacoue-Labarthe, Wagner fundó el primer arte de masas.
Si el tema del libro no es Wagner sino únicamente los efectos que causó, ello se debe a que en cierto modo es posible llegar a un entendimiento de Wagner, o conocer lo que hay tras el nombre de Wagner, mediante los efectos que provoca y que hay que señalar debidamente. Sin embargo, en mi opinión, el libro de Lacoue-Labarthe hace exactamente lo contrario: prescribe un Wagner sobre la base de una teoría de la política como estetización. Una vez leído el susodicho libro, se obtiene cierta idea de Wagner, guste o no: después de todo, ¡trata a fin de cuentas sobre Wagner! ¿Cómo se puede escribir un libro entero sobre los efectos que Wagner produce sin que ello dé como resultado cierto retrato del propio Wagner? Es absolutamente imposible, y este retrato de Wagner aparece trazado aquí por medio de las hipótesis de Lacoue-Labarthe acerca de la política como estetización y, por consiguiente, acerca del papel estético del arte en la política. Este aspecto es sumamente interesante en tanto que encontraremos, bajo otra apariencia, este mismo tipo de operación cuando nos centremos en Adorno. Resulta esencial destacar los rasgos distintivos de esta creación de cierto Wagner, pues creo que de eso es precisamente de lo que se trata aquí: de la construcción o de la reconstrucción de cierta imagen de Wagner según una determinación filosófica especulativa que en realidad tiene que ver con lo teológico-político, o, si se prefiere, con la estetización de la política, esto es, con la política como religión artística (lo cual es una posible definición del fascismo).
Como es evidente, los rasgos distintivos que gradualmente configuran esta imagen de Wagner deben tomarse del propio Wagner de una u otra forma, así que somos testigos de un proceso que conduce a una construcción de Wagner. Además, dado que Wagner es un nombre esencial en el ámbito de la ideología, siempre tenemos que ser conscientes de lo que acontece bajo el nombre de Wagner; es decir, conocer cómo se ha construido el nombre «Wagner».
Señalaré cuatro aspectos de esta construcción que aparecen constantemente en los debates acerca de Wagner. Y si se acepta que semejante construcción existe en realidad, entonces tendrá que aceptarse que lo que voy a decir equivale a una deconstrucción, dado que trataré de desmontar esta imagen de Wagner después de mostrar cómo fue creada.
1. El papel del mito
El primer aspecto, y quizá el más evidente (Mallarmé en concreto contribuyó a la hora de concebir esta construcción), es el papel del mito, en el que se considera que Wagner necesariamente se basó o formalizó una norma mitológica de representación, o, dicho de otro modo, basó el mundo representativo del drama y de la ópera en su totalidad sobre mitos fundacionales, originarios, que cumplen un papel fundamental. Simplemente recordaré aquí, que, a la vez que esto es innegable, el montaje de Boulez-Chéreau-Regnault demostró que no es necesario interpretarlo como un aspecto esencial de la obra de Wagner.
Me sorprende que Lacoue-Labarthe no mencione este montaje o lo que tal vez considerase su fracaso. Sin embargo, se trata de un montaje que debe ser sometido a una crítica coherente y rigurosa antes de que se afirme que su fracaso es una prueba de que lo mitológico es un componente esencial en la obra de Wagner. Nadie puede argumentar que el elemento mitológico no está presente en Wagner, pero no basta sólo con ello. El auténtico problema es el de la conexión esencial, orgánica, entre el arte de Wagner y los elementos mitológicos que pueden hallarse indiscutiblemente en él. En el pasado ha habido intentos, como hoy en día, de liberar a Wagner de toda esta tosca mitología, con vistas a demostrar que una de las fortalezas de la empresa artística de Wagner es la de no tener que ser, estrictamente hablando, una empresa vinculada a lo mitológico, tal como la entiende Lacoue-Labarthe.
Los otros tres aspectos que examinaré son más específicos, más relevantes y también absolutamente esenciales. Abarcan el papel de la tecnología (es decir, algo así como el papel de lo cuantitativo), el papel de la totalización y el papel de la unificación o síntesis.
2. El papel de la tecnología
A juicio de Lacoue-Labarthe, uno de los rasgos esenciales de Wagner es su extraordinaria implantación de técnicas operísticas, orquestales y musicales. Según este autor, «la amplificación musical –y la acumulación estética– alcanzaron su cumbre»[5] con Wagner, y esta amplificación era de naturaleza esencialmente tecnológica. La cuestión de la tecnología se introduce por medio de la idea de que la amplificación de las técnicas musicales en Wagner se halla completamente al servicio del efecto provocado y que, una vez que la amplificación está al servicio de su efecto, podemos hablar legítimamente de tecnología. Lacoue-Labarthe escribe más adelante: «Lo cierto es que acababa de nacer el primer arte de masas, y lo había hecho por medio de la música (por medio de la tecnología)»[6]. Así pues, Wagner, en virtud de esta simple analogía entre música y tecnología, es supuestamente el precursor de la música como poder técnico, en la que la producción de efectos es una norma interna de la ordenación artística, que requiere el más exhaustivo empleo de las técnicas musicales.
Este aspecto podría desarrollarse más extensamente, más allá de lo que Lacoue-Labarthe tiene que decir. Se podría argumentar que, si Wagner necesitaba la edificación de un nuevo teatro, si necesitaba el mayor número de músicos, así como cantantes cuyas facultades técnicas estuvieran muy por encima de la media, etc., no se trataba simplemente de un capricho o de una exigencia impuesta por los aspectos estilísticos de su arte, sino que se debía al hecho de que la correlación entre la amplificación de las técnicas musicales y los efectos que se producirían es la esencia misma de su arte. Wagner, por tanto, creó el primer arte de masas, puesto que lo que elaboró, en el fondo, fue una creación tecnológica.
Lacoue-Labarthe nos recuerda que está reproduciendo una de las ideas de Nietzsche (Nietzsche, como todo el mundo sabe, tuvo muchas ideas excelentes, como también otras que no eran tan extraordinarias). Dicha idea procede de un texto en el que Nietzsche explica que el declive de la música occidental comenzó con la obertura del Don Giovanni de Mozart, en la que puede hallarse ya la movilización total de la capacidad de la orquesta para producir un efecto terrorífico y sacro. Así que la obertura de Don Giovanni era de naturaleza wagneriana: se trataba de una referencia intramozartiana a Wagner, cosa, por cierto, que no es errónea, aun cuando no estemos obligados a extraer las mismas conclusiones que Nietzsche.
El primer aspecto, por otra parte completamente obvio, que llama la atención se había expresado ya con anterioridad de forma simplista: «Wagner es muy ruidoso», «Lo único que se puede escuchar son los metales», etc., ideas que, de una manera más sofisticada, se expresaron como la amplificación de las técnicas musicales puesta en práctica en su mayor grado con vistas a la producción tecnológica de efectos y la creación de un arte de masas.
Es interesante que Lacoue-Labarthe no intente analizar el auténtico propósito de las técnicas empleadas en la obra de Wagner. Sin embargo, se trata de una cuestión interesante. Aunque innegablemente existe en Wagner cierta exigencia de técnicas de envergadura, cabe preguntarse para qué efectos específicos las necesita. Si se elude esta pregunta, únicamente nos queda considerar el efecto de los efectos: los efectos son efectos, y punto. Por supuesto, el objetivo de un efecto es producir un efecto, pero uno no puede quedar satisfecho únicamente con esto, dada la extrema versatilidad de la música de Wagner. Frente a lo que en ocasiones se afirma, es una música extraordinariamente dinámica. La cuestión de los efectos es en verdad muy compleja, y la exigencia de las técnicas para producir tales efectos puede variar enormemente. La orquestación wagneriana está configurada en su totalidad mediante cortes abruptos, mediante ramificaciones sumamente diversas; en absoluto se presenta como una gran masa monolítica. La cuestión, sencillamente, no se plantea, pero es la única que necesita aquí respuesta. Aunque no hay duda de que existe una exigencia innovadora o inusual de tecnología en Wagner, tenemos que evaluar la naturaleza de los efectos y no únicamente el simple hecho, por muy innegable que sea, de que tales efectos existen. Esto último, en mi opinión, constituye una razón absolutamente insatisfactoria para despachar a Wagner como si sólo se interesara en la tecnología.
3. El papel de la totalización
Asimismo, en este caso Lacoue-Labarthe se limita a la dimensión programática de Wagner, formulada en su ambición de crear la «obra de arte total». Ciertamente, la expresión fue utilizada por Wagner, decidido a crear la obra de arte total, y que, como consecuencia –o al menos eso afirma Lacoue-Labarthe–, ejecutó un gesto de clausura: «El gesto totalizador es un gesto de clausura»[7].
No obstante, el lema de «la obra de arte total» no es más que eso, un lema. Aunque pueda encontrarse entre las intenciones manifiestas de Wagner, ¿pueden reducirse las tentativas artísticas a las intenciones del artista? Se trata de un debate recurrente en el que a menudo me veo involucrado. Si nos tomamos en serio el hecho de que el arte consiste en crear algo (yo, por ejemplo, diría que en crear una verdad), es evidente que no puede reducirse a las declaraciones de intenciones que lo acompañan. No digo que sean irrelevantes, que no deban intervenir en nuestro juicio estético global de la obra de arte, pero la forma en que las intenciones del artista son sistemáticamente puestas de relieve cuando nos enfrentamos al auténtico proceso artístico implican, a mi modo de ver, un vicio contemporáneo, tanto más pernicioso cuanto que las intenciones de un artista, aunque a veces son muy ambiciosas, también pueden ser muy pobres. Algunos artistas disparatan, incluso acerca de ellos mismos. No se puede afirmar simultáneamente que la obra de arte no es la expresión directa de la psicología del artista y que las intenciones manifiestas del artista revelan la verdad de la obra. Hacerlo es caer en un contrasentido.
Por descontado, no se puede dudar de la ambición totalizadora de Wagner, pero aquí estamos discutiendo acerca de sus intenciones, cuando lo que deberíamos hacer es demostrar en qué sentido la obra de Wagner como tal constituye una totalización. De momento, dejaré de lado este asunto, que, naturalmente, no se puede zanjar mediante la referencia programática a la totalización, sobre todo porque el propio Lacoue-Labarthe duda de que Wagner lograra dicha totalización. Por ejemplo, en lo que respecta a la transformación del escenario, afirma que, en realidad, Wagner no introdujo cambios trascendentales y, además, que tales cambios no formaban parte de su deseo de totalización. Lacoue-Labarthe afirma, entre otras cosas, que Wagner no introdujo ninguna transformación auténtica en relación con el estilo italiano de escenario, lo cual es discutible. En resumen, la contradicción aparece de nuevo aquí: primero, Lacoue-Labarthe imputa a Wagner un gran mecanismo totalizador y, después, niega que semejante totalización llegara a ser operativa.
Seguramente, esto demuestra que es necesario examinar más de cerca estos procesos de totalización y entender el auténtico significado de la totalización en la obra de Wagner, lo que constituye, con diferencia, una empresa mucho más amplia. Además, si se leen algunas de las notas de Wagner sobre cómo se dirigía la orquesta o sobre el estado de la interpretación escénica en su época, se puede decir que él también era partidario de un ideal de sobriedad, ya que, por lo habitual, opinaba que todo era ruidoso, grandilocuente, atroz, etcétera.
Asimismo, Lacoue-Labarthe dice que este asunto de la totalización debería remitirnos al carácter sistemático de la obra de Wagner. Es evidente que, de manera encubierta, la ecuación de Wagner con Hegel desempeña aquí un papel importante. Dicho de otro modo, la sistematicidad wagneriana es el equivalente musical del sistema de Hegel, y Wagner supuestamente puso punto final a cierto tipo de ópera en la historia de la música occidental, así como Hegel hizo lo propio con cierto tipo de metafísica. Supuestamente Wagner legó a la posteridad una tarea tan imposible como la que Hegel dejó a sus grandes sucesores: una tarea que consiste en seguir persiguiendo lo que ya se ha concluido. Así, podemos leer:
Se podría decir –no sólo porque sube el listón respecto a los medios de expresión (una jugada que ya Nietzsche había denunciado como un arte subordinado a la búsqueda de un efecto), sino por su carácter sistemático, en el más estricto sentido del término– que la obra de Wagner dejó a la posteridad una tarea tan imposible como la que en la filosofía el idealismo alemán (Hegel) legó a sus grandes sucesores: seguir persiguiendo lo que ya se ha concluido[8].
La opinión de Lacoue-Labarthe es notablemente ambigua a este respecto. ¿Es esta culminación que la obra de Wagner representa simplemente una culminación programática, ilusoria, o realmente llegó a producirse? ¿Está hablando de un hecho histórico auténtico, o la ambición por la totalización, en cuanto ambición falsa, engañosa, ideológica, deja inconcluso aquello que aspira a culminar? Una incapacidad para decidir –típica, según creo, de cierto tipo de pensamiento heideggeriano– se hace evidente aquí: la incapacidad de escoger entre un elemento que es en realidad únicamente programático y un hecho histórico auténtico. ¿En verdad Wagner condujo a la ópera a su final? Sin duda, se trata de una cuestión legítima, que no niego en absoluto, pero está claro que no puede plantearse en estos términos. Si se produjo verdaderamente una clausura wagneriana de la ópera, será necesario explicar en detalle las razones –en cuanto a la música, el escenario, el drama, etc.– por las que ocurrió y no depender exclusivamente de las reiteradas y frecuentes declaraciones de Wagner acerca de la obra de arte total.
4. El papel de la unificación
En todo caso, con este rasgo nos acercamos un poco más a la música. Así como Lacoue-Labarthe se refiere a la obra de arte total con respecto al tema de la totalización, también se refiere, en lo que concierne al asunto de la unificación, a la temática de la «melodía sin fin», dado que sobre ella Wagner elaboró su obra operística. Lacoue-Labarthe interpreta «melodía sin fin» como saturación, lo que constituye una idea interesante. «Melodía sin fin», según su punto de vista, significa «demasiada música»[9], es decir, música que queda obstruida por medio de la saturación, cuyo nombre es «melodía sin fin».
«Saturación» significa que Wagner se deshace de la articulada irreductibilidad de las palabras. Dicho de otro modo, el campo de actuación entre las palabras y la música, constitutivo de la posible teatralidad de la ópera, queda eliminado, según Lacoue-Labarthe, por la «melodía sin fin», en la medida en que esta última es una saturación unificadora, por medio de la música, de todos los parámetros operísticos. Por tanto, demasiada música, como sin duda Lacoue-Labarthe entiende a Wagner, o al menos como le critica, significa que la música cumple una función sintética respecto a los parámetros operísticos que aquélla presenta, y esta función sintética anula por completo la efectividad de las palabras.
Nos hallamos aquí muy cerca de Adorno, cuya preocupación fundamental era el principio de identidad. En un plano metafísico, Adorno consideraba que la dialéctica hegeliana, de manera ejemplar, es una dialéctica que no permite la diferencia, que sepulta la diferencia en la mismidad. Como una dialéctica afirmativa –no, de hecho, negativa–, la dialéctica hegeliana acaba reduciendo la diferencia a la mismidad. En cierto sentido, Lacoue-Labarthe dice lo mismo sobre Wagner, quien, tal como él lo ve, reduce todas las posibles diferencias de parámetros a la «melodía sin fin». La «melodía sin fin» es bastante similar a la odisea del Espíritu en Hegel, esto es, a algo cuyo papel es reducir constantemente la diferencia entre la discontinua articulación de las palabras y la línea melódica continua, o incluso, en última instancia, a reducir también las referencias intramusicales al flujo de la música misma. En opinión de Lacoue-Labarthe, Wagner creó una música sintética, una música que absorbe sus propias multiplicidades y las disuelve en un melos indiferenciado.
Hay muchos pasajes interesantes en la obra de Lacoue-Labarthe que tratan este asunto, que es el más importante de todos. Por ejemplo, acusa a Wagner de falta de complejidad precisamente por esto. En un pasaje significativo a este respecto, analiza la opinión de Adorno acerca de Schoenberg. Señala que, en última instancia, Adorno considera que también Schoenberg se halla en una posición de saturación musical. Y por ello piensa que Adorno es todavía demasiado wagneriano: por su fracaso a la hora de observar que algo totalmente diferente ocurre con Schoenberg. Adorno establece la función sintética de la música en Schoenberg en Moisés y Aarón, y Lacoue-Labarthe comenta: «Una vez más, el estilo de esta saturación no es wagneriano, aunque sólo sea porque la escritura es demasiado compleja y porque ya no está subordinada al imperativo de un melos»[10]. Y entonces añade: «Pero, no obstante, se trata de saturación».
Un tipo de saturación no wagneriana estaría basado en una clase más compleja de composición, que no estuviera subordinada al imperativo de un melos, esto es, al imperativo de la «melodía sin fin». Éste es el meollo del problema. En primer lugar, ¿es cierto que las composiciones de Wagner adolecen de falta de complejidad? Y, de ser así, ¿es cierto que dicha falta de complejidad se debe a la subordinación de todos los parámetros musicales a la «melodía sin fin», es decir, a una línea musical dotada de una fuerza orientada externamente? Una vez más, creo que no se ha planteado la cuestión vital. Lacoue-Labarthe parte del comentario programático acerca de la «melodía sin fin», pero, de hecho, las consecuencias que extrae (falta de complejidad, subordinación de la multiplicidad a la unidad de la línea musical, etc.) no quedan corroboradas por la música de Wagner.
En cuanto a los Leitmotive –otro asunto delicado en Wagner–, Lacoue-Labarthe afirma que la cuestión depende de demostrar que la música de Wagner es en sí misma mitológica. Aquí llegamos al nexo de todas sus objeciones: el método empleado por Wagner para unificar su propia música sólo es concebible dentro de unos parámetros mitológicos. Lacoue-Labarthe intenta relacionar la cuestión de lo mitológico no sólo con el argumento, los mitos, los dioses, la historia narrada por las óperas, sino con la textura misma de la música. La solución hallada por Wagner para el problema, dice, «es que la acción teatral, las unidades y los significantes míticos deben ser constante y totalmente determinados musicalmente (de aquí los Leitmotive)»[11]. Así como antes poseíamos una teoría de la «melodía sin fin», tenemos ahora una teoría de los Leitmotive que determinan musicalmente los elementos míticos. Por tanto, la naturaleza intrínsecamente mitológica del proyecto nacionalista –y, a la postre, político– de Wagner está presente en la música hasta el punto de que los elementos míticos se hallan, en última instancia, totalmente determinados por la música. Eso implica que los Leitmotive se interpretan aquí como una síntesis musical de lo mitológico. Consideremos el motivo de la espada, por ejemplo. Según esta teoría, cada vez que se repite este Leitmotiv, estamos ante un elemento celular mítico en la música que, finalmente, se infiltra en la unidad de la música misma.
Hay algo que Lacoue-Labarthe pasa por alto, a saber, la posibilidad de que un Leitmotiv puede a veces realizar esta función sólo de forma subordinada respecto a otra. El hecho de que el Leitmotiv