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Un texto que reflexiona sobre la realidad contemporánea, la dificultad de lidiar con la contingencia y complejidad del mundo actual debido a sus continuos e inesperados cambios. Este ensayo, dice Alain Badiou, se dirige principalmente a todos aquellos que están perplejos –al menos desde el estallido de la pandemia– por el evidente desorden del mundo contemporáneo, su complejidad y sus múltiples dificultades, sus vanas pretensiones, sus anuncios sin consecuencias, sus graves problemas no reconocidos y muchos otros detalles oscuros. A través de ejemplos detallados –como las polaridades políticas y los movimientos de protesta, el feminismo contemporáneo, la ecología, la educación, el secularismo– y desde su propio compromiso político, el reconocido filósofo ofrece un análisis basado en la observación y la argumentación, partiendo de la idea de que el desorden evidente solo se explica si se lo considera como efecto del orden del que procede.
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Seitenzahl: 61
Veröffentlichungsjahr: 2025
Observaciones sobre la desorientación del mundo
Traducción deGuillem Usandizaga
Herder
Traducción: Guillem Usandizaga
Diseño de la cubierta: Dani Sanchis
Edición digital: José Toribio Barba
© 2022, Éditions Gallimard, París
© 2025, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-5136-2
1.ª edición digital, 2025
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Herder
www.herdereditorial.com
Observaciones sobre la desorientación del mundo
1. SÍNTOMAS DE LAS ENFERMEDADES CONTEMPORÁNEAS
2. EL CONCEPTO DE ORIENTACIÓN
3. DOS EJEMPLOS LLAMATIVOS DE DESORIENTACIÓN
4. LA OBSESIÓN NEGATIVA: DE LA DIFERENCIA RADICAL ENTRE REIVINDICACIÓN EN EL ÁMBITO SINDICAL Y ACCIÓN DE CLASE EN EL ÁMBITO POLÍTICO
5. UNA DESORIENTACIÓN SINGULAR: EL FEMINISMO CONTEMPORÁNEO
6. DESORIENTACIÓN LATERAL: LA RELIGIÓNECOLÓGICA
7. LA DESORIENTACIÓN DE LA EDUCACIÓN
8. SOBRE LA PALABRA LAICISMO, CONVERTIDA EN DESORIENTACIÓN EDUCATIVA E IMPOSTURA IDEOLÓGICA
9. LAS DIALÉCTICAS DE LA IDEOLOGÍA DOMINANTE
10. A MODO DE CONCLUSIÓN
Este ensayo se dirige principalmente a todos aquellos a quienes deja perplejos —en cualquier caso, desde la irrupción de la pandemia— el desorden evidente del mundo contemporáneo, su complejidad y sus múltiples dificultades, sus pretensiones vanas, sus anuncios sin consecuencias, sus graves problemas no reconocidos y muchos otros detalles oscuros. En cuanto al método utilizado y a los objetivos que persigo, quizá es necesario que el lector lea en primer lugar la conclusión (el capítulo 10) como si fuera una introducción, y la lea por segunda vez, después del resto del libro, en su papel de conclusión. Dicho esto, empiezo.
Desde la pandemia, y de alguna manera bajo la bandera de la Covid-19, no se habla más que de una «situación crítica», de «capitalismo en crisis» y de «impotencia de los gobiernos», que, aprovechándose de esta tormenta planetaria (o sufriéndola, es una variación que se oye a menudo), serían los actores y los directores de teatro de una novedad histórica bien desagradable, a la que en casi todas partes llaman «liberalismo autoritario».
Contra esta enfermedad política, convendría encontrar una dosificación aceptable entre la firmeza republicana (que se debe alzar especialmente contra una desastrosa invasión de los llamados «migrantes») y la protección de «nuestras libertades», a las que atacan frontalmente —y solo son dos ejemplos— la imposición, por otro lado, demasiado tardía, de la mascarilla, o, peor todavía, la hipócrita exigencia de una vacunación que «todo el mundo» sabe que es turbia, al menos desde las sólidas intervenciones del epidemiólogo Didier Raoult. ¿Piensa el lector que un inyectado o una inyectada (feminismo obliga) en el brazo izquierdo, con una mascarilla azul —o incluso negra— en la cara puede ser un hombre o una mujer libre, republicano/a y consciente del peligro que representa el «tsunami musulmán»? Claro que no. Es una víctima, reconocible a gran distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, del «liberalismo autoritario». Si nos damos cuenta, a lo que se reduce hoy en día el liberalismo occidental es a dejar que campe por las calles una masa de inmigrantes, millones de musulmanes, prácticamente incontrolable.1 Y, sin embargo, al mismo tiempo, se les pone a todos los ciudadanos honrados una mascarilla horrorosa en la cara y una dosis de Covid en el hombro: es por esas dos prácticas como reconocemos inmediatamente que este «liberalismo» es radicalmente «autoritario».
Las reacciones contra la funesta política de los gobiernos engendrados por el «liberalismo autoritario» son muy variables. Pueden distinguirse, como mínimo, cuatro tendencias —desgraciadamente (para ellas)— hasta cierto punto irreconciliables, aunque a veces las vemos manifestarse juntas. Volveré sobre ello. Tenemos, pues, en primer lugar, a los verdaderos demócratas, para los que la libertad individual va antes que cualquier otra cosa, especialmente, claro está, la muerte de los que son más pobres que ellos. En segundo lugar, tenemos a los nacionalistas auténticos, a veces furibundos, pero maravillosamente nostálgicos de la gran Francia, la de Pétain y las guerras coloniales. En tercer lugar, tenemos a los liberales clásicos, es cierto que a veces corrompidos, pero fieles guardianes de la única economía válida, la que proclama, desde el siglo XVIII: «Dejad que el dinero actúe, dejad que circule». En cuarto lugar, tenemos una especie de neoizquierdismo, maduro desde hace unos diez años, cuya máxima es «Criticad siempre, actuad en masa y no propongáis nunca nada».
En los márgenes encontramos a quienes, si bien critican sin piedad a los gobiernos occidentales y su política capitalo-imperialista, juzgan que el liberalismo autoritario es una designación ideológica históricamente engañosa y políticamente muy débil. Los que la utilizan comparten de hecho, con el gobierno al que creen criticar, tanto su ideología reactiva como una sorda hostilidad contra el único acontecimiento político que sería capaz de cambiar la situación de las politicastrias contemporáneas: un renacimiento del comunismo, o más bien —lo sé, porque pertenezco a este margen— un tercer nacimiento.
Examinemos, en primer lugar, las cuatro variantes oficiales del distanciamiento, durante la tormenta pandémica, respecto al «liberalismo autoritario». Comparten la participación en las elecciones, o al menos la ausencia de crítica a su existencia (creo poder demostrar que no hay que participar nunca en estas ceremonias de perpetuación de la servidumbre), y también, es un poco lo mismo, la convicción de que la política viene a ser en lo esencial criticar al gobierno y exigir su cambio, cuando, en el mundo tal cual es, un gobierno, sobre todo democrático, no es nada más que el encargado del trabajo sucio de una oligarquía dominante.
Empecemos por el grupo de los «verdaderos demócratas». Algunos, fieles valedores de nuestras «democracias occidentales», piensan que para avanzar primero hay que demostrar que los promotores de la pandemia fueron los chinos, autoritarios sin ser de ningún modo liberales. El virus de la Covid-19 vino de Wuhan, esa es la primera etapa mental hacia una auténtica democracia liberal: un poco de firmeza, ¡qué demonios!, hacia los países aferrados a antiguallas autoritarias procedentes del odioso comunismo. No hay libertad ni seguridad sin una postura firme a nivel planetario. No nos olvidemos nunca de los uigures. En Francia, la formulación es «La democracia y el laicismo deben defenderse en todas partes». Desde luego, hace falta un poco de igualdad, un poco menos de multimillonarios arrogantes, pero sobre la ideología democrática no hay compromiso posible. ¡Antes la guerra! Incluso Biden, rodeado de una izquierda demócrata, está al fin y al cabo más preparado para la guerra con China que Trump, que todavía estaba enredado en una ensoñación solipsista, un desprecio tranquilo, típicamente yanqui, hacia todos los demás Estados.
Sin embargo, podríamos decir que, para esta corriente, el poder establecido, por ejemplo, el presidente Macron, es demasiado autoritario con los buenos republicanos de la clase media nacional y demasiado liberal, a nivel mundial, con los demás competidores posibles del capitalismo mundializado, esencialmente quienes no son liberales occidentales, sino incurables autoritarios más o menos marxistas. El verdadero demócrata piensa de hecho que la guerra por la democracia es prioritaria. Y que merece una buena dosis de autoritarismo activo contra los totalitarios de todo tipo. El verdadero demócrata es un militante planetario de la democracia en armas, incluso atómicas. Y, a fin de cuentas, el verdadero demócrata occidental solo tiene esperanza en la firmeza, el capital y los regimientos de Estados Unidos de América.