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En Newham, la ciudad que nunca duerme, no hay sueños: solo hay pesadillas.Desde hace unos años, una extraña enfermedad se ha extendido entre la población: cualquiera que se quede dormido y sueñe, despertará convertido en aquello que más lo aterroriza. Los monstruos resultantes son tan diversos como los miedos de cada ciudadano: desde criaturas deformes en su apariencia, cuya mente y sentimientos siguen siendo humanos, hasta seres espantosos que causan masacres y arrasan lo que encuentran. Esto último es lo que aterra a Ness desde que, hace ocho años, su hermana mayor se convirtió en una araña gigante que devoró a su padre. Ness no sabe qué le produce más miedo: si el peligro de que alguna otra Pesadilla la asesine, o el de acabar como su hermana. Por si fuera poco, a sus diecinueve años Ness no tiene familia, trabajo ni nadie que se preocupe por ella. Esa es la razón de que se aferre a su puesto en la Sociedad del Alma en Reposo, una dudosa organización que puede -o no- ser una secta. Sin embargo, la cobardía de Ness tiene un coste, y el director de la ¿secta? en la que vive está a punto de echarla tras un incidente en el que su actitud pone en peligro a sus conciudadanos. Para demostrar su valía, Ness consigue que le encarguen lo que debería ser un trabajo sencillo para la organización... y el encargo le explota en la cara. Literalmente.Enredada en las secuelas de un atentado en el que han perecido cientos de personas -y cuyos únicos supervivientes son Ness y un joven vampiro que quizá planee chuparle la sangre-, Ness hará todo lo posible por sobrevivir, averiguar quién está intentando matarla y detener la conspiración criminal que empieza a intuir, antes de perder lo único que le queda: su vida.
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Seitenzahl: 470
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Para todos los que apoyaron mi primera trilogía:
La peor Pesadilla de mi hermana era una araña asesina gigante.
Lo sé porque eso es en lo que se transformó cuando se quedó dormida por última vez, así que sé lo que se siente cuando un familiar se convierte en un bicho enorme e intenta comerte. En esta ciudad no cuesta encontrar a personas que han perdido a seres queridos por culpa de las Pesadillas, ya sea porque se convirtieron en una o porque perdieron la vida a manos de otra. Sin embargo, resulta sorprendentemente raro que alguien se transforme en un bicho homicida gigante.
Supongo que la mayoría de la gente tiene miedo a cosas mucho peores que los insectos.
−¿Y de qué conocíais a mi marido? −nos pregunta la señora Sanden, una mujer blanca de unos cuarenta años. Las canas empiezan a salpicarle el pelo de color caoba en las sienes, y está tan rígida como la camisa blanca almidonada y la larga falda negra que lleva.
Es bajita, y lo parece aún más dentro de su diminuto apartamento. Como la mayoría de los pisos de Newham, se compone fundamentalmente de una sola habitación: hay una cama de matrimonio en una esquina, una cocina diminuta en la pared de enfrente y una especie de sala de estar con un sofá raquítico y una mesa. Todo el espacio que queda disponible está cubierto de flores.
Desde la pared me observa un gran teléfono de madera, con dos inquietantes campanas de latón que parecen ojos y un largo auricular que cuelga como la trompa de un elefante.
−Me temo que no tuvimos el placer de conocer a su marido −confieso mientras entro en el apartamento.
La puerta permanecerá abierta las próximas horas, y los conocidos del fallecido vendrán a presentar sus respetos. Priya se apoya en la pared del rellano, ya que no hay sitio suficiente para las dos.
La señora Sanden frunce el ceño un instante al observar mi inconfundible chaleco azul pálido y mis pantalones negros. Le cambia la cara cuando reconoce el atuendo.
−Ah, venís de la secta esa.
−No es una secta −niego con los dientes apretados.
−Dejad las flores y marchaos: no quiero saber nada de vosotras ni de la estafa que pretendéis venderme −nos suelta la mujer con la boca tensa.
−Uf, nos ha tocado un público difícil −comenta Priya sonriendo. Es la primera vez que habla desde que hemos llegado.
−Podrías tratar de ayudar −le digo con un gesto de exasperación.
−¿Yo? −pregunta, lanzándome una mirada inocente−. ¿Estás segura?
Se le empieza a dibujar una sonrisa macabra en la comisura de los labios e inclina levemente la cabeza hacia un lado. El pelo, corto y degradado en negro y turquesa, le cae sobre la frente. La luz del rellano hace que sus pómulos parezcan aún más pronunciados de lo habitual y le da un tono rojizo al marrón cálido de su piel, además de reflejarse en sus ojos de forma siniestra.
−Espera, no. Lo retiro, no ayudes −le pido.
−¿De verdad? Podría... −La sonrisa se va volviendo más maliciosa.
−¿Es que quieres que nos echen? −pregunto con suavidad−. Después de lo que ocurrió la última vez, el director nos expulsará sin dudarlo.
Priya cierra la boca y me dedica una mueca irritada, porque he ganado y lo sabe. Puede que no le guste este trabajo, pero lo necesita.
Igual que yo, para qué engañarnos.
−¿Pensáis dejar las flores o no? −espeta la señora Sanden, claramente molesta por nuestra presencia, como suele pasar.
La mayoría de la gente nos ve como vendedores a puerta fría, solo que los productos que ofrecemos son servicios religiosos. En parte tienen razón, pero casi nadie me escucha el tiempo suficiente para dejar que me explique en condiciones.
−Sí −contesto, mientras cojo las flores que he traído y las coloco encima de una pila de ramos similares que descansa en el aparador.
En la pared, sobre las flores, veo una foto en blanco y negro de un hombre blanco con una gran barba negra y espesa y una enorme sonrisa. A pesar de que la foto no está en color, percibo el contorno de las escamas azules que le recorren los pómulos.
Tenía una Pesadilla contagiosa.
Me subo los guantes para asegurarme de que los llevo bien puestos, aunque sé que está muerto y que el cuerpo ni siquiera se encuentra aquí, ya que se convirtió en una Pesadilla mientras dormía. En realidad, daría igual que estuviera en el apartamento, porque las escamas no se contagian al tocarlas, pero aun así necesito cerciorarme de que los guantes me protegen bien.
Esas escamas azules provienen del Dragón del océano Austral, una Pesadilla a la que exterminaron hace una década. Cuando la mataron, su sangre se esparció por el agua del Gran Lago y empezaron a salirles escamas a todos los que la bebían, aunque la gravedad de la infección dependía de cuánta sangre hubieran consumido. Puesto que casi todo el sur del país sacaba el agua de ese lago, hay muchas personas con escamas.
−Venga, ya has dejado las flores. Ahora salid de aquí −exige la mujer.
−Por supuesto, si eso es lo que quiere −le digo con un tono tranquilo y controlado.
Saco un folleto de la mochila y lo dejo encima de las flores.
−Eso sí que no −replica la mujer mientras avanza hacia mí a toda prisa−. Vuelve a guardarlo. No pienso ir a terapia ni hablar de mis sentimientos o cualquier tontería por el estilo, y menos si es con vosotras.
−No tiene que hacerlo si no quiere, señora Sanden −le aseguro al mismo tiempo que le pongo el papel en la mano. Ella se queda mirándolo, como si no supiera cómo ha llegado hasta ahí.
El texto dice: «NO ESTÁS SOLO, PODEMOS AYUDARTE. PAGA LO QUE PUEDAS PERMITIRTE. TERAPIA PARA LOS TRAUMAS CAUSADOS POR PESADILLAS».
−Nuestra única intención es explicarle lo que ofrecemos, pero nadie la va a obligar a hacer nada que no quiera −le aclaro.
Detrás de mí, Priya, inquieta, juguetea con algo debajo de su largo abrigo negro. Un arma, supongo. A juzgar por la forma en que se ha vestido, está deseando que una Pesadilla atraviese la pared en algún momento de esta reunión, para poder derrotarla ella sola con sus botas de combate y su panoplia de armas ocultas.
La señora Sanden arruga el folleto y dice:
−Ya le gustaría a vuestra querida secta que os visitara para que pudierais lavarme el cerebro y convencerme de que la muerte de mi marido ha sido algo bueno.
−No somos una secta −repito de forma automática−, y nadie tiene intención de lavarle el cerebro.
−Eso lo dices porque a ti ya te han comido el coco −afirma con cara de superioridad−. A mi marido lo asesinaron en nuestra propia casa. Seguro que solo queréis convencerme de que no les ponga una denuncia a esos asesinos de Pesadillas.
Me presenté voluntaria para esto, así que intento mantener la paciencia, pero me arrepiento profunda y completamente de haber tomado esa decisión.
Priya entra en el apartamento con unas cejas que recuerdan a cuchillas furiosas:
−El Departamento de Defensa contra Pesadillas le salvó la vida, señora.
−¡Lo que hicieron fue matar a mi marido!
La ira brilla en los ojos de Priya. Aunque quizá sea veneración, porque en su caso tienen el mismo aspecto.
−Acabaron con un monstruo.
La actitud de Priya está haciendo que esto vaya de mal en peor.
− Esto no es una entrevista para ingresar en Defensa contra Pesadillas. No empeores las cosas −le digo entre dientes.
Ella responde con un gesto de irritación: en su mundo, todo es un ensayo para las pruebas de ingreso en Defensa contra Pesadillas.
−Señora Sanden −continúo con voz suave y paciente, algo que he ensayado mucho−, le ofrezco mis más sinceras condolencias. Sé exactamente lo que se siente al perder a un ser querido por culpa de una Pesadilla.
−¡Pero es que no fue por una Pesadilla! ¡Fueron esos asesinos!
−No −repito con delicadeza−. Su marido dejó de existir cuando se transformó en una cucaracha gigante mientras dormía.
−¡Mentira! −grita la mujer mientras agita el brazo con rabia−. Seguía siendo mi marido, ¡pero no podíamos comunicarnos porque no hablo el idioma de las cucarachas gigantes!
Me quedo mirándola, incrédula. A ver, yo entiendo mejor que nadie el deseo desesperado de recuperar a un ser querido después de que una Pesadilla lo convierta en una criatura monstruosa, de verdad que sí. Lo comprendo porque yo deseo todos los días que mi hermana vuelva.
La diferencia es que yo sé que dejó de ser mi hermana en cuanto se convirtió en la Pesadilla.
−Señora, su marido trató de devorarla −le recuerdo.
−¡Eso no fue más que un malentendido! −insiste, sin dejar de agitar el único brazo que le queda.
Me aprieto el puente de la nariz con los dedos y añado:
−Le arrancó el brazo.
−Por accidente.
−Y se lo comió.
−Porque tenía hambre. Habría sido una pena desperdiciarlo.
Priya suelta un resoplido y se acerca para susurrarme al oído:
−Y yo que creía que tú eras la que tenía pensamientos un tanto irracionales en cuanto a las Pesadillas... Lo retiro: lo tuyo es normal en comparación con esta mujer.
−Vaya, gracias, menudo cumplido. Me alegro de haber superado un listón tan alto −respondo con sarcasmo.
−Es que soy la reina de los cumplidos −afirma Priya con una sonrisa amplia y mordaz.
La señora Sanden le pega una patada a la mesita y hace que los tapetes y las flores salgan volando.
−¡Fuera! ¡No tengo por qué aguantar que os burléis de mí! −chilla.
Vale, admito que eso nos los merecemos. Está claro que esta mujer no acepta la realidad y necesita ayuda, y encima nosotras estamos empeorando la situación.
−Mire, yo le dejo esto aquí por si cambia de opinión −le digo, poniendo un folleto en el aparador antes de girarme.
Priya deja un montón más y añade:
−Por si se enfada y destroza el primero. O el segundo. O los diez siguientes.
−¡Priya! −le gruño.
Ella me ignora y saca un paquete entero. En ese mismo instante, una ráfaga de viento decide entrar por la ventanita abierta y esparce los folletos por la habitación como una lluvia.
A la señora Sanden no le hace la más mínima gracia, y empieza a gritar y pegar manotazos a los papeles. Luego coge un jarrón y nos lo lanza, pero me aparto y se estrella contra la pared.
−¡Fuera! −vuelve a chillar.
Tiene los ojos tan abiertos que parece que se le van a salir de las órbitas.
−¡Ya nos vamos!
−¡Fue...! −empieza a repetir, pero se le ponen los ojos en blanco.
Mierda.
La mujer se inclina hacia atrás y cae al suelo con un golpe seco.
Priya y yo nos quedamos heladas y la miramos sin movernos durante unos segundos, con el corazón a mil por hora
−¡Joder! −Me acerco corriendo y me arrodillo junto a la señora−. ¿Le ha dado un ataque?
−¿Cómo quieres que lo sepa yo? −me pregunta mientras camina de un lado a otro mordiéndose el labio.
−¡Tu hermana es médica!
−¡Pero yo no! −Mira a la mujer con cara de preocupación y niega con la cabeza−. Creo que solo se ha desmayado.
Se me eriza la piel al oír eso.
−Entonces, ¿se ha quedado inconsciente?
Priya me mira de reojo. Sabe perfectamente por qué estoy incómoda.
−Ness, estamos en la ciudad: aquí el agua lleva Helomina. Siempre y cuando haya bebido agua del grifo, estará medicada y no soñará.
Cambio el peso de un pie a otro con inquietud y me limpio las manos en los pantalones bien planchados, sin darme cuenta de que no puedo secarme el sudor a través de los guantes. No aparto la mirada de la mujer dormida en ningún momento.
−¿Y si no lo ha hecho?
−Ness... −suspira Priya.
−No, escúchame. Su marido se transformó en una Pesadilla, ¿cierto? −Observo la habitación en busca de algo que confirme mis sospechas−. Eso no debería ocurrir si bebes agua del grifo.
Entro en la diminuta cocina, miro de soslayo el fregadero y abro los armarios de madera de arriba. Encuentro tarros de cristal con harina, arroz y pasta, además de diversos utensilios de cocina. Los cierro y me arrodillo para mirar tras las puertas que hay debajo del fregadero.
Ahí descubro una garrafa que contiene un líquido marrón. No lleva etiqueta.
Es licor casero.
−No me jodas −suelta Priya con los ojos como platos.
El alcohol está prohibido en todo el país por una simple razón: anula los efectos de la Helomina y casi todos los otros medicamentos que previenen las Pesadillas.
Obviamente, esto no ha impedido que la gente compre alcohol de contrabando o lo fabrique, porque algunas personas son tan estúpidas como para correr el riesgo. Al fin y al cabo, uno no sueña siempre que duerme, y al parecer la gente tiende a creer que las Pesadillas solo afectan a los demás.
Hasta que les toca a ellos.
−La botella está medio vacía −susurro, y en mi voz se percibe el miedo que me está creciendo en el pecho como una Pesadilla. Acerco la mano y toco el cristal−. Además, está húmeda. Alguien la ha abierto hace poco.
Alguien como una mujer deprimida que acaba de quedarse viuda y quiere mitigar su dolor, por ejemplo.
Priya abre mucho los ojos al entender lo que insinúo y se vuelve rápidamente hacia la señora Sanden.
El problema es que ya no hay ninguna señora Sanden.
Su piel, en pleno proceso de mutación, se estira y se contorsiona como si en su interior hubiera un ser vivo que tratara de salir. Se oye el horripilante sonido que producen los huesos al partirse, y el cuerpo comienza a alargarse y agrandarse hasta que se convierte en una silueta larga y retorcida. Después, la piel se vuelve del mismo azul tormenta que los uniformes de las unidades de Defensa contra Pesadillas, y los ojos se dilatan e hinchan hasta convertirse en una caricatura de las gafas que usa dicha organización.
−Hostias −susurro.
−¡Sí, joder! −grita Priya con una mirada ilusionada.
La Pesadilla despierta, grita y abre su gigantesca boca revelando el vacío que hay en su interior, un camino que no lleva más que a una oscuridad voraz. Sus fauces absorben el aire como una aspiradora. Agarro como puedo las puertas del armario y trato de sujetarme, mientras el viento arrecia a mi alrededor y tira de mí como un tornado que quiere atraerme.
La monstruosidad se abalanza sobre mí hecha una furia. Suelto un grito agudo y estridente al mismo tiempo que me aparto y me estampo contra el duro suelo de madera. Me pongo a gatear. Un pedazo del jarrón que ha caído en la alfombra atraviesa el guante y me hace un corte, por lo que dejo un rastro de sangre al alejarme.
A mis espaldas, Priya, tan entusiasmada que solo le falta bailar, se quita el abrigo para sacar todas las armas que esconde. Es imposible que su cinturón multiusos sea legal, con todos los instrumentos para asesinar que alberga, pero las leyes nunca han impedido que las gentes de Newham hagan lo que les da la gana.
Priya desenfunda y se lanza hacia la Pesadilla mientras dispara una y otra vez. Resuena un rat-ta-tá; pero las balas atraviesan a la criatura, porque está compuesta de humo y carece de forma y de un cuerpo tangible. Es como tratar de cortar el aire.
Esto no desalienta a Priya, que sigue sonriendo y comienza a rociar al ser con un aerosol que se ha sacado del cinturón y que probablemente contenga sal presurizada. Muchas de las Pesadillas etéreas surgen de los miedos producidos por las viejas historias de fantasmas, y pueden combatirse con sal porque eso es lo que dicen las leyendas.
Sin embargo, ninguna Pesadilla es igual, porque cada persona tiene una idea diferente sobre el método necesario para ponerle fin a su monstruo interior.
La criatura suelta un alarido y da unos pasos hacia atrás, lo que me proporciona la oportunidad de esconderme debajo del sofá. Me tapo la cara como una niña pequeña. Si no me ve, quizá se olvide de mí y desaparezca.
Debajo del sofá estoy a ciegas, pero no me hace falta ver lo que ocurre para saber qué está pasando: me queda claro por el estruendo de la cerámica al romperse, el crujido de la madera cuando Priya destroza la mesa y los bramidos furiosos y homicidas de la Pesadilla.
Sé que tengo que salir de aquí y pedir ayuda, o al menos socorrer a Priya.
Tengo que hacer algo, lo que sea, pero el terror me atenaza y me deja atrapada debajo del sofá. Por un momento vuelvo a ser mi yo de ocho años: la niña que oyó desde su escondite los chasquidos de los miembros de su padre y los crujidos de sus huesos, mientras su hermana −o, mejor dicho, la Pesadilla− se lo comía vivo lentamente.
−¿En qué estabas pensando? −me pregunta el director de la filial de los Amigos del Alma Sosegada de Newham.
Al ver la mirada dolida que me lanza, me doy cuenta de que me he metido en un marrón mucho más grave de lo que pensaba. Estoy en su oficina, una habitación enana con paredes de ladrillo. En la pared, a su espalda, cuelga un gran Jesucristo crucificado, y a los lados de su silueta sangrienta hay retratos enmarcados de los cuatro santos fundadores de los Amigos del Alma Sosegada, que me observan avergonzados.
La que está más a la izquierda, Magdalena, parece aún más decepcionada que los otros. Se supone que hace cien años acabó con un demonio invencible que se dedicaba a vagar por la campiña asesinando a la gente. Bueno, lo llaman demonio, pero ahora sabemos que se trataba de una Pesadilla. Este suceso tuvo lugar cuando las Pesadillas empezaron a surgir, así que nadie comprendía lo que eran aún.
La palabra que usemos es lo de menos: lo importante es que, según la doctrina, la santa lo mató cuando tenía solo once años. A esa edad, yo me encontraba muerta de miedo en el armario que había debajo del fregadero, rogando que la Pesadilla que masticaba los huesos de mi padre no me devorara a mí también.
Tengo la sensación de que los cuadros me juzgan.
Junto a mí hay una amplia ventana por la que podría escabullirme. Veo la escalera de incendios herrumbrosa que se encuentra al otro lado del cristal esmerilado, y una parte más bien grande de mí siente la tentación de usarla para huir.
Pero no lo hago, claro. Eso solo empeoraría la situación, que ya es bastante desastrosa por sí sola.
Me paso una mano enguantada por el chaleco impecable. Me cambié de ropa en cuanto regresé, porque me imaginaba la que se me venía encima y sabía que necesitaba causar la mejor impresión posible. Mi camisa blanca de manga larga casi reluce en contraste con mi ajustado chaleco de vestir negro, y las rayas del pantalón están tan definidas que podrían usarse para cortar.
−Lo siento, señor. Pero, si le soy sincera, no ha sido culpa mía −explico con las manos entrelazadas.
−¿Cómo has llegado a esa conclusión? −me pregunta él, con una ceja tan enarcada que roza los espinosos pliegues de su cresta de lagarto.
Sus rasgos son lo suficientemente humanos para discernir sus expresiones (sospecho que se debe en gran parte a una cirugía reconstructiva), pero no hay duda de que el director es una Pesadilla.
Hay mucha gente en la misma situación que él: convertirte en tu peor Pesadilla no implica necesariamente que cambies por dentro. Por ejemplo, hubo una actriz a la que le aterrorizaba volverse fea, así que eso fue lo que le pasó. No se volvió caníbal ni empezó a derretir la piel de la gente o a comerse vivos a los niños. Lo único que sucedió fue... que dejó de ser famosa por su belleza.
No estoy segura de cuál sería el miedo del director, aunque, a juzgar por su aspecto, imagino que estaba relacionado con los lagartos. Lo que sí sé es que le ocurrió cuando era muy joven, por lo que pudo someterse a una cirugía de reconstrucción para irse adaptando a sus facciones conforme crecía. Su mandíbula es capaz de reproducir el lenguaje humano, así que lo tiene más fácil que otras Pesadillas, que terminan atrapadas en un cuerpo terrorífico y se ven obligadas a usar el código Morse y mierdas por el estilo para comunicarse.
No obstante, no todas las Pesadillas conservan la cordura.
Me viene a la cabeza mi hermana, Ruby. Mi sobreprotectora hermana, la que se liaba a golpes con los abusones del colegio que se atrevían a meterse conmigo. La que me abrazaba cuando me ponía a llorar. La que me habría regalado el mundo, si hubiera podido.
Mi hermana, la que se comió vivo a mi padre y casi me devoró a mí también.
Siempre me ha parecido tremendamente injusto que tanta gente regrese de sus Pesadillas con el cuerpo retorcido y la mente ilesa. Y, por el contrario, la persona que más me importaba en el mundo se convirtió en la cosa que más miedo me daba.
Desearía que Ruby hubiera regresado de la Pesadilla sin perder el juicio.
−No entiendo por qué tengo yo la culpa de que la señora Sanden se convirtiera en una Pesadilla. Ella y su marido bebían alcohol de contrabando, y eso es ilegal −comento.
El director suelta un profundo suspiro y el verdor de sus escamas se atenúa, una señal clara de que está decepcionado.
−Yo no digo que eso sea culpa tuya: nunca te haría responsable de algo que no puedes controlar.
−Ah.
Cambio el peso de un pie a otro. Si no está enfadado por eso, entonces...
−Ness, recibiste formación básica para tratar con personas alteradas, y sé que has pasado por el entrenamiento esencial de contención de Pesadillas.
Lo que dice es cierto, por supuesto. Nadie se dedica a repartir folletos puerta a puerta con la intención de enfrentarse a Pesadillas peligrosas, pero hay que estar preparado para ello por si acaso. Es lo más práctico.
−He hecho los cursillos, sí −confirmo.
−¿Cuál es la primera regla?
−Hay que activar la alarma contra incendios para avisar a todo el mundo −contesto tras dudar un momento.
−Bien. ¿Había una alarma en la habitación?
Sabe que la respuesta es sí, porque todos los apartamentos de la ciudad la tienen. En el de la señora Sanden, estaba justo al lado del teléfono. Tomé nota de ello en cuanto entramos.
Aparto la mirada.
−¿Y la segunda? −continúa.
−Pedir ayuda. Buscar un teléfono y llamar al 666 para contactar con Defensa contra Pesadillas.
−Entonces, ¿hiciste eso?
−No.
−¿Había algún teléfono en la habitación?
−Sí −admito sin mirarlo a los ojos.
−¿Por qué son importantes estas reglas? −me pregunta con paciencia.
−Porque sirven para minimizar el número de víctimas en caso de que la Pesadilla sea agresiva.
−Exacto. −Se inclina hacia mí con mirada triste−. Y, en lugar de pedir ayuda y avisar a los vecinos de que corrían peligro, ¿qué hiciste?
Me aclaro la garganta antes de responder, sin dejar de mirar para otro lado:
−Me escondí debajo del sofá.
−Y cuando Priya consiguió poner a la Pesadilla bajo control y te pidió que llamaras a la policía, ¿qué hiciste?
Me rasco el brazo, incómoda.
−Salté por la ventana y bajé por la escalera de incendios.
−Y mientras Priya frenaba a solas a una Pesadilla violenta, llamaba para pedir ayuda y activaba la alarma de incendios, ¿dónde estabas tú?
−Vale, lo he pillado −aseguro tras pasarme la lengua por los labios.
−Contesta a la pregunta, Ness.
Suelto un profundo suspiro y dejo caer los hombros.
−Salí corriendo hacia aquí. Cuando llegué, me encerré en mi habitación, bloqueé la puerta y me metí debajo de la cama.
El eco de sus palabras queda suspendido con pesadez entre nosotros.
Está esperando a que yo diga algo, pero no sé qué más añadir. La cagué. Vi a la Pesadilla y volví a convertirme en una niña asustada que solo sabe esconderse y huir. Y encima, dejé tirada a mi mejor amiga mientras ella luchaba por su vida sin ayuda de nadie.
Aunque, en realidad, Priya se lo pasó bomba. Nunca la había oído soltar semejantes chillidos de diversión. Llevaba tiempo buscando una oportunidad para pelear contra una Pesadilla y demostrarle su valía al resto del mundo (y a Defensa contra Pesadillas).
Pero yo no me escondí para dejar que Priya brillara.
Me escondí porque soy una cobarde.
Fijo la mirada en todo menos en el director y acabo leyendo el periódico que hay sobre su mesa. Un llamativo titular ocupa la portada: «LA ALCALDESA, CONDENADA A SEIS MESES DE CÁRCEL POR CORRUPCIÓN, COMENTA A LA PRENSA QUE SERÁ “UNA BUENA OPORTUNIDAD PARA HACER CONTACTOS”».
−Ness −me llama el director.
Olvido el periódico y vuelvo a prestarle atención.
−Dígame −contesto con la voz ronca.
Me observa con sus rasgados ojos de lagarto y, cuando habla, su tono es amable.
−¿Qué haces aquí, Ness?
−Me pidió que viniera a hablar con usted, señor −contesto, haciéndome la tonta.
−No me refiero a eso −suspira, y luego entrelaza las largas garras verdes sobre el escritorio−. ¿Qué haces aquí? ¿Para qué te uniste como iniciada a los Amigos del Alma Sosegada?
−Para ayudar a los demás, por supuesto −respondo con una sonrisa forzada.
Me lanza una mirada escéptica, como si pudiera oler las patrañas que estoy soltando. Y, quién sabe, igual sí que puede... No tengo ni idea de cómo funciona el olfato de un lagarto.
−¿Estás segura? −me pregunta despacio.
−Sí, estoy segura.
−Te entiendo. Pero si eso es lo que quieres, no tengo claro que este sea el lugar más indicado para ti −prosigue con tono pausado.
Doy un respingo.
−¿Qué?
No, no puede estar diciendo lo que yo creo.
−Por favor, no me eche −susurro.
−No te voy a echar, querida −niega con una sonrisa amable−, pero deberías replantearte lo que quieres hacer con tu vida. El objetivo de nuestra organización es ayudar a quienes lo necesitan, y a veces esas personas responden de mala manera. No es culpa suya: están pasando por momentos terribles. Pero tú debes ser capaz de gestionar esas situaciones de manera segura y profesional.
Tengo un nudo en la garganta, y el miedo hace que me duela el pecho. No puedo perder esto.
−Sé que soy capaz.
−Pero no tienes por qué serlo −insiste−. Está claro que sientes devoción por esta organización, lo cual me parece maravilloso. No obstante, quizá este no sea el camino más adecuado para ti, y eso no tiene nada de malo.
−Por favor... No tengo adónde ir −le ruego conteniendo las lágrimas.
Tengo que convencerlo como sea.
Si los Amigos del Alma Sosegada me echan, me quedaré sin techo. Mis escasísimos ahorros vienen de las propinas que me da Shenwei, el encargado de la cocina, cuando le hago algún que otro recado.
Vivo con el resto de discípulos aquí, en este mismo edificio, y duermo en mi propio cubículo diminuto. No hay ningún lugar en esta abarrotada y carísima ciudad en el que pueda conseguir un hogar para mí sola. Si me marcho, me quedaré sin blanca y tendré que dormir en la calle. Aun en el improbable caso de que consiguiera un trabajo y ganase lo justo para pagar un alquiler, tendría que compartir habitación con un montón de personas. He visto anuncios de apartamentos en los que se ofrecen literas de tres pisos en habitaciones para dieciocho personas, con un solo baño para todos. Yo sería incapaz de vivir así.
De hecho, ni siquiera podría compartir habitación con una sola persona, porque nunca sabes si se convertirán en algo mientras duermen.
Si me viera en una situación así, jamás volvería a dormir.
−Pe... Pero usted sabe lo que me pasó, señor −tartamudeo, intentando encontrar las palabras que lo convenzan de no echarme−. Lo de mi hermana
Ahora es él quien aparta la mirada. La cosa empieza a mejorar. Menos mal que sé cómo darle bombo a este tema.
−Es solo que... después de lo que viví, los Amigos me ayudaron a poner mi vida en orden −explico.
No es mentira. Antes de asistir a su grupo gratuito de terapia, era más cobarde todavía.
−Quiero continuar la cadena de favores −sigo. Esto no lo pienso de verdad, solo lo he dicho porque es una de sus frases favoritas−. Me gustaría ayudar a los demás. Nadie se merece pasar por algo así a solas.
El director suspira, y sé que lo he logrado. Cuando saco el trauma de la hermana muerta, no le queda otra que sentir pena por mí.
No me importa dar pena. Si me ayuda a conseguir lo que quiero, la gente puede pensar lo que quiera de mí.
−Deme otra oportunidad −suplico inclinándome hacia él−. Puede que tenga razón: igual lo de salir a difundir nuestras doctrinas no es lo mío. Pero podría hacerme cargo de muchas otras cosas.
Necesito quedarme aquí. No puedo marcharme.
−Déjeme que reflexione un tiempo para... −A ver si me acuerdo de aquello que decían en los sermones−. Para reconocer mis errores y encontrar el camino hacia la iluminación y la superación personal.
Menos mal que me ha salido. Al director siempre le agrada que le suelte partes de la doctrina.
Me observa con una mirada clara y entiendo lo que significa: mis tristes intentos de manipulación no han colado. Después de un rato, respira hondo y empieza a masajearse la base de los cuernos que tiene a los lados de la cresta espinosa.
−¿Y dónde crees que encajarías mejor? No me quedaría con la conciencia tranquila si te volviera a poner a cargo de las sesiones de terapia grupal. Aquello acabó siendo...
Un desastre. Un auténtico desastre.
Me dio un ataque de pánico cuando vino alguien con unas enormes patas peludas que me recordaron a la Pesadilla de mi hermana. Trepé por las cortinas y me agarré a unos candelabros para tratar de llegar a la ventana de arriba y escapar, y estuve a punto de quemar el edificio entero.
El director ordena unos papeles y continúa:
−Quizá podríamos trasladarte a Nueva Bristol. Es un sitio más tranquilo, habrá menos posibilidades de que...
De que la vuelva a cagar, completo para mis adentros.
Suena genial, pero el problema es que no quiero irme a Nueva Bristol. Ese lugar se construyó sobre los restos de una vieja ciudad que quedó carbonizada por culpa de una Pesadilla con forma de dragón lanzallamas, y los supervivientes nunca llegaron a reponerse. Por eso no tiene la mejor de las reputaciones. De hecho, han pasado cuarenta años y ni siquiera han sido capaces de arreglar el sistema de tuberías.
Por lo tanto, el agua no lleva Helomina.
Y todo el mundo sabe que la gente de allí tiene problemas con la bebida.
Creo que está bastante claro por qué no tengo intención alguna de irme a Nueva Bristol.
−Por favor, antes de que empecemos a hablar de traslados, deme una oportunidad más −le pido con determinación−. Déjeme trabajar de repartidora. Solo por una semana, mientras reflexiono. Después, volveré a hablar con usted y le contaré mi nuevo plan de futuro.
−Cindy ya está a cargo del correo esta semana, y no hacen falta dos personas para hacer esa tarea −señala el director.
−Cindy se ha lesionado el tobillo hoy.
−No me había enterado. ¿Estás segura? −pregunta con cara de confusión.
−Totalmente −respondo.
No es del todo mentira. Todavía no le ha pasado nada, pero, cuando yo salga de aquí, tardará unos diez minutos en torcerse el tobillo.
Qué increíbles son las coincidencias, ¿verdad?
El director frunce el ceño.
−Bueno, supongo que no podrá repartir el correo esta noche si está lesionada, así que nos hará falta una sustituta −suspira−. Venga, dejaré que te encargues tú. Ve a pedirle el billete de barco y dile que harás el trabajo por ella.
Dejo escapar el aire que estaba conteniendo.
−Muchas gracias, señor. No le decepcionaré −aseguro.
−Sé que te esforzarás por no hacerlo −afirma, meneando la cabeza con tristeza.
Uf, eso ha dolido.
Lo peor de todo es que tiene razón. Me esforzaré al máximo y, aun así, acabaré cagándola. En realidad, no importa en qué puesto me pongan, porque no cambiará nada. El problema no es el trabajo: soy yo.
Me doy la vuelta y salgo del despacho. La ineludible verdad me presiona en el pecho: no he cambiado nada desde esa horrenda noche que tuvo lugar hace ocho años.
Soy una cobarde.
Lo primero que hago tras salir del despacho es buscar a Cindy.
Los Amigos del Alma Sosegada son dueños de un gran bloque de ladrillo que está en el corazón de la ciudad. Por fuera solo se ven la fachada de piedra pulida y las acogedoras puertas de caoba, siempre abiertas para dar la bienvenida a quien lo necesite. En todo momento hay alguien repartiendo folletos informativos a los transeúntes.
Yo duré tres días en ese puesto, hasta que saltó una alarma cercana y creí que había aparecido una Pesadilla. Me escondí detrás de las calderas del sótano y tardaron seis horas en encontrarme. Y lo mejor es que había sido una falsa alarma.
El aspecto interior del edificio es más actual. El vestíbulo principal tiene un suelo de baldosas blancas brillantes, y en la pared hay una hilera de teléfonos de baquelita supermodernos que puede usar todo el mundo sin coste alguno. Son tan grandes como una cabeza humana, y tienen un tacto suave y un poco resbaladizo que me da repelús.
En el sótano hay una gran cocina con una enorme cámara frigorífica (no es un buen sitio para esconderse, hace mucho frío) y dos calderas (a las que se me ha prohibido acercarme). Los pisos superiores conservan su antiguo diseño, con estrechos pasillos de obra vista, suelos de madera combada y ventanas con marcos agrietados que han pasado por momentos mejores.
También hay una oxidada escalera de incendios instalada en el lateral del edificio, aunque lleva sin pasar revisión desde principios de siglo, como mínimo. Pero vamos, nadie tiene intención de hacer nada al respecto. Los Amigos del Alma Sosegada no están de acuerdo con los sobornos, que son la única forma de conseguir algo en esta ciudad.
Cindy se encuentra justo donde yo esperaba.
A esta hora siempre está en el mismo lugar: come a solas en una de las salas de terapia vacías, en lugar de en la cafetería, con los demás. Como de costumbre, está encorvada sobre un cuaderno en el que escribe con cara de concentración.
Me pongo delante de ella, de forma que mi sombra cae sobre la libreta y ella se ve obligada a mirarme. Escribe en una mezcla de coreano e inglés, como siempre, y su letra es tan confusa en ambos idiomas que probablemente solo la entiende ella. Me parece leer la palabra «cascada», pero igual pone «cola de rata» o «chaqueta».
Sé que escribe poemas, pero nada más. Para qué voy a mentir, tampoco es que me haya molestado en preguntarle nada sobre sí misma o su poesía.
Me observa con el ceño fruncido. Su melena corta está revuelta, como si se hubiera despeinado con las manos. En su rostro hay una expresión casi ausente, como si la mitad de su cerebro siguiera concentrada en la escritura.
−Ness −saluda con voz cautelosa.
Cindy y yo nos hemos llevado mal desde que nos conocimos. Voy a dejar claro lo que pasó: durante su primera semana de trabajo, organizó una sesión de terapia con un grupo de Pesadillas en la sala que me tocaba limpiar, sin avisarme. Este episodio acabó con el edificio a punto de arder por culpa de mi aterrorizado intento de escapar.
Ella nunca se ha disculpado, y yo tampoco se lo he perdonado.
−Cindy −sonrío enseñando todos los dientes, y veo cómo ella tensa los hombros.
−¿No se supone que deberías estar en terapia ahora mismo? −pregunta con frialdad−. Me han hablado del lío que se montó en el velatorio. Según la doctrina, tienes que hablar con un terapeuta después de pasar por una experiencia traumática, ¿no?
Hago un gesto de desdén con la mano, irritada. Cindy siempre está dale que te pego con la doctrina, como si quisiera resaltar el hecho de que yo ignoro nuestras enseñanzas de manera repetida y descarada. En mi opinión, su problema es que le da envidia mi don para ignorar las reglas sin consecuencias.
−No tengo ningún trauma −miento−. Además, la doctrina también afirma que deberíamos buscar consuelo en los demás discípulos cuando lo estamos pasando mal, ¿verdad? Pues mira: aquí estoy, con la discípula más devota de todas −concluyo, con las manos extendidas y una sonrisa radiante.
No tiene pinta de que mis palabras hayan emocionado a Cindy.
Vale, admito que le he dado coba de más.
−¿Qué quieres? −pregunta con dureza.
−Nada del otro mundo: solo necesito tu billete de barco. El director nos ha cambiado el puesto, así que yo me encargaré del correo esta noche −respondo con tono alegre, aunque mi sonrisa es demasiado tirante para parecer auténtica.
−¿Cómo? Nadie me ha dicho nada. ¿A qué viene este cambio tan repentino? −dice frunciendo el ceño.
−Bueno, es que le pareció lo más prudente, por aquello de que te has torcido el tobillo.
−Pero si no me he torcido nada −afirma con confusión.
Antes de que Cindy pueda reaccionar, apoyo la bota en su tobillo, se lo doblo hacia un lado y aprieto hasta que roza el suelo. Ella pega un bote en el asiento, pero no llega a caerse porque estoy sujetando el respaldo de la silla. Se queda retorcida e inmovilizada, con el tobillo y el pie atrapados entre el suelo y mi bota.
Si presiono con fuerza, no hay duda de que le haré un esguince en el tobillo. Igual hasta se lo rompo.
Fue Priya quien me enseñó estas técnicas. Aunque en principio las aprendí para utilizarlas contra Pesadillas, no contra mis compañeros.
−¿Estás segura? −pregunto, dejando claro lo que quiero decir en realidad.
Cindy aprieta los dientes y me mira. Está agarrada a la mesa, pero le tiemblan las manos, como si estuviera calculando si podrá golpearme antes de que le rompa el tobillo. Percibo el momento en el que se da cuenta de que no lo conseguirá, de que he ensayado este movimiento y tengo un plan bien pensado.
−No te atreverás −gruñe.
Hago un poco más de presión en su tobillo, que sigue doblado bajo mi pie.
−No sé... Yo no estaría tan segura −replico.
Una gota de sudor le cae por la frente. Suelta un gemido.
−¡De acuerdo!
Rebusca en uno de sus bolsillos y saca un billete que le arranco de la mano.
−Gracias, Cindy.
Vuelvo a presionarle el tobillo, con un movimiento brusco y decidido que le hace ahogar un grito de dolor. Después, doy un paso atrás y añado:
−Intenta sacarle provecho al esguince. ¡Seguro que a la gente le da penita verte lesionada!
Ella se agacha, se rodea la zona herida con las manos y me mira con tanto odio que aún siento sus ojos después de darme la vuelta.
Me alejo silbando, con el billete a buen recaudo en el bolsillo.
Subo la escalera, dejando atrás retratos antiguos y modernos de los cuatro santos patrones de la organización. Las figuras me juzgan con la mirada como si supieran que no soy más que una farsante, que no me creo ninguno de los ideales de esta institución, que solo estoy timando a la gente para quedarme aquí y refugiarme de las Pesadillas
Le saco el dedo a Magdalena cuando paso por delante de su cuadro, porque siempre tiene una expresión más criticona que los demás. Suen parece un poco travieso, e imagino que mi falta de fe no le molestaría, mientras que Irving tiene cara bondadosa. En cuanto a Alaina, suele mirar algo que no aparece en el cuadro, como si no se acordara de que la están pintando.
Cuando llego al último piso, me acerco a la ventana agrietada y observo la ciudad.
Antes me gustaba sentarme en el tejado a contemplar el ajetreo de la vida urbana, pero una vez se me cerró la puerta y me entró un ataque de pánico tan fuerte que la destrocé para abrirla.
Después de eso, pusieron un candado y ahora nadie puede salir.
Pero, bueno, las vistas que ofrece la ventana del último piso no están nada mal: toda la ciudad se extiende ante mí.
Los altos edificios de ladrillo llegan hasta el horizonte, y en el centro se apiñan construcciones nuevas y aún más elevadas, hechas de acero y hormigón. Cada vez las hacen más altas. Un día llegarán hasta el cielo y la gente que esté en la cima podrá tocar las nubes, pero, al mismo tiempo, su silueta impedirá que los de abajo vean el sol.
El humo de las fábricas que hay al otro lado del río vuelve el cielo de color gris a todas horas, lo que refuerza el ambiente opresivo de la ciudad. Es habitual que la gente enferme a causa del moho y el esmog, sobre todo en las zonas más pobres.
¿Qué voy a hacer si el director me echa?
No. No, ya se me ocurrirá algo. Por ahora he conseguido más tiempo. Todo irá bien.
Respiro hondo y me paso la mano por la cara. Lo peor de este lío es que todo es culpa mía. Sé que me estoy saboteando a mí misma al comportarme así y que habrá consecuencias, pero en el momento me da igual. Es como si la mente se me quedara en blanco y el terror la ocupara por completo. La mitad del tiempo ni siquiera soy capaz de razonar. ¿Qué me impidió activar la alarma de incendios antes de esconderme debajo del sofá? ¿Por qué no pedí ayuda antes de saltar por la ventana?
Agacho la cabeza.
Soy un desastre de persona.
−¿Le has roto el tobillo a Cindy?
Me doy la vuelta y me encuentro con Priya, que tiene una ceja levantada, una mano en la cadera y una leve sonrisa.
−No lo tiene roto −contesto, haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia−. Qué melodramática es.
−O sea, que sí se lo has roto tú.
−Eso no es lo que he dicho.
−Ajá.
La cara de Priya me indica lo poco que me cree.
Dejo que se me dibuje una sonrisa y añado:
−Hipotéticamente, puede que le diera dos opciones: o me daba el billete de barco y le decía a los demás que se había torcido el tobillo, o se lo torcía yo.
−Pero no es más que un caso hipotético −dice con una mezcla de resoplido y risa.
−Claro.
Se apoya en la ventana, a mi lado, y observa la ciudad que hay al otro lado del cristal. Tiene la mejilla manchada de polvo procedente de una Pesadilla muerta, y sus manos están agrietadas y llenas de arañazos, supongo que por culpa de un arma de sal. No parece ir armada: si se atreviera a pasear con algún arma por el edificio de los Amigos del Alma Sosegada, el director la echaría sin vacilar. No obstante, seguro que lleva alguna cosilla escondida en sus botas de combate o en sus anchos pantalones de camuflaje.
−¿Has visto algo interesante ahí fuera? −me pregunta sin dejar de mirar por la ventana.
−No. Solo me gusta observar lo que hay −respondo con un encogimiento de hombros.
−Ah, ¿sí? ¿Como qué? ¿El cartel de la película que hay en la calle de enfrente? −dice con una sonrisa traviesa.
Me fijo y veo un póster pegado en los ladrillos del edificio de abajo. Lo que a mí me agrada es mirar el horizonte, recortado por las peculiares formas puntiagudas de los edificios, así que ni siquiera me había fijado en nuestra calle.
−Puaj... ¿En serio? −gruño cuando lo veo.
El cartel muestra una imagen escabrosa: una mujer rubia se funde en un sensual abrazo con un hombre cadavérico que lleva una capa negra y tiene unos colmillos exageradamente grandes. El cuello de la chica está al aire; todo apunta a que él quiere asesinarla, mientras que ella quiere... En fin, algo poco apropiado para una película que se va a proyectar en cines para todos los públicos.
−Odio ese tipo de películas. Lo único que consiguen es glorificar a los monstruos −mascullo.
−Sabes que no todas las Pesadillas son monstruos, ¿no? Por muy estricto que te parezca el director −comenta Priya con una risa.
−Ya lo sé, pero la cosa cambia cuando esas Pesadillas quieren hacer daño a los demás −replico, aunque en realidad hay días en los que también me cuesta tratar con el director.
El vampirismo es uno de los tipos más desconcertantes de Pesadilla contagiosa, porque hay muchas variantes. A lo largo del tiempo ha habido distintas personas que se han despertado siendo vampiros. Pero, como toda la información de la que disponían provenía de leyendas y obras de ficción, cada una tenía un concepto diferente sobre cómo eran los vampiros. Por ejemplo, hay variantes que se debilitan con el ajo, otras que infectan a sus víctimas al morderlas y otras a las que ni siquiera les afecta la luz del sol.
Lo único que tienen todas en común es que beben sangre humana.
−Me parece mal que idealicen a los vampiros, porque hacen daño a la gente. ¿Cuántos cadáveres con mordiscos en el cuello aparecen en las morgues de Newham cada año? ¿Y no recuerdas aquel caso tan horripilante? El del vampiro que secuestró y encerró a un montón de mujeres en su sótano −le explico a Priya, que hace un gesto de exasperación.
−Vale, sí: esos tíos son asquerosos, pero no creo que todos sean tan malos. Y, bueno, si dejamos a un lado a los vampiros de verdad, los de las películas me flipan. Están para comérselos, no sé si me entiendes.
−Ah, ¿sí? Entonces, si salieras de fiesta y conocieras a un vampiro buenorro, ¿te irías con él?
−¿En la vida real? Claro que no, no soy idiota. Es demasiado arriesgado −contesta con un resoplido−. Pero ¿en las películas? Es muy sugerente.
−¿Y eso por qué? A muchas personas les parecen atractivas cosas ficticias que les pondrían los pelos de punta en el mundo real, y no entiendo la razón −comento con un suspiro.
Priya se encoge de hombros.
−Yo qué sé, tía. La gente es rarita, como yo −sonríe con un guiño.
Respondo poniendo cara de irritación.
Nos pasamos un rato más observando la ciudad, envueltas en un silencio agradable. En el exterior, un pterodáctilo surca los cielos. Es una imagen casi majestuosa, con esas escamas iridiscentes que resplandecen bajo la luz.
De repente, cuando está a unos edificios de nosotras, pasa sobre un bloque de apartamentos, inclina el pico serrado, atrapa a un hombre que estaba en la azotea y se lo lleva volando, mientras el hombre grita y se debate.
Al final va a resultar que hicieron bien en prohibirme salir al tejado.
−Entoooonceees, ¿cómo dices que te ha ido con el bueno de Escamoso? −me pregunta, dándole la espalda a la escena.
Acepto su intento de distraerme.
−Detesta que lo llames así.
−Lo sé, por eso lo hago.
−Eres incorregible.
−Y tú estás tratando de cambiar de tema. −Me mira de reojo y frunce el ceño−. ¿Qué ha pasado? No te habrá echado, ¿no?
−No, no.
Me paso la mano por el pelo lacio. Lo tengo demasiado largo para peinármelo en la melena corta que está de moda. Pero, aunque no fuera así, tendría que gastar un tubo entero de gomina para darle forma.
−Si me hubiera expulsado, no me habría molestado en solucionar el asunto de Cindy −añado.
Eso anima a Priya.
−Ah, entonces te ha puesto a cargo del correo. ¿Vas a ir a Patton esta noche?
−Sí, voy a coger el ferry nocturno.
El viaje dura seis horas, por lo que casi todos los trayectos se hacen de noche. Prefiero no pensar en la cantidad de gente que estará durmiendo durante el viaje.
−No te preocupes, en esos barcos se montan fiestas que duran toda la noche. Nadie se quedará dormido −comenta Priya como si me hubiera leído la mente.
−Entonces, ¿para qué están las camas?
Mi amiga me mira como si fuera tonta.
−¿De verdad hace falta que te lo explique?
−Mejor no −respondo, notando que me sonrojo.
−Pues que sepas que me das envidia. Siempre he querido probar lo del correo. Seguro que me lo pasaría de lujo en esos barcos −me dice con una carcajada.
−Y tanto que sí.
No la juzgo: a Priya le gusta divertirse, comerse la vida, aprovechar al máximo cada día. Me atrevería a decir que su único miedo es tener que echar el freno.
De hecho, la envidio. Ojalá fuera tan intrépida como ella.
−¿Estarás de vuelta a tiempo para nuestra cena semanal? −me pregunta volviendo a fruncir el ceño.
La hermana de Priya, Adhya, la obliga a cenar en su casa una vez por semana. Se supone que es para no perder el contacto, pero Priya opina que solo es una excusa para cantarle las cuarenta por las decisiones que ha tomado. En parte tiene razón, y por eso acabé uniéndome todas las semanas: Adhya no puede criticar a Priya por unirse a los Amigos del Alma Sosegada sin juzgarme a mí también, y es demasiado educada para cuestionar las decisiones de una invitada.
−Creo que sí. En principio, repartiré el correo esta noche y luego pasaré el resto del día en la habitación de invitados de la filial de Patton, hasta que llegue la hora de coger el siguiente ferry nocturno. Debería darme tiempo a llegar −respondo.
−Menos mal, porque me llamó el otro día −me cuenta con una mueca.
−Sigue dándote la lata con que trabajar en Defensa contra Pesadillas es muy peligroso y deberías buscarte una profesión más segura, ¿no?
−Como siempre. Aparte de decirme que abandone esta secta, que es lo que repite con más frecuencia −suspira.
−Cómo no −comento con fastidio.
−¡No entiendo por qué no está de acuerdo con ninguna de mis decisiones! −exclama Priya, levantando las manos como si esperara que le cayera alguna respuesta del techo.
−Bueno, al menos nunca se ha convertido en una araña y ha intentado devorarte −pruebo a bromear.
−Así me sería más fácil tratar con ella, si te soy sincera −asegura.
Me lo creo.
Aun así, daría lo que fuera por recuperar a mi hermana, aunque acabáramos teniendo una relación tan complicada y confusa como la de Priya y Adhya. Cualquier tipo de relación me parecería mejor que ninguna.
Además, a pesar de lo mucho que discuten, se quieren con locura. Me cuesta no sentir celos de ellas. Ojalá yo le importara a alguien de esa manera...
−Entonces −empiezo a decir para dejar de pensar en esas cosas−, después de volver, ¿llamaste al Departamento de Defensa contra Pesadillas para contarles tu hazaña de hoy?
Un destello de alegría aparece en sus ojos.
−¡Pues claro que sí! Cuando llamé al reclutador, la sangre de la Pesadilla ni siquiera se había enfriado todavía.
−Pero si era una Pesadilla de tipo sombra... No tenía sangre −replico.
Priya me ignora y sigue hablando:
−Me dijo que me enfrento a los peligros con un valor y una aptitud excepcionales, y que van a dar prioridad a mi solicitud. −Se muerde el labio inferior y me lanza una mirada llena de esperanza−. Creo que esta vez lo voy a lograr, Ness.
No quiero que se haga ilusiones. Lleva intentado conseguir un trabajo en Defensa contra Pesadillas desde que aprendió a ponerse de pie y sujetar una pistola, pero la han rechazado por la edad, la falta de experiencia, las cuotas de empleo y un sinfín más de excusas. Solo se unió a los Amigos del Alma Sosegada porque alguien le dijo que el dato quedaría bien en la siguiente tanda de solicitudes.
−Eso espero, Priya, de verdad −afirmo con total sinceridad.
Quiero que cumpla su sueño. Después de haberse esforzado tanto en lograrlo, se lo merece.
Miro hacia abajo y observo el ladrillo agrietado que hay en el borde de la ventana. Aunque Priya no ha comentado nada sobre mis acciones de hoy, está esperando a que yo saque el tema.
Pero es que no quiero.
De todos modos, sé que no me queda otra, y con las palabras soy menos cobarde. No mucho, pero sí un poco menos.
−Lo siento −me disculpo por fin.
Ella permanece a mi lado, en silencio.
Me aclaro la garganta y continúo:
−Tendría que haberte ayudado. O al menos debería haber activado la alarma o llamado a los de Defensa contra Pesadillas, en lugar de dejar que tú te encargaras de todo.
Priya suelta un largo suspiro.
−Ness, no estoy enfadada contigo. −En su cara comienza a dibujarse una sonrisa−. Sé cuidar de mí misma, y tu presencia no habría sido más que un estorbo.
Estoy totalmente de acuerdo.
−Pero, ahora en serio, tienes que solucionar este problema. No puedes seguir huyendo cada vez que te asustas −añade contemplándome con severidad.
−No... No tengo ningún problema −replico tras apartar la mirada.
−Sí que lo tienes. −Se pasa la mano por el pelo−. Ness, vas siempre con guantes por si te encuentras a alguien con una Pesadilla contagiosa que se transmita mediante el contacto físico.
−¿Y qué?
−Que solo existen dos de esas, y ni siquiera son peligrosas. Una te vuelve el iris de color rojo y la otra hace que tengas diarrea una semana.
−Pero podría haber otras que aún no conocemos −recalco sin dejar de juguetear con la costura del guante.
−Ness, ni siquiera eres capaz de beber agua que no haya pasado por un purificador.
−A ver, es que no quiero acabar con escamas azules −replico.
−En nuestra agua no hay sangre del dragón marino.
−Pero...
−Déjalo ya, Ness. Tienes un problema y lo sabes −afirma masajeándose las sienes.
Miro hacia el suelo, derrotada.
−Es cierto, pero no tengo ni idea de cómo arreglarlo −confieso con un hilo de voz.
−¿Te has planteado ir a terapia? Es gratuita. Formas parte de los Amigos; nos dedicamos precisamente a eso.
−Ya lo hice. Estoy así después de pasarme años trabajando en ello, así que imagínate cómo era antes −contesto.
−Vaya −dice Priya con una mueca.
Miro la imagen del monstruo sexualizado que hay al otro lado de la ventana, aunque no le presto atención.
−Después de que mi familia... muriera, vine a esta ciudad para vivir con mi tía, la única pariente que me quedaba. Fue ella quien me presentó a los Amigos. Ella sabía que yo necesitaba ayuda y, como era más pobre que una rata, me hacía venir aquí todas las semanas −le cuento con un nudo en la garganta.
Odio hablar de este tema.
−No sabía nada de tu tía −comenta Priya, sorprendida.
−Falleció hace unos años −explico.
−Ay, lo siento. ¿Murió por...? −me pregunta tras tragar saliva.
−¿Una Pesadilla? No, fue por la tos aullante. Trabajó demasiado tiempo en una fábrica. Tras su muerte, me uní a los Amigos −respondo encogiéndome de hombros.
Priya se queda en silencio mientras procesa lo que le he contado. Pego la frente contra el cristal y sigo observando el exterior sin mucha atención. Priya tiene razón: sé que necesito ayuda. Y mucha. Lo sé desde hace tiempo. El problema es que los Amigos ya han hecho todo cuanto podían, y no tengo ni idea de cuál es el siguiente paso.
Cuesta dejar de tener miedo cuando vives en un mundo que está repleto de monstruos.
En el que cualquiera puede convertirse en uno mientras duerme.
Una campana repica en algún lugar del edificio, y el sonido metálico me recuerda que ya ha pasado la mitad de la tarde.
Me alejo de la ventana y digo:
−Me voy a dormir. Si tengo que pasar toda la noche en el ferry, necesito descansar ahora.
−Vale. Yo también pasaré toda la noche despierta, de celebración.
Una sonrisa cómplice se forma en la cara de Priya, sin rastro de la solemnidad que mostraba hace un momento. Habla de tal forma que entiendo sin problema el tipo de pasatiempos que va a incluir dicha celebración.
La miro con exasperación, pero estoy sonriendo cuando me marcho.
Mi habitación está dos pisos más abajo, en el ala residencial que hay al otro lado del edificio. Es una de las pocas habitaciones individuales del lugar, aunque antes era un cuarto de limpieza. Las paredes son de ladrillo y no hay ventanas, por lo que la única iluminación proviene de una bombilla en el techo. Como tiene el espacio justo para una cama, guardo la ropa en un baúl que he metido debajo.
A mí me encanta.
Adoro todo de ella, desde la grieta que recorre los ladrillos a la mancha del techo. A otros les parecerá claustrofóbica, fea o incluso triste, pero a mí no, jamás.
A mí, esta habitación siempre me ha transmitido seguridad.