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Toda pesadilla empieza soñando. El Espectro Pesadilla anda suelto. Pero en Newham hay cosas aún peores. Indefensa ante una realidad letal, Ness no sabe qué hacer para sentirse segura. Quizá la solución sea pedirle al Espectro que la convierta en un monstruo... O quizá debe aprender a confiar de una vez en quienes la rodean. Ha llegado la hora de que Ness arranque los temores que la recubren como una segunda piel... y se despida del miedo.
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Antes, mi mayor miedo era quedarme dormida y despertarme convertida en Pesadilla, con el cuerpo y la mente transformados en un monstruo retorcido e irreconocible que asesinaría a todos mis seres queridos.
Ahora hay veces que sueño con ser un monstruo; así, al menos, dejaría de asustarme por todo.
Me agazapo tras la barra del bar clandestino en el que llevo trabajando un mes, mientras una tormenta de disparos resuena a mi alrededor. Ha estallado una reyerta entre bandas porque alguien ha mirado de mala manera a otra persona, o porque alguien ha hecho un comentario sobre las inminentes elecciones a la alcaldía, u otra tontería por el estilo. Los clientes del bar se pasan la vida enzarzándose en peleas, y siempre acaban liados a tiros.
La barra está fabricada con materiales a prueba de balas, por supuesto; por eso me he escondido detrás de ella, como una buena cobarde. Aquí solo me acompañan las botellas de alcohol variado, que también se guardan dentro de la barra blindada. Si un disparo alcanza a un camarero, se puede contratar a otro nuevo, pero la bebida es lo que genera dinero. Y Dios no quiera que le pase algo al bebercio.
El chaleco almidonado del uniforme se me clava en el costado cuando me hago un ovillo. Soy terriblemente consciente de que mi cuerpo es muy frágil, de que una bala podría atravesarme con facilidad y hacerme papilla los órganos.
Pero no pasa nada. Detrás de la barra estoy a salvo.
Normalmente me traigo una novela barata al trabajo por si suceden cosas así, porque estos tiroteos pueden durar un buen rato. Por desgracia, ya me terminé el último libro y todavía no he comprado otro.
Por lo tanto, mis pensamientos son mi única distracción.
Y no se me ocurre un acompañante peor.
Los Amigos del Alma Sosegada siempre me explicaban que la paz estaba en mi interior, y que las respiraciones y la meditación reposada podían tranquilizarme incluso en las situaciones más estresantes.
Sin embargo, dicha organización resultó ser una secta que captaba a las personas con promesas de ayuda y luego las secuestraba. Así que últimamente no me tomo sus enseñanzas muy en serio.
A veces trato de analizar todo el asunto de los Amigos con un enfoque más positivo. Vale, a mí también pretendían secuestrarme, pero escapé antes de que lo consiguieran. Y encima, les gorroneé comida y alojamiento gratis durante años. A la hora de la verdad, ¿quién timó a quién?
Ellos a mí. No hay duda: la víctima soy yo.
Nunca lo admitiría delante de nadie, pero hay una pequeña y desesperada parte de mí que anhela volver con los Amigos. Una parte de mí que sueña con mi habitacioncita y sus ásperas paredes de ladrillo. Una parte de mí que añora la paz y la seguridad que sentía cuando me acostaba en mi cama y cerraba los ojos, con la certeza de que el mundo exterior no podía hacerme daño, de que estando allí encerrada me encontraba a salvo.
Sé que todo era mentira, que en realidad nunca estuve protegida. No era más que una ilusión. Soy consciente de ello, de verdad que sí.
Pero en ocasiones como esta, en las que los tiros retumban a mi alrededor y me veo obligada a tirarme al pegajoso suelo de un bar clandestino, con un sueldo de mierda, un horario terrible y el riesgo constante de perder la vida o una extremidad... Qué queréis que os diga, la ilusión vuelve a parecerme atractiva.
El estrépito de los disparos cambia de tono cuando las pistolas se giran hacia un nuevo objetivo. La gente empieza a gritar, y oigo cómo alguien golpea a los miembros de las bandas con un objeto pesado. A continuación, los cuerpos de los liantes se estrellan contra el suelo uno tras otro, como un ritmo macabro hecho de balazos.
Un momento después, los disparos y los golpes cesan, y el silencio cae sobre el lugar.
No soy tan tonta como para sacar la cabeza y mirar al otro lado de la barra. Ya vendrá alguien a buscarme cuando pase el peligro. No pienso jugarme el pellejo solo por satisfacer mi curiosidad. Es más, no tengo ningún inconveniente en pasarme la noche entera escondida. Incluso podría quedarme a vivir aquí, acurrucada tras este mostrador a prueba de balas que me protege de las amenazas del mundo. La idea no suena nada mal.
Una cabeza se asoma por encima de la barra y me mira.
–¡Hola, Ness!
Pestañeo y observo a mi amiga Priya, que esboza una sonrisa tan resplandeciente como su cabello degradado en negro y turquesa neón. Tiene cuerpo de atleta, con una altura imponente y piernas largas, y siempre va vestida como si estuviera preparada para luchar. O para irse de fiesta. O para las dos cosas a la vez, a ser posible. Hoy, eso significa que lleva una panoplia de armas muy ilegales colgadas de su cinturón de lentejuelas, unos pantalones de cuero, unas botas militares, un ajustado jersey rojo de cuello alto y un chaleco negro.
–No me habías contado lo emocionante que es tu trabajo –añade con alegría mientras se sienta en el mostrador, dejando caer las piernas por el borde–. ¿Esto pasa todas las noches?
–Casi todas –confieso sin salir de mi escondrijo.
–Parece divertido –comenta mi amiga con cordialidad, y yo pongo cara de exasperación.
Priya y yo opinamos cosas muy distintas sobre qué es la diversión. Yo tengo miedo de casi todo, y ella de casi nada.
–¿Ha pasado el peligro ya? –pregunto.
–Ah, sí –responde ella, haciendo un gesto distraído con la mano–. He acabado con los pistoleros. No me ha costado demasiado.
Claro que no. Priya se desvive por el subidón de adrenalina que le produce dar caza y matar a Pesadillas descontroladas, desde lagartos de diez pisos de altura que destruyen edificios de oficinas a serpientes marinas que devoran barcos. Supongo que, para ella, enfrentarse a un puñado de pandilleros es pan comido.
Me encantaría ser como mi amiga... Ella sabe pasar a la acción, pelear contra las criaturas que acechan entre las sombras y hacerlo con una sonrisa en la cara.
Yo, por mi parte, me escondo y fantaseo con regresar a una secta corrupta.
¿Cómo puede ser tan valiente Priya en un mundo tan desquiciado? ¿Y por qué no puedo ser yo así también?
Me levanto y me sacudo el polvo de la ropa. Como me arrastré por el suelo para meterme detrás de la barra, mi camisa blanca se ha vuelto tan gris como mi chaleco.
Priya se sienta en un taburete de un salto, ignorando el montón de mafiosos inconscientes que yace a su espalda. Bueno, espero que solo se hayan quedado inconscientes, aunque me daría igual que estuvieran muertos.
–Ponme un twist newhamita, por favor. Con hielo –me pide.
Empiezo a preparar el cóctel mientras los otros empleados sacan a rastras los cuerpos. Algunos dejan una estela de sangre en el suelo, y uno de mis compañeros se encarga de limpiarlas con la fregona. Los tiroteos entre bandas siempre lo dejan todo perdido. Esta vez, por lo menos, hay una clienta en la barra, así que tengo una excusa para librarme de limpiar los restos de cerebro de la pared.
El único inconveniente de no llevar los cuerpos al callejón del bar es que no podré registrarles los bolsillos. A la persona encargada de sacarlos se le permite robarles todo lo que llevan. De hecho, por lo menos la mitad de nuestro salario procede de esa triquiñuela.
Inclino la coctelera sobre la copa con cuidado y vierto la bebida. Esta meticulosidad me ayuda a camuflar el leve temblor de mis manos, que es el único vestigio de lo sucedido hace cinco minutos, cuando la muerte ha recorrido el edificio.
Le paso el cóctel a Priya, que se lo bebe de un trago y deja la copa en la barra de golpe.
–Ponme otro.
–Sabes que esto lleva bastante alcohol, ¿no? –le recuerdo con una ceja enarcada.
–Esa es la gracia.
Me encojo de hombros y le preparo el cóctel.
Se lo vuelve a beber de un trago.
–¿Estás bien? –inquiero con los ojos entornados.
–¿Qué pasa? ¿Te piensas que no sé beber? –me pregunta, como si esa posibilidad la ofendiera.
–No –respondo despacio, tratando de encontrar las palabras adecuadas para expresar mi preocupación–. Pero es que no sueles hacerlo tan deprisa. ¿Te ha sucedido algo hoy?
Priya se deja caer en el asiento.
–La verdad es que no –admite–. Todos los días han sido iguales desde que empecé a trabajar para Defensa contra Pesadillas. Por la mañana entrenamos, y luego nos sentamos a esperar que nos avisen de algún ataque. Pero nunca recibimos ninguna llamada. Por la tarde entrenamos otra vez, y después nos vamos a casa. Y vuelta a empezar. –Agita la copa vacía–. Es solo que... Esto no es como me lo imaginaba. Me enrolé para luchar contra Pesadillas peligrosas, para hacer estallar a dinosaurios asesinos y decapitar zombis voladores –concluye con cara de amargura.
–A ver –comento con cautela–, quizá se deba a que eres nueva. Seguro que los miembros más experimentados se estarán haciendo cargo de todas las misiones.
Mi amiga sacude la cabeza antes de hablar:
–Mataste a todos los miembros experimentados, ¿o es que ya no te acuerdas?
–No fui yo quien los mató –replico con una mueca.
–Perdona, se me había olvidado: buscaste a alguien que los matara por ti. Qué tonta soy. ¿Cómo he podido pasar por alto ese matiz? –contesta ella, irritada.
Hace un mes, Defensa contra Pesadillas –la única organización de Newham que nunca me había parecido maligna– nos secuestró a mi amigo Cy y a mí. Sobrevivimos por accidente al atentado masivo que habían organizado, y encima los provocamos al informar a los medios del asunto. Y, dado que no me apetecía especialmente morir, liberé al monstruo que vivía en los sueños de la gente y convertía a las personas en Pesadillas. Haciendo uso de un solo dedo, transformó a todos y cada uno de los miembros de Defensa contra Pesadillas en cucarachas y mariposas, y luego los aplastó con sus brillantes zapatos negros.
No me arrepiento de haber liberado al Espectro. Sí, saqué a un monstro del mundo de los sueños y él liquidó a la mitad de las fuerzas defensivas de la ciudad. Pero sigo viva, y Cy también. Eso es todo lo que importa.
Llevo demasiado tiempo en Newham para sentir arrepentimiento por haber sobrevivido, fuera cual fuera el precio.
–Lo siento, eso ha estado fuera de lugar –se disculpa Priya masajeándose las sienes–. Es que... Los miembros que se unieron a Defensa contra Pesadillas una semana antes que yo pudieron colarse por el ojo de un dragón para echarle ácido en el cerebro. Uf, suena alucinante, ¿no crees?
La palabra «alucinante» no significa lo mismo para ella que para mí.
–Vaya. Qué bien. –Me acerco a ella–. Pero tú también has hecho cosas alucinantes. ¿No te acuerdas del mazacote carnívoro que derretiste hace unos días? Y la semana anterior te liaste a palos con aquel cocodrilo de cuatro metros.
–En realidad, no era una Pesadilla –señala Priya–. Era la mascota de alguien. El dueño lo tiró al váter y el animal siguió creciendo en las cloacas.
–Bueno, pero parecía sacado de una pesadilla –insisto con una sonrisa alentadora–. Eso también cuenta, ¿no te parece?
–Fue un rival digno, supongo –admite mi amiga a regañadientes, y luego suspira–. Desde que liberaste al Espectro, el número de Pesadillas ha caído en picado.
–Eso es bueno, ¿no? –le digo.
–Sí, por supuesto –contesta ella apartando la mirada.
Parece que no se cree sus propias palabras.
Todos los años hay miles de personas que se olvidan de tomar las pastillas para prevenir los sueños, o que se saltan la ley seca y beben alcohol (como Priya, ahora mismo). Eso neutraliza los efectos de la Helomina que hay en el agua de grifo para impedir que la gente sueñe. Porque, si no sueñas, no puedes tener una pesadilla ni despertarte transformado en ella.
Sin embargo, el monstruo que convertía a la gente en Pesadillas ya no está en el mundo de los sueños.
Porque yo lo traje a nuestra realidad.
–¿Qué crees que estará haciendo el Espectro? –pregunta Priya, pensando lo mismo que yo–. Me imaginaba que se pondría a... Yo qué sé, a transformar a la gente en Pesadillas en plena calle y sembrar el caos por todas partes.
–Yo igual –confieso–. Me resulta inquietante que no haya hecho acto de presencia.
–Es como la calma que precede a la tormenta –coincide mi amiga, golpeteando la reluciente barra al son de un ritmo nervioso.
Cuando liberé al Espectro, pensé que desataría el caos en nuestro mundo. Pero, de hecho, todo está más tranquilo que antes. Este silencio suyo me perturba. No paro de preguntarme si estará planeando algo mucho peor.
Los empleados han terminado de fregar la sangre, así que el grupo musical vuelve al escenario y comienza a tocar una alegre melodía de jazz.
Ahora que el tiroteo ha terminado, la música capta la atención de clientes nuevos, que van entrando poco a poco. Hay una pareja cogida del brazo que no para de reír. La chica lleva un vestido de charlestón con cuentas deslumbrantes.
Y también es una loba de tres cabezas con pezuñas de cabra.
Cuando pasa junto a nosotras, nos saluda sonriendo con sus tres bocas llenas de dientes serrados. Me obligo a soltar la coctelera, me seco los dedos sudados y temblorosos en los pantalones y le devuelvo una sonrisa educada.
Aunque he mejorado –hace más de un mes que no prendo fuego a nada en un intento de huir de una criatura terrorífica–, todavía tengo problemas para tratar con las personas de aspecto claramente pesadillesco. La lógica me dice que ellas no tienen la culpa de haberse transformado en su mayor miedo mientras dormían, y que sigue habiendo seres humanos dentro de esos cuerpos monstruosos.
Pero la lógica nunca ha tenido nada que ver con mis temores.
Priya contempla a la chica con expresión esperanzada, como si deseara que se pusiera en plan asesino en algún momento. Pero la loba no la complace: se ríe y se pega más a su pareja –un elegante hombre negro con un sombrero de copa– para animarle a bailar.
Mi amiga se traga otro cóctel y deja la copa en la barra.
–Ponme uno más –me pide.
–Creo que ya has bebido suficiente –digo mirándola.
–¿Me vas a cerrar el grifo? –pregunta, visiblemente ofendida–. Aunque a ti se te suba el alcohol muy rápido, a mí no me pasa.
–Huy, no tengo dudas de que puedes beber un montón. Pero la normativa del bar establece un límite de copas, y tú ya has llegado al tope. No puedo ponerte otra hasta dentro de una hora –le explico.
Es una trola de cuidado: el bar no tiene ninguna normativa semejante. En todo caso, su política sería: «Sacadles tanto dinero como podáis a los clientes y, en cuanto el alcohol los deje inconscientes, robadles todo lo que lleven encima».
No me haría mucha gracia ver a Priya desmayada y convertida en víctima de un atraco.
Mi amiga dice algo entre dientes y se lanza a la pista de baile, donde agarra a la primera persona que pilla para empezar a bailar una polca.
Suelto un suspiro. Priya me tiene preocupada. Se ha pasado la vida soñando con unirse a Defensa contra Pesadillas y, ahora que lo ha conseguido, el trabajo no se parece en nada a lo que ella imaginaba. Cada vez que la veo parece más desdichada.
Ojalá supiera como ayudarla...
De repente, se oye un estallido. Me agacho de inmediato tas la barra blindada y me pego al suelo.
¿Han regresado las bandas? ¿Vamos a sufrir el segundo tiroteo de la noche?
Priya estaba en la pista de baile. ¿Le habrán disparado?
Y, ahora que lo pienso, ¿me habrá alcanzado alguna bala a mí?
Me palpo el cuerpo en busca de heridas, por si la adrenalina y el miedo estuvieran impidiendo que perciba el dolor, pero no encuentro nada. He salido ilesa. Estoy bien. Sí, estoy bien, no hay ningún problema.
–¿Ness?
Levanto la cabeza y me topo con Estelle, que se ha asomado por encima del mostrador para mirarme. Es una chica blanca y pecosa, con una brillante aureola de rizos pelirrojos. Fue ella quien me consiguió este empleo hace un mes, aunque creo que lo hizo porque le di pena, más que nada.
–Ness, ¿se puede saber qué haces? –me pregunta.
–Eso debería decírtelo yo a ti. ¿Es que no has oído el disparo? –replico sin apartar los ojos de ella.
–No ha habido ningún disparo. Una jarra de cerveza se ha caído y se ha roto en pedazos –contesta ella con un suspiro de exasperación.
Ah.
Vaya, ahora me siento estúpida. Me pongo de pie lentamente y me sacudo la ropa, como si no hubiera pasado nada.
–¿Estás bien? –me pregunta ella con cara de preocupación.
–Sí, estoy bien, genial. Mejor que nunca –insisto con voz aguda y alegre.
A ver: teniendo en cuenta que vivo en Newham, las cosas me van todo lo bien que se puede esperar. Estoy viva y no he perdido ninguna extremidad. Y, por ahora, nadie ha intentado devorarme hoy. Solo por eso, ya ha sido un día mejor de lo habitual.
Estelle me observa con atención antes de hablar:
–¿Y cómo estás llevando el tema de vivir con Cy? No te habrá...
Me sonrojo y aparto la mirada.
–Ya te lo he dicho: solo somos amigos. Me deja quedarme en su casa mientras ahorro el dinero suficiente para alquilar un piso. No le ofrezco servicios sanguíneos.
Estelle frunce los labios como si no me creyera del todo. Ha estado preocupada por mí desde que nos conocimos, y entiendo sus razones. Al fin y al cabo, los vampiros pueden ser increíblemente peligrosos, y es muy fácil morir desangrada. De todas maneras, no estoy alimentando a Cy.
Bueno, lo hice una vez. Pero fue una ocasión excepcional.
Aun así, Estelle debería saber que no le estoy dando mi sangre a Cy. A fin de cuentas, ya lo hace ella.
–De verdad, Estelle, estoy bien –repito. En ese momento, me doy cuenta de que tiene el rostro cansado y ojeroso–. La pregunta es: ¿lo estás tú?
–Sí, sí –responde ella, quitándole importancia a mi comentario con un gesto–. Pero pareces un poco nerviosa. Si quieres, nos intercambiamos las tareas; solo tendrías que tirar el resto de la basura y fregar la cocina.
Relajo un poco los hombros. No pienso admitirlo, pero agradezco su oferta. Limpiar la cocina es uno de los pocos trabajos seguros en este bar clandestino.
–De acuerdo, suena bien –acepto con una sonrisa.
Me apresuro a coger la bolsa de basura y me dirijo al callejón de atrás. Si tengo suerte, quizá se hayan olvidado de registrar los bolsillos de los mafiosos que sacaron a rastras antes.
En la calle sopla una brisa fría; es un recordatorio de que ya nos vamos adentrando en el otoño. La gente sin hogar, que habita en los callejones y los rincones ocultos de la ciudad, ya ha empezado a prepararse. Pero no para protegerse de las heladas que cada año matan a unas cuantas personas: lo que necesitan es defenderse de las estafas que surgen con la llegada del invierno. Refugios que, en realidad, sirven de tapadera para los experimentos de algún científico chiflado, que usa como conejillos de Indias a personas que nadie echará de menos; monstruos que buscan carne humana para comérsela, hacer ropa o venderla, y que seducen a los indigentes prometiéndoles comida caliente y cobijo...
Un escalofrío me recorre el cuerpo, y no tiene nada que ver con la temperatura. Yo también podría haber acabado en la calle. Y, si no ando con cuidado, todavía podría terminar así.
Respiro hondo. No. Ahora tengo un trabajo y estoy ahorrando. Pronto podré permitirme alquilar un apartamento, un cuchitril seguro para mí sola. Seré independiente y me valdré por mí misma; no necesitaré la ayuda de nadie.
Y tampoco acabaré viviendo en la calle. De eso estoy segura.
Aprieto con fuerza las asas de la bolsa, porque me gustaría ser capaz de creerme mis propias palabras.
Lanzo la basura al callejón y me paro a mirar la montañita de cuerpos, preguntándome si merece la pena rebuscarles en la ropa; alguien podría haber pasado por alto algún objeto de valor. Al dinero que nos ganamos así lo llamamos «propinas», porque los clientes nunca nos dan ni una mísera moneda mientras están con vida.
Doy un paso adelante, pero me detengo al ver a la chica.
Le han arrancado el chaleco del uniforme, lo que resalta el agujero sangriento en su camisa blanca. El resplandor de las farolas rebota en su rostro pálido y su cabello oscuro. Por suerte, tiene los ojos cerrados.
No recuerdo cómo se llamaba. ¿Lesley? ¿Lisa? ¿Linda? Era una empleada nueva, que había empezado a trabajar esta misma semana. Se suponía que hoy le tocaba vigilar la puerta para dejar entrar a los clientes en el bar clandestino. Por eso, cuando el tiroteo empezó, debió de sorprenderla en la línea de fuego.
No participó en la disputa. Era una chica normal y corriente, como yo.
Ahora está muerta.
Y encima, la han dejado tirada en el callejón, junto al resto de la basura.
Me quedo mirándola, incapaz de apartar los ojos. El problema no es que me importe su muerte; al fin y al cabo, fallece gente a todas horas. Y tampoco es que me cayera bien y me sienta apenada, porque ni siquiera la conocía lo suficiente para acordarme de su nombre.
La causa de mi inquietud es que esa de ahí podría ser yo.
A mí también me ha tocado vigilar la puerta, y se han desatado peleas mientras yo trabajaba. La casualidad es lo único que me ha salvado de las balas perdidas.
¿Cuánto faltará para que se me acabe la buena suerte?
Las manos empiezan a temblarme de nuevo, pero esta vez el estremecimiento se extiende al resto del cuerpo. Siento la necesidad de acuclillarme, hacerme un ovillo y abrazarme a mí misma, para que los huesos no se me salgan por culpa de los escalofríos.
En el suelo hay un periódico roto con una enorme foto en primera plana. El director de los Amigos del Alma Sosegada me sonríe desde el papel, con su familiar y acogedora cara de lagarto. Casi puedo oír cómo su relajante voz me invita a volver a casa, a mi maravillosa habitacioncita, a ese refugio que me está esperando.
Pero no es cierto.
Me quitaron la habitación. Y, aunque pudiera recuperarla, la ilusión ha quedado destrozada. Ahora sé que no es un lugar seguro.
Aun así, querría regresar. Añoro esa sensación, esa certeza de que estoy a salvo. Me gustaría volver a la vida que llevaba allí, aunque no encajara con los demás. Tuve que fingir que tenía fe y que me interesaban los asuntos de la organización, pero lo que recibía a cambio de ese pequeño precio era comida y alojamiento gratis. Y las tareas que me encargaban eran mucho más seguras que un puesto en un bar clandestino: entregaba el correo o repartía folletos.
Vale, sí: la última vez que dejé folletos en una casa, una mujer se transformó en Pesadilla e intentó asesinarme. Y la última vez que me pusieron a cargo del correo, acabé a bordo de un barco que saltó por los aires.
Soy consciente de todas estas cosas. En realidad, no era un sitio seguro, incluso si nos olvidamos del tema de los secuestros. Pero eso no impide que desee recuperar esa vida, la abrumadora sensación de seguridad y estabilidad que me proporcionaba el hecho de estar allí.
El deseo de regresar es tan intenso que duele. Si creyera que el director pudiera acceder a mi petición, le rogaría que me dejara volver. Costase lo que costase.
Pero no puedo.
Porque ese lugar ya no existe. Esa sensación de seguridad era un engaño, y todavía no sé cómo ni dónde encontrar la versión auténtica. Lo único que quiero es estar a salvo, dejar de tener miedo.
¿Y cómo voy a estar a salvo en un lugar donde los tiroteos descontrolados forman parte habitual de la velada?
Es imposible.
Esa es la pura verdad: ni este trabajo ni esta ciudad son seguros. Y solo es cuestión de tiempo que se me acabe la suerte y termine muerta en algún callejón.
Cuando digo que vivo en un armario empotrado, la gente piensa que exagero o que bromeo sobre la dificultad para encontrar un piso de alquiler en Newham. Se equivocan.
Nadie se imagina que yo misma tomé la decisión de vivir ahí.
Mi armario es pequeño y angosto, pero también está aislado del mundo. Me gustan los lugares así. Lo elegí porque me recordaba a la habitacioncita perfecta que tenía en los Amigos, aunque en realidad no le llega a la suela del zapato. Las puertas son de lamas, por lo que la luz y el ruido de la estancia principal se cuelan con facilidad y perturban la paz del interior. Eso me recuerda constantemente que solo es una imitación de una ilusión destrozada.
Aun así, no tengo intención de marcharme de mi armario. Para empezar, si lo hiciera tendría que dormir en el sofá del salón, un sitio demasiado expuesto para mi gusto. Y ya me siento culpable por quedarme en el apartamento de Cy sin pagar alquiler, mientras pongo mi vida en orden. No quiero ocupar más espacio del necesario.
Mientras vuelvo a casa, trato de centrarme en lo relajada que me sentiré en mi armarito para olvidar el cadáver de mi compañera de trabajo, que acabó tirado en el suelo como un pedazo de basura cualquiera.
No lo consigo.
El bloque de pisos de Cy se encuentra en la zona rica de la ciudad, que está llena de edificios blanquísimos y parques verdes y cuidados. El vestíbulo tiene un brillante suelo de mármol falso y varias lámparas de araña. Antes de conocer a Cy, solo había visto este estilo de decoración en las películas. El guardia de seguridad, un corpulento hombre pelirrojo que mide más de dos metros y tiene unos brazos como troncos, aparta la mirada de un libro cuando entro.
–Buenas noches, Ness –me saluda.
Siempre habla con lentitud y pesadez, probablemente por culpa de los cambios que sufrió su cuerpo al convertirse en una Pesadilla.
–Buenas noches, Ronald –contesto.
Nunca le he preguntado qué tipo de sueño pudo darle ese tamaño monstruoso, esos rasgos exagerados y esos movimientos pausados, pero supongo que estaría relacionada con una persona. Cuando los niños sienten miedo de alguien –como un abusón, un padre o un profesor–, suelen tener pesadillas que acentúan los rasgos más temibles de ese individuo.
Y después se despiertan convertidos en esa caricatura.
La primera vez que vi a Ronald sentí miedo, igual que me pasaba con todas las Pesadillas.
Ahora, le sonrío mientras me acerco a los ascensores.
Normalmente, me lo tomaría como una señal de progreso. Mi fobia a las Pesadillas, que antes me dejaba paralizada e incluso me provocaba ataques de pánico descontrolados, ya no me resulta tan aplastante. No ha desaparecido del todo, porque una década de terror no puede esfumarse en un instante, pero se ha vuelto más manejable. Cada día mejoro un poquito más.
Por desgracia, los sucesos de hoy me han recordado que el resto de mis miedos no han seguido el mismo camino.
Debería sentirme alentada al ver mi evolución en cuanto al tema de las Pesadillas. Es una demostración de que puedo cambiar, de que puedo controlar mi mente y dominar mis miedos. Y casi siempre soy capaz de creerme estos pensamientos.
Pero el día de hoy me ha dejado abrumada. Cuando tenía una única fobia arrolladora, ese temor eclipsaba a todos los demás. Ahora, los otros miedos compiten en igualdad de condiciones y me atormentan de una manera completamente diferente. En este mundo hay muchísimas cosas que me aterran, muchas formas de morir que debo esquivar a diario.
¿Cómo voy a hacer para dominar tantísimos miedos?
La cruda realidad es que nunca lo conseguiré. No me queda otra que aprender a convivir con ellos.
Ojalá pudiera encontrar alguna manera de arreglar mis problemas...
Salgo del ascensor y cruzo el rellano en dirección al apartamento de Cy.
Teniendo en cuenta que estamos en Newham, el piso es enorme. La puerta de entrada da a un espacioso salón con un sillón lujoso, una mesita de madera y un ventanal que ofrece unas vistas espectaculares del paisaje nocturno de la ciudad. Otra puerta lleva al dormitorio de Cy, que es tan grande como el salón y tiene unos muebles aún más caros, y a un cuarto de baño con una ducha de alta tecnología y una amplia bañera con patas.
Recojo los periódicos del rellano antes de entrar y ojeo las noticias.
«MUERE ASESINADA LA CANDIDATA A ALCADESA ANDREA GROVIN», dice el primer titular que leo. El texto va acompañado de un cartel promocional en el que aparece una mujer con una lustrosa melena negra y la cabeza inclinada, mirando a un lado de forma majestuosa. Detrás de ella se ve la imponente catedral de Newham.
No me molesto en leer el artículo para descubrir quién la ha matado; lo más probable es que se trate de otro candidato. En todo caso, nadie la echará de menos. Todos sabíamos que secuestraba niños para darse baños con su sangre, porque así su piel se mantenía tersa y suave.
Paso las hojas del periódico y leo otros titulares.
«DESAPARECE LA HEREDERA DE LOS KOVAL. SU MADRASTRA, MARISSA KOVAL, ANUNCIA QUE “SERÁ UN PLACER GESTIONAR SU HERENCIA MULTIMILLONARIA” HASTA EL REGRESO DE LA JOVEN».
Sí, bueno. Dudo mucho que la heredera aparezca, a no ser que alguien encuentre su esqueleto en el fondo del río.
«EL JUEZ QUE MANDÓ A LA ALCALDESA A PRISIÓN DA MARCHA ATRÁS DESPUÉS DE LA TRÁGICA MUERTE DE SU HIJO».
Vaya, menuda sorpresa. Seguro que ningún habitante de Newham se esperaba este giro.
–Hoy has llegado temprano.
Me giro sobresaltada. No me había dado cuenta de que Cy estaba en casa.
La madre de mi amigo era una estrella de cine, así que no es sorprendente que él tenga una piel perfecta y unos deslumbrantes ojos verdes (que se suele maquillar con lápiz negro para que destaquen aún más). Aunque normalmente se peina el cabello negro con gomina, esta noche no lo ha hecho. Lleva un chaleco y unos pantalones negros, además de una camisa verde oscuro que resalta el color de sus iris.
Es tan atractivo que me resulta intimidante, y reprimo el impulso de apartar la mirada.
–Ya, es que he tenido una noche un poco loca –le explico.
–A mí me lo vas a decir –murmura él mientras se deja caer en el sofá.
Clava los ojos en el techo, con la cabeza sobre el reposabrazos como una típica damisela de película de vampiros a la espera de que el monstruo la muerda.
Lo más gracioso de todo es que, si estuviéramos en una película, él sería el monstruo.
–Mi noche ha sido horrenda –anuncia con el brazo encima de la frente (un gesto que me recuerda todavía más a una damisela a punto de desvanecerse).
–¿Sí? ¿Peor que la noche en la que Defensa contra Pesadillas nos secuestró y nos encerró en jaulas? –pregunto.
–Tan mala no ha sido –admite, y gira la cara para mirarme con una sonrisa.
Se la devuelvo, sintiendo que una parte de la tensión de esta noche abandona mis hombros.
Me siento más relajada con él que con cualquier otra persona, aparte de Priya. Y, sin embargo, por mucho que ahora me cueste creerlo, cuando lo conocí estaba convencida de que iba a beberse toda mi sangre y dejarme tirada en una cuneta.
Sobra decir que eso no ocurrió.
No hay nada mejor para descubrir el verdadero carácter de alguien que sobrevivir a un atentado en un barco, nadar juntos hasta la orilla y caminar durante varios días para regresar al mundo civilizado. En algún momento situado entre esos sucesos y el secuestro con intenciones homicidas por parte de Defensa contra Pesadillas, me di cuenta de que Cy me caía muy bien.
Y, lo que es más importante, estando con él me siento a salvo.
–Dime, ¿qué te ha pasado? –inquiero–. ¿Por qué has tenido una noche horrenda que no llega a ser la peor de la historia?
–Por mi padre.
Envidio a Cy por muchas razones. Dispone de una cantidad inmensa de dinero, por lo que siempre podrá sentirse relativamente seguro. Nunca tendrá que preocuparse de poder pagar el alquiler o comprar comida. Nunca se verá obligado a salir con zapatos raídos, o a no gastar nada de nada porque necesita un frigorífico nuevo. Además, como es un vampiro, goza de unas habilidades regenerativas increíbles. Cualquier herida se le cura sin dejar cicatriz, desde un balazo a un corte que le llegue hasta el hueso.
Lo único que no me da envidia es su padre.
–¿Tu padre? –repito con nerviosismo–. ¿Es que ha descubierto dónde vives?
¿Va a venir a matarnos?, añado para mis adentros.
–Todavía no –responde él, y yo suelto un suspiro de alivio.
–Entonces, ¿qué ha sucedido? –pregunto mientras me siento en la cómoda silla que hay junto a Cy.
–Va a sacar una película nueva, y el estreno mundial se celebrará la semana que viene en el Teatro Real –explica con una mueca.
–¿Aquí? ¿En Newham?
–Sí.
Un escalofrío me recorre el cuerpo. El padre de Cy es un magnate del mundo del espectáculo y produce películas. Hace años, contrató a una Pesadilla para que lo convirtiera en vampiro, porque quería vivir para siempre y mantenerse joven, guapo y rico mientras su imperio se expandía. Al contrario que Cy, este hombre no paga a la gente por su sangre, sino que seduce a chicas jóvenes y las desangra. Después, se defiende diciendo que ha sido «un accidente», que «no ha podido controlarse». Droga a las mujeres antes de morderlas, pero, según él, lo hace por compasión, para que no recuerden la agresión cuando despiertan.
Y utiliza sus películas para convencer a la gente de que sus espantosos crímenes son románticos, de que es un personaje trágico y torturado, de que deberían idealizarlo en vez de repudiarlo.
–No entiendo por qué me afecta tanto esto –confiesa Cy–. Bueno, en realidad sí. No es la primera vez que estrena una película terrible llena de estereotipos dañinos, pero no había sacado ninguna desde que hui de él. Y tengo la sensación de que debería hacer... algo.
–¿Como qué?
–No sé, prenderle fuego al cine.
Lo contemplo con una ceja enarcada.
–Vale, nunca haría eso. No quiero que nadie sufra por mi culpa –reconoce con un resoplido, y luego deja caer los hombros–. Tampoco serviría de nada, de todas formas. Imagino que los rollos de la película ya habrán llegado a un montón de cines del país.
–Es probable –coincido.
–Me siento muy inútil –dice mirándose las manos.
–Pues no lo eres –replico. Le toco el hombro y me inclino hacia él para estrecharlo en un abrazo.
El padre de Cy es un hombre rico y poderoso. ¿Cómo podrían enfrentarse dos personas como nosotros al dueño de un imperio cinematográfico?
No hay manera.
Y tampoco hay manera de luchar contra los Amigos del Alma Sosegada, que llevan décadas capturando a gente y que también pretendían secuestrarme a mí por alguna razón que desconozco. Da igual cuántos crímenes cometa la gente como ellos, porque vivimos en Newham. Aquí, las leyes no afectan a los ricos. Ni a las bandas. Ni a la alcaldesa. Ni a la policía.
Ni a la mayoría de la gente, en realidad.
Me parece muy injusto que el padre de Cy pueda dedicarse a cometer asesinatos y hacer películas para idealizarlos, y que los Amigos del Alma Sosegada no tengan problemas para sacar adelante su red de trata de personas. Pero, por desgracia, así funciona el mundo, y no se me ocurre ninguna idea para cambiar las cosas.
Cy se suelta de mi abrazo y se arregla el peinado sin mirarme a la cara. A continuación, respira hondo y me pregunta:
–¿Y a ti qué te ha pasado?
–Ah, lo de siempre –respondo con un encogimiento de hombros.
–Ajá... –Me observa con los ojos entornados–. Venga, Ness.
–¿Qué quieres?
–Empieza a cantar.
Suelto un quejido.
–Es evidente que los engranajes de tu cabeza están girando a toda velocidad. Y has vuelto a casa temprano –insiste con expresión amable–. ¿Te han despedido?
–¡No!
Por ahora, en todo caso.
Él sigue contemplándome, expectante.
Agacho la cabeza y me miro las manos, que por fin han parado de temblar. Tiene sentido: estoy en casa, con Cy, a salvo. Ojalá pudiera sentirme así en todo momento.
Pero eso implicaría no salir nunca del apartamento. Y, si hiciera eso, el único sitio que me hace feliz acabaría por transformarse en una jaula. Me cargaría la poca paz que hay en mi vida.
–Estoy pensando en buscarme un trabajo diferente –confieso al final.
–¿Un trabajo diferente?
–Uno menos peligroso. Y con mejor sueldo, a poder ser –añado.
–¿Y has tomado esta decisión a mitad de tu turno?
–Sí –confirmo con un carraspeo.
–¿Es que ha ocurrido algo? –me pregunta con cara de compasión.
–Más o menos –respondo–. Bueno, no ha sido nada fuera de lo normal: estalló una pelea y la gente empezó a pegar tiros. La cosa es que las balas alcanzaron a una camarera, y...
–Empezaste a preguntarte si tú serías la siguiente, ¿no? –concluye él por mí.
Asiento sin decir nada más y nos quedamos en silencio un buen rato.
–Bueno, en ese caso, supongo que deberíamos echarles un vistazo a las ofertas de trabajo del periódico, ¿no? –sugiere Cy de repente.
–¿No estás enfadado? –inquiero con una sonrisilla.
–¿Por qué iba a estarlo? –contesta él, frunciendo el ceño.
–Porque estoy viviendo en tu apartamento sin pagar alquiler. Y, si dejo mi trabajo, es posible que tarde aún más en marcharme –le recuerdo.
–No te preocupes por eso, de verdad –responde.
Me cuesta mucho hacer lo que me pide. Yo me preocupo absolutamente por todo: ese es mi rasgo más característico.
El sonido del teléfono nos interrumpe. Cy se incorpora y levanta el auricular. Aunque el resto del apartamento está repleto de cosas nuevas, el teléfono es un modelo antiguo de madera con auricular de latón. Tiene un aspecto muy elegante, pero abulta un montón.
–¿Diga? –Se queda quieto, con la oreja pegada al artilugio de metal–. Ah, sí, Estelle. Hola.
Me reclino en el asiento en un intento de parecer más pequeña, como si quisiera esconderme de Estelle pese a que no se encuentra aquí.
–Sí, ha llegado ya. –Cy me mira de reojo durante un segundo y luego pregunta–: ¿La herida?
Se gira hacia mí, con una ceja enarcada.
–Invéntate algo –susurro, y me señalo el brazo.
–Sí, se la estaba curando justo ahora –improvisa él, siguiéndome el juego sin problema–. Es una herida muy fea. Se ve que la adrenalina del tiroteo mitigó el dolor.
Cy está mintiendo por mí. No sé si sentirme halagada o avergonzada.
–Sí, claro, se lo diré. –Se pone en tensión por algo que ha comentado Estelle, pero se relaja al momento–. Ah, no te preocupes, es lógico. Me parece bien.
Cuelga el teléfono y me encara.
–Sabes que hay formas más fáciles de conseguir un permiso para buscar trabajo, ¿no? –me pregunta con sequedad.
–Ya, pero... Esta es la que menos probabilidades tiene de acabar en despido.
No quiero perder este empleo antes de encontrar uno nuevo. La búsqueda de trabajo es una tarea que requerirá todo mi tiempo, y tengo los nervios demasiado alterados para volver mañana al bar clandestino. Por eso me inventé una... mentirijilla, para conseguir un poco de tiempo libre y organizarme.
Es más: si la comparo con la lista de todas las mentiras que he contado, esta es una de las más inofensivas. No veo por qué debería sentirme culpable.
–Gracias por encubrirme, aunque no estés de acuerdo con mis métodos –le digo.
–No pasa nada.
Me paso la mano por la cabeza, y me vuelve a sorprender lo poco que me ha crecido el cabello en un mes. Al menos ahora parece un corte de pelo, en vez del resultado de hacer un pacto en plan Fausto con un monstruo onírico.
–Parece que quería algo más, ¿no? –inquiero.
–Ah, sí –contesta él encogiéndose de hombros–. Dice que le ha surgido algo urgente, así que no podrá alimentarme esta noche.
Me pongo rígida.
Cy le compra sangre a Estelle. No me molesta, porque se trata de una relación comercial con beneficios para los dos: él tiene que comer y ella necesita dinero. Hay un respeto mutuo entre ambos y, para qué engañarnos, no se me ocurre un método más inocuo o práctico para que un vampiro consiga sangre. En Newham, lo normal es que la gente tome todo cuanto quiere, sin importar el sufrimiento ajeno que eso pueda causar.
Y, bueno..., Cy necesita alimentarse.
–Vaya –digo, dándome la vuelta para ocultar mi nerviosismo.
A pesar de que tengo el cuerpo petrificado, no estoy asustada. Esto no es miedo; sé que Cy nunca me haría daño. No se va a poner en plan «ahora tú eres mi cena», ni nada por el estilo.
El problema es que ya le di mi sangre una vez, solo una. Me ofrecí voluntariamente y todo fue bien. No me pasó nada. Sin embargo, una parte de mí teme que Cy lo pueda interpretar como una invitación para pedírmelo de nuevo.
En realidad, si mi situación fuera más normal, creo que no me sentiría molesta si lo hiciera. Puede que lo rechazara o puede que no. No lo sé. No fue una mala experiencia.
Pero todo cambió cuando me quedé sin hogar y me vine a vivir aquí. Ahora tengo miedo de que me lo pida, porque no sabría cómo responder. Si tenemos en cuenta que estoy viviendo aquí gratis, ¿sería aceptable que me negara? ¿O debería decir que sí para pagarle en sangre, aunque no quiera?
Y si aceptara, ¿lo haría porque quiero de verdad, o porque mi subconsciente quiere apaciguar a la persona que podría dejarme en la calle?
–Hemos quedado mañana a primera hora de la noche –comenta Cy, interrumpiendo mis pensamientos.
Mis músculos se relajan. No me ha pedido nada. No tendré que hacerle frente a una decisión incómoda.
Al menos, esta vez.
–¿Podrás aguantar hasta entonces? –le pregunto para asegurarme.
–Por supuesto.
–Vale, vale –repito–. Bueno, me voy a la cama, que estoy agotada. He tenido un día muy largo. Por aquello de que he estado al borde de la muerte un montón de veces, y demás.
Me dirijo al armario empotrado con rapidez, tratando de camuflar los extraños sentimientos que han surgido en mi interior. Cy me observa con una expresión un tanto triste, y sé que mis esfuerzos no han tenido éxito.
–Aquí estás a salvo, Ness. Lo sabes, ¿no? –me dice.
–Claro –respondo con delicadeza.
Y es cierto: Cy nunca me haría daño.
El problema es que podría, si quisiera. Ahora mismo, mi vida está en sus manos. Si algo se tuerce, sea lo que sea, estoy jodida. Si discutiéramos, me quedaría en la calle. Y si intentara atacarme, no podría defenderme de ninguna manera.
Mi único deseo es que los dos estemos en igualdad de condiciones, porque así dejaría de pensar en estas cosas. Si los dos nos halláramos en el mismo punto de la escala, podría confiar más en mis sentimientos, y quizá no tendría tantos problemas para hacer lo que me dice.
Mientras me meto en mi cama del armario, me pregunto cómo sería el mundo si tuviera tanto dinero como los Amigos, si me curara tan rápido como Cy, si fuera tan valiente como Priya.
Si pudiera vivir en esta ciudad llena de monstruos sin ser como soy: pequeña, débil e indefensa.
Me paso la siguiente semana presentándome a entrevistas de trabajo, y casi todas salen tan mal como cabía esperar.
Cuando llego a la primera, me encuentro con un desastre en pleno desarrollo: un dragón se ha quedado atrapado en un sótano y está abrasando a todo el que se acerca. De hecho, la mayor parte del edificio ha sucumbido ante la furia de las llamas. Los agentes de Defensa contra Pesadillas tratan de dispararle desde arriba, pero el rugiente remolino de fuego les impide acercarse.
Tras revisar la dirección en mis notas, me abro paso entre los escombros del edificio contiguo, que parece haber sufrido un coletazo del dragón. Como los números de la calle siguen pintados en la acera, puedo comprobar si estoy en el sitio indicado. Exacto: la entrevista era aquí.
Tacho la oferta de la lista.
Mientras paso junto a una furgoneta de la policía que está aparcada en la esquina, un hombre calvo de mediana edad, con un esmoquin achicharrado, asoma la cabeza por los barrotes de la parte trasera.
–Solo quería traerle comida a mi abuela –balbucea–. Además, ¡Newham está superpoblada!
Nadie le hace caso.
Sospecho que él era el entrevistador.
Investigué bien antes de venir, como se debe hacer con cualquier oferta de trabajo en Newham. Me aseguré de que la empresa existiera: hay un número de teléfono que te confirma estas cosas, aunque los operadores también pueden caer en la tentación de aceptar sobornos. Además, repasé la lista semanal de estafas que ofrecen los vendedores de periódicos, pero hay demasiadas y es imposible que las incluyan todas.
La siguiente entrevista es en una carnicería. Cuando abro la puerta, un pulpo monstruoso con ocho bocas y cara de bebé me da la bienvenida mientras agita un enorme cuchillo sangriento.
Me doy la vuelta y salgo pitando, sin parar de gritar.
Huelga decir que no me dan el trabajo.
La entrevista que sigue se desarrolla de manera mucho más prometedora: es en una cafetería pequeñita del distrito financiero, y creo que el encargado está a punto de contratarme. De repente, alguien le pega un tiro.
Justo delante de mi cara.
Cuando miro a la calle, veo a la alcaldesa a lomos de su pterodáctilo, sobrevolando la calzada a varios pisos de altura. Las luces de neón de los edificios circundantes se reflejan en las escamas iridiscentes del dinosaurio, que abre su larga boca y suelta un chillido amenazante. La alcaldesa, con una metralleta en cada mano, esboza una sonrisa salvaje. El viento le sacude la larga melena negra, que va atada con un lazo.
La gente grita y se lanza a los lados conforme la alcaldesa recorre la calle, disparando las metralletas con estruendo mientras persigue a un hombre que huye en moto. El individuo tiene varios tatuajes faciales muy distintivos y bigote; me suena haber visto su cara por toda la ciudad, en los carteles promocionales de las elecciones municipales.
–¡Corre, corre! –canturrea la alcaldesa, riéndose como una desquiciada mientras acribilla la motocicleta.
El pterodáctilo profiere un alarido de rabia cuando la mujer tira de la cadena que le rodea el cuello, obligándolo a girar para perseguir al fugitivo a lo largo de la calle. Al final, doblan la esquina y desaparecen de mi vista.
La alcaldesa y sus disparos descontrolados han dejado tras de sí una estela de destrucción y gente herida. Cuando el cuerpo sin vida de mi entrevistador se desploma en el suelo, también mueren mis posibilidades de conseguir un puesto en esta cafetería.
Salgo del local cubierta de sangre, una sangre que podría haber sido mía si la bala se hubiera desviado unos pocos centímetros a la izquierda.
Quizá debería esperar a que pasen las elecciones a la alcaldía, pienso mientras camino, aturdida.
Estas elecciones solo se convocan cada cinco años. Las anteriores fueron las primeras que se organizaron tras mi llegada a Newham, y yo no estaba preparada para el nivel de violencia que iba a anegar las calles. En aquella época todavía vivía con mi tía, quien insistió en que me quedara en casa hasta el final de la campaña electoral.
Por desgracia, ella no siguió sus propios consejos: siguió yendo a trabajar todos los días, y acabó atrapada en su fábrica cuando el edificio se derrumbó. La causa fue un ataque estratégico para golpear económicamente a uno de los candidatos y forzarlo a retirarse. Mi tía sobrevivió a la catástrofe inicial, pero inhaló un montón de mierda tóxica mientras estaba enterrada entre los escombros y contrajo un caso crónico de tos aullante, que acabó por matarla un año después.
Debería seguir el consejo que me dio en aquel entonces y esconderme hasta que todo esto acabe.
Pero es que... Bueno, cuando terminan las elecciones, las bandas suelen enzarzarse en una gran batalla, porque muere mucha gente durante los comicios y dejan vacíos de poder que deben llenarse. Ese proceso podría durar unas cuantas semanas.
Para cuando se solucione ese tema, puede que ya estemos en Año Nuevo. En esas fechas se llevan a cabo los análisis de desempeño comercial, por lo que, cómo no, los gerentes de las empresas se dedican a aniquilar a sus rivales para quedar bien ante sus accionistas.
Suelto un suspiro. No puedo esperar a que llegue una época más segura para buscar trabajo, porque en Newham no existe nada por el estilo.
He seguido caminando sin prestar mucha atención a mis alrededores, y me llevo una sorpresa cuando levanto la cabeza. Estoy frente al edificio de los Amigos del Alma Sosegada.
No había vuelto a verlo desde mi huida, y su fachada de ladrillo liso con arcos de estilo clásico me inspira una mezcla de nostalgia, dolor y paz. Pasé gran parte de mi vida aquí. Fue el lugar donde más feliz me sentí.
Aunque estuviera lleno de maldad.
Recuerdo la primera vez que vine como si hubiera ocurrido ayer. Tenía once años, y mi tía me trajo hasta aquí sin soltarme la mano ni un segundo. Llevaba menos de dos meses viviendo con ella: solo éramos dos desconocidas que se habían visto obligadas a juntarse por culpa de la muerte de mi padre a manos de mi hermana. Bueno, puede que «patas» o «colmillos» sean palabras más adecuadas que «manos». No sé cuál es la terminología correcta cuando se habla de arañas gigantes.
Mis miedos se habían vuelto incontrolables: las Pesadillas me aterrorizaban tanto que el temor me dejaba incapacitada, y las arañas me daban un pánico aún mayor. No dormía casi nada, porque tenía miedo de convertirme en un monstruo como Ruby y matar a mi tía. Las pocas horas de sueño que conseguía rascar eran irregulares y agitadas, y siempre me despertaba entre espasmos y sollozos. No podía soñar, porque los medicamentos se encargaban de impedírmelo, pero ni siquiera así lograba descansar.
Además, mi tía no vivía precisamente en la mejor zona de Newham. Aunque limpiaba el apartamento tanto como podía, las arañas siempre conseguían colarse. En cuanto me encontraba algún bichito, huía del piso entre gritos, y mi mente recordaba de golpe los crujidos de los huesos de mi padre y la imagen de una gigantesca pata peluda en el pasillo.
En esos casos, mi sentido común salía volando por la ventana..., igual que yo. Lo digo literalmente: salté por la ventana muchas veces. Por suerte, había una escalera de incendios al otro lado, así que no caía al vacío.
En resumen, estaba hecha un desastre, y mi tía no estaba preparada para lidiar con una niña tan traumatizada. Así que me llevó a la sede de los Amigos. Sus programas gratuitos de terapia eran nuestro último recurso.
–No te preocupes, que yo estaré todo el rato contigo –me dijo antes de entrar, agarrándome la mano con fuerza–. Ya verás como todo sale bien.
Yo asentí, desconcertada, sin entender del todo lo que estaba pasando. En retrospectiva, es evidente que mi tía tenía dudas sobre los Amigos y sus motivaciones, pero la pobre estaba desesperada. No podía permitirse un psicólogo de verdad, y había que darle alguna solución a mi problema.