Cómo encontré el autor de mi necrológica - Jaroslav Hasek - E-Book

Cómo encontré el autor de mi necrológica E-Book

Jaroslav Hasek

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Beschreibung

A lo largo de su breve e intensa vida Jaroslav Hašek se vio obligado a aceptar cualquier trabajo que se le ofreciera: redactor de una revista de zoología, empleado en una droguería, pedagogo y muchos más. Todas estas expe- riencias confluyeron en los numerosos cuentos autobiográficos que escribió en su vida, que relatan historias hilarantes al límite del absurdo. Después de la Historia del Partido del Progreso Moderado dentro de los Límites de la Ley y de El buen soldado Svejk antes de la guerra, en La fuga continuamos el proyecto de recuperación y traducción de los cuentos de Jaroslav Hašek con esta divertida selección que nos acerca a la biografía de este maestro de la literatura humorística.

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Contenido
Colección
Créditos
Cómo encontré al autor de mi necrológica
Biografía
Cómo encontré al autor de mi necrológica
Mi confesión
De la vieja droguería
En una revista de fauna
Penalidades de la creación literaria
Un negocio limpio
Los sufrimientos del pedagogo
Conversación con el pequeño Mila
Historias del vivero de Razice
Mi tragedia montmartriana
Historia de la fusta negra
Cómo encontré al autor de mi necrológica
Habla el alma de Jaroslav Hasek

En Serio,

17.

Edición en formato digital: diciembre 2020

© de la traducción: Montse Tutusaus, 2019

© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2020

Diseño gráfico: Tactilestudio Comunicación Creativa

ISBN: 978-84-123107-1-9

Todos los derechos reservados:

La fuga ediciones, S.L.

Passatge de Pere Calders, 9

08015 Barcelona

[email protected]

www.lafugaediciones.es

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda financiada por el Ministerio de Cultura de la República Checa

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Jaroslav Hašek

Cómo encontré al autor de mi necrológica

Relatos de humor autobiográficos

traducción de Montse Tutusaus

Jaroslav Hašek

(Praga 1883 - Lipnice nad Sázavou 1923)

Nacido en Praga en una familia arruinada a causa de los problemas de alcoholismo del padre, Jaroslav Hašek tuvo siempre una vida al límite. Despedido de varios trabajos por su afición a la bebida, se dedicó al periodismo acercándose a los ambientes anarquistas. En 1911 fundó el Partido del Progreso moderado dentro de los Límites de la Ley y se presentó como candidato a las elecciones generales. Durante la I Guerra mundial combatió en las filas del ejército austrohúngaro (experiencia que narra en su única novela Las aventuras del buen soldado Švejk), desertó y se incorporó al ejército revolucionario ruso, donde llegó a ser comandante de todas las operaciones en Siberia. De vuelta en Praga, murió de alcoholismo a los cuarenta años.

Títulos:

- Cómo encontré al autor de mi necrológica

- Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley

- El buen soldado Švejk antes de la guerra

Cómo encontré al autor de mi necrológica

Mi confesión

El panfleto 28 de octubre trata en varias columnas de comprometer mi reputación delante de la opinión pública. Reconozco que lo que dice tiene fundamentos reales. Pues no solo soy un pillo y un granuja de cuidado como me describen ahí sino también todo un depravado.

Siendo así, trataré de ofrecer material detallado para que los redactores puedan seguir arremetiendo contra mí. Esta será mi más sincera confesión pública.

Así pues:

Confieso a Dios todopoderoso y a ustedes señores diputados Modráček y Hudec que...

Al nacer ya causé grandes estragos en la vida de mi madre y la pobre no pegó ojo en varios días y noches.

A los tres meses maté de un mordisco a mi nodriza y el asunto acabó en manos del tribunal del juzgado penal. En ausencia de este servidor, mi pobre madre fue condenada a tres meses por negligencia en los cuidados del niño. Miren si ya era perverso que no me presenté a declarar ni siquiera una palabra en su favor.

Al contrario, seguí creciendo alegremente y mostrando instintos animales.

A los seis meses me zampé a mi hermano mayor, y no solo eso, después le robé las santas imágenes que llevaba en el mini ataúd y las escondí en la cama de la sirvienta. La infeliz terminó despedida y condenada a diez años por haber robado a un cadáver. Por si no bastara, la pobre mujer encontró al cabo de un tiempo la muerte de forma violenta. Fue en el transcurso de una riña con otras reclusas a la hora del paseo diario. Como consecuencia, el que era su pretendiente se suicidó dejando seis pequeños bastardos. Con el tiempo, varios de ellos serían destacados ladrones internacionales de hoteles. Uno llegó a prelado de los canónigos premostratenses y el último, el mayor, escribe para el 28 de octubre.

Cuando tenía un año, en Praga no quedaba un solo gato al que un servidor no le hubiera pinchado los ojos y cortado la cola. Y cuando salía a pasear con mi institutriz los perros me evitaban ya de lejos. La institutriz, sin embargo, no llegó a hacer muchos paseos conmigo, a los dieciocho meses la llevé al cuartel de la plaza Karlovo y la entregué a los soldados a cambio de dos paquetes de tabaco.

La mujer no sobrevivió a tanta indecencia, se hizo atropellar en Veleslavín por un tren de pasajeros. Lo que pasa es que, con el obstáculo, el tren descarriló y hubo dieciocho muertos y doce heridos graves. Entre los muertos se hallaba un pajarero. Las jaulas quedaron destrozadas pero por obra de Dios se salvó un pechiazul (L.v. cyanecula), miembro de la familia de los muscicápidos. El pechiazul cuenta con un plumaje marrón grisáceo en la parte superior y de una tonalidad algo más clara en la zona de la cola. En la garganta y el pecho, sin embargo, las plumas son azuladas con una franja en el medio de color blanco o rojo oxidado. El vientre es también blanco. Aunque presente en nuestras latitudes, el pechiazul se deja ver en las zonas húmedas cubiertas de matorrales solo en contadas ocasiones. Se alimenta de gusanos e insectos. Cuando los atrapa mueve la cola. En cautividad, se amansa rápidamente y canta con fervor. (Véase la Enciclopedia de Otto, volumen XVII, página 494, entrada Pechiazul – Pechina).

A los tres años no había chiquillo más pervertido en toda Praga que yo. A tan temprana edad mantuve una relación sentimental con la esposa de una personalidad distinguida. De haberse hecho público el affaire, a buen seguro habría escandalizado toda la ciudad y alrededores.

A los cuatro años me escapé de casa porque le había abierto la cabeza a mi hermana Máňa con la máquina de coser. Me largué sin olvidar apoderarme antes de varios miles de guldens que después derroché en el barrio judío con una pandilla de ladrones.

Cuando, al cabo de poco, me quedé sin dinero, me mantuve un tiempo a base de limosnas y hurtos, haciéndome pasar por el hijo del noble señor Thun (que por aquel entonces todavía era conde).

Me cogieron y me encerraron en el reformatorio de Libeň pero acabé incendiándolo. En el trágico accidente fallecieron todos los maestros, y es que previamente me encargué de cerrarles la puerta de la habitación desde fuera.

Me esperaban tiempos difíciles. A los cinco años me arrastraba hambriento por las calles de Praga robando panecillos a los panaderos y manzanas en las paradas. Sin embargo, mi situación mejoró considerablemente cuando asalté el templo de Santo Tomás y robé un cáliz dorado. Se lo vendí por un gulden a un tipo del barrio judío y, cuando hube malgastado el dinero en cierta casa de la siniestra calle Umřlec, fui a chantajear al judío amenazándolo con delatarlo a la policía. Así le fui quitando un gulden detrás de otro hasta que al final el hombre fue a delatarse él mismo para ahorrar costes.

Las circunstancias me empujaron a marcharme de Praga, y me encaminé en esa ocasión a Polná. Si mi confesión tiene que ser sincera y completa, declaro públicamente que a la chica de Polná no la mató Hilsner sino yo1. ¡Por tres guldens lo hice!

Como es lógico, quedarse en Polná era impensable así que me fui a pie hasta Viena. Llegué a dicha ciudad con los seis años ya cumplidos y sin medios para regresar a Praga, por lo que me vi obligado a atracar un banco de la Herrenstrsasse. Claro que antes me tocó estrangular a cuatro guardias. Lo hice escrupulosamente.

Fue, es cierto, uno de mis peores actos, nada fácil de justificar, pero si piensan que me moría de ganas de volver a casa y de ver después de tanto tiempo a mis angustiados padres...

Pero no nos pongamos sentimentales. Llegué felizmente a Praga en tren después de engatusar a una anciana en el balconcito del último vagón. Le arranqué el bolso y la empujé en plena marcha. Cuando, después, los demás pasajeros la buscaban, les dije que la señora había bajado en la anterior parada y que les mandaba un saludo muy cordial.

Con todo, cuando llegué a casa mis padres ya habían fallecido. Mi padre hacía unos dos meses que se había ahorcado, tanta era la pena que le causaba mi perversión. Y mi madre se había tirado del puente Carlos. Por lo visto, durante el salvamiento el bote de los rescatadores volcó y se ahogaron todos.

Y como finalmente envenené a toda la familia de mi pobre tío para apropiarme de la libreta de ahorros que tenían y además falsifiqué las cifras para cobrar más, me tocó crecer solo como un hongo.

● ○

Estimada redacción del 28 de octubre:

La tinta de mi pluma empieza a escasear. Querría seguir escribiendo y confesarme hasta el final, mas un torrente de sinceras lágrimas de arrepentimiento me enturbia la vista. Lloro, lloro amargamente por mi juventud y mi pasado y, de corazón, espero continuar en el 28 de octubre. Que esto sea, pues, un apéndice de mi confesión.

Y para que mi penitencia frente a toda la nación checa sea más total si cabe, ruego que me acepten como miembro de su partido de socialistas progresistas. Prometo ganarme su confianza con mi buena conducta.

Ruego, así mismo, que me notifiquen cuándo y dónde debo pagar la primera cuota al partido.

Por ahora, ¡adiós!

1 Leopold Hilsner (1876-1928), judío vecino de Polná, fue acusado de asesinar a una muchacha (después se le imputó también otro caso de homicidio sin relación aparente con el primero) en un periodo de antisemitismo creciente.

De la vieja droguería

i

Primer día de prácticas

El primer día de mi nuevo empleo, el jefe, el señor Kološka, me llamó a su base de operaciones comerciales, como denominaba al espacio de la tienda cercado por un tabique de madera. Mi jefe era un señor mayor, barbudo, de estatura tan reducida que hasta yo, un muchacho de quince años, le sacaba una cabeza. Pues bien, el señor Kološka se sentó en la silla de detrás de la máquina de escribir, fijó en mí sus pequeños ojos penetrantes y espetó:

—Desde hoy sois mi nuevo aprendiz y, como tal, escucharéis unas cuantas palabras que tengo que deciros y por las que os aconsejo que os rijáis toda la vida. Supongo que conocéis el dicho «más vale un buen consejo que todo el oro del mundo». Pues ahora parad la oreja y escuchad bien. Vuestro nuevo oficio es muy difícil. Hasta hace poco estabais en la escuela y allí os preocupabais por aprenderos las cosas de memoria. Salvo el latín, que espero que como alumno de cuarto curso conozcáis un poco y que como droguero necesitaréis, el resto no os servirá absolutamente de nada en esta vida. En la tienda no os preguntarán cuándo gobernó uno u otro rey, ni qué es eso de... cómo se dice... la geometría y esas cosas. En la tienda a nadie le interesa a qué distancia está cierta estrella ni les preocupa lo más mínimo si huevo se escribe con hache o sin ella. Al cliente que entra le importa un bledo si habláis correctamente y vos tampoco se lo podéis pedir a él, os tiene que contentar que lo entendéis y podéis atenderlo como es debido. En la tienda basta con saber contar para no robarse uno mismo, porque justamente se trata de hacer negocio, no lo olvidéis. Sois joven y tenéis que aprender de la experiencia, y no de los libros como en la escuela. Que un cliente os pide el oro y el moro, vos se lo traéis. Del cliente podéis pensar lo que queráis, lo que no podéis es decírselo. El comerciante, recordadlo, vive del cliente. Que entra alguien en la tienda, vos corréis a saludarlo: ¡Vuestra merced! ¡Os beso la mano, mi gentil señora! ¡Una reverencia, señorita! A su salida, aun cuando no haya comprado nada, tendréis que ser igual de cortés. Cuando atendáis al público, cosa que llevará su tiempo y por lo tanto recordad lo que os digo para el futuro, pues cuando atendáis tendréis que hablar de la siguiente forma: «Con vuestro permiso, ¿en qué podría serviros?». O emplear otras fórmulas por el estilo, y ya podéis pegar brincos y volar si hace falta, pero debéis ser rápido y, repito, nada de robarse a uno mismo. Que en el almacén no tenemos lo que os pide el cliente, pues le dais otra cosa pero que no se vaya con las manos vacías. Hay que aprovechar que el cliente está en la tienda para persuadirlo, cuando por ejemplo entra y quiere un cepillo de dientes, se le endosa también una pasta de dientes y, cuando quiere pasta de dientes, se le endosa el cepillo y se le dice que es una ganga. Y hay que mentir, soltar lo primero que se os pase por la cabeza, lo aprenderéis todo con el tiempo. Ahora bien, se entiende que lo de mentir es solo al cliente y no a mí. Conmigo, tenéis que portaros como con un padre y si alguna vez os riño mejor no digáis nada pues veréis que soy irascible. Si os ordeno algo, debéis hacerlo de inmediato. Esto es como el servicio militar. Tenéis que ser honrado, supongo que no hace falta que os diga que aquí no se viene a golosear ni a romper cosas, aquí se viene a trabajar. Todo eso lo digo por vuestro bien. Os lo digo como si fuera vuestro padre. Por la mañana vendréis cada día a casa a buscar la caja de las llaves y después esperaréis frente a la tienda a que llegue el mancebo. Juntos abriréis la tienda y vos colgaréis el angelito de bienvenida. De vuelta a la tienda quitaréis el polvo, que se vea todo bien limpio, y cuando a las ocho llegue yo os diré lo que tenéis que hacer. A las diez vendréis todos los días a verme a la base, os daré dinero y me compraréis medio litro de cerveza, dos panecillos y paté de anchoa. A la una podréis salir a almorzar y volveréis a las dos. A las cuatro vendréis de nuevo a la base, os daré dinero y esta vez me traeréis un café vienés de la cafetería, tenéis que pedirlo con mucha nata. A las ocho quitaréis el angelito y así se cierra la atención al público. Pondréis las llaves en la caja, el mancebo cerrará la caja y os entregará la llave y vos me traeréis la caja y la llave a casa. Cada dos domingos os permito que, entre diez y once, vayáis a echar un vistazo a la iglesia. Y os digo una cosa más, poneos siempre de mi parte y no de parte del personal, eso es lo principal. Hoy solamente lavaréis frascos, fijaos bien en las inscripciones que tienen en latín y en checo, así iréis aprendiendo. Y ahora ¡recordad lo que os he dicho y retiraos!

Salí de la base de operaciones comerciales conmocionado. En mi cabeza hervían todas las advertencias del señor Kološka.

—Nuestro viejo Radix le ha puesto la cabeza como un bombo, ¿verdad? —me dijo el mancebo Tauben en cuanto me acerqué al mostrador.

—¿Quién? —pregunté tímidamente.

—Pues nuestro Kološka —respondió el mancebo—, le llamamos Radix, que significa raíz. Así son los motes entre nosotros los drogueros. Nuestro Radix es, como suele decirse, un botarate, pero por lo demás es un buen hombre. ¿Cree que lo que le ha dicho ha salido de su cabeza? ¡De ninguna manera, jovencito! Todo ese sermón se lo tuvo que aprender de memoria por petición de su esposa. A ella la llamamos Acidum, o sea ácido. A nuestro viejo jefe no lo puede tomar por Dios, él no es nada, su mujer lo es todo. Cuando venga la dama, verá quién lleva aquí los pantalones. Así es que, jovencito, lo más sensato sería que viniera a la una con nosotros los empleados. Seguro que el viejo le ha dicho que hoy le toca lavar frasquitos. Lávelos, ¡pero no se le ocurra darse prisa! Lávelos bien despacio. No le ponga demasiado ímpetu al trabajo o en dos días el viejo estará haciendo con usted lo que quiera. Si hoy lava quince frascos en todo el día dese por satisfecho, ya ha trabajado bastante. Lave frascos toda la semana pero hágalo con calma. No hay que deslomarse o, como le digo, le pedirá cada vez más. Y cuando llegue la mujer corra a besarle la mano. Que Radix lo manda a buscar o a llevar algo a tal y cual establecimiento, usted váyase tan tranquilo, sin correr, como si fuera de paseo, yo también lo hacía así. No vuelva enseguida porque entonces Radix lo mandaría varias veces al día y se acostumbraría. Sabe, jovencito, al final el jefe acabaría pensando que tiene usted que correr.

El señor Tauben guardó silencio un momento y después añadió:

—Por lo que veo es usted un cero a la izquierda. Aquí tiene para comprar dos litros de cerveza, jovencito; vaya al fondo del almacén, en el barril, lo ve desde aquí, hay una tinaja, la coge, sale por la puerta de atrás y se va por el patio a la taberna. Compra los dos litros y de vuelta deja la tinaja llena de cerveza en el barril. Beba tanta como quiera. Yo también fui aprendiz.

El señor Tauben me dio dinero y cumplí sus deseos. Traje la cerveza, escondí la tinaja en el barril, volví al puesto de trabajo y lavé frascos lo más despacio que pude.

Al cabo de media hora el señor Kološka volvía a llamarme a la base de operaciones comerciales.

—Sabéis —dijo—, me he olvidado comentarle un asunto. Si por casualidad el señor Tauben os mandara a comprar cerveza me lo decís enseguida. Al parecer, le encanta mandar a los aprendices con la tinaja...

A los acontecimientos de este primer día hay que añadir que en total fui a comprar la cerveza prohibida hasta cinco veces y que cuando el mozo preguntó por el joven aprendiz oí que el señor Tauben respondía:

—Ya es uno de los nuestros y llama Radix al viejo...

ii

La instrucción del señor Tauben

Los dos días siguientes lavé frascos sin prisas y con pausas tal como me había aconsejado el señor Tauben.

—Si viniera Radix y le preguntara por qué los frascos todavía no están listos, dígale que es porque usted se fija en las inscripciones —me susurró el señor Tauben—. Y ahora deje el trabajo que le enseñaré las instalaciones.

El mancebo me guió por la casa. El edificio que albergaba la droguería del señor Kološka era viejo. Hoy en día ya no existe. Era una casa ennegrecida e impregnada a todas horas del característico olor de las drogas desecadas, hedor que los primeros días me embelesó y que penetró tan profundamente en mi ropa que de lejos cualquiera podía oler que yo iba para droguero.

La casa tenía un encanto especial. Despertó en mi mente el recuerdo de los talleres de alquimia y las boticas medievales sobre las que había leído. Dos grandes morteros en el almacén y varios grandes matraces en unos soportes tan cubiertos de polvo e igual de sucios que los matraces mismos terminaron de reafirmar mis impresiones.

El señor Tauben me llevó del almacén al portal de la casa, donde la bóveda de arista del pasillo planeaba sobre varias tinas, pilas, rodillos para hacer fideos y objetos varios. Los artículos eran de un puesto que regentaba una señora sentada en un taburete junto a la puerta, en el mismo portal.

—Es la barrilera, la señora Kroupová —me explicó el mancebo—. Su marido es un golfo de mucho cuidado que se pule en bebida lo que ella gana en una jornada. Se pasa el día en la taberna y cuando se le acaba el dinero viene a verla y le pregunta si ha vendido algo. La barrilera dice, por ejemplo «una tina», y su marido le responde «eso solo da para ocho jarras». ¡Es que todo lo cuenta en jarras! Cuando crezca, jovencito, entenderá qué tengo en mente cuando digo que ella se lo consiente porque viven en pecado.

—No es necesario que corramos —siguió el señor Tauben—, si entra alguien en la tienda, Radix lo atenderá. Sigamos, la taberna ya la conoce. El día veinte aproximadamente dejará usted de recibir dinero para comprarme cerveza y me la traerá a crédito. Pero ojo que el tabernero es muy astuto. Ándese con cuidado, jovencito, no vaya a anotar tres litros en lugar de dos como ya ha hecho más de una vez. Su mujer, en cambio, es una santa. Cuando a su debido tiempo usted empiece a despachar y venga ella a comprar alcohol para los licores, dele del bueno, no del rebajado con agua que ofrecemos normalmente. Hace un licor de guindas del que hago mis tragos, sabe. Que quede fuerte, pues. El anterior aprendiz le dio una vez del rebajado y mejor no me pregunte por el resultado. Y cuando ya atienda usted al público y venga el tabernero a buscar gotas para el estómago, no le cobre, él a veces tiene que esperar tres meses a que yo le pague.

»Allí en esas dos ventanas sucias vive la portera, la señora Pazderková, esa siempre viene por la mañana a tomarse un vasito de agua de alcaravea. Se la tenemos que ofrecer gratis, de otro modo, como dice Radix, nos echaría en contra a todo el edificio. Que en los tres días que usted lleva por aquí todavía no haya asomado la cabeza significa que está enferma. Siempre lo está cuando el maestro castiga a su hijo, el pelirrojo Francek, a quedarse después de las clases. El pelirrojo Francek tiene once años y es un pillo. No lo deja en paz a uno, no hace más que travesuras, pero no se le puede castigar. Una vez lo pillé barrenando un barril de hojalata, de los de aceite, y le di un cogotazo. Pues bien, al cabo de nada entraba corriendo la vieja a la droguería y quería que Radix me echara inmediatamente a la calle. ¡La que se armó! Delante de la tienda se formó un corro, Francek bramaba, ella lo cogía de la mano y, mostrándolo al público, gritaba que dentro había un individuo que había abofeteado a una criatura tan inocente e indefensa como aquella. Al final la inocente criatura se desmayó y tuvimos que invitar a la portera a tomarse un agua de alcaravea y a Francek le dimos unas golosinas. El diablillo me ha torturado de lo lindo. Ya verá en verano qué espectáculo monta en el patio. Se desnuda y se mete como Nuestro Señor lo trajo al mundo en una tina con agua. Chapotea todo el santo día. En la primera planta vive una anciana a la que una vez, al ver al chiquillo bañándose en cueros, le dio un patatús. Como le decía, la portera Pazderková tiene un descuento del cincuenta por ciento en todos nuestros productos. Al lado, en esas otras ventanas, vive el carnicero. Siempre que el señor Kavánek prepara galantina, nos invita al mozo y a mí. Entre nosotros decimos que es un contra favor. Ni nos roba ni nosotros le robamos a él. Ya lo dice el refrán «viva y deje vivir». Así que le vendemos las especias al precio normal pero recuerde, si quiere un kilo de algo, usted le pesa un kilo y medio y le cobra solamente uno. Verá como así también lo invita a probar la galantina. Pero que el viejo no lo vea. El aprendiz que había antes también se la llevaba a casa. Ya lo irá aprendiendo. Y ahora bajaremos al sótano.

Cuando el Señor Tauben abrió la puerta del sótano y encendió la linterna, sentí un hedor ácido y rancio y se oyeron unos chillidos.