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Francesca d'Oro solo tenía dieciocho años cuando el sexy y misterioso Marcos Navarro se casó con ella. Luego, antes de que se secara la tinta del certificado de matrimonio, la abandonó. Aunque le había regalado un anillo de compromiso, a cambio, él robó una joya mucho más valiosa: El Corazón del Diablo, un espectacular diamante amarillo que, según creía Marcos, había pertenecido antiguamente a su familia. Años más tarde, Francesca decidió recuperar la joya, pero había olvidado que el nombre del collar era perfecto para Marcos… y que hacer tratos con el diablo era extremadamente peligroso.
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Seitenzahl: 170
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Lynn Raye Harris.
Todos los derechos reservados.
CORAZONES DE DIAMANTE, N.º 2094 - agosto 2011
Título original: The Devil’s Heart
Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-687-0
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Promoción
Reaparece una valiosa joya. Washington, D.C.
Anoche Massimo d’Oro ofreció una fiesta para su hija en su yate, actualmente anclado en el Puerto Nacional. Francesca, la hija menor del hombre de negocios celebró su dieciocho cumpleaños por todo lo alto. A la fiesta acudieron numerosas celebridades de Washington, y se rumorea que la joven lucía un traje confeccionado a medida por la casa Versace. Se calcula que la fiesta ha costado al señor d’Oro más de cien mil dólares.
Ocho años más tarde...
–¿Perdón? –Marcos Navarro miró a la figura vestida con ropa oscura que le apuntaba con un revólver.
–He dicho que te muevas.
En aquella ocasión, la voz sonó menos grave. Marcos se separó de la puerta de la habitación del hotel, mostrando las manos para tranquilizar al intruso.
No era la primera vez que era amenazado con un arma, así que no sentía miedo. Los años que había pasado con una guerrilla en la selva de Sudamérica lo habían inmunizado contra el miedo, además de enseñarle que siempre se presentaba una oportunidad para recuperar la posición de ventaja. Al menos mientras tuviera las manos libres
No, no era miedo lo que sentía, sino ira.
La persona que tenía delante era menuda, pero Marcos sabía que no debía confundir el tamaño con la debilidad. La habitación estaba sumida en la oscuridad, así que no podía vislumbrar ningún detalle del intruso. Sólo podía calcular que ser bastante más alto y pesado le proporcionaba cierta ventaja. En cuanto se le presentara una oportunidad, la aprovecharía. La clave estaba en permanecer alerta. Tenía que evitar por todos los medios que lo atara. El recuerdo de una habitación oscura, con un fuerte olor a sudor y el sabor de su propia sangre, estalló en su mente como una granada.
«No. Concéntrate».
–Estás perdiendo el tiempo –dijo con serenidad–. No guardo dinero en mi habitación.
–Cállate.
Marcos parpadeó. La voz rasposa del intruso se había evaporado. La persona que lo amenazaba con un revólver era claramente una mujer. Marcos se relajó levemente.
¿A quién habría ofendido en aquella ocasión? ¿Cuál de sus antiguas amantes estaba tan desesperada como para llegar tan lejos? ¿Fiona? ¿Cara? ¿Leanne?
Aunque era muy generoso con ellas, a veces les costaba aceptar la ruptura. Pero si era una de ellas, ¿por qué no conseguía identificarla? No era tan insensible como para olvidar el cuerpo o la voz de una mujer que le hubiera proporcionado placer.
Mantuvo las manos a la vista mientras iba hacia el centro de la habitación en espera de instrucciones. La mujer se encogió al pasar él por su lado, pero se irguió al instante, como irritada consigo misma.
Se produjo un silencio sólo roto por las aspas del ventilador de techo. –Dame la joya –dijo ella, ignorando toda pretensión de ser un hombre.
Marcos pensó que eso lo ayudaría a identificarla.
–No sé a qué te refieres.
Ella dejó escapar un resoplido de impaciencia y blandió el revólver, que centelleó bajo la luz de la luna que inundaba la habitación. El descubrir que se había molestado en ponerle un silenciador no contribuyó a que Marcos se tranquilizara.
–Sabes perfectamente que me refiero a El Corazón del Diablo. Si no quieres morir, entrégamelo.
Marcos sabía que habría hecho mejor ignorando las ridículas pretensiones de los d’Oro y que no debía haber llevado consigo la joya a Estados Unidos. Pero su carrera profesional podía verse perjudicada si no terminaba con sus fraudulentas exigencias. La corte argentina ya había dictaminado a su favor. No necesitaba la aprobación de la corte americana para conservar lo que le pertenecía legalmente y por lo que había pagado con su propia sangre.
¿Habrían mandado los d’Oro a aquella mujer? ¿Sería la demanda una mera estratagema para que la pieza volviera al país para así poder robarla? Aunque el viejo Massimo hubiera muerto, sus hijas seguían vivas. De hecho, todavía le resultaba un misterio el sentimiento de frustración que lo invadía al pensar en la menor de ellas, a pesar de la forma en la que lo había manipulado.
Una parte de sí quería seguir pensando que era inocente, pero otra conocía la crueldad de la que era capaz el alma humana. A menudo, la ingenuidad no era más que la máscara de la traición.
–Querida, si me disparas no conseguirás la joya.
–Pero puede que consiga algo mejor –dijo ella con amargura.
Marcos se puso alerta. Había algo en aquella voz...
–Por ahora me conformo con la joya –añadió ella–. Sácala de la caja fuerte.
Marcos sintió la ira avivarse en su interior. ¿Quién era aquella mujer que osaba intentar robarle lo que le pertenecía por derecho de nacimiento? Tendría que impedírselo como fuera.
Poco tiempo después de que fuera robada, cuando era un niño, la junta militar se llevó a sus padres. Nunca volvieron, y se contaron entre los miles de desaparecidos que el partido gobernante mandó matar antes de que, años más tarde, se restaurara la democracia.
Marcos culpaba a su tío más que al diamante. De no ser por la ambición y avaricia de Federico Navarro, su vida habría sido muy diferente. Pero El Corazón del Diablo era todo lo que le quedaba de su familia, y no pensaba permitir que nadie volviera a arrebatárselo.
–Vamos, abre la caja fuerte –insistió la mujer, haciendo ademán de acercarse pero finalmente quedándose donde estaba.
Marcos permaneció inmóvil unos segundos. –Está bien –dijo finalmente. Y fue hacia la pared donde estaba la caja.
Tras correr el panel de madera que la cubría, hizo girar la perilla a izquierda y derecha hasta que se oyeron los correspondientes «clics» y la puerta se abrió.
–Frankie –se oyó susurrar una voz–. Date prisa.
Marcos se quedó paralizado intentando adivinar de dónde procedía. Había sonado extrañamente etérea.
–Frankie –se oyó de nuevo.
–Calla –dijo ella–. No tardaré.
¡Llevaba un auricular con el que se comunicaba con alguien en el exterior! Que usara una técnica tan poco sofisticada para un ladrón experto se sumó a las demás incongruencias de la situación.
–Aléjate de la caja –ordenó ella, haciendo un ademán con el revólver–. Y mantén las manos donde pueda verlas.
Marcos retrocedió con las manos en alto. La mujer esperó a que estuviera junto a la pared opuesta para moverse y entonces encendió una linterna con la que iluminó el interior al tiempo que lo palpaba.
–Está vacía –dijo, desconcertada–. ¿Dónde está?
Marcos casi sintió lástima. Casi.
–Tengo otras joyas, ¿por qué no te las llevas a cambio?
–¿Dónde está El Corazón del Diablo? –insistió ella, apuntándolo–. ¿Dónde lo has escondido?
–Olvídalo, Frankie –dijo él, poniéndole énfasis en el nombre–. Has fracasado.
–No eres tú quien da las órdenes, Navarro. Jamás volverás a decirme lo que debo hacer –dijo ella, tan bajo que Marcos no supo si había oído correctamente.
–¿Quién eres? –exigió saber, rabioso.
Antes de que la mujer hablara o le mandara callar, Marcos alargó la mano hacia el interruptor y encendió a luz.
–¡Bastardo! –exclamó ella, parpadeando al ser cegada por la luz pero sin dejar de apuntarlo con el arma.
Marcos ignoró el insulto. Frankie era una mujer muy atractiva, a la que no había visto en su vida. Llevaba el cabello dorado recogido en un moño bajo; tenía la piel pálida y sus ojos avellana lo miraban centelleantes. Vestía un mono de trabajo negro, lo bastante ceñido como para que se pudiera apreciar la voluptuosidad de su cuerpo.
Parecía furiosa y segura de sí misma, pero al verla mordisquearse el labio inferior, Marcos supo que no era invulnerable. Una corriente de deseo lo atravesó y tuvo que decirse que no era el momento para coquetear con una mujer, especialmente cuando ésta le apuntaba al corazón. Intentó memorizar cada detalle. Si la mujer huía, y siempre que no le disparara, tendría que recordar cómo era. Porque fuera quien fuera, iría en su busca y le haría pagar su osadía.
–¿Quién eres, Frankie, y por qué quieres el collar?
Ella entornó los ojos y por primera vez le tembló la mano.
–No tienes ni idea, ¿verdad? –dijo, riendo con sarcasmo–. Claro que no, porque eres egoísta y cruel, Marcos Navarro.
Marcos sintió un zumbido en la mente, como un molesto mosquito, que ignoró para concentrarse.
–El Corazón del Diablo me pertenece. No voy a consentir que me lo robes. Así que vete o dispárame.
–Me encantaría hacerlo –dijo ella, amenazadora–, pero quiero la joya, Navarro, y acabarás dándomela.
Francesca consiguió dominar la ira que sentía. Cuando Marcos había encendido la luz quiso morir. Pero Marcos no había dado la mínima señal de reconocerla.
Y eso le resultó aún más doloroso. Después de todo, había sido ella, cegada de amor, quien le había dado El Corazón del Diablo. Sólo ella se había sorprendido cuando Marcos se quedó con la joya y desechó su amor. Para quedarse con el diamante la había engañado, haciéndole creer que la amaba.
La joya respondía a su nombre. Se lo había dado al diablo y éste le había devuelto un corazón roto. Y ahora estaba frente a ella, espectacularmente guapo en su esmoquin, mirándola con gesto altanero, como si fuera un insecto.
Frankie sintió su corazón latir como un pájaro enjaulado. Seguía siendo tan hermoso... Alto, de anchos hombros, con una cicatriz en la comisura del labio que le proporcionaba un aire misterioso y salvaje. Tenía una de esas bellezas latinas que hacían postrarse a las mujeres a sus pies. Tal y como ella había hecho estúpidamente.
Enamorarse de las mentiras y del físico de Marcos Navarro había destrozado su vida. Por creer que tenía un futuro con él le había dado lo que quería. ¿Cómo había sido tan ingenua como para creer que un hombre como él pudiera interesarse en ella, una chica regordeta, tímida y fea?
Su hermana había intentado prevenirla, pero ella no la había escuchado porque estaba convencida de que Livia, la hermosa Livia, estaba celosa. Y por no escucharla había llevado a su familia a la ruina.
Marcos la había engañado. A ella y a todos. Pero ella era la única culpable de que el astillero d’Oro hubiera tenido que cerrar, de que su padre se hubiera suicidado, y de que su madre conservara tan sólo una vieja casa en Nueva York.
Apretó el arma con fuerza. Ya no dejaría que la vida la siguiera vapuleando y privándola de las personas que amaba.
Jacques no iba a morir mientras dependiera de ella. El anciano la había cobijado cuando huyó tras la muerte de su padre, le había dado un trabajo y le había enseñado todo lo que sabía sobre el negocio de joyería. Había cuidado de ella en los momentos más duros de su vida, cuando quería morir junto al bebé que nunca había llegado a tener en sus brazos.
Aunque nunca había sentido por Robert lo mismo que por Marcos, había llegado a convencerse de que sólo se debía a una romántica visión de juventud que lo convertía en excepcional. Aunque se había quedado embarazada accidentalmente, en cuanto lo supo, ansió ser madre. Robert, por el contrario, no había manifestado el menor entusiasmo, y la había dejado a los pocos meses.
Cuando perdió el bebé, Jacques fue el único que permaneció a su lado. Por eso lo quería tanto y no pensaba abandonarlo.
–El collar, Marcos –dijo con firmeza–. Dámelo.
–No está aquí, querida. Estás perdiendo el tiempo.
Francesca le apuntó a la ingle.
–Matarte no me daría ninguna satisfacción. En cambio puedo privar a las mujeres de tus habilidades como amante. Te aseguro que tengo muy buena puntería.
Había aprendido por necesidad, y aunque nunca había disparado a nadie, no sentía el menor remordimiento en amenazar a Marcos si con ello lograba salvar a Jacques.
–Seas quien seas, Frankie, te encontraré –dijo él en tono amenazador–. Y cuando lo haga, desearás no haberme conocido.
Frankie sintió que el corazón le daba un vuelco.
–Eso no sería ninguna novedad. Ahora, dame el collar antes de que pierdas la capacidad de tener hijos.
Francesca sintió que se le formaba un nudo al emitir una amenaza que no habría deseado a nadie. Pero tenía que ser fría y calculadora, como él.
Marcos la miró con ojos centelleantes de furia y la mandíbula apretada. Muy lentamente, se llevó una mano a la pajarita, soltó el nudo y la dejó caer al suelo.
Francesca contuvo el aliento al ver que se desabrochaba el primer botón y que quedaba al descubierto la base de su cuello.
–¿Qué haces? No es el momento de intentar seducirme, Navarro –dijo fríamente.
Él metió la mano por debajo de la camisa, tiró de una cadena de plata, se la sacó por la cabeza y se la lanzó a Francesca, que la tomó en el aire. Sujetándola con fuerza, vio que de ella colgaba una llave.
–¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?
–Hay una caja de seguridad debajo de la cama. El collar está dentro.
Francesca miró a Marcos con desconfianza.
–Sácala tú –dijo, haciendo un ademán con el revólver.
Marcos se encogió de hombros y fue hacia el dormitorio con aparente indiferencia. Ella lo siguió a distancia para evitar que pudiera alcanzarla si se volvía súbitamente. No podía correr ningún riesgo. Aunque nunca había llegado a conocerlo bien, sabía que era un hombre peligroso, el mismo demonio con envoltura de seda. Eso era lo que le había atraído de él en primer lugar: la promesa de oscuros y peligrosos secretos que ella, siempre protegida en un mundo de privilegiado bienestar, nunca había llegado a atisbar. Eso, y la convicción de que la amaba.
Francesca tuvo que contener una exclamación de rabia. Aquella chica inocente estaba enterrada en el pasado. La mujer en la que se había convertido lo sabía todo sobre oscuros secretos.
Se detuvo en el umbral de la puerta mientras Marcos se acercaba a la gigantesca cama que dominaba la habitación. Las sábanas de seda estaban abiertas, esperándolo, y en la mesilla reposaba una cubitera con una botella de champán y dos copas.
Francesca intentó ignorar la oleada de calor que la invadió. ¿Cómo no habría pensado que esperaba a una mujer? Tenía que conseguir el collar antes de que llegara. Quizá Marcos contaba con ello y estaba haciendo tiempo para que la situación se complicara.
–Date prisa –dijo ella al tiempo que él se arrodillaba junto a la cama–. No intentes nada o te juro que dispararé.
Marcos la miró fijamente.
–¿Intentas convencerme a mí o a ti misma?
Francesca asió el revólver firmemente.
–No me pongas a prueba, Marcos. Y usa sólo una mano –añadió cuando él se agachó debajo de la cama.
Marcos mantuvo una mano en el suelo, donde ella pudiera verla, y alargó la otra. Francesca oyó el ruido de metal antes de ver una caja alargada y negra.
–Ahora deslízala hacia mí y siéntate en la cama –ordenó.
Marcos se puso en pie y dio una violenta patada a la caja hacia ella, que la detuvo con el pie.
–Todavía estás a tiempo de marcharte –dijo él con voz ronca–. Si lo haces, prometo no seguirte.
–Siéntate en la cama –reiteró ella.
Marcos sonrió pero no engañó a Francesca, que sabía que estaba dispuesto a atacar en cualquier momento.
–¡Y yo que creía que sólo te interesaba el collar! –dijo él con sarcasmo.
–Siéntate, Marcos, deprisa.
–Está bien. ¿Me desnudo primero?
Sin esperar respuesta, se sentó y se reclinó relajadamente sobre el cabecero, luego se abrió otro botón de la camisa, dejando a la vista un triángulo de piel morena que Francesca había deseado besar en el pasado aunque no llegara a tener la oportunidad de hacerlo. Por eso era aun más increíble que Marcos no la reconociera. Por mucho peso que hubiera perdido, no había cambiado tanto. Seguía siendo Francesca d’Oro, tan poco atractiva como en el pasado. Eso sólo significaba que nunca había sentido un verdadero interés por ella.
–¿Te gusta lo que ves? –preguntó él, provocativo.
Francesca sacó unas esposas del bolsillo y se las tiró. Marcos abandonó toda pretensión de sarcasmo para mirarla con odio, y otro sentimiento que Francesca no supo interpretar, pero que se parecía al miedo.
–Espósate a la cama y asegúrate de que las cierras bien.
Marcos apretaba las esposas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
–Vas a tener que pegarme un tiro –dijo con fiereza–, porque cuando te encuentre haré que tu peor pesadilla se haga realidad.
–No me tientes –masculló ella–. Haz lo que te he dicho.
Marcos la miró con la respiración agitada, pero obedeció. Francesca creyó ver que palidecía, pero pensó que era imposible que Marcos Navarro sintiera miedo.
Tras cerrar las esposas, Marcos tiró de ellas para demostrarle que estaban bien cerradas. Francesca respiró, aliviada. Hasta que Marcos volvió a hablar.
–Pagarás por esto, Frankie, te lo aseguro.
–Cállate –gritó ella, sujetando el revólver con firmeza.
El corazón le latía con tanta fuerza que la ensordecía. Marcos no tenía ni idea de que su peor pesadilla ya se había hecho realidad. Nada de lo que pudiera hacerle podía ser más espantoso que la paliza que le habían dado los matones que habían matado al bebé que llevaba en su seno.
–No quiero hacerte daño, Marcos, pero te juro que lo haré si me obligas a ello.
Se agachó y abrió la caja de seguridad con dedos temblorosos. La adrenalina le recorrió las venas al pensar que en cuestión de segundos tendría El Corazón del Diablo, y que con él, la vida recuperaría su normalidad, Jacques se curaría y podría continuar haciendo sus preciosas joyas, mientras ella regentaba la joyería en la que las vendían.
Una punzada de pánico la atravesó al imaginar lo que podría pasar si Marcos llegaba a encontrarla, pero se tranquilizó diciéndose que aun en el caso de que la localizara, la joya ya habría desaparecido y Jacques se estaría recuperando.
También ahogó el sentimiento de culpabilidad que más de una vez la había asaltado al cuestionarse si actuaba correctamente. Marcos era rico y no necesitaba el collar. Además, la había engañado para que se lo diera. Prometes amar, respetar y cuidar...
Alzó la cabeza bruscamente al oír un ruido en la habitación contigua.
–¿Cariño, dónde estás? –llamó una mujer cuyo acento delataba su pertenencia a una clase social privilegiada, poseedora de riqueza y cultura.
Francesca se quedó paralizada. Ella había disfrutado de esas cosas en el pasado, pero las había perdido por culpa de Marcos.
En realidad nunca había sido feliz, y ni la educación ni las clases de protocolo que había recibido la habían convertido en la hija que su madre deseaba tener. Nunca había alcanzado la perfección de Livia. Escapar había sido un alivio. Al menos hasta que una nueva pesadilla había estado a punto de hacerla enloquecer.
–¿Cariño? –volvió a llamar la mujer.
Francesca alzó el revólver indicando a Marcos que guardara silencio. Para su sorpresa, éste la obedeció mientras ella tomaba la caja y retrocedía hacia la oscuridad del balcón.
Lo último que vio fueron los ojos de Marcos Navarro clavados en ella con un brillo metálico que prometía venganza.