Heredero perdido - Lynn Raye Harris - E-Book
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Heredero perdido E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

No era normal que el príncipe Nico Cavelli perdiera el tiempo visitando a una turista en una celda. Excepto si aquella supuesta delincuente le había robado algo muy personal: su hijo, heredero al trono de Montebianco. Lily Morgan siempre supo que era un error ir hasta aquel reino mediterráneo, pero no había tenido otra opción. Primero, había sido encerrada en prisión por un delito que no había cometido. Luego, el príncipe la había ayudado… pero a cambio había tenido que casarse con él.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados. HEREDERO PERDIDO , N.º 2055 - febrero 2011 Título original: Cavelli’s Lost Heir Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9770-9 Editor responsable: Luis Pugni

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Heredero perdido

Lynn Raye Harris

Capítulo 1

El príncipe heredero Nico Cavelli, del Reino de Montebianco, se sentó ante un antiguo escritorio del siglo XIV y revisó una pila de documentos que su secretaria le había llevado. Una mirada a su reloj le indicó que le quedaban unas horas antes de tener que vestirse y asistir a una cena de estado para celebrar su compromiso con la princesa de un país vecino.

Nico se aflojó el cuello de la camisa. ¿Por qué la idea de casarse con la princesa Antonella le hacía sentir como si se estuviera ahogando?

Recientemente, muchas cosas habían cambiado en su vida. Hasta hacía un par de meses, era un joven príncipe playboy. Un príncipe con una nueva amante cada semana y con nada más interesante que hacer que decidir a qué fiesta acudir cada noche. Aunque no era del todo cierto, era así como a la prensa le gustaba describirlo. Había permitido que lo hicieran para que tuvieran escándalos que publicar. Cualquier cosa por desviar su atención de su hermano.

Gaetano había sido el mayor, el delicado, el legítimo, el hermano al que Nico había pasado su infancia protegiendo. Al final no había podido protegerlo de sí mismo de su decisión de lanzarse al vacío de un acantilado con su Ferrari.

Echaba mucho de menos a Gaetano. A su vez, estaba enfadado con él por haber elegido aquel final, por no haber podido enfrentarse a sus demonios y por no haber confiado a Nico aquel secreto que había guardado durante años. Nico habría movido montañas por Gaetano si lo hubiera sabido.

–¡Basta! –se dijo Nico en voz alta y se concentró en los papeles.

Nada le devolvería a Gaetano. Ahora, él era el príncipe y, aunque era ilegítimo, la Constitución de Montebianco, le permitía heredar. En la actualidad, y con la medicina moderna, no había ninguna duda de su origen: los hombres Cavelli siempre parecían sacados del mismo molde.

Sólo la reina Tiziana se mostraba contraria al nuevo estatus de Nico. Aunque siempre había reprobado su vida. Nada de lo que hiciera le parecía bien. Había intentado agradarle de niño, pero siempre lo había ignorado. Ahora de adulto, lo entendía. Su presencia le recordaba que su esposo le había sido infiel.

Después de la muerte de su madre, Nico se había mudado a vivir al palacio y la reina lo había visto como una amenaza. El hecho de que ahora fuera el príncipe heredero no hacía más que intensificar el dolor, recordándole lo que había perdido. En homenaje a su hermano estaba dispuesto a cumplir su deber como príncipe heredero como mejor pudiera. Era la mejor manera de honrar la memoria de su hermano.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos.

–Pase.

–El comandante de la policía ha enviado un mensajero, Alteza –dijo su secretaria.

–Lo recibiré –replicó Nico.

Un minuto más tarde, un hombre uniformado apareció e hizo una reverencia.

–Su Alteza Serena, el comandante os envía sus saludos.

Nico contuvo su impaciencia mientras el hombre recitaba los saludos rituales y sus deseos de buena salud y felicidad.

–¿Cuál es el mensaje? –preguntó algo irritado, una vez cumplidas las formalidades.

A pesar de que supervisar a las fuerzas policiales era uno de sus deberes como príncipe heredero, era un cargo más simbólico que otra cosa. Había algo extraño en que el comandante quisiera comunicarle algo.

Ridículo. Debía de ser la pérdida de su libertad lo que le hacía tener aquella sensación de incomodidad.

El hombre se echó la mano al bolsillo interior y sacó un sobre.

–El comandante me ha ordenado que os informe de que hemos recuperado algunas estatuas antiguas que habían desaparecido del museo. Y que os diera esto, Alteza.

Nico tomó el sobre y el hombre se quedó atento mientras el príncipe abría el sobre.

Esperaba encontrar una hoja de papel en el interior, pero en su lugar había una fotografía de una mujer y un niño. Al ver el cabello rubio, los ojos verdes y las pecas de su nariz, reconoció a la mujer al instante y se lamentó de que su relación no hubiera durado más. Su mirada se detuvo en el niño.

De pronto, una furia corroyó sus adentros. No era posible. Nunca había sido tan descuidado. Él nunca haría a un niño lo que le habían hecho a él. Nunca concebiría un hijo y lo abandonaría. Debía de ser una trampa, una maniobra para avergonzarlo en vísperas de su compromiso, un plan para conseguir dinero. Aquel niño no podía ser suyo.

Su cabeza empezó a dar vueltas. Había pasado poco tiempo con ella y tan sólo le había hecho el amor una vez. ¿Se acordaría si algo no hubiera ido bien? Por supuesto que sí, aunque el niño tenía el físico inconfundible de los Cavelli. Nico no pudo apartar la mirada de aquellos ojos fiel reflejo de los suyos, mientras desdoblaba el papel. Al final, consiguió fijar su atención en las palabras manuscritas del comandante.

–Llévame a la cárcel. Ahora.

Lily Morgan estaba desesperada. Se suponía que sólo iba a pasar un par de días en Montebianco y ya llevaba tres. Su corazón latía con tanta fuerza en sus oídos que casi esperaba tener un ataque al corazón. Tenía que volver a casa con su pequeño, pero las autoridades no parecían dispuestas a dejarla marchar y sus ruegos para hablar con el consulado americano habían sido desoídos. Hacía horas que no veía un alma. Lo sabía porque todavía tenía su reloj, aunque le habían quitado el teléfono móvil y el ordenador portátil antes de llevarla allí.

–¡Hola! –gritó–. ¿Hay alguien ahí?

Nadie contestó. No oyó más que el eco de sus palabras contra el revestimiento de piedra de la vieja fortaleza.

Lily se dejó caer en el colchón de la fría y húmeda celda, y se llevó la mano a la nariz. No iba a llorar, otra vez no. Tenía que ser fuerte por su hijo. ¿La estaría echando de menos? Nunca antes lo había dejado. No lo habría hecho, pero su jefe no le había dado otra opción.

–Julie está enferma –le había dicho acerca del único escritor sobre viajes del periódico–. Tenemos que ir a Montebianco y acabar ese reportaje en el que estaba trabajando para la edición del aniversario.

–¡Pero si nunca he escrito un artículo de viajes!

Lo cierto era que nunca había escrito nada más interesante que algún obituario en los tres meses que había estado trabajando en el periódico. Ni siquiera era periodista, aunque esperaba llegar a serlo algún día. La habían contratado para trabajar en el departamento de publicidad, pero dado que el periódico era pequeño, hacía otras funciones cuando era necesario.

La única razón por la que el Port Pierre Register tenía un periodista dedicado a escribir artículos de viajes era porque no sólo Julie era la sobrina del editor, sino porque sus padres eran los dueños de la única agencia de viajes de la ciudad. Si estaba escribiendo sobre Montebianco, sería porque en breve habría alguna oferta para viajar a aquel destino.

Pero la sola idea de viajar a Montebianco, había hecho que a Lily le temblaran las piernas. ¿Cómo iba a ir a aquel reino mediterráneo sabiendo que Nico Cavelli vivía allí?

–No tienes que escribirlo, querida. Julie ya ha hecho casi todo el trabajo. Ve, haz algunas fotos, escribe lo que se siente estando allí, ya sabes, esa clase de cosas. Pasa un par de días en el país y luego, cuando vuelvas, acabad juntas el artículo. Ésta es tu oportunidad para demostrar lo que vales.

Lily no había podido arriesgarse a perder su trabajo. No sobraban empleos en Port Pierre y no tenía garantías de poder encontrar otro en poco tiempo. Necesitaba el sueldo para pagar la renta y pagar su seguro médico. Cuando se quedó embarazada, tuvo que dejar la universidad. Había pasado los dos últimos años, saltando de un empleo a otro, haciendo cualquier cosa para poder cuidar a su bebé. Su trabajo en el periódico era una buena oportunidad y un paso adelante para ella. Quizá algún día pudiera volver a clase y acabar los estudios.

No podía poner en peligro el futuro de Danny negándose. De niña, se había perdido muchas cosas cuando su madre se había quedado sin trabajo y más aún cuando lo había dejado todo por volver a huir con su padre, todo un mujeriego. Ella no le haría eso a su hijo. Había aprendido a no confiar en nadie más que en ella.

No le había quedado más remedio que aceptar el encargo y se había convencido de que la probabilidad de cruzarse con el príncipe era mínima. Dejaría a su hijo con su mejor amiga, pasaría dos días en Castello del Bianco y luego tomaría un avión de vuelta a casa. Así de sencillo.

Pero nunca se había imaginado acabar en la celda de una cárcel. Su única esperanza era que alguien denunciara su desaparición y que el consulado americano rastreara sus movimientos dentro del reino.

Un estruendo hizo que Lily se pusiera de pie. Su corazón latió con fuerza. Lily se agarró a los barrotes y miró hacia la oscuridad del corredor. Se oían unos pasos. Una voz dijo algo y enseguida fue silenciada por otra. Tragó saliva y se quedó a la espera. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, un hombre apareció entre las sombras, pero en la oscuridad no pudo distinguir sus rasgos. El hombre se detuvo bajo la pálida luz que se filtraba por una ranura en la pared y no dijo nada.

El corazón de Lily se detuvo, mientras las lágrimas volvían a amenazar. No podía estar allí. El destino no podía ser tan cruel.

No pudo articular palabra mientras él se acercaba a la luz. Era tan guapo como se le veía en las revistas y como recordaba. Llevaba el pelo negro más corto y vestía pantalones oscuros y una camisa de seda abierta encima de una camiseta. Sus ojos azules se fijaron en ella, desde aquel rostro que parecía cincelado por un artista.

¿De veras había creído que era tan sólo un estudiante de Tulane cuando lo conoció en Mardi Grass? ¿Cómo había sido tan inocente? No había manera de que aquel hombre pudiera ser equivocado por algo que no era. Se trataba de una persona privilegiada que se movía en un círculo diferente al suyo.

–Dejadnos –le dijo al hombre que tenía al lado.

–Pero Alteza, no creo que...

–Vattene via.

–Si, mio principe –contestó el hombre en el dialecto italiano que se hablaba en Montebianco y se alejó por el corredor.

–Está acusada de intentar sacar del país antigüedades –dijo él fríamente, una vez el eco de los pasos del otro hombre desaparecieron.

–¿Cómo?

De todas las cosas que había imaginado que diría, aquélla no figuraba entre las posibles.

–Dos estatuillas, signorina. Un lobo y una dama. Fueron encontrados en su equipaje.

–Eran unos souvenirs –dijo incrédula–. Se los compré a un vendedor callejero.

–Son unas piezas de valor incalculable del patrimonio de mi país, que fueron robadas hace tres meses del museo.

Lily sintió que las rodillas se le doblaban.

–¡No sé nada de eso! Quiero irme a casa.

Su pulso retumbó en sus oídos. Todo era muy extraño, tanto la acusación como el hecho de que parecía no reconocerla. ¿Cómo podía mirarla y no caer en la cuenta?

El príncipe Nico se acercó más. Tenía las manos hundidas en los bolsillos mientras la miraba. Sus ojos fríos no transmitían nada. No había en ellos ni rastro de amabilidad, sólo arrogancia y un sentimiento de autoridad que la sorprendía. ¿De veras había pasado horas hablando con aquel hombre?

Sin pretenderlo, se recordó tumbada bajo él, sintiendo su cuerpo dentro del suyo. Todo había sido muy nuevo para ella. La había tratado con gran ternura, haciéndola sentir querida y especial.

Ahora, aquel recuerdo parecía una ilusión lejana.

Bajó la mirada, incapaz de mantener el contacto visual. No podía mirarlo porque se sentía triste por su hijo. No se había dado cuenta de ello hasta estar cara a cara con el príncipe y reparar en que Danny era la viva imagen de su padre.

–Me temo que eso es imposible.

Levantó la cabeza y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. No, tenía que ser fuerte.

–Tengo que volver a casa. Tengo obligaciones, personas que me necesitan.

–¿Qué personas, signorina? –preguntó el príncipe.

Lily sintió un vacío en el estómago. No podía hablarle de Danny en aquel momento.

–Mi familia me necesita. Mi madre depende de mí. Hacía más de un año que no veía a su madre, pero él no lo sabía.

–¿No tiene marido, Lily? –dijo estudiándola, interesado.

El oír su nombre fue como sentir la caricia de sus dedos en su piel: estremecedor, inesperado y delicioso. En un primer momento pensó que debía de haberla reconocido, pero nada en su comportamiento indicaba que lo hubiera hecho. Debía de haber obtenido la información de la policía.

Se sentía como una tonta por haber creído otra cosa. Pero ¿por qué estaba allí? ¿De veras visitaba la cárcel un príncipe cuando alguien era acusado de robo? Había algo que no lograba comprender.

–No –dijo ella.

No podía mencionar a Danny. El temor por su bebé amenazaba con abrumarla. Si Nico se enteraba de que tenía un hijo, ¿le quitaría a su bebé? No había duda de que tenía el poder y el dinero para hacerlo. Se aferró a los barrotes, poniendo todos sus sentimientos en sus palabras.

–Por favor, Ni... Alteza. Por favor, ayudadme.

–¿Por qué espera que la ayude?

Lily tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

–Nos conocimos en Nueva Orleans hace dos años. Entonces, fuisteis amable conmigo.

Si esperaba que cayera en la cuenta, se sintió decepcionada. Él se mantuvo distante, indiferente.

–Siempre soy amable con las mujeres.

Su voz sonó suave e intensa como el chocolate, y fría como el hielo.

Lily sintió que el rostro le ardía. ¿Cómo podía estar allí hablando con el hombre que era padre de su hijo sin saberlo? Había hecho bien al dejar de buscarlo una vez supo que era algo más que un hombre normal llamado Nico Cavelli. Todavía recordaba la sorpresa al descubrir quién era realmente. El príncipe Nico de Montebianco no era otra cosa que un playboy, un personaje de la alta sociedad internacional que en una ocasión había recalado en Nueva Orleans. No se acordaba de ella, ni sentía nada por ella, por lo que no le importaría Danny.

Al igual que su padre, que no se había preocupado por su madre o por ella. Era impresionante lo ignorante que había sido, lo cegada que había estado por su encanto. Lo cierto era que no le había mentido acerca de su identidad, pero no le había dicho la verdad. Había sabido su nombre y de dónde era, pero no se había enterado de que era un príncipe hasta más tarde. Una vez había tomado lo que quería de ella, la había abandonado a su suerte. Aquella última noche, había pasado dos horas bajo la lluvia esperándolo. Le había prometido que iría, pero nunca había aparecido.

Antes de que pudiera pensar qué decir, sacó algo del bolsillo de su camisa y se lo dio. La fría máscara desapareció y en su lugar apareció una expresión de ira que la habría asustado de no haber sido por los barrotes que los separaban.

–¿Qué significa esto? ¿Quién es este niño?

El corazón de Lily se encogió. Sacó una mano por entre los barrotes y trató de tomar la foto de Danny y ella, pero el príncipe la apartó. Un lamento escapó de su garganta antes de que pudiera evitarlo. Habían abierto sus maletas como si fuera una vulgar ladrona y revisado sus cosas. Lo peor de todo era que conocía su secreto.

–¿Quién es? –preguntó el príncipe de nuevo.

–Es mi bebé. Dadme eso –le rogó, sacando la mano entre los barrotes–. Es mío.

–No sé qué piensa que pasará ahora que he visto esto, pero no funcionará, signorina. Ésta es una manera burda de intentar chantajearme y no lo permitiré –dijo con voz amenazante.

–¿Chantajearos? ¿Por qué iba a hacerlo? No quiero nada de vos. Lo único que quiero es irme a mi casa.

Lily cerró los ojos, tratando de calmarse. Su cabeza daba vueltas. Nico no sabía nada con certeza. Tenía que dejarle claro que no quería nada de él. Si no se sentía amenazado, quizá la ayudara a salir de aquel sitio.

¿Por qué se había preocupado de que le quitara a su bebé? Él no era la clase de hombre que se interesaría por su hijo. Tenía muchas amantes y ya tendría varios hijos. Solía ignorar las revistas de cotilleos, pero cuando veía un titular sobre Nico no podía evitar prestar atención. Por eso sabía que estaba a punto de casarse.

Una extraña sensación la invadió. ¿Cómo se sentiría su futura esposa acerca de sus aventuras amorosas? Estaba convencida de que había tomado la decisión correcta al no ponerse en contacto con él en los dos últimos años. Danny se merecía un padre mejor que él. No quería que su hijo creciera como lo había hecho ella, con un padre que tan sólo aparecía en su vida cuando le convenía.

–¿Qué está haciendo en Montebianco? –le preguntó en tono de desconfianza y sospecha–. ¿Por qué ha venido aquí, sino para intentar chantajearme?

–Estaba recabando información para un artículo de un periódico –respondió, tratando de controlar su temperamento–. ¿Para qué iba a querer haceros chantaje?

–No juegue conmigo, signorina –dijo guardándose la foto en el bolsillo–. Espero que esté cómoda, Lily Morgan, porque va a pasar tanto tiempo en esa celda como el que me lleve averiguar la verdad.

–Ya os he dicho que me ha enviado mi jefe. ¡No hay ninguna otra razón por la que haya venido aquí! –¿No quiere decirme que este niño de la foto es mío? ¿No ha venido hasta aquí para eso, para pedir dinero? Lily se rodeó con sus brazos. Estaba temblando y apartó la mirada.

–No. Quiero irme a casa y olvidar que os conozco.

–No sé a qué está jugando, señorita Morgan, pero le aseguro que descubriré la verdad. Cuando se apartó y se fue por el corredor, ella permaneció en silencio. De nada le hubiera servido decir algo. El príncipe Nico no tenía corazón.

Nico llegó a sus habitaciones del palacio y mandó llamar a su asistente. Una vez dio la orden de averiguar todo acerca de la señorita Margaret Lily Morgan, salió a la terraza y contempló la ciudad que se extendía bajo sus pies. Había sido una sorpresa descubrir que usaba su segundo nombre en vez del de pila. Eso explicaba por qué no había encontrado pista de ella cuando lo había intentado un par de años antes.

El encuentro lo había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Lily Morgan no era lo que esperaba. No era la chica dulce y tímida que recordaba. Su Liliana era pura y delicada como una flor. La noche en prisión debía de haberla asustado y se había mostrado feroz y decidida.

Pero ¿decidida a qué?

No lo sabía, pero no la dejaría allí otra noche. Se sentía consternado de que hubiera pasado allí la noche, sin su conocimiento. Nico frunció los labios, disgustado. Tenía sentido que la vieja fortaleza siguiera utilizándose como cárcel, pero las condiciones podían ser mejoradas. Era otra de las cosas que debía cambiar ahora que era príncipe heredero.

Sacó la foto de su bolsillo y la sujetó entre los dedos sin mirarla. La fotografía había sido alterada, de eso no había duda. No era la primera vez que le mostraban una mentira como aquélla. La prensa solía mostrarlo en sitios en los que no había estado o con gente con la que no había coincidido.

Aun así, era la vida que había elegido para proteger a Gaetano. Nico se pasó una mano por el pelo. Podía soportarlo, siempre había podido soportarlo. Enviaría a la señorita Lily Morgan a América.

No era la primera vez que le presentaban una reclamación de paternidad, aunque nunca había sido de aquella manera. Lily no había mencionado al niño hasta que él no le había enseñado la foto. Pero ésa debía de ser su intención. ¿Cuál otra si no?

Levantó la foto, la estudió y sintió una sensación que nunca antes había experimentado. A diferencia de los niños que dos de sus antiguas amantes habían afirmado ser hijos suyos y cuyas demandas habían sido desestimadas, aquél tenía un gran parecido a los Cavelli.

Recordaba muy bien que se había sentido cautivado por ella, pero no tanto como para olvidar hacer el amor con precauciones. Era tan necesario para él como comer o dormir. Había sido fruto de un desliz y no quería ser el motivo de que un niño sufriera como él lo había hecho. Cuando tuviera hijos, serían legítimos, deseados y queridos.

Pero ¿y si aquellas precauciones habían fallado por algún motivo? ¿Sería posible? ¿Era él el padre de aquel niño? Si así era, ¿cómo podía haberlo mantenido apartado de su hijo durante tanto tiempo? No, no era posible. Si algo hubiera pasado con el preservativo, se acordaría. El niño no podía ser suyo, por mucho que fuera el parecido. Tenía que ser un truco fotográfico.

Dejó la foto en una maceta. No se dejaría engañar por aquella mujer. Pronto sabría la verdad. Esa noche, formalizaría su compromiso con la princesa Antonella, en un intento por unir Montebianco y Monteverde, honrando el compromiso que su familia había hecho a los Romanelli cuando Gaetano estaba vivo. Antonella Romanelli era una mujer muy guapa y sería feliz teniéndola como esposa.

Nico dio la espalda al paisaje y se dirigió hacia las puertas que daban a la terraza. Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo vacilante. Maldiciendo entre dientes, volvió a tomar la foto y la guardó junto a su corazón.

Capítulo 2

Lily se incorporó en el catre, asustada. ¿Dónde estaba? ¿Por qué tenía tanto frío?

Unos segundos más tarde, recordó. La fina manta con la que se protegía no abrigaba lo suficiente. Se pasó las manos por el pelo y se levantó, abrazándose para resguardarse de las húmedas paredes mientras la noche caía sobre la ciudad. ¿Cómo había conseguido dormirse después de su encuentro con Nico? Le escocían los ojos y estaba cansada. Su cabeza retumbaba. Había llorado tanto que tenía migraña, aunque ya se le estaba pasan do. El sueño le había ayudado a aliviarla.

El súbito sonido de la puerta metálica al fondo del corredor la sobresaltó. Su corazón se desbocó y retrocedió hasta la pared de la celda. Una bombilla le proporcionaba la escasa luz con la que contaba y entrecerró los ojos para distinguir en la oscuridad del otro lado de los barrotes. Una figura apareció y metió una llave en la cerradura. La puerta se abrió justo cuando distinguió el uniforme de un agente de la policía de Montebianco.

–Venga conmigo, signorina