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El primer agravio al ser humano fue el giro copernicano (el heliocentrismo). La segunda herida a nuestro orgullo fue el origen de las especies (cuando Darwin expuso que descendemos del mono). La mortificación del hombre fue el descubrimiento del inconsciente por Sigmund Freud y de su poder sobre nosotros (el Ego no es el amo ni en su propia casa). El cuarto ultraje al hombre fue la digitalización (y la consecuente pérdida de privacidad). Y la quinta afrenta ha sido saber que los cuervos utilizan herramientas. Con reflexiones de fondo, ilustrada por el conocido dibujante alemán F.W. Bernstein al estilo de la nueva escuela de Frankfurt, Crítica de las aves no pretende ser un retrato, de la pluma de Jürgen y Thomas Roth, sobre nuestros compañeros alados como si de una guía puramente científica y clasificatoria se tratara. Antes bien, esta mordaz sátira, nacida de una curiosidad apasionada e innata cultivada desde la infancia, está tramada con numerosas referencias a siglos de convivencia con las aves que han quedado plasmados en la cultura: tradiciones, fábulas, apuntes científicos, filosóficos, literarios, artísticos y musicales que son traídos al texto de la mano de autores como Hayden, Beethoven, Hildegarda von Bingen, Aristóteles, Goethe, Baudelaire, Hölderlin, Poe, Kant, Hannah Arendt, Adorno, Gertrude Stein, Brueghel, Werner Herzog o Pasolini. Mostrando una enorme e incisiva capacidad de observación tanto de la singularidad natural y conducta de las aves como de los hombres, y llena de profundidad, realismo, crudeza, ironía, pasión, y ante todo belleza, se nos ofrece una imagen no ya del mundo emplumado, sino de la naturaleza y el mundo animal al completo incluido el Homo sapiens y una visión del más sutil y relevante mensaje relacionado con la dimensión moral de la locución latina "Sapere aude". La Crítica de las Aves es, en suma, un libro imprescindible para quien quiera aproximarse al conocimiento de la naturaleza, del ser humano y de uno mismo.
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Título original: Kritik der Vögel de Jürgen Roth & Thomas Roth
© Aufbau Verlage GmbH & Co. KG, Berlin 2017 (Published with Blumenbar; »Blumenbar« is a trademark of Aufbau Verlage GmbH & Co. KG)
Crítica de las avesde Jürgen Roth y Thomas Roth
© De las imágenes de interior: F. W. Bernstein
© De la traducción: Natalia Olatz Prío Platz y Mariana Muñoz Fernández, 2022
© De la edición en castellano: Todos lo sabemos SL, 2022
© De la ilustración de portada: Rodrigo Muñoz Ballester
Diseño y maquetación: Fernando de Miguel
Editorial Cielo Eléctrico
C/Bermeo 19. 28023 Madrid
www.cieloelectrico.com
Primera edición en castellano, noviembre, 2022
ISBN: 978-84-125191-3-6
Depósito legal: M-9792-2022
Impresión: Estugraf Impresores S.L.
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid
Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
pensamiento y ensayo
Ilustraciones de F. W. Bernstein
Traducción de Natalia Olatz Prío Platz yMariana Muñoz Fernández
Jürgen Roth / Thomas Roth
Crítica de las aves
Juicios claros sobre el trepador azul, el águila, el gorrión y el pájaro carpintero
En los bosques hay cosas que requieren años y años de reflexión mientras que uno está acostado en el musgo.
Franz Kafka
Es notable el número de criaturas que viven salvaje y libremente, aunque en secreto, en los bosques, medrando incluso en la vecindad de las poblaciones.
Henry David Thoreau
Cuántas veces he anhelado poder hablarcon los habitantes emplumados del bosque.
John James Audubon
Amo a mis pájaros.
Immanuel Birmelin
Me fascinan los pájaros. ¿A quién no?
Jack Black como Brad Harrisen The big year(El gran año)
Me encantan los mirlos, el camachuelo, el pájaro carpintero…
Giacomo Puccini
Amicus verus rara avis.
Walther
¡Oh, pájaro albatros! Me incitas con eterno impulso hacia lo alto. En ti pensé y una lágrima entre lágrimas vertí.¡Sí, te amo!
Friedrich Nietzsche
Los pájaros bailan cuando vuelan juntos hacia África.Sus ritmos, más elegantes y plenos que los nuestros,provienen de su aleteo.No pisan el suelo, sino que baten el aireque les es benévolo. A nosotros, en cambio, nos odia la tierra.
Elias Canetti
¡Qué insondable misterio hay en cada animal!
Arthur Schopenhauer
Nunca he estado entre personas. Siempre entre animales.
Bernardo Damiani, bar normal, 29 de julio de 2015
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Índice
Introducción.........................................................................................................11
Las palomas...........................................................................................................27
La arpía, el azor y sus parientes.....................................................................33
El acentor común................................................................................................41
El cormorán.........................................................................................................44
El ruiseñor y otros pájaros cantores.............................................................53
El vencejo...............................................................................................................59
La grulla.................................................................................................................67
Gallos y gallinas...................................................................................................76
El kea.......................................................................................................................81
Ave corredoras.....................................................................................................85
Páridos (herrerillos, carboneros y otros)...................................................91
El trepador azul................................................................................................103
La cigüeña blanca, el cuco y las migraciones.........................................108
El águila...............................................................................................................125
El gorrión............................................................................................................130
El petirrojo.........................................................................................................144
El colirrojo tizón..............................................................................................147
Las aves zancudas............................................................................................155
Los pingüinos.....................................................................................................161
El escribano cerillo.........................................................................................171
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La grajilla.............................................................................................................174
El mirlo, el estornino, el tordo… (miscelánea)......................................178
Pinzones y jilgueros........................................................................................196
El busardo ratonero y explicaciones sobre taxonomía........................198
El mosquitero común .....................................................................................207
El alcaudón dorsirrojo....................................................................................210
El martín pescador..........................................................................................212
Relatos de córvidos (cornejas, chobas, arrendajos y urracas)..........219
El escribano hortelano...................................................................................242
El cálao................................................................................................................244
La codorniz........................................................................................................250
La lavandera y el reyezuelo..........................................................................253
Halcones peregrinos, cernícalos, vencejos y golondrinas.................263
Cotorras de Kramer........................................................................................270
La garza real......................................................................................................274
El somormujo lavanco....................................................................................282
Pícidos (pájaros carpinteros).......................................................................288
El milano real....................................................................................................298
Gansos, ayer y hoy...........................................................................................314
El dodo y otras aves que corrieron su suerte..........................................322
Epílogo.................................................................................................................325
Bibliografía seleccionada /CDS/DVDS................................................347
Agradecimientos..............................................................................................361
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Introducción
Allá por los años veinte del siglo pasado, un redactor de la revista Vogelfreund[El amigo de los pájaros]escribió un artículo sobre los «estudios filosóficos» del petirrojo. ¿Se podría decir de él que es curioso y escéptico al mismo tiempo, y que se enfrenta al mundo con una mente ágil y libre de prejuicios?
Por no hablar del busardo, que otea el cielo con tranquilidad, o del espectáculo de familias de cernícalos alzándose en piruetas aéreas, o de los vencejos a finales de agosto. ¿Es acaso posible decir algo en contra de ello, algo, en términos generales, en contra de —como diría Robert Burton— «nuestros vecinos emplumados»?
«Las golondrinas acarician las olas / y beben el viaje y la noche», sentenciaba Gottfried Benn al final de su poema Astern. También Thomas Bernhard suspiraba: «Las golondrinas son gloriosas, ¿ver-dad?», ante esos pequeños parlanchines que navegaban balanceándose sobre Madrid «en el divino mar de aire» (Robert Walser).
No, no es únicamente la tríada de deporte, diversión y sexo lo que embelesa al hombre, especialmente al ultramoderno de nuestros días, sino que es —tampoco hay que pensarlo demasiado— la capacidad de las aves para despegar del suelo en cualquier momento lo que siempre ha sido motivo de admiración para el Homo sapiens.
«No conocéis la altura ni la distancia [...] ¿Qué nube, qué agua pro-funda os será inaccesible? Vuestra es la tierra en toda su amplitud»,
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cantaba Jules Michelet, reverenciando las actividades de buceo de ciertas aves acuáticas.
Indudablemente, es una delicia suave y maravillosa sentarse junto al lago Bafa, en el suroeste de Turquía y dejar vagar la mirada serena-mente, casi como si se la llevara el viento, sobre la resplandeciente la-guna de color verde esmeralda; detenerse en la visión de las garzas, de los pelícanos, de esas barcas y redes de pesca que descansan entre aves veintiuna horas al día, de los flamencos reproductivamente perezosos y autosuficientes que en África buscan y rebuscan en los lagos de sosa cáustica y agua salada, y que ahora vuelan, saludándose brevemente, para luego, «ligeramente retorcidos sobre tallos rosados» (Rilke), con-tarse una vez más algo sobre el mundo que trascenderá todo saber hu-mano. Es una dicha, suave y maravillosa.
Está claro: ¿ascensor, escalera mecánica, paternóster..., para qué? No los necesitan, pueden subir y bajar por los troncos de los árboles, deslizarse, hacer piruetas. ¿Newton? ¿Quién es Newton? ¿Gravedad? ¡Les importa un comino!
Cuando éramos pequeños nos daba mucha pena ver las águilas en el zoológico de Núremberg. Sin embargo, nos conmovió contemplar tan de cerca una garza real, lo cual era extremadamente raro en aquella época, que revoloteaba sobre un posadero alto situado al borde de un estanque de peces en un bosque de pinos. Fue la primera vez, durante el crepúsculo de la mañana, que vimos una garza hundirse, erguirse, y alzarse frente a nosotros para empezar a toser y graznar.
No muy lejos del pueblo, en el Wörlerswald, había búhos de ore-jas largas, maravillosas estatuas de plumas que solíamos ir a visitar en bicicleta. También paseábamos por los prados, por donde las alondras montaban en ascensores y las avefrías se balanceaban y retozaban. Papamoscas, currucas y sinsontes, nombres casi imposibles de pro-nunciar, ¿aún existen? A principios de los ochenta, la naturaleza to-davía mantenía esa exuberancia con la que había brotado siglos atrás. Por no hablar del Ijsselmeer y sus alrededores, en cuyo lugar, aunque en la lejanía, podían verse aves acuáticas donde quiera que se mira-se, así como, con un poquito de suerte, alguna que otra ave de rapiña.
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No es de extrañar que los prismáticos fuesen el utensilio más impor-tante durante las vacaciones escolares, incluso más que la grabadora de casetes. Además, como vivíamos en Brunssum, una pequeña localidad en los Países Bajos, nos deleitábamos con los dúos nocturnos de silbi-dos y flautas interpretados por nuestro padre y un zorzal cantor que se posaba en el borde plano del tejado. Era una época alegre, divertida y hermosa.
Sin embargo, en los últimos tiempos parecen haber aumentado las noticias impactantes sobre el mundo de las aves. En Deutschlandradio Kulturoímos hablar de «patos asquerosos». En el periódico Die Ta-geszeitung(abreviado taz) un ornitólogo sostenía que nuestros contem-poráneos emplumados son «oportunistas». Spiegel Onlinesorprendía con el titular «robo de comida entre las aves: los súper tramposos del Kalahari», y afirmaba que el drongo ahorquillado, un pájaro paserifor-me (pariente lejano de los gorriones) muy extendido al sur del Sáhara, es «un pérfido farsante», ya que es capaz de imitar en un amplio espec-tro las señales de alarma de los suricatos, ante las cuales estos huyen despavoridos, beneficiándose los drongos de la situación. Poca diver-sión hay en todo ello y, si te permites considerar este tipo de cosas una segunda, una tercera, una centésima vez, la lista de defectos de los pája-ros se hace cada vez más larga.
Es innegable que existen innumerables aves peleonas, por ejem-plo, la focha y el desafiante gallo lira común. El págalo rabero, escribe Arnulf Conradi, es un «pirata» que persigue y acosa a otras aves mari-nas «hasta que regurgitan a sus presas». Cuando anida en la tundra, «se alimenta, no con mucha mayor honestidad, de pequeños roedores y de los huevos de otras aves».
Las gaviotas son depredadoras que se sirven del pico para robar y que sin remordimiento alguno empujan con rabia a sus congéneres entre gritos penetrantes y estridentes. Incluso las crías indefensas, cuando tras haberse alejado del nido, confundidas, no lo encuentran al volver, son «atacadas a puntiagudos picotazos en la cabeza». Rápi-damente todo se tiñe de sangre. Muy pocos pollos sobreviven a estas lesiones. «[...] ¿No bastaría con que las crías ajenas fueran simplemente
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rechazadas sin necesidad de picotearlas ni infligirles heridas morta-les?», se preguntaba con socarronería hace poco, y con razón, el biólo-go evolutivo Josef Reichholf.
Básicamente, las gaviotas son animales envidiosos, obsesionados con la comida ajena, sin escrúpulos, mezquinas, tal vez malditas, de-finitivamente falsas. Uno quisiera hacer lo que fuera, hasta abolir el viento, para acabar con las miserables gaviotas, que no hace mucho in-cluso han formado una colonia cerca de la estación central de ferroca-rril de Fráncfort (y no es necesario diferenciar entre sus subespecies, todas son inaceptables).
En los territorios infestados de gaviotas reina el bellum omnium contra omnes, la guerra de todos contra todos que suele desatarse en las zonas frecuentadas por ellas. En enero de 2014, atacaron a las palomas blancas que el Papa había soltado sobre la Basílica de San Pedro; Spie-gel Onlinehabló de una «especie de racismo contra los animales blan-cos». En marzo de 2015, nosotros mismos fuimos testigos de cómo una gaviota —el chimpancé de las aves, por cierto— despedazaba a una paloma en medio de la concurrida Old Eldon Squarede Newcastle. Y en agosto de ese año, el Sunday Timesinformó de que: «Las bandas de gaviotas aprenden nuevos trucos para robarte el bocadillo en la playa». Una de las víctimas de sus robos declaró que «comen de todo menos li-mones y salsa de tabasco». Otro turista que se hospedaba en uno de los balnearios del suroeste de Inglaterra informó: «Lo peor que vi fue una gaviota que se posó en la cabeza de una anciana que, a su vez, sostenía en la mano un perrito caliente. La señora se asustó, dejó caer el perrito caliente y la gaviota lo cogió».
Y eso no es todo, porque «con sus duros picos, las gaviotas ya han matado a picotazos a una tortuga, un cachorro de chihuahua y un yorkshire terrier» (agencia AFP). «Tenemos un problema. Creo que ha-brá que celebrar un debate exhaustivo al respecto», dijo el primer minis-tro David Cameron.
Mientras tanto, sus compinches políticos al otro lado del Atlánti-co realizan experimentos neurobiológicos con el gorrión de corona blanca. En el Pentágono están interesados en saber por qué esta ave
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diminuta puede volar durante días sin dormir. El objetivo es «derivar estrategias para los soldados que deben permanecer despiertos duran-te dos semanas en el campo de batalla [...]». Lo que revela la lógica de las instituciones políticas, que quieren abolir los ritmos cíclicos más antiguos de la existencia humana «en favor de un modelo de vida com-patible con el uso continuo de sistemas de armas tecnológicas», explica el teórico del arte Jonas Crary.
Sí, ese sería el fin de la magia de los pájaros y de la fascinación por estas adorables y paradisíacas criaturas que alguna vez encarnaron a los ángeles.
En efecto. Rosa Luxemburgo escribió desde la cárcel de mujeres: «¡Qué maravilla, todos estos tonos de gris con el fondo del suave cielo azul! ¡Ojalá pudiera volar tan lejos como un ganso salvaje!».
Lo entendemos, pero ¿no deberían el anhelo, la empatía, la devo-ción y la dedicación encontrar sus límites cuando los pájaros, de for-ma intencionada o no, se burlan de nosotros y nos engañan? Por ejem-plo, ¿por qué el halcón peregrino, sobre el que el ornitólogo inglés J. A. Baker ha escrito probablemente el más bello e impresionante de todos los libros de aves, nos hace esperar su aparición durante horas, mientras nos encontramos pacientemente sentados en la plaza de la catedral de Colonia, armados de un ejército de bebidas y refrescos? «¿Qué puede pensar el alpinista de su hazaña cuando ha escalado con éxito un pico de ocho mil metros en el Himalaya y ve buitres o gansos volando a esa altura?» (Reichholf).
Ya está bien. ¡Hasta aquí hemos llegado con la alegría por el pájaro! El humano ya puede «tirar a la papelera el encanto pausado de obser-var lo casual, paciente y francamente lento» (Conradi).
Y sobre la exagerada pasión por los viajes de muchas especies de aves… ¿No dijo Blaise Pascal que «todas las infelicidades del mundo provienen de no saber cómo estar quieto en una habitación»? ¿No de-berían «las aves del cielo» (Friedrich Wilhelm Joseph Schelling), al menos, contenerse en este aspecto y practicar la modestia?
Por el contrario, según Aristófanes habría que construir un nue-vo estado con la ayuda de los pájaros; de hecho, estos se harían con el
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poder y trabajarían afanosamente para construir una ciudad en el cielo de nombre Nefelococigia («Ciudad de las nubes y los cucos»).
Casi dos mil quinientos años después, Walter Muschg cantó las alabanzas del «Estado del pájaro» de las especies migratorias, «bebe-doras de aire y conquistadoras de largas distancias». Un Estado en el que «el individuo no es nada». En el que el individuo no es nada, esto es todo, el sueño húmedo de los controladores y opresores.
Las polillas de la ropa prosperan en los nidos de los pájaros de la ciudad. ¿De verdad hay que aceptar esto?
Muchos pájaros se burlan de otros pájaros. Tal vez no sin razón, pues entre ellos se dan episodios como el del pájaro secretario que pa-talea con torpeza y se flagela cuando intenta engullir las serpientes; o peculiaridades como la del picozapato, reflexivo y «de aspecto hu-mano» (Richard Gerlach), o la de los cálaos, grotescamente pintados, roncos y toscos, o del avemartillo, ese zoquete… Seguramente todos tienen mucho que sobrellevar. Solamente los tontos esperan gozar de la solidaridad de sus congéneres.
La realidad es que el macho del cálao rinoceronte encierra a su hembra en lo profundo del nido. Ante esto, ¿quién no piensa en la Edad Media, en los cantos a la Virgen, en los cinturones de castidad y en co-sas por el estilo?
Por otro lado, los roles de género no solo se invierten entre los fala-ropos picofinos, que pertenecen a la especie de pequeñas aves limíco-las; los machos del escribano palustre, por ejemplo, lo compensan con la promiscuidad supraterritorial y «las relaciones escandalosas entre los juncos» (Tait/Tayler), que constituyen una situación de lo más normal.
La común heteronomía de género se manifiesta en las aves en el dualismo entre el esplendor chauvinista del plumaje de los machos y la vestimenta poco interesante de las hembras, que no es más que una es-pecie de equipamiento básico y, por tanto, un testimonio del trato des-cuidado que le dispensa la madre naturaleza. Pero conviene recordar que el plumaje de la hembra es útil como camuflaje durante la incuba-ción, o eso es lo que dicen (la llamada coloración protectora). Proba-blemente no importa ir peor vestida «si son [los machos] los que acaban
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entre las garras de halcones y búhos» (Gerlach), por lo que en última instancia las hembras serían (o son, de hecho) las criaturas a quienes favorece la naturaleza.
La incubación, que se opone a la tan aclamada libertad del ave, ese «cautiverio voluntario, inmovilidad de la más móvil de todas las criatu-ras», es un proceso de cuidado y protección íntimos. De hecho, Miche-let reconoce en el cuidado de la cría «el primer atisbo de moralidad». ¿No es este un fuerte motivo para exaltar a las aves? ¿Y no es el pájaro, la «criatura más libre» entre todas, por este motivo «el hijo predilecto del amor»? ¿No se han roto todos los moldes en este caso? Uno sabe, de todos modos, que el «sentimiento de libertad del pájaro, su alegría exu-berante» —supuestamente «algo como una luz, como el goce de un sol pálido y delicado» (Nietzsche en Humano, demasiado humano)— puede llevar a las mayores sobrestimaciones.
Los ornitófilos y los ornitómanos señalan las similitudes entre mu-chos comportamientos de los humanos y las aves (arrullar como las palomas, cacarear como las gallinas, ser una rara avis, etc.). Es indis-cutible que las aves son los animales de sangre más caliente, aunque desciendan de los gélidos dinosaurios (¿una broma evolutiva?), y tam-bién nosotros somos animales de sangre caliente. Reichholf afirma: «Para igualar o superar sus capacidades y logros, los humanos necesi-tamos tecnología; mucha tecnología y mucha energía. Es precisamen-te en esto, en la rotación de la energía, en la extravagancia de nuestra vida, en lo que somos particularmente parecidos a los pájaros».
¿Son los pájaros, a la inversa, especialmente parecidos a nosotros?
Muchos etólogos o hermeneutas de aves les atribuyen capacidades como autoconciencia, conciencia del tiempo y disposiciones psíquicas. Según ellos, las aves poseerían un sentido de calidad de vida, de capa-cidad para experimentar ternura, miedo, odio, tristeza, alegría, celos, ira (¡a pesar de que no meneen la cola, ni tengan expresiones faciales!) y, además, pueden hablar. Como prueba de esto último, se saca cons-tantemente a relucir al gracioso loro parlanchín, Alex, de la científi-ca de la comunicación Irene Pepperberg (o el loro sabio Polynesia del Dr. Doolittle). No se mencionan las disputas maritales entre loros.
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Las aves, empolvándose como cortesanas, regañan, graznan, se quejan y se inmiscuyen en todo tipo de asuntos humanos, molestan cuando esquiamos y tomamos café, saquean salinas y pozos de arci-lla, rebosan de sed de aventura y acción, se interesan en exceso por el Mundo de Oz y son «verdaderas ingenieras medioambientales» (según alguna película de la ZDF).
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Hoy en día, los ornitólogos y los científicos del comportamien-to creen que gracias a sus institutos bien financiados, a sus investi-gaciones y experimentos infinitamente redundantes, y con todos sus programas ejecutándose en grandes ordenadores, han descubierto lo desconocido y aclarado lo inexplicable. Pero aparte de revistas espe-cializadas y formularios para proponer investigaciones, no leen nada y, desde luego, no la Dialéctica de la Naturalezade Friedrich Engels. Allí se dice: «Los órganos bucales de las aves son radicalmente distin-tos a los del hombre, pero sin embargo las aves son los únicos animales que pueden aprender a hablar; y el pájaro con la voz más horrible, el loro, es el que mejor habla». Y que no se nos diga que el loro no entiende lo que dice. Claro está que por el solo gusto de hablar o por socializar con los humanos el loro balbuceará durante horas y horas todo su vo-cabulario. Pero, hasta donde alcanza su imaginación, también puede llegar a entender lo que dice. Enseñad a un loro a decir palabrotas para que se haga una idea de su significado (es una de las distracciones fa-voritas de los marineros que regresan de zonas tropicales) y pronto os daréis cuenta de que en cuanto lo irritáis sabrá utilizar esas palabrotas con la misma corrección que cualquier verdulera de Berlín. Y lo mis-mo ocurre con la petición de «golosinas», aunque sean líquidas, puesto que el loro «se vuelve incluso más bullicioso cuando ha bebido vino», según Aristóteles.
El biólogo y columnista Cord Riechelmann se une a la falange de panegiristas incondicionales de los loros. Ha observado que los loros grises del zoológico «expresan claramente sus deseos y, por tanto, in-fluyen conscientemente en el comportamiento de sus cuidadores» y que, en cambio, haciendo gala de una esplendorosa imaginación, enga-ñan completamente a los visitantes del zoológico con tretas como la si-guiente: «Uno de los visitantes imita el suave sonido sibilante que hace una piedra en vuelo al ser lanzada a un barril de agua. El loro registra este movimiento y que los demás visitantes se dan la vuelta agachán-dose instintivamente e, inclinando la cabeza, responde emitiendo un gorgoteo que recuerda a las burbujas de aire que suben del agua, tras lo cual se rasca la nuca con toda tranquilidad».
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Estos loros son más que exigentes y apenas muestran respeto por el resto del mundo que los rodea, piensa divertido Riechelmann a pro-pósito de las interacciones en las que destaca este natural y particu-larmente narcisista espécimen. El Psittacus erithacus«se pasea por su casita, donde arroja un cuenco de metal al suelo o simplemente se en-tretiene imitando su sonido».
Tal comportamiento nos recuerda al de un gato doméstico de Fráncfort, exquisitamente exhibicionista, obsesionado con el plato de comida, inútil para todo excepto para comer, que finalmente aban-dona sin haber comido, siempre ruidoso y molesto, ostentando con toda la razón el epíteto de «rey de la casa». Los periquitos muestran un comportamiento muy parecido, al igual que todos los loros o cotorras, cuando usan el pico como tercera pata para desplazarse. Este espan-toso pico multiuso «también es adecuado», nos recuerda Reichholf justo a tiempo, «para romper papeles, marcos de cuadros u otras co-sas que se supone que el periquito no debe hacer». Y porque lo sabe, después nos mordisquea suavemente (‘amorosamente’) el lóbulo de la oreja y nos susurra algo en nuestros oídos, «exactamente, exac-tamente», «para que le perdonemos de nuevo sus fechorías» —¡fe-chorías!— «que hace con el pico». Y este es el fallo, el defecto del sistema.
Sea como fuere, Riechelmann deduce de la complejidad noética que atribuye a los loros grises una práctica de reflexión de la estruc-tura social (o como se llame) basada en procesos de aprendizaje y actos lingüísticos: «La comunicación general dentro de la bandada también está regulada por llamadas de los más variados tonos y timbres. Los lo-ros grises, tanto si están volando como si están posados sobre los árbo-les, siempre son ruidosos y hablan constantemente a la vez». ¡Qué fasti-dio para el mundo! Además, añade que «el significado y el uso correcto de la mayoría de los sonidos no son innatos y tienen que ser aprendidos por los pájaros jóvenes, por lo que las aves que tienen más de sesenta años probablemente hayan podido aprender durante toda su vida una vez que la ‘máquina del aprendizaje’ [sería mejor llamarla: máquina del ruido] se puso en marcha».
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Lo que es demasiado, querido amante de los animales, es realmente demasiado.
Del mismo modo, el biólogo del comportamiento Birmelin, sin des-animarse canta con entusiasmo la canción de alabanza a la amistad en-tre hombre y pájaro, por así decirlo, en términos de igualdad. En este punto, probablemente hay que ser más estrictos que las miríadas de ca-bilderos y fanáticos de aves, so pena de poner en riesgo temerariamen-te la exquisita posición de los humanos en el entramado natural.
No en vano, hasta hace poco los animales eran generalmente con-siderados «robots instintivos» (Birmelin) en el sentido de Descar-tes, quien había decretado que no eran más que máquinas vivientes. Con lo que los pájaros serían «autómatas» o incluso «máquinas de re-flejos» (Oskar Heinroth). Por supuesto, Aristóteles había señalado que se pueden encontrar «rastros de disposición mental» entre los animales, en lo que Heinroth estuvo de acuerdo con él: «Lo que lla-mamos menteestá como mínimo tan desarrollado en las aves como en los humanos, mostrando estas una sociabilidad y un cuidado de sus crías similares a los nuestros». ¿Como mínimo?«Algunas de ellas aman a sus crías y hacen todo por ellas, otras nada en absoluto», se-gún Aristóteles; «los pardillos comunes viven de forma miserable» con gran aflicción, el chorlito «corre bien y no vuela mal» y así vive satisfecho, y el águila y el «bondadoso» cóndor duermen hasta tarde, esperando «a que se llene el mercado». Así son las cosas, a grandes rasgos, con las aves.
Tras un examen ponderado, como mucho se puede decir que las aves muestran a lo sumo rastros de alma, un atisbo de cierta inclina-ción o actitud. Desde una perspectiva evolutiva-filogenética, ¿de dón-de debería haber salido algo más?
Las aves modernas han existido durante unos ciento treinta mi-llones de años, desde el Cretácico Inferior, ciertamente un hallazgo. ¿Pero se trata de un hallazgo verdadero?
Según la revista científica Nature Communications, en 2014 dos nuevos ejemplares fósiles de Ornithuromorpha fueron desenterrados en el noreste de China. El Archaeopteryxde las placas de caliza de
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Solnhofen tiene veinte millones de años más en su haber, pero en sen-tido estricto no es un ave, sino un archodino.
El Archaeopteryxtodavía tenía dientes. Presumiblemente, sus plu-mas deslizantes se convirtieron en plumas para aletear. Que las nece-sitara es discutible. ¿Plumas para mejorar su perfil alar? Eso sería bo-nito, pero es fácil caer en la tentación de exagerar. Por otro lado, el esqueleto perdió peso al volverse los huesos huecos.
Es innegable que las aproximadamente once mil especies de aves que pueblan hoy nuestro planeta son todas descendientes de un «ave gi-gante», un «ave terrorífica con dientes dos veces más grandes que un ser humano» (Deutschlandfunk: wissenschaft im Brennpunkt, 1 de febrero de 2015). Un indicio de lo que hizo este demonio lo da el hoatzin (o pájaro apestoso) del norte de América del Sur, mitad ave, mitad rumiante, «el antílope o caballo del mundo de las aves» (David Attenborough).
Los pájaros jóvenes amenazan su entorno con alas provistas de ga-rras, lo cual debería llamar nuestra atención y darnos razones suficien-tes para estar en guardia con los pájaros, además de disponernos a ti-rarles de las orejas si muestran alguna indisciplina o indecencia.
Alrededor de cuarenta especies existentes no pueden volar. Ejem-plo de ello son las del orden de las ratites(también conocidas como kiwis), sin cola y con unas alas apenas visibles, sin rémiges ni timone-ras, obligadas a utilizar únicamente sus patas para desplazarse, como también las cuatro especies del gran pato vapor y el kakapo (¡un loro neozelandés!). La gran mayoría de las aves restantes puede hacerlo, por supuesto, pero a veces son pájaros chillones y ronroneantes, o in-cluso «aves salvajes-acuáticas-migratorias-de-líneas-depredadoras-im-pactantes» (Rabelais).
La cosa no marcha mejor con los casuarios, esos granjeros prehis-tóricos descomunales que se niegan por principio a compartir. Las hembras dominantes someten a los tontos «machos sumisos» y los con-denan a reproducirse y criarse colectivamente. Además, este espéci-men ataca en grupo a las personas y, todos juntos, sobre «patas como motosierras andantes», persiguen a las mujeres que empujan a su bebé en cochecito por las calles —véase este sorprendente documental:
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Kasuare – Australiens schräge Vögel[Casuarios, las aves estrambóticas de Australia], ZDF 2009—.
A estas aves díscolas y malcriadas hay que enseñarles maneras: o bien las juntamos con otros pájaros o se les enseñan las formas de que lo hagan por cuenta propia.
Birmelin proporciona más material incriminatorio: las pavas madres que son duras de oído o que están sordas retuercen el cuello de sus po-lluelos después de que eclosionen los huevos, ya que por su naturaleza agreden a todo lo que está cerca del nido y no pía. Y el balance general aviar es —hay que considerar que Michelet lo refuta— no menos som-brío: «Casi todos los padres de las aves se limitan a observar el nacimien-to de sus polluelos. No piensan en ayudarles, ni siquiera cuando el po-lluelo está demasiado débil como para romper la dura cáscara del huevo».
Sin embargo, queremos excluir al quetzal, este símbolo de la liber-tad, que tal vez vaya a extinguirse finalmente, ya que sus últimos hábi-tats están desapareciendo.
Del mismo modo, tampoco podemos regañar al frailecillo, ya que en los círculos bien informados se dice que es «extraordinariamente tolerante» (Schottland – Herbe Schönheit am Atlantik, [Escocia: belleza austera en el Atlántico]. NDR 2011).
Elías Canetti, por su parte, en el caso del tucán se pregunta: «¿Para qué tienen esos enormes picos? [...] Puedes imaginarlos arrojando una baya a lo alto —solo para recogerla cuando cae y pasarla por toda la lon-gitud de ese pico hasta que se puede tragar. ¿Cómo es que no se han muerto de hambre? ¿Cómo se sienten cuando se golpean entre sí con esos picos? Tal vez se estén burlando así de los darwinistas y este sea su único propósito». Pero estos difícilmente podrán dejar que ellos, los picos de los pájaros tucán ladrones de nidos, se salgan con la suya, ya que tanto el sistema de reconocimiento algorítmico por «supercompu-tadoras» (FAZ, 19 de diciembre de 2014) como el Consorcio de Filo-genómica Aviar quedarían invalidados y hechos trizas y todo el dinero de la investigación se tiraría a la basura.
Las aves, por supuesto, son fáciles de reconocer: dos patas, plumas (hechas de queratina), alas, pico, eso es todo. «Cuando están sobre sus
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patas y alas son las mejores criaturas de todo el mundo animal», elogia Reichholf, y Peter Berthold llega a describirlas como «el grupo de se-res vivos más atractivo en general».
Son animales más de ojos que de oídos, eso es importante. Ape-nas quieren oler nada. ¿Tal vez porque no pueden olerse a sí mismos ni a todo lo que les rodea? ¿Porque tampoco quieren escuchar a nadie? ¿Nada acerca de nosotros?
¿No es inaudita la historia de éxito de las aves? ¿No da algo de mie-do? Necesitaron un máximo de 15 millones de años para formar el número actual de especies. En los millones y millones de años que si-guieron, imperceptiblemente perfeccionaron sus esfuerzos para ma-nipular y socavar la vida en común de este planeta nuestro. ¿No desea-mos saber cómo ha sido posible?
«Déjalo en paz»… No, no podemos aceptarlo, no debe convertirse en doctrina entender que no es asunto de nadie lo que hagan las aves (hipótesis nula). La indiferencia, el posmodernismo, son el veneno del presente, el comienzo de la despolitización, sobre todo en lo que res-pecta a las aves y la avifauna, dos temas que deberían herir (como cla-vos bajo las uñas) la opinión pública más allá que cualquier otro.
Por lo tanto, es importante resolver, incluso desentrañar, la cons-titución ética e intelectual del cosmos de las aves en su conjunto, así como sus fenómenos específicos. Al hacerlo, no hay que temer al os-tracismo ni a la pérdida de respeto, como tampoco sobreestimar su utilidad o hacerse una percepción infundada de su valor. Sapere aude(«atrévete a saber»). Se precisa coraje para tener criterio. ¡Pájaro, cui-dado! ¡Cuidado, aves! ¡Cuidado, falaropo picofino! ¡Cuidado, azor!
Fue nada menos que Alfred Brehm quien, en su libro (que marcó una época)Tierleben[Vida animal], criticó la lejanía, el distanciamien-to de la vida y el desapego que se pueden encontrar en muchas inicia-tivas científicas (¡como si tuvieran ante sus ojos la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulpde Rembrandt!). «Nuestra rica literatura posee muchas obras zoológicas de reconocida excelencia, pero pocas en las que se trate en detalle la ciencia de la vida de los animales», escribió en el prefacio. «Uno se contenta, especialmente en las clases altas, con la
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descripción más minuciosa posible del cuerpo animal externo e inter-no; de hecho, a veces se produce la sensación de considerar incompati-ble con el carácter científico el hecho de conceder a la vida y la activi-dad de los animales más tiempo y espacio del necesario para demostrar que el objeto en cuestión es un ser vivo, es decir, que no solo siente y es capaz de moverse, sino que también es activo y eficaz. [...] Nuestros maestros de la ciencia animal adornan las universidades o trabajan en las colecciones públicas. Allí tienen a su disposición una cantidad ten-tadora de material para la disección y la sistemología y, si realmente quieren dominar ese material, no queda tiempo para observar la vida de los animales».
Si un pájaro puede mendigar y suplicar clemencia, o si ha de ser castigado porque goza de demasiada libertad y abandona toda decen-cia, se puede deducir de sus acciones y sus efectos, no por su composi-ción molecular y anatómica. Las moléculas, los huesos y las entrañas no pueden ser ni decentes ni indecentes, lo cual olvidan y suprimen los científicos actuales. Parece urgente realizar una crítica biológica trascendental de las aves que, a partir de estudios de casos tanto men-tales como fisonómicos y de retratos de las especies más importantes, las más grandes y las más diminutas, ofrezca una visión de conjunto y haga un balance; un balance crítico que no escatime en juicios claros y que, allí donde sea oportuno y necesario, proporcione un remedio, si-tuándose conscientemente, en consecuencia, en la tradición de la Crí-tica de la razón práctica, laCrítica de la economía ornitológica ylaCrítica de la ornitología política.
Esto incluye, por supuesto, contrarrestar el inútil afán de limitarse a contemplar y catalogar las aves. «Se podría hablar de poner nombre a las aves en lugar de observarlas», argumentó James Gorman en el New York Timesen 2002. «Cuantos más nombres y más finas sean las distinciones que se hagan, mejor». Esta idea también está bien concebida. Hegel ya lamentó desconsolado el sofisma de los embrollos científicos dilapida-dos y en expansión, sin sentido y ciegos al asunto mismo, a que había quedada reducida la pericia irreflexiva: «En la ciencia, los pensamien-tos sutiles han sido reemplazados por la visión sutil. Un escarabajo o las
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especies de aves se diferencian tan sutilmente como conceptos y pensa-mientos. Ya sea que una especie de ave sea de color rojo o verde o que tenga una forma cola más parecida a esta otra etc., tales sutilezas serán siempre más fáciles de encontrar que las diferencias de pensamiento».
En este bestiario, que busca resistirse a los modernos y falsos (!) sofismas y desapegos, es inevitable que se frustre o «enturbie la alegría sincera del tema» de los «pájaros emplumados» (Gottfried Stein), pu-diendo llegar incluso al completo desbarate con alevosía. Pero al menos se habrá intentado abordar y enderezar el asunto, para lo cual no basta-rá con retroceder al punto de vista puerilmente feliz de ser simplemen-te alguien que se contenta con poner un comedero para aves y «alimen-ta a los pájaros sin mirarlos de cerca ni sopesar su valía» (Nietzsche).
Una vez más: en el caso de las aves, la indiferencia no es una es-trategia ganadora. «El búho significa para mí lo que el pavo real, / no tengo favoritismos», pretextó Christoph Martin Wieland en sus Comischen Erzählungen [Relatos cómicos]; no funciona así, así no es como funciona. Para orientarnos podríamos utilizar —entre otras— estas palabras de la estrella de teatro estadounidense Jack Handy: «No me gustan los pajaritos. Saltan tan felices frente a mi ventana y pa-recen completamente inocentes, pero sé que están vigilando en secre-to todos mis movimientos y que planean golpearme en la cabeza con una gran barra de hierro para robarme el zapato».
Y a propósito: la Crítica de las aves, lamentamos decirlo, también puede equivaler a dar unas palmaditas suaves y practicar una «crítica constructiva» (karrierebibel.de) para, quién sabe, mejorar finalmente las posibilidades de promoción de una especie u otra.
Esperemos, observemos e, in medias res, entremos al fin en detalles.
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Las palomas
¿Qué ha sido de las palomas? Incluso en la Antigüedad re-presentaban el encanto, el idilio, la capacidad de amar. La paloma le trajo a Noé la noticia de que el diluvio ce-saba; a través de una paloma llegó el Espíritu Santo a los cristianos y el pacifismo a la humanidad; en las iglesias y en los templos de arte, con imágenes y palabras, se alababan aquellas cualidades de la paloma que debían servir de ejemplo a la humanidad: mansedumbre, fidelidad, tranquilidad, timidez e intimidad.
Más tarde, en los tiempos modernos, esta feliz relación se rompió. Es cierto que a largo de los siglos, la paloma se convirtió en una compa-ñera cada vez más cercana, no solo para quienes se alimentaban de ella (la receta más antigua que se conserva procede del libro de cocina de Apicio), sino también para quienes las criaban. Como mensajera, la pa-loma alcanzó asombrosas proezas por su increíble sentido de la orienta-ción y su enorme despliegue energético. Pero aun este aspecto, como ya anotó Theodor Lessing en la década de 1920 en el Prager Tagblatt, «la capacidad de aprendizaje y la mayor destreza», o incluso la «erudición de un tipo estupendo», iban «de la mano de la más elemental idiotez».
Lo cierto es que la tonta habilidad de la paloma para aprender tam-poco les sirvió a los humanos. En una crítica de la economía ornitológi-ca se ha aseverado con razón que la cría de palomas mensajeras, que se había extendido entre la clase obrera desde el siglo xix, no solo sirvió para anestesiar políticamente y aburguesar a los proletarios, sino que llegó a representar también una amarga parodia, pues el trabajador re-creaba con todo refinamiento sobre el objeto animal su propio amaes-tramiento en el sistema fabril capitalista.
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No es de extrañar que la paloma no sirviera para nada ni siquiera a finales del largo siglo xix. En la Primera Guerra Mundial, los escua-drones de palomas mensajeras se pusieron de forma tan obediente y es-túpida al servicio de las comunicaciones militares y la planificación de la batalla, que les fueron concedidas condecoraciones y se les erigieron monumentos. En la segunda mitad del siglo pasado, las fuerzas arma-das europeas todavía usaban esos «pequeños misiles autorreplicantes» que se suponía que transmitían información confidencial o que podían colocar artefactos explosivos en caso de emergencia. Si la tecnología de las comunicaciones y los drones no hubiera avanzado, probable-mente la paz mundial todavía se seguiría defendiendo con batallones de palomas grises y escuadrones de la muerte alados.
En el sector civil, la evolución no fue en absoluto más favorable. Quien hoy en día habla de palomas suele referirse únicamente a esas citadinas que corren delante de tus pies por todas partes, que respiran en tu nuca, defecan en el ala de tu sombrero o te rozan la cabeza con sus plumas llenas de ácaros. Adiós a la delicadeza, a la amabilidad... La intimidad se ha ido al traste: las antiguas virtudes de la paloma ya no sirven para nada a las que habitan la ciudad de hoy, puesto que las palomas de la modernidad son, como también señaló Theodor Les-sing, «grandes egoístas», «pequeñas y bastardas envidiosas», «trampo-sas sucias», «traidoras» y además insuperablemente «tontas». En defi-nitiva: éticamente cuestionables y carentes de razón estética.
Si bien la variedad de colores de plumas y del patrón de plumaje de las palomas urbanas es notable y ciertamente de gran interés para los criadores de aves, genetistas de poblaciones y otras criaturas sinies-tras, esto no implica belleza. ¿De qué sirve llevar un vestido con un estampado llamativo si falta todo lo demás? Los constantes arrullos, gorjeos y gorgoteos, el dar vueltas sin sentido sobre superficies cubier-tas de excrementos, el obstinado picoteo y desmenuzamiento en tro-zos más pequeños de todo lo que parece comestible, el fanatismo con el que persiguen las migajas más pobres de la sociedad rica, las patatas fritas de comida rápida y los restos de hamburguesa; la actitud, a ve-ces servil, a veces estúpida y descarada, los vuelos masivos sin rumbo,
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sin sentido, los enjambres, las miradas de mil ojos muertos, la cópula indiscreta e indiferente en los andenes de los trenes, bajo las mesas de las terrazas, en las iglesias y en las zonas peatonales, todo esto puede ser duro para el observador sensible. En el arte —desde Süskind, pa-sando por Haneke, hasta Dr. House—el significado de la paloma ha experimentado un cambio radical: ahora también representa lo in-quietante, la disolución, el desaliño y la enfermedad. Si alguna vez se reaccionó con alegría ante la aparición de este pájaro, ahora se cierra la ventana o se colocan redes de protección y pinchos defensivos para evitar su cercanía en la medida de lo posible. «Una persona ya no pue-de vivir donde habita una paloma» (Patrick Süskind).
El «conocido término» (Wolfgang Koeppen) que las denomina las «ratas del aire» es correcto en muchos aspectos y, sin embargo, tam-bién es erróneo en otros, puesto que las palomas de ciudad, al contrario que las ratas, apenas se distinguen por la astucia y la sagacidad, aun-que sí por un oportunismo imbatible. Son representantes del maxima-lismo, con su defecación permanente, su reproducción ininterrumpi-da, su consumo continuo, esa indiferencia extrema ante todo lo que no sea mendigar comida, que es para lo que exhiben una insistencia del mil por ciento y una disposición aterradora para adaptarse. Se amoldan bastante bien a nuestros centros urbanos, a las zonas comerciales, a los puntos turísticos y a los diversos diseños de los cubos de basura. Allí, al menos, la paloma tiene un cierto significado, como mal augurio bio-lógico y animal heráldico que representa la sociedad actual, codiciosa y avariciosa. Si hay algo positivo en las palomas de ciudad es que ali-mentan al halcón peregrino, o que sirven para que los niños pequeños jueguen, se diviertan y vean en las aves que vuelan delante de ellos un primer indicio de que pueden influir en este mundo.
Pero no debemos ser injustos ni abandonar toda esperanza. Tal y como hace años advirtió Reinhard Westermann en su estudio Columbidae – Vögel zwischen Verklärung und Verdammung[Columbidae– Aves entre la transfiguración y la condena], no debemos perder de vista la diversidad y las diferentes posibilidades de existencia de las palo-mas. De hecho, al salir a las afueras de las ciudades del interior, más
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allá de los suburbios y los pueblos, en dirección a los campos y los bos-ques, se encuentran ejemplares, como las palomas torcaces y las tórto-las turcas, que hacen dudar de su pertenencia a la misma familia que las palomas de ciudad. Ya en el siglo xix, Johann Friedrich Naumann destacaba positivamente la «agradable» forma de la paloma torcaz, sus
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«colores suavemente fusionados, a excepción del llamativo blanco del cuello que contrasta con el azul amapola predominante, el pico bella-mente coloreado, la mirada viva y las bonitas patas rojas» que ofrecen «una imagen hermosa, aunque no esté enfatizada por ningún color es-pléndido», sino únicamente acentuada por el «brillante verde mar, o solo verde hierba, sobre los tonos de color carmesí» de los lados del cue-llo; un brillo metálico que, comparado con el de otras especies, parece más opaco o más tenue.
¿Qué habría escrito Naumann sobre la tórtola turca que desde me-diados del siglo xxha migrado desde Asia, pasando por el sureste de Europa, hasta el centro y norte de nuestro continente, y que tiene un aspecto aún más agradable? Evidentemente, nos encontramos ante un ave fina, muy elegante: más estrecha que la paloma torcaz, con la cabeza y el dorso aterciopelados, una librea en la que predominan los colores beige y marrón, ligeramente cubierta por un gris brumoso, de flancos y vientre teñidos de tonos brillantes, con manchas claras bajo las alas, y el ojo oscuro y rojizo rodeado por un anillo blanco tan carac-terístico como la joya negra en forma de media luna que muestra en la nuca y que parece pintada a pincel, nada que ver con destello metaliza-do de sus parientes urbanas.
Tanto las palomas torcaces como las tórtolas turcas están prepara-das para adaptarse a los cambios de su entorno, pero han sabido man-tener la compostura y, sobre todo, la moderación. Guardan cierta dis-tancia con los humanos, son cautelosas y no se llevan mal entre sí. Tampoco comen migas o restos de hamburguesa. Y su llamada, sus sa-cudidas, sus sonidos y el «ruh-guh» y «gu-guu-gu» se perciben, citando de nuevo a Lessing, como «tú-tú», y no como el «yo-yo» de las «palomas de la cultura de hoy».
Para las víctimas de las palomas de ciudad, las siguientes imágenes son casi terapéuticas: dos tórtolas turcas confiadas y confraternizan-do posadas en una rama en una visión entrañable, o una paloma torcaz tomando el sol en el saliente de alguna chimenea a la luz del atarde-cer, dorándose el vientre y calentándose las patas; o cuando en vera-no, familias y pequeños grupos de palomas torcaces, con tanta calma
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como entrega y concentración, recogen semillas de campos y prados, y tórtolas turcas en pacífica convivencia con pinzones y carboneros picotean las migajas que brinda la mesa de la naturaleza. Si uno no deja que esto le anime, ni siquiera un petirrojo le ayudará.
Pero la paloma torcaz y la tórtola turca ciertamente no encajan con la imagen que el Occidente cristiano ha tenido durante mucho tiempo de la paloma porque en ellas se mezclan la virtud y la belleza —que se vuelven tanto más sospechosas y opresivas cuanto más inmaculadas se presentan— con la torpeza y la estupidez. Cualquiera que las vea co-rrer puede pensar en mujeres regordetas que calzan zapatos incómo-dos o en los movimientos torpes de jóvenes púberes. Las palomas a ve-ces se caen de las ramas demasiado delgadas y no es infrecuente que las torcaces se caigan de las cornisas de las chimeneas mientras toman el sol y acaben atrapadas en el tubo de ventilación o incluso estrellándose contra el hogar.
Y, sin embargo, no llegan a salirse del personaje ni siquiera con es-tas payasadas. Cualquiera que escuche el sonido de una paloma torcaz volando hacia arriba, verá cómo sube abruptamente con unos pocos aleteos, se detiene un momento en el aire y, luego, se vuelve a desli-zar con despreocupación hacia abajo, curvando su trayectoria entre los tejados y alejándose con movimientos asombrosamente atléticos. Su vuelo no es solo un movimiento de huida, como quien se asusta del hombre o de otros animales, sino que es variado, poderoso, lúdico.
Entonces, ¿qué ha ocurrido con las palomas?
Varias cosas.
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La arpía, el azor y sus parientes
Se necesitan mucho tiempo y muchos viajes para llegar a verla en la naturaleza. Para ello, hay que desplazarse a un mundo casi cerrado y misterioso, al corazón de la «naturaleza salvaje» (J. M. Coetzee), a la selva más profunda, en cuyos árboles más remo-tos está entronizada una de las aves de rapiña más fuertes y poderosas del mundo.
Se trata de una criatura impresionante: la arpía mayor, también co-nocida como águila arpía o simplemente arpía, un ave feroz e imponen-te. Pesa varios kilos, mide un metro de largo, es compacta y musculosa. Sobre el pecho blanco se extiende un collar negro-grisáceo oscuro que absorbe la luz, similar al del plumaje del dorso, las alas y la cola. En el cuello y la cabeza predomina un gris más claro, pero igualmente apa-gado, impenetrable, opaco.
En la parte posterior de la cabeza, la arpía posee una cresta forma-da por grandes plumas que, al levantarse, aumentan de tamaño. El iris, de color claro, aparece en su mayor parte ensombrecido por la cabeza; el pico es de color oscuro. Al final de las patas, recubiertas por un plu-maje de rayas blancas y negras a modo de pantalones, sobresalen las garras, poderosas y anchas, de un amarillo brillante y llamativo, como para señalar peligro. Y con razón, porque mejor no pensar en lo que ocurre cuando esas poderosas garras se clavan en la presa.
El águila arpía siempre ha ocupado la imaginación del hombre. Entre los indios de las selvas de América Central y del Sur que com-partían su hábitat, se dice que era temida, respetada y que sembraba el terror «desde tiempos remotos» (Brehm). Las historias y relatos que quienes viajaban a las Américas traían posteriormente a Europa
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también hablaban del inquietante poder de la Harpyia destructor, de la fiereza, la fuerza, el coraje y la audacia de esta ave de rapiña.
No es de extrañar que su nombre provenga de las criaturas míticas, igualmente bellas y terroríficas, de la mitología griega, esas crueles y aparentemente invencibles criaturas del aire que los dioses iracundos enviaban para cazar y atormentar a sus víctimas.
En Brehms Tierlebense puede leer qué fama se atribuía todavía a aquellas arpías que se podían observar desde una distancia segura en los parques zoológicos: «Los visitantes descuidados del zoológico de Londres sentían cierto temor al ver una arpía adulta y olvidaban las bromas que se permitían incluso con los tigres, protegidos por barro-tes de hierro. El ave, sentada erguida e inmóvil como una estatua, asus-taba hasta al más valiente con su mirada fija y amenazante, que brillaba con audacia y ferocidad silenciosas. Parecía ser insensible a cualquier manifestación de miedo y despreciar todo lo que le rodeaba, pero ofre-cía un espectáculo temible cuando, incitada por la visión de un animal abandonado a su suerte, pasaba repentinamente del reposo inmóvil al movimiento más violento. Se abalanzaba con rabia sobre su víctima y la lucha nunca duraba más que unos instantes: un primer golpe de las largas garras, asestado en la parte posterior de la cabeza, aturdía a la presa y, un segundo golpe que desgarraba los costados y hería el cora-zón, era generalmente mortal».
No es de extrañar, pues, que incluso Alfred Brehm se sintiera ali-viado por que tales «monstruos» no habitaran los «bosques de ribera de los alrededores de Leipzig». Incluso hoy en día, la arpía se considera uno de los animales más peligrosos del mundo, uno de esos «sesenta mortales» a los que es mejor acercarse únicamente en compañía de un equipo de aventureros curtidos (y tropas de intervención de la BBC). Es uno de esos animales que, cuando eres pequeño, te resultan atrac-tivos por esa misma razón, que provocan no solo miedo sino también terror, que son poderosos, fuertes, en cierto modo intocables, como el tigre, el tiburón blanco, la orca, la cobra o el oso pardo.
El mundo animal, o el mundo aviar de nuestras latitudes, no co-noce tales monstruos, pero tiene otros fascinantes que ofrecer al
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adolescente. No hace falta viajar a países lejanos para admirar la terri-ble belleza de las aves de presa. Como ejemplo, tenemos al azor, que, aunque es mucho más pequeño que la arpía, comparte con ella su cons-titución atlética y su aspecto compacto.
El azor es un cazador ágil, que con su cráneo anguloso, el iris ama-rillo y la mirada aguda y fría, causa una impresión incluso más fuerte que el águila ratonera, a veces demasiado despreocupada, o que los hal-cones, con su aspecto algo intelectual. El azor es un ave de presa que no aterroriza a la gente, pero que se ha ganado una reputación conside-rable en el campo, en los pueblos, los prados y los bosques. También su hermano menor, el gavilán, un depredador intrépido e impresionante-mente ágil, según Naumann una especie de arpía en tamaño de bolsi-llo, puede contarse fácilmente entre los «treinta mortales» de Europa Central, o por lo menos de Alemania.
Sin embargo, en retrospectiva, uno no deja de asombrarse porque esto se haya aceptado sin más durante décadas. Se puede perdonar al niño que idealice a las arpías, los azores y similares, que encuentre fascinante la peligrosidad y que no le resulte molesta la brutalidad in-herente a ella. Sin embargo, en el caso de los adultos, que dan impor-tancia a las normas humanitarias y a los modales cívicos y, que recono-cen que ciertas reglas básicas son indispensables para una convivencia próspera de las criaturas, no hemos de quedarnos de brazos cruzados. ¿Es posible admirar a una Harpyia destructorcuando uno la visuali-za clavando sus garras en un animal indefenso que chilla de terror, o cuando uno se imagina el pánico de los monos ardilla? ¿Y cuando escu-cha los «gritos lastimeros» (Brehm) de los monos capuchinos? Porque la arpía no mata a cualquiera. Para satisfacer su ansia depredadora, no solo ataca a diversas especies de monos, agutíes y aves terrestres, sino también a puercoespines y papagayos, incluso a coatíes y perezosos, es decir, a los animales más pacíficos, inocentes, amables y vulnerables, incluso mimosos, de la tierra.
Volviendo al azor y al gavilán, el primero puede incluir en su menú a la bonachona paloma, a las indefensas familias de perdices o a los co-nejos jovencitos que aún mantienen su pelusa. Pero el segundo no se
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queda atrás, ya que en su mesa se pueden encontrar pinzones, golon-drinas y gorriones. Según Brehm, el gavilán debe considerarse como el «más temible enemigo de todos los pájaros pequeños».
De su escondite, en la semioscuridad del bosque, emerge de repente para abalanzarse sobre su desprevenida presa. Con tanta audacia como «presencia de ánimo» y astucia, coge a sus víctimas por sorpresa, aun-que se encuentre en los alrededores de asentamientos humanos: «La fiel imagen de un ladrón o un salteador de caminos al acecho» (Bre-hm). Incluso se oye hablar de auténticos destrozos en los comederos, donde esta desagradable rapaz se ha colado entre los pájaros cantores invitados por los humanos. Una pareja de gavilanes seguramente de-predará y consumirá cientos, si no miles de pájaros cantores, bisbitas, petroícidos, aves zancudas, gorriones y otros similares en el transcur-so del año. ¿Y para qué? Para producir más gavilanes. Más «ladrones de arbustos» (Brehm), más de estos codiciosos depredadores que ace-chan a nuestros pequeños amigos, a nuestras pajareras y que devastan nuestros jardines cada vez más y más.
Ya los padres fundadores de la interpretación de las aves, los seño-res Brehm, Naumann y Wilhelm Schuster, abordaron esta penosa si-tuación con la debida claridad. Aunque les gustaban las aves, señala-ron que tanto el azor como el gavilán son en extremo irresponsables. Caracterizándose sobre todo por su «avidez de sangre y su astucia», actúan impulsados por «la rapacidad y la gula», «terribles enemigos de todos los animales que puede matar», por lo que ambos, azor y gavi-lán, incluso en cautiverio, son «criaturas repugnantes». Su [...] intole-rancia y su carácter depredador hacen que sea difícil mantenerlos en cautividad y que sea totalmente imposible meterlos en jaulas junto a otras aves. Se vuelven tanto más detestables cuanto más se los conoce» (Brehm).
Brehm y sus colegas también pudieron percibir una notable y da-ñina tendencia a la crueldad en otras aves de presa, por ejemplo, en los búhos y especialmente en el búho real. Incluso bajo el cuidado hu-mano, esta ave rara vez tiende a la «mansedumbre», mostrando más bien «malicia» y «rebeldía» (Naumann). Es colérica y se comporta sin
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piedad: «Ataca mortalmente a las aves más débiles, las estrangula y luego las devora con la mayor tranquilidad» (Brehm).
Pero, pese a todo esto, Alfred Brehm se veía en la obligación de ha-blar bien de algunas aves de presa, por ejemplo, de los halcones, a los que atribuía «nobleza», «caballerosidad» en la lucha, así como belleza, valor y fuerza que el ser humano tanto aprecia.
Asimismo, Naumann ya había apreciado en el Falco peregrinus, además de su agilidad y audacia, sus «facultades para el aprendizaje» y «docilidad». Sin embargo, incluso en el caso del halcón peregrino, como ocurre con el cernícalo o el esmerejón, difícilmente se puede ne-gar que cada espécimen mate a innumerables criaturas inocentes año tras año. Apenas mejores que el gavilán son los halcones arbóreos y los halcones de Eleonora, especializados en la persecución y la presa de aquellos pájaros cantores que, agotados por el largo vuelo, caen inde-fensos al suelo durante la época de la migración de las aves, un compor-tamiento que cualquiera con un mínimo de compasión no puede dejar de calificar de pérfido.
El número de cadáveres derivado de las acciones de azores, halco-nes y búhos siempre ha sido un problema. Lo que ocurre es que en las últimas décadas se ha tratado de explicar, maquillar o justificar. Se ha dicho que sus actividades forman parte de las leyes y los ciclos de la na-turaleza, se han confiado a las aves de presa tareas de policía sanitaria al eliminar a los animales débiles y enfermos o, al menos, al mantener a raya a otros parásitos como cuervos, arrendajos y cornejas, ratones y hasta piojos. Se ha supuesto que carecían de la consciencia de la injusti-cia y se les ha amparado bajo la perspectiva de la igualdad de derechos.
Ya sea por apología ecológica o por cinismo social darwiniano, el buen hacer mal entendido o las sutilezas legales, lo cierto es que se ha oscurecido nuestra visión de lo esencial: el gran sufrimiento y el dolor sin sentido que las aves de presa han infligido entre los animales, en el mundo de las aves y, sobre todo, entre las más necesitadas, nuestras aves cantoras. Desde el punto de vista de una ética animal coherente, nues-tro objetivo debe ser evitar este sufrimiento en el futuro, contener y reducir las amenazas y el tormento, e incluso acabar con el sufrimiento
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de nuestros semejantes. ¿Y qué otra cosa puede significar eso sino que evitemos que el gavilán ataque todos los días a los herrerillos, pinzones o escribanos? ¿Qué otra cosa puede significar sino que ya no toleremos los sacrificios inocentes que exige la existencia de todo azor?
No podemos quedarnos mirando sin más las actividades de la arpía y del búho real, de los halcones y los milanos. Deberíamos volver a lla-mar a las aves de presa por lo que son: aves de rapiña. Y debemos dejar claro que ya no aceptaremos la «rapiña» y el «asesinato» encogiéndonos de hombros.
Hay que abogar por la verdad, que ciertamente no es popular en todas partes: perseguir de forma despiadada a las «aves dañinas» (Brehm), cazar a estos monstruos, asesinos de monos, de liebres y de pájaros cantores. Se trata de una tradición milenaria que ha caí-do injustamente en el descrédito y cuyo abandono solo puede consi-derarse como «una ofensa criminal contra el resto del mundo animal» (Brehm). Ya los indios utilizaban a la arpía de forma eficiente para ayudar a las criaturas amenazadas, y justamente esa ha sido siempre la idea básica de la caza centroeuropea. Desde hace cientos de años, los cazadores y los guardabosques se han enfrentado a los depredado-res, han plantado cara a las aves de presa, han limpiado los bosques de «rapaces» y han pacificado nuestra naturaleza