Cuando te hablo - Laurie Paige - E-Book
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Cuando te hablo E-Book

Laurie Paige

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Beschreibung

Después de haber resultado herido, lo único que deseaba Jess Fargo de Kate Mulholland era un lugar donde poder descansar y recuperarse... y volver a ganarse el cariño de su hijo. Lo último que quería era cualquier tipo de compromiso, y tenía la sensación de que a su guapísima casera le ocurría lo mismo... Y era cierto. Hacía muchos años que Katie había aceptado que nunca sería madre; y empezar una relación con aquel irritante, aunque irresistible detective era más que peligroso. Sin embargo, tuvo que confiarle su vida. ¿Podría mantener el corazón al margen?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando te hablo, n.º 152 - octubre 2018

Título original: Something to Talk About

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-203-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

Jess Fargo aparcó su camioneta a la sombra fresca de un roble que arqueaba sus ramas sobre el camino de gravilla. Era una bendición no tener que estar con la mirada fija en la carretera y los ojos entrecerrados para combatir la luz del sol de junio, pero una bendición que duró poco, porque el dolor que tenía en la pierna arreció.

Maldijo en voz alta, pero las palabras no sirvieron para aliviar la lluvia de agujas candentes que parecían estar clavándosele justo debajo de la rodilla izquierda.

—¿Quieres quedarte aquí o vas a entrar?

—Me quedo —contestó Jeremy con la descortesía de la juventud.

Su hijo. Diez años. Flaco y alto como un ciervo en invierno. Taciturno. Resentido. Un penitente, un mártir de los deseos caprichosos de sus padres.

Su ex no le había permitido verlo desde que se habían divorciado cinco años atrás. Hasta que un buen día, del que hacía ya dos semanas, se había presentado en su casa para anunciarle que volvía a casarse y que ya no lograba hacerse con Jeremy, de modo que se lo devolvía.

Genial. Volvía a ser padre a jornada completa… con una rodilla destrozada y perspectivas un tanto oscuras para el futuro.

«Oscuras, no. Negras. No te engañes.»

No podía pensar así. Desde que se destrozara la rodilla en el cumplimiento del deber, tenía una pensión de invalidez del Departamento de Policía de Houston, así que no todo estaba perdido.

Bajó del coche y mientras pisaba la hierba salpicada de sol, estudió la casa y los jardines.

Sus años como policía le habían enseñado a preguntar a otro policía cuando necesitaba alguna información, y la casa era tal y como se la había descrito la detective de Wind River, Wyoming, cuando se había parado a preguntar por un lugar en el que hospedarse. Aquella casa no podía ser mejor para sus propósitos.

La fachada victoriana estaba pintada de amarillo y se adornaba con persianas negras y ventanas blancas; sus postes y columnas eran gráciles pero sólidos. Un porche parecía recorrer exteriormente toda la casa y había colgado un balancín en la parte delantera.

La casa, el valle, las cumbres nevadas alzándose hacia el cielo…, toda la zona parecía el escenario de una de esas series de la televisión en las que aparecía la familia perfecta y en la que el mayor pecado era usar el cepillo de otro sin permiso.

Una amargura que no tenía nada que ver con la belleza de aquel escenario y sí con un hogar, una familia y lo que él esperaba de la vida, le llenó la boca.

Se dio la vuelta con el deseo de desaparecer de allí, pero se vio obligado a contener la respiración por la punzada de dolor de la pierna. Dios, cómo detestaba sentirse débil. Se agarró a la puerta de su camioneta hasta que el dolor cedió y, cuando pudo volver a pensar con claridad, reconoció que necesitaba un sitio en el que descansar, y que precisamente por eso estaba allí.

El garaje quedaba a la sombra de dos olmos y dentro de este, vio aparcada una monovolumen de tamaño pequeño y color beis. Era la clase de coche que conduciría una mujer que viviera sola: un coche fiable, no demasiado grande pero en el que poder llevar un rosal desde el vivero a casa o las cajas de ropa usada para el mercadillo de la iglesia; exactamente la clase de vehículo que él habría escogido para Kate Mulholland, «una viuda maravillosa pero bastante esquiva», que era como la había descrito la detective.

La viuda también tenía un apartamento sobre el garaje, con dos dormitorios y bastante intimidad, alejado del ruido, la gente y el tráfico. Perfecto. Las demás razones por las que había elegido aquel lugar, aparte de su recuperación, lo hacían perfecto.

Pero lo primero era lo primero. Tenía que buscar a la viuda y ver el apartamento. Justo cuando abría la puerta de la camioneta para sacar la muleta, un grito resquebrajó el aire, e instintivamente Jess se agachó.

Soltó la muleta y alcanzó su arma.

—Agáchate y quédate aquí —le dijo a su hijo, y corrió bordeando la casa con toda la rapidez que su cojera le permitía. Y de pronto, se quedó clavado en el sitio.

La mujer volvió a gritar cuando la goma de regar, retorciéndose sobre la hierba como una serpiente verde que se hubiera vuelto loca, lanzó un chorro de agua sobre su cara y su pecho. El chorro golpeó los peldaños traseros de la casa, empapó las ventanas de la cocina, lo alcanzó a él en la cara y se desvió hacia el otro lado, de modo que empapó en su camino unas cuantas cosas más.

Maldiciendo entre dientes, Jess empezó a buscar el grifo, pero la viuda lo cerró antes de que él llegara hasta allí. Después de varios giros rápidos el monstruo perdió fuerza y quedó languideciendo en un charco sobre la hierba.

En el silencio vio cientos de cosas al mismo tiempo. El modo en que el pelo oscuro de aquella mujer brillaba al sol de la tarde. La transparencia de la camiseta mojada y del sujetador que se veía debajo. Los pezones oscuros de sus pechos, endurecidos por el agua fría. Sus viejos pantalones, también mojados, se le pegaban a las piernas, largas y delgadas. El modo en que sus pies, con las uñas pintadas de rojo brillante, sujetaban a la serpiente verde, como avergonzada de haberse visto derrotada por una goma serpenteante.

Y también vio una sombra de temor cuando ella lo miró.

Sus ojos, grandes, azules y verdaderamente hermosos, brillaron al sol.

Lentamente levantó las manos.

—No dispare —dijo con una nota de humor entremezclada con la desconfianza—. Nos rendimos.

Con el pie empujó la goma, como si fuera su cómplice en el crimen. Su voz era muy dulce.

Jess miró su arma frunciendo el ceño y se la guardó en la parte trasera de los vaqueros. No podía apartar la mirada de ella. Había algo real, urgente, atractivo en esa desconocida… y algo elusivo y místico que no podía explicar.

—Lo siento. Creía que la estaban atacando —se disculpó.

—Se ha mojado mucho… —contestó ella con un gesto de la mano.

—No importa, Kate.

Ella retrocedió, desconfiada.

—¿Cómo sabe mi nombre? Yo no lo conozco —dijo recogiendo del suelo el rastrillo.

—Me ha enviado la detective Bannock. Me dio su nombre y su descripción —contestó con cierta aspereza, como si fuera un policía investigando un caso, e intentó mantener la mirada por encima de su escote. Volvió a maldecir para sus adentros, aunque eso no consiguió borrar su imagen del todo, ni refrescar la sangre que le palpitaba en las venas.

Lo que menos falta le hacía era que su libido se sumase al resto de sus problemas.

—¿Lo ha enviado Shannon? —preguntó ella.

—Sí. Me dijo que tiene usted un apartamento para alquilar. Soy Jess Fargo, del Departamento de Policía de Houston. Voy a enseñarle mi identificación.

Y sacó despacio la cartera.

El agua y la brisa producían un efecto muy refrescante. Ella tenía la piel de gallina y los pezones aún duros. Un estremecimiento recorrió la espalda de Jess, y acudieron a su memoria todas las cosas que antes le gustaban de una mujer. Bueno, algunas de ellas seguían gustándole…, pero ya no podía asumir la intimidad que el sexo exigía y la carga emotiva que las mujeres siempre le endosaban.

Abrió la cartera y le enseñó la placa. Ella no se movió, así que él dio un paso hacia delante, pero la rodilla izquierda le falló.

Estiró torpemente un brazo para intentar equilibrarse y lo que encontró fue el mango del rastrillo y, después, un hombro. Un brazo alrededor de su cintura. Ella cargó parte de su peso hasta que él recuperó el equilibrio.

—¿Se encuentra bien? —preguntó—. ¿Se ha hecho daño en la pierna?

—El mes pasado me dieron un tiro durante una detención, y todavía no he recuperado la estabilidad por completo —contestó entre dientes mientas el dolor le subía por el muslo hasta la espalda.

—Vaya. Cuánto lo siento.

Su compasión fue verdadera e inmediata.

Él la miró con irritación, pero quedó fascinado por cómo brillaba su pelo a la luz del sol.

—Huele bien —dijo. Sus palabras surgieron de una necesidad que llevaba dentro y de la que no sabía nada.

—A hierbabuena, supongo. He estado cortándola —miró por encima de su hombro—. ¿Podrá subir solo las escaleras o prefiere que le traiga una silla?

—No se preocupe, subiré si me echa una mano.

—Claro.

Era compasiva y enérgica, y Jess estaba seguro de que no era consciente de lo de la camiseta mojada y del efecto que causaba en él.

—Apóyese en mí cuanto necesite —le ofreció mientras miraba la distancia que los separaba de la casa y consideraba la dificultad de llegar hasta allí—. Soy bastante fuerte.

Y lo era. Bajo las curvas de su cuerpo, Jess podía sentir el tono de sus músculos mientras intentaba quitarle un poco más de peso. Se apoyó en ella pasándole un brazo sobre los hombros, consciente de que uno de sus senos le rozaba las costillas, que, por cierto, también se habían llevado su castigo en los revolcones que habían seguido al tiroteo.

Le hacía daño, pero al mismo tiempo se sentía tan bien que le hubiera pedido que continuaran así, aun sabiendo que la costilla podía clavársele en el corazón.

Aquella situación era toda una sorpresa para él. No se había dado cuenta de que necesitase de aquel modo el contacto humano.

—¿Seguro que está bien?

Al mirarla tan de cerca se encontró con unos ojos de un azul muy puro, que bien podrían servir para definir el color.

—Sus ojos… —murmuró intentando encontrar las palabras adecuadas.

Ella bajó la mirada.

—Ya se acostumbrará —contestó con desenfado—. ¿Está listo?

—Sí.

Un gemido se abrió paso entre sus labios apretados al poner peso en la rodilla herida. Primero la carrera; luego, la parada repentina, y para colmo, haber apoyado todo el peso en el hueso reconstruido y el menisco sintético… Todo reunido debía de haber dado al traste con un mes de sesiones de rehabilitación.

Una vocecita cínica le murmuró que el sentido de culpa de aquella mujer, por haber sido ella la responsable de su dolor, podía servir para que le abriera la puerta de su apartamento. Se tambaleó un poco al subir las escaleras, y no habría podido decir si era deliberado o si se debía al dolor de la pierna. Ella lo sujetó con más fuerza y lo miró con preocupación.

—Aquí. Siéntese —dijo acomodándolo en una amplia silla de madera de la cocina.

Jess no dejó resbalar el brazo por su espalda o su cadera, pero no tuvo dificultad alguna en imaginarse cómo sería. Apretando los dientes, intentó controlar aquellos pensamientos, que eran tan insistentes como las punzadas ardientes que le taladraban la rodilla.

—¿Le apetece un té frío? —le ofreció ella.

—¿Tiene algo un poco más fuerte?

—Bourbon.

—Doble, por favor —se secó el sudor de la cara con una mano que temblaba ligeramente—. No hay nada como encontrarse tan débil como un niño delante de una mujer —dijo, e intentó sonreír para que ella dejase de preocuparse. Compasión era algo que no necesitaba y que no aceptaría de nadie.

—Bien. ¿Quiere que le traiga una bolsa de hielo para la rodilla?

—No, no es necesario.

Dejó su arma sobre un pequeño mantel de rayas verdes y rosas que cubría la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla con un suspiro de cansancio.

Miró a su alrededor. La cocina estaba impoluta y había varios ramilletes de flores que servían de adorno. Aquella mujer parecía sensible y práctica a un tiempo, y tenía aquel acento suave del Oeste que también había notado en la detective y que resultaba tan agradable…

—¿Papá?

Jess se volvió frunciendo el ceño. Jeremy estaba con la nariz pegada a la puerta de mosquitera y los miraba.

—Creía haberte dicho que te quedaras en la camioneta —dijo con aspereza, mezcla del dolor y la rabia.

La viuda lo miró sorprendida y luego se volvió hacia el hijo de Jess con una encantadora sonrisa.

—Hola. Entra, está abierto.

Jeremy se quedó donde estaba, con su rostro huesudo de muchacho definido por un hosco entrecejo, y lo miró a través de la mosquitera. Jess intentó refrenar su ira.

—Ya has oído a la señora. Pasa.

El chico entró, pero se quedó pegado a la puerta, como una criatura salvaje que quisiera estar cerca del agujero que le garantizaba la huida.

Jess sintió remordimientos y rabia a un tiempo por las oportunidades que había perdido con aquel chico que era un calco de sí mismo cuando aún era un joven idealista. El dolor volvió a asediarlo, aquella vez en el corazón. Nadie le había dicho que fuese tan difícil vivir con los remordimientos.

Su mirada se tropezó con los ojos de Kate, llenos de compasión. El viejo escudo que utilizaba para protegerse de las humillaciones se colocó en su sitio. Él era un ex policía, al menos no era un borracho como su padre. Las broncas de los sábados por la noche habían sido la tónica de su juventud. Su hijo nunca tendría que pasar por aquello. Además, Jeremy lo había tenido fácil, si comparaba su vida y el barrio en el que él había crecido con la existencia que había llevado su hijo.

Se deshizo de los recuerdos e intentó concentrarse en el dolor del presente. Quiso subirse la pernera de los vaqueros pero no pudo. La rodilla se le había inflamado demasiado.

—Yo te ayudo, papá. Será mejor que te pongas un poco de hielo en la rodilla. Recuerda lo que te ha dicho el médico.

Lo sorprendió la preocupación de su hijo, pero no tanto como verlo arrodillarse delante de él para intentar ayudarlo.

—No pasa nada, hijo. Ya me lo pondré luego.

Cuando levantó la mirada, se encontró con que su anfitriona lo observaba con el ceño fruncido.

—Tiene que ponerse algo de hielo —dijo, y se puso manos a la obra casi con celo excesivo.

Jess dudó un instante, pero luego sacó una navaja del bolsillo y rompió los vaqueros por la costura. La cicatriz era de un rojo violento y se extendía por toda la cara exterior y frontal de la rodilla. La carne estaba hinchada como si fuera a estallar. Qué bien. Así era como se tomaba las cosas con calma durante tres meses.

—Maldita sea… —murmuró en voz baja.

Kate se volvió a mirarlo y la bandeja de hielo que acababa de sacar del congelador se le cayó de las manos; los cubitos quedaron desperdigados sobre el suelo verde y blanco de la cocina.

—Vaya —protestó ella sin mirarlo. Metió unos cuantos en una bolsa de plástico, añadió un poco de agua y la cerró. Estaba pálida.

—Lo siento. No quería asustarla —se disculpó él.

Lo sorprendió ver cómo temblaba la mano de Kate al entregarle la bolsa y cómo, tras echarle un vistazo a la cicatriz, enseguida miraba para otro lado. Así que era eso lo que la ponía nerviosa… Qué raro, no le había parecido de esa clase de mujeres que se asustaban por cualquier cosa.

Mientras él se colocaba la bolsa, ella reunió con la escoba los cubitos de hielo que habían quedado desperdigados por el suelo de la cocina; abrió la puerta y los empujó fuera, al jardín. No quedaba en ella ni rastro del sentido del humor que había percibido antes. ¿Qué podía pasarle a una mujer que podía enfrentarse a un extraño armado, pero que se alteraba profundamente ante la visión de una cicatriz?

Pues seguramente era una persona a quien algo del pasado había asustado tremendamente. Detestaba los casos en los que mujeres y niños resultaban heridos, en muchas ocasiones por los hombres que se suponía debían cuidarlos y protegerlos. Esa era la razón por la que él había decidido ser policía, seguramente.

—No voy a hacerle daño —dijo en el mismo tono sereno que utilizaba con las víctimas de maltrato, el mismo todo que ella había utilizado con él al ver su arma.

—Claro que no. No lo he pensado ni por un momento.

Metió la bandeja del hielo de nuevo en el congelador y lo miró durante unos segundos.

El brillo había vuelto a sus ojos y Jess respiró hondo.

—El hielo me alivia. Ya no me duele tanto.

—Bien —llenó de bourbon un vaso y se lo dejó al lado del arma—. ¿Me disculpa un momento? Tengo que cambiarme de ropa.

—Claro. No nos moveremos de aquí.

Y mucho menos con aquella rodilla.

Ella asintió sonriendo y desapareció, y un segundo después, oyó sus pasos escaleras arriba.

 

 

Kate abrió la puerta de su dormitorio, corrió al teléfono y marcó el número directo de Shannon.

—Bannock al habla.

—Shannon…

—Ah, hola Kate. No, no he olvidado la comida de mañana por tu cumpleaños. Incluso te he comprado una tarjeta de felicitación.

—También espero galletas caseras. Montones de ellas.

—De acuerdo… —contestó Shannon fingiendo fastidio.

—Shannon, ¿has enviado tú a un policía a mi casa? Un tipo que se llama…

No podía recordar el nombre.

—Jess Fargo. Sí. Necesita un lugar en el que recuperarse de una herida, quiere pescar y relajarse en el campo con su hijo. Supongo que ha llegado sin problemas.

Kate pensó en la goma y en el arma.

—Eh…, sí. Solo quería asegurarme de que es quien dice ser. No había pensado en alquilar el apartamento ahora que Valerie se ha casado y tiene su propia casa. Había pensado tener el verano para mí sola.

Val, una profesora del colegio local, se había casado con el único médico soltero de la ciudad, para fastidio de muchas otras mujeres, y su marido y ella estaban de luna de miel.

—Querrás decir que querías volver a ser una eremita —bromeó su prima—. En cuanto al policía, es cierto que necesita el sitio. Lleva un par de días conduciendo y se ha dado cuenta de que está demasiado cansado para continuar. Además, ha pensado que la pesca puede ser buena por aquí.

—Está bien. Supongo que solo una bruja echaría a un policía herido de su casa.

—Desde luego. Además es guapo. No sé…, uno de esos tipos que parecen haber visto y hecho de todo.

—Seguramente será cínico y tendrá el corazón más duro que una piedra —respondió—. Ya hablaremos más tarde —y colgó con intención de darse una ducha.

La imagen que le devolvió el espejo de cuerpo entero le causó tal horror que se cruzó inmediatamente de brazos.

Lo cual era inútil, porque Jess Fargo y su hijo ya la habían visto. Bajó despacio los brazos y contempló impotente la transparencia de la camiseta y el sujetador. Incluso se le veían los pezones bajo la ropa.

Se dejó caer en la cama llevándose las manos a la cara. El policía habría pensado… habría pensado lo peor.

Pero también era cierto que ella no sabía que estaba allí.

Se levantó y maldijo en voz alta. Había pasado por una terapia de dieciocho meses después de la muerte de su marido para intentar sobreponerse a lo que él le había hecho pasar. Si se le ocurría hablar o tan siquiera mirar a un hombre, la acusaba de los actos más viles…

¡No! No iba a volver a pasar por aquellos momentos y la sensación de indefensión y desesperación. Ella no era culpable de nada.

Tras darse una ducha rápida, se puso una camisa de tejido grueso que se dejó por fuera de los pantalones azules de cintura elástica. Se recogió el pelo en la nuca, y con un suave toque de rosa en los labios y unas sandalias blancas, estuvo lista.

Respiró hondo y bajó las escaleras. «No era culpa mía», se repitió una vez más, como había hecho cientos, miles de veces tras la muerte de Kris.

Jess Fargo estaba donde lo había dejado, lo cual fue un alivio. Le gustaban las personas que hacían lo que se esperaba de ellas. Su hijo volvía a estar cerca de la puerta. Había una evidente tensión entre ambos.

Mirar al chico fue como mirar dentro de su propia alma. Reconoció el resentimiento, la necesidad de sentirse querido… y la esperanza que aún albergaba su joven y maltrecho corazón. Con un dolor en el pecho, bajó la mirada e intentó convencerse de que solo eran imaginaciones suyas.

Aquel joven necesitaba algo más de su padre, quizás algún signo visible de su amor.

¡No! No era asunto de ella. No se iba a dejar arrastrar por sus problemas. Ahora se encontraba bien. Había hallado paz interior y así quería seguir, pero le dolió ver al chico tan perdido, tan inseguro y resentido.

Suspiró. Ya empezaba otra vez: Kate, la de corazón tierno, la que siempre adoptaba perros perdidos, gatos extraviados, humanos heridos…

La garganta se le cerró y tuvo que tragar un par de veces antes de poder hablar.

—He hablado con mi prima, la detective Bannock, y me ha dicho que necesita un lugar en el que hospedarse durante unos días.

—Sí. Puede que un mes.

Ella frunció el ceño, pero luego se encogió de hombros. Un mes no era tiempo suficiente para que sus vidas pudieran cruzarse.

—Hay un apartamento encima del garaje, pero supongo que querrá verlo antes…

—Seguro que está bien.

Aquella interrupción le dijo que a él no le importaba qué aspecto tuviera. Necesitaba un sitio para descansar. Su compasión volvió a despertarse.

Los problemas de Jess Fargo eran solo cosa de ella, se recordó con firmeza. Quizás aquel viaje funcionara para él y para su hijo o quizá no, pero ella no iba a meter la nariz en sus asuntos.

—No me he quedado con tu nombre —le dijo al chico.

—Jeremy Fargo.

—¿Ya estás en el instituto? —le preguntó, aunque en realidad parecía tener once o doce años a lo sumo.

La sonrisa del chico fue rápida, tímida y complacida.

—Este año voy a empezar sexto curso.

—Es que está muy alto para su edad —intervino el padre. Le vio colocarse la bolsa de hielo y luego tomar un sorbo de té frío y dejar el vaso junto al de bourbon, ya vacío.

No iba a darle más. Estaría tomando medicación, y una copa era más que suficiente.

Pensó en invitarlos a cenar. Dudaba seriamente que el policía hubiese hecho la compra, y su casa quedaba bastante lejos de Wind River, y todavía más de Medicine Bow, que era donde había un supermercado más surtido y decente, pero decidió no hacerlo. Por instinto sabía que aquel hombre podía ser peligroso para su tranquilidad. ¿Es que no había aprendido nada de su matrimonio?

El recuerdo de otros veranos acudió a su cabeza y le llenó el corazón de la amargura de la pérdida. Era un dolor que no disminuía nunca y que siempre andaba rondando sus emociones, dispuesto a saltar en cualquier momento de debilidad.

Como por ejemplo, al ver las cicatrices de la rodilla.

Heridas de bala. Las conocía bien. Conocía el terror, el dolor que cercenaba la carne y con él, la certeza de haber perdido algo más precioso que su propia vida. Se llevó la mano al abdomen en el que una vez había latido otro corazón. El de su hijo. El niño que nunca llegaría a ser.

El vacío le llegó a la boca envuelto en bilis. Sus brazos, su corazón, su casa… desprovistos de esa dulce vida que deberían haber tenido.

Dios mío…, no podía volver a pensar en lo que podría haber sido. Hizo un esfuerzo más para centrar sus pensamientos en los invitados que tenía en la cocina.

Al igual que le ocurría a Jess Fargo, su piel también mostraba cicatrices, pero no eran nada comparadas con las que tenía en el alma.

—Vamos —dijo de pronto—. Los acompañaré a su apartamento y los ayudaré a instalarse.

—Voy a buscar la muleta, papá —se ofreció Jeremy. Salió corriendo y dejó una estela de silencio tras de sí.

Volvió en menos de un minuto y ella encabezó la marcha y dejó que el padre y el hijo avanzasen a su propio ritmo.

Un agradable frescor la envolvió al abrir la puerta del apartamento. Puso en marcha la nevera y el calentador de agua. Luego abrió las puertas de cristal que daban a la terraza construida sobre el garaje y se quedó allí, dejando que la brisa la acariciara mientras contemplaba la paz de aquel escenario.

Desde la terraza se dominaba una maravillosa vista del lago artificial que quedaba al sur y en torno al cual se habían reunido las vacas para beber. También se divisaban los picos cubiertos de nieve de Medicine Bow Peak, al sudoeste. Los olmos la protegían del sol de la tarde.

Al oír un paso lento y el golpe rítmico de la muleta, sintió lástima. En otro tiempo, Jess Fargo habría subido aquellas escaleras de dos en dos con la facilidad de un gamo.

Al volverse reparó en que estaba apretando los dientes para subir el último escalón y se apoyaba pesadamente en la muleta. ¿Volvería a moverse con facilidad alguna vez?

Jess se detuvo y miró a su alrededor estudiando el apartamento: la espaciosa cocina, el salón que se abría detrás de un arco y el acogedor mobiliario. Había también dos dormitorios a los que se accedía por un corto pasillo. Al baño se entraba desde el recibidor.

—Es pequeño —dijo ella sintiendo la necesidad de disculparse.

—Es suficiente —contestó él, y se sentó junto a la mesa de pino que había pertenecido a la bisabuela de Kate.

—Hay platos, pero tendré que traerles toallas y sábanas.

—Tenemos sacos de dormir y toallas —contestó él con cierta aspereza.

Quizá fuera por haber tenido que subir la escalera. No había pensado en la dificultad que podría tener una persona en su situación para entrar y salir del apartamento.

—Hay un motel más cerca de la ciudad con precios razonables. No tendría que subir y bajas las escaleras.

—Puedo hacerlo —la informó él.

Kate notó la rabia que había brillado en sus ojos al hablar, unos ojos que tenían el color de las hojas de los robles, bordeado el verde por una fina línea gris.

—Bueno, los dejo para que se instalen. Mi número está junto al teléfono. Llámenme si necesitan algo.

—Una llave.

Ella dudó un instante y luego esbozó una sonrisa.

—Está en el gancho que hay junto al teléfono. Es que por aquí no solemos cerrar con llave.

—Pues es una temeridad. Nunca se sabe quién puede presentarse.

El disgusto del policía profesional ante el descuido de la gente la molestó un poco.

—Bueno, pues ahora que tenemos un policía en el vecindario estaremos mucho más tranquilos —contestó con sarcasmo, aunque luego, al mirar al niño, lamentó haberlo hecho, porque el chico los observaba preocupado. Una criatura joven atrapado entre dos fuerzas mayores que él y opuestas. Debía ser la misma situación que había pasado con sus padres. Kate tenía la corazonada de que estaban divorciados.

—Los peces empiezan a picar con las primeras luces —le dijo al chico con una sonrisa de verdad—. El camino del lago sale al final del jardín. No tienes más que bordear la rosaleda y seguirlo. Hay un embarcadero que puedes usar cuando quieras, y las cañas de pescar están en el cobertizo del jardín.

—Gracias —contestó Jeremy.

Kate se marchó. Más tarde, sentada en el balancín del porche, vio luz en las ventanas del apartamento. Jeremy y su padre habían hecho varios viajes a la camioneta. Era absurdo que aquel hombre se torturara de ese modo la rodilla. Jeremy y ella podrían haberlo subido todo.

Orgullo. Cabezonería. Aquel hombre era un resentido, una persona que necesitaba hacer las paces con la vida, un hombre que tenía que conseguir comunicarse con su hijo, que era otra persona con necesidades propias.

Sintió un estremecimiento. Si fuera una chica lista, se mantendría alejada de aquella pareja.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Pero ¿cómo podía ser lista una mujer tratándose de un niño que, en su opinión, necesitaba cuidados?», se repetía Kate mientras subía la escalera del apartamento con una cesta de bizcochos recién hechos. Llevaba también café y una jarra de leche.

La puerta estaba abierta cuando llegó. Jess estaba de pie, y aunque su rostro no expresaba nada, Kate presintió que no le agradaba la visita.

—Le traigo a Jeremy unos bizcochos recién hechos —dijo.

Los ojos de Jess adquirieron inmediatamente una desconfianza que la hizo enfadar. Tenía algo contra ella, y sin ningún motivo. Eso no le gustaba.

Tras una eternidad, abrió la puerta de mosquitera y la dejó pasar.

—Aún no se ha levantado —la informó.

Él debía de acabar de salir de la ducha, porque llevaba el pelo mojado y parecía recién afeitado, y la sensación que desprendía era tan refrescante como el aire que bajaba de los picos nevados. Parte del cansancio que se adivinaba el día anterior en las sombras que le subrayaban los ojos había desaparecido, pero aun así no parecía recuperado del todo.

En contra de su voluntad, Kate sintió que le inspiraba lástima. Lo habían herido mientras cumplía con su deber, y tan solo pedía un lugar en el que recuperarse… y, quizá, mejorar la relación con su hijo.

Llevaba una camiseta y pantalones caqui, e iba descalzo. Las cicatrices, las inflamaciones, todo hablaba de un dolor persistente que no le quedaba más remedio que soportar, por mucho que se empeñara en disimularlo.

Era lo mismo que había hecho ella durante mucho tiempo: guardárselo todo dentro, toda la tristeza que emanaba de lo más hondo de su ser. Sabía mucho de esas cosas, y de pronto sintió las lágrimas cerca de la superficie.

Pero no quería dejarse arrastrar por aquella marea, de modo que se acercó a la mesa y dejó la cesta.

—Lo dejo todo aquí. Traigo también un poco de leche.

Él le contestó con una especie de gruñido que bien podía ser de gratitud.

—Y café recién hecho.

—Gracias —dijo desde la puerta, como si deseara que ella se marchase cuanto antes.