Cuentos de Navidad para los Reyes Magos - José Ramón Guzmán Álvarez - E-Book

Cuentos de Navidad para los Reyes Magos E-Book

José Ramón Guzmán Álvarez

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Un ramillete de 13 cuentos de Navidad, como los de siempre, pero de nuestros días. En los que han querido estar presentes los personajes de la Navidad (y, muy especialmente, los Reyes Magos), pero también niñas y niños, papás y mamás, abuelas y abuelos, reporteros, policías, oficinistas, gallos, carteras, notarios, pajes reales, camellos y dromedarios... ¡hasta conoceréis a Constancio Vermúdez, que hay quien dice que es un plagio de Ebenezer Scrooge! Valores implícitos: Esta colección de cuentos es para ser leída por los Reyes Magos y por todos los niños y niñas que los esperan cada día 6 de enero, los que son pequeños y los que ya crecieron. Por eso, comparten todo aquello que está detrás de cada mirada infantil, que es la forma más sabia de mirar: imaginación, ternura, cariño y, sobre todo, mucha ilusión.

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Seitenzahl: 192

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Cuentos de Navidadpara los Reyes Magos

Cuentos de Navidad para los Reyes Magos

© del texto: José Ramón Guzmán Álvarez

© diseño y corrección: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI-BÚ, 2024

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23

Edificio Sevilla 2

41018 - SEVILLA

Tlfn: 912.665.684

[email protected]

www.babidibulibros.com

Primera edición: enero, 2024

ISBN: 978-84-19859-43-3

Producción del ePub: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»

Queridos Reyes Magos:

Este año os escribo antes de tiempo por una buena razón.

He andado hacia atrás en el tiempo que hemos pasado juntos durante estos años y me he decidido a reunir las cartas y los cuentos que os he ido enviando. Por nada en especial: solo por el gusto de que lo tengáis todo junto por si queréis leerlos en casa, para entreteneros o para regalarlos. Así, igual nos dejamos un ratito de mirar la pantalla del móvil, que se nos va a quedar la mirada chiquita de tanto ver en pequeño.

Por si tenéis buena memoria: os aviso de que la recopilación ha sido algo accidentada y está todo desbarajustado. A lo mejor os causa extrañeza. Pero es que se me han revuelto y se han puesto los cuentos en el orden que han considerado oportuno. Es decir, que no van de corrido por años, hacia arriba o hacia abajo: el de 2014 a lo mejor va el duodécimo y el de 2017 el segundo. Pero es lo de menos. Creo que también se puede decir que es indistinto, aunque mejor lo buscáis en el diccionario.

No os entretengo más por si os ponéis a la tarea.

Cualquiera sabe.

Un abrazo, Ramón.

Índice

Cuentos para los Reyes Magos

El cuento del gallito Capón

Una Navidad clandestina

El año en que por poco no hubo día de Reyes

Retablito de la Virgen y el pastor

La carta que se quedó olvidada

El secreto de los Reyes Magos

Fiesta de cumpleaños

La primera cabalgata

Y se produjo el milagro

La gran idea de los Reyes Magos

Sainete del buey y la mula

¡Hay que echar una mano al espíritu de la Navidad!

Cover: canción de su Navidad

Cartas a los Reyes Magos

Diciembre de 2007

Diciembre de 2008

Diciembre de 2009

Diciembre de 2010

Diciembre de 2011

Diciembre de 2012

Diciembre de 2013

Diciembre de 2014

Diciembre de 2015

Diciembre de 2016

Diciembre de 2017

Diciembre de 2018

Diciembre de 2019

Marzo de 2020

Diciembre de 2020

Diciembre de 2021

Diciembre de 2022

El cuento del gallito Capón

Había una vez un gallo capón que viajaba a la ciudad para pasar la cena de Nochebuena. Todos los demás gallitos ya habían llegado a sus hogares. En el furgón frigorífico quedaba él solito, castañeteando de frío.

El camionero estaba cansado. Como había mucho tráfico, pensó que ya era hora de volver a casa. De modo que abrió la puerta y soltó al capón en una rotonda de la autovía. El gallito salió aturdido. Cerró los ojos y apretó el pico, revoloteó y revoloteó, y se abrió paso entre las luces de los coches hasta que llegó a la plaza mayor.

Ya había entrado la noche, o eso parecía porque las lucecitas de colores y sin colores espejeaban todas las fachadas. El gallito perdido se subió al tejado de una casa para buscar el amanecer. Aunque el zumbido de los coches lo incomodaba un poco, pudo conciliar el sueño y se quedó dormido haciendo sombra en las piedras de la torre. Pasó la noche, y el amanecer vino a buscar al gallito, que comenzó a cantar en la ciudad.

Al primer ki ki ri kí, la luna sonrió sorprendida.

Al segundo ki ki ri kí, bostezó el gato en el salón.

Al tercer ki ki ri kí, un guardia municipal se encaramó al tejado y golpeteó el lomo del gallito:

—Señor gallo, disculpe que le interrumpa, pero debe usted callarse porque molesta al vecindario. Ya nos han llegado al teléfono móvil de incidencias tres quejas y dos reclamaciones.

—Pero es que soy un gallo mañanero… —comenzó a decir el capón.

—Hágame caso y circule, que soy la autoridad —le respondió el guardia—; en caso contrario, le tendré que multar por no estar en un sitio adecuado para gallitos.

El gallo bajó del tejado y se encaminó por la avenida, deslumbrado por las lunas de los escaparates.

Era víspera de Navidad, y las aceras estaban aún limpias de peatones apresurados. Era víspera de Navidad y el gallito no tenía a dónde ir en la ciudad.

Andando, andando, pasó la mañana y la tarde se iba. Andando, andando, el gallito se metió en una boca de metro.

Como no sabía qué hacer, se subió a un tren dormilón.

Al cabo de muchas estaciones, el capón se aburrió del villancico de Boney M y de las caras incómodas que entraban y salían, y él también se apeó.

Era casi de noche más allá del cielo de la ciudad.

La boca del metro daba a una gran tapia, y la gran tapia a un campo perdido en el interior de las calles.

El gallo se alegró de la tierra y de la hierba.

Y saltando, saltando, llegó a un olivarillo y miró la hora. Entonces, el gallito se dio cuenta de que era casi la hora. Subió a un olivo que griseaba reflejos de plata y esperó a que dieran las doce en el reloj de las estrellas.

¡Había llegado la Navidad!

El gallo ajustó sus plumas y cantó y cantó. Como era domingo y las oficinas estaban cerradas, no había quién se molestara por la canción del gallito.

Como era domingo, nadie se disgustaba por el anuncio del año nuevo.

Y el capón cantaba, y en la ciudad vino la Navidad. Los almendros de la quinta florecieron, y cayeron los pétalos y eran nieve y escarcha sobre el suelo. Florecieron los pinos y los cipreses, y el viento esparció purpurina de oro bajo las farolas.

Advertidos por el ki ki ri kí, llegaron al campito pájaros desde todos los lugares. Vinieron carpinteros y herrerillos, y lavanderas y canasteras, y carboneros y tejedores. Hasta llegó un torillo de alguna marisma olvidada, y tres reyezuelos acudieron desde el oriente. ¡Qué alegría de belén en la ciudad!

El gallito, contento, cantaba y cantaba, animado por el revuelo. Y como estaba muy concentrado y tenía los ojos cerrados, no se apercibió de que unas manitas dulces le alzaron en volandas y lo subieron a la torre más alta del cielo, sobre las campanitas de los deseos que se cumplen.

Y desde ese día en adelante, basta con asomarse en Nochebuena a la ventana, apagar los coches que pasan por las calles y escuchar atentamente para oír al gallito capón cantar ki ki ri kí a todas las navidades del mundo.

Una Navidad clandestina

—¡Que no, que ya te lo he dicho una vez y no te lo repito! Que si quieres que celebremos algo estos días, pues festejamos la llegada del solsticio y santas pascuas.

Papá nunca entraba en razones cuando le sacaba el tema. Y eso que casi jamás se enfadaba. Solo a veces se ponía un pelín triste. Entonces, se quedaba callado, con los ojos en silencio. Eso sí, se le pasaba casi en una chispa; igual que se había puesto, se quitaba, y volvía a ser papá.

Este año me dio coraje porque el ciprés del jardín había crecido. Pero para qué le sacaría el tema: que si es que hablaba malayo o es que no me enteraba. Que si tenía ganas de Navidad, que enchufara un rato la tele y viera el anuncio de la lotería. Que si los vecinos disfrazaban al gnomo que tenían en el césped con un gorro de Papá Noel, que ellos sabrían.

Y que a cuento de qué íbamos a llenar el ciprés de lucecitas y de estrellas cuando ese ciprés no tenía que estar allí, que ya me lo había explicado otras veces, que el del vivero nos lo vendió pensando que era uno de esos altos, erguidos, que suben y suben bien derechos hasta el cielo, y nos salió un arbolucho copudo, raquítico y despeluchado. Y que por qué teníamos que estar todos los años con la misma cantinela, que ya sabíamos los dos que la Navidad solo era una excusa para echar en la tele muchos anuncios de juguetes y de colonias.

Y yo le respondí que vaya, que por qué mis amigos sí podían poner un árbol y un belén, y que cómo íbamos a celebrar el solsticio con lo difícil que es pronunciarlo, y que qué culpa tenía yo de que pasara lo que pasó justamente una noche de Navidad, y que, además, si lo mirabas por un lado, el ciprés se parecía un poco a un abeto.

Y papá se puso entonces muy serio, más serio de lo que jamás lo había visto, y me miró fijamente, como para que me quedara quieto y no me fuera, y me dijo: ea, que esto es lo que hay.

Y entonces nos fuimos a acostar y al día siguiente me fui por la mañana al parque a encontrarme con José, Simón y Toñín. Me vieron con la cara apenada y no jugamos a los pelotazos, sino que hablamos. Y como sabían que era por lo que era, José dijo que no me preocupara que, total, en su casa esta noche se ponen todos a llorar. Su madre empieza, mientras parte el pollo, primero despacito, que casi no se le oye, pero enseguida se acuerda de todos los que faltan, y como siempre faltan muchos, pues venga a llorar.

Y, entonces, le pega la llantina a su tita, que viene a pasar la Nochebuena, y a los abuelos, que llegan un poco más tarde porque su papá tiene que ir a por ellos, pero se acoplan de momento.

Y cuando llevan ya un rato llorando, viene Bego, la de al lado, que los ha oído, y se echa también una buena llorera porque dice que así aprovecha, que en su casa, sola, le da cosa ponerse a llorar mucho.

Simón también quiso ayudarme y nos contó que ellos están casi toda la noche cantando. Nunca cantan durante el año, pero esta noche no paran, aunque no se saben muy bien todas las letras de las canciones, sobre todo su padre, que es quien dirige el coro, así que casi todo el tiempo repiten las campanas, y los peces, y los pampanitos. Y lo que más cantan es lo de «hacia Belén va una burra, y arre borriquito, vamos a Belén», todo junto, porque a su papá le hace gracia que esté el pobre animal todo el tiempo yendo y viniendo para lo mismo.

Lo que nos contó Toñín sí que nos gustó. Primero nos hizo prometer que no se lo diríamos a nadie, que sería nuestro secreto porque le daba un poco vergüenza contarlo. Nos dijo que en su casa se celebra la Navidad con una tarta y muchas velas, y se canta cumpleaños feliz, y feliz, feliz en tu día, y llenan el salón de globos y de cadenetas de papel de colores, y tiran confeti que hacen recortando revistas viejas. Y eso es porque sus padres dicen que esa noche es el cumpleaños del mundo, y que hay que alegrarse mucho.

Y como Simón le interrumpió y le dijo que se han confundido de noche, que eso es de nochevieja que está justo antes de año nuevo, Toñín nos respondió que no, que son cosas distintas, que en Navidad celebramos el cumpleaños de todos porque es el cumple del amor. Quien lo explica bien es su tío Emilio, que sabe muchas cosas sin mirar el ordenador: dice que Jesús nació para globalizarnos, pero para bien, para que nos dejemos de tonterías y que todo el mundo se quiera y sanseacabó.

A todos nos gustó mucho cómo hacen la Navidad en casa de Toñín, pero, claro, yo sólo lo podía pensar porque mi papá no quiere saber nada. Entonces, como no se me iba del todo la tristeza, José propuso que para que mi padre no se llevara un disgusto, celebrara la Navidad en mi habitación a escondidas. Todos estuvimos de acuerdo en que era una gran idea, aunque había que tener cuidado y no cantar ni llorar muy fuerte.

De forma que, por la noche, cuando papá nos llevó a la cama a mí y a él y me quedé solo en mi habitación, saqué de debajo de la cama al niño Jesús, la Virgen y san José, que José había cogido del Belén de su abuela. Como no ve mucho, casi seguro que no se da cuenta. Los puse sobre la mesa de estudiar, debajo de un libro abierto haciendo como cueva. Pastores no me pudo coger, ni otras figuritas, porque llegó su madre y tuvo que hacerse el despistado, pero no me importó porque puse los playmobil del Oeste que traen caballos.

Cuando acabé de instalar el nacimiento, encendí el ordenador para poner la peli de Qué bello es vivir que me dijo Simón que mola mucho en su casa y que siempre la ven en Navidad; esa, y otra de un Cuento de Navidad en donde sale uno a quien no le gusta la Navidad como a papá. Pero esta no la puse porque salen fantasmas y luego tengo pesadillas. Simón me tranquilizó, porque como la peli es en blanco y negro, cuesta menos tiempo bajarla de internet y así evitamos un poco que papá se entere. Y eso hice, y saqué de la mochila dos polvorones que me dio Toñín, pero solo me tomé un poco de uno porque tragué mucho de una vez y me entró la tos y tuve que ir al baño a beber agua con la boca tapada, y papá me oyó y preguntó qué pasa, qué pasa, pero como me quedé callado, no ocurrió nada.

Cuando regresé, como tenía calor del sofoco del polvorón, abrí la ventana, y qué bonita está la noche, pensé, porque por la tarde había nevado, y era todo como en los villancicos, y la luna estaba preciosa, alumbrando el ciprés que no se había oscurecido y parecía que lo hubieran pintado con un lapicero de punta afilada.

Entonces decidí que por qué no iba a venir la Navidad también a nuestra casa y salí muy despacito al jardín y fui a la leñera y levanté los palos de la esquina y cogí con cuidadito todas las que estaban allí agazapadas, dormidas, pasando el frío del invierno. Después le pasé a cada una un algodoncito y un hilillo por debajo, muy suavemente, y las dejé un ratito bajo el flexo para que se desperezaran. Mientras tanto, busqué la foto que tengo escondida en el libro del camello cojito y escribí detrás con el rotulador verde.

Luego fui a despertar a papá, que se dio un susto y me preguntó que si tenía sueños malos. Le dije que no, pero que se levantara porque había ocurrido algo en el jardín y que viniera conmigo.

Salimos de casa, y entonces papá vio el ciprés iluminado por los gusanos de luz, y la luna encima, como si fuera una estrella, y el aire lo balanceaba todo, que era como si estuviésemos bailando ballet. Y le dije que se acercara y mirase bien, que nos habían traído un regalo para él.

Y papá abrió el sobre y vio la foto en donde estábamos los tres, bueno, a mí no se me ve, pero estoy dentro, y le dije, venga, vamos, dale la vuelta, y la giró y leyó «Os quiero mucho, feliz Navidad», y se quedó muy quieto, callado, pero no lloró, solo sonrió como cuando sonríe mi papá, pero más todavía, y parecía que las pupilas se le fueran a echar a rodar por el trampolín de las arruguitas de los ojos. Y también echó un suspiro muy largo que, como hacía frío, se elevó en una nubecita de vapor que tenía la forma de un ángel, o a lo mejor fue un ángel de verdad que se le escapó con el suspiro.

Entonces, se agachó un poco y me cogió de la cintura, y me alzó, y me dio un beso pequeño, y después uno grande, y me dijo feliz cumpleaños y feliz Navidad, y me dio nueve tirones de orejas.

Y yo me puse muy contento porque ha sido la primera vez que hemos celebrado mi cumpleaños y el del mundo.

El año en que por poco no hubo día de Reyes

(Noche del 31 de diciembre, 22:18)

—¡Oh, no!

El señor que pintaba los números de los calendarios se echó las manos a la cabeza.

La cola de Misifú había empujado el bote de pintura roja, derramando sobre el suelo de la estancia un prado de pétalos de amapola.

¿Qué haría ahora? Se agachó y probó a mojar el pincel en el interior de la lata. El penacho de pelitos apenas llegó a humedecerse. ¡Qué mala suerte! Si solo le faltaba rotular un día…

¡Qué preocupación la del señor de los calendarios! ¡Y cómo no estar preocupado! Todos los años cumplía su tarea con esmero y diligencia. Y a tiempo, muy a tiempo.

Cada fin de diciembre tenía preparados todos los almanaques y calendarios para que pudieran agarrarse con chinchetas a las paredes, mirar con displicencia desde la mesita de la sala de estar lo que ponían en la tele o cobijarse del frío y del calor en el pliegue más mullido de los bolsos y las carteras.

Procedía meticulosamente. Primero, rellenaba los días negros, que en apretada y ordenada formación recorrían todas las semanas del año. Para no despistarse, y así evitar que alguna cifra se quedase perdida, escondida entre la muchedumbre de días, comenzaba desde diciembre y pintaba hacia atrás hasta llegar a enero; de este modo, se iba animando conforme rebobinaba el tiempo futuro. Después era el turno de los domingos: uno a uno daba forma al número que tocaba con la tinta encarnada. Alegres y juguetones, daban saltos de pídola de seis en seis hasta concluir el año. Cuando finalizaba con el último de ellos, revolvía de nuevo la rotonda del tiempo, pintando ahora los días de fiesta entre semana, muy atento a la plantilla que le había dado el concejal del ayuntamiento para no equivocarse.

El reflujo de esta marea de color acariciaba la orilla del nuevo año cuando rellenaba la barrigota del 6 de enero, el mejor día del año, el día en el que todos dejamos de hacernos los mayores.

Concluida su labor, preparaba los calendarios y almanaques para que el repartidor los recogiera y los entregase en todos los lugares de la ciudad.

Pero, ahora, ¡en menudo lío le había metido el gato! Con el bote en el suelo y Misifú ronroneando entre compungido y zalamero, cavilaba qué podría hacer. Porque solo había tenido ocasión de pintar el día 6 en uno de los calendarios.

Miró el reloj. La droguería de abajo estaría cerrada y no había tiempo para esperar al día siguiente. Joaquín, el repartidor, no tardaría en llegar.

Se aprestó a hacer lo único que podía salvar esta situación.

Quizás nadie se apercibiera. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que el día 6 de enero vienen los Reyes Magos.

Y, en cualquier caso, los Reyes saben que tienen que venir.

Justo cuando el repartidor llamó al telefonillo, acababa de juntar todos los almanaques y calendarios, ordenándolos en una pila. Los rodeó con un cordelito de cáñamo y les hizo una lazada.

Recibió con alivio las felices navidades con que se despidió Joaquín y cerró la puerta.

Estaba exhausto. Antes de irse a la cama, cerró el bote de pintura negra para que no se endureciera e introdujo el pincel en un bote de mermelada.

De inmediato, unos oscuros nubarrones se extendieron por el aguarrás, trayendo consigo una tormenta de malos presagios…

(Día 5 de enero, noche, 21:47 horas)

La noche del día 5 de enero, Andrés, Silvia, papá y mamá dejaron aparcadas las zapatillas junto a la puerta del balcón. Mamá puso tres polvorones, una peladilla, un mantecado y un mazapán en un platito, porque Andrés pensaba que no a todos los pajes les gustaría lo mismo.

—No eches mucho, papá, que luego tienen que ir a otras casas —advirtió mamá, mientras papá llenaba tres vasitos con anís.

A continuación, trajeron entre los dos el barreño lleno de agua de la cocina para que bebieran los camellos y los caballos, y lo dejaron entre las copitas de anís y la hoja de lechuga que Silvia pensó que le encantaría al de Gaspar, su favorito.

—Ya es hora de irse a la cama. Y nada de quedarse despiertos porque, como os vean, los Reyes no nos dejarán nada. —Y papá rasgó con un tenedor la superficie esmerilada de la botella cuatro veces, dando la señal de que estaban preparados para que Melchor, Gaspar y Baltasar los visitasen.

(La mañana de Reyes, 7:36 horas)

¡Qué alegría cuando Silvia vio el peluche asomando la cabeza entre sus zapatillas!, ¡y lo contento que estaba Andrés con su juego de magia!

La habitación de mamá y papá fue invadida por los gritos de emoción de Andrés y Silvia.

—Ya vamos, ya vamos…, ¿de verdad que han venido?, ¿y se han comido los polvorones?

—¡Sí, mamá! ¡Que sí! —Silvia le tiraba de la pernera del pijama a mamá para hacerla descender de la cama.

—Que no, que no todos. Si os lo había dicho. Han dejado el mazapán. No les gusta el mazapán. Como a mí, ¿os dais cuenta? —Andrés aclaró la situación con un tono aleccionador.

(Día 6 de enero, unos minutos después de que Silvia y Andrés descubrieran los regalos, como hacia las 8:02)

La teniente Acosta recibió la orden. Aviso urgente, movilice a las unidades.

Reunió con prontitud a la parte de la compañía que permanecía en el cuartel. Los demás habían marchado a hacer maniobras al parque de atracciones y ellos se habían tenido que quedar acuartelados porque no había sitio para todos.

Montaron en las tanquetas, en las motos y en Aurora, la yegua con la que patrullaban en el carrusel, que tuvo que volverse porque se había mareado.

Siguiendo el procedimiento, la teniente alertó al comisario de policía, que de inmediato puso a su disposición a dos vehículos antidisturbios, tres guardas jurado y un oficial de notaría.

En el momento en el que todo el operativo estuvo preparado, marcharon hacia el objetivo.

Gloria se extrañó al ver la comitiva recorriendo con circunspección la avenida. Su olfato avezado de periodista caza noticias le puso en alerta: ¡algo muy importante había sucedido en la ciudad y ella tenía que contarlo! De modo que también Gloria se sumó al desfile, pero a cierta distancia, para mantener la discreción que consideraba obligada en su oficio y, de paso, no ser detenida.