Cuentos reunidos - Beatriz Espejo - E-Book

Cuentos reunidos E-Book

Beatriz Espejo

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Beschreibung

Los cuentos recopilados en este volumen forman una antología de sueños de mujeres dispuestas a recordar: sueños que se quedaron juntos demandando ser contados. La obra de Beatriz Espejo está afincada en el rigor de la prosa y el cuidado de la forma; ha sido concebida bajo el enigma de a dónde va y de dónde regresa la memoria al transformarse en literatura. Esta edición reúne los relatos contenidos en Muros de azogue (1979), El cantar del pecador (1993), Alta costura (1997), Todo lo hacemos en familia (2001) y Marilyn en la cama y otros cuentos (2004).

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Cuentosreunidos

Beatriz Espejo

Primera edición, 2004 Primera edición electrónica, 2012

Viñeta: “Sin título”, Teyé Ilustraciones en Todo lo hacemos en familia de Luis López Loza

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1047-8

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora

Beatriz Espejo, nacida en el Puerto de Veracruz, es escritora, investigadora de tiempo completo en la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores y de El Colegio de México. Entre los reconocimientos que ha obtenido se encuentran el Premio Nacional de Periodismo (1984), el Premio Magda Donato (1986), el Premio Nacional de Narrativa Colima (1993), el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí (1996), el de Veracruzana Distinguida (1997) y la Medalla al Mérito Literario (Yucatán, 2000).

Índice

Prólogo: ¿Quién tuvo la culpa?

Muros de azogue (1979)

El monograma de oro

El cofre

Love story

El matrimonio

La felicidad

El tío Jesús

La paloma

El caserón de la Reforma

Primera comunión

El retazo de un suspiro

Una nota

Mientras llovía

El primo Manuel

El testamento

Lo que recordamos

Una mañana de abril

La coleccionista

En mi vigilia

El ansia de volar

La última visita que le hice a la tía Consuelo

La modelo

El cantar del pecador (1993)

Marichú

Cómo mataron a mi abuelo el español

El emparedado

El Faisán

El cantar del pecador

El pacto

La casa junto al río

El ángel de mármol

El sueño

El Señor Eléctrico

Alta costura (1997)

Sólo era una broma

Desfile de modas

El bistec

Una hilera de besos

Una mujer altruista

Un incidente navideño

El niño y los gansos

Don’t try this at home

Progreso

Y las hojas de los árboles también se habían perdido

Los delfinios blancos

Alta costura

La hechicera

Marilyn en la cama y otros cuentos (2004)

Marilyn en la cama

Nina

Un cuento para Silvina Ocampo

La barca de oro de Anthony Quinn

Retrato hablado

Revoloteos de la Independencia

Detengan el avión

Los dulces

La tumba egipcia

Un fin de semana tranquilo

El espejo lateral

Entrevista con una leyenda

El visitante

Quiero caminar

Todo lo hacemos en familia (2001)

Prólogo ¿quién tuvo la culpa? 

RUMPELSTILTSKIN TUVO LA CULPA. Ese condenado duende con nombre de quince letras que parecía trabalenguas tuvo la culpa. Cobraba precios altos por los favores; aunque eso sí, era de una sola pieza en lo referente a cumplir promesas. Las cumplía aunque se lo llevara el diablo y zapateara de rabia en coléricos arrebatos. Rumpelstilskin es parte de la literatura universal; pero tengo su apelativo escrito siete veces, número cabalístico, en una hoja que arranqué de alguna libreta para acordarme cómo se llamaba aquel diminuto vestido con jubón verde yerba, cinturón de dorada hebilla, zapatos puntiagudos y gorra colorada y picuda que se arrancaba a la menor provocación y la azotaba contra el suelo entre las florecillas del campo temerosas por sus corolas no fuera a pisotearlas en otro berrinche. Lo veo desde las ilustraciones del cuento que yo hojeaba y leía mi madre. En esas épocas remotas todavía no sabía leer. Y todavía ignoro por qué me simpatizaba aquel tipo que se escondía bajo hongos gigantescos para que nadie pudiera encontrarlo, empeñado como estaba en quitarle el primogénito a la princesa. Me parecía más simpático que la patética niña empeñada en calentarse con una cajetilla de cerillos apagados uno tras otro por las ráfagas del viento nórdico en noches invernales o la sirena que sacrificaba su cola debido a sus arrebatos amorosos o la preguntona Caperucita culpable de que le abrieran la barriga al lobo con hambre tan voraz que hasta se había comido de un bocado a la decrépita abuela que seguramente olía como las sábanas de la cama donde yacía confinada tras largas enfermedades o el mentiroso pastorcillo a quien ya nadie creyó cuando de veras se le apareció la mala suerte. Rumpelstiltskin tuvo la culpa de mi afición por los cuentos. Claro que yo no sabía que los cuentos son unos taimados y no sólo divierten sino dicen más de lo que dicen. Abarcan poco y aprietan mucho, imponen leyes difíciles de cumplir, desechan sin el menor remordimiento todo lo inservible a sus propósitos y se ufanan de que las cosas complicadas parezcan fáciles. Aparte está aquello del tono, el ritmo, la habilidad para atrapar la atención desde el principio, el lenguaje que jamás debe parecer de merolico sino el de un prosista con la suficiente destreza para adecuarse a cada asunto respetando el propio estilo. Y como si esto fuera poco los resultados finales dependen de ayudas divinas, de un elfo musitante, de un vínculo con la casualidad, un soplo desde lo alto para que florezca a veces de manera milagrosa una planta bien cuidada.

Además el gineceo. Esa serie de mujeres dispuestas a recordar me llenaban la cabeza con sus historias. Mientras me trenzaban el cabello, trenzaban la urdimbre de sus sueños y los sueños de todas ellas se quedaron junto pidiéndome que los contara. Este contacto estrecho me hacía aprender más sobre las tradiciones culturales e historias familiares y me daban un sentido de pertenencia. Tampoco esas mujeres sabían que los escritores somos mentirosos, y si conservamos señas de identidad las sometemos a los caprichos de la fábula, la decantación del tiempo y la implacable esclavitud de las palabras. Yo gozaba escuchando las palabras de esas buenas conversadoras y solía contemplarlas mientras se prendían algún broche al hombro, se afanaban en labores de cocina y entretenían sus ocios formando corrillos en torno suyo, y no las olvido. Por eso la señora Nina piensa que a cierta edad, después de asistir o sufrir las consecuencias de un entierro, se siente que el panorama se despuebla para dejarnos solos en escenarios vacíos esperando la caída del último telón con un aterrador sentimiento de invalidez, con la certidumbre de estar en la primera fila de la nada; pero entonces aquellas mujeres que ocupaban cuartos y corredores de mi casa competían por la manzana de Afrodita y cada una se pensaba la más hermosa y para probarlo ponían sus conquistas sobre el tapete de mi credulidad y me hablaban de sus momentos felices o terribles, de sus pasiones y sus desencantos. Habían conocido el amor, los deseos y la concupiscencia y hasta las consecuencias de normas represivas imperantes en su generación. Casi ninguna rompió con lo establecido y sufrieron las consecuencias; sin embargo, reflexiono sobre el asunto y admito que una de mis tías fue la oveja negra del rebaño y que mis dos abuelas se tomaron ciertas libertades; pero esas cosas entraron al túnel de los misterios. Pasaban por alto como si no hubieran sucedido y si nunca me las confiaron a mí, siempre dispuesta a presenciar sus ires y venires, menos las sacaban a relucir durante los coloquios generales.

Mi abuela tenía rostro de dolorosa emergiendo del incendio, sus ojos hundidos revelaban que no fue sencillo parir siete hijos vivos y dos muertos, ni haber perdido su caudalosa hacienda en tiempos convulsionados por el agrarismo y el inquilinato, ni dejar el espiritismo en el que creía y al que renunció sin explicación alguna, ni padecer cáncer de mama. Mientras escribo la veo claudicante leyendo el periódico con su lupa, ocupando una banca del jardín. Y algo en torno suyo, algo absolutamente indefinible pero evidente, dejaba claro que su bandera acabó siendo la tristeza. Quizás por eso inspiró uno de mis cuentos más logrados, “El Faisán”, donde la convierto en heroína anónima como tantas matronas que enfrentaron desarmadas los avatares de la viudedad. Mis tíos se encantaron con el texto. Jamás se dieron cuenta de que según sucede puse mucho de mi cosecha. Me alegro de no haberlos desengañado porque hoy que buscaba una fotografía para la solapa de este libro me enfrenté al hecho contundente de que todos han seguido el camino de su madre.

Mi otra abuela, Orfelina, alta, rubia y frondosa como la definía su marido, soltaba carcajadas sonoras, monedas acuñadas en su optimismo imbatible, y se divertía a más no poder con las películas de vaqueros. El sol cayendo a raudales sobre praderas interminables donde cabalgaban jinetes que encarnaban una gesta heroica, indios acechándolos en lo alto de las cumbres dispuestos a cortarles de raíz el cuero cabelludo y rubias con pestañas postizas que hacían pan de elote y aromático café y limpiaban escrupulosamente cabañas perdidas en el desierto, llenaron mi infancia de expectativas. A falta de mejores criterios no me daba cuenta de que los apaches defendían sus derechos. Me hicieron creer que cualquier cosa, hasta empresas descomunales, se consigue con obstinarse, que los malos reciben su castigo y los buenos su recompensa. La experiencia me ha enseñado la falacia de esta idea; sin embargo me emocionaba con esta abuela que buscaba funciones dobles en cines de barrio y daba grandes zancadas hasta llegar a la taquilla antes que nadie. La recuerdo bajándose del camión para encontrarnos en la calle durante una tarde azul, en compañía de mi tía apodada Moza, a la usanza yucateca para las hijas pequeñas. Traían el sol a contraluz y parecían caminar por un pasadizo nimbado del que seguramente nunca escaparon. Sus respectivas personas fueron más disfrutables que literarias y hasta la fecha no escribí nada haciéndolas protagonistas. En cambio Ana me inspiró un relato reciente. Apareció rezagado. Toco un tema que me inquieta, la doble moral burguesa, errores que se cometen al disfrazar los hechos, ponerse una venda en los ojos y dar a las convenciones importancia inmerecida. Y como suele suceder me permití licencias. El noviazgo al que me refiero con Martín Dihigo, uno de los grandes peloteros de fama internacional que han jugado en México, ocurrió antes de mi nacimiento y por tanto no pude presenciar lo sucedido ni ser testigo y confidente de mi tía. Sin embargo conservo la atmósfera en que debieron de desarrollarse los acontecimientos y adapté la situación a lo que procuré narrar y me pinté como realmente era, una mirona con cámaras fotográficas escondidas en la conciencia. Y concuerdo con Chejov en aquello de hablar de la propia aldea para llegar a lo universal; sin embargo mantengo dos veneros, la provincia mexicana y las ciudades del mundo.

Aunque desde Muros de azogue me referí a una parentela que arrastro como cola de un traje de novia en el que están pintados múltiples retratos, se trata de un recurso literario. Alienta la fantasía, permite jugar a las cajas chinas que esconden sorpresas dentro. Ha sido usado con óptimos resultados por muchos escritores. Pienso en Robert Louis Stevenson y Las nuevas mil y una noches, libro sorprendente donde los príncipes y visires aparecen y desaparecen, saltan bardas audazmente y se vinculan en aventuras descabelladas y fascinantes, habitados por un humor inglés de quien se ríe sin mover una ceja, se burla de sí mismo y de los demás e inventa situaciones absurdas con la intención aparente de hacer reír a la vez que encubre una crítica brutal sobre las costumbres y la almidonada moral victoriana.

En realidad muchos protagonistas de Muros no existieron. El tío Manuel es tan enloquecido como toda su historia mítica. Y el tío Jesús está basado en un pintor notable, Chucho Reyes, capaz de trazar en papeles frágiles gallos y Cristos insuflados por una gracia inimitable. Lo conocí en silla de ruedas y cuando había olvidado los avatares de su movida y escandalosa existencia tan original como sus dibujos en seguida le otorgué una rama de mi árbol genealógico. Salvo algunos cuentos autobiográficos narrados en primera persona, otro de El cantar del pecador titulado “Marichú”, que me puso en bandeja de plata mi entrañable tía Chía, y quizás alguno más con la desfachatez de conservar nombres originales y a veces hasta apellidos, el resto son invenciones que partieron de un eco. “Cómo mataron a mi abuelo el español” se fraguó al sonarme en la cabeza ruidos de herraduras contra las piedras. Partieron también de algún chispazo, una noticia periodística, una lectura, una anécdota inquietante, una reflexión largamente guardada, una imagen recurrente, una pesadumbre, un asunto cualquiera que se quedó ahí antes de trabajarlo en la ficción, macerarlo en la espera de hallar el ángulo. El único ángulo desde el que podía enfocarlo para evitar las estructuras repetidas. Porque siempre he sostenido que los cuentos cuchichean al oído y no le dejan a uno momentos de sosiego hasta poner el punto final en la computadora o la libreta de apuntes. Mejor, hasta que sobreviene el silencio en espera del lector cómplice que atine a completarlos. Dejan de hablar y conformes o no consigo mismos, en ocasiones envidiosos por alguno de sus hermanos de pluma, entienden que un cuentista a pesar de su esfuerzo y voluntad tiene altas y bajas insuperables. Convencidos, se alejan despacio hasta perderse en la niebla que traen los días consecutivos e irrelevantes. También me he mantenido firme en mi certeza de que los escritores deben cultivar un amplio registro de voces, de atmósferas diferentes, y que la fórmula que salió bien en un relato queda prohibida para el siguiente pues se corre el riesgo de troquelar las narraciones y cuando éstas se parecen entre sí no se valora ninguna. De ahí la voz ronca de “El espejo lateral”, un tanto alejada de mis escalas habituales.

Como todo cuentista he inventado mi propias reglas imperantes al ejercer un realismo crítico, costumbrista, milagroso y hasta en textos de carácter histórico basados incluso en la investigación cuyos datos conservo únicamente para causar efectos. Así ocurrió en “Alta costura”. El tema central es la decrepitud de una bailarina que había perdido su ingravidez. “Marilyn en la cama” pinta a una diosa del sexo sin reflectores. “El visitante” describe tangencialmente los esfuerzos de Van Gogh antes de suicidarse.

Alguien me dijo que la nostalgia era una de mis preocupaciones. A lo mejor tenía razón. Me fascinaría que el río de Heráclito corriera al revés, hacia el principio, para remediar errores y refugiarme en mi inocencia dichosa. El consuelo es recordar o imaginar que se recuerda. Con esto se hermana mi obsesión por la vejez que aparece en varias narraciones principalmente de Alta costura, una especie de desconsuelo al no reconocerse en el espejo, notable en “La tumba egipcia”. Allí sinteticé toda la crueldad de que soy capaz. Y podría así descubrir semillas y propósitos; pero el cuento de los cuentos sería demasiado aburrido.

Sin embargo me gustaría extenderme en un encuentro. La primera vez que la vi eran las altas horas de la noche. Esas horas altas y silenciosas en que si cae una horquilla al piso suena como campana. Estaba sola, en el salón preferido de su casa. Las luces venían de una lámpara tipo Tiffany colgada del techo. El mobiliario parecía lujoso aunque algo envejecido —quizá por el uso que, a pesar de la cuidadosa urbanidad, causa una persona enclaustrada—. La vi de espaldas, entretenida sobre su bastidor bordando un tapiz con el que pensaba justificar su tránsito por esta tierra de pecadores. Miento: en realidad bordaba flores, sin tregua, únicamente para matar el ocio. Lo mismo hubiera emprendido interminables partidas de cartas si le hubiera gustado el juego; pero en las mujeres de mi familia, y ella lo parecía, no existe atracción por las cartas para las que se necesita compañía. Nadie, que yo sepa, ha tomado clase de bridge ni se ha interesado por las combinaciones que se logran con tréboles, espadas, corazones o diamantes (me refiero a las mujeres muy cercanas y sin contar la línea yucateca ni tomar en cuenta a hombres como mi abuelo materno que era un jugador empedernido o como mi tío Julio que perdía hasta la camisa en el hipódromo o con los chinos de Dolores).

Sara Rosas del Castillo se me apareció de pronto nimbada por la locura —apenas encubierta en varios parientes míos—, las manos engarrotadas por el esfuerzo de su tarea, la espalda doblada sobre su labor. La imaginé chaparrita, con los huesos carcomidos en el soterrado afán de la osteoporosis. No pude verle la cara. Contemplé su cabello canoso recogido en un chongo sobre la nuca. Y la sentí muy solitaria y muy desamparada, como podríamos estarlo nosotros llegada la ancianidad. Me conmovieron su esfuerzo vano, su medianía, sus obstinaciones que pedían a gritos mi atención; aunque, como dije, en el minuto de nuestro primer encuentro no la capté de frente. Sentí, en cambio, el ambiente sofocante en que se hallaba, prisionera de sí misma, evocando un pasado que nunca volvería y del que se habían fugado los instantes amables, sin que lograra detenerlos a pesar de su robusta añoranza. Luego, al rato, comprendí que Sara expiaba una culpa y se imponía un castigo alejándose del mundo donde había brillado en sus tiempos de anfitriona excelente y esposa fiel, y la compasión me ató a ella. Aunque la compasión resulta peligrosa por los lazos que genera, estuve en el cuarto observándola sin que lo notara, segura de que esa imagen suya se convertiría en la primera página de una novela que había empezado a revelarse frente a mí. Me llevó tres años de constantes empeños y acabó llamándose Todo lo hacemos en familia. Con este título pensarán que Sara es alguna de mis tías. En realidad yo no conocía su existencia, pero su bordado me llevó a plantar en mis casas de Avándaro y El Contadero unas enredaderas de rosas blancas nombradas de Moctezuma que tardaron en aclimatarse por razones misteriosas —pues son muy pegadoras y crecen hasta en los montes— y que florearon con esplendoroso primor como la higuera de san Felipe de Jesús cuando la primera edición estaba en la imprenta y a punto de aparecer.

Sara bordaba rosas blancas sobre su tapiz y yo planté rosas blancas que si llueve o sopla el viento se esparcen sobre el jardín deshojadas. Algo significará ese fenómeno. El caso es que Sara une un hilo con otro como si pegara tabiques para construir algo, tal vez una novela igual que yo, y la compasión por su desventura me hizo escoger un epígrafe del Eclesiastés afirmando que cada cosa tiene su lugar en el cielo y responde a un motivo. Pero mi pobre personaje, más que regiones celestes, recorre un infierno perseguida por fantasmas reales o inventados que le reprochan haber sido demasiado egoísta cuando tuvo felicidad a manos llenas, o al menos una felicidad que ella tomó en serio y que se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos sin que pudiera detenerla.

Estos cambios de fortuna repentinos y dramáticos aparecen con frecuencia en mi literatura. Acabo de advertirlo porque algún periodista me lo comentó, y admití que daban sentido a varios cuentos. ¿Serán las volteretas del destino el santo temor de Dios del que hablaban las monjas de mi colegio?, ¿o en mi caso responderán a un profundo trauma del que nunca hablo sin que haya dejado de dolerme? Por extraño que parezca dado mi carácter nada solemne y comunicativo, guardo mis sufrimientos con los latidos de mi corazón y, lo expliqué antes, casi todos mis personajes son quimeras con rasgos tomados de aquí y allá. Sabemos que la literatura no es precisamente la realidad sino una imitación, el sueño de un soñador que transforma en palabras sus ensoñaciones.

Sara bordaba y su bordado convocó a familiares que vinieron trayendo a cuestas los momentos más relevantes de sus vidas. Su sobrina Leticia —pongamos ese ejemplo— como la mayoría de los jóvenes planea tragarse el porvenir a mordidas, pese a su orfandad. Es además graciosa, fresca, heredera de una prudente fortuna y tiene el don de embelesar incluso a los donjuanes; le encantan las pequeñas maldades, siente horror por las reglas disciplinarias y atracción por los piratas sanguinarios y patas cojas que asolaron Veracruz. Igual que yo, nació allí, por ello los piratas son parte de una leyenda y se complace en confabularlos. En eso me retraté. Sentí la misma fascinación durante la adolescencia y con narraciones sangrientas y visajes siniestros, que logré perfeccionar, martiricé a cuanto ser humano pude, desde mis compañeras escolares que temblaban de miedo en tardes neblinosas dedicadas a la costura de manteles y servilletas, hasta mi hermano menor, a quien dejé de endilgar alucinantes historias de Allan Poe hasta que mis padres decidieron frenar mi sadismo.

Esas travesuras eran tan recurrentes que las monjas se desesperaban amenazando con una expulsión irrevocable; pero me salvaba al borde de la deshonra gracias a mi desempeño en todas las materias salvo las matemáticas, que nunca entendí. Prefería encontrarme con Lucifer agazapado en el descanso de la escalera y no unas ecuaciones algebraicas sobre mi pupitre. Lástima, ¿cómo podré comprender sin un espíritu analista y algebrista los cuarenta y nueve cielos que mencionan la cábala y el Zóhar, y las complicaciones angélicas y demoniacas que albergan? En cambio, respecto a su aplicación, confesemos que Leticia saca malas calificaciones. Igual que la mayoría de sus condiscípulas, sólo se interesa en hallar el amor y es una criatura hecha para el placer y la molicie que supongo alegrarán su existencia.

Olvidaba mencionar que los acontecimientos ocurren en un periodo de dos décadas, situado a finales de los veinte, durante los treinta y al iniciarse los cuarenta. Reino del art-decó y sus decoraciones geométricas cuando las señoras se ponían trajes ostentosos con un par de broches a los lados del escote. Época en que la ciudad de México —donde se desarrolla la mayor parte de la acción— conservaba su estirpe provinciana. Había grandes palmeras plantadas en los camellones y contados automóviles, los asaltos eran infrecuentes, no se hablaba de terrorismo, secuestros ni narcotráfico, el aire era tan limpio como aún lo es en capitales del interior, la cortesía representaba una cualidad indispensable, la comida light no aparecía en el panorama mundial y a nadie que usara falda se le ocurría enfermarse de anorexia. Aún se empleaba el molcajete, el metate y la manteca, heredajes de la antigua cocina abundante en moles y especias, y se celebraban grandes comilonas para propios y extraños. Mejor que citarse en restoranes, desde luego concurridos, las personas se citaban en sus casas y se esmeraban en agradarse mutuamente.

Debo explicar que, a pesar de haberme tomado licencias con fines estéticos deliberados, consulté periódicos y revistas llenos de anuncios publicitarios distintos de los actuales. Me divirtió el ejercicio y me instruyó en un montón de cosas. ¿Y por qué tomarme tantos trabajos si pude situar las anécdotas en años más recientes? Es complicado responderlo. Los personajes llegan misteriosamente cargando su vida a cuestas, imponiéndome su historia y la manera de contarla. Lo he dicho otras veces. Me atrajo la idea de yuxtaponer dos épocas y desplegarlas como acordeón para que los personajes transitaran de un tiempo a otro.

Algo más quiero aclarar: nunca empiezo un cuento si no hallo su remate desde la primera frase. Comparto la certidumbre generalizada de que las primeras líneas determinan las tres últimas. Así jalo la tensión narrativa hacia el desenlace. Se trata de una regla de oro que obliga a sintetizar una anécdota. Muchos cuentistas, empezando por Horacio Quiroga, han recurrido al mismo truco y los más dotados nos fascinan por las volteretas que consiguen.

Pero una novela impone sus propias reglas como el vulgo respecto al lenguaje. Se desenrolla igual que los hilos de Sara, y unos sujetos llaman a otros, les hacen guiños, los obligan a comparecer para cumplir su parte en una galería que no se comprende cabalmente si se desentiende una secuencia. Todos se relacionan. La orfandad de Leticia atrajo a su tío segundo, Rutilio Rosas del Castillo, tutor suyo sin deberla ni temerla. Un caballero a la vieja usanza, algo pasado de moda incluso entonces por sus prejuicios y su buena reputación. Me simpatizó apenas lo vislumbré con su mandíbula cuadrada, su vestimenta a la inglesa, su aplomo marcial, su barriga sacada hacia adelante, su esplendidez —cualidad admirable pues refleja un espíritu generoso— y su apostura que responde a una serie de cualidades físicas afortunadas y a un carácter seductor. Sin embargo, Rutilio tiene también grandes imperfecciones. Es elitista, mujeriego, cortés hasta la exageración y amante de poetas modernistas cuyos mejores versos ha memorizado y repite sin que se lo pidan. Sus prejuicios lo llevan a una autocrítica severa que lo hace desertar del amor más grande de su vida; aunque tal vez el matrimonio lo asusta porque ama su libertad y ni siquiera por Leticia renunciaría a ella. ¡Vaya uno a saber! Hay tanto que ignoro sobre estos sujetos y que jamás aclararé. Lo acepto melancólicamente, con la misma melancolía que siente Nina cuando muere un amigo querido. Esas desapariciones dejan un dolor agudo junto con la desesperación de comprender que nos están vedadas las intimidades de su alma.

Rutilio se conformó con una amalgama, los escritores reconstruyen e inventan. Conserva rasgos de una serie de relaciones masculinas que me han simpatizado. Mi abuelo recitaba en las sobremesas a los poetas románticos de su predilección. Apenas retomaba esa manía, sus ocho hijos, incluyendo a mi padre, se excusaban y desaparecían como por encantamiento o como si les hubieran rociado encima chisguetes de esas bombas de flit usadas para matar cucarachas. Quedábamos alrededor, sentadas bien derechas, mi madre —con la cual sostenía relaciones cordiales— y yo que disfrutaba el repertorio repetido hasta el cansancio. Y por supuesto en Rutilio convergen además otros señores: un general tío mío, Alfredo Flores Alatorre, dueño de un caballo llamado El Beso porque en la frente tenía una boca dibujada; mi padre, derrochador con su dinero y su afecto, y hombres que me han dejado y siguen dejándome buenos recuerdos. ¿Adónde va el olvido y de dónde regresa para transformarse en literatura? De cualquier modo, “infancia es destino”, dijo Santiago Ramírez en una frase epigramática, buena para mi epitafio.

Rutilio es un soltero empedernido que paradójicamente no busca la soledad sino la compañía y se rodea de personas que estiman sus cualidades y disfrutan sus anécdotas. Está capacitado para admirar el talento ajeno. Su posición económica le permite tratar a distintas celebridades de la escena teatral y la cultura. Sus fiestas se animan con la presencia de escritores tan distinguidos como José Vasconcelos y Julio Torri, lo cual aproveché para rendirles la pincelada de un homenaje cariñoso. Aparte de inspirar afecto en algunas amantes —quienes también en su turno cobran importancia—, Rutilio se deja adorar haciéndose el desentendido por una prima suya que cocina muy bien y por su asistente, un soldado jarocho que le rinde fidelidad perruna, cualidad en retirada que casi nadie despierta. Ese asistente surgió de pronto rumbo al plantel donde estudiaba Leticia, siguiendo a Rutilio pasos atrás y cargando regalos. Su rostro me fue familiar lo mismo que su pulcritud y su manera de pronunciar las eses, su piel morena, su cabello rizado y su negro bigote tupido. Seguramente pasó cerca de mí en los portales de Veracruz o caminando por el malecón en una noche de luna, y lo recordé después.

Como varios protagonistas de estas historias, Rutilio encarna cualidades que se han ido perdiendo —sinceridad, honor, lazos de familia— y que admiro porque suelo ir contra la corriente y me atengo a mis propias normas que antes apunté. No me inscribo en las modas literarias, busco un estilo personal; al escribir no pienso en los conocidos ni en la crítica; procuro no abusar ni regodearme en lo inútil; sufro o me divierto con las narraciones que invento y con las que he construido una carrera ya larga, y, aunque no lo presumo, soy muy nacionalista y me aferro a las tradiciones patrias ahora que la globalización cobra un poder avasallante.

Los burgueses como Rutilio hallan en la amistad masculina sostén, un pretexto para sacar a relucir sus conquistas amorosas y económicas a las que los hombres suelen sentirse obligados. Sus amigos tenían que desfilar por mis páginas. Los encontré hojeando publicaciones viejas. Ambos existieron quién sabe con qué fisonomía, pero tuvieron los mismos nombres y los mismos cargos que les adjudico. Dirigieron las oficinas de Correos Mexicanos y del Banco Central. Sirvió para mencionar dos construcciones que desde siempre me cautivan. Llena de orgullo depositaba correspondencia en los buzones de bronce o cobraba documentos de la mano de mi padre en esos hermosos edificios que todavía brillan muy cerca uno del otro. Esos amigos de Rutilio, José Castelló y Arturo Elías, sí, de plano, están deschavetados. A uno le da por comprar ángeles, seguro de que fieles a su condición de mensajeros entregarán las cartas puntualmente; al otro, Arturo, por comprar diablos que le ayuden a mejorar sus finanzas. Los dos toman sus transacciones en serio y obtienen resultados óptimos. La idea me la regaló Felipe Garrido mientras cenábamos en el departamento de unos amigos. Había leído en un periódico colombiano que un tipo descabellado compraba ángeles por los que pagaba grandes sumas. La noticia me quedó revoloteando en la mente y, ¡zas!, que la utilizo corriendo graves riesgos. Los críticos desatentos me inscribirían en un realismo mágico que ha cosechado sus mejores frutos. Sería una equivocación; cualquier escritor que imite a otro se corta el cuello de antemano. Quise divertirme con el realismo milagroso, convencida de que suceden milagros en torno nuestro aunque muchas veces no lo advertimos.

Los fantasmas de Sara —que a lo mejor sólo existen en sus culpas— anuncian la cercanía de seres intangibles; el general Rosas del Castillo descubre el milagro en la virilidad incipiente de un niño y en la belleza de su sobrina. Y eso se consigna desde las primeras páginas para que los lectores se acostumbren a las extravagancias, a lo fantástico cambiando el rumbo cotidiano: la salvación inesperada de un náufrago que se dispone a morir como un caballero y que incluso se reconforta pensando en la sopa de fideos con que lo alimentaba su madre, en la creencia de que se ahogará al cabo de un rato. El milagro aparece también en la preparación de un banquete complicadísimo planeado por dos solteronas atrapadas en Perote, un pueblo dejado de la mano de Dios porque le raparon los bosques que lo rodeaban —tal como los han rapado en otras partes de nuestro sufrido territorio sin que se detenga ese vandalismo—; pueblo que no cuenta con ninguna construcción digna de visitarse; pero allí viven tales vírgenes dispuestas a recibir en su mesa la visita de un arzobispo, Luis María Martínez, figura memorable de mi niñez por haberme dado la primera comunión y porque en cada cumpleaños suyo las monjas me llevaban a recitarle sandeces. Aparte se me quedó grabado gracias al retrato que le pintó, con sus ropas talares, José Clemente Orozco, y que según aseguran los eruditos le causó un disgusto enorme al mirarse como changuito engalanado. El arzobispo Martínez, dueño de gran parafernalia, iba hasta una población olvidada para confirmar niños en la parroquia, suceso que rompe la rutina de las hermanas, las pone a leer recetarios, inventar suculencias y competir en la presentación de platillos. A la comida asistirán todos los personajes principales y horas antes —horas antes del banquete— surge lo inesperado y se plantea un final abierto.

Hay más situaciones y más reflexiones que se quedarán en el tintero, pero no dejaré estas líneas sin explicar una obviedad: los cuentos se tiran al mar en una botella y se abandonan a su suerte. De una novela cuesta más trabajo desprenderse. Ese mismo trabajo me cuesta desprenderme de este prólogo que me obligó a escribir Pietra Escalante, una niñita paisana mía.

BEATRIZ ESPEJO

Muros de azogue

1979

El monograma de oro

A LAS OCHO EN PUNTO, reunidos en torno a la mesa, cenaban don Antonio Príncipe, su mujer, doña Beatriz Beltrán de Príncipe, y sus seis hijos. Ocho personas que comían con movimientos pausados, rítmicos; que manejaban la cuchillería de plata o retiraban los servicios de la vajilla de Limoges, azul cobalto, con el consabido monograma grabado en oro. Ocho personas que convertían las servilletas de lino en mariposas que posaban en sus bocas. Muchas veces asistía el arzobispo de Yucatán; entonces, después del café, se calentaba coñac en lamparillas de alcohol y don Antonio y el arzobispo bebían a sorbos, manteniendo el calor de las copas con el calor de las manos. Mientras tanto, las otras siete figuras permanecían inmóviles, en silencio expectante.

Al terminar don Antonio entraba a la biblioteca, donde conversaba con aquel prelado primo suyo. El cuarto se volvía una vitrina tras cuyas puertas encristaladas doña Beatriz se acostumbró a expiar la humillación de un matrimonio sin diálogo. Por conocer tanto el mismo escenario, las librerías pletóricas de volúmenes de encuadernación uniforme desaparecían, eran un ciclorama para aquellos cuerpos que se movían en el ámbito iluminado. Cuando el arzobispo construía alguna observación aguda y una chispa humorista encendía su mirada, don Antonio lanzaba carcajadas que pasaban como ruidos sordos al través de la pared de cristal.

Luego dejaba de oírse cualquier sonido; las carcajadas se transformaban en muecas porque los labios se mantenían distendidos y los ojos no completaban el gesto. Don Antonio se palpaba el vientre como para apaciguarse alguna molestia y caminaba alrededor de los muebles. La charla se interrumpía y doña Beatriz, desde afuera, se inquietaba recordando que su marido estaba condenado a muerte.

En la casa la veían insistir con el examen médico, ya que aquel tumor podía reventar en el momento menos pensado si no se extirpaba; pero don Antonio era terco y doña Beatriz nunca supo persuadirlo. Su matrimonio no sobrevino del convencimiento sino a resultas de un noviazgo formalizado a la fuerza. Las familias lo creyeron procedente. Don Antonio, alto, bien plantado, tenía palabra facunda y fama de buen partido. Doña Beatriz, con su perfil que de tan regular emulaba una estatua griega y sus manos blanquísimas ensortijadas con zafiros que parecían constelaciones, se desplazaba como ángel. Atemperaba al clavecín sonatas de Mozart, bordaba pañuelos en que enhebraba cabellos para escribir Antonio y enseñaba sus amables obras de arte a los amigos cercanos que, complacidos, la admiraban sumida en la suave ingenuidad de sus dieciocho años. Inesperadamente quedó huérfana. El gobernador del estado encontró ocasión para tomar cartas en el asunto y planteó a don Antonio la necesidad de responder, hacerle frente a una familia al garete.

La boda no resultó rumbosa porque las Beltrán estaban de luto. Fue solemne. Luego, doña Beatriz conoció la dicha de ser madre varias veces y el orgullo de que su marido concertara los enlaces de las diez cuñadas deliciosas; conoció también la amargura de dos abortos y de quedarse en los linderos de una alma hosca, incapaz de permitirle arrebatos pasionales. Furtivamente, acariciaba la cabeza de don Antonio con la punta de los dedos como única señal de un sentimiento siempre reprimido. Satélite rubio y apesadumbrado, se disipó como sombra. No formulaba esperanzas porque se desoían sus opiniones más tímidas. Prefería el azul y en la casa predominaba el rojo, tanto en la alcoba como en la sala o en una alfombra que había sobre el mármol del vestíbulo. Todo enrojecido porque su cónyuge gustaba de los espectáculos vivos. Y cuando en la mesa se atrevía a mostrar su satisfacción ante el queso relleno, paciente obra de ingeniería culinaria, don Antonio irrumpía con voz de barítono: “¿De verdad está bueno, Beatriz? Pues cómetelo entero”. Y doña Beatriz callaba y los seis hijos callaban y don Antonio no pronunciaba palabra porque aquella familia permanecía atenta a las reglas y a las buenas maneras, aunque el padre, al fin amo y señor, se diera el lujo de externar un exabrupto. Y cuando una tarde, durante un té de caridad, una mujer golosa aludió a su tristeza causada por un amante recién perdido y otra, que pasaba por mundana, dijo que al terminar un amor el alma siente que cesó un concierto y cada hora, cada minuto, cada instante por venir se sume en doloroso silencio, doña Beatriz no entendió la observación. Para ella la música amorosa sonó siempre con un ritmo reiterado. Los acordes se convirtieron en un consecuentar y los solos en un llanto que manaba en la intimidad nocturna como alivio a su constante medrana. Don Antonio no toleraba niñerías o histerismos, ni ella se hubiera permitido propiciar situaciones enojosas delante de los muchachos o de la servidumbre.

¿Para qué deseaba vivir más tiempo después de estar en París cuatro veces y de costear los estudios de sus hijos varones en Alemania? A pesar de todo, don Antonio había engañado poco a su mujer. Ocurrencias esporádicas que le propiciaba cierta cómica gloriosa con la que se encontraba durante sus viajes a México y cuya identidad guardaba como caballero. Nunca dejó desertar un comentario, ni siquiera entre colegas del Club de Banqueros tan indiscretos respecto a sus propias aventuras. A don Antonio no le interesaba probar nada a nadie ni probar nuevas experiencias vitales. Determinó pasar sus últimos meses tranquilo hasta donde se lo permitían unos horribles retortijones y las estupideces del administrador de sus haciendas; pero los hados manifestaron designios diferentes.

Un buen día interfirió una carta, mustia epístola que le movió a gritar de rabia. Imposible creer que a sus espaldas se filtrara en la casa correspondencia clandestina. Al parecer, su hija Beatricita tenía el mal gusto de recibir afanosa una serie de frases dulzonas que le escribía cierto individuo de apelativo antirromántico, un profundo mentecato desconocido por completo en cualquier atmósfera elegante: Heriberto Pérez. ¿Un guacho, un capitalino recién llegado? ¿O la fatalidad le deparaba al fin de cuentas semejante humillación? En su memoria iracunda don Antonio ordenó, como si armara un rompecabezas, la imagen antes borrosa de un boticario que, ahora se lo explicaba, parecía demudarse cada vez que lo veía por la calle, atravesaba la acera y las piernas se le enredaban por caminar tan aprisa. Don Antonio reconstruyó el cabello castaño y rizado, configuró la nariz aguileña, la mirada evasiva; concertó el traje lustroso. Sintió entonces que el techo se desplomaba, que diez generaciones de Príncipes le reprochaban su descuido. Convocó a un acuerdo de familia; sin embargo se arrepintió de tal liberalidad y se encerró en la biblioteca con su hija. Doña Beatriz atisbó escenas violentas, a su marido blandiendo una carta, a su hija palidecer. La luz del día se filtraba por los ventanales, lograba efectos de reflexión al dar sobre una purera de cristal cortado que despedía un arco iris. Doña Beatriz se reprochó fijarse en esas cosas. Por el movimiento de los labios adivinó que adentro se pedían y se intentaban explicaciones. Don Antonio se acercó a la chimenea, jamás encendida puesto que el clima la hacía absolutamente innecesaria, y de un manotazo derribó contra el piso un grupo meissen que estaba encima. La gravedad del asunto no admitía dudas. De pronto las palabras cobraron eco. La puerta se abrió para que Beatricita huyera rumbo a su cuarto; llevaba los grandes ojos muy abiertos de venado temeroso y dos lagrimones hasta la barba.

¿Por qué no se había dado cuenta aquella mujer suya que deambulaba entre sueños? Don Antonio no quiso culpar a nadie. Comprendió que debía posponer su muerte para dejar a su hija bien casada. Mandó traer al médico, dispuso su ánimo y pensó operarse. Demasiado tarde. Con la cólera y el esfuerzo su tumor se resintió y estalló de pronto como volcán largo tiempo dormido. Sobrevinieron fiebres, estertores de una agonía penosa. No remediaron nada las pociones, nada la mansa, constante compañía de doña Beatriz que le aplicaba toallas exprimidas sobre la frente, nada las monjas del Convento de la Cruz que junto a su lecho rezaban rosarios y jaculatorias. Don Antonio repetía un nombre: Heriberto Pérez. Y repitió el mismo nombre hasta la locura, hasta que en un cerebro nebuloso dio cabida a su última voluntad. Mandó llamar a Beatricita, le ordenó que terminara sus relaciones infamantes. Ella se negaba. Su madre y las monjas intervinieron, la obligaron a jurar que cumpliría la disposición postrera de un padre angustiado y moribundo que no le permitía mandar siquiera una carta de ruptura. Después, cerrando los ojos, don Antonio conoció la paz del otro mundo.

Un féretro pomposo se levantó en el gran cuarto donde se jugaba billar; las paredes se cubrieron con percales negros. Aunque tendido, don Antonio aparentaba un aspecto rozagante dentro de su frac. Su esposa pensó que a él le gustaría un sepelio magnífico e intentó cumplirle cualquier capricho fúnebre. De muchas partes vinieron gentes. Señoras con mantillas en las cabezas y abanicos en las manos, grupos de hombres consternados que ocasionalmente se aislaban para contarse alguna anécdota divertida cuyos efectos jocosos intentaban disminuir. Unas mestizas lloraban en el umbral de una puerta; las monjas seguían rezando. En el jardín, campesinos leales al patrón esperaban la hora del entierro. Doña Beatriz, para quien el amor fue una gimnasia espiritual, permaneció digna entre sus ropas luctuosas, adornada por sus zafiros quemados.

Pasaron varias horas sin que se dieran cuenta. Beatricita había desaparecido. Criados y parientes la buscaron por la casa entera, revisaron habitaciones, sótanos, armarios. El portero aseguró que no la sintió salir. Alguien tuvo la ocurrencia de buscar en el pozo y allí, como una rara especie de badajo, estaba Beatricita desmayada, colgante de sus cabellos trenzados que se enredaron en una saliente imprevista. Cuando la sacaron la humedad había causado sus efectos. Bronquios y pulmones se inflamaron y sobrevino un resfriado fulminante. Como su padre, padeció angustias febriles, sólo que entonces en lugar de repudiar imploraba la presencia de ese Heriberto, que con su sombrero en la mano permanecía humilde junto a la puerta y a quien doña Beatriz, endurecida por una insospechada actitud de viuda inabordable, negó la entrada.

El cofre

Para mi tía Beatriz, que lloraba de cualquier cosay murió sin lágrimas

VERACRUZ ES UN PUERTO importante situado en el Golfo de México. Está lleno de zopilotes que se paran en los cables de la luz o sobre las azoteas para atestiguar crímenes y concupiscencias. A medio día el sol enrojece los muros, las piedras hierven y las banquetas desprenden un humito que se mete bajo las faldas de las mujeres. Al anochecer el viento se adelgaza, el zócalo palpita como un corazón alegre y se llena de voces y sus baldosas pulidas retumban con las pisadas. Grupos de señoritas atienden galanteos y olvidan a las palomas malabaristas puestas de acuerdo para despegar el vuelo. Sólo los niños se arremolinan en torno a los vendedores de barquillos. En el café de la Parroquia, una cafetera funciona sin parar toda orgullosa y bruñida aunque no cambia puesto hace cien años. Billeteros de lotería ofrecen suerte a porteños hablantines y morenos que buscan compañeros para partidas de dominó; pero al final del malecón, y más allá rumbo al cementerio, la arena se torna oscura y apeñuscada por el golpeteo de las olas, el mar se junta con el cielo y los ojos de los hombres no contemplan sino un misterio negro.

A esa hora la tía Emilia tomaba su chocolate acompañado por dos canillitas. Le gustaban casi al salir del horno para que tronaran y se desmoronaran entre los dientes como huesitos de bebé. Su criado Efigenio, que tiempo atrás había sido sacristán en la iglesia de un pueblo dejado de la mano de Dios, le acercaba una mecedora junto a las ventanas abiertas y ella caminaba arrastrando los pies y dándose aire con su abanico de concha nácar. Para entonces sus sobrinos merendaban en medio de un bullicio detestable. Imaginó la escena que ocurría abajo y sintió rabia y desprecio por esa hermana suya tan débil de carácter, tan incapaz de imponer disciplina con una vara. Acarició la cresta del Macareno y le musitó al oído injurias contra Lucero, la más odiada de los engendros que repartían gritos y cucharazos en las entrañas de la casa.

—Niña cagona y legañossssa —repitió el perico como un silbato con acento de chulo sevillano.

A la tía le causó risa oírlo, una risa socarrona que le movía la papada blanca y el blanco cuello de guipure sujeto con una filigrana sobre el vestido de crepé negro cerrado, inconcebible en aquel calor.

—Efigenio, ven acá —ordenó Emilia y la intemperancia de su voz concertaba con sus manos apretadas contra los brazos de su asiento—. ¿Viste al estúpido que perdió los dedos por tentón y avaricioso?

—Ayer lo vi, señora —contestó lacónico pues no era jarocho sino poblano.

—¿Y qué te dijo el grandísimo tonto?

—Me preguntó si ya decidió usted dónde esconder el cofre…

—¿Y qué más, hombre?, ¿qué más? —interrogó Emilia al tiempo que se acomodaba una de sus peinetas con las cuales sujetaba su cabello castaño todavía sin muchas canas.

—Dice que le anda por saberlo, ya no duerme de puro susto. Pobre, está bien flaco.

—¡Qué pobre ni qué pobre ha de ser semejante mentecato! Buen ratero resultó. Encuéntralo y adviértele que pronto mandaré a buscarlo y que de no cumplir mis encomiendas le irá peor. Acordé con doña Gume invocar a nuestros protectores. Los espíritus no lo dejarán ni a sol ni a sombra hasta que no finiquitemos el asunto del cofre; pero ten cuidado al administrar la medicina, el tal Lalio se nos puede entiesar de miedo.

Emilia nunca se convencía de si Efigenio lograba entenderla cabalmente; sin embargo vio que se retiraba sosegado y lo detuvo en la puerta.

—Desabróchame el vestido, engordé o la tela encogió, me aprieta. —Se divertía observando cómo se aproximaba su criado casi con unción para liberar presillas y botones. Las manos morenas y torpes se tardaban en la tarea más de la cuenta avergonzadas de su color opaco junto al color de una carne rosa. Las aletillas de la nariz le temblaban a Efigenio y un ave lasciva surcaba su mirada.

—…¡Ah!, y antes de acostarte, no olvides darle al Macareno un poco de pan remojado en leche —añadió Emilia sólo por su inveterada costumbre de mandar y ser obedecida.

Cuando Efigenio salió y el pasillo oscuro se tragó su silueta enjuta, en la que de algún modo destacaban los brazos correosos que salían de las mangas cortas de su camisa, Emilia se preguntó por qué se mostraba tan servicial y adicto aquel indio mocho, nacido en la sierra poblana colindante con Tlaxcala.

El caserón quedaba lejos y ya cerca de las diez suspendían su ronda los tranvías rumbo al centro. No había brisa ni luna. Efigenio se metió en la noche quieta y caminó con paso menudo. Tuvo presentimientos de que un espíritu chocarrero se le pegaría también a él y un cosquilleo le recorrió la espalda, pero examinó su conciencia y se convenció de que nada le ocurriría mientras contentara a su patrona.

Lalio se arrimó con un amigo suyo que administraba un billar en el barrio de Pescadería. En el traspatio abrió un catre y procuró descansar sin conseguirlo. Temblaba azotado por dentro y la ropa se le embarraba con un sudor espeso. Igual que si un horror se le apareciera, aumentó su temblorina con la presencia de Efigenio.

—¿Cómo te va, mano?

—Aquí nomás esperando recado de la maldita vieja panzona…

Efigenio escuchó con repugnancia un desacato tan desproporcionado y reconvino:

—Ándate con cuidado en tus palabras, la señora y doña Gume son como la uña y la carne. Sabiendo esto sabrás a qué atenerte. En esa morada suceden cosas. Los susurros avanzan por los recovecos y se esconden bajo las camas para realizar prodigios. ¿Te fijas que doña Emilia siempre sale a la calle cubierta por una mantilla que dizque le regaló su marido en la Feria de Sevilla, durante el mismo viaje en que le regaló el odioso loro ese del Macareno? Entonces te contaré que el otro día la perdió. No recordaba si la había dejado en el templo, en casa de sus amigas o en el restorán del yucateco que vende panuchos y adora a Luzbel. Se puso en oración y al rezar entra en un estado que la vuelve liviana, y como a santo Tomás la eleva una cuarta del piso. Aunque cierra la puerta de su recámara, por el ojo de la llave la he visto levitada.

En su catre el albañil se movía desconociendo el reposo, sin añadir comentarios que alargaran la conversación y sin interrumpir la verborrea de aquel embajador siniestro.

—Y mira, Lalio, acredita lo ocurrido: al poco rato, por alguna parte entró una mariposa negra y peluda, de esas que enchinan el cuerpo de feas y se llaman cara de búho. Dio un gran rodeo por los aposentos. Se paró en el marco de un espejo con bisel, revoloteó por el teclado del piano, abrió las alas entre dos ondas de una cortina, arañó la pintura de una Santísima Trinidad, interrumpió su recorrido permaneciendo un instante arriba del perchero y se esfumó. Casi en seguida doña Emilia tuvo otra vez sobre su tocador la mantilla bien dobladita e intacta —Efigenio hizo una pausa para atisbar señales de que su interlocutor lo atendía. Otro cambio de postura y una expresión de azoro lo animaron a proseguir.

—Sí, podría contarte historias. Anteayer no lograba dormirme, un frío me mortificaba. Noté un resplandor en el jardín. Aunque con miedo, me asomé a hurtadillas y cerca de una palmera vi a una pareja de esqueletos que se calentaban los huesos. Uno se subía arriba del otro como reviviendo la historia de sus amores. Era el espectro de una parienta de las señoras que se suicidó cuando no la dejaron casarse con un boticario. Ahora, ambos se solazan a placer. Desde mi escondite entendí sus arrumacos… Te prevengo cuidado, Lalio, porque en esa finca los misterios acontecen.

El albañil no respondió; lo acogotaba el pavor. Sintió la boca seca y desaparecidas sus fuerzas.

—Dile a tu patrona que se decida pronto. Cumpliré su mandato al pie de la letra. Aquí espero las órdenes —y su mirada se abrió para engullirse cuanto abarcara.

La noche sin estrellas exhalaba un bochorno pesado. Efigenio regresó santiguándose por las calles, apretando contra su pecho un escapulario. Juraba que alguien caminaba pegadito a sus zapatos y hasta creyó que se le zafaban igual que si le pisaran los talones. Se apresuró. No esperaba tranquilidad en un predio habitado por las sombras; sin embargo, deseaba echarse en su cama, desnudo, con el ventilador a su mayor potencia, agradecido por las comodidades que disfrutan los sirvientes de los ricos. Entró por la verja de la huerta que entornaban sólo con una cadena. No obstante la renombrada opulencia familiar nadie intentaba robarles. Mientras evadía limoneros y naranjos rememoró un cuento de la cocinera sobre tres fuereños ávidos de lo ajeno que diez años antes anduvieron ese camino. Un perrazo con canicas encendidas en la cara les impidió violar la casa. Los ladrones se agarrotaron como si jugaran encantados y perdieron la conciencia en el vestíbulo, contra las lozas blancas y negras parecidas a un tablero. Al principio doña Emilia llamaba a la policía. Doña Luisa la instó a perdonar un crimen sin mayores consecuencias y a devolver la vida a los desmayados, quienes apenas se recobraron salieron de allí con los pelos de punta, una ictericia repentina y sermoneados por esas extrañas mujeres que les hablaban de aceptar aquella lección para elegir la senda honrada. Efigenio evocó también la última encomienda de su patrona: darle de comer al Macareno:

—¡Que se friegue el desgraciado! Yo cumplí ya por hoy —dijo repentinamente rebelde y en voz alta porque nadie atestiguaba su decir, y fue derecho a su cuarto.

Emilia lo sintió llegar; se mecía hora tras hora hasta que despuntaba la mañana, incómoda por su gordura y el calor sofocante. Se preguntó por qué su sirviente detestaba a tal grado al Macareno: evitaba cumplir las encomiendas relacionadas con el pájaro y, al menor descuido, le propinaba manotazos furtivos. En sus insomnios Emilia aprendió a distinguir los ruidos nocturnos. Identificaba si las pisadas o los murmullos leves correspondían a seres de este mundo o del otro. Con la vista aguzada reconocía las apariciones neblinosas, y con el oído atento el traqueteo de cadenas arrastradas por las incapaces del ocio, o el molesto rechinar de dientes al que se entregaban las almas en pena anhelantes de compasión.

Semana y media antes un espíritu entró en la materia de doña Gume para comunicar a la familia que bajo la mesa del comedor había un cofre lleno de doblones; debían desenterrarlo en la madrugada, sin luz eléctrica, iluminándose con velas. Luisa recibió la noticia como una tabla salvadora, contrató a Lalio y dispuso lo pertinente. Por órdenes expresas, en las que se manifestaba antipatía hacia la presencia de gente menuda, los muchachos sólo vislumbrarían las maniobras desde el barandal de la escalera, metidos en sus camisones. Así se abrió el agujero a cuya orilla estaban doña Emilia y doña Gume portadoras de las ceras; Luisa permaneció en la retaguardia atendiendo a que sus hijos no se salieran de cauce.

Nadie aventuraba un movimiento mientras se rompían mármoles y se cavaba hasta el infinito. De pronto, sobrevino un paletazo metálico y unos quejidos tremendos. Se prendieron los focos del candil pletórico de brazos y prismas, y surgió Lalio, con una mano destrozada de la que escurrían unos goterones densos, intentando abandonar el gigantesco boquete que él mismo abrió. Espectáculo tan original alarmó a los niños. Luisa los acompañó hasta sus respectivas recámaras y procuró tranquilizarlos; cuando regresó al cabo de unos minutos, supo que Lalio había concebido malos pensamientos. En castigo, el guardián del cofre le mutiló tres dedos y desapareció el tesoro.

Un poco boquiabierta Luisa aceptó lo ocurrido con una capacidad muy suya para tomar las desilusiones como sueños soñados por equivocación. Demostró que su curso de primeros auxilios la convirtió en una enfermera aceptable, puso vendas y ungüentos en la mano herida, y se retiró con esa aparente indolencia que todos le admiraban. Pensó en el rumbo equivocado de sus haciendas, en las colegiaturas elevadas de sus hijos varones, en vender un aderezo, y una lágrima fugaz corrió al filo de su nariz. Por secarse esa lágrima en la más absoluta intimidad, no descubrió el cofre escondido entre los escombros. Doña Emilia mandó guardarlo detrás de una covacha hasta que ella y doña Gume dispusieran lo conveniente. Y lo conveniente era regresarlo a su lugar. Una familia respetable necesita conservar a sus fantasmas. Lalio quedaría a cargo de las maniobras. Con lo pasado, ni en su peor borrachera frente a su mejor amigo abriría el pico. De eso se aseguraría la tía que veneraba a sus muertos pálidos, aunque cada uno le hubiera socavado el corazón con su partida.

“Love story”

I

¿Será que este rencor ya trasciende? Hiedo, amado, y la gente me evita para no respirar cerca de mí.

II

Y cuando pase este infierno, ni siquiera me consolará la certeza de no caer en otro semejante.

III

Como mirando sin ver, tendré los ojos fijos en un vacío que aún desconozco; pero lo más curioso será que todo este dolor que tú me causas, amado, dejará de dolerme.

IV

Dicen que en el cielo existe un ángel destinado a llorar un llanto tristísimo por los amores finitos ¿es por eso, amado mío, que llueve tanto durante estos días grises y desconsolados?

ENCORE

Y, amor mío, nos dimos en la madre. Como éramos dos en vez de uno, hicimos más esfuerzo.

El matrimonio

¿ASÍ QUE USTED DESEA CASARSE con la niña? Pues supongo que sabrá a qué atenerse. No somos una familia común y corriente. Tenemos abolengo. En serio. Usted hubiera visto nuestra casa de Veracruz, se abría una vez por semana para los turistas, tan atiborrada de antigüedades como estaba. Consolas repletas de juguetería, puro Sévres. Unas muñecas de bisquit de este tamaño, loza del retiro y unos candelabros de bacarat que medían casi un metro. Las pinturas asombraban, varias provenían de iglesias poblanas. Acabamos vendiéndolas. Nos dio miedo echarnos la sal encima; pero entre aquellas maravillas recuerdo a un Cristo de marfil colocado en el recodo de la escalera. Se miraba desde la calle al abrirse el zaguán. Como le digo, nos pedían permiso para recorrer los salones cada jueves. Bueno, se lo pedían a mi mamá. Nosotros éramos niños.

Un loco vaticinó que el día veinticuatro se terminaba el planeta. Nadie hizo caso. ¿Quién iba a tomarlo en cuenta? Usted conoce a los veracruzanos, se achicopalan con dificultad. Compusieron un danzón que las personas bailaban en Villa del Mar y los porteños tarareaban en los tranvías. Y desataron la ira de Dios. El veinticuatro a las doce tembló muy fuerte. El pueblo entero se moría de terror, recorría las aceras, se abrazaba entre sí, gritaba.

Nosotros sufrimos una verdadera conmoción. Los prismas de las arañas tintineaban, las mesas se derrumbaban, los mármoles se hacían arenas y de las porcelanas subsistieron sólo añicos. Creíamos finiquitar nuestra existencia aplastados como ratas. ¿Y para qué le explico? Nos volvimos unos esquizofrénicos en semejante revoltura. Siete hijos vivos, Angélica, Justino, Mercedes, Lucero, Jesús, Leopoldo y yo, con la memoria de dos difuntitos, Arcadio y Encarnación, y una madre viuda y rica, enamorada de su finado con el que pretendía comunicarse organizando veladas espiritistas. Un grupo de creyentes se encerraba en la biblioteca. Las estanterías repletas de libros encuadernados en piel de cochino roja. Intonsas, pues jamás nos aficionó la lectura. Cierro los ojos y parece que estoy adentro. Ese cuadro, que usted ve, adornaba una pared. Fue de lo poco que guardamos; pero le refiero que los espiritistas se refugiaban en aquel ámbito con bastante sigilo. Los atisbábamos desde el piso de arriba, asomábamos medio cuerpo por un barandal que daba a un vestíbulo gigantesco. La materia se llamaba doña Gume, conseguía milagros. Alivió a varios enfermos del hígado y de los riñones. A una hermanita mía la sacó de una congestión. Antes, tres médicos la desahuciaron. Le bastó con poner las manos en la barriga de la enferma, quien empezó a vomitar y retornó a la existencia. Luego a doña Gume le fallaron sus poderes porque se valió de artimañas y se casó con un joven como de treinta años, mientras ella ya merodeaba sus sesenta y ocho. Dicen que lo puso tuberculoso de tanto dale y dale. Por ello sus protectores se retiraron; además la mujer recibió dinero. Al principio, aunque uno le rogara, no cogía ni un centavo.

Mi mamá se preocupaba a tal punto por sus negocios con el otro mundo que ni caso hacía de su prole. Crecimos a trompicones. Los hombres estudiaron en Nueva Orleans. Allí paraban los millonaritos de Mérida y de Veracruz; sin embargo era la moda, ¿y qué quiere usted?, las viudas toman consejo de sus abogados. A las mujeres nos instruyeron con lo indispensable, dizque a tocar el piano y la puerta. Los conocimientos necesarios para casarse. Una maestra concurría a nuestra casa y en los sótanos instalaron un pizarrón para enseñarnos a leer la cartilla y el almanaque. No pasábamos de lo mismo. La profesora aguantaba nuestros desplantes. Chupadita como una ciruela pasa, y hasta con la regla le dábamos. ¡Pobre! No me acuerdo cómo se llamaba. ¿Otilia y la denominábamos miss Oti? Quizás.

Pienso que al morir mi padre, mi mamá enloqueció. Cubrió los espejos con paños negros, que enfermaban el corazón de tristeza, y trajo desde Europa a un escultor italiano para diseñar el monumento fúnebre. Lo construyeron grandísimo, más grande que esta pieza donde ahora conversamos. Costó un dineral. No existe ninguno similar en el panteón. En lo alto un ángel —de la estatura de usted, lo cual no es mucho por otra parte— impone silencio con un dedo sobre sus labios. Verdaderamente conmueve.