Delirio de Nueva York - Rem Koolhaas - E-Book

Delirio de Nueva York E-Book

Rem Koolhaas

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Beschreibung

Manhattan es el escenario donde se representa el último acto de la civilización occidental. Con la explosión demográfica y la invasión de las nuevas tecnologías, Manhattan se ha convertido, desde mediados del siglo XIX, en el laboratorio de una nueva cultura, la de la congestión; una isla mítica donde se hace realidad el inconsciente colectivo de un nuevo modo de vida metropolitano, una fábrica de lo artificial donde lo natural y lo real han dejado de existir. Delirio de Nueva York es un 'manifiesto retroactivo', una interpretación de la teoría no formulada que subyace en el desarrollo de Manhattan; es el relato de las intrigas de un urbanismo que, desde sus inicios en Coney Island hasta los teóricos del rascacielos, ha hecho explotar su retícula de origen. Este libro, polémico y premonitorio (publicado originariamente en 1978), ilustra las relaciones entre un universo metropolitano mutante y la singular arquitectura que puede producir; y afirma también que, con frecuencia, la arquitectura genera la cultura.

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Primera edición de Delirious New York, 1978

Rem Koolhaas

Delirio de Nueva York

un manifiesto retroactivo para Manhattan

Traducción de Jorge Sainz

Título original: Delirious New York, 1978

Versión castellana: Jorge Sainz

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Rem Koolhaas

y para la versión castellana:

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2004

Producción del ePub: booqlab.com

ISBN 978-84-252-2838-4 (epub)

www.ggili.com

Editorial Gustavo Gili, SL

Rosselló 87-89, 08029 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11

Índice

Introducción

Prehistoria

Coney Island: la tecnología de lo fantástico

La doble vida de la utopía: el rascacielos

La frontera en el cielo

Los teóricos del rascacielos

Las vidas de una manzana: el hotel Waldorf-Astoria y el edificio Empire State

Inestabilidad definitiva: el Downtown Athletic Club

Qué perfecta puede ser la perfección: la creación del Rockefeller Center

El talento de Raymond Hood

Todos los Rockefeller Centers

Radio City Music Hall: la diversión nunca acaba

El Kremlin en la Quinta Avenida

Dos posdatas

¡Europeos, cuidado! Dalí y Le Corbusier conquistan Nueva York

Post mórtem

Apéndice: una conclusión ficticia

La “Ciudad del globo cautivo” (1972)

Hotel Esfinge (1975-1976)

La nueva Welfare Island (1975-1976)

Hotel Welfare Palace (1976)

El cuento de la piscina (1977)

Notas

Agradecimientos

Créditos

Introducción

“Los filósofos y los filólogos deberían ocuparse en primer lugar de la metafísica poética; es decir, de la ciencia que busca pruebas no en el mundo externo, sino en las propias modificaciones de la mente que medita sobre ello. Dado que el mundo de las naciones lo han hecho los hombres, es dentro de la mente humana donde deberían buscarse sus principios”.

Giambattista Vico, Principios de una ciencia nueva, 1725.

“¿Por qué tenemos una mente si no es para hacer lo que nos dé la gana?”. Fiódor Dostoievski.

“Manhattan: pequeña isla de los Estados Unidos en perpetua reconversión”. Folleto turístico.

MANIFIESTO

¿Cómo escribir un manifiesto —sobre una forma de urbanismo para el último cuarto del siglo XX— en una época hastiada de ellos?

La funesta debilidad de los manifiestos es su inherente falta de pruebas.

El problema de Manhattan es todo lo contrario: es una montaña de pruebas sin manifiesto.

Este libro se concibió en la intersección de estas dos observaciones: se trata de un manifiesto retroactivo para Manhattan.

Manhattan es la piedra Roseta del siglo XX.

No sólo buena parte de su superficie está ocupada por mutaciones arquitectónicas (Central Park o los rascacielos), fragmentos utópicos (el Rockefeller Center o el edificio de la ONU) y fenómenos irracionales (el Radio City Music Hall), sino que además cada manzana está cubierta con varios estratos de arquitectura fantasma en forma de antiguos ocupantes, proyectos abortados y fantasías populares, que proporcionan imágenes alternativas a la Nueva York que existe.

Especialmente entre 1890 y 1940, una nueva cultura (¿la “era de la máquina”?) eligió como laboratorio Manhattan: una isla mítica donde la invención y la puesta a prueba de un modo de vida metropolitano y su consiguiente arquitectura podían aplicarse como un experimento colectivo en el que la ciudad entera se convertía en una fábrica de experiencia artificial, donde lo real y lo natural dejaban de existir. Este libro es una interpretación de ese Manhattan que confiere a sus episodios aparentemente discontinuos, incluso irreconciliables, cierto grado de consistencia y coherencia; una interpretación que pretende reconocer Manhattan como el producto de una teoría no formulada, el manhattanismo, cuyo programa (existir en un mundo totalmente inventado por el hombre, es decir, vivir dentro de la fantasía) era tan ambicioso que, para hacerse realidad, nunca podía enunciarse abiertamente.

ÉXTASIS

Si Manhattan todavía está buscando una teoría, esta teoría, una vez identificada, debería aportar la fórmula de una arquitectura que sea al mismo tiempo ambiciosa y popular.

Manhattan ha generado una arquitectura desinhibida a la que se ha amado de manera directamente proporcional a su desafiante falta de aversión por sí misma, y a la que se ha respetado exactamente en la medida en que ha ido demasiado lejos.

Manhattan ha inspirado sistemáticamente en sus espectadores un éxtasis ante la arquitectura.

Pese a ello —o tal vez debido a ello—, sus prestaciones y sus implicaciones han sido sistemáticamente desatendidas e incluso ocultadas por la profesión arquitectónica.

DENSIDAD

El manhattanismo es la única ideología urbanística que se ha alimentado, desde su concepción, de los esplendores y las miserias de la condición metropolitana (la hiperdensidad) sin perder ni una sola vez su fe en ella como fundamento de una deseable cultura moderna. La arquitectura de Manhattan es un paradigma para la explotación de la congestión.

La formulación retroactiva del programa de Manhattan es una operación polémica.

Tal formulación revela varias estrategias, teoremas y adelantos que no sólo proporcionan una lógica y un modelo al rendimiento de la ciudad en el pasado, sino que su continua validez es en sí misma un argumento en favor del segundo advenimiento del manhattanismo, esta vez como una doctrina explícita que puede superar los límites de la isla donde tuvo su origen para reivindicar un puesto entre los urbanismos contemporáneos.

Con Manhattan como ejemplo, este libro es un plan para una “cultura de la congestión”.

PLAN

Un plan no predice las fisuras que se producirán en el futuro, sino que describe un estado ideal al que sólo podemos aproximarnos.

Del mismo modo, este libro describe un Manhattan teórico, un Manhattan como conjetura, del que la ciudad actual es una realización imperfecta y de compromiso. De todos los episodios del urbanismo de Manhattan, este libro aísla tan sólo esos momentos en los que el plan resulta más visible y más convincente; debería leerse —e inevitablemente se leerá— en contraste con el torrente de análisis negativos que emanan de Manhattan sobre sí mismo y que lo han consagrado decididamente como la capital de la crisis perpetua.

Sólo mediante la reconstrucción especulativa de un Manhattan perfecto pueden interpretarse sus monumentales éxitos y fracasos.

BLOQUES

En cuanto a su estructura, este libro es un simulacro de la retícula de Manhattan: una colección de manzanas o bloques cuya proximidad y yuxtaposición refuerzan sus significados dispares.

Los primeros cuatro bloques (“Coney Island”, “El rascacielos”, “El Rockefeller Center” y “Los europeos”) describen las permutaciones del manhattanismo como una doctrina tácita más que explícita. Estos bloques muestran el avance (y el subsiguiente declive) de esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible.

El quinto bloque (el apéndice) es una secuencia de proyectos arquitectónicos que solidifica el manhattanismo en una doctrina explícita y que resuelve su transición desde una producción arquitectónica inconsciente hasta una fase consciente.

NEGRO

Las estrellas de cine que han llevado una vida llena de aventuras son a menudo demasiado egocéntricas como para descubrir pautas, demasiado incapaces de expresar intenciones, demasiado impacientes para anotar o recordar acontecimientos. Los “negros”, escritores en la sombra, lo hacen por ellos.

Del mismo modo, yo he sido el negro de Manhattan.

(Con la complicación añadida —como se verá— de que mi fuente y mi tema cayeron en una senilidad prematura antes de que su “vida” estuviese completa. Por eso tuve que aportar mi propio final.)

Manhattan: un teatro del progreso (el pequeño apéndice cerca de la entrada al puerto de Nueva York se convertirá más tarde en Coney Island).

Prehistoria

PROGRAMA

“¿Qué raza pobló por primera vez la isla de Manhattan?

Estaban, pero ya no están.

Transcurrieron 16 siglos de la era cristiana, y ningún rastro de civilización quedó en el lugar donde ahora se alza una ciudad renombrada por el comercio, la inteligencia y la riqueza.

Los hijos salvajes de la naturaleza, no incomodados por el hombre blanco, vagaban por los bosques y empujaban sus ligeras canoas por unas aguas tranquilas. Pero se acercaba el día en que estos dominios de los salvajes iban a ser invadidos por extranjeros que pondrían los humildes cimientos de un poderoso estado, y sembrarían a su paso unos principios exterminadores que, con una fuerza en constante aumento, nunca cesarían de actuar hasta que toda la raza aborigen hubiese sido exterminada y su memoria [...] hubiese quedado casi borrada de la faz de la tierra.

La civilización, originada en oriente, había llegado a los confines occidentales del Viejo Mundo. Ahora iba a cruzar la barrera que había detenido su avance, y a penetrar en el bosque de un continente que acababa de aparecer ante la atónita mirada de las multitudes de la cristiandad.

La barbarie norteamericana iba a dar paso al refinamiento europeo”.1

A mediados del siglo XIX —más de 200 años después de comenzar este experimento que es Manhattan— estalla una repentina conciencia sobre su singularidad. Se hace urgente la necesidad de mitificar su pasado y de reescribir una historia que pueda servir a su futuro.

La cita anterior, de 1849, describe el programa de Manhattan con indiferencia hacia los hechos, pero identifica con precisión sus intenciones. Manhattan es un teatro del progreso.

Sus protagonistas son esos “principios exterminadores que, con una fuerza siempre en aumento, nunca cesarían de actuar”. Y su argumento es: la barbarie da paso al refinamiento.

A partir de estos datos, su futuro puede extrapolarse para siempre: puesto que los principios exterminadores nunca cesan de actuar, se deduce que lo que es refinamiento en determinado momento será barbarie en el siguiente. Por tanto, la representación nunca puede terminar, ni siquiera avanzar en el sentido convencional del enredo dramático; sólo puede ser la reformulación cíclica de un único tema: la creación y la destrucción, irrevocablemente entrelazadas e interminablemente reescenificadas.

Jollain, Imagen a vista de pájaro de Nueva Amsterdam, 1672.

El único suspense del espectáculo proviene de la intensidad siempre creciente de su representación.

PROYECTO

“Para mucha gente de Europa, naturalmente, los hechos relacionados con Nueva Amsterdam carecían de toda importancia. Bastaba con una visión completamente ficticia, siempre que encajase con su idea de lo que era una ciudad”.2

En 1672, un grabador francés, Jollain, ofrece al mundo una imagen a vista de pájaro de Nueva Amsterdam.

Es completamente falsa; nada de la información que contiene se basa en la realidad. Y sin embargo es una plasmación, tal vez accidental, del proyecto de Manhattan: una ciencia ficción urbana.

En el centro de la imagen aparece una ciudad amurallada claramente europea, cuya razón de ser —al igual que en el Amsterdam original— parece ser un puerto lineal en toda la longitud de la ciudad, que permite un acceso directo. Una iglesia, una bolsa, un ayuntamiento, un palacio de justicia, una prisión y —fuera de la muralla— un hospital completan todo el aparato de la civilización madre. Tan sólo el gran número de instalaciones que se ven en la ciudad para el tratamiento y el almacenamiento de pieles de animales dan testimonio de su localización en el Nuevo Mundo.

Fuera de las murallas, a la izquierda, hay una ampliación que parece prometer —tras apenas 50 años de existencia— un nuevo comienzo en forma de un sistema estructurado de manzanas más o menos idénticas que pueden extenderse, en caso de necesidad, por toda la isla, y cuyo ritmo está interrumpido por una diagonal similar a la de Broadway.

El paisaje de la isla abarca desde lo plano a lo montañoso, de lo salvaje a lo apacible; el clima parece alternar entre los veranos mediterráneos (fuera de las murallas hay un campo de caña de azúcar) y los inviernos rigurosos (con la consiguiente producción de pieles).

Todos los componentes del mapa son europeos; pero, secuestrados de su contexto y trasplantados a una isla mítica, se reagrupan en un nuevo conjunto irreconocible, aunque en última instancia preciso: una Europa utópica, fruto de la compresión y la densidad.

Ya hoy, añade el grabador, “la ciudad es famosa por su enorme número de habitantes”.

La ciudad es un catálogo de modelos y precedentes: todos los elementos deseables que existen desperdigados por el Viejo Mundo se han reunido finalmente en un único lugar.

Imagen a vista de pájaro de Nueva Amsterdam tal como se construyó: “La barbarie norteamericana” da paso al “refinamiento europeo”.

La venta ficticia de Manhattan, 1626.

COLONIA

Con independencia de los indios, que siempre han estado allí —los weckquaesgecks en el sur, los reckgawawacks en el norte, pertenecientes todos a la tribu de los mohicanos—, Manhattan fue descubierta en 1609 por Henry Hudson en su búsqueda de “una nueva ruta a las Indias por el norte”, por cuenta de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

Cuatro años después, Manhattan alberga, entre las cabañas indias, cuatro casas, al menos reconocibles como tales para los occidentales.

En 1623, treinta familias navegan desde Holanda hasta Manhattan para establecer una colonia. Con ellas va el ingeniero Cryn Fredericksz, que lleva instrucciones escritas sobre cómo debería trazarse la ciudad.

Dado que todo su país es artificial, para los holandeses no existen los “accidentes”. Planean el asentamiento de Manhattan como si fuese parte de su patria, que es un territorio fabricado.

El núcleo de la nueva ciudad va a ser un fuerte pentagonal. Fredericksz debe “abrir un foso de 24 pies [7,3 m] de anchura y 4 pies [1,2 m] de profundidad para definir un rectángulo que se extienda 1.600 pies [488 m] desde el agua hacia el interior y 2.000 pies [610 m] en anchura.

Una vez delimitado como se ha dicho el exterior del foso circundante, se delimitarán otros 200 pies [61 m] en el interior a lo largo de tres lados A, B y C, con el fin de situar dentro las viviendas de los granjeros y sus huertos, y el resto quedará libre para la construcción de más casas en el futuro”.3

Fuera del fuerte, al otro lazo del foso, habrá doce granjas colocadas con un sistema de parcelas rectangulares separadas por zanjas.

Pero “este nítido trazado simétrico, concebido desde la seguridad y la comodidad de las oficinas de la compañía en Amsterdam, se reveló inadecuado para el terreno situado en la punta de Manhattan”.

Así pues, se construye un fuerte más pequeño; y el resto del poblado se traza de una manera relativamente desordenada.

Tan sólo una vez más se hace valer el instinto holandés para el orden: cuando los colonos excavan, en la roca firme, un canal que corre hasta el centro de la ciudad. A ambos lados hay una colección de casas tradicionales holandesas, con cubiertas a dos aguas, que conservan la ilusión de que el trasplante de Amsterdam al Nuevo Mundo ha sido un éxito.

En 1626, Peter Minuit compra la isla de Manhattan por 24 dólares a “los indios”. Pero esta transacción es una falsedad; los vendedores no poseen la propiedad; ni siquiera viven allí; sólo están de visita.

Propuesta de los comisarios para la retícula de Manhattan, 1811: “el terreno que divide, desocupado; la población que describe, hipotética; los edificios que coloca, fantasmales; y las actividades que enmarca, inexistentes”.

PREDICCIÓN

La retícula de Manhattan.

Defendida por sus autores como algo que facilitaba el “comprar, vender y mejorar la propiedad inmobiliaria”, esta “apoteosis de la cuadrícula” —“con su simple atractivo para las mentes sencillas”4— todavía es, 150 años después de su superposición a la isla, un símbolo negativo de la miopía de los intereses comerciales.

En realidad se trata del más valeroso acto de predicción realizado por la civilización occidental: el terreno que divide, desocupado; la población que describe, hipotética; los edificios que coloca, fantasmales, y las actividades que enmarca, inexistentes.

INFORME

La argumentación del informe de los comisarios presenta lo que será la estrategia clave del comportamiento de Manhattan: la drástica desconexión entre las intenciones reales y las declaradas, la fórmula que crea esa crítica “tierra de nadie” donde el manhattanismo puede ejercitar sus ambiciones.

“Uno de los primeros temas que llamaron su atención fue la forma y la manera en que debería llevarse a cabo esta empresa; es decir, si deberían limitarse a las calles rectilíneas o si deberían adoptar algunas de esas supuestas mejoras como los círculos, los óvalos o las estrellas, que sin dudan embellecen un proyecto, cualesquiera que sean sus efectos en relación con la comodidad y la utilidad. Al considerar ese asunto, no podían dejar de pensar que una ciudad se compone principalmente de alojamientos para las personas, y que las casas de lados rectos y ángulos de 90 grados son las más baratas de construir, y las más cómodas para vivir. El efecto de estas claras y sencillas reflexiones fue decisivo”.

Manhattan es una polémica utilitaria.

“Para muchos puede que sea una sorpresa que se hayan dejado tan pocos espacios libres, y a la vez tan pequeños, para aprovechar el aire fresco con el consiguiente beneficio para la salud. Efectivamente, si la ciudad de Nueva York fuese a estar situada al lado de un río pequeño como el Sena o el Támesis, podría ser necesario contar con numerosos espacios amplios; pero esos grandes brazos de mar que rodean la isla de Manhattan hacen que su situación, en lo relativo a la salud y los placeres, a la comodidad y el comercio, sea especialmente acertada; así pues, ya que por las mismas causas el precio del suelo es extraordinariamente elevado, pareció apropiado conceder a los principios económicos una influencia mayor de la que, en otra clase de circunstancias, tal vez habría sido coherente con los dictados de la prudencia y con el sentido del deber”.

Manhattan es un contra-París, un anti-Londres.

“Para muchos puede que sea una sorpresa que no se haya trazado como una ciudad la isla entera; para otros puede que sea una alegría que los comisarios hayan proporcionado espacio para una población mayor de la que hay en cualquier otro punto a este lado de China. En este aspecto se han regido por la configuración del terreno [...]. Haberse quedado escasos en la extensión trazada podría sencillamente haber frustrado las expectativas, y haberse excedido podría haber proporcionado argumentos para el pernicioso espíritu de la especulación”.5

ESPECULACIÓN

La retícula es, sobre todo, una especulación conceptual.

Pese a su aparente neutralidad, supone un programa intelectual para la isla: con su indiferencia respecto a la topografía, a lo que existe, reivindica la superioridad de la construcción mental sobre la realidad.

El trazado de sus calles y manzanas anuncia que el sometimiento de la naturaleza, por no decir su extinción, es su verdadera ambición.

Todas las manzanas son iguales; su equivalencia invalida, de golpe, todos los sistemas de articulación y diferenciación que han guiado el diseño de las ciudades tradicionales. La retícula hace irrelevantes la historia de la arquitectura y todas las enseñanzas anteriores del urbanismo; y fuerza a los constructores de Manhattan a desarrollar un nuevo sistema de valores formales, a inventar estrategias para distinguir una manzana de otra.

La disciplina bidimensional de la retícula crea también una libertad inesperada para la anarquía tridimensional. La retícula define un nuevo equilibrio entre el control y el descontrol, según el cual la ciudad puede ser al mismo tiempo ordenada y fluida, es decir, una metrópolis del caos estricto.

Con su imposición, Manhattan queda inmunizada para siempre contra cualquier (otra) intervención totalitaria. En la manzana singular —la mayor superficie posible que puede estar bajo control arquitectónico— se desarrolla la unidad máxima del ego urbanístico. Puesto que no hay esperanza alguna de que partes mayores de la isla puedan estar dominadas nunca por un único cliente o arquitecto, cada intención —cada ideología arquitectónica— ha de realizarse completamente dentro de las limitaciones de la manzana.

Dado que Manhattan tiene una extensión finita y el número de manzanas ha quedado fijado para siempre, la ciudad no puede crecer de ninguna manera convencional.

Por tanto, su planificación nunca puede describir una configuración edificada específica que vaya a permanecer estática a lo largo de los tiempos; tan sólo puede predecir que, ocurra lo que ocurra, tendrá que ocurrir dentro de alguna de las 2.028 manzanas de la retícula. De esto se deduce que una forma de ocupación humana sólo puede establecerse a expensas de otra. La ciudad se convierte en un mosaico de episodios, cada uno con su particular vida útil, que rivalizan unos con otros a través de ese medio que es la retícula.

ÍDOLO

En 1845 se expuso una maqueta de la ciudad, primero en la propia ciudad, y luego como un objeto itinerante para corroborar la creciente autoidolatría de Manhattan.

Este “duplicado de la gran metrópolis” es “un perfecto facsímil de Nueva York que representa todas las calles, todos los terrenos, edificios, naves, parques, vallas, árboles y cualquier otro objeto de la ciudad [...]. Sobre la maqueta hay un dosel, hecho de madera tallada, de una arquitectura gótica que muestra, en las mejores pinturas al óleo, los principales establecimientos comerciales de la ciudad”.6

Los iconos de la religión son reemplazados por los de la edificación. La arquitectura es la nueva religión de Manhattan.

ALFOMBRA

Hacia 1850, la posibilidad de que la explosión demográfica de Nueva York pudiese engullir como una ola monstruosa el espacio restante de la retícula ya parecía algo real. Se hacen planes urgentes para reservar como parques algunos solares que aún están disponibles, pero “mientras nosotros discutimos este tema, el avance de la población de la ciudad ya los está invadiendo y poniéndolos fuera de nuestro alcance”7.

En 1853, este peligro queda conjurado con el nombramiento de los “comisarios de tasación y valoración”, que deben adquirir y deslindar terrenos para un parque en una zona señalada entre las avenidas Quinta y Octava y las calles 59 y 104 (más tarde la 110).

Central Park no es sólo la principal instalación recreativa de Manhattan, sino también el testimonio de su progreso: una conservación taxidérmica de la naturaleza que exhibe para siempre el drama de cómo la cultura deja atrás la naturaleza.

Al igual que la retícula, este “parque central” es un colosal acto de fe; el contraste que describe —entre lo construido y lo no construido— apenas existe en el momento de su creación.

“Llegará el día en que Nueva York estará completamente construida, en que se habrán hecho todos los nivelados y los rellenos, y el relieve rocoso, pintoresco y variado de la isla se habrá convertido en unas formaciones de filas y filas de monótonas calles rectas, y en montones de edificios erguidos. No quedará indicación alguna de su variada superficie actual, con la excepción de unos cuantos acres contenidos en el parque.

Central Park, una “alfombra arcádica” sintética injertada en la retícula (planta hacia 1870).

La manipulación de la naturaleza: “Máquina para mover árboles [...] se podían trasplantar árboles más grandes y así se reducía el intervalo entre la plantación y la apariencia definitiva”.

Entonces, el valor incalculable de los actuales perfiles pintorescos del terreno se apreciará con claridad, y la adaptabilidad a sus fines se reconocerá completamente. Por tanto, parece deseable interferir lo menos posible en sus perfiles suaves y ondulados, y en ese panorama pintoresco y rocoso, para así incrementar y desarrollar con sensatez esas fuentes particularmente singulares y características de efectos paisajistas”.8

“Interferir lo menos posible”, pero por otro lado “incrementar y desarrollar [...] efectos paisajistas”: si Central Park puede interpretarse como una operación de conservación, se trata, más aún, de una serie de manipulaciones y transformaciones llevadas a cabo en esa naturaleza “salvada” por sus diseñadores. Los lagos son artificiales; los árboles, (tras)plantados; los accidentes, inventados; y todos sus episodios se apoyan en una infraestructura invisible que controla su agrupación. Así, un catálogo de elementos naturales se saca de su contexto original, se reconstruye y se condensa en un sistema de la naturaleza que hace que la cualidad rectilínea del Mall (alameda), no sea más regular que la irregularidad planificada del Ramble (paseo).

Central Park es una “alfombra arcádica” sintética.

TORRE

El inspirador ejemplo de la Gran Exposición de Londres, celebrada en 1851 en el Crystal Palace, desata la ambición de Manhattan, que dos años después ya ha organizado su propia feria, reivindicando así su superioridad, en casi cualquier aspecto, sobre todas las demás ciudades norteamericanas.

En esta época, la ciudad apenas se extiende al norte de la calle 42, salvo por la retícula omnipresente. Excepto cerca de Wall Street, parece casi rural: casas aisladas desperdigadas por unas manzanas cubiertas de hierba. La feria, implantada en lo que sería el parque Bryant, está marcada por dos construcciones colosales que dominan completamente sus alrededores, introduciendo para ello una nueva escala en la silueta de la isla, en la que destacan fácilmente. La primera es una versión del Crystal Palace de Londres; pero dado que la división en manzanas impide hacer construcciones mayores de cierta longitud, se levanta una estructura cruciforme cuya intersección está coronada por una enorme cúpula: “Las esbeltas nervaduras parecen inadecuadas para sostener su enorme tamaño, y presenta el aspecto de un globo hinchado e impaciente por salir volando hacia los cielos remotos”.9

La segunda construcción, complementaria, es una torre situada al otro lado de la calle 42: el observatorio Latting, de 350 pies [107 m] de altura. “Si exceptuamos la Torre de Babel, tal vez podría decirse que éste es el primer rascacielos del mundo”.10

Está hecha de madera con tirantes de hierro, y su base alberga tiendas. Un ascensor de vapor da acceso a las plataformas de los pisos primero y segundo, donde se han instalado unos telescopios.

Por primera vez, los habitantes de Manhattan pueden inspeccionar sus dominios. Tener una idea de la isla como un todo es también ser consciente de sus limitaciones, de lo irrevocable de su contención. Si esta nueva consciencia limita el campo de la ambición de sus habitantes, al menos puede aumentar la intensidad de la ciudad. Tales inspecciones desde lo alto se convierten en un tema recurrente del manhattanismo; la concienciación geográfica que generan se traduce en arrebatos de energía colectiva, en megalómanas metas comunes.

El observatorio Latting.

Elisha Otis presenta su ascensor: el anticlímax como desenlace.

ESFERA

Como todas las primeras exposiciones, el Palacio de Cristal de Manhattan contiene una inverosímil yuxtaposición de toda esa enloquecida producción de inútiles artículos victorianos que exaltan —ahora que las máquinas pueden imitar las técnicas de lo singular— la democratización del objeto; al mismo tiempo, es una caja de Pandora llena de nuevas y revolucionarias técnicas e invenciones, todas las cuales acabarán diseminándose por la isla, aunque sean estrictamente incompatibles.

Sólo en lo relativo a nuevos medios de transporte colectivo, hay propuestas para sistemas subterráneos, a nivel y elevados, que —aun siendo racionales en sí mismos— destruirían por completo su propia lógica si se aplicasen simultáneamente.

Sin embargo, contenidos en la colosal jaula de la cúpula, convertirán Manhattan en una especie de islas Galápagos de las nuevas tecnologías, donde es inminente el desarrollo de un nuevo capítulo de la supervivencia del más fuerte, que esta vez será una batalla entre diversas especies de máquinas.

ASCENSOR

Entre las piezas expuestas en la esfera hay un invento que, por encima de todos los demás, cambiará la faz de Manhattan (y, en menor medida, del mundo): el ascensor.

Éste se presenta al público como un espectáculo teatral.

Elisha Otis, el inventor, se sube a una plataforma que se eleva, lo cual parecía ser la parte principal de la exhibición. Pero una vez que esa plataforma ha llegado al punto más alto, un ayudante ofrece a Otis un puñal en un cojín de terciopelo.

El inventor agarra el cuchillo y aparentemente se dispone a lanzarse sobre el elemento crucial de su propio invento: el cable que ha izado la plataforma hasta lo alto y que ahora impide que caiga. Otis corta el cable; y se rompe.

No ocurre nada, ni a la plataforma ni al inventor.

Unos pestillos invisibles (la esencia del ingenio de Otis) impiden que la plataforma retorne a la superficie de la tierra.

De este modo, Otis introduce un invento en la teatralidad urbana: el anticlímax como desenlace, el no acontecimiento como triunfo.

Al igual que el ascensor, cada invento tecnológico está preñado de una imagen doble: incluido en su éxito está el espectro de su posible fracaso.

El Palacio de Cristal y el observatorio Latting en la primera Feria Mundial de Nueva York, 1853. Doble imagen del fondo: el Trilón y la Perisfera, tema central de la Feria Mundial de 1939. Al comienzo y al final del manhattanismo: la aguja y el globo.

Los medios de conjurar ese desastre fantasma son casi tan importantes como el propio invento original.

Otis ha introducido un tema que será un Leitmotiv del futuro desarrollo de la isla: Manhattan es una acumulación de posibles desastres que nunca ocurren.

CONTRASTE

El observatorio Latting y la cúpula del Palacio de Cristal introducen un contraste arquetípico que aparecerá y reaparecerá a lo largo de toda la historia de Manhattan en encarnaciones siempre nuevas.

La aguja y el globo representan los dos extremos del vocabulario formal de Manhattan y describen los límites exteriores de sus opciones arquitectónicas.

La aguja es la construcción más delgada y menos voluminosa con la que se puede marcar un lugar dentro de la retícula; combina el máximo impacto físico con un insignificante consumo de terreno; y es esencialmente un edificio sin interior.

El globo es, matemáticamente, la forma que encierra el máximo volumen interior con la menor superficie exterior; tiene una capacidad promiscua para absorber objetos, personas, iconografías y simbolismos; y los pone en relación por el mero hecho de hacerlos coexistir en su interior.

En muchos sentidos, la historia del manhattanismo como arquitectura separada e identificable es una dialéctica entre estas dos formas, con la aguja queriendo convertirse en un globo, y el globo intentando, de tanto en tanto, transformarse en una aguja: una fecundación cruzada que da como resultado una serie de afortunados híbridos en los que la capacidad de la aguja para llamar la atención, junto con su modestia territorial, rivaliza con la consumada receptividad de la esfera.

Situación de Coney Island en relación con Manhattan. A finales del siglo XIX, los nuevos puentes de Manhattan y las modernas tecnologías del transporte hicieron que Coney Island fuese accesible para las masas. Lo que se ve en Coney: a la izquierda, Sandy Hook, refugio de los grupos criminales del área metropolitana de Nueva York; a la derecha, la Arcadia sintética de los grandes hoteles; entre ambas cosas, la “zona intermedia” de los tres grandes parques, un Manhattan embrionario.

Coney Island: la tecnología de lo fantástico

“El resplandor está por doquier, no hay ni una sombra”.

Máximo Gorki, “Boredom” [“El hastío”].

“Qué aspecto tienen los pobres a la luz de la luna”.

James Huneker, The New Cosmopolis.

“El infierno está muy mal hecho”.

Máximo Gorki, “Boredom”.

MODELO

“Ahora, donde había un erial [...] se elevan al cielo miles de rutilantes torres y alminares: gráciles, señoriales e imponentes. El sol matutino lo contempla todo como podría hacerlo con el sueño de un poeta o un pintor, hecho realidad por arte de magia”.

“De noche, el resplandor de los millones de luces eléctricas que brillan en cada punto, cada línea y cada curva de los perfiles de esta gran ciudad de la diversión, ilumina el cielo y da la bienvenida a los marineros que vuelven a casa cuando están a 30 millas de la costa”.1

O bien:

“Con la llegada de la noche, una fabulosa ciudad de fuego se eleva de repente desde el océano hacia el cielo. Miles de chispas rojizas centellean en la oscuridad, delineando con un perfil bello y delicado, sobre el fondo negro del cielo, unas hermosas torres de castillos, palacios y templos milagrosos.

Unos tenues hilos dorados tiemblan en el aire; se entrecruzan formando dibujos de llamas transparentes que se agitan y se disipan, enamorados de su propia belleza reflejada en las aguas.

Fabuloso más allá de lo imaginable, inefablemente bello: así es este ardiente centelleo”.2

Así es Coney Island en torno a 1905.

No es una coincidencia que las incontables “impresiones de Coney Island” —fruto de un deseo completamente obstinado de documentar y conservar un espejismo— puedan ser sustituidas no sólo unas por otras, sino también por el alud de descripciones posteriores de Manhattan.

En la confluencia de los siglos XIX y XX, Coney Island es la incubadora de los temas incipientes de Manhattan y de su mitología en ciernes. Las estrategias y los mecanismos que más tarde configurarán Manhattan se ponen a prueba en el laboratorio de Coney Island antes de que salten finalmente a la isla grande.

Coney Island es un Manhattan embrionario.

FRANJA

Coney Island fue descubierta un día antes que Manhattan —en 1609, por Hudson—; es un apéndice clitoridiano situado en la boca del puerto natural de Nueva York, una “franja de arena reluciente, con las olas azules encrespándose sobre su borde exterior y los arroyos de las marismas corriendo por detrás, acolchada en verano con tallos verdes de juncia, y helada en invierno con nieve blanca y pura”.

Los indios canarsie habitantes originarios de la península, la han llamado Narrioch —“lugar sin sombras”—, un primer reconocimiento de que va a ser escenario de algunos fenómenos poco naturales.

En 1654, el indio Guilaouch canjea la península —que asegura que es suya— por fusiles, pólvora y abalorios, en una versión a escala reducida de la “venta” de Manhattan. Luego el lugar adopta una larga serie de nombres, ninguno de los cuales arraiga, hasta que se hace famosa por la inexplicable densidad de konijnen (“conejos” en holandés).

Entre 1600 y 1800, la verdadera configuración física de Coney Island cambia bajo el impacto combinado del uso del hombre y del desplazamiento de la arena, y se transforma, como si fuese un proyecto, en un Manhattan en miniatura.

En 1750, un canal que desvincula la península de la tierra firme constituye “el último toque en la conformación de lo que es ahora Coney Island”.

CONEXIÓN

En 1823, la Coney Island Brigde Company construye “la primera conexión artificial entre la tierra firme y la isla”,3 permitiendo así que se consume su relación con Manhattan, donde los seres humanos se han congregado por entonces con una densidad tan inusitada como la de los conejos en Coney.

Coney es una elección lógica como lugar de recreo de Manhattan: es la zona más cercana de naturaleza virgen que puede contrarrestar el efecto debilitador de la civilización urbana.

Un lugar de recreo supone la presencia, no demasiado lejos, de un depósito de gente en unas condiciones existenciales que les exijan escaparse ocasionalmente para recuperar el equilibrio.

“Donde había un erial...”

Coney Island: un apéndice clitoridiano en la boca del puerto natural de Nueva York.

El acceso ha de calcularse cuidadosamente: los canales desde el depósito al lugar de recreo deben ser lo bastante amplios como para alimentar este último con un flujo continuo de visitantes, pero lo bastante limitados como para que la mayoría de los huéspedes urbanos se quede en casa. De otro modo, el depósito engullirá el lugar de recreo. A Coney Island puede llegarse a través de un número cada vez mayor de conexiones artificiales, pero no con demasiada facilidad; se requieren al menos dos medios de transporte consecutivos.

Entre 1823 y alrededor de 1860, mientras Manhattan se transforma de ciudad en metrópolis, la necesidad de escaparse se hace más urgente. Los cosmopolitas que adoran el paisaje de Coney y su aislamiento van a construir en el extremo oriental —la parte más alejada de Manhattan— una refinada Arcadia de grandes hoteles de vacaciones, dotados de todas las nuevas comodidades del siglo XIX e implantados en unos terrenos intactos que devuelven las energías a sus visitantes.

En el extremo opuesto de la isla, el mismo aislamiento atrae a otra comunidad de fugitivos: criminales, inadaptados y políticos corruptos, unidos por su común aversión a la ley y el orden. Para ellos la isla no está contaminada por la ley.

Estos dos grupos están entonces enzarzados en una lucha no declarada por la isla: la amenaza de más corrupción que emana del extremo oeste compite con el puritanismo del buen gusto procedente del extremo este.

VÍAS

La batalla se vuelve decisiva en 1865, cuando el primer ferrocarril llega al centro de la isla y las vías se paran en seco al borde de las olas. Los trenes ponen finalmente la costa oceánica al alcance de las nuevas masas metropolitanas; la playa se convierte en la línea de llegada de un éxodo semanal que tiene la urgencia de una fuga.

Al igual que un ejército, los nuevos visitantes dejan un rastro de infraestructuras parasitarias: casetas de baño (donde el mayor número de personas puedan cambiarse en el espacio más pequeño y el tiempo más corto posibles), aprovisionamiento de comida (1871: el hot dog, el “perrito caliente”, se inventa en Coney Island) y un alojamiento primitivo (Peter Tilyou construye la Surf House, una taberna con puesto de perritos calientes, cerca del brusco final del ferrocarril).

Pero lo que predomina es la necesidad de placeres; la zona intermedia desarrolla su propio magnetismo y atrae todo un abanico de instalaciones especiales para proporcionar entretenimiento a una escala acorde con la demanda de las masas.

En una risueña imagen especular de la seriedad con la que el resto del mundo está obsesionado con el progreso, Coney Island se enfrenta al problema del placer, a menudo con los mismos medios tecnológicos.

TORRE

La campaña para intensificar la producción de placer genera sus propios instrumentos.

En 1876, una torre de 300 pies [más de 90 m] —la pieza central de la celebración del Centenario de los Estados Unidos en Filadelfia— se desmantela con la esperanza de que vuelva a levantarse en otro sitio. Se estudian y se rechazan emplazamientos por todo el país; de repente, dos años después de ser desmontada, ya vuelve a estar erigida en la zona intermedia de Coney Island. Desde la cúspide es visible toda la isla, y los telescopios pueden enfocarse hacia Manhattan. Al igual que el observatorio Latting, la Torre del Centenario es un dispositivo arquitectónico que hace que los visitantes tomen conciencia de sí mismos, pues permite la inspección a vista de pájaro de un ámbito común, lo que puede desencadenar un súbito arrebato de energía y ambición colectivas.

Y también ofrece otra dirección de escape: la ascensión en masa.

PECIOS

El viaje de la torre vagabunda desde Filadelfia hasta Coney Island sienta un precedente para los posteriores viajes a Coney de otros restos de exposiciones y ferias mundiales.

La isla se convierte en la última morada de algunos fragmentos futuristas, pecios mecánicos y desechos tecnológicos cuyo traslado a través de los Estados Unidos hacia Coney coincide con la migración de algunas tribus de África, Asia y Micronesia hacia el mismo destino. También los miembros de estas tribus han sido exhibidos en las ferias como una nueva forma de entretenimiento educativo.

Esta maquinaria totémica (un pequeño ejército de enanos y otros seres deformes que se retiran a Coney tras una vida de frenéticos viajes; algunos pieles rojas que no tienen otro sitio adonde ir; y las tribus extranjeras) constituye la población permanente de esta estrecha playa.

PUENTE

En 1883, el puente de Brooklyn elimina el último obstáculo que ha retenido a las nuevas masas en Manhattan: los domingos de verano, la playa de Coney Island se convierte en el lugar más densamente poblado del mundo.

Esta invasión invalida finalmente todo lo que queda de la fórmula original del funcionamiento de Coney Island como lugar de recreo: la provisión de naturaleza a los ciudadanos de lo artificial.

Para sobrevivir como lugar de recreo —un sitio que ofrezca contraste—, Coney Island se ve forzada a mutar: debe transformarse en todo lo contrario a la naturaleza; no tiene más elección que contrarrestar la artificialidad de la nueva metrópolis con algo propio: lo “sobrenatural”.

En vez de dejar en suspenso la presión urbana, lo que ofrece es su intensificación.

TRAYECTORIA

La reconstituida Torre del Centenario es la primera manifestación de una obsesión que a la larga transformará la isla entera en un trampolín del proletariado.

En 1883, el tema antigravitatorio que la torre ha iniciado se materializa en el Loop-the-Loop (“rizar el rizo”), un ferrocarril que traza un bucle vertical sobre sí mismo de modo que un pequeño vehículo se ciñe a una superficie invertida siempre que circule a cierta velocidad. Como aparato de investigación resulta costoso: cada temporada se cobra varias vidas. Sólo cuatro viajeros pueden experimentar a la vez la momentánea ingravidez que proporciona, y sólo un número limitado de vehículos puede completar la trayectoria invertida en una hora. Estas restricciones por sí solas condenan al fracaso el Loop-the-Loop como instrumento de euforia colectiva. Su descendiente es el Roller Coaster, la Montaña Rusa patentada y construida justo la temporada siguiente, 1884: la vía parodia las curvas, las colinas y los valles de la trayectoria habitual de un ferrocarril. Unos trenes repletos de gente se precipitan arriba y abajo por las pendientes con tal violencia que se experimenta la mágica sensación de despegar en las cimas; y con ello suplanta fácilmente al Loop-the-Loop. Estas vías sinuosas se multiplican sobre sus tambaleantes soportes, y al cabo de unas cuantas temporadas toda la zona intermedia se transforma en una vibrante cordillera de acero.

En 1895, el capitán Boyton, saltador profesional y pionero de la vida bajo el agua, introduce una complicación criptofreudiana en la lucha contra la gravedad con su Shoot-the-Chutes (Salto de las Rampas): un tobogán izado mecánicamente hasta lo alto de una torre, desde donde una pista resbaladiza diagonal desciende hasta una masa de agua. La preocupación por si la embarcación se quedará sobre el agua o se deslizará bajo la superficie proporciona el suspense mientras el pasajero resbala hacia abajo.

Un flujo continuo de visitantes sube a la torre para descender hacia las aguas turbias, que además están habitadas por 40 leones marinos.

Hacia 1890, “lo que está más alejado de la razón, lo que más se ríe de las leyes de la gravitación, es lo que entusiasma a las multitudes de Coney Island”.4

ELEFANTE

Incluso antes de la inauguración del puente de Brooklyn, una operación ha indicado la futura orientación de la isla en su objetivo de alcanzar unos fines irracionales por medios enteramente racionales: el primer elemento “natural” que conquistará y del que se apropiará en su búsqueda del “nuevo placer” es un elefante “tan grande como una iglesia”, que es también un hotel.

“Las patas tenían 60 pies [18 m] de circunferencia. En una pata delantera había una tienda de cigarros, y en la otra un diorama; los clientes subían por una escalera circular situada en una pata trasera y bajaban por la otra”.5 Se pueden ocupar habitaciones en los muslos, los hombros, las caderas o la trompa. Unos reflectores relampaguean erráticamente en los ojos, iluminando a cualquiera que esté a su alcance, así como a los que hayan decidido pasar la noche en la playa.

Una segunda anexión de la naturaleza se consigue con la creación de la Vaca Inagotable, una máquina construida para satisfacer la insaciable sed de los visitantes y que se ha camuflado como una vaca. Su leche es mejor que el producto natural en lo relativo a la regularidad y la previsibilidad de su caudal, a su calidad higiénica y a su temperatura controlable.

ELECTRICIDAD

Otras adaptaciones similares se suceden a un ritmo uniformemente acelerado.

El exorbitante número de personas que se reúnen en una superficie insuficiente, buscando ostensiblemente el encuentro con la realidad de los elementos (el sol, el viento, la arena y el agua) exige la conversión sistemática de la naturaleza en un servicio técnico. Puesto que la superficie total de la playa y la longitud total de la línea de costa son finitas, se deduce con certeza matemática que cada uno de los cientos de miles de visitantes no encontrará, en un solo día, un sitio para tumbarse en la arena, y no digamos para llegar al agua.

Hacia 1890, la introducción de la electricidad hace posible crear una segunda jornada diurna. Unas potentes lámparas se colocan a intervalos regulares en la línea de costa, de modo que el mar pueda disfrutarse con un sistema de turnos verdaderamente metropolitano, ofreciendo a quienes no puedan llegar al agua durante el día una ampliación artificial de 12 horas.

Lo que es único de Coney Island —y este síndrome de lo “sintético irresistible” prefigura acontecimientos posteriores en Manhattan— es que esta falsa jornada diurna no se considera de segunda categoría. Su propia artificialidad se convierte en una atracción: el “baño eléctrico”.

CILINDROS

Incluso los aspectos más íntimos de la naturaleza humana están sujetos a la experimentación. Si la vida en la metrópolis crea soledad y alienación, Coney Island contraataca con los Barriles del Amor. Dos cilindros horizontales, montados en línea, giran lentamente en direcciones opuestas.

En cada uno de los extremos, una pequeña escalera conduce a la entrada. Uno alimenta la máquina con hombres; el otro, con mujeres. Es imposible permanecer de pie. Los hombres y las mujeres caen unos encima de otros. La rotación implacable de la máquina fabrica una intimidad sintética entre per so nas que de otro modo nunca se habrían conocido.

Sistemas de turnos metropolitanos (1): el “baño eléctrico”, lo sintético se vuelve irresistible.

Los Barriles del Amor: un aparato anti-alienación.

Sistemas de turnos metropolitanos (2): la Carrera de Obstáculos, jinetes montando toda la noche.

Esta intimidad puede procesarse aún más en los Túneles del Amor, una montaña artificial construida cerca de los Barriles del Amor. Fuera de la montaña, las parejas recién formadas se montan en una pequeña embarcación que desaparece dentro de un túnel oscuro que conduce a un lago interior. Dentro del túnel, la completa oscuridad garantiza al menos una privacidad visual; por los ruidos apagados no puede adivinarse cuántas parejas están cruzando el lago en determinado momento. El balanceo de las pequeñas embarcaciones en las aguas poco profundas refuerza la sensualidad de la experiencia.

CABALLOS

La actividad preferida de los cosmopolitas que disfrutaban de la isla en estado virgen era montar a caballo. Pero saber montar a caballo es una forma de sofisticación no accesible para la gente que ha reemplazado a los visitantes originales. Y los caballos reales nunca pueden coexistir en número suficiente en la misma isla con los nuevos visitantes.

A mediados de la década de 1890, George Tilyou (hijo de Peter Tilyou, el pionero de la Surf House) proyecta una pista mecanizada que se extiende sobre gran parte de la isla, un recorrido que pasa a través de varios paisajes naturales y a lo largo del frente costero, y que cruza una serie de obstáculos artificiales.

Sobre esta pista se mueve una manada de caballos mecánicos que pueden ser montados por cualquiera con una confianza instantánea. Steeplechase (Carrera de Obstáculos) es una “pista de carreras automática con la gravitación como fuerza motriz”; sus “caballos se asemejan en tamaño y modelo a los de carreras. Sólidamente construidos, están hasta cierto punto bajo el control del jinete, que puede aumentar la velocidad en función de cómo utilice su peso y de la postura que adopte en las cuestas de subida y bajada, haciendo así de cada certamen una auténtica carrera”.6

Los caballos funcionan 24 horas al día y son un éxito sin precedentes. La inversión financiera en la pista se recupera después de tres semanas de funcionamiento.

Inspirándose en el Midway Plaisance —que comunicaba las dos mitades de la Exposición de Chicago de 1893—, Tilyou reúne otras instalaciones a lo largo y alrededor de la pista mecánica, incluyendo una noria de esa misma feria. Delimita así gradualmente una zona de diversión diferenciada, que se formaliza cuando en 1897 levanta a su alrededor y canaliza a los visitantes a través de entradas marcadas por arcos triunfales hechos con una acumulación de escayolas que muestran la iconografía de la risa: payasos, pierrots y máscaras. Con este acto de delimitación, Tilyou ha establecido una agresiva oposición entre lo que él llama el parque de Steeplechase y el resto de la isla.

FÓRMULA

La reputación de Coney Island ha caído en picado aunque su popularidad se ha incrementado. La fórmula de unos placeres inocentes en el interior frente a la corrupción en el exterior —que es lo que implica el enclave de Tilyou— supone un primer paso hacia una posible rehabilitación. Ese oasis compacto puede ser el módulo urbanístico de una recuperación gradual del territorio de la isla, por lo demás perdido.

Resultaría claramente contraproducente que las diversas instalaciones intramuros compitiesen ofreciendo placeres idénticos o incompatibles. Dentro de los muros se origina un proceso que genera un espectro de instalaciones coordinadas.

El concepto del parque es el equivalente arquitectónico de un lienzo en blanco. El muro de Tilyou define un territorio que, teóricamente, puede ser configurado y controlado por un solo individuo, y que, por tanto, está dotado de un potencial temático. Pero Tilyou no consigue aprovechar completamente su gran adelanto; limita sus actividades a ampliar las pistas, a perfeccionar el realismo de los caballos y a añadir algunos obstáculos como el “foso de agua”, inventando tan sólo otro dispositivo para alejar aún más su parque de la realidad de la isla: las entradas conducen ahora directamente al suelo del Terremoto, donde la piel natural de la tierra se ha reemplazado por un injerto mecánico oculto que tiembla. La aleatoriedad y la violencia de las sacudidas exigen la sumisión. Para ganarse el derecho a entrar en Steeplechase, el visitante debe participar en un ballet involuntario e inevitablemente original.

Agotado por sus inventos, Tilyou escribe poesía y en un momento de lúcida euforia capta la trascendencia de lo que ha contribuido a crear: “Si París es Francia, Coney Island, entre junio y septiembre, es el mundo”.7

ASTRONAUTAS

En 1903 —el año en que el nuevo puente de Williamsburg inyecta aún más visitantes al ya sobrecargado sistema de Coney Island— Frederic Thompson y Elmer Dundy inauguran un segundo conjunto: el Luna Park.

Dundy es un genio de las finanzas y un profesional del entretenimiento; tiene experiencia en ferias, atracciones y concesiones. Thompson es el primer profano importante de Coney: no tiene experiencia anterior en ninguna forma de diversión; con 26 años, ha abandonado la escuela de arquitectura, frustrado por la irrelevancia del sistema beaux arts en esta nueva era. Thompson es el primer proyectista profesional que actúa en la isla.

Tomando como modelo el parque-enclave de Tilyou, Thompson confiere al suyo un rigor intelectual sistemático y un grado de intencionalidad que apoya su planificación, de una vez por todas, en unos fundamentos conscientes y arquitectónicos. Steeplechase se aisló del barullo circundante del modo más literal: con un muro.