Demian - Hermann Hesse - E-Book

Demian E-Book

Hermann Hesse

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Beschreibung

Demian es una novela que explora temas como la identidad, el desarrollo espiritual y el conflicto entre los individuos y la sociedad. La historia se enfoca en Emil Sinclair, un joven que vive en la Alemania de principios del siglo XX y se embarca en un camino de autodescubrimiento y de intentar entender el mundo que lo rodea. En esa búsqueda, Sinclair conoce a Max Demian, un misterioso compañero de clase que le presenta un mundo de ideas alternativas y filosofías revolucionarias. A medida que Sinclair avanza por el camino que le propone Demian, pasa por una transformación interna que lo pone en guerra con sus creencias y valores preconcebidos. La narrativa de Hesse es profundamente introspectiva y filosófica, así que hace que los lectores reflexionen sobre la dualidad, el pecado y la redención al tiempo que retan las convenciones sociales y religiosas del tiempo, cuestiones que les permitirán entender la búsqueda por la verdadera identidad que hace Emil Sinclair en la novela.

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Título original: Demian. Die Geschichte einer Jugend

Primera edición en esta colección: junio del 2024

Hermann Hesse

© 2024, Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7667-99-0

Traducción y edición:

Isabela Cantos

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado (impresión, fotocopia, etc.), sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras Grupo Editorial apoya la protección del copyright.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

PREFACIO

CAPÍTULO 1

DOS MUNDOS

CAPÍTULO 2

CAÍN

CAPÍTULO 3

EL LADRÓN EN LA CRUZ

CAPÍTULO 4

BEATRICE

CAPÍTULO 5

EL AVE LUCHA PARA SALIR DEL CASCARÓN

CAPÍTULO 6

JACOB PELEA CONTRA EL ÁNGEL

CAPÍTULO 7

EVA

CAPÍTULO 8

EL COMIENZO DEL FINAL

Todo lo que quería era intentar vivir la vida que tenía por dentro, clamando por escapar. ¿Por qué era tan difícil?

PREFACIO

Para contar mi historia, debo empezar desde muy atrás. De hecho, si pudiera, tendría que ir muchísimo más atrás, hasta los primeros años de mi infancia. O incluso más lejos, hasta los confines distantes de mis orígenes.

Cuando los escritores escriben novelas, tienden a actuar como si fueran Dios, quien puede ver y entender cualquier cosa sobre la historia de una persona. Y presentan esa historia como si Dios mismo la estuviera contando, sin todos los velos de lo oculto que son fundamentales en la naturaleza de la vida. Yo no puedo hacer eso… más de lo que estos escritores pueden.

Pero mi historia es más importante para mí que lo que la historia de algún escritor lo es para él, pues es la mía y es la historia de un ser humano. No la de una persona imaginaria, posible, ideal o inexistente de otra manera, sino de una real, única y que vive y respira. Hoy en día sabemos mucho menos que antes sobre lo que eso es (una persona viviente) y, como resultado, las personas, cada una de ellas siendo una creación preciosa y única de la naturaleza, están siendo asesinadas a tiros en números enormes.

Si cada uno de nosotros no fuera más que un solo ser humano, si el mundo de verdad pudiera librarse por completo de nosotros con una sola bala, entonces ya no tendría sentido contar historias. Pero cada persona es más que ella misma: también es única, particular por completo y, en cada caso, un punto de intersección significativo y notable en donde los fenómenos del mundo se superponen solo una vez y jamás de la misma manera luego.

Por eso las historias de todo el mundo son importantes, eternas y divinas. Por eso todo el mundo, siempre y cuando viva y cumpla de alguna manera con la voluntad de la Naturaleza, es maravilloso y digno de nuestra atención. Todos son almas hechas carne. En todos la creación toma forma y sufre. En todos muere un Redentor en la cruz.

Pocos saben lo que es una persona en estos días. Pero muchos lo sienten y pueden morir con más facilidad, de la misma manera en la que yo moriré una vez que haya escrito esta historia hasta el final.

No puedo afirmar que posea algo de conocimiento. Fui un buscador y aún lo soy. Pero ya no observo a las estrellas ni busco en libros. He empezado a escuchar que las lecciones las ruge y las murmulla la sangre que tengo en el cuerpo. Mi historia no es una feliz ni algo placentero y armonioso que alguien inventó. Apesta a falta de significado y a confusión, a demencia y a sueños, como la vida de alguien que ya no quiere mentirse.

La vida de todo el mundo es un camino hacia ellos mismos o el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Nadie es total y completamente él mismo. Todo el mundo intenta convertirse en ellos mismos como sea que puedan: uno con monotonía y el otro con más brillantez.

Todos portamos rastros de nuestro nacimiento hasta el final: la baba y las cáscaras de huevo de un pasado primitivo. Algunos jamás nos convertimos en humanos, sino que nos quedamos siendo ranas, lagartijas, hormigas. Algunos son humanos de la cintura hacia arriba y son peces de la cintura hacia abajo. Pero todo el mundo es un intento de humanidad, un tiro de los dados de la Naturaleza.

Todos compartimos un origen común: nuestras madres. Todos salimos de las mismas fauces abiertas, pero cada uno de nosotros se esfuerza (un intento, un lanzamiento desde las profundidades) por alcanzar las metas individuales. Podemos entendernos unos a otros, pero cada uno solo puede interpretarse y entenderse de verdad a sí mismo.

CAPÍTULO 1

DOS MUNDOS

Empezaré mi historia con algo que me sucedió cuando tenía diez años y estaba yendo a la escuela de nuestro pequeño pueblo.

Toda clase de vistas y de olores vuelven a mí, elevándose desde mi interior, para tocarme con un dolor y un escalofrío placentero: calles oscuras y calles iluminadas, casas y torres, relojes dando la hora, rostros de personas, habitaciones llenas de comodidades cálidas y hogareñas, habitaciones llenas de secretos y de un profundo miedo a los fantasmas. Está el olor de los espacios acogedores y cerrados, de conejos y meseras, de remedios caseros y frutas secas. Dos mundos se entremezclaban allí y de dos polos opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo era la casa parental, pero en realidad era incluso más estrecho. La verdad era que contenía solo a mis padres. En general, conocía bien ese mundo: su nombre era Madre y Padre, había amor y reglas estrictas, educación y ejemplos. Lo que pertenecía a ese mundo era una radiancia que brillaba con gentileza, claridad y limpieza, conversaciones silenciosas y amigables, manos lavadas, ropa limpia y buen comportamiento. Allí se cantaban los himnos matutinos y se celebraba la Navidad. En ese mundo de líneas rectas y caminos que llevaban al futuro había deberes y obligaciones, mala consciencia y confesiones, perdón y buenas resoluciones, amor y respeto, sabiduría y proverbios bíblicos. Uno tenía que quedarse en ese mundo para que la vida fuera clara y pura, hermosa y armoniosa.

Mientras tanto, el otro mundo ya estaba allí, justo en medio de nuestra casa y completamente diferente: olía distinto, hablaba de una forma diferente y exigía cosas distintas por completo. Había sirvientas y mercaderes itinerantes en este segundo mundo; historias de fantasmas y rumores escandalosos; una marea de muchos colores de cosas monstruosas, tentadoras, terroríficas y misteriosas, como el matadero y la prisión; alcohólicos y mujeres que peleaban; vacas que daban a luz y caballos con patas rotas, e historias de robos, asesinatos y suicidios.

Todas estas cosas hermosas, horribles, salvajes y crueles existían alrededor: en la siguiente calle, en la casa contigua. Los policías y los mendigos iban de un lado a otro, los borrachos golpeaban a sus esposas, grupos de chicas salían en bandadas de las fábricas después de trabajar, las ancianas lo hechizaban a uno y lo hacían enfermar, bandas de ladrones vivían en el bosque, la Policía capturaba a pirómanos…

Este segundo mundo poderoso surgía en todas partes, su olor estaba en todas partes, excepto en nuestras habitaciones, en donde se encontraban Madre y Padre. Y eso estaba bien. Qué maravilloso que aquí, en nuestra casa, hubiera paz y calma y orden, deber y consciencia, piedad y amor. Y qué maravilloso que todo lo demás existiera también, todo lo ruidoso y estridente, lo oscuro y lo violento, de lo cual uno podía escapar yendo de un solo salto a donde Madre.

Lo más extraño era cómo esos dos mundos se tocaban, ¡lo cerca que estaban! Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando se sentaba con las manos recién lavadas y apoyadas en el delantal que se había acomodado en el regazo, rezando junto a la puerta de la sala y uniéndose a nuestra canción con su voz brillante, le pertenecía por completo a Madre y Padre, a nosotros, que vivíamos en el mundo de la luz y la verdad.

Al momento siguiente, en la cocina o en el granero, cuando me contaba la historia de un hombre pequeño sin cabeza o peleaba con las vecinas en la carnicería, ella era alguien más, hacía parte de otro mundo y la cubría la miseria. Así es como era con todo el mundo, más que todo conmigo mismo. Por supuesto que hacía parte de ese mundo brillante y verdadero (era el hijo de mis padres), pero cada que desviaba la mirada o escuchaba más allá, el otro mundo siempre estaba allí. Y yo también vivía en el otro mundo, aunque a menudo sentía como si no perteneciera allí, al reino terrorífico del miedo y la mala consciencia.

Por momentos incluso me gustaba más el mundo prohibido y, con frecuencia, mi regreso a la luz, tan bueno y necesario como fuera, se sentía casi como un giro hacia algo menos hermoso, menos emocionante, más desolado y lúgubre. A veces sabía que mi meta en la vida era convertirme en alguien como mi padre y mi madre: muy brillante y puro, muy superior y armonioso. Pero faltaba un largo, largo trecho para llegar a esa meta y, mientras tanto, tenía que sentarme en silencio en la escuela, estudiar, hacer exámenes y pasar exámenes, todo en tanto el camino se cruzaba con el otro mundo más oscuro, o lo atravesaba, y no era para nada imposible quedarse en él, ahogarse en él.

Existían historias de niños perdidos, hijos pródigos a quienes esto les había pasado y yo las leía con avidez. El regreso del padre a lo que era bueno siempre era una liberación magnífica en esas historias. Yo era muy consciente de que ese era el único resultado correcto, bueno y deseable, pero, aun así, la parte de la historia que se desarrollaba entre las almas perdidas y malvadas era siempre mucho más emocionante y, si tan solo fuera posible admitirlo, a veces era toda una pena que el alma perdida tuviera que arrepentirse y encontrarse de nuevo. Pero eso era algo que uno no decía y que ni siquiera pensaba.

De alguna manera solo estaba allí, como una corazonada o una posibilidad enterrada muy, muy profundo en los sentimientos. Cuando me imaginaba al diablo, podía verlo muy bien en la calle que iba colina abajo, disfrazado o no. O en la feria o en el bar, pero jamás con nosotros en la casa.

Mis hermanas también hacían parte del mundo iluminado y brillante. A menudo sentía que eran naturalmente más como Padre y Madre que yo: más educadas, más perfectas, mejores. Tenían sus fallas y sus malos hábitos, pero sentía que eran unos que no iban muy profundo. No como conmigo, pues cada contacto con el mal era muy doloroso y difícil y parecía tener el mundo oscuro mucho más cerca. Las hermanas, como los padres, estaban allí para cuidarlas y respetarlas.

Y cada que peleaba con ellas, mi consciencia decía que siempre era yo el malo, la causa del problema, el que tenía que pedir perdón, ya que ofender a las hermanas era ofender a los padres, las figuras de autoridad benevolentes. Había secretos que podía compartir con los peores delincuentes de la calle con más facilidad que con mis hermanas.

En días buenos, cuando el aire estaba brillante y tenía la consciencia limpia, a menudo me encantaba jugar con mis hermanas, comportarme bien con ellas y verme bajo una luz buena y noble. ¡Así es como debía ser la vida siendo un ángel! Ese era el estado más elevado que uno pudiera imaginarse y pensábamos en cuán dulce y maravilloso sería ser ángeles, envueltos en un sonido claro y brillante y oliendo a Navidad y felicidad. Pero, oh, ¡qué escasos eran los días buenos! Muchas veces, incluso cuando jugaba un juego inofensivo y permitido, lo hacía con demasiada pasión y fuerza para mis hermanas, lo que ocasionaba accidentes o peleas.

Y entonces, cuando la rabia y la ira me invadían, era horrible y decía y hacía cosas cuya depravación podía sentir, profundo y quemándome, incluso mientras las hacía y las decía. Luego llegaban las horas oscuras y amargas del arrepentimiento y el remordimiento. Luego el momento doloroso en el que pedía perdón. Y luego, de nuevo, un rayo de luz brillante: una felicidad silenciosa, agradecida y armoniosa durante unas pocas horas o minutos.

Yo era un estudiante de la escuela, y el hijo del alcalde y el hijo del guardabosques principal estaban en mi clase. A veces venían a mi casa. Eran niños salvajes, pero pertenecían al mundo bueno y permitido. Pero yo también hacía cosas con los niños de la escuela pública del barrio, niños a los que, de otra manera, mirábamos mal. Es con uno de ellos que empieza mi historia.

Una tarde que teníamos libre de la escuela (yo tenía un poco más de diez años), estaba explorando con dos niños del barrio. Luego un niño más grande se nos acercó: el hijo del sastre, alborotado y fuerte, de trece años, estudiante de la escuela pública. Su padre era un bebedor y toda la familia tenía una mala reputación. Sabía mucho de él, de este Franz Kromer. Le temía y no estaba feliz de que se nos uniera. Ya emulaba el comportamiento de un adulto, imitando cómo hablaban y caminaban los trabajadores de las fábricas.

Lo seguimos y bajamos por la orilla del río junto a un puente, escondiéndonos del mundo debajo del primer arco. La estrecha línea de orilla entre la gruesa pared del puente y el río que fluía despacio estaba cubierta de basura, escombros y desperdicios: enredos de alambres oxidados y cosas así. De vez en cuando se podía encontrar algo útil allí. Franz Kromer nos hizo buscar con él y mostrarle lo que fuera que encontráramos. Luego se lo guardaba en el bolsillo o lo lanzaba lejos al río. Nos dijo que nos fijáramos en cualquier cosa que estuviera hecha de plomo, latón o estaño, que eran objetos con los que siempre se quedaba. También se metió en el bolsillo un viejo peine de marfil.

No me sentía cómodo con él, no porque supiera que mi padre habría prohibido lo que estábamos haciendo, sino porque yo le temía a Franz. Aun así, me alegraba que me aceptara y me tratara como a los demás. Él ordenaba y nosotros obedecíamos, como si fuera una costumbre de hacía mucho tiempo, aunque esa era la primera vez que yo me juntaba con él.

Eventualmente, nos sentamos en el suelo. Franz escupió en el agua, viéndose como un hombre. Escupía por entre un espacio que tenía en los dientes y podía darle a lo que se propusiera. Empezó una conversación y los chicos se jactaron y se felicitaron por toda clase de actos heroicos colegiales y bromas que habían hecho. Yo me mantuve en silencio, pero temía que resaltara demasiado justo por esa razón e incitara la ira de Kromer.

Mis dos acompañantes se habían ubicado a su lado desde el inicio y mantenían una buena distancia conmigo. Yo era el renegado y sentía que mi ropa y toda mi forma de actuar eran como una especie de reto para ellos. Como estudiante de la escuela e hijo de un padre al que le iba bien, era imposible que le cayera bien a Frank y estaba seguro de que los otros dos me abandonarían sin pensárselo dos veces si era necesario.

Al final, por puro miedo, comencé a hablar también. Me inventé una gran historia sobre unos ladrones y me representé como el héroe. Dije que una noche, en un huerto junto al molino de la esquina, me había robado todo un bulto de manzanas con un amigo. Y no eran manzanas ordinarias, sino de las mejores: Reine de Reinettes y Pearmains doradas.

Busqué refugio de mi peligrosa situación en esta historia. Inventar y contar historias era algo que podía hacer rápido y con facilidad. Entonces, para no tener que detenerme tan pronto y quizás terminar en un predicamento peor, dejé que mi talento corriera libre: dije que uno de nosotros tuvo que hacer guardia todo el tiempo mientras el otro estaba bajando las manzanas del árbol. Al final el saco se había hecho tan pesado que tuvimos que dejar atrás la mitad de las manzanas, pero media hora después volvimos por el resto.

Cuando terminé, esperé que me demostraran su aprobación. Me había sentido más cómodo hacia el final y estaba intoxicado por mi propia imaginación. Los dos niños más jóvenes no dijeron nada, esperando para ver cómo reaccionaba Franz Kromer, mientras que él solo me lanzaba una mirada penetrante con los ojos entrecerrados. Luego me preguntó con una voz amenazante:

—¿Eso es verdad?

—Por supuesto —dije.

—¿Real y honestamente?

—Real y honestamente —insistí, pero por dentro me estaba muriendo de miedo.

—¿Lo jurarías?

Estaba aterrorizado, pero dije que sí al instante.

—Di: «por Dios y todo lo que es sagrado».

—Por Dios y todo lo que es sagrado —dije.

—Muy bien —dijo y se giró.

Pensé que todo había salido bien y me alegré cuando, antes de que pasara mucho tiempo, se levantó y empezó a caminar de vuelta. Cuando estuvimos en el puente, dije con timidez que tenía que irme a mi casa.

—No hay prisa —dijo Franz con una risa—. Vamos en la misma dirección.

Caminó despacio y yo no me atreví a salir corriendo, pues de verdad estaba yendo en dirección a nuestra casa. Cuando llegamos, cuando vi nuestra puerta de entrada con la manija gruesa de latón, así como el sol en las ventanas y las cortinas de la habitación de mi madre, dejé salir un profundo suspiro. ¡De vuelta en casa! ¡Oh, el buen y sagrado regreso a casa, a la luz y la paz!

Abrí rápido la puerta, entré y estaba a punto de cerrarla detrás de mí cuando Franz Kromer irrumpió en la casa. En el rellano fresco, tenue y enlosado, sin ninguna luz excepto la que venía del patio, se paró frente a mí, me agarró del brazo y dijo con suavidad:

—¡No tan rápido!

Lo miré, asustado. Su agarre era como de hierro. Intenté imaginarme qué podía tener en mente o si querría lastimarme. Si grito en este momento, con un grito alto y fuerte, ¿alguien de arriba bajará lo suficientemente rápido como para salvarme?, pensé. Pero no lo hice.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué quieres?

—No mucho. Solo necesito preguntarte algo. Los otros no tienen por qué escucharlo.

—¿Y bien? ¿Qué quieres que te diga? Tengo que ir arriba…

—¿Sabes a quién le pertenece el huerto de frutas que hay junto al molino o no? —dijo Franz en voz baja.

—No, no lo sé. Supongo que al molinero.

Franz me rodeó con un brazo y me acercó tanto a su cara que tuve que mirarlo a centímetros. Tenía ojos malvados, una sonrisa asquerosa y el rostro lleno de crueldad y poder.

—Bien, niño, puedo decirte de quién es el huerto. Durante mucho tiempo he sabido que alguien se robaba las manzanas y también sé que el dueño dijo que le daría dos marcos a quien le dijera quién se las había robado.

—¡Por Dios! —exclamé—. No se lo dirás, ¿verdad?

Pude ver que no tenía sentido apelar a su honor. Era del otro mundo: para él, la traición no era un crimen. Entendí eso con claridad. En asuntos como estos, la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

—¿No decírselo? —Kromer se rio—. ¿Quién crees que soy, amigo? ¿Alguna clase de falsificador que puede acuñarse dos marcos por sí mismo? Soy pobre. No tengo un padre rico como tú. Si puedo obtener dos marcos, tengo que hacerlo. Quizás incluso me dé más.

De repente me soltó. El rellano frontal ya no olía a paz y seguridad; el mundo estaba colapsando a mi alrededor. Me reportaría, me verían como un criminal, le contarían a mi padre e incluso la Policía tal vez vendría. Todos los terrores del caos me amenazaban; todo lo horrible y lo peligroso se arremolinaba en mi contra. El hecho de que en realidad no me hubiera robado las manzanas no significaba nada porque había jurado lo opuesto. ¡Por Dios, por Dios!

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sentía que tenía que comprar mi libertad y busqué con desespero en los bolsillos. Ninguna manzana, ninguna navaja… no tenía nada. Luego pensé en mi reloj. Era un viejo reloj de plata que no funcionaba y lo usaba solo «porque sí». Había sido de nuestra abuela. Me lo saqué rápido del bolsillo.

—Escucha, Kromer —dije—, no puedes entregarme. Eso no estaría bien. Te daré mi reloj. Mira, no tengo nada más. Puedes quedártelo. Es de plata, los mecanismos son buenos y solo tiene algo descompuesto que debe arreglarse.

Sonrió y recibió el reloj en una de sus manotas. Le miré la mano y pude sentir cuán salvaje y profundamente hostil me parecía, cómo intentaba quitarme la vida y la paz.

—Es de plata… —dije con timidez.

—¡¿Y a mí qué me importan tu plata o tu viejo reloj?! —dijo con desprecio—. ¡Arréglalo tú mismo!

—Pero, Franz, ¡espera un minuto! —exclamé, temblando de miedo por la posibilidad de que saliera corriendo—. ¡Acepta el reloj! De verdad está hecho de plata. Y no tengo nada más.

Me miró con frialdad, con asco.

—Muy bien, ya sabes a quién le haré una visita. O podría contárselo a la Policía… Conozco al sargento.

Se giró para irse. Lo agarré de una manga. ¡No podía irse! Preferiría morir a enfrentar lo que pasaría si se iba sin más.

—¡Franz! —le supliqué con la voz ronca—. ¡No hagas nada estúpido! Solo estás bromeando, ¿verdad?

—Claro, estoy bromeando, pero este jueguito te puede salir muy caro.

—¡Dime qué puedo hacer, Franz! ¡Haré lo que sea!

Me examinó con los ojos entrecerrados y se rio de nuevo.

—¡No seas tan estúpido! —dijo con una voz alegre falsa—. Lo sabes tan bien como yo. Puedo obtener dos marcos solo por contar esto y no soy un hombre rico. No puedo dejar pasar dos marcos. Lo sabes. Pero tú eres rico e incluso tienes un reloj. Entonces, dame dos marcos y todo estará bien.

Podía entender su lógica, pero ¡dos marcos! Eso era tan imposible de obtener para mí como diez, cien o mil. No tenía nada de dinero. Existía una alcancía que tenía mi madre con un par de monedas de cinco o diez centavos dentro, los cuales nos habían dejado los tíos que nos visitaban. Además de eso, no tenía nada. Aún no me daban una mesada a esa edad.

—No tengo nada —le dije con tristeza—. Nada de dinero. Te daré todo lo demás. Un libro de vaqueros e indios, soldados y una brújula. ¡Iré por eso!

Kromer solo bufó con su boca malvada y arrogante y escupió en el piso.

—¡Basta de balbuceos! —ordenó—. Puedes quedarte con tu basura. ¡Una brújula! No me enojes, ¿oíste? ¡Quiero el dinero!

—Pero no tengo nada, nunca me dan dinero. ¡No hay nada que pueda hacer al respecto!

—Bien, mañana me traerás dos marcos. Te esperaré después de la escuela junto al mercado. Punto. Si no me traes el dinero, ¡verás lo que pasa!

—Sí, pero ¿en dónde puedo conseguirlo? Por Dios, si no tengo nada…

—Ese es tu problema. Hay dinero en tu casa. Entonces, nos vemos mañana después de la escuela. Te lo advierto, si no lo tienes… —Me miró a los ojos con una expresión terrible, escupió una vez más y se fue como una sombra.

***

No podía subir las escaleras. Mi vida estaba arruinada. Pensé en huir y no volver jamás o en ahogarme, pero solo vagamente. Me senté en el escalón más bajo y oscuro de la escalera, me replegué muy profundo dentro de mí y me entregué a la miseria. Lina me encontró llorando cuando bajó con una cesta para recolectar madera.

Le pedí que no les dijera nada a los demás cuando volviera a subir. En el estante que había junto a las puertas de cristal se encontraban colgados el sombrero de mi padre y el parasol de mi madre. Una ternura doméstica emanaba de esas cosas y extendí el corazón hacia aquello, suplicante y agradecido, como el hijo pródigo cuando ve y huele por primera vez su antigua habitación al regresar al hogar. Pero nada de eso era mío ya, pues pertenecía al mundo brillante de Padre y Madre, mientras que yo me hundía cada vez más profundo y con más culpa en la otra corriente, envuelto en el pecado y las aventuras y amenazado por enemigos, sin esperanza alguna de algo que no fuera peligro, miedo y vergüenza.

El sombrero y el parasol, el bueno y antiguo piso de piedra arenisca, el enorme cuadro que estaba encima del clóset del pasillo, la voz de mi hermana menor saliendo de la sala… todo era más querido, más precioso y más delicado que nunca, pero ya no eran un consuelo ni se encontraban a salvo en mis manos. Solo habría acusaciones y reproches. Ya nada era mío… ya no hacía parte de esa alegría buena y silenciosa. Tenía una suciedad en los pies que no podía quitarme en el tapete de la entrada. Llevaba conmigo una sombra de la que el mundo del hogar no sabía nada.

Ya había tenido muchos secretos y a menudo me había sentido asustado, pero, comparado con lo que había llevado a casa conmigo ese día, no habían sido más que juegos y diversión. Ahora el destino me perseguía. Unas manos se extendían para alcanzarme y mi madre no podía protegerme de ellas, así que jamás debía enterarse de su existencia. Que mi crimen fuera robar o mentir (¿acaso no había hecho un falso juramento en nombre de Dios y todo lo sangrado?) no hacía la diferencia. Mi pecado no era uno u otro en particular. Mi pecado era que le había ofrecido mi mano al diablo.

¿Por qué me había ido con él? ¿Por qué había escuchado a Kromer con más obediencia que a mi padre? ¿Por qué había mentido y me había inventado esa historia sobre robar manzanas? ¿Por qué me había jactado de un crimen como si fuera un gran logro? Ahora estaba mano a mano con el diablo; ahora el enemigo se encontraba justo detrás de mí.

Por un momento, no me asustó lo que pasaría al día siguiente, sino principalmente la terrible y certera verdad de que mi camino me estaba llevando más y más lejos hacia la oscuridad. Pude sentir con mucha claridad que mi mala acción desencadenaría, por fuerza, más malas acciones y que mostrarles mi rostro a mis hermanas, así como abrazar y besar a mis padres, sería una mentira. Ahora llevaba dentro de mí un destino y un secreto que debía mantener ocultos.

Sentí un estallido de esperanza y confianza durante un instante cuando vi el sombrero de mi padre. Tendría que contárselo todo, aceptar su juicio y su castigo y convertirlo en mi confesor y salvador. Tan solo sería una penitencia como todas las demás que ya había cumplido antes: una hora dura y amarga y una súplica arrepentida para pedir perdón.

¡Qué dulce sonaba eso! ¡Cuán hermoso y tentador era! Pero no servía de nada. Sabía que no lo haría. Quizás ese era el momento en el que me encontraba en un cruce de caminos. Quizás desde ese instante en adelante pertenecería al lado de lo malo, para siempre y por toda la eternidad, compartiendo secretos con personas malvadas, dependiendo de ellas, obedeciéndolas y sin otra opción más que ser uno más. Había pretendido ser un hombre y un héroe y ahora debía afrontar las consecuencias.

Me alegró que mi padre se enojara por mis zapatos mojados cuando entré a la habitación. Era una distracción. No notó nada peor y fue bastante fácil aceptar una crítica que yo, en secreto, transferí a otras ofensas. Con eso, un chispazo de un nuevo sentimiento extraño apareció en mi interior, malvado, doloroso y ardiente. ¡Me sentía superior a mi padre!

Sentí, por un momento, una clase de desprecio hacia su ignorancia de la verdad y su regaño por mis zapatos mojados me pareció mezquino. ¡Si tan solo lo supiera!, pensé y me sentí como un criminal al que interrogan por una hogaza de pan robada cuando en realidad cometió un asesinato. Era un sentimiento horrendo y repelente, pero era fuerte y había algo muy profundo y emocionante en él. Y creó un lazo más fuerte entre mi ser y el secreto oscuro que guardaba. Pensé que quizás Kromer ya había ido a la Policía para reportarme. ¡Tal vez las nubes de tormenta ya se estaban reuniendo por encima de mí! ¡Y aquí me trataban como a un niño!

Ese momento fue el más importante de toda esa experiencia hasta entonces y tuvo los efectos más duraderos. La sagrada inviolabilidad de mi padre se había roto por primera vez; era la primera grieta en los pilares sobre los que mi joven vida descansaba y los que todo el mundo tiene que destruir antes de poder encontrarse. La línea esencial interna de nuestro destino se compone de esas experiencias invisibles. Las grietas y roturas así se reparan, se unen y se olvidan, pero muy profundo, en nuestros resquicios más secretos, siguen viviendo y sangrando.

Me aterroricé de inmediato por ese nuevo sentimiento. Quería postrarme a los pies de mi padre y besarlos, suplicándole perdón. Pero no hay manera de disculparse por algo que es tan fundamental y un niño lo siente y lo sabe tan profunda e internamente como cualquier hombre sabio.

Sentí una necesidad de pensar sobre mi situación y crear un plan para el día siguiente. Pero no podía hacerlo. Todo lo que hice esa tarde fue acostumbrarme con lentitud a la atmósfera modificada de nuestra sala. El reloj de pared, la mesa, la Biblia y el espejo, la estantería y los cuadros colgados… todos se despidieron de mí. Tuve que mirar hacia el frente, con el corazón enfriándoseme por dentro, a medida que mi mundo (mi vida amada y feliz) se separaba de mí y se convertía en mi pasado. No pude evitar sentir que echaba raíces que, desde ese entonces, me aferrarían con fuerza a una tierra desconocida de oscuridad externa.

Por primera vez saboreé la muerte. Y la muerte sabe amarga porque es un nacimiento: ansiedad y terror de cara a una renovación terrorífica.

¡Cuán feliz me sentí cuando me acosté en mi cama de nuevo! Antes, como una última purga, sucedieron las oraciones nocturnas y el himno que cantamos esa noche fue uno de mis favoritos. Pero no, no canté con ellos… cada nota era rencorosa y amarga para mí. Cuando mi padre pronunció la bendición, no recé con los demás. Y cuando terminó con «…esté con nosotros», una especie de convulsión me sacó del círculo familiar. La gracia de Dios estaba con todos ellos, pero ya no estaba conmigo. Me fui de la habitación sintiéndome helado y muy exhausto.

En la cama, después de estar acostado un rato, tiernamente cobijado con calidez y comodidad, el corazón se me empezó a desviar hacia el miedo de nuevo, latiendo con ansiedad por lo que había pasado. Mi madre me deseó las buenas noches como siempre; sus pasos aún hacían eco en la habitación y el brillo de su vela todavía brillaba a través de la abertura inferior de la puerta.

Ahora volverá… Ha sentido algo. Me dará un beso y me preguntará al respecto, llena de amor y perdón, y seré capaz de llorar. El nudo de la garganta se me desvanecerá, la abrazaré y le diré que todo volverá a estar bien. ¡Estaré salvado!, pensé. Cuando la abertura inferior de la puerta se oscureció de nuevo, escuché durante unos instantes más y pensé que tenía que pasar. Tenía que pasar.

Luego volví a la situación que tenía entre manos y enfrenté a mi enemigo sin rodeos. Pude verlo con claridad: tenía ojos entrecerrados, su boca se burlaba de mí con una risa tosca y, mientras lo miraba y una sensación de que había un destino inevitable me carcomía por dentro, se fue haciendo más grande y feo, con los ojos brillándole como los del diablo.

Se quedó a mi lado hasta que me dormí, pero no soñé con él ni con nada de lo que había pasado ese día. En vez de eso, soñé que navegábamos en un barco (mis padres, mis hermanas y yo), rodeados por la paz y la radiancia de unas vacaciones. Me desperté en medio de la noche y aún podía sentir el sabor de esa bendición, aún podía ver los vestidos veraniegos blancos de mis hermanas brillando bajo el sol. Y me caí de ese paraíso para llegar a la realidad. De nuevo, estaba cara a cara con el enemigo y sus ojos malvados.

A la mañana siguiente, cuando mi madre entró apresurada a la habitación, gritando que era tarde y preguntándome por qué seguía en la cama, me veía enfermo. Y cuando me preguntó si me pasaba algo, vomité.