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Frequentemente llamado "El fundador de la filosofía moderna" y el "padre de la matemática moderna", René Descartes es considerado uno de los pensadores más importantes e influyentes en la Historia del Pensamiento Occidental, habiendo inspirado a contemporáneos y a varias generaciones de filósofos posteriores. Los expertos afirman que, a partir de Descartes, se inauguró el racionalismo de la Edad Moderna. En este valioso eBook, el lector podrá conocer el pensamiento de Descartes a través de dos de sus obras más importantes: "El Discurso del Método" y "Meditaciones Metafísicas".
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Seitenzahl: 279
蠍
René Descartes
DISCURSO DEL MÉTODO
MEDICATACIONES METAFÍSICAS
Título original:
“Le Discours de la Méthode y Meditaciones de prima philosophia, in
qua dei existentia et animae inmortalitas demonstraturf”
Primera edición
APRESENTATION
Sobre el autor
Sobre la obra
PRÓLOGO
EL DISCURSO DEL MÉTODO
PREFACIO
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
CUARTA PARTE
QUINTA PARTE
SEXTA PARTE
MEDITACIONES METAFÍSICAS
PRÓLOGO
RESUMEN DE LAS SEIS MEDITACIONES SIGUIENTES
MEDITACIÓN PRIMERA
MEDITACIÓN SEGUNDA
MEDITACIÓN TERCERA
MEDITACIÓN CUARTA
MEDITACIÓN QUINTA
MEDITACIÓN SEXTA
René Descartes
1596 - 1650
Uno de los filósofos más importantes del período moderno, René Descartes, fue un racionalista francés del siglo XVII, generalmente recordado por hacer hincapié en la autoridad de la razón en filosofía y ciencias naturales, así como por el desarrollo de métodos de verificación. Para Descartes, la filosofía sería como un árbol, en el cual la metafísica forma la raíz, la física el tronco y las diversas ciencias las ramas, siendo que el grado más alto de sabiduría estaría en la moral, que presupone conocimiento de las diversas ciencias, siendo las principales la ética, la mecánica y la medicina.
Descartes también fue un defensor del dualismo mente/cuerpo, pero a diferencia de defensores anteriores del dualismo, Descartes sostenía que la relación no es unidireccional. Su hipótesis era que el cuerpo funciona como una máquina mientras que la mente es inmaterial y no sigue las leyes de la naturaleza. La mente y el cuerpo estarían conectados por la glándula pineal, a través de la cual la mente comanda el cuerpo, pero también el cuerpo influye en la mente, de modo que la relación es bidireccional, siendo posible explicar los momentos en que actuamos por las pasiones.
En el campo de la ética, Descartes afirmó que la virtud consiste en el razonamiento adecuado, que debería guiar nuestras acciones, y que la condición mental, lo que hoy llamaríamos salud mental, y el conocimiento en general tienen una gran influencia en este proceso, razón por la cual también aconsejó que un estudio completo de la moral debería incluir el estudio del cuerpo. Argumentó a favor de la existencia de un Dios, pero también de la voluntad libre y, por lo tanto, de la responsabilidad humana por sus acciones.
Su obra más famosa, considerada la fundación de la filosofía moderna, es el tratado Discurso sobre el Método, que produjo una revolución en la filosofía y la ciencia. A partir de esta obra, Descartes buscó encontrar un conjunto de principios que pudieran conocerse sin ninguna duda. Para investigar esta posibilidad, llevó a cabo un análisis a través de un método propio conocido como "duda hiperbólica" o "duda metafísica", más frecuentemente referido como "escepticismo metodológico", que consiste en rechazar cualquier idea de la cual se pueda dudar, para luego, después del análisis, restablecer o reconstruir estas ideas de manera que se cree una base sólida para el conocimiento.
Este proceso llevó a su famosa conclusión "cogito ergo sum", traducida como "pienso, luego existo", ya que al eliminar todo lo que se podía dudar, concluyó que la duda era evidencia de la existencia del sujeto. Aceptando así que el pensamiento existe y, por lo tanto, los individuos pensantes existen, ya que el pensamiento no puede separarse de aquel que piensa.
Vitam impenderé vero.
El discurso del método y sus meditaciones son obras de plenitud mental. Exceptuando algunos diálogos de Platón, no hay libro alguno que las supere en profundidad y en variedad de intereses y sugestiones. Inauguran la filosofía moderna; abren nuevos cauces a la ciencia: iluminan los rasgos esenciales de la literatura y del carácter franceses; en suma, son la autobiografía espiritual de un ingenio superior, que representa, en grado máximo, las más nobles cualidades de una raza nobilísima.
No podemos aspirar, en este breve prólogo, a presentar el pensamiento de Descartes en la riquísima diversidad de sus matices filosóficos, literarios, científicos, artísticos, políticos y aun técnicos. Nos limitaremos, pues, a la filosofía; y aun dentro de este terreno expondremos sólo los temas generales de mayor virtualidad histórica. El pensamiento cartesiano es como el pórtico de la filosofía moderna. Los rasgos característicos de su arquitectura se encuentran reproducidos en líneas generales, en la estructura y economía ideológica de los sistemas posteriores. Descartes inaugura la actitud filosófica que, en su raíz, recibe el nombre de idealismo. Desde entonces el idealismo domina sobre todo el pensamiento moderno. El grupo de problemas que, derivados de esa actitud, propone Descartes a la reflexión filosófica, ocupará los espíritus durante más de un siglo. El nuevo conjunto de cuestiones con que Kant sustituye a los problemas propiamente cartesianos, derívase, aunque en otra modalidad, de la actitud idealista fundamental. Puede decirse, por consiguiente, que el impulso y la dirección dados por Descartes a la filosofía llenan tres siglos de pensar humano. Sólo hoy comienza la filosofía a vivir la posibilidad, la necesidad y el esfuerzo de superar el punto de vista del idealismo. La historia de la filosofía no es, como muchos creen, una confusa y desconcertante sucesión de doctrinas u opiniones heterogéneas, sino una continuidad real de superaciones históricas necesarias.
La gran dificultad que se le presenta al historiador del cartesianismo es la de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía precedente. No es bastante, claro está, señalar literales coincidencias entre Descartes y San Anselmo. Ni hacer notar minuciosamente que ha habido en los siglos XV y XVI tales o cuales filósofos que han dudado, y hasta elogiado la duda, o que han hecho de la razón natural el criterio de la verdad, o que han escrito sobre el método, o que han encomiado las matemáticas. Nada de eso es antecedente histórico profundo, sino a lo sumo concordancias de poca monta, superficiales, externas, verbales. En realidad, Descartes, como dice Hamelin, “parece venir inmediatamente después de los antiguos”.
Pero entre Descartes y la escolástica hay un hecho cultural, no sólo científico, de importancia incalculable: el Renacimiento. Ahora bien: el Renacimiento está en todas partes más y mejor representado que en la filosofía. Está eminentemente expreso en los artistas, en los poetas, en los científicos, en los teólogos, en Leonardo da Vinci, en Ronsard, en Galileo, en Lutero, en el espíritu, en suma, que orea con un nuevo aliento las fuerzas todas de la producción humana. A este espíritu renacentista hay que referir inmediatamente la filosofía cartesiana. Descartes es el primer filósofo del Renacimiento.
La Edad Media no ha sido, como muchos creen, una época bárbara y oscura. En el juicio vulgar sobre ese período hay un error de perspectiva o, mejor dicho, un error de visión, que proviene de que la gran fogata del Renacimiento ciega y deslumbra, impidiendo ver bien lo que queda allende la llamarada. El Renacimiento es una época de crisis; es decir, época en que las convicciones vitales de los siglos anteriores se resquebrajan, cesan de regir, dejan de ser creídas. El quebrantamiento de la unidad religiosa, el descubrimiento de la Tierra, la nueva concepción del sistema solar, la admiración por el arte, la vida y la filosofía de los antiguos, los intentos reiterados de desenvolver una sensibilidad nueva en la producción artística, poética, científica son otros tantos síntomas inequívocos de la gran crisis por que atraviesa la cultura europea.
El Renacimiento se presenta, pues, primero como un acto de negación; es la ruptura con el pasado, es la crítica implacable de las creencias sobre las que la humanidad venía viviendo. El realismo aristotélico, que servía de base a ese conjunto de convicciones, perece también con ellas. Recibe día tras día durísimos certeros golpes. El hombre del Renacimiento se queda entonces sin filosofía. Mas el hombre no puede vivir sin filosofía; porque cuando le falta una convicción básica en que apoyar las plantas, siéntese perdido y como náufrago en el piélago de la incertidumbre. Esta angustia intolerable de la duda ha sido magistralmente descrita por Descartes en las primeras líneas de la segunda meditación metafísica: “La meditación que hice ayer me ha llenado el espíritu de tantas dudas, que ya no me es posible olvidarlas. Y sin embargo, no veo de qué manera voy a poder resolverlas; y como si de pronto hubiese caído en unas aguas profundísimas, quedóme tan sorprendido, que ni puedo afirmar los pies en el fondo, ni nadar para mantenerme sobre la superficie. Haré un esfuerzo, sin embargo, y seguiré por el mismo camino que ayer emprendí, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la menor duda, como si supiese que es absolutamente falso, y continuaré siempre por ese camino hasta que encuentre algo que sea cierto o, por lo menos, si otra cosa no puedo, hasta que haya averiguado con certeza que nada hay cierto en el mundo. Arquímedes, para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un punto de apoyo firme e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes esperanzas si tengo la fortuna de hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable.”
Así el Renacimiento es, por una parte, la negación de todo el pasado filosófico. Mas por otra parte es también el angustioso afán de encontrar un nuevo “punto de apoyo” capaz de salvar al hombre, a la cultura, del gran naufragio. Descartes satisface este afán de salvación. Descartes descubre la base “firme e inmóvil” para un nuevo filosofar. Con Descartes comienza la segunda navegación del pensamiento filosófico.
Pero cuando Descartes replantea en su origen el problema primero de la filosofía, el mundo y el hombre ya no son los mismos que en tiempos de Parménides o de Platón. Han transcurrido veinte siglos de vida histórica filosófica. El pensamiento ya no tiene la virginidad, la inocencia primitiva. No nace del puro anhelo de saber, sino de un anhelo de saber que viene prevenido por el tremendo fracaso de una filosofía multisecular. Todo el pretérito presiona ahora sobre el presente, imponiéndole condiciones nuevas. Y principalmente la condición de evitar el error, la necesidad de proceder con máxima cautela, la obligación de preferir una sola verdad “cierta” a muchas conjeturas dudosas y de practicar en la marcha hacia adelante la más radical desconfianza.
El pensamiento de Descartes está, pues, con la filosofía precedente en una conexión histórica real muy distinta y mucho más profunda de lo que suele creerse. La dificultad, que señalábamos, de encontrar el entronque de Descartes con la filosofía anterior, procede de que se busca — al parecer en vano — lo que positivamente debe Descartes a sus antecesores o los gérmenes positivos de cartesianismo que haya en los antecesores de Descartes. Pero ni una cosa ni otra constituyen aquí la esencia de la coyuntura histórica. La filosofía de Descartes se origina en la crisis del realismo aristotélico. Es una verdadera repristinación de la filosofía. Depende, pues, de la filosofía precedente en el sentido de que el fracaso del aristotelismo la obliga a plantear de nuevo en su origen el problema del ser; y también en el sentido de que, aleccionada, condicionada por el pretérito, ha de iniciar ahora un pensamiento cauteloso, prudente, desconfiado y resuelto a una actitud metódica, reflexiva, introvertida, frente a la espontaneidad ingenua y “natural” del realismo aristotélico. Y así Descartes es conducido por la coyuntura histórica misma, a poner las bases del idealismo filosófico, que es una actitud insólita, difícil y contraria a la propensión natural del hombre.
Los orígenes del método están según nos cuenta Descartes (DISCURSO , págs. 48 y sigs.), en la lógica, el análisis geométrico y el álgebra. Conviene ante todo insistir en que el gravísimo defecto de la lógica de Aristóteles es, para Descartes, su incapacidad de invención. El silogismo no puede ser método de descubrimiento, puesto que las premisas — so pena de ser falsas — deben ya contener la conclusión. Ahora bien, Descartes busca reglas fijas para descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías. Por eso el procedimiento matemático es el que, desde un principio, llama poderosamente su atención; este procedimiento se encuentra realizado con máxima claridad y eficacia en el análisis de los antiguos. Según Euclides, el análisis consiste en admitir aquello mismo que se trata de demostrar y, partiendo de ahí, reducir, por medio de consecuencias, la tesis a otras proposiciones ya conocidas. Descartes explica también lo que es el análisis en un pasaje de la GEOMETRÍA: “…Si se quiere resolver un problema, hay que considerarlo primero como ya resuelto y poner nombres a todas las líneas que parecen necesarias para construirlo, tanto a las conocidas como a las desconocidas. Luego, sin hacer ninguna diferencia entre las conocidas y las desconocidas, se recorrerá la dificultad, según el orden que muestre, con más naturalidad, la dependencia mutua de unas y otras…”
Como se ve, el análisis es esencialmente un método de invención, de descubrimiento. Géminus lo llamaba descubrimiento de prueba (ovoìuoiccotiv otoocicce c cumcic). Esto principalmente buscaba Descartes. Y éste es el punto de partida de su método nuevo. El silogismo obliga a partir de una proposición establecida, de la cual no sabemos nunca si podremos concluir lo que queremos demostrar, a menos de conocer de antemano la verdad justamente que necesitamos demostrar. Pero si ya de antemano sabemos la conclusión, entonces se ve bien claro que el silogismo sirve más para exponer o defender verdades que para hallarlas.
El análisis es, pues, el primer momento del método. Dada una dificultad, planteado un problema, es preciso ante todo considerarlo en bloque y dividirlo en tantas partes como se pueda (segunda regla del método, DISCURSO, pág. 49).
Pero ¿en cuántas partes dividirlo? ¿Hasta dónde ha de llegar el fraccionamiento de la dificultad? ¿Dónde deberá detenerse la división? La división deberá detenerse cuando nos hallemos en presencia de elementos del problema que puedan ser conocidos inmediatamente como verdaderos y de cuya verdad no puede caber duda alguna. Los tales elementos simples son las ideas claras y distintas. (Final de la primera regla; véase DISCURSO DEL MÉTODO, pág. 49).
Al llegar aquí es imposible seguir exponiendo el método de Descartes sin indicar algunos principios de su teoría del conocimiento y de su metafísica. En la primera regla del DISCURSO están resumidas, más aún, comprimidas algunas de las más esenciales teorías de la filosofía cartesiana. Las enumeraremos brevemente. En primer lugar, la regla propone la evidencia, como criterio de verdad. Lo verdadero es lo evidente y lo evidente es a su vez definido por dos notas esenciales: la claridad y la distinción. Clara es una idea cuando está separada y conocida separadamente de las demás ideas. Distinta es una idea cuando sus partes o componentes son separados unos de otros y conocidos con interior claridad. Nótese, pues, que la verdad o falsedad de una idea no consiste, para Descartes, como para los escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa. En efecto, las cosas existentes no nos son dadas en sí mismas, sino como ideas o representaciones, a las cuales suponemos que corresponden realidades fuera del yo. Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas, de diferentes clases, y, por tanto, el criterio de la verdad de las ideas no puede ser extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas mismas. La filosofía moderna debuta, con Descartes, en idealismo. Incluye el mundo en el sujeto; transforma las cosas en ideas; tanto que un problema fundamental de la filosofía cartesiana será el de salir del yo y verificar el tránsito de las ideas a las cosas. (Véase la sexta meditación metafísica.
En las REGULAE AD DIRECTIONEM INGENII, llama a las ideas claras y distintas naturalezas simples (naturae simplices). El acto que aprehende y conoce las naturalezas simples es la intuición o conocimiento inmediato o, como dice también en las MEDITACIONES (meditación segunda), una inspección del espíritu. Esta operación de conocer lo evidente o intuir la naturaleza simple, es la primera y fundamental del conocimiento. Los procedimientos del método comenzarán, pues, por proponerse llegar a esta intuición de lo simple, de lo claro y distinto. Las dos primeras reglas están destinadas a ello. Los dos segundos se refieren, en cambio, a la concatenación o enlace de las intuiciones, a lo que, en las REGULAE, llama Descartes deducción. Es la deducción, para Descartes, una enumeración o sucesión de intuiciones, por medio de la cual vamos pasando de una a otra verdad evidente, hasta llegar a la que queremos demostrar. Aquí tiene aplicación el complemento y como definitiva forma del análisis. El análisis deshizo la compleja dificultad en elementos o naturalezas simples. Ahora, recorriendo estos elementos y su composición, volvemos, de evidencia en evidencia, a la dificultad primera en toda su complejidad; pero ahora volvemos conociendo, es decir, intuyendo una por una las ideas claras, garantía última de la verdad del todo. “Conocer es aprender por intuición infalible las naturalezas simples y las relaciones entre ellas, que son, a su vez, naturalezas simples”1.
La noción del método, la teoría del conocimiento y la metafísica se hallan íntimamente enlazadas y como fundidas en la filosofía de Descartes. La idea fundamental de la unidad del saber humano, que Descartes, además, se representa bajo la forma seguida y concatenada de la geometría, es la que funde todos esos elementos, reúne la metafísica con la lógica, y éstas, a su vez, con la física y la psicología, en un magno sistema de verdades enlazadas. El cartesiano Spinoza pudo conseguir exponer la filosofía de Descartes en una serie geométrica de axiomas, definiciones y teoremas. (RENATI DESCARTES PRINCIPIORÜM PHILOSOPIAE PARS I ET II, MORE GEOMÉTRICO DEMONSTRATAE.
El punto de partida es la duda metódica.
La duda cartesiana refleja la situación real, histórica, del momento. El hombre ha perdido sus convicciones y no sabe a qué atenerse. No posee una verdad cierta que se halle a cubierto de la duda. Pero necesita esa verdad. ¿Cómo encontrarla? La duda cartesiana no es escepticismo, sino, primero: la expresión de una actitud de desconfianza y de cautela, la exigencia de una evidencia indestructible: y segundo: un método de investigación positiva, puesto que aquella afirmación que logre salir victoriosa de los ataques de una duda metódicamente llevada a los mayores extremos de rigor, será la verdad cierta que buscamos y que podrá servirnos de fundamento sólido para descubrir otras verdades.
Entre las dificultades que plantea la duda metódica nos detendremos en una tan sólo: en las famosas hipótesis del genio o espíritu maligno (MEDITACIONES, pág. 120). Después de haber examinado las diferentes razones para dudar de todo, quedan todavía en pie las verdades matemáticas, tan simples, claras y evidentes, que parece que la duda no puede hacer mella en ellas. Pero Descartes también las rechaza, fundándose en la consideración de que acaso maneje el mundo un Dios omnipotente, pero lleno de tal malignidad y astucia que se complace en engañarme y burlarme a cada paso, aun en las cosas que más evidentes me parecen. Esta hipótesis ha sido diversamente interpretada; quien la tacha de fantástica y superfina, suponiendo que Descartes lo dice por juego y sin creer en ella; otros, por el contrario, la consideran muy seria y fuerte, hasta el punto de creer que encierra el espíritu en tan definitiva duda, que no sabe salir de ella sin contradicción. En realidad, la hipótesis del genio maligno ni es un juego ni un círculo de hierro, sino un movimiento dialéctico, muy importante en el curso del pensamiento cartesiano. Repárese en que la hipótesis del genio maligno necesita, para ser destruida, la demostración de la existencia de Dios. Sólo cuando sabemos que Dios existe y que Dios es incapaz de engañarnos, sólo entonces queda deshecha la última y poderosa razón que Descartes adelanta para justificar la duda. ¿Qué significa esto?
La hipótesis dialéctica del genio maligno tiene dos sentidos, estrechamente enlazados uno con otro. En primer lugar, es la expresión rigurosa del punto de vista idealista adoptado desde luego por Descartes. En efecto, la duda metódica hace mella en todo contenido de pensamiento y únicamente se detiene ante el pensamiento mismo. El pensamiento es necesariamente pensamiento de algo; es decir el pensamiento tiene necesariamente un objeto. Ahora bien: yo puedo dudar siempre del objeto, pero no puedo dudar nunca del pensamiento. Yo puedo dudar de que lo por mí pensado sea, exista, pero no puedo dudar de que lo pienso, no puedo dudar de mi pensamiento, porque éste me es inmediato y soy yo mismo pensado, pero sí puedo dudar de lo pensado (del objeto) porque éste es mediato y no llego a él sino por mediación del pensamiento. La hipótesis del genio maligno expresa rigurosamente ese carácter mediato del objeto, frente al carácter inmediato del pensamiento; significa que en el contenido del pensamiento (de la idea) no hay nada que legitime la existencia del objeto y, por consiguiente, que esta existencia del objeto necesita una garantía ajena: juntamente la existencia de Dios.
Mas por otra parte, la hipótesis del genio maligno significa el planteamiento y solución de un grave problema lógico, que luego ocupará hondamente a Kant: el problema de la racionalidad o cognoscibilidad de lo real. El genio maligno y sus artes de engaño simbolizan la duda profunda de si en general la ciencia es posible. ¿Es lo real cognoscible, racional? ¿No será acaso el universo algo totalmente inaprensible por la razón humana, algo esencialmente absurdo, irracional, incognoscible? Esta interrogación es la que Descartes se hace bajo el ropaje dialéctico de la hipótesis del genio maligno. Y las demostraciones de la existencia y veracidad de Dios no hacen sino contestarla, afirmando la racionalidad del conocimiento, la posibilidad del conocimiento, la confianza postrera que hemos de tener en nuestra razón y en la capacidad de los objetos para ser aprehendidos por ella.
La base primera de la filosofía cartesiana es el cogito ergo sum: pienso, luego soy. La existencia, la realidad del yo pensante, del yo como pensamiento, es la primera verdad que el náufrago de la filosofía encuentra, para sobre ella asentar sólidamente su salvación. La duda metódica se detiene ante la inmediatez del pensar como puro pensar. Pero de la certidumbre del yo hay que transitar ahora a otras certidumbres. La evidencia que acompaña la intuición de mí mismo, como pensamiento, contiene mi existencia. Pero la evidencia que acompaña las intuiciones de mis ideas “claras y distintas” no contiene la existencia de los objetos de esas ideas. Cualquier idea clara y distinta me persuade de que yo existo, puesto que la pienso, pero no me persuade de que exista su objeto. Para dar pleno crédito a las ideas claras y distintas, es decir, para no dudar de que existan los objetos de ellas, necesito la garantía de Dios; necesito saber que Dios existe. Tal es el sentido profundo de la hipótesis del genio maligno.
Por eso el primer problema que Descartes acomete después del cogito es el de la existencia de Dios. Demuéstrala en tres pruebas (dos en la meditación tercera y una en la meditación quinta). Sólo nos ocuparemos de la tercera de esas pruebas, la dada en la meditación quinta. Es el famosísimo argumento ontológico: la existencia pertenece a la esencia de Dios; es decir, que así como no se puede concebir un triángulo sin tres ángulos o una montaña sin valle, no se puede tampoco concebir a Dios sin la existencia. Aquí Descartes considera la existencia de Dios más bien como intuida que como demostrada. La idea de Dios sería, pues, una idea, a única, donde la existencia del objeto estaría garantizada por la idea misma. Detrás de Descartes sigue toda la metafísica del siglo XVII y aun del XVIII, hasta Hume y Kant.
De la existencia de Dios y de sus propiedades, deriva ya Descartes fácilmente la realidad de las naturalezas simples en general y, por tanto, de los objetos matemáticos, espacio, figura, número, duración, movimiento. La metafísica le conduce sin tropiezo a la física. Ésta debuta en realidad con la distinción esencial del alma y del cuerpo. El alma se define por el pensamiento. El cuerpo se define por la extensión. Y todo lo que en el cuerpo sucede como cuerpo, puede y debe explicarse con los únicos elementos simples de la extensión, figura y movimiento. Hay, pues, que considerar dos partes en la física cartesiana. Una, donde se trata de los sucesos en los cuerpos (mecánica); y otra, donde se trata de definir la sustancia misma de los cuerpos (teoría de la materia).
La física de Descartes es, como todo el mundo sabe, mecanicista; Descartes no quiere más elementos, para explicar los fenómenos y sus relaciones, que la materia y el movimiento. Todo en el mundo es mecanismo, y en la mecánica misma, todo es geométrico. Así lo exigía el principio fundamental de las ideas claras, que excluye naturalmente toda consideración más o menos misteriosa de entidades o cualidades. La física de Descartes es una mecánica de la cantidad pura. El movimiento queda despojado de cuanto atenta a la claridad y pureza de la noción; es una simple variación de posición, sin nada dinámico por dentro, sin ninguna idea de esfuerzo o de acción, que Descartes rechaza por oscura e incomprensible. La causa del movimiento es doble. Una causa primera que, en general, lo ha creado e introducido en la materia, y esta causa es Dios. Una vez introducido el movimiento en la materia, Dios no interviene más, si no es para continuar manteniendo la materia en su ser; de aquí resulta que la cantidad de movimiento que existe en el sistema del mundo es invariable y constante. Pero de cada movimiento en particular hay una causa particular, que no es sino un caso de las leyes del movimiento. Estas leyes son tres: la primera, es la ley de inercia, hermoso descubrimiento de Descartes que, aunque no hubiese hecho otros, bastaría para colocarle entre los fundadores de la ciencia moderna. La segunda, es la de la dirección del movimiento: un cuerpo en movimiento tiende a continuarlo en línea recta, según la tangente a la curva que describa el móvil. La tercera ley es la ley del choque, que Descartes especifica en otras leyes especiales. Todas ellas son falsas. La mecánica cartesiana, tan profunda y exacta en sus dos primeros principios, se desvía y falsea en el último, precisamente por el exceso de geometrismo con que concibe la materia y el movimiento. Es bien conocida la corrección fundamental que Leibniz hace a la física de Descartes: no es la cantidad de movimiento lo que se conserva constante en la naturaleza, sino la fuerza viva, la energía. Pero Descartes, en su afán de no admitir nociones oscuras, considera las nociones de energía o fuerza como incomprensibles, porque no son geométricamente representables; y las desecha para limitarse a concebir en la materia la pura extensión geométrica.
Llegamos, pues, a la segunda parte de la física, a la teoría de la materia. Aquí domina el mismo espíritu que en la mecánica. La materia no es otra cosa que el espacio, la extensión pura, el objeto mismo de la geometría. Las cualidades secundarias que percibimos en los objetos sensibles: color, sabor, olor, etc., son intelectualmente inconcebibles y, por lo tanto, no pertenecen a la realidad. La materia se reduce a la extensión en longitud, latitud y profundidad, con sus modos, que son las figuras o límites de una extensión por otra.
El hombre está compuesto de un cuerpo al cual está íntimamente unida el alma, sustancia pensante. Esta unión, a la par que distinción entre el cuerpo y el alma, domina todas las tesis psicológicas. Tendremos por un lado que considerar el alma en sí misma, y luego en cuanto que está unida al cuerpo. En sí misma, el alma es inteligencia, facultad de pensar, de verificar intuiciones intelectuales; en este punto, la psicología se confunde con la metafísica o la lógica. Por otra parte, entre las ideas del alma están sus voluntades. La voluntad o libertad la sitúa, empero, Descartes en el mismo plano que las demás intuiciones intelectuales; la voluntad es la facultad, totalmente formal, de afirmar o negar. Y tan grande es el carácter lógico y metafísico que le da a la voluntad, que de ella deriva su teoría del error, el cual, como es sabido (véase la cuarta meditación. pág. 153), proviene de que, siendo la voluntad infinita, puesto que carece de contenido, y el entendimiento finito, aquélla a veces afirma la realidad de una idea confusa (por precipitación) o niega la de una idea clara (por prevención), y en ambos casos provoca el error. (Véase la primera regla del método en la parte segunda del DISCURSO).
Réstanos considerar el alma como unida al cuerpo. En este sentido, el alma es, ante todo, conciencia, es decir, que conoce lo que al cuerpo ocurre y se da cuenta de este conocimiento. Mas siendo el cuerpo un mecanismo, si no hay alma no habrá conciencia, ni voluntad, ni razón. Así los animales son puros autómatas, máquinas maravillosamente ensambladas, pero carentes en absoluto de todo lo que de cerca o de lejos pueda llamarse espíritu.
En el hombre, en cambio, porque hay un alma inteligente y razonable, hay pasiones; es decir, los movimientos del cuerpo se reflejan en el alma; y este reflejo es precisamente lo que llamamos pasión, que no es sino un estado especial del alma, consecuencia de movimientos del cuerpo. Pero lo característico de estos estados especiales del alma es que, siendo causados, en realidad, por movimientos del cuerpo, sin embargo, el alma los refiere a sí misma. Ignorante de la causa de sus pasiones, el alma las cree nacidas y alimentadas en su propio seno. Hay seis pasiones fundamentales. La primera, la admiración, es apenas pasión, y señala el tránsito entre la pura intuición intelectual y la pasión propiamente dicha; es, en suma, la emoción intelectual. De ella nacen el amor, el odio, el deseo, la alegría, la tristeza. De estas seis pasiones fundamentales derívense otras muchas: el aprecio, el desprecio, la conmiseración, etc.
El estudio de las pasiones, ya que éstas provienen de los movimientos del cuerpo, conduce a Descartes a un gran número de interesantes y finas observaciones psicofisiológicas.
PARA BIEN DIRIGIR LA RAZÓN Y BUSCAR LA VERDAD EN LAS CIENCIAS
Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, puede dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones acerca de las ciencias; en la segunda las reglas principales del método que el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha sacado de aquel método: en la cuarta, las razones con que prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los animales: y en la última, las cosas que cree necesarias para llegar, en la investigación de la naturaleza más allá de donde ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir2.
El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres: y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno: lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.
Por mi parte, nunca he creído que mi ingenio fuese más perfecto que los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que contribuyen a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.