Despertar en tus brazos - Michelle Smart - E-Book
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Despertar en tus brazos E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Había algo que deseaba aún más que la venganza… volver a tenerla en su cama para siempre. El único deseo que sentía el billonario Stefano Moretti por su esposa, Anna, era el de venganza. Ella lo había humillado abandonándolo, de manera que, cuando Anna reapareció en su vida sin ningún recuerdo de su tempestuoso matrimonio, Stefano llegó a la conclusión de que el destino lo había recompensado con una mano de cartas ganadoras. El plan de Stefano tenía dos etapas: una seducción privada que volvería a atraer a Anna a su tórrida relación, seguida de una humillación pública que igualara o incluso superara la que le había hecho padecer a él.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Michelle Smart

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Despertar en tus brazos, n.º 2600 - febrero 2018

Título original: Once a Moretti Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-718-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

CUÁNTO había bebido?

Anna Robson se llevó las manos a la cabeza, que le dolía como si la estuvieran golpeando con cien martillos por dentro.

Tenía un chichón. Lo palpó con cautela e hizo un gesto de dolor. ¿Se había dado un golpe?

Hizo un esfuerzo por recordar. Había salido a tomar una copa con Melissa… ¿o no había sido así?

Sí, lo había hecho. Había salido con su hermana a beber algo después de la clase de spinning, como solían hacer cada jueves por la tarde.

Al mirar el reloj que había en la mesilla de noche se llevó un sobresalto. La alarma de su móvil debería haber sonado hacía una hora. ¿Dónde lo había puesto?

Miró a su alrededor para ver si lo encontraba, pero se olvidó por completo del asunto al sentir unas repentinas náuseas. Tuvo el tiempo justo para llegar al baño antes de ponerse a vomitar.

Después permaneció sentada junto a la taza del baño como una muñeca de trapo. Trató de recordar la clase de alcohol que había consumido. Normalmente apenas bebía poco más de un vaso de vino blanco cuando salía, pero en aquellos momentos se sentía como si hubiera bebido varias botellas.

En aquel estado no podía ir a la oficina… Pero entonces recordó que Stefano y ella tenían una reunión con el director de una joven compañía de tecnología que su jefe quería comprar. Como de costumbre, Stefano le había pedido que revisara a conciencia todos los informes que había sobre la compañía. Se fiaba de su criterio. Si coincidía con el suyo invertía sin dudarlo en la compañía. De lo contrario, se replanteaba su estrategia.

Pero no iba a quedarle más remedio que enviarle el informe por correo electrónico y explicar que estaba enferma.

Tras deambular como un fantasma por la casa en busca de su portátil y no encontrarlo, dedujo que se lo había dejado en la oficina. No le iba a quedar más remedio que llamar a Stefano para darle la contraseña y decirle que se ocupara él mismo de copiar el informe.

Lo único que tenía que hacer era buscar su teléfono. En la mesa de la cocina encontró un bonito bolso en la encimera. Junto a este había un sobre dirigido a ella.

Parpadeó para mantener la mirada centrada mientras abría el sobre. Leyó la carta que había en su interior, pero no logró encontrarle ningún sentido. Era de Melissa y le pedía perdón por haberse ido a Australia. Prometía llamarle en cuanto llegara.

¿Australia? Debía de tratarse de una broma, aunque el hecho de que su hermana dijera que iba a visitar a la madre que las había abandonado una década antes no tenía nada de gracia. Melissa también añadía que había echado arena en el escalón de la puerta principal para que no volviera a resbalarse en el hielo, y le pedía que acudiera al médico sin falta si la cabeza seguía doliéndole donde se había golpeado.

Anna se llevó instintivamente la mano al chichón que tenía en la cabeza. No recordaba haberse resbalado, ni que hubiera habido hielo en el escalón.

Pero la cabeza le dolía demasiado como para comprender nada, de manera que dejó la carta a un lado y echó un vistazo al interior del bolso. El monedero que llevaba utilizando casi una década estaba en el interior. Se lo había regalado su padre poco antes de morir. ¿Habría hecho un intercambio de bolsos con Melissa? No habría sido nada raro, porque siempre solían intercambiarse las cosas. Lo que sí resultaba raro era que no lo recordara. Pero debían de haberlo hecho, porque en el fondo del bolso también encontró su móvil.

Lo sacó y vio que tenía cinco llamadas perdidas. Se esforzó por enfocar la mirada mientras marcaba el pin.

Pin equivocado. Lo intentó de nuevo. Pin equivocado.

Volvió a meter el teléfono en el bolso con un suspiro. Ya le estaba costando bastante esfuerzo mantenerse en pie como para encima tener que esforzarse en recordar el número. En momentos como aquel se arrepentía de haber prescindido definitivamente del teléfono fijo.

No le iba a quedar más remedio que acudir a la oficina, explicar que se estaba muriendo y regresar a casa.

Antes de vestirse se tomó un analgésico, rogando para que su estómago lo retuviera. Luego volvió al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Cuando volvió la mirada hacia la silla en la que solía dejar preparada la ropa que iba a ponerse al día siguiente se sorprendió al ver el vestido que había en ella. ¿De dónde habría salido? Melissa debía de haber vuelto a hacerse un lío con sus ropas. Careciendo de la energía necesaria para empezar a buscar otro, decidió ponérselo. Era un sencillo vestido negro de manga larga cuya falda le llegaba por encima de la rodilla, pero le costó un buen rato ponérselo.

No se sentía con fuerzas ni para maquillarse, de manera que se limitó a pasarse un cepillo por el pelo antes de salir.

En el porche de la entrada encontró un par de botas negras de gruesas suelas que no había visto antes. Segura de que a Melissa no le importaría que las utilizara, se las puso.

Después cerró la puerta de la casa y bajó cuidadosamente los escalones. Afortunadamente solo tardó un momento en encontrar un taxi. Unos minutos después, este se detenía ante el edificio acristalado situado en el centro de Londres desde el que Stefano dirigía sus negocios. Mientras esperaba en la acera de enfrente a que el semáforo se pusiera en rojo vio que un elegante Mercedes negro se detenía ante el edificio. El portero acudió rápidamente a abrir y Stefano salió del coche.

El semáforo se puso en rojo y Anna cruzó como una autómata sin apartar la mirada de Stefano.

Una mujer alta y rubia salió del coche tras él. Anna no la reconoció, pero había algo familiar en su rostro, algo que le hizo sentirse como si le estuvieran clavando un clavo en el estómago.

Esforzándose por contener las náuseas, entró en el edificio, pasó el bolso por el escáner, esperó a que se lo devolvieran y luego prácticamente tuvo que ir corriendo al baño, donde vomitó en el primer cubículo que encontró abierto.

Un frío y desagradable sudor mojó su piel y supo que había cometido un error acudiendo a la oficina. Jamás se había sentido tan mal.

Tras lavarse las manos y el rostro se miró en el espejo. Tenía un aspecto terrible. Estaba intensamente pálida y su melena negra parecía de estropajo. Se quedó momentáneamente sorprendida al ver la longitud de su pelo. ¿Acaso le habría crecido durante la noche?

Salió del baño y se encaminó hacia los ascensores. Notó que el hombre y la mujer con quienes coincidió subiendo, cuyos rostros reconoció vagamente, interrumpieron su conversación y la miraron con curiosidad. ¿Tan mal aspecto tendría? Salir en la planta número trece supuso un alivio.

Frente al despacho que Anna compartía con Stefano siempre había un montón de secretarias y administrativos. Todos volvieron la cabeza para mirarla cuando salió del ascensor. Un par de ellos incluso se quedaron boquiabiertos.

¿Por qué tenían que mostrar de forma tan evidente que tenía un aspecto horroroso? A pesar de todo, Anna tuvo ánimo suficiente para sonreír. Nadie le devolvió la sonrisa.

Miró a su alrededor en busca de Chloe, su nueva secretaria, que se ponía a temblar cada vez que Stefano aparecía. La pobre no iba a alegrarse precisamente al enterarse de que iba a tener que sustituirla aquel día.

Anna no había querido una secretaria. ¡Ella era la secretaria! Pero Stefano la había cargado con tal cantidad de obligaciones que al final no le quedó más remedio que aceptar.

–¿Y voy a tener un nuevo título profesional? –preguntó con descaro cuando finalmente asumió que iba a tener secretaria, y Stefano la recompensó con una promoción a secretaria ejecutiva y una generosa subida de sueldo.

Pero Chloe no estaba a la vista. Tal vez se había escondido en algún rincón a la espera de que llegara. Pero Anna estaba segura de que acabaría acostumbrándose a Stefano con el tiempo, como solía sucederle a la mayoría de los empleados. Stefano inspiraba en los demás terror y admiración en igual medida.

Cuando se volvió tras cerrar la puerta del despacho se detuvo en seco. Por un instante olvidó por completo su dolor de cabeza y sus náuseas.

Cuando Stefano le ofreció aquel trabajo y le explicó que implicaba compartir con él aquel despacho, ella aceptó con la condición de que le dejara decorar su lado de color verde ciruela. Su primer día de trabajo no pudo evitar reír como una tonta al entrar en el despacho y comprobar que la mitad estaba pintada de un tono crema claro y la otra de color verde ciruela.

Pero aquel día la oficina estaba completamente pintada de color crema.

Acababa de situarse tras su escritorio cuando la puerta se abrió y Stefano apareció en el umbral, tan oscuro y amenazador como siempre.

Pero antes de que Anna tuviera tiempo de preguntarle si había tenido un ejército de decoradores trabajando durante la noche, Stefano cerró de un portazo, se cruzó de brazos y la miró con el ceño fruncido.

–¿Qué haces aquí?

–Tú también no, por favor –murmuró Anna–. Creo que ayer me caí. Sé que tengo un aspecto horrible, ¿pero te importaría simular que parezco la supermodelo de siempre?

Aquello se había convertido en una vieja broma entre ellos. Cada vez que Stefano trataba de camelarla para que saliera con él, Anna hacía algún comentario cortante, normalmente seguido del recordatorio de que las mujeres con las que solía salir eran siempre fabulosas supermodelos y ella sin embargo apenas medía más de un metro sesenta.

–Te romperías el cuello si trataras de besarme –le había dicho en una ocasión.

–¿Quieres que lo averigüemos? –replicó de inmediato Stefano.

Anna no se atrevió a volver a mencionar la palabra besar delante de él. Ya tenía bastante con su imaginación, a la que sucumbió en cierta ocasión, lo que la obligó a pasar una semana simulando que no sentía palpitaciones cada vez que tenía a Stefano cerca.

Era imposible negarlo. Su jefe estaba como un tren, algo que incluso en el estado en que se encontraba no podía dejar de notar. No había ni uno solo de sus rasgos físicos que no le hiciera sentir que se derretía. Medía al menos veinticinco centímetros más que ella, tenía el pelo tan oscuro que parecía negro, una firme nariz romana, unos generosos labios y una marcada mandíbula cubierta a medias por una incipiente barba. Sus ojos eran de un color verde que podía pasar del oscuro al claro en un instante. Anna había aprendido a interpretar sus miradas, que solían corresponderse exactamente con el humor del que estaba. Y aquella mañana parecían más oscuros que nunca.

Pero Anna no se encontraba en el mejor momento para tratar de deducir qué significaría aquella mirada. El analgésico apenas le había hecho efecto y las sienes le palpitaban de dolor. Se apoyó un momento en el borde del escritorio antes de sentarse y notó de inmediato algo extraño. Su mesa estaba hecha un caos, y ella siempre solía tenerla perfectamente ordenada. Aquello era una locura. Y además…

–¿Qué hacen esas fotos de gatos en mi escritorio? –ella era una persona de perros, no de gatos. Los perros eran leales. Los perros no te abandonaban.

–El escritorio de Chloe, querrás decir –replicó Stefano con severidad.

Anna ladeó la cabeza y suspiró.

–No te burles de mí –rogó–. Solo he llegado veinte minutos tarde, y tengo la cabeza…

–No puedo creer que hayas tenido el valor de presentarte aquí de esta manera –interrumpió Stefano.

–Sé que no estoy bien –reconoció Anna–. De hecho me siento como una especie de muerto viviente, pero me dejé aquí el ordenador y tenía que entregarte el informe. Me temo que Chloe va a tener que sustituirme en la reunión.

Stefano esbozó una despectiva sonrisa.

–¿Se trata de una nueva táctica?

Anna no entendía qué estaba pasando. Una de las ventajas de trabajar con Stefano era que este siempre decía sin rodeos lo que pensaba, aunque siempre con su marcado acento italiano

–Menos mal que aprendí inglés solo –solía decir con desdén a sus empleados–. Si lo hubiera aprendido de vosotros solo sabría hablar de paparruchadas autoindulgentes.

Anna siempre sonreía cuando le oía decir aquello.

Fue ella la que le enseñó las palabras «paparruchadas autoindulgentes» la primera semana que trabajó para él. Y su fuerte acento italiano hacía que sonaran aún más divertidas. Desde entonces le había enseñado un montón de insultos y palabrotas, la mayoría de las cuales fueron inicialmente dirigidas a él.

Lo que hacía que aquella situación resultara aún más confusa.

–¿De qué estás hablando?

Stefano dio un paso hacia ella.

–¿Ha estado tomando últimamente clases de teatro, señora Goretti?

–¿Señora…? –Anna cerró un momento los ojos y movió la cabeza para tratar de despejarse, pero solo consiguió experimentar una punzada de dolor–. ¿Estoy en medio de una pesadilla o algo parecido?

Cuando abrió los ojos vio que Stefano estaba muy cerca de ella.

–Estás jugando muy bien al juego que sea. Dime cuáles son las reglas para saber qué hacer –aunque Stefano dijo aquello con aparente delicadeza, la amenaza que había tras sus palabras resultó inconfundible.

Anna abrió de par en par sus bonitos ojos color avellana. Stefano pensó que era evidente que había estado practicando aquella expresión de inocencia desde que la había visto por última vez, un mes atrás.

Ya había pasado todo un mes desde que lo había humillado ante su propia junta directiva y se había ido de su vida.

Apoyó las manos en el escritorio y se inclinó para mirar más de cerca a Anna. Su bellísimo rostro lo había cautivado desde el primer instante.

–No sé de qué estás hablando –dijo Anna mientras se ponía lentamente en pie–. Me voy a casa. Uno de los dos está confundido respecto a algo y no sé cuál de los dos es.

Stefano dejó escapar una risa totalmente carente de humor.

–Y tú también deberías irte a casa –añadió Anna, mirándolo como una persona que estuviera arrinconada por un perro peligroso–. Si no te conociera pensaría que estás bebido.

Stefano se preguntó por un momento si habría sido ella la que había bebido. Estaba arrastrando las palabras al hablar y parecía un poco inestable.

Pero, como siempre, sus tentadores y sensuales labios lo estaban tentando. Ella lo estaba tentando. Estaba jugando a un juego del que él desconocía las reglas. Pero no estaba dispuesto a volver a caer en sus trampas. Él escribía las reglas, no aquella bruja que trataba de hipnotizarlo con su atractivo.

Anna lo había planeado todo desde el principio. Había frenado sus avances durante dieciocho meses y había conseguido que se sintiera tan desesperado por poseerla que llegó a estar dispuesto a casarse con ella solo para poder meterla en su cama. Debía reconocer que el asunto había sido un poco más enrevesado, pero aquel era el meollo. Había llegado a creer que la conocía. Había llegado a creer que podía confiar en ella… él, Stefano Moretti, un hombre que había aprendido prácticamente desde niño que no podía fiarse de nadie.

Anna había logrado que se casase con ella para luego pedirle el divorcio por adulterio, humillarlo ante sus empleados y conseguir una buena tajada de su fortuna.

Aún no podía creer que hubiera sido tan estúpido como para dejarse camelar de aquella manera.

Cuando su abogado lo llamó para informarle de que su esposa iba a demandarlo por una fortuna, refrenó el impulso de correr a su casa para enfrentarse a ella. Pero se obligó a no hacerlo, algo que no le resultó fácil. No era la clase de hombre al que le gustara esperar para resolver los problemas; solía enfrentarse directamente e estos para resolverlos. Reaccionaba. Siempre lo había hecho. Aquella característica era la que le había metido en tantos problemas desde niño. Nunca supo cuando mantener la boca cerrada ni los puños quietos.

Pasó casi dos semanas negándose a reconocer los hechos. Faltaban diez días para cumplir un año de casados, momento en el que podrían divorciarse legalmente. Entonces, y solo entonces, averiguaría Anna lo que estaba dispuesto a darle, que era nada. Y estaba dispuesto a hacérselas pasar moradas antes de que lo averiguara.

Iba a hacerle pagar por todas sus mentiras y engaños. Solo se detendría cuando Anna hubiera pasado por la misma humillación a la que lo había sometido a él.

¿Cien millones de libras y varias propiedades por apenas un año de matrimonio? El descaro de Anna era increíble.

Pero, a pesar de todo lo que le había hecho, lo cierto era que su deseo por ella no había amainado en lo más mínimo. Anna seguía siendo la mujer más sexy del mundo. De una belleza clásica, tenía una larga melena de sedoso pelo castaño oscuro que enmarcaba a la perfección su rostro de altos pómulos, sus carnosos y sensuales labios, su cremosa piel. Debería haber sido tan narcisista como una estrella de cine, pero siempre había sido muy desdeñosa en lo referente a su aspecto. Aquello no significaba que no se esforzara en tener buen aspecto. De hecho, le encantaba la ropa, pero casi nunca hacía nada por realzar los atractivos que le había dado la naturaleza.

Anna Moretti, la mujer con el rostro y el cuerpo de una diosa y la lengua de una víbora. Lista, convincente, dulce y adorable; un enigma envuelto en una capa de misterio.

La despreciaba.

Echaba de menos tenerla en su cama.

Desde que había salido de prisión, varios años atrás, se había vuelto un experto en enmascarar la peor parte de su genio y en canalizarlo hacia otros aspectos de su vida, pero Anna lo afectaba como nadie lo había hecho nunca.

No era una mujer sumisa. Averiguó aquello en su primer encuentro. A pesar de todo, jamás habría imaginado que tendría la audacia de volver allí después de lo que había hecho.

–No estoy bebido –dijo a la vez que se inclinaba hacia ella y aspiraba su aroma–. Pero si tienes problemas de memoria, se me ocurre un método para ayudarte a refrescarla.

Anna abrió los ojos de par en par, alarmada. Pero Stefano no le dio la oportunidad de replicar. Deslizó una mano tras su cintura, la atrajo hacía sí y la besó. Sonrió al notar lo rígida que estaba. Si Anna quería jugar debía comprender que era él quien ponía las reglas, no ella.

La húmeda calidez de sus labios, sus pechos presionados contra el suyo y su aroma hicieron que, como siempre, la sangre corriera ardiente por sus venas.

Pero, de pronto, Anna retiró el rostro a un lado y le dio una bofetada.

–¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó evidentemente conmocionada a la vez que se frotaba los labios con la manga del vestido–. Eres… eres…

–¿Qué soy? –preguntó Stefano, que tuvo que esforzarse para controlar su tono.

Anna parpadeó y, cuando volvió a mirarlo, la furia había desaparecido de sus ojos. En su mirada había miedo y se había puesto intensamente pálida.

–Stef…

Anna se tambaleó y alargó las manos hacia él como si necesitara aferrarse a algo.

–¿Anna?

Cuando se desmoronó ante él, Stefano apenas tuvo tiempo de sujetarla antes de que cayera al suelo.

Capítulo 2

 

CUANDO Anna despertó en la habitación del hospital tenía la mente más despejada de lo que la había tenido el resto del día. El dolor de cabeza había desaparecido, pero el temor que experimentó fue aún peor.

No necesitó abrir los ojos para saber que estaba sola.

¿Se habría ido ya Stefano?

El recuerdo del beso afloró a su mente. Stefano la había besado. Había sido un beso provocador, casi brutal. La excitación que le había producido había sido la gota que había colmado el vaso de su resistencia física. Se había desmayado y Stefano la había sujetado.

Parecía creer que estaban casados. Y los empleados del hospital parecían pensar lo mismo.