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Unidos por el engaño Caitlin Crews Una farsa para las cámaras Un deseo que no terminaría… La rueda del destino Maya Blake Estaba de nuevo con el rey… Para pasar una noche en el desierto. Una princesa embarazada en Manhattan Clare Connelly Esperando al heredero real y ¡a punto de casarse con un multimillonario! El guardaespaldas y la heredera Joss Wood Tenía que confesar algo... sus hijos también lo eran de él.
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Seitenzahl: 731
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 345 - abril 2023
I.S.B.N.: 978-84-1141-916-1
Créditos
Índice
Unidos por el engaño
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
La rueda del destino
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Una princesa embarazada en Manhattan
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El guardaspaldas y la heredera
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NO era la primera vez en la espléndida y disipada vida de Tiziano Accardi que una mujer caía a sus pies.
La notable diferencia era que la mujer en cuestión no estaba mirándolo embelesada cuando tropezó y cayó por la escalera, cegada por su tan comentada apostura masculina.
Y esa era una novedad interesante.
Tiziano, que no solía tener prisa, aquel día estaba particularmente remiso.
Su aburrido y serio hermano, que era desafortunadamente el director de Industrias Accardi, el guardián de la fortuna familiar y, lo peor de todo, una persona irritantemente inmune a los encantos de su hermano menor por mucho que Tiziano intentase ganárselo, había exigido que se presentase en la oficina para darle su charla semanal.
Si Ago se saliese con la suya le daría una charla diaria, pero a Tiziano no se le podía pedir que fuese a la oficina todos los días cuando había sitios mucho más interesantes a los que ir, una playa en Río de Janeiro o en Filipinas, por ejemplo.
En realidad, cualquier ciudad llena de glamour, desde Milán a Tokio. O cualquier sitio donde hubiese mujeres guapas.
De modo que estaba allí contra su voluntad. No porque no le gustase su papel como director de marketing de las empresas Accardi, su título oficial. Al contrario, no solo disfrutaba de su trabajo sino que para sorpresa de todos era extremadamente efectivo, algo que volvía loco a su hermano porque sería más fácil descartarlo si fuese el inútil y frívolo playboy del que hablaban las revistas de cotilleos.
También era cierto que él le daba carnaza a esas revistas, pero al fin y al cabo solo era un hombre y, por lo tanto, trágicamente imperfecto. Él era el primero en reconocerlo.
¿Era culpa suya que tantas mujeres guapas lo encontrasen irresistible? ¿O que algunos lo creyesen fatuo y superficial porque le gustaba ir de fiesta?
La realidad era que Tiziano había participado activamente en la misión de su hermano de convertir la empresa familiar, la que su abuelo fundó en Italia y su padre había expandido por toda Europa, en la corporación multinacional que era hoy en día, con sus elegantes oficinas en la mejor zona de Londres, lejos de la antigua casa familiar a las afueras de Florencia, inundada de glicinias y de pesar.
Aunque eso no impedía que su hermano le echase un sermón semanal. Cuando Ago decidía ponerse severo e inflexible para hablar de legados familiares y de lo que le debían al apellido Accardi, no lo detendría ni el propio diablo.
Tiziano, que se consideraba un poco diablillo, estaba acostumbrado a esos dramas, incluso le divertían. Las charlas de Ago eran interminables y a él le gustaba poner cara de aburrido o distraerse haciendo cualquier cosa.
Era un juego que le recordaba su infancia, cuando se perseguían por las colinas de la Toscana, esquivando cipreses. ¿Cómo no iba a disfrutar de la versión adulta de esa travesura?
Especialmente porque su hermano no disfrutaba en absoluto. Al contrario, se enfurecía por su indolente actitud. Cualquier día se tumbaría en el suelo de su despacho y fingiría echarse una siesta mientras Ago le daba el típico sermón sobre su pésima imagen pública.
En realidad, estaba deseando hacerlo.
Tristemente, ese otoño las charlas se habían convertido en irritantes órdenes de casarse y sentar la cabeza, una tarea deprimente que Tiziano estaba dispuesto a evitar durante el resto de su vida.
Después de todo, él era el reserva de la fortuna familiar, no el heredero. ¿Qué importaba cómo se divirtiese? El imperio Accardi dependía de su hermano, no de él.
Ago, sin embargo, no parecía dispuesto a dejar de recordarle sus deberes y responsabilidades y tal vez por eso estaba perdiendo el tiempo con aquella joven que había caído por la escalera, provocando una lluvia de papeles. Uno de ellos se detuvo a un centímetro de sus zapatos de piel, hechos a mano por el mejor artesano de Roma, naturalmente.
–Yo sé el efecto que ejerzo en las mujeres, pero debo felicitarte por el esfuerzo, cara –bromeó Tiziano–. Esa lluvia de papeles ha sido un toque encantador.
Cualquier otro día lo habría dejado ahí. Cualquier otro día habría pasado por encima de la mujer postrada a sus pies y habría tomado la ruta más larga hasta el despacho de su hermano. Cualquier otro día se habría olvidado de ella antes de llegar al piso de arriba.
Pero aquel no era cualquier otro día.
Porque Ago había anunciado que no solo tenía que casarse sino que ya había elegido a su virtuosa novia.
Tiziano conocía a la chica, incluso se habían visto en varias ocasiones. Era virgen, por supuesto, y, además, la querida hija de uno de los mejores clientes de Industrias Accardi.
Aunque tal vez «querida» no fuese el adjetivo adecuado. Victoria Cameron era la única hija de un hombre que deseaba beneficiarse de su matrimonio vendiéndola al mejor postor.
Tiziano se sorprendería si la aburrida Victoria conociese algún día las caricias de un hombre. O si pasara más de tres segundos en presencia de uno sin que su padre estuviese vigilando.
Como si una chica educada en un convento fuese tal provocación que los hombres tuvieran que ser contenidos en su presencia o se volverían locos de deseo.
Era de risa.
Cuando Tiziano sugirió que el remilgado e hipócrita Everard Cameron se dejase de teatros y montase una subasta para vender la virginidad de su hija, Ago se había limitado a fulminarlo con la mirada.
Porque Ago Accardi quería que él fuese el mayor postor por un premio en el que Tiziano no estaba interesado.
Según su condescendiente hermano, debía controlarse, evitar excesos y luego, una vez casado y domesticado, confinar tales excesos al sacramento del matrimonio.
Dado que los Accardi no se divorciaban porque para qué dividir las propiedades cuando era más sencillo vivir vidas separadas, lo que su hermano le ofrecía era una sentencia a cadena perpetua, pero a Tiziano le gustaba su vida y no tenía la menor prisa por entrar en una celda.
Por eso seguía allí, mirando a la joven que estaba en el suelo, rodeada de papeles, hasta que ella levantó la cabeza, apartó un mechón pelirrojo de su cara y lo fulminó con la mirada.
–Qué amable por su parte echarme una mano –le espetó, airada–. Por favor, siga haciendo lo que estuviera haciendo, seguro que es más importante que ayudar a alguien que se ha caído por la escalera.
Poco acostumbrado a ese tono, Tiziano tardó un momento en darse cuenta de que estaba regañándolo.
Y luego, por si eso no fuera suficiente, la joven sencillamente le dio la espalda. Se puso a gatas y empezó a reunir los papeles a toda prisa.
Tiziano podría haber pensado que estaba intentando llamar su atención con esa postura.
Nunca había visto a aquella chica, pero estaba claro que era una de los innumerables esbirros sin cara que trabajaban allí.
Los zapatos que llevaba eran baratos, con las suelas gastadas, la falda de un aburrido color marrón, pero la blusa de color crema había escapado de la falda, mostrando una fugaz insinuación de encaje rosa.
Una insinuación de encaje rosa muy intrigante.
No sabía por qué, pero algo en ella lo tenía cautivado. Tal vez cómo movía las caderas a un lado y a otro mientras recuperaba los documentos, obligándolo a mirar su estrecha cintura y a pensar en cómo sería medir sus curvas con las manos.
Era tentador pensar que estaba gateando precisamente con ese propósito, para tentarlo, pero tal vez lo que lo intrigaba era que pareciese tan natural, tan desinhibida.
Y, lo más sorprendente, como si de verdad él le importase un bledo.
No era algo que le hubiera pasado nunca.
Él era Tiziano Accardi y no recordaba un solo momento en su vida en el que no hubiera sido el centro de atención. Pero allí, en la ignominiosa escalera de la oficina, un martes gris y aburrido en medio de un otoño triste, le molestaba que aquella chica lo tratase con tal desdén.
Tiziano se inclinó para ayudarla a reunir los papeles, diciéndose a sí mismo que era por la novedad, nada más. Por supuesto, nada tan infantil como el deseo de que ella le prestase atención.
–Eso no me ayuda nada –dijo la joven, en lugar de darle las gracias–. ¿No se da cuenta de que tengo que guardarlos en orden? ¡No, no los mezcle así!
–Ah, lo siento.
–Ya, seguro. Dudo mucho que sepa lo que los empleados hacen con los documentos que mantienen su empresa a flote.
–¿Sabes quién soy? –Tiziano esbozó una sonrisa–. Ah, menos mal. Por un momento pensé que me había vuelto invisible.
–Todo el mundo sabe quién es usted –respondió ella, con un tono más frígido y hostil que el gélido otoño de Londres–. Tenía la impresión de que se había dedicado a ser omnipresente desde que se convirtió en adulto.
Tiziano no daba crédito.
–Me encanta este flirteo, cara, pero no creo que sea muy sensato. Claro que si estás dispuesta a clavar tus garras en el hombre que podría despedirte, supongo que no necesitas tu puesto de trabajo.
Ella se puso colorada, pero ese rubor no era una respuesta involuntaria ante un perfecto espécimen masculino como él sino una reacción airada. En sus ojos, de un sorprendente color gris, vio un brillo asesino.
Qué extraordinario.
De repente, ella esbozó una sonrisa falsísima.
–He debido golpearme la cabeza al caer por la escalera. Le pido disculpas, señor Accardi. De hecho, necesito este trabajo, así que gracias por recordármelo.
–Ya está olvidado –dijo Tiziano, haciendo un magnánimo gesto con la mano–. Pero dime, cara, ¿qué haces aquí? ¿Trabajas en los archivos?
–En los archivos y en lo que me manden –respondió ella, y no con el tono de alguien que disfrutase haciendo tal cosa–. A mi supervisor no le hará ninguna gracia que tarde tanto en volver y que tenga que poner los papeles en orden.
–¿Desde cuándo trabajas aquí?
Ella se tomó su tiempo antes de responder, mirándolo con gesto receloso.
–Un año. Bueno, casi un año.
–Un año –repitió él–. Qué raro que no te haya visto hasta ahora.
La joven esbozó una sonrisa cargada de todo salvo de sinceridad.
–Pero ha sido un placer.
Tiziano rio.
–Lo dudo.
–Le pido disculpas por hablarle en ese tono, señor Accardi –se disculpó ella de nuevo.
Él no creyó la disculpa ni por un momento, pero la tomó del brazo para ayudarla a incorporarse como habría ayudado a una abuela, a una niña. Pero él sabía perfectamente que no era nada de eso. Era una mujer.
Una mujer joven e interesante.
Y, sobre todo, no se parecía nada a la aburrida Victoria Cameron.
Victoria había sido educada para ser un adorno. Su padre provenía de una familia aristocrática y ella había sido aleccionada desde niña para atraer al único tipo de hombre que Everard Cameron estimaba, un hombre como él mismo.
Tiziano no tenía duda de que Victoria sería capaz de dirigir varias casas de campo, ejércitos de empleados y todas las tonterías fundamentales en ciertos círculos. Lo haría con eficacia y discreción, eligiendo los amigos apropiados, los mejores internados para sus aristocráticos herederos y luego se dedicaría a criar corgis o caballos.
Desde luego, no tendría una larga lista de amantes.
No, eso jamás. Victoria, un compendio de virtudes, dedicaría su vida a tediosas actividades benéficas para dar ejemplo.
Y pensar en atarse de por vida a tan irreprochable criatura hacía que Tiziano se echase a temblar.
–No me has dicho cómo te llamas.
Ella apartó de su cara los alborotados rizos pelirrojos que las horquillas no podían sujetar, mirándolo con esos ojos grises tan expresivos.
No, aquella chica no era un parangón de virtudes sino una mujer de carácter.
Apasionada.
–Mi nombre es Annie Meeks, señor Accardi. Supongo que va a informar sobre mí…
–No voy a informar a nadie, Annie –la interrumpió él.
En esa ocasión, cuando se ruborizó, Tiziano supo que no era de ira sino por cómo había pronunciado su nombre. También él había sentido algo y le gustaba que fuera así porque aquello era justo lo que necesitaba.
Annie Meeks, secretaria en Industrias Accardi, era totalmente inapropiada para él. No pertenecía a una familia aristocrática, su acento era poco refinado y vestía… en fin, como millones de chicas que tenían que ganarse la vida trabajando en una oficina.
–Gracias –murmuró ella–. Le aseguro que siento un gran respeto por la empresa…
–Déjalo, Annie, yo no soy mi hermano. A él le preocupan las apariencias, qué es apropiado y qué no. Si dijera que a mí me preocupan esas cosas sería un hipócrita.
Tiziano recordó entonces el encaje rosa bajo la falda, el brillo airado de sus ojos grises…
Sí, Annie Meeks sería estupenda.
De hecho, sería perfecta si necesitaba su puesto de trabajo porque eso significaba que tenía un precio. Y, por suerte, él era capaz de pagar cualquier precio.
Desde luego, podría pagarle más de lo que ganaba allí archivando papeles y recibiendo órdenes de un ejército de supervisores.
Porque se le había ocurrido una idea. La clase de idea que lo convertía en un genio del marketing, pero en aquella ocasión no era la empresa lo que iba a vender sino su vida privada.
–Me gustaría hacerte una proposición –le dijo.
Ella lo miró con el ceño fruncido. No se molestaba en disimular sus recelos y eso casi lo hacía reír.
–Sería un honor, estoy segura, pero no puedo aceptarla.
Tiziano soltó su brazo y dio un paso atrás para apoyarse en la pared. Cuanto más la miraba, más seguro estaba de haber encontrado la solución a su problema.
Annie era una chica normal, una de tantas chicas trabajadoras que llenaban las oficinas en todo el mundo, pero si uno miraba con atención podía ver algo más. Mucho más en realidad.
–Pero aún no te he dicho de qué se trata.
–No creo que haga falta.
–¿Cuáles son tus aspiraciones, Annie Meeks? –le preguntó Tiziano–. ¿Con qué sueñas?
Ella parpadeó, sorprendida.
–Con una máquina del tiempo para volver atrás y bajar en el ascensor en lugar de hacerlo por la escalera.
Tiziano soltó una carcajada.
–No lo entiendes, cara. Debo felicitarte porque tu vida está a punto de cambiar para siempre.
–¿Por qué?
–No creo que tu sueño sea trabajar aquí todos los días, pasando desapercibida, sin ser apreciada por nadie. Y no tiene por qué ser así.
–Sigo sin entender.
–Dime cuáles son tus sueños y yo los haré realidad, te lo prometo.
Ella lo miró, escéptica.
–Puede que no sea tan sofisticada como usted, pero no soy tan tonta como para creer en cuentos de hadas.
–Todo el mundo sabe que soy un excéntrico –replicó Tiziano, encogiéndose de hombros–. Tal vez merodeo por los pasillos y escaleras de Industrias Accardi, haciendo favores a todo aquel que me encuentro.
–Todos sabemos que usted no hace nada de eso.
–Tal vez haya decidido empezar a hacerlo hoy mismo. ¿Cuáles son tus sueños, Annie?
–Los sueños son para gente como usted. Para mí son una pérdida de tiempo.
–Yo podría darte cualquier cosa que quisieras –insistió Tiziano.
–Ya, claro, pero no creo que pueda hacer que estos papeles se archiven solos, así que si me perdona…
–Annie, quiero que seas mi amante.
Pensó que ella esbozaría una seductora sonrisa, incluso que fingiría un desmayo. Lo que no esperaba era que lo fulminase con la mirada.
–¿O hará que me despidan? ¿Es eso? Pues no hace falta. Le ahorraré el esfuerzo porque renuncio a mi puesto –Annie soltó los archivos, que cayeron al suelo con un golpe sordo, a juego con el furibundo brillo de sus ojos–. Y como he renunciado a mi puesto, ahora puedo decirte lo que pienso de ti…
–Serás mi amante solo de nombre –la interrumpió él–. ¿O habías imaginado que yo, Tiziano Accardi, amante de las modelos más bellas del mundo, estrellas de cine y princesas, me rebajaría a pedir sexo a la primera mujer que me encuentro en la escalera de la oficina?
ANNIE Meeks nunca había estado tan cerca de un poderoso multimillonario, pero había estado en el zoo en un par de ocasiones y, de verdad, aquello no era muy diferente a estar frente a la jaula de un tigre, una hermosa criatura capaz de hipnotizar a los incautos antes de hincarles el diente.
Sabía que era una tontería, claro. Tiziano Accardi no era un tigre merodeando por Londres sino un hombre.
Un hombre asombrosamente atractivo que llevaba un carísimo traje de chaqueta hecho a medida y que exudaba poder y autoridad.
Había visto fotografías en las revistas, como todo el mundo, y esas fotografías reflejaban bien los altos pómulos, la boca sensual, el contraste entre el espeso pelo oscuro que caía sobre su frente y el brillo de los ojos azules.
En persona, sin embargo, había algo más, algo como pecado destilado.
Sí, Tiziano Accardi emanaba una inquietante, irresistible virilidad.
Annie tuvo que recordarse a sí misma que, aparte de sus atributos físicos, era su apellido lo que le daba ese aire de autoridad. El dinero y el poder que habían pasado de padres a hijos durante generaciones.
En realidad, era lógico que se creyese un regalo para las mujeres, pero eso no explicaba lo que estaba pasando. O lo que él acababa de decir.
Ni que lo que ella había hecho.
Había renunciado a su aburrido y estresante puesto de trabajo en Industrias Accardi en un momento de locura y ahora lo lamentaba.
Sentía la tentación de salir corriendo y volver a la oficina, convencida de que Tiziano Accardi no la reconocería entre las demás secretarias. Seguramente, ni siquiera sería capaz de localizar los despachos en los que trabajaban las secretarias.
Pero le había dicho su nombre y eso provocó una oleada de pánico.
Estaba muy bien tener escrúpulos e ideales, pero eso no pagaba las facturas y ella lo sabía bien porque si ser honesta y tener valores ayudasen a algo en la vida ella estaría en Goldsmiths, estudiando Historia del Arte, como había hecho antes de que su egoísta y desconsiderada hermana le robase las tarjetas de crédito, dejándola con una deuda que no podía pagar de ningún modo.
Por eso estaba allí, en la oficina que había sido un salvavidas para salir del agujero en el que la había metido Roxy.
Y por eso tenía que dar marcha atrás.
–No estoy segura de haber oído bien –le dijo, para ganar tiempo.
–El nuestro sería un simple acuerdo, cara.
Annie no sabía qué era peor. Que hubiese utilizado ese término cariñoso, tan italiano y tan indiferente, o el modo en el que había pronunciado su nombre antes. No sabía por qué, pero le había afectado de un modo absurdo.
Seguía acalorada y eso la sacaba de quicio.
–No entiendo esta conversación y no sé si quiero entenderla –le espetó–. Lo único que sé es que siempre estás rodeado de mujeres, así que no creo que necesites a una secretaria para nada.
–Te equivocas, esa es precisamente la razón por la que tú eres perfecta –dijo él entonces, apoyándose perezosamente en la pared.
Annie había leído las cosas que decían sobre él: que solo estaba de pie y vestido en lugar de retozando desnudo con alguna bella modelo cuando no le quedaba más remedio.
Sin embargo, el penetrante brillo de sus ojos azules le hacía sospechar que eso no era cierto del todo.
–Soy perfecta –repitió, intentando no mirar esos ojos–. ¿Por qué tengo la impresión de que no es un piropo?
Él se encogió de hombros.
–Pareces muy recelosa, cara.
Annie sabía que debería despedirse amablemente y darse la vuelta. No era ideal que Tiziano supiera su nombre, pero seguramente ni lo recordaría. Los hombres como él sufrían amnesia cuando se trataba de las mujeres y no podían distinguir a una de otra.
Además, estaba segura de que lo que él quería proponerle no sería de su agrado.
Sabía lo que tenía que hacer y, sin embargo…
En el fondo, sentía curiosidad. Había guardado la curiosidad junto con el resto de las cosas que, tontamente, había creído suyas hasta que Roxy se las arrebató una por una: sueños, curiosidad, ilusión, interés por el mundo que la rodeaba.
Había dejado todo eso atrás cuando tuvo que aceptar la realidad gracias a la carta del banco en la que le informaban de que su cuenta estaba en números rojos, algo que no tenía ningún sentido.
Hasta que lo tuvo.
Desde entonces, Annie mantenía la cabeza baja y la mente en blanco y se decía a sí misma que era lo mejor porque la persona que era ahora, una persona que tenía que contar cada céntimo para sobrevivir y tendría que hacerlo durante las próximas tres décadas, no perdía el tiempo con tontos sueños.
Ahora era una persona práctica, penosamente práctica.
No iba a dejar que aquel ocioso multimillonario jugase con ella, pero el brillo de sus ojos azules provocaba un inesperado cosquilleo en su vientre y, sin entender por qué, y sin recordar lo que estaba en juego, se encontró mirándolo, pensativa.
Como si no tuviese nada que perder.
–Explícame qué quieres decir –le dijo, menos una invitación que una orden.
Tiziano esbozó una sonrisa.
–Mi hermano ha decidido rehabilitar mi desastrosa reputación –empezó a decir, con esa voz que la hacía sentir calor por todas partes.
–Una empresa absurda, imagino –murmuró Annie.
–Exactamente, pero cuando a mi hermano se le mete algo en la cabeza es imposible hacerle cambiar de opinión.
–No puedo decir que nada de eso me resulte familiar. Yo ni siquiera conozco a tu hermano, solo a mis supervisores.
–Y he notado que pareces tan emocionada por tu trabajo como yo por los planes de Ago –dijo Tiziano–. Pero si unimos fuerzas podríamos ayudarnos el uno al otro.
–Estoy segura de que tú podrías ayudarme si te dignases a hacerlo –replicó Annie, con lo que su hermana solía llamar «innecesaria sinceridad»–. Como estoy segura de que sería una ayuda con condiciones. Con cadenas posiblemente.
–A algunos les gustan las cadenas –dijo Tiziano, encogiéndose de hombros–. Cada uno a lo suyo, pero la vida debería ser un banquete.
Ella no dijo nada porque, en su experiencia, la vida era más bien una tostada seca y quemada de sabor desagradable que ni la mejor mermelada del mundo podía disfrazar.
–La cuestión es cómo podría ayudarte yo y por qué crees que querría hacerlo.
–Ya te lo he dicho, haciéndote pasar por mi amante.
–Hay muchas expresiones para describir a las mujeres que venden sus servicios a los hombres, pero si se trata de eso no cuentes conmigo.
–A hombres inferiores –arguyó Tiziano–. Cuando se trata de un hombre como yo, algunas de esas mujeres son conocidas como «esposas».
–A ver si lo entiendo –dijo Annie, cruzándose de brazos–. No me estás proponiendo matrimonio, ¿verdad?
–Por supuesto que no –respondió él, esbozando una sonrisa irresistible–. Aunque el matrimonio es precisamente el problema, no es lo que necesito de ti.
–Pero hace un momento has dicho que tú no le pedirías sexo a una mujer porque tú eres el extraordinario y vanidoso Tiziano Accardi. Perdón, quería decir el fabuloso Tiziano Accardi.
–Sí, claro, eso es lo que has querido decir.
Se miraron en silencio durante unos segundos y el asombroso brillo de los ojos azules pareció esfumarse por un momento, como si también él se preguntase qué estaba haciendo allí.
Annie no era una experta en hombres, en ningún hombre, pero casi parecía como si lamentase haber dicho eso.
Como si estuviese perdido de repente.
Incluso pensó que iba a darse la vuelta, pero no lo hizo. Se cruzó de brazos, como ella, y la miró en silencio.
Y a Annie no se le ocurría ninguna razón para estar ardiendo en medio de aquella fría mañana de noviembre.
–Mi hermano quiere rehabilitarme siguiendo las costumbres de nuestros antepasados.
–¿Adquisición de tierras? ¿Cruel indiferencia hacia criados y esclavos?
Él sonrió de nuevo.
–Bueno, algo así. Es una historia tan antigua como el tiempo. Encontrar a la mujer más virtuosa de la región, conocida por su dignidad e inocencia, y dársela a un bribón como yo para que lo cure. Y todos sabemos cómo termina esa historia.
–¿Sífilis? –sugirió Annie.
Tiziano soltó una carcajada y, por alguna razón, ese sonido la hizo sentir acalorada.
Era absurdo, no había ninguna razón para sentir nada. Tiziano Accardi no era nadie para ella y aquello solo era un extraño interludio en la escalera de la oficina.
–Te aseguro que no soy tan disoluto, pero estoy menos dispuesto a casarme con una mujer virtuosa de lo que mi hermano cree.
–Si tanto le interesa, tal vez tu hermano debería casarse con ella –sugirió Annie.
–Yo le he dicho lo mismo muchas veces, pero Victoria es un dechado de virtudes y Ago cree que es la esposa perfecta para su indigno hermano menor.
–Yo sé bien que las familias son complicadas, pero lo mejor es que le digas la verdad, que no quieres casarte.
–Tú no conoces a mi hermano –dijo Tiziano, suspirando–. Y no es que no lo entienda. Ago tuvo que crecer muy rápido cuando nuestro padre murió y su vida está consumida por lo que él ve como su deber hacia el legado familiar. Yo soy la única mancha en la familia, la oveja negra, y Ago quiere reformarme.
Annie parpadeó.
–No esperaba que fueses tan comprensivo.
–Soy muy complicado, cara –dijo él, esbozando una sonrisa traviesa–. Pero que entienda a mi hermano no significa que esté dispuesto a casarme con una mujer que me aburre. No es culpa suya, es una chica estupenda, pero no estoy interesado.
–Ah, entiendo –murmuró Annie.
Aunque, en realidad, no lo entendía. No sabía por qué estaba hablándole de una mujer a la que ella no conocía y que a él claramente no le gustaba.
–Conocerte a ti me ha dado la clave para salir de esta situación –siguió Tiziano–. Necesito una amante.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
–Seguro que encontrarás a alguna que quiera ser tu mantenida.
–Qué expresión tan anticuada –dijo Tiziano, haciendo un gesto de horror–. Las expresiones que usamos cuando hablamos de tales acuerdos son más civilizadas de lo que tú crees.
–Sí, claro. Cuando tienes dinero puedes decidir qué es civilizado y qué no. Es una serpiente que se muerde la cola.
–Estoy de acuerdo, pero… verás, lo que yo necesito es una mujer totalmente inapropiada para mí, una mujer que esté por debajo de mí.
Annie se dio cuenta de que era un insulto y estaba a punto de replicar cuando él se adelantó:
–No es mi intención insultarte, solo digo cómo verían otros una relación entre tú y yo.
–¿Por qué iba a importarle a nadie que salieras con una secretaria? Tú sales con cualquier cosa que se mueva.
–Pero no vamos a vender que salgo con una secretaria sino que tengo una apasionada aventura con una secretaria. Y aunque aceptase casarme con la mujer que ha elegido mi hermano, me negaría a romper esa relación.
–No sé si lo entiendo.
–Si le dijese a mi hermano que estoy locamente enamorado de una de las innumerables modelos que me siguen de fiesta en fiesta, Ago no le daría importancia y seguiría adelante con sus planes, pero si le presento a una chica como tú, totalmente diferente a las mujeres con las que suelo salir, eso lo haría pensar.
–¿Qué le haría pensar?
–Que la única razón para estar con alguien tan diferente a mí sería el más profundo y apasionado amor.
Annie hizo una mueca.
–Yo creo que lees demasiadas novelas románticas. Se te han subido a la cabeza.
El brillo burlón de los ojos azules era irresistible, pero Annie no quería preguntarse por qué estaba anotando sus preferencias en lo que se refería a aquel hombre-tigre que la tenía acorralada en la escalera.
Claro que en realidad no la tenía acorralada. Podría marcharse en cualquier momento.
Y, sin embargo, allí estaba.
–Naturalmente, no será un compromiso de por vida –siguió él–. Imagino que solo serán un par de semanas. Si me niego a renunciar al amor de mi vida, mi santa prometida renunciará a casarse conmigo. O, más bien, el bulldog de su padre renunciará a ese matrimonio y volveremos a nuestra vida normal –Tiziano levantó las cejas en un gesto de suprema arrogancia–. Y si aceptas, tu vida mejorará de modo incalculable.
Annie frunció el ceño.
–Pero tú no sabes nada sobre mi vida.
–Sé que si tuvieras otras posibilidades no estarías trabajando aquí, en un puesto que no te gusta. Piénsalo, Annie. ¿Qué podrías perder?
Y, a pesar de sí misma, Annie lo pensó.
Él no sabía si tenía novio o si estaba casada y tenía doce hijos esperándola en casa. Pero si fuera así, ¿seguiría hablando con un extraño de una más que extraña proposición?
La cuestión era que no estaba casada. Vivía en una habitación alquilada en un vecindario más que cuestionable. La estación de metro estaba a veinte minutos, pero no se molestaba en tomar el metro porque iba andando a trabajar, aunque tardaba una hora y media, bajo la lluvia, el frío o el calor. Comía latas de judías o tostadas la mayoría de las noches, lavaba su ropa en el fregadero y racionaba hasta las bolsitas de té.
Había estado ahorrando durante un año ¿y qué tenía ahora? La deuda con el banco seguía siendo casi la misma.
Mientras tanto, Roxy se había ido a Australia, desde donde enviaba falsas disculpas de vez en cuando, como si no le hubiese destrozado la vida.
No era justo.
Y tampoco era justo que se hubiera pasado la vida haciendo lo que debía hacer, no lo que quería hacer. Siempre había sacado buenas notas y se había esforzado mucho para poder ir a la universidad. Nunca le había dado la menor preocupación a su tía porque la pobre ya tenía suficientes problemas para criar a las hijas de su difunta hermana.
Ella no era temeraria, ingrata y egoísta como Roxy. Siempre había cumplido las reglas, intentando no dar ningún problema.
¿Y qué había conseguido con eso? Roxy vivía feliz entre Sídney y Melbourne, o se iba a tomar el sol a las playas de Brisvegas mientras ella estaba en Londres, en una habitación alquilada.
Pero aunque Roxy no le hubiera robado sus tarjetas de crédito, Annie no sería totalmente feliz.
Estaría estudiando para conseguir un título en Historia del Arte porque era lo más sensato. Aunque su sueño era ser pintora, había decidido mucho tiempo atrás que era irresponsable arriesgarse a vivir del arte ya que eso no iba a pagar las facturas.
Pero si aceptaba la oferta de Tiziano no tendría que preocuparse por las facturas. Podría hacer lo que quisiera con su vida.
Podría convertir la casita de su abuela, cerrada y abandonada durante años, en un estudio de pintura y perderse en óleos, acuarelas, colores y sueños…
Su hermana no habría tardado tanto en decir que sí, tan alto como fuera posible.
Entonces, ¿qué se lo impedía?
¿Dónde la había llevado ser tan sensata?, se preguntó.
Podría declinar la oferta de Tiziano Accardi ¿pero qué sacaría con eso? Tardaría años en salir del agujero en el que la había metido su hermana. Años y años solo para pagar la deuda y luego tendría que volver a empezar de cero.
Solo por una vez, pensó, podría tomar el camino más fácil y ver dónde la llevaba.
Era una locura ¿pero y si por una vez olvidaba las eternas preocupaciones y el sentido común como hacían los demás?
Tiziano quería que se hiciese pasar por su amante, pero no estaba interesado en la tradicional forma de pago, de modo que solo sería una farsa.
No iba a acostarse con él. Por supuesto que no, todo tenía un límite.
Tiziano la miraba en silencio mientras ella luchaba con su conciencia. Y con otras cosas que no tenían nada que ver con su conciencia, pero que deberían tenerla.
Annie pensó en el último mensaje de su hermana, en el que le enviaba besos y una fotografía de una playa de arena blanca, como si eso fuera un premio de consolación.
No pude evitarlo. No quería hacerte daño, de verdad. Me gustaría que estuvieses aquí.
«Me gustaría que estuvieses aquí».
Ya, claro.
Annie no se molestaba en responder a esos mensajes, pero tal vez la proposición de Tiziano era un mensaje del cielo, una oportunidad.
Y debería aprovecharla.
–Muy bien –dijo entonces, adusta y formal, porque sería mejor que Tiziano Accardi supiera desde el principio que ella no era como las mujeres con las que solía salir.
–¿Entonces estás de acuerdo?
–Lo haré, pero tiene que haber unas reglas. Y sanciones si esas reglas no son respetadas.
Esperaba que Tiziano dijese que no porque estaba acostumbrado a que todo el mundo hiciese lo que él quería. Y no tenía ni idea de qué reglas debía imponer o qué sanciones debía exigir si se las saltaba, pero no podía aceptar lo que él propusiera sin negociar.
Debía demostrar que no estaba dispuesta a todo.
Pero Tiziano Accardi, que seguía recordándole a un felino grande y exótico, se limitó a sonreír.
ERA el momento más extraño de su vida, incluyendo el espantoso momento en el que descubrió lo que Roxy había hecho.
Como entonces, Annie se quedó paralizada, con la sensación de que todo en su vida había cambiado de repente.
En esa ocasión estaba en la escalera de Industrias Accardi, pero no sabía si era mejor o peor que estar en las oficinas del banco, enfrentándose a la pavorosa realidad de unas deudas que ella no había adquirido, pero de las que era responsable.
Tiziano esbozó una sonrisa satisfecha y Annie lamentó haber aceptado su proposición, pero no lo suficiente como para echarse atrás.
No lo suficiente como para hacer lo que debería haber hecho diez minutos antes, darse la vuelta.
Por fin, él sacó el móvil del bolsillo, tecleó algo y luego volvió a mirarla.
–Molto bene –murmuró–. Mi ayudante se reunirá contigo para redactar el acuerdo. Yo iré a hablar con mi hermano y empezaré a hacer ruido sobre que el corazón quiere lo que quiere y todo lo demás. Esa es la frase, ¿no?
–Es una frase –asintió Annie, sorprendida de poder hablar cuando no parecía capaz de hacer nada más.
Como marcharse y detener aquella locura.
Porque era como si se hubiese lanzado de cabeza a la jaula del tigre y la cuestión ya no era si aquel hombre iba a devorarla sino cuándo lo haría.
–Si de verdad quieres venderle a tu hermano que estamos locamente enamorados, sugiero que te muestres menos cínico.
Annie esperaba que enseñase los colmillos, pero Tiziano se limitó a sonreír, como si no se sintiese ofendido en absoluto.
Mientras contemplaba esa sonrisa que amenazaba con hacerle perder la compostura del todo, Annie oyó pasos por la escalera y suspiró, aliviada.
Aquel extraño interludio había terminado.
Ella volvería al despacho de su supervisor y luego saldría de la oficina y se iría a su habitación para comer una tostada o una lata de judías frente a su ordenador portátil y pensaría que todo aquello había sido un sueño.
Aunque debía reconocer que no había sido un mal sueño.
Una mujer de una edad indeterminada apareció ante ellos entonces. Podría tener entre treinta y sesenta años. Era alta, delgada, con el rostro alargado y el pelo rubio sujeto en un moño que la hacía parecer un galgo afgano.
–Te presento a Catriona –dijo Tiziano–. Ella se encarga de mis asuntos personales, así que te dejo en sus capaces manos.
–Porque tienes tantos «asuntos personales» que necesitas una ayudante que los ponga en orden –bromeó Annie.
Sin darse por aludido, él empezó a hablar en italiano mientras Catriona asentía con la cabeza y lo anotaba todo en su iPad.
Después de lo que le pareció una eternidad Tiziano se acercó a ella y, cuando la miró con esos ojos azules tan brillantes, Annie sintió como si la hubiese clavado a la pared.
–Arrivederci, cara –se despidió–. Ci vediamopresto. Nos veremos pronto.
Annie se puso colorada de la cabeza a los pies y cuando por fin él se dio la vuelta para subir por la escalera sentía como si hubiera despertado después de una borrachera, aunque ella no se había emborrachado nunca.
La ayudante de Tiziano la miraba sin expresión y era su oportunidad para escapar, pensó.
Debía irse del edificio inmediatamente. Ya se preocuparía más tarde por cómo iba a pagar la deuda…
–Sígame, por favor –le dijo la mujer, con el estudiado acento de un presentador de la BBC.
–Yo… en realidad, no debería.
Catriona señaló la escalera, indicando que debía precederla.
Más tarde, Annie recordaría ese momento como el punto sin retorno.
Ella no era una incauta, pero estaba enterrada en arenas movedizas por culpa de Roxy. A menos que aprovechase aquella oportunidad. A menos que hiciese algo que jamás hubiera pensado hacer.
De modo que, casi sin pensar, empezó a subir por la escalera.
Catriona, que demostró ser una fuerza de la naturaleza, la llevó a un despacho y procedió a interrogarla sobre todos los detalles de su vida.
No dejó piedra sin remover, anotando todas las respuestas en su ordenador portátil. Cuando terminó, Annie se quedó sentada en el sillón, sintiéndose como un huevo cascado mientras la ayudante de Tiziano era un remolino de actividad, enviando correos, haciendo llamadas, dando órdenes.
Más tarde, después de firmar un montón de documentos legales que sellaban el acuerdo, Catriona le indicó con un gesto que la siguiera, sin mirarla y sin dejar de hacer llamadas, corriendo por el pasillo sobre sus tacones como si llevase unas cómodas zapatillas de deporte.
–El señor Accardi saldará su deuda con el banco antes de que termine el día y una suma inicial será transferida a su cuenta como gesto de buena fe –le dijo, con el móvil pegado a la oreja–. Sus cosas serán embaladas en cajas y estarán a su disposición por la mañana. ¿Le parece bien?
Annie estaba perpleja. Hablaba como si aquello fuese algo perfectamente normal, como si no fuese a cambiar su vida por completo.
Tanto esfuerzo, tanto trabajo, tantos sacrificios, las cosas a las que había renunciado, nada de eso importaba. Tiziano Accardi solo tenía que dar un par de instrucciones y… ¡puf! Todas sus preocupaciones desaparecían como por arte de magia.
Y todo en menos de una hora.
Menos de sesenta minutos para convertirse en una persona diferente, con una vida diferente.
Y aún no habían llegado a la parte en la que se convertía en la amante de Tiziano.
Catriona se detuvo frente al ascensor y la miró, enarcando una ceja. Annie recordó entonces que debía dar su aprobación, pero tuvo que aclararse la garganta.
–Sí –dijo por fin–. Me parece bien.
Debía estar en una especie de coma porque más tarde no recordaría haber salido del edificio o subido al coche que las esperaba en la puerta.
Solo despertó de ese trance cuando llegaron a lo que parecía un pequeño museo en Hampstead, un edificio blanco con jardín, pista de tenis y piscina exterior. Había tantas ventanas y balcones como si el constructor hubiera pensado estar levantando la casa en Mallorca para dejar entrar el sol que faltaba en Inglaterra.
Frente a la casa había una explanada en la que podrían aparcar varios coches y Annie vio un par de deportivos brillando a la tenue luz del atardecer.
–Pensé que Tiziano tendría un apartamento en el centro de Londres –comentó Annie.
–El señor Accardi tiene varias propiedades en Londres.
Seguramente también tendría un apartamento de soltero para sus libertinos propósitos y Annie se alegraba de que no la hubiese llevado allí porque no le apetecía ser testigo de su depravada vida.
Se decía a sí misma que era un alivio, pero en realidad no lo era y no podría decir por qué.
Cuando entraron en la casa, porque era una casa, no un museo, fueron recibidos en el vestíbulo por un grupo de empleados y todo se convirtió en un remolino de instrucciones.
Luego, haciendo un gesto de impaciencia, Catriona subió por una escalera que parecía flotar frente a una pared de cristal y Annie la siguió, sintiéndose como un ratoncillo de campo.
Especialmente cuando abrió la puerta de una enorme suite con varios balcones y puertas a cada lado. Diez habitaciones como la que ella había ocupado hasta entonces cabrían en aquel sitio.
–Bienvenida a casa, señorita Meeks –le dijo, con frialdad.
–¿Este es mi dormitorio? –murmuró ella, incrédula.
–Tiene todo el día para acomodarse, pero le subirán un té dentro de una hora –dijo Catriona–. Si quiere cenar, solo tiene que usar este timbre –añadió, como si fuese lo más normal del mundo cuando Annie solo había visto esas cosas en las series de televisión–. No dude en pedir cualquier cosa que necesite.
Aunque Annie pensó, mientras la puerta se cerraba tras ella, que la mujer desearía que dudase.
Pero no hubo necesidad de usar el timbre porque el té que le subieron incluía sándwiches y pasteles.
No tuvo necesidad de llamar a nadie para pedir nada porque la suite estaba equipada con tres pantallas de televisión, su propio gimnasio, sauna, una oficina y otro dormitorio, tal vez para invitados.
También había estanterías llenas de libros y una bañera enorme. Y allí fue donde pasó su primera noche como la supuesta amante de un multimillonario, holgazaneando en el baño, leyendo una novela mientras comía sándwiches, petit fours y pasteles de chocolate antes de meterse en la enorme cama con dosel, donde durmió como una reina.
Podría acostumbrarse a tanto lujo y esplendor, pensó.
Por suerte, Tiziano Accardi no apareció por allí durante los días siguientes. Y era lo mejor, pensaba Annie.
Seguramente Tiziano no hacía nada en todo el día más que ir de un sillón a otro con gesto indolente, tal vez esperando que una bella joven le pelase una uva.
Pero no había bellas jóvenes en la moderna mansión de Hampstead, aunque la casa estaba llena de empleados, muchos de los cuales llevaban con la familia de Tiziano desde que él era niño.
Annie había imaginado que todos estarían deseando alejarse de su insoportable jefe, pero no era así. En realidad, eran tan leales como los personajes de las series británicas de ficción.
Y como no podía enfadarse con Tiziano porque tratase mal a sus empleados, Annie no tuvo más remedio que empezar a pensar en el cambio que, supuestamente, debía experimentar.
Eso era lo que Tiziano Accardi había comprado cuando pagó su deuda, esa era la transacción.
El primer día, cuando llegaron las cajas de su habitación, empezó a buscar entre sus escasas pertenencias, pero Catriona la interrumpió.
–No tiene que molestarse. Yo estoy entrenada para hacer esas cosas.
La ayudante de Tiziano dividió implacablemente sus posesiones en dos montones, uno para guardar hasta que su acuerdo con Tiziano terminase, el otro para tener a mano.
Pero su ropa era inaceptable, la mujer lo dejó bien claro.
Para entonces, Annie había dormido tres noches en la casa.
La primera noche, después del glorioso baño y sabiendo que su deuda estaba pagada, había dormido a pierna suelta, pero el silencio la mantuvo despierta la segunda noche.
El tercer día, después de recibir bandejas de comida e interminables tazas de té, Catriona le había mostrado los documentos sobre la cancelación de la deuda, la transferencia enviada a su cuenta y un esbozo del fideicomiso que Tiziano esperaba que usase para hacer realidad sus sueños.
Después de firmar innumerables documentos, Annie estaba tan agotada y tan abrumada que durmió profundamente.
Tan profundamente que cuando despertó por la mañana tardó un momento en recordar dónde estaba o por qué estaba allí y esa sensación se quedó con ella durante todo el día.
Después de almorzar, Catriona la había metido en un coche, anunciando que era hora de llenar el vestidor.
–Pensé que la cuestión era que yo debía parecer inapropiada, totalmente diferente a las mujeres con las que Tiziano acostumbra a salir –protestó Annie.
–Hay una diferencia entre la realidad de una secretaria y la fantasía de una secretaria –respondió la mujer–. Nosotros buscamos esto último, señorita Meeks.
Annie quería protestar, gritarle que tras los duros golpes que le había dado la vida ella no creía en esas tonterías.
Además, aquello no era un cuento de hadas sino un simple acuerdo. Lo único que tenía que hacer era deambular por ahí con aspecto de amante inapropiada hasta que Tiziano convenciese a su hermano de que no iba a casarse con la mujer que había elegido para él.
Pero Catriona solo estaba haciendo su trabajo y daba igual que su actitud fuese tan agradable como la de un tiburón blanco. No tenía sentido discutir con ella.
La realidad era que había firmado un acuerdo, de modo que, sencillamente, se rindió y dejó que la llevase de compras a las boutiques más exclusivas de Londres, donde se probó docenas de vestidos y complementos.
La ayudante de Tiziano sacaba la tarjeta de crédito y tomaba todas las decisiones, de modo que Annie tardó poco en acostumbrarse a los astronómicos precios, a la condescendencia de las empleadas de las boutiques y a la seca repuesta de Catriona cuando ella señalaba un vestido que no le parecía apropiado.
Más tarde la llevó a un spa tan exclusivo que los empleados sabían su nombre, como si fuese una vieja amiga.
–Bienvenida, Annie –la saludaron, como si la conociesen desde la cuna–. Estamos encantados de que hayas venido.
No había caja en la entrada ni despliegue de productos. El spa estaba en la mejor zona de Londres, un sitio en el que Annie no se aventuraba nunca, y no había oportunidad de preguntar el precio de nada. ¿Para qué molestarse cuando allí todo debía valer una fortuna?
El primer día recibió un baño de barro y una sauna. Después, la envolvieron en plástico y una empleada le explicó que debía quitarse del cuerpo la contaminación de Londres antes de recibir el masaje exfoliante.
¿Y qué podía hacer ella más que disfrutar?
Y si soñaba con unos ojos azules y con el rostro de un ángel caído, era problema suyo.
Al día siguiente la llevaron directamente al spa, en esa ocasión para un tratamiento de belleza. Al parecer, necesitaba un cambio completo. Por supuesto, las empleadas no se molestaban en pensar en sus sentimientos. Como ella, obedecían a Catriona sin rechistar.
Le hicieron una manicura, una pedicura, le quitaron hasta el último pelo del cuerpo y después tiñeron sus cejas y sus pestañas, dándoles volumen al mismo tiempo.
La sometieron a procedimientos de los que nunca había oído hablar antes de que llegasen los peluqueros, en plural. Cuando terminaron de teñir y cortar, en lugar del típico barullo de rizos rojos ahora su pelo tenía un brillo de cobre y el estilo era alborotadamente sofisticado.
Cuando el pelo quedó a su gusto la llevaron a otra zona del spa, donde dos empleadas vestidas de negro empezaron a maquillarla.
Annie se preparó porque tarde o temprano tendría que mirarse al espejo y temía ponerse a gritar, horrorizada, pero cuando por fin se levantó de la silla se quedó atónita.
Entendió enseguida lo que Catriona había querido decir sobre la secretaria de fantasía.
Parecía ella misma, pero mejorada. Cualquiera que la conociese la reconocería y, sin embargo, era como si resplandeciese.
Annie estudió su reflejo, intentando entender dónde estaba el cambio. Los tratamientos, por supuesto, y el maquillaje, pero llevaba el tipo de ropa que había llevado el día que conoció a Tiziano en la escalera de la oficina: una falda lápiz, una blusa y zapatos de discreto tacón.
Pero la ropa que llevaba ahora no se parecía en absoluto a la ropa que Catriona había desechado. Eran prendas elegantes, de seda, perfectamente cortadas, como hechas a medida. Y los zapatos, aunque estrechos y de tacón, eran tan cómodos como unas zapatillas.
Había un brillo de oro en su cuello, una discreta cadenita, y el roce de unas perlas en las orejas. Tenía un aspecto fresco, natural, elegante. Una Cenicienta moderna en otras palabras.
Una obra maestra.
Maldita fuera.
Annie se volvió para mirar a la ayudante de Tiziano, que estaba en una esquina, de brazos cruzados. Parecía tan satisfecha por el resultado que casi podría jurar que estaba sonriendo. Catriona nunca se había mostrado tan expresiva en su presencia y eso le pareció un pequeño triunfo.
–Pensé que esto era una locura, pero hasta yo debo reconocer que ha hecho un milagro.
–No hacían falta milagros, señorita Meeks, pero me enorgullece haber hecho realidad la visión del señor Accardi –respondió la mujer, evidentemente complacida.
Annie se sintió más animada tras la conversación. Era como si hubiesen llegado a un acuerdo.
Casi olvidó que el objetivo de todo aquello no era Catriona sino el hombre para el que trabajaba.
No había querido pensar en él.
A pesar de dormir en su casa, de soñar con él, de despertar en una cama que le pertenecía y de pasar los días convirtiéndose en lo que él quería que fuese.
Como una virgen destinada al sacrificio.
No debería ponerse tan dramática, pensó. Después de todo, Tiziano había dejado claro que no estaba interesado en una relación de verdad.
Y se alegraba de que lo hubiese dejado claro desde el primer día, por supuesto. Era mejor que no estuviese interesado en ella y, además, mientras tomaba parte en aquella elaborada farsa tendría la oportunidad de comprobar que los hombres como él eran tan viles como siempre había pensado.
Seguía pensando en todo eso cuando Catriona la dejó frente al restaurante en el que debía encontrase con Tiziano.
Ni siquiera sabía que hubiese un famoso restaurante allí. Claro que las chicas como ella no tenían por qué saber eso y, además, no había ningún cartel en la puerta de lo que parecía una casa de estilo georgiano.
Había esperado que Tiziano estuviese allí para darle la bienvenida a una de sus numerosas propiedades, pero quien la recibió fue un mayordomo, o lo que fuera, que la llevó a través de varios pasillos y le hizo un gesto para que entrase en una de las habitaciones.
Y por fin, volvió a verlo.
Tiziano Accardi, que no era un producto de su imaginación sino su amante, aunque solo fuese de nombre.
Si acaso, le parecía más atractivo, más seductor, más masculino de lo que recordaba.
Estaba frente a unas puertas de cristal que se abrían a un pequeño jardín, pero aunque supo de inmediato que era consciente de su presencia, Tiziano esperó a que ella entrase antes de darse la vuelta.
Tan alto, tan elegante, parecía ocupar toda la habitación y cuando clavó en ella sus preciosos ojos azules, Annie se sintió pequeña, pero no de un modo abrumador o desagradable sino de un modo que la hacía celebrar las diferencias entre ellos.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que aquello podría ser más peligroso de lo que había pensado.
TIZIANO estaba preparado para que Annie Meeks tuviese buen aspecto.
Guapa, pero natural. Eso era lo que le había pedido a su ayudante y Catriona, que sabía lo que hacía, no había escatimado en gastos.
Pero «buen aspecto» no describía a la mujer que acababa de entrar en la habitación.
La mujer a la que había conocido en la escalera de la oficina, pelirroja y de ojos grises, tenía un rostro agradable. Tiziano podía admitir que si no le hubiese resultado atractiva jamás le habría hecho la proposición. Después de todo, él era quien era.
Pero la mujer que estaba ante él hizo que su corazón diese un extraño vuelco.
Tenía un aspecto luminoso, casi etéreo, y Tiziano tuvo que hacer un esfuerzo para quedarse donde estaba cuando lo que quería era dar un paso hacia ella y enterrar los dedos en ese precioso pelo rubio rojizo. Quería acariciarlo, abrazarla, apoderarse de esa boca de labios generosos.
La falda ajustada hacía que sus curvas fuesen un tesoro nacional y quería poner los labios sobre la pálida piel de su cuello y saborear cada centímetro.
Su sexo reaccionó inmediatamente y el deseo que sentía por ella era tan intenso que tuvo un momento de pánico porque no sabía si sería capaz de controlarse.
Como si fuese un adolescente cargado de hormonas.
El silencio se alargaba y Tiziano supo que debía decir algo, pero su famoso encanto, que siempre le había servido tan bien, parecía haberse evaporado.
Sentía como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza, le zumbaban los oídos y su corazón latía acelerado.
–Lamento que la muñeca que habías pedido no sea de tu gusto –dijo Annie, molesta.
La belleza femenina era su debilidad, pero Tiziano pensó entonces que a todas sus experiencias con las mujeres les había faltado aquello, aquella naturalidad, aquella autenticidad.
Aquella mujer.
–Estás bien –le dijo.
Se dio cuenta entonces de que lo había dicho solo para ver un brillo airado en sus ojos grises porque le gustaba y quería verlo una y otra vez.
Tiziano la tomó del brazo con gran formalidad para llevarla a la mesa frente a la chimenea y se sentó frente a ella.
Annie miró alrededor.
–Esto no parece un restaurante –murmuró–. Es una casa, ¿no?
–En realidad, es una mezcla de las dos cosas. Es un club privado donde los hombres de cierto estrato social se encuentran con mujeres desde hace siglos.
Ella lo miró con los ojos brillantes.
–Quieres decir sus amantes, ¿no? No sus esposas ni mujeres que busquen una alianza.
–Desde luego que no, esto es Inglaterra –respondió Tiziano, esbozando una sonrisa–. En Italia las cosas son más fluidas porque las expectativas son diferentes, pero en Londres existen clubs como este para que los hombres puedan dejar sus deberes en la puerta y satisfacer sus auténticos deseos.
–No sabía que te importase tanto la privacidad.
–No estamos aquí para escondernos sino para todo lo contrario.
–¿Seremos perseguidos por una horda de paparazis? –le preguntó ella, arrugando la nariz–. Ese es uno de los incentivos de tu existencia, pero no puedo decir que a mí me atraiga en absoluto.
–No habrá hordas de periodistas en la puerta, este no es ese tipo de establecimiento –respondió Tiziano, arrellanándose en el sillón.
–¿Por qué no?
–Los paparazis saben que si hacen fotografías de los hombres que frecuentan este sitio no tendrán las fotos que realmente quieren vender a las revistas… más comprometidas, ya sabes. Pero algunos se ocultan en los callejones y toman nota de la gente que viene aquí. Y eso es lo que nosotros queremos –Tiziano inclinó a un lado la cabeza–. Ese será tu estreno en el mundo de las revistas del corazón.
Dos camareros entraron en ese momento para servir la cena y Tiziano tuvo que disimular un gesto de impaciencia. Estaba disfrutando más de lo que debería, se dijo. Algo absurdo porque aquello no debería ser más que un tedioso encuentro de cara a la galería.
Claro que no había esperado que Annie Meeks fuese tan cautivadora.
Y tan auténtica.
Mientras cenaban, no disimulaba su emoción al ver los deliciosos platos, su deleite al probar cada bocado. Él sabía que la cena era excelente, pero nunca había estado con una mujer que actuase como si un solomillo fuese una revelación.
Como si pensara que estaban allí por la comida, no por la compañía.
Tal vez era por eso por lo que estaba cautivado, pensó cuando los camareros se llevaron el prostre y los dejaron solos por fin con el café.
No estaba seguro de haber terminado de cenar en ninguna otra ocasión. Normalmente, ya estaría en la cama con su compañera de turno, la comida olvidada por completo para disfrutar de otros placeres.
Tiziano no era capaz de entender por qué se sentía tan a gusto con aquella mujer.
Tal vez había dejado de disfrutar de placeres tan sencillos como una buena cena y por eso estaba embelesado por una chica que le había parecido tan difícil e irritante el día que la conoció.
Irritante, pero intrigante al mismo tiempo.
Era extraño cuánto disfrutaba de esas reacciones tan naturales. Hacía mucho tiempo que no experimentaba algo tan auténtico, si lo había experimentado alguna vez.
Tal vez eso también había muerto en su infancia.
Pero no le gustaba pensar en esas cosas.
–Espero que te guste la casa de Hampstead –le dijo, para romper el silencio.
Porque ella no se molestaba en interesarlo. No intentaba cautivarlo o seducirlo en modo alguno.
De hecho, estaba seguro de que si él no dijese nada Annie se tomaría el café mirando la chimenea sin intercambiar una sola palabra.
Como si no tuviese el menor interés.
Y no era que encontrase su actitud refrescante, esa no era la palabra. Pero era una novedad que le gustaría explorar. Le gustaría explorarla a ella.
En realidad, no había pensado en ella mientras le hablaba a su hermano de su nueva «relación» y planeaba cómo presentar batalla antes de que Ago hiciese una declaración pública sobre su boda con Victoria Cameron.
No había pensado en Annie en toda la semana, pero no había esperado que la joven secretaria, vestida y aderezada como su nueva amante, lo afectase de ese modo.
Pero como la exploración que anhelaba no era aconsejable en esas circunstancias, por razones que seguramente recordaría a su debido tiempo, Tiziano decidió entablar conversación.
–Es una casa muy bonita, ¿no? Espero que estés cómoda.
–Es preciosa y los empleados son muy agradables –dijo Annie–. La verdad es que estoy sorprendida.
–¿Te sorprende que tenga una casa en Londres? –le preguntó Tiziano–. Tengo propiedades por todas partes, cara.
–Me sorprende que inspires lealtad –respondió ella, con la sinceridad que la caracterizaba.
Y Tiziano vio de nuevo a la chica de la escalera, en medio de una lluvia de documentos. Estaba ahí, en sus ojos; esa chispa, ese brillo retador.
–Ah, pues lamento haberte decepcionado.
–No diría que estoy decepcionada –dijo Annie, poniéndose colorada–. En fin, dime cómo vamos a hacer este juego de la amante falsa.
–Saldremos juntos para que nos hagan fotografías y lo importante es que tus reacciones sean naturales cuando nos pillen los paparazis.
–¿Que nos pillen dónde?