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Su trabajo era temporal. ¿Sería su pasión permanente? Cuando el mundialmente famoso diseñador de barcos Bo Sorenson se quedó a cargo de un hijo del que no sabía nada hasta entonces, decidió que necesitaba ayuda inmediata. Estaba acostumbrado a las incesantes exigencias de sus clientes, pero un bebé era un reto mayor. Su dura infancia lo había dejado marcado y no sabía nada de niños. Obsesionada con los fantasmas de su trabajo anterior, Olivia Cooper decidió dejar de ser niñera. Aquel verano en Dinamarca iba a ser el último de su carrera. Y como no se podía permitir el lujo de encariñarse de Bo y su hijo, pensó que resistirse al impresionante millonario sería más fácil; pero fue todo lo contrario.
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Seitenzahl: 191
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Joss Wood
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La responsabilidad del millonario, n.º 3120 - octubre 2024
Título original: Hired for the Billionaire’s Secret Son
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
Imagen inferior de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 9788410741942
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Lo siento, pero estaré fuera durante las vacaciones de verano, y no miraré el correo salvo en caso estrictamente necesario.
Bo Sorenson frunció el ceño a la pantalla del ordenador, pensando que toda Dinamarca estaba de vacaciones y él era el único que seguía al pie del cañón. Hasta su querida oficina se había quedado desierta. Las sillas estaban vacías y, a diferencia del resto del año, nadie se acercaba a él para preguntarle cosas, pedir consejo sobre cuestiones técnicas, consultarle ideas o solicitar permiso para contratar a otra persona o aprobar un gasto extraordinario.
La oficina, un moderno y luminoso espacio de líneas que evocaban un crucero, ocupaba la tercera planta de un edificio de su propiedad situado en el norte del puerto de Copenhague. Todos los que estaban allí trabajaban para Sorenson Yachts, su empresa de construcción naval, aunque los barcos se construían en el astillero de Skagen. Sin embargo, la tranquilidad tenía una ventaja: que ahora se podía concentrar en sus diseños.
Además, la lista de encargos era cada vez más larga. Había un montón de empresas y clientes ricos esperando a que les diseñara una embarcación. A veces, querían enormes yates de recreo o motoras de competición y, a veces, lujosos veleros de madera. Pero todos los barcos que construía eran fiel reflejo de su detallista amor por las líneas sencillas y modernas, y todos sus clientes podían decir que eran dueños de un Bo Sorenson.
Llevaba quince años intentando distinguirse de su padre y su abuelo, que habían sido diseñadores tan famosos como él, y ya no había nadie en el sector naviero que pusiera en duda su talento. Pero eso, que habría sido difícil en cualquier caso, le había costado más de la cuenta porque su padre había sido un genio que, además de morir joven, ni siquiera había alcanzado su verdadero potencial cuando murió.
Bo giró su sillón ergonómico y miró una fotografía enmarcada. Era de Malte, su padre. Estaba en la cubierta del Miss Bea, el primer velero de competición que había diseñado, con el viento meciendo su rizado cabello.
Todo el mundo le decía que era la viva imagen de él. Y no se podía negar que se parecían mucho: altos, rubios, de ojos verdes, rostro duro y perfecta forma física. Pero el parecido terminaba ahí porque, a diferencia de Malte, él era un adicto al trabajo que no se pasaba la vida en Mónaco o Dubái.
Sí, las patentes de su padre le habían permitido ser el enfant terrible del mundo de los yates, y habían llevado a Sorenson Yachts a lo más alto; pero, desde el punto de vista de Bo, Malte era un hombre que desperdiciaba su talento y perdía el tiempo con frivolidades. Su propia infancia lo demostraba. Casi no tenía recuerdos suyos. Siempre estaba loco por marcharse, por vivir otra aventura, por estar con otra mujer.
Y la situación fue empeorando con el paso del tiempo. Al final, solo lo veía un par de veces al año. Aunque lo de su madre fue casi peor, porque la ausencia de Malte la convirtió en una mujer fría y amargada, que no ejercía tanto de madre como de jefa y asesora bancaria.
Decidida a que no siguiera los pasos de su padre, Bridget fue implacable con él. Si hubiera sido por ella, hasta le habría prohibido que viera a su abuelo paterno; pero ni Asger ni él se lo habrían permitido. Bo adoraba a su estoico y silencioso abuelo, el único adulto que parecía disfrutar de su compañía. Y Bridget se llevó una decepción cuando él decidió estudiar ingeniería, se especializó en construcción naval y empezó a trabajar para su abuelo.
Un año después de unirse a la empresa que llevaba setenta y cinco años en la familia, Bo se dio cuenta de que Asger estaba perdiendo el sentido de la realidad y, cuando asumió la gran mayoría de sus responsabilidades, descubrió que la contribución de Malte a Sorenson Yachts no justificaba su enorme salario.
A sus veinticuatro años, Bo comprendió que la compañía se estaba hundiendo y que, si no hacía algo por evitarlo, acabaría en bancarrota. Por suerte, Bridget no era solo una mujer sin sentimientos, sino también una experta y altamente eficaz mujer de negocios que había hecho una fortuna con la importación y exportación de bienes; y con su ayuda, consiguió inversores, se hizo con el control de Sorenson Yachts y equilibró las cuentas.
Desgraciadamente, eso lo convirtió en jefe de su padre, que ya se había enfadado bastante cuando la junta directiva pasó por encima de él y nombró presidente a su hijo, y se enfadó todavía más al saber que le había reducido su desorbitado sueldo. Su cara fue todo un poema cuando Bo lo llamó a su despacho y le exigió que terminara los proyectos que había abandonado.
Malte solo duró seis más en Sorenson Yachts y, el día que presentó su dimisión, Bo se sintió aliviado. Ya no había nadie que se interpusiera en su camino. La empresa era suya, y él estaba al timón. Pero su alegría no duró mucho, porque su abuelo falleció pocas semanas después, al estrellar su recientemente adquirido McLaren contra una barrera de cemento.
De la noche a la mañana, había perdido a la mitad de su familia: un hombre al que adoraba y un hombre al que no. Y, en ese momento, empezó a entender la actitud emocional de su madre, su necesidad de marcar distancias. Los sentimientos eran peligrosos, una fuerza caótica que convenía tener bajo control.
La forma más fácil de vivir era estar solo y mantener relaciones puramente superficiales. Por supuesto, Bo tenía amigos, pero nunca se abría demasiado a ellos; y también tenía amantes, pero de las que no esperaban nada más que pasar un buen rato en la cama. En cuanto a su madre, no había problema por ese lado: sus negocios eran su verdadero hijo y, aunque se veían todos los meses, solo hablaban de negocios.
Esa era una de las razones por las que Bo había renunciado a tener familia propia. Sus padres siempre habían estado más interesados en sus propias vidas que en él, y ni quería volver a estar en esa situación ni hacerle lo mismo a sus posibles hijos. Además, era un hombre muy ocupado, perfectamente consciente de que un negocio como el suyo se llevaba casi toda la energía de su dueño.
Bo se levantó del sillón y se estiró, molesto con la introspectiva y poco habitual deriva de sus pensamientos. Tenía trabajo que hacer, diseños que empezar y diseños que terminar. Y, como nadie vivía eternamente, sería mejor que se pusiera manos a la obra. Quería dejar un legado cuando muriera, y los legados no se conseguían a base de estar tumbado en la playa o tomando cócteles.
Una hora después, Bo estaba enfrascado en el diseño de un velero que debía competir en la Sydney Cup del año 2026, cuando su joven recepcionista llamó a la puerta y entró en el despacho en compañía de una mujer de mediana edad e intensos ojos azules.
–Señor Sorenson, le presento a la señora Daniels. Necesita hablar urgentemente con usted –anunció Agnes.
–Pida una cita –bramó él a la desconocida–. Estoy trabajando, y no me puedo distraer.
La señora Daniels no se dejó intimidar por su tono de voz.
–Lo que tengo que decir no puede esperar, señor Sorenson. Pero me gustaría hablar con usted en privado, salvo que prefiera que hable de sus asuntos personales delante de sus empleados.
El comentario de Daniels le extrañó enormemente, porque él no tenía asuntos personales que discutir con nadie. Pero, a pesar de ello, ordenó a Agnes que volviera al trabajo, esperó a que saliera del despacho y cerró la puerta.
–Trabajo para Servicios Sociales, señor Sorenson –continuó Daniels.
Él no dijo nada. La mujer dejó su bolso en el suelo, sacó una carpeta de color marrón y aspecto oficial y echó un vistazo a los documentos que contenía.
–La señora Christianson… Daniella Christianson. ¿La conoce? –preguntó a Bo.
–¿A Dani? Claro. Tuvimos una breve relación, hace año y medio.
–Pues lamento informarle de que falleció hace unos días.
Bo se pasó una mano por la cara, atónito. Se habían conocido en una fiesta, y la alta, sexy y vibrante brasileña le había gustado al instante. Por lo que le había dicho, estaba pasando un año sabático en Copenhague.
–Lo siento mucho. No me había enterado –dijo con sinceridad–. ¿Qué ha pasado?
–Tuvo un accidente de tráfico en Río de Janeiro –respondió ella–. ¿Sabía que se había casado hace poco, y que su marido tenía intención de adoptar a su hijo?
–¿Cómo lo iba a saber? Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos por última vez.
–Entonces, ¿no le dijo que el padre de ese niño es usted?
La noticia impactó tanto a Bo que se sintió súbitamente mareado. Daniels lo notó y le acercó una silla que él aceptó, agradecido.
–¿Tengo un hijo?
–A juzgar por su reacción, es obvio que no sabía nada.
–No, no tenía ni idea. No he vuelto a hablar con Daniella desde que nos separamos. Volvió a Brasil un mes después y, desde luego, no me dijo que se había quedado embarazada.
–Por lo que me ha contado su abuela, se casó con un antiguo novio de la universidad, que estaba dispuesto a cuidar del niño como si fuera suyo.
–¿Estaba? ¿Es que también ha muerto?
Daniels asintió.
–El bebé viajaba con ellos, pero no le pasó nada.
Bo cerró las manos sobre los brazos de la silla, tenso.
–El bebé nació en Brasil, pero lo han dejado a cargo de las autoridades danesas porque la difunta señora Christianson lo puso a usted como padre en la partida de nacimiento. Ahora es responsable de él.
–¿Lo soy?
–La familia del caballero en cuestión no tiene derechos sobre el bebé. Aún no lo había adoptado y, por si eso fuera poco, su situación económica no les permite cuidar de una criatura de nueve meses. Desde luego, la abuela de la señora Christianson sigue viva, pero tampoco está en condiciones de cuidarlo.
Bo no podía creer lo que estaba pasando. Ahora resultaba que tenía un hijo. Y ni siquiera sabía cómo era posible que hubiera dejado embarazada a Daniella, siendo tan obsesivo como era con los preservativos.
–¿Está segura de que es mío? Soy un hombre muy cuidadoso.
–Solo sé que su nombre está en la partida de nacimiento, como le acabo de decir. Y, aunque es muy joven, se parece bastante a usted –respondió Daniels–. Ahora bien, si quiere una prueba de ADN, lo comprenderemos perfectamente. Aunque el bebé tendrá que quedarse con su familia de acogida hasta que se resuelva el asunto.
–¿Está en una familia de acogida?
–Desde la semana pasada, desde que llegó a Copenhague. Es una familia encantadora, una de las mejores que tenemos; pero claro, no es una solución de largo plazo –comentó–. Estaría mejor con su padre.
Bo tragó saliva y se volvió a pasar la mano por la cara.
–¿No tengo más opción?
–Bueno, si tener un bebé trastoca inadmisiblemente su existencia, supongo que lo podría dar en adopción –dijo ella, mirándolo con cara de pocos amigos.
Bo supo lo que estaba pensando. Era un hombre rico, y de una de las familias más famosas del país. Evidentemente, Daniels lo consideraba un narcisista más preocupado por su bienestar que por el de su propio hijo. Creía que era como su padre.
Y eso le pareció inaceptable.
–¿Y dice que se parece a mí? –preguntó, avergonzado–. ¿Cómo se llama, por cierto?
–Matheo –contestó–. Y sí, es igual que usted… los mismos ojos, la misma nariz, la misma mandíbula.
Bo suspiró.
–No sé qué decir, la verdad.
Por primera vez, Daniels sonrió.
–Es lógico que no lo sepa. Le acabo de dar una noticia que puede cambiar su vida por completo. Pero, por desgracia, tenemos que actuar con celeridad. Matheo necesita una solución de carácter permanente. Sus necesidades son lo único que importa.
El desconcierto de Bo era absoluto. Nunca se había planteado la posibilidad de tener hijos. Se había jurado que jamás pondría a un niño en la situación que él había tenido que soportar con sus progenitores. Quería estar solo, vivir solo; y ahora, de repente, le informaban de que había sido padre.
¿Cómo era posible?
–Tengo una fotografía suya. ¿Quiere verla? –preguntó ella.
Él se levantó de la silla y asintió en silencio, porque se le había hecho un nudo en la garganta. Daniels alcanzó su bolso, sacó un teléfono móvil y tardó unos minutos que a Bo se le hicieron eternos entre encontrar sus gafas y localizar la foto.
El mundo de Bo se detuvo en seco cuando vio la imagen. No necesitaba ninguna prueba de ADN. Matheo era igual que él, ojos verdes incluidos. El parecido era increíble, aunque también tenía mucho de su difunta madre.
–Le aseguro que, si le enseñara una fotografía de cuando yo tenía su edad, no podría distinguirnos –le confesó, pasándose una mano por el pelo.
–¿Necesita sentarse de nuevo?
Bo sonrió con debilidad.
–No, no, estoy bien. ¿Cuál es el siguiente paso? –se interesó, intentando concentrarse en los aspectos prácticos.
–Eso depende. ¿Quiere una prueba de ADN?
–No será necesario. Las fechas coinciden, y es idéntico a mí. Me lo quedo.
Bo se estremeció al oír sus propias palabras, porque se había referido a Matheo como si fuera un objeto. Pero lo había hecho sin mala intención. Estaba tan alterado que no podía pensar con claridad.
–¿Sabe cómo cuidar a un niño, señor Sorenson?
–No –admitió.
–¿Tiene familiares que lo puedan ayudar?
Bo se acordó de su madre e intentó imaginarla cambiando los pañales a un bebé con un vestido de Chanel o Balenciaga y recién salida de la peluquería.
No, eso era imposible. Se quedaría horrorizada o más probablemente, lo ningunearía.
–Me temo que no.
–En ese caso, le sugiero que se busque una niñera. Le puedo recomendar unas cuantas agencias de toda confianza.
A Bo le pareció un buen consejo, porque iba a necesitar a alguien que cuidara del niño y le enseñara a él a cuidarlo. Cosas como la forma de bañarlo o cuántos biberones debía tomar al día.
–Tengo dinero. Puedo contratar a la mejor niñera del mundo –dijo a Daniels, sin preocuparse por no parecer arrogante–. ¿Dónde la puedo encontrar?
–Sabine du Foy tiene una agencia bastante buena en París. Es muy cara; pero, según tengo entendido, merece la pena.
Bo se acercó a la mesa y apuntó el nombre en el diseño en el que estaba trabajando. Ahora tendría que empezar otra vez, pero ese era el menor de sus problemas.
–¿Me podrán enviar a alguien enseguida?
La mujer se encogió de hombros.
–No lo sabrá hasta que llame –observó–. Avíseme cuando la haya conseguido, y me encargaré de que le traigan al bebé.
Bo asintió una vez más. El bebé. Matheo.
Definitivamente, necesitaba sentarse de nuevo.
Ollie Cooper sacó la lencería de la cómoda y la dejó en la cama. Estaba tan acostumbrada a hacer el equipaje que el proceso tendría que haber sido fácil, pero no lo era.
Solo llevaba cuatro semanas en el impresionante piso de Berlín en el que había estado viviendo desde que un millonario alemán y su esposa, una exmodelo estadounidense, la habían contratado para que cuidara de sus dos hijos, de diez y doce años, respectivamente. Pero, a pesar de que la adoraban, les había surgido una oportunidad inesperada en Estados Unidos y se habían visto obligados a rescindir el contrato.
Ollie lo lamentaba tanto como ellos. Le habían pagado el sueldo entero del contrato original, pero se había quedado de brazos cruzados, y no sabía qué hacer con las ocho semanas libres que ahora tenía por delante. Teóricamente, aquel iba a ser su último trabajo como niñera, y se sentía aliviada y triste a la vez.
A Ollie le encantaban los niños, pero era un trabajo duro, porque siempre se encariñaba con ellos y siempre los perdía. De hecho, esa era la razón de que hubiera dejado de aceptar empleos de largo plazo y solo aceptara cortos. No se podía permitir el lujo de involucrarse en exceso. Lo había hecho con Becca y había estado a punto de morir de tristeza al ver cómo se apagaba la vida de aquella niña vibrante, mágica, maravillosa.
No, la única forma de evitar el dolor era mantener las distancias y limitar el tiempo que pasaba con los niños que tenía a su cargo. Pero ya no tenía ese problema: por primera vez en cinco años, Sabine no le había enviado el dosier de ningún cliente. No tenía ningún trabajo en perspectiva. No se tenía que familiarizar con ninguna familia nueva. Una experiencia completamente nueva para ella.
Por desgracia, el fin de sus cinco años como niñera también era el fin de sus cinco años de libertad. Había llegado el momento de volver a Londres, idea que le agradaba tanto como la guillotina. No se le ocurría nada peor que regresar a la capital inglesa y sentarse detrás de una mesa todos los días.
Pero había llegado a un acuerdo con sus padres, y sus padres estaban empeñados en que sus hijos fueran fieles a su palabra.
Angustiada, Ollie echó un vistazo a su alrededor. Había ropa en la cama, productos de maquillaje esparcidos por la cómoda y un montón de libros esperando a que los metiera en cajas. Sus últimos clientes se habían ido a los Estados Unidos el día anterior, y ella estaba obligada a marcharse antes de las dos. Pero ¿qué debía hacer? ¿Volver a Londres de inmediato? ¿Tomarse unas vacaciones? ¿Aceptar otro cliente, si es que encontraba alguno?
Al final, alcanzó el móvil y salió al balcón, que daba al minúsculo jardín del edificio y a un parque. Luego, marcó el número de la agencia para la que trabajaba y preguntó por Sabine, que se puso al teléfono al cabo de unos segundos.
Ollie, que hablaba cuatro idiomas a la perfección, cambió inmediatamente al francés, saludó a su jefa y amiga y estuvo charlando un buen rato con ella. Sabine le había ofrecido varias veces un puesto en la dirección de la agencia, porque sabía que era una de las pocas personas que entendía bien su querido negocio; pero, por mucho que le tentara la oferta, había hecho una promesa a sus padres y la tenía que cumplir.
Por supuesto, Ollie le explicó lo sucedido con sus clientes, pero descubrió que Sabine ya estaba informada.
–¿Tienes planes para el futuro inmediato? –preguntó su jefa.
–Volver a Londres a finales de agosto –respondió ella–. Pero, hasta entonces, no sé qué hacer.
–Te podrías ir de vacaciones.
Ollie arrugó la nariz. La idea de estar unos días sin hacer nada le parecía perfecta, pero sabía que se aburriría enseguida; y no era porque fuera una obsesa del trabajo, sino porque necesitaba hacer algo productivo. Particularmente, porque sus padres estaban convencidos de que se dedicaba a perder el tiempo.
–No sé, quizá debería aceptar otro encargo, algo que me tenga ocupada un par de meses –dijo Ollie.
–O sea, que la idea de hacer de niñera otra vez te resulta más atractiva que volver a Londres y arriesgarte a que tus padres te den un trabajo administrativo.
Ollie no se molestó en negarlo. Había empezado a estudiar contabilidad, al igual que sus hermanos; pero, al cabo de dos años, se dio cuenta de que no era una profesión que le gustara. Sin embargo, sus padres insistieron en que terminara los estudios, así que obedeció y, cuando por fin terminó, les dijo que no tenía intención de trabajar para la empresa familiar y que quería viajar y conocer mundo.
Tras muchas discusiones, llegaron a un acuerdo: que viajaría y haría lo que quisiera durante cinco años, con la condición de volver después a Londres o Johannesburgo y trabajar en alguna de las delegaciones de Cooper & Co durante un plazo equivalente, es decir, cinco años. De lo contrario, llegarían a la conclusión de que había malgastado su vida y, desde luego, no la perdonarían jamás.
Nada de eso habría importado si no se hubiera sentido culpable al respecto. Pero sus padres habían invertido mucho dinero en su educación, y estaba decidida a cumplir los términos del acuerdo. Sin embargo, Ollie sabía que, si empezaba a trabajar para ellos, no pasaría mucho tiempo antes de que empezaran a presionarla también para que se casara y tuviera hijos con un hombre de éxito, como su antiguo y altamente superficial prometido.
–Tienes razón. No me agradada la idea de regresar a Londres antes de tiempo. Tendría que vivir con ellos mientras busco piso, y me presionarían para que empezara a trabajar para su empresa de inmediato. Pero, si me voy de vacaciones, el dinero que he ahorrado no me durará nada. ¿No tienes ningún cliente que necesite una niñera para cuidar de sus hijos adolescentes durante el verano?
–Si lo hubieras dicho antes, quizá, pero ya es tarde para eso. La mayoría de los padres ya han solventado ese problema.
–Lo sé. Es que no esperaba quedarme sin trabajo de repente.
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