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Pack 362 Todo lo que no deseo Michelle Smart Perdidos por la tentación… Unidos por las consecuencias. De dama a reina del desierto Maya Blake ¡De prometida sorpresa del rey… a tener a tener un hijo suyo! La venganza de la princesa Lorraine Hall Ella estaba interpretando el papel de princesa. Él, jugando con fuego. Entre las sábanas de mi enemigo Melanie Milburne Él me estaba prohibido. Entonces, ¿por qué me resultaba irresistible?
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Seitenzahl: 755
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 362 - agosto 2023
I.S.B.N.: 978-84-1180-372-4
Créditos
Todo lo que no deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
De dama a reina del desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La venganza de la princesa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
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Entre las sábanas de mi enemigo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ALESSIA Berruti pulsó play, con mano temblorosa. La escena, vista ya por más de dos millones de personas en cuatro horas, de un banquete de bodas celebrado en el castillo de la familia real de Ceres. La cámara enfocaba a dos mujeres.
–Tu hermano parece enamorado –decía la rubia.
–Lo está –la diminuta mujer de cabellos castaños miró hacia atrás. La cámara enfocó a la princesa Alessia Berruti.
–Me pregunto cómo se sentirá Dominic al ver a su prometida casarse con otro –continuó la rubia.
–A la… –un fuerte pitido tapó la respuesta de la princesa–. Es un monstruo asqueroso, obeso y sudoroso.
–No te cortes –la rubia rio–. Di lo que piensas.
–De acuerdo –la princesa también rio–. Opino que el rey Dominic de Monte Cleure debería ser encarcelado y que jamás se le permitiera acercarse a menos de tres kilómetros de ninguna mujer.
El vídeo terminaba cuando el móvil de Alessia vibraba en su mano.
–A mis aposentos –ordenó su hermano mayor, Amadeo–. Ahora mismo.
Cuatro días después, Alessia cubría su ardiente rostro, deseando que se la tragara la tierra.
¿Qué había hecho?
Esforzándose por no llorar, levantó la mirada hacia Amadeo, cuya expresión era tensa. A su derecha estaba su madre, la expresión idéntica. Y a la derecha de esta, su padre, la única persona que mostraba una pizca de simpática. Alessia era incapaz de mirar al hombre sentado al otro lado de Amadeo, el eslabón final de la cadena humana de decepción e ira dirigida contra ella.
–Lo siento muchísimo –susurró por tercera vez–. No sabía que me estaban filmando.
Había sido un fugaz descuido, pero sabía bien que no podía permitírselo. Siempre había reprimido sus deseos y reacciones hasta el control total.
–Me casaré con Dominic –balbuceó–. Yo he provocado este lío y debo recibir el castigo, no tú.
Había sido la primera exigencia del rey tras los valerosos esfuerzos de los Berruti por arreglarlo. Casarse con la princesa Alessia, según el rey, demostraría al mundo que no había sido más que una broma y que la familia real Berruti lo respetaba. El que el mundo supiera que ya había intentado casarse con la princesa, siendo amablemente rechazado, le daba igual. El rey Dominic tenía la piel más dura que un rinoceronte. Vanidoso y cruel, su desesperación por conseguir una esposa de sangre azul le había llevado a atraer a una pariente lejana del monarca británico al principado, donde había sido retenida hasta acceder a casarse con él. La víctima había escapado apenas una hora antes de la boda, rescatada por el otro hermano de Alessia, Marcelo, para sorpresa del mundo e ira de Dominic, para casarse con ella él mismo. Había sido en el banquete de Marcelo y Clara donde Alessia había dinamitado las relaciones entre ambas naciones.
–No creas que no lo he pensado –contestó Amadeo.
–Ni hablar –intervino su padre.
–¿Por qué tiene que renunciar Amadeo a su vida por mi culpa? –imploró ella.
–Porque, hermana –contestó Amadeo–, por tentador que resulte, yo no casaría ni a mi peor enemiga con él, mucho menos a mi hermana.
–Es culpa mía –una lágrima rodó por la mejilla de Alessia–. Tiene que haber otro modo de solucionarlo y devolver la paz a nuestros países.
–Es una solución satisfactoria para ambas partes –el hombre se dirigió a ella por primera vez.
Gabriel Serres, el «negociador», contratado por su familia para arreglar el lío y devolver la paz entre Ceres y Monte Cleure, y el hombre más atractivo que ella hubiese visto jamás. Al mirarlo brevemente, todos los problemas de Alessia habían desaparecido de su mente.
Durante tres días, Gabriel había volado entre la isla mediterránea de Ceres y el principado europeo, negociando entre ambas partes. Alessia, caída en desgracia, había sido excluida de las negociaciones. Hasta ese momento. Con el trato cerrado.
–¿Cómo puede ser satisfactorio que Amadeo se case con una desconocida?
–La novia es prima del rey. Su matrimonio unirá ambas naciones, reabrirá relaciones diplomáticas y evitará una costosa guerra comercial –recordó Gabriel con indiferencia a la princesa.
No se alcanzaba la cima de la diplomacia implicándose emocionalmente en las disputas que debía resolver, pero a Gabriel le estaba costando mantener su habitual desapego desde que Alessia había entrado en la sala de reuniones. Vestida con unos ajustados pantalones cortos y un top escotado, los cabellos castaños y lisos caían sobre sus hombros. Una ligera hinchazón de sus ojos marrones sugería que había llorado, y se notaba que se esforzaba por mantener la compostura. Al igual que su madre, la reina Isabella, la princesa era menuda y algo en ella le recordaba a la bailarina del joyero musical de su hermana.
Desde que habían sido presentados hacía tres días, se había descubierto pensando en ella de un modo poco profesional. Las ocasiones en que la había visto había tenido que controlarse para no mirarla fijamente. Durante una breve visita al castillo el día anterior, sus miradas se habían encontrado un instante, suficiente para sentir un escalofrío y ver un destello en los ojos de la princesa.
Cualquier hombre con sangre en las venas la encontraría atractiva, pero no era frecuente que Gabriel encontrara deseable a alguien mientras trabajaba. Era uno de los mejores negociadores del mundo. No existía agencia puntera en el mundo que no hubiera contratado sus servicios en alguna ocasión. Su trabajo consistía en ejercer de puente ante una disputa, ya fuera entre negocios, agencias gubernamentales o naciones. Sus habilidades garantizaban la resolución del conflicto sin la humillación de ninguna de las dos partes.
Sus tarifas eran elevadas. Svengali diplomático, que trabajaba bajo el radar de la prensa, que tenía buen ojo para las nuevas empresas con potencial y, como tal, sus inversiones lo habían enriquecido más de lo que jamás habría podido soñar. Gabriel Serres era un multimillonario desconocido. Feroz defensor de su privacidad, despreciaba el mundo de las celebridades. Sus relaciones eran igualmente anónimas y jamás con un cliente. Sentir atracción hacia la hija de un cliente, una mujer que vivía bajo los focos, era desconcertante.
–¿Y qué pasa con la novia? –preguntó la princesa con voz sensual–. ¿Tiene algo que decir o se casa contra su voluntad?
Su enfado y preocupación eran auténticos. La princesa Alessia Berruti, novia de la prensa europea, maestra del arte de las redes sociales para mostrarse, y a su familia, de la mejor manera posible, no era tan egocéntrica como Gabriel suponía.
–Ha accedido a casarse –contestó él.
La expresión de Gabriel era indiferente, la suave voz, con un ligero acento que Alessia no conseguía identificar, desapasionada, pero había algo en la mirada de ojos marrones y el timbre de su voz que le provocó un escalofrío cálido y nada desagradable. Durante un instante se estableció una conexión entre ambos, acompañada de otro escalofrío. Gabriel cerró los ojos y, al abrirlos, la mirada era igual de desapasionada que su voz.
Estaba acostumbrado a que lo escucharan, su presencia llamando la atención, aunque no hablara. Alessia se había fijado en él varias veces, aunque casi siempre de lejos, pero Gabriel desde luego llamaba su atención. Algo en él le dificultaba apartar la mirada, le caldeaba el estómago, aunque Alessia sospechaba que no había nada cálido en él. Bajo el impecable traje gris se escondía un fibroso cuerpo a juego con el anguloso rostro de ojos marrones oscuros, cálidos como el hielo.
Alessia sintió rabia ante tanto desapego cuando a una mujer se le pedía que entregara su futuro por salvar a la familia.
–¿Clara accedió? –espetó incrédula.
–Fue acordado –intervino su madre tajante–. Gabriel ha hecho mucho por acercar las dos naciones. Tu hermano está de acuerdo, el rey también, y la novia. La fiesta prenupcial será en dos semanas, la boda en seis. Tú serás dama de honor y sonreirás y mostrarás al mundo lo feliz que eres. Todos lo haremos –su madre se levantó y salió de la estancia sin mirar atrás.
Desolada por haber decepcionado a su madre y a punto de derrumbarse delante de su padre, su hermano, don Hielo y los empleados, Alessia se levantó. Los fulminó con la mirada y abandonó la sala con la cabeza tan alta como pudo.
Gabriel tenía dolor de cabeza, sin duda provocado por tres días de intensas negociaciones entre un monarca déspota y una familia real desesperada por lavar su propia imagen. Casi no había dormido y sus planes para regresar a España se habían visto retrasados por una avería en su avión, obligándole a aceptar la invitación del rey Julius para pernoctar en el castillo.
Para ser una familia real, los Berruti eran relativamente decentes. Relativamente. Habitaban en un mundo de privilegios en el que, por derecho de cuna, eran reverenciados desde que nacían y, por tanto, lo tomaban como algo natural. Comparados con el rey Dominic Fernandes, sin embargo, eran un dechado de virtudes. A Gabriel le daba igual. Su trabajo consistía en ser imparcial y llegar a acuerdos aceptables para ambas partes, y eso había hecho. Pero era la primera vez que negociaba un matrimonio y le había quedado un mal sabor de boca. Y el estallido de la princesa Alessia había contribuido a ese mal sabor.
A pesar del agotamiento, Gabriel no conseguía dormir. Tras veinte minutos de luchar contra las imágenes que aparecían en su mente de la diminuta princesa, se rindió, se levantó de la cama, se puso unos pantalones y deambuló por las estancias que le habían asignado hasta encontrar un bien surtido bar en el que se sirvió un bourbon. Si quisiera, podría llamar a la cocina del castillo. Desde luego, los Berruti eran excelentes anfitriones.
Tomó la botella y salió al balcón. El aire cálido de la noche había perdido casi toda la humedad del día y la luna llena iluminaba las tierras del castillo. De aspecto gótico, el misterioso castillo databa de la época medieval…
Sus pensamientos quedaron interrumpidos por la inquietante sensación de ser observado.
Alessia llevaba horas tumbada en su hamaca, incapaz de enfrentarse a otra comida familiar, de soportar la decepción de su madre, de mirar al hermano cuya vida había arruinado. Se sentía sola, culpable y avergonzada. Pero en esos momentos su corazón galopaba porque de entre las sombras había aparecido un hombre en el balcón contiguo, y el corazón latió aún más fuerte al reconocerlo.
Él. El maravilloso don Hielo.
Bajo la luz de la luna resultaba aún más atractivo, y ella contuvo el aliento mientras recorría el fornido torso desnudo, con la mirada. Durante largo rato desaparecieron todos los demonios ante semejante divino espécimen de masculinidad.
Segura de que su desolación lo había conjurado, Alessia parpadeó con fuerza para hacer desaparecer la imagen, pero ahí seguía. Era realmente el maravilloso don Hielo.
–¿Tampoco puedes dormir? –preguntó impulsivamente.
El corazón de Gabriel dio un vuelco al reconocer la voz. Contuvo la respiración y, apoyándose en la barandilla de piedra se asomó al balcón contiguo. Bañada por la luz de la luna vio a la mujer cuyas palabras casi habían provocado una guerra, y cuya imagen le quitaba el sueño.
–Buenas noches, Alteza –saludó–. Discúlpeme por molestar.
Aunque las sombras de la noche le impedían ver sus rasgos, sintió la mirada de Alessia sobre él.
–No me molestas… ¿eso es escocés?
–Bourbon.
–¿Puedo?
Lo último que Gabriel debía hacer era animar una conversación nocturna con la hermosa princesa.
–¿Por favor? Me vendría bien una copa.
¿Qué daño podría hacer una copa, cada uno a su lado del balcón? Algo rápido. Un sorbo y regresaría a su habitación.
–Claro.
Ella se levantó de la hamaca y se acercó descalza. Gabriel apenas tuvo tiempo de fijarse en que solo llevaba puesto un diminuto pijama antes de que Alessia apoyara las manos sobre la barandilla, que le llegaba a la altura de los hombros, y, sin esfuerzo, saltara elegantemente a su lado. La luna la bañaba en una luz casi etérea que iluminaba su delicada belleza y hacía que sus oscuros ojos parecieran dos profundos pozos.
Hechizado, quizás por primera vez en su vida, Gabriel no sabía qué decir.
LA princesa miró a Gabriel con intensidad antes de señalar la botella que tenía en la mano.
–¿Puedo?
Una nube de aroma afrutado envolvió los sentidos de Gabriel, que sonrió forzadamente mientras le pasaba la botella.
–Gracias –Alessia abrió la botella y se la llevó a los labios.
La pequeña y perfecta boca había sido lo primero en lo que Gabriel se había fijado. Como un capullo de rosa a punto de florecer. La princesa bebió un trago antes de limpiarse delicadamente los labios con un dedo.
–¿Puedo sentarme? –ella le ofreció una sonrisa triste.
–Por supuesto –Gabriel sonrió nuevamente.
La princesa se dejó caer en el sofá con forma de «L», botella en mano, y estiró las piernas cruzando los tobillos. El pantalón de su pijama se subió casi hasta la ingle y él bajó apresuradamente la mirada. Los dedos de los pies eran diminutos para una mujer adulta y llevaba las uñas pintadas de azul.
Gabriel sintió arderle la sangre y apartó la mirada de los pies de la princesa, devolviéndola a sus ojos… y de nuevo quedó atrapado por ellos.
–No te preocupes –murmuró ella con su dulce voz ronca–, no me quedaré mucho –volvió a sonreír con timidez–. La tristeza busca compañía.
–¿Es infeliz? –preguntó él sin poder contenerse.
La luna, el silencio… empujaban hacia una intimidad que le provocaba un cosquilleo en la piel.
–Yo… –ella cerró los ojos. Después volvió a mirarlo y señaló el sofá–. No andes con ceremonias.
Gabriel asintió mientras intentaba pensar inútilmente en cómo escapar de la situación.
–Es una princesa. Como plebeyo, pensé que debía guardar las formas.
–Pues como princesa de este castillo –Alessia sonrió brevemente–, te invito a sentarte en el sofá del balcón de tus propios aposentos.
Alessia se fijó en el rígido porte de Gabriel, que finalmente se sentó en el otro extremo de sofá.
Lo había llamado por un loco impulso. Y otro loco impulso le había hecho saltar la barandilla de su balcón. Y allí estaba, sentada en su sofá, con un hombre de pecho descubierto en mitad de la noche, rodeados únicamente por el estridular de los grillos y el croar de las ranas.
–No sabía que fueras a quedarte –observó ella.
–Se averió mi avión. Debería está solucionado mañana. Sus padres me invitaron amablemente a pasar la noche aquí.
–Así son ellos –contestó Alessia mientras tomaba otro trago–. La amabilidad personificada.
Gabriel enarcó una ceja, pero permaneció mudo.
Alessia sintió una punzada de deslealtad por hablar así de sus padres y cambió de tema. Se preguntó si la actitud de Gabriel era discreción o falta de interés. Se había fijado en cómo la miraba, con evidente interés, pero eso no significaba que le gustara. Había pasado los últimos tres días solucionando el desastre que ella había provocado. Seguramente la consideraba problemática y superficial, causa de vergüenza para su familia. Lo último era verdad, pero lo primero no. Alessia había antepuesto el deber toda su vida. Por eso se sentía culpable. Los Berruti no hablaban mal de ellos delante de los demás. Su lealtad era hacia la monarquía como institución primero, y luego hacia su pueblo. Y por último hacia cada miembro de su familia.
–¿De dónde eres? Tienes un acento…
Gabriel respiró hondo. Deseaba pedirle que regresara a sus habitaciones, pero el castillo era el hogar de la princesa. Una princesa que no aceptaría de buen grado las órdenes de un plebeyo. El cerebro de Gabriel intentó encontrar el modo de escapar de la situación sin ofenderla.
Por eso, se dijo, no le había pedido aún que se marchara. El pulso que palpitaba en sus venas le contradecía. Ese pulso no había dejado de palpitar desde que la había visto bañada en la luz plateada de la luna, como un espejismo de carne y hueso.
Alessia Berruti era una princesa, cierto, pero también una mujer muy deseable.
Gabriel apretó los puños y encajó la mandíbula.
Una mujer muy deseable que él no podía tocar. No debería tocar.
–Mi madre es francesa, mi padre español –contestó–. Estudié en París.
–¿Dominas ambos idiomas?
–Sí.
–También hablas italiano como un nativo… Impresionante.
Si no contestaba, ella se aburriría de su compañía y se marcharía.
–¿Hablas más idiomas?
Claro que sería una grosería ignorar una pregunta directa.
–Sí.
Era como sacar sangre de una piedra, pero en lugar de desanimarla, Alessia se sintió más intrigada. La mayoría de las personas que tenían ocasión de hablar en privado con ella se deshacían en intentos de impresionarla. Otras se quedaban mudas, impactadas por su celebridad, pero tenía mucha experiencia en hacer que esas personas se sintieran cómodas y se soltaran rápidamente. Gabriel no pertenecía a ninguna de las dos categorías. Era un hombre acostumbrado a tratar con personas e instituciones poderosas, él mismo envuelto en un aura de autoridad y poder. Su lenguaje corporal indicaba que deseaba que ella se marchara. Y eso la intrigó aún más, porque había visto una expresión muy distinta en su mirada.
–¿Cuáles?
–Inglés, alemán y portugués.
–¿Hablas con fluidez seis idiomas?
Sin respuesta.
–¿Los aprendes con facilidad?
–Sí –contestó él tras suspirar casi imperceptiblemente.
–Yo hablo inglés con fluidez, pero porque fui a un internado allí –explicó ella–. Puedo conversar en español, si me hablan despacio, pero mi francés es muy básico, mi alemán horroroso y jamás he aprendido portugués.
Le pareció ver un destello de humor en el rostro imperturbable de Gabriel.
–Supongo que las habilidades lingüísticas son fundamentales para tu trabajo –Alessia observó encantada la breve sonrisa que apareció en su rostro. Gabriel era tan serio que se preguntó si alguna vez sonreiría de verdad.
–Sí.
–¿Y qué te hizo elegir la diplomacia como carrera? No te imagino considerándolo en el colegio.
–Descubrí de joven que tenía aptitudes para la diplomacia.
–¿Quién descubre algo así?
–Yo.
–¿Cómo?
Los soñadores ojos castaños se detuvieron sobre ella. Alessia sintió una fuerte descarga.
–Discúlpeme, Alteza, eso es personal.
Le estaba diciendo en el lenguaje diplomático que se metiera en sus propios asuntos.
Desde luego ese hombre no era un adulador. Tenía el corazón de acero. El control, junto con su atractivo, y la confianza innata que exudaba de su bronceada piel, lo convertía en el hombre más sexy que ella hubiese visto jamás.
–Eso es perfectamente razonable –aseguró Alessia–. Y por favor, llámame Alessia.
Gabriel encajó la mandíbula, pero asintió.
Alessia bebió otro trago y deslizó la mirada sobre el fornido pecho que le resultaba tan fascinante. La luz de la luna había convertido el bronce en plata y, de no ser por el oscuro vello que cubría el pecho y los antebrazos, pensaría que estaba bañado en ella.
–¿Dónde vives? –preguntó mientras le pasaba la botella–. Si no es demasiado personal.
Gabriel tomó la botella con cuidado para no tocar sus dedos.
–Viajo mucho –se sirvió un poco en un vaso.
–Eso ya lo sé, pero tendrás un sitio que consideres hogar.
–Considero España mi hogar –él encajó de nuevo la mandíbula.
–¿Qué zona?
–Madrid.
–He estado muchas veces en Madrid. Una ciudad hermosa.
Gabriel tomó un sorbo de bourbon.
–No te gusto, ¿verdad? –preguntó ella.
–¿Por qué lo dices?
–Es una sensación. Y no lo has negado.
–No puedo controlar tu sensaciones –él apuró su copa.
–¿Me culpas por el lío entre mi familia y Dominic?
–No soy quién para culpar a nadie –Gabriel se sirvió otra copa–. Solo encuentro soluciones al gusto de todos.
–Pero eso no te impide tener opinión.
–Me impide manifestarla –de nuevo le ofreció la botella.
Los dedos de Alessia rozaron los de Gabriel y la descarga eléctrica que le atravesó el cuerpo fue tan fuerte que abrió los ojos desmesuradamente. Gabriel retiró la mano, como si también lo hubiese sentido.
–¿Entonces tienes opiniones?
–Como todo el mundo. Aunque no todos saben cuándo callárselas.
–Como cuando dije lo que opinaba de Dominic…
–Si la gente solo hablara cuando debe –él enarcó una ceja–, me quedaría sin trabajo.
–Entonces me estarás agradecido –ella rio fugazmente antes de sacudir la cabeza–. Olvídado. Ha sido una grosería. También te debo una disculpa por cómo te hablé antes. Fui una maleducada.
–Estabas disgustada –la mirada de Gabriel se suavizó visiblemente.
–No es excusa para ser grosera.
–Pero a menudo es motivo –insistió él con una breve sonrisa y un brillo en la mirada que decía mucho más que las palabras. Era evidente que la entendía.
Para horror de Alessia, unas ardientes lágrimas anegaron sus ojos. No quería llorar. Lo último que deseaba era parecer débil y frágil a los ojos de Gabriel. Sospechaba que él no tenía tiempo para mujeres débiles y frágiles. Y ella no lo era. Normalmente no. «Diminuta, pero fuerte», solía decir su hermano Marcelo. Pero Marcelo no estaba allí. El único miembro de su familia en el que se podía apoyar estaba de luna de miel y Alessia había tenido que soportar la ira de los demás sin ningún consuelo. Y cuando ese hombre le ofrecía una migaja de consuelo… toda la angustia y sensación de culpa que había sufrido, volvió a resurgir.
Una lágrima rodó por su mejilla y ella la enjugó en un desesperado intento de controlarse.
–Es que me siento responsable. No solo por el matrimonio de Amadeo. Por todo.
Gabriel la contempló intensamente, los labios apretados, como si evaluara la conveniencia de decir lo que pensaba. Cerró los ojos y respiró hondo. Cuando volvió a mirarla, se acercó un poco más y habló en un susurro:
–Lo que dijiste de que la boda de tu hermano no era más que una pieza del puzle de hostilidad entre tu nación y la de Dominic… tú no eres responsable de nada de lo sucedido con anterioridad. El daño estructural entre las dos naciones ya estaba hecho.
Alessia no entendía por qué los intentos de Gabriel por tranquilizarla le hacían sentirse peor, pero las lágrimas que había estado conteniendo cayeron por su rostro en una cascada sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Gabriel sintió una fuerte presión en el pecho y cerró los ojos.
Su hermana había sido una experta en utilizar las lágrimas como arma para manipular a sus padres. Y él la había admirado por ello. Tras independizarse, las mujeres que elegía para mantener relaciones eran como él: reservadas, estoicas. Por tanto, no sabía qué hacer. No podía ofrecer dinero, o la promesa de vestidos o algún acuerdo, como habían hecho sus padres cuando Mariella estallaba en lágrimas. Y al abrir los ojos y verla con las rodillas dobladas contra el pecho y el rostro enterrado en ellas, la botella todavía en la mano, hizo lo único que no quería hacer. Se acercó.
Tomó la botella y la dejó en el suelo antes de darle una palmadita en los hombros con la esperanza de consolarla. Para su horror, Alessia se acurrucó contra él. Le rodeó la cintura con su delgado brazo y se echó a llorar contra su pecho.
–Lo siento –sollozó–. No quiero llorar, pero me siento tan mal. Un comentario irreflexivo y Amadeo tiene que pagarlo casándose con una extraña. Y todo es culpa mía.
Gabriel volvió a cerrar los ojos, intentando ignorar la sobrecarga sensorial provocada por esa hermosa mujer llorando en sus brazos.
Jamás se había encontrado en una situación similar. Desde luego había habido mujeres que se habían invitado a su espacio, pero siempre había podido desembarazarse de esas potencialmente peligrosas situaciones sin sufrir ni herir a nadie. Nunca se había sentido atraído hacia ninguna de esas mujeres. Gabriel era muy selectivo con sus amantes. Una famosa princesa, hija de su cliente, y el motivo por el que había sido contratado por ese cliente, era lo más alejado de una potencial amante que podría tener. Pero cada fibra de su cuerpo se había sentido en sintonía con ella desde que lo había llamado desde las sombras con esa voz ronca y sensual. El disgusto de Alessia caló hasta su corazón y el impulso por consolarla superó al instinto de conservación. Gabriel la rodeó con un brazo y la abrazó con fuerza.
Durante largo rato ninguno habló. Lentamente, los sollozos de Alessia cesaron.
Gabriel sentía el calor de su aliento y la humedad de las lágrimas sobre el pecho desnudo.
Tragó nerviosamente, consciente de que cada segundo que pasara en sus brazos estaba jugando con fuego, pero apoyó la barbilla sobre su cabeza.
–Sé que te preocupa la novia de Amadeo, pero te aseguro que está dispuesta.
–¿Cómo puedes saberlo? –ella lo abrazó con más fuerza–. Dominic no cree en la libertad de las mujeres. Retuvo a Clara contra su voluntad y la habría obligado a casarse si Marcelo no la hubiese rescatado.
–Lo sé porque hablé en privado con ella, para asegurarme de que era voluntario. Tengo mis principios y no hay dinero suficiente para convencerme de formar parte de un matrimonio forzado.
–¿Cómo puedes estar tan seguro? –Alessia levantó lentamente el rostro y lo miró a los ojos–. Dominic podría haberla obligado a mentir. Quizás sospechó que querrías hablar con ella.
Esos oscuros y aterciopelados ojos le dificultaban hablar y llenaban sus venas de lava. Esa profundidad…
–Los ojos no mienten, princesa –contestó tras aclararse la garganta–. Te aseguro que su expresión era de ilusión. Está encantada de abandonar Monte Cleure.
La entrepierna de Gabriel también mostraba su propia ilusión. Reaccionaba a la princesa apretada contra su cuerpo, los pequeños pechos clavándose en su torso desnudo. La excitación batallaba contra su fuerza de voluntad y, por primera vez en décadas, iba ganando.
–¿Ilusión? –Alessia frunció el ceño.
Gabriel tenía que acabar con eso de inmediato. Continuar sería una locura.
–Piénsalo –murmuró mientras agarraba el pijama de Alessia para evitar que sus manos se deslizaran por debajo–. ¿Por qué se negó tu familia a considerar la posibilidad de que te casaras con Dominic, incluso antes de que secuestra a Clara?
–Porque es un monstruo –susurró ella, comprendiéndolo todo.
Evitando incriminarse verbalmente, Gabriel inclinó la cabeza y, sin motivo alguno, pegó el rostro al de ella. Percibió el embriagador aroma de la piel de la princesa, tan embriagador como la visión de los bonitos labios rosados a escasos milímetros de los suyos.
–Y ahora, ponte en su lugar –continuó él en apenas un susurro–. Si fueras miembro de la familia real Fernandes, bajo el dominio de Dominic, y tuvieras la oportunidad de casarte en otra familia real con… –a Gabriel le costaba encontrar las palabras–, una fama más benigna, ¿qué harías?
Dominic era un monarca absoluto y a su familia, sobre todo a las mujeres, las gobernaba con guante de hierro.
Y esa frágil, sexy, hermosa mujer estaba dispuesta a casarse con él para arreglar el error que había cometido.
Gabriel jamás habría formado parte de unas negociaciones en las que Alessia fuera el peón, comprendió mientras se empapaba de los delicados rasgos de su rostro. Ni aunque ella hubiese estado dispuesta, como la novia de Amadeo.
Hechizada por los ojos de Gabriel, sus palabras se habían disuelto en una caricia para los sentidos de Alessia. Pensaba que tenía los ojos marrones como ella, pero eran tan transparentes que, de cerca, era como contemplar una supernova gigante.
Pensar que esos ojos le habían parecido fríos cuando contenían tanta vida y color, y emitían tanto calor que la quemaba por dentro. ¿O era la calidez del fornido cuerpo que derretía ese lugar secreto que ningún hombre había tocado jamás?
Alessia supuso que debería apartar el brazo de la cintura de Gabriel, pero el sólido consuelo y la calidez de su cuerpo filtrándose por la delgada tela del pijama la volvía reticente a hacer lo adecuado.
Nunca la había abrazado un hombre como él.
–Siento haber montado una escena –susurró ella mirándolo a los ojos.
–No lo has hecho –él deslizó un dedo por su pómulo.
Y ella se estremeció y se apretó más contra él.
Gabriel era divino, desde las pobladas cejas negras hasta la nariz recta o la mandíbula angulosa, afeitada hacía horas y que estaba cubierta de una barba incipiente que descendía por el cuello, sustituida por una piel bronceada tan suave que ella apartó la mano de la cintura para deslizarla por el torso hasta el cuello y sentir esa suavidad.
Si alguien le hubiese dicho a Gabriel que terminaría el día librando la batalla de su vida, se habría reído. Pero en esos momentos, atrapado por la seductora mirada de esa hermosísima mujer, los destellos de excitación que había estado controlando se habían convertido en llamas y sus esfuerzos por recordar los motivos para resistirse a esos sentimientos se disolvían. Los pensamientos se habían transformado en efímeras nubes, y cuando los elegantes dedos le acariciaron la nuca mientras los rosados labios se abrían, una sacudida de electricidad deshizo las nubes, dejando expuesto al hombre.
SOLO la habían besado una vez, en el baile de despedida del internado inglés. El alcohol había hecho su trabajo desmantelando las inhibiciones con las que había sido educada Alessia. El beso le había parecido asqueroso. Durante los cinco años posteriores había mirado atrás pensando que, si hubiera sabido que sería su único beso, le habría sacado mayor partido, asqueroso o no. Alessia no valoraba especialmente su virginidad, más bien era consciente de su posición y que los ojos de todo el mundo la seguían cada vez que abandonaba el castillo. Muchos de los hombres elegibles que conocía eran aduladores, parásitos o rebosaban pomposidad. A menudo las tres cosas. Si se unía a un hombre, la prensa se volvería loca, multiplicando su acoso. Por tanto, el hombre tenía que merecer la pena. Quería respetar al hombre al que entregara su corazón y asegurarse de que no vendería historias sobre ella o su familia. De momento, ese hombre no había parecido.
Cuando la boca de Gabriel encontró la suya, Alessia se vio envuelta en una sensación tan increíble que le compensó por los cinco años de abstinencia de besos.
Eso sí era un beso…
Alessia cerró los ojos y se envolvió en la embriaguez de una boca que incendiaba sus labios y su piel hasta despertar cada célula de su cuerpo.
Le rodeó el cuello con fuerza, su hambre desatada, y le correspondió con toda la pasión dormida durante años en su interior. La primera caricia de la lengua de Gabriel contra la suya, provocó un calor que podría derretir los huesos, y cuando él deslizó las manos por su espalda, se dio cuenta de que en algún momento se había sentado a horcajadas sobre su regazo.
Alessia no quería pensar, decidió mientras él interrumpía el beso y deslizaba los labios por su cuello mientras las manos le quitaban la camisa del pijama por la cabeza. Si una caricia y un beso podían desatar tanto placer, ella quería perderse.
Por primera vez en su vida quiso olvidar quién era y todo lo que se esperaba de ella por ser la princesa Alessia, y simplemente sentir, porque no sabía que esa sensación podría ser tan increíble.
Una vocecilla en su cabeza sugirió que debería contarle a Gabriel que era virgen…
Pero la apartó.
En cuanto desapareció la camisa del pijama, Gabriel le tomó el rostro entre las manos y la besó con un ardor que le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo. Alessia hundió los dedos en los cabellos negros y gimió cuando la boca de Gabriel atacó su cuello, feliz cuando sus manos la acariciaron mientras tomaba uno de sus pechos con la boca. Cuando la lengua de Gabriel rozó el erguido pezón, Alessia dio un respingo y hundió los dedos aún más en su cabeza. Al moverse ligeramente sintió la dureza presionando contra sus muslos, y el instinto la llevó a hundirse mientras gemía ante las palpitantes sensaciones.
La erección de Gabriel era tal que la barrera de tela que los separaba bastaba para que un hombre llorara de frustración. Jamás la piel de una mujer había sido tan deliciosa, tan suave. Gabriel devoró el otro pecho, unos pechos pequeños y turgentes con oscuros pezones tan apetecibles como la rosada boca.
Él no supo quién de los dos estaba más desesperado. Alessia se hundía sobre él, acunando su cabeza fuertemente contra sus pechos, y al emitir otro de sus gemidos guturales que avivaban el fuego de la erección, solo pudo pensar que necesitaba estar dentro. En un instante la tumbó de espaldas. En un instante ella le rodeó la cintura con las piernas y le agarró el trasero mientras buscaba sus labios para besarlo con una ardiente dulzura tan embriagadora como todo lo demás en ella. Sin despegar los labios, las manos de ambos se deslizaron hacia abajo mientras se deshacían de los pantalones de Gabriel y el pijama de ella. Alessia utilizó los dedos de los pies para bajarle los pantalones hasta las rodillas. La idea de quitárselos fue descartada cuando ella apretó la pelvis contra él y Gabriel sintió su humedad.
Estaba tan ardiente y preparada para él como él para ella.
Alessia volvió a agarrarle el trasero y eso bastó para que el Gabriel le separa las piernas y se hundiera profundamente en el apretado ardor.
La incomodidad fue tan fugaz que ella la ignoró. ¿Cómo podía pensar en otra cosa cuando él estaba llenándola deliciosamente, completamente?
Había visto suficientes escenas de sexo como para saber qué esperar, pero fue mucho más de lo que se había imaginado, y con cada embestida de Gabriel gritó, su mente despegada del cuerpo, un recipiente de éxtasis sensual.
Los gemidos y los gritos de placer de ambos se mezclaron mientras los dedos se hundían en la carne y se deslizaban por los cabellos. Los gemidos se intensificaron a medida que algo ardiente se tensaba más y más en el interior de Alessia.
Gabriel, perdido en una nube de placer, resistió la urgencia de liberarse. Jamás, en sus treinta y cinco años, había experimentado algo así, una capitulación sensorial completa. No era solo estar dentro de Alessia y sentir la increíble estrechez comprimiéndolo, también era el seductor y dulce sabor de su boca, el olor del sexo… Lo volvía loco y no quería que terminara. Le separó más los muslos para penetrarla más profundamente y apartó el rostro del suyo para poder mirar a la mujer tan hermosa como el cuerpo en el que se estaba hundiendo. Gabriel hundió la lengua en su boca de nuevo y oyó el gutural gemido mientras ella seguía apretando, y ya no pudo aguantar más y, con un rugido de éxtasis, se dejó ir.
Gabriel se vistió despacio aprovechando la luz que se filtraba entre las cortinas. Pronto sería de día. Pronto el castillo despertaría, y quería marcharse antes.
Contempló los oscuros cabellos que asomaban sobre las sábanas, pertenecientes a un cuerpo acurrucado debajo. Su corazón se encogió.
Jamás había vivido una noche como esa.
Jamás se había perdido así. Debía estar hechizado. Normalmente, se recomponía de inmediato después del sexo, pero con Alessia el hechizo había permanecido. Había llevado el delicioso cuerpo a su dormitorio y habían hecho el amor de nuevo. La segunda vez mucho más lentamente, pausadamente, explorando cada milímetro de sus cuerpos. El orgasmo había sido tan fuerte como la primera vez y al fin se habían quedado dormidos. Pero al despertar, el hechizo se había roto.
Tenía que marcharse antes de que ella despertara.
Alessia se movió bajo las sábanas y Gabriel contuvo la respiración cuando una sacudida de deseo palpitó en su entrepierna. Cerró los ojos con fuerza. No volvería a esa cama por mucho que lo deseara.
Solo cuando comprobó que estaba todavía dormida, salió de la habitación.
No queriendo ver a ningún miembro de la familia Berruti, sin saber si iba a poder mirarlos a la cara, llamó al chófer, dejó una nota de agradecimiento para la reina Isabella, el rey Julius y el príncipe Amadeo y, diez minutos después, abandonó el castillo.
Incluso antes de abrir los ojos, Alessia se regodeó en la magia de la noche anterior inundando aún su cuerpo.
Por primera vez en su vida, había olvidado posesiones, deber y decoro, y cedido el control a la mujer bajo la piel de la princesa. Todavía sentía el eco de la plenitud palpitando entre sus piernas.
Abrió los ojos sonriendo, esperando encontrar el hermoso rostro de Gabriel sobre la almohada a su lado.
Su lado de la cama estaba vacío.
–¿Gabriel? –Alessia se sentó, tapándose con la sábana.
Saltó de la cama y agarró los pantalones del pijama tirados en el suelo. ¿Cómo habían aparecido allí? Se los puso y se dirigió al cuarto de baño. Llamó a la puerta, pero nada. Al abrirla, descubrió que estaba vacío.
Mientras intentaba contener el frío que llenaba sus venas, se puso el resto de pijama y abandonó el dormitorio sin dejar de llamarlo.
Las dependencias asignadas a Gabriel eran prácticamente idénticas a las suyas. Estaban formadas por un dormitorio con cuarto de baño en suite, una habitación de invitados con su propio cuarto de baño, un salón, un comedor, una sala de visitas y una cocina. Gabriel no estaba por ninguna parte. Ni su ropa.
Las estancias estaban en la segunda planta y unas escaleras de hierro descendían desde el balcón hasta el jardín privado. Alessia bajó descalza por las escaleras.
No había nadie en el jardín.
Con el corazón acelerado, repasó por segunda vez todas las habitaciones, y luego una tercera, llamándolo en un ahogado susurro. Regresó al dormitorio y contempló la cama. Era la primera vez que compartía la cama con otro ser humano. Seguía oliendo a Gabriel. Y ella seguía sintiendo sus caricias sobre la piel.
Aturdida, salió al balcón y miró fijamente el sofá sobre el que había perdido la virginidad. Le temblaban las piernas, aunque consiguió trepar sobre la barandilla y regresar a sus aposentos. Llamó a la gobernanta y preguntó por el negociador que había salvado a los Berruti del desastre.
La respuesta, aunque esperada, la golpeó de lleno.
Gabriel se había marchado.
Sin siquiera dejar una nota de despedida.
Alessia cerró los ojos, sintiendo náuseas. Después de unos ejercicios de respiración, seguía sin sentirse mejor y consideró por un instante llamar a su madre y explicarle que se encontraba enferma y no podría asistir a la fiesta prenupcial de Amadeo y Elsbeth.
Pero no podía faltar a la fiesta. Una princesa no escapaba de los compromisos por algo tan patético como una enfermedad, a no ser que estuviera a las puertas de la muerte, que no era el caso. Aunque se trataba de un asunto privado, los cuidadosamente seleccionados periodistas que asistirían para documentar la velada publicarían las habituales fotos y los vídeos para hacer partícipe al pueblo del evento. La ocasión era decisiva, y no solo porque el heredero al trono presentaría a su prometida. Un evento privado con tanta privacidad como la de los animales del zoo de Londres. Alessia tendría que sonreír y bailar con ese horrible monstruo, el rey Dominic Fernandes de Monte Cleure, para demostrar al mundo que no había resentimientos entre ellos. Esa debía ser la causa de sus náuseas.
Alguien llamó a la puerta.
–Adelante –Alessia abrió los ojos y dibujó una sonrisa ensayada.
Su visitante era su nueva cuñada y Alessia se sintió inmediatamente más animada. Clara era la mujer que Marcelo había rescatado de las garras del rey Dominic. Ese rescate, fotografiado y filtrado al mundo, había iniciado la guerra diplomática entre ambos países. Luego Marcelo y Clara se habían enamorado locamente.
Alessia sintió un agudo dolor en el pecho mientras se preguntaba si algún hombre la miraría a ella como Marcelo miraba a Clara. El dolor se hizo más intenso al recordar el rostro de Gabriel.
No había oído nada de él desde que abandonara la cama en que habían hecho el amor.
Durante días había deambulado incrédula por el palacio. Incrédula por haberse enamorado perdidamente de un hombre al que apenas conocía, tanto y tan rápido que había entregado su virginidad sin pensárselo dos veces. Incrédula porque Gabriel se había marchado sin despedirse después de compartir una noche tan increíble. Incrédula por el persistente silencio de Gabriel.
Y entonces había cometido el error de buscar excusas a su silencio. Tres días después estaba convencida de que alguna emergencia lo había apartado de ella y que se había marchado sin despedirse para permitirle dormir más. También se había convencido de que si no la había llamado era porque no tenía su número personal, y pedírselo s su hermano, a sus padres, o al servicio, generaría demasiadas preguntas. Gabriel sabía que un hombre no podía pedir sin más el teléfono privado de una princesa. Por tanto, decidió terminar con la incertidumbre pidiendo a su secretaria personal que le consiguiera el número de Gabriel.
Contestó una eficiente secretaria y Alessia dejó un mensaje. Durante días esperó ansiosa, el corazón saltando cada vez que sonaba su móvil. Pero no le había devuelto la llamada.
Su orgullo no le permitía decirle a su secretaria que averiguara su número personal, y aunque podría obtenerlo de sus padres o hermano, al fin abrió los ojos y comprendió que era imposible que la secretaría de Gabriel no le hubiera pasado mensaje. Gabriel lo había ignorado.
Se había marchado de su cama deliberadamente sin despertarla.
No había querido llamarla.
A pesar de todo lo compartido, Gabriel no quería volver a verla, y no la consideraba merecedora de una llamada de dos minutos para decírselo.
Alessia había entregado su virginidad a un hombre que la trataba como el revolcón de una noche. Pasadas dos semanas, estaba harta de esperar y sufrir.
Gabriel Serres podía irse al infierno.
–Hola, hermana –saludó Clara, arrancando de Alessia la primera sonrisa en dos semanas–. Estás estupenda. Ese vestido es impresionante. Qué envidia.
–Y lo dices tú –Alessia rio y la abrazó con fuerza. Había elegido un elegante vestido rojo sin tirantes para la fiesta, mientras que Clara llevaba un vestido plateado, estilo toga, que acentuaba un escote por el que Alessia habría dado un riñón–. Estás preciosa.
–Gracias –contestó Clara resplandeciente–. Quiero que el rey Cerdo me vea espectacular. Refrotárselo un poco más.
–¿No te preocupa verlo?
–Si alguien debería preocuparse, es él. Marcelo ha prometido a Amadeo no provocar una escena, y va a matarlo tener que mantener esa promesa. Yo no dejo de recordarle que ya se vengó cuando me rescató.
–¿Amadeo también te pidió que no provocaras una escena?
–Se lo prometí yo voluntariamente. A fin de cuentas, intento ser la princesa perfecta, y la princesa perfecta no lanza una patada de kárate a los invitados en un gran evento social, ¿verdad? –preguntó Clara con gesto de decepción.
–¿Qué tal la luna de miel? –Alessia cambió de tema. Era la primera vez que las dos viejas amigas podían charlar desde el regreso de Clara y Marcelo–. ¿Son las Seychelles tan bonitas como pensabas?
–¡Impresionantes! Aunque no vimos mucho. Pasamos la mayor parte del tiempo en la cama…
–Calla –interrumpió ella antes de que Clara ofreciera más detalles–. Ya me siento bastante mal sin tener que escuchar los detalles de la vida sexual de mi hermano.
–¿Te encuentras mal? –Clara frunció el ceño–. ¿Qué te pasa?
–Llevo un par de días rara. Seguramente algo que comí.
–¿Algún otro síntoma?
–No.
–¿Llevas sujetador con relleno? –Clara la observó detenidamente.
–No. ¿Por qué?
–Te han crecido los pechos. Si no fuera imposible, te preguntaría si estás embarazada.
Un frío ruido blanco llenó la cabeza de Alessia, un frío terror recorrió su piel. Instintivamente, llevó una mano a su barriga y respiró hondo.
–Alessia, ¿estás bien? Has cambiado de color.
La voz de Clara llegaba desde lejos y Alessia tuvo que apoyarse en el tocador cuando la habitación empezó a dar vueltas.
Gabriel observó desapasionadamente desde su habitación del hotel en Roma, mientras se preparaba para reunirse con un nuevo cliente, las imágenes del príncipe Amadeo y lady Elsbeth durante la fiesta prenupcial. Italia, país que compartía idioma y mucha historia cultural con Ceres, estaba encantada con la boda. Las televisiones le habían dedicado una amplia cobertura.
Le habían invitado a la fiesta, pero se había excusado amablemente. No sentía ningún deseo de formar parte de un montaje como el que se estaba televisando.
Su estómago se encogió cuando la cámara enfocó a la estrella, la princesa de Europa, que todos esperaban ver: Alessia. La presión aumentó al verla reír junto a un miembro de la familia real británica antes de que la cámara la enfocara bailando con el rey de Monte Cleure. La sonrisa desmentía lo que él sabía estaría sintiendo Alessia en brazos de un hombre al que odiaba, y Gabriel sintió una punzada de ira contra su familia por obligarla a bailar con él.
–Creo que podemos asegurar que la animosidad entre las dos naciones ya es cosa del pasado –anunciaba un encandilado reportero desde el estudio.
Gabriel apagó el televisor y se pellizcó la nariz.
Se había evitado una guerra comercial y diplomática. Cualquier levantamiento popular contra la familia real de Ceres, culpándolos de la situación y de los efectos económicos que provocaría en el pueblo había sido evitado. Dominic se sentía de nuevo valorado. Todo el mundo era feliz.
Debería ser un momento de satisfacción por un trabajo bien hecho, pero el descontento al volver a ver a Alessia era demasiado fuerte. Gabriel estaba furioso consigo mismo por lo sucedido, y el tiempo no lo había borrado. No era su primer revolcón de una noche, pero sí el único que lamentaba de verdad. El único que no podía borrar de su mente.
No podía borrarla a ella de su mente. Todavía sentía el peso de la excitación en la entrepierna.
Todavía llevaba su número de teléfono en la cartera, desde que había llamado a su oficina. Su corazón había latido tan fuerte cuando su secretaria le había entregado el mensaje de Alessia que no le habría sorprendido que atravesara sus costillas.
El breve mensaje lo invitaba a llamarla. Lo había leído varias veces.
Alessia quería volver a verlo.
Imposible.
Debería haberle devuelto la llamada y excusarse amablemente.
Pero antes debería haberse despedido y explicarle que, por estupenda que hubiera sido la noche, no volvería a repetirse.
Y antes aun, no debería haberse acostado con ella.
Debería haberle devuelto la llamada.
Nunca antes había tratado a una mujer con tanto desprecio. Nunca había reaccionado tan fuertemente por una mujer, ni sentido una reacción tan fuerte por parte de ella. Nunca había perdido la cabeza como con ella.
A pesar de todo, tomó la nota doblada en su cartera y contempló el número que se había aprendido de memoria. Lo que le había impedido devolverle la llamada era precisamente el deseo de llamarla. Veinte segundos de imágenes habían bastado para distraerlo de sus preparativos, como si un tornado hubiese golpeado la habitación del hotel.
Alessia Berruti era una princesa. La mujer más fotografiada de Europa. La antítesis de lo que él buscaba en una compañera. La infancia de Gabriel había sido destrozada por la intrusión de la prensa y no tenía ningún deseo de experimentar de nuevo los focos, bajo ninguna circunstancia. También sería un desastre para su carrera. El anonimato era esencial para su eficacia. Incluso una aventura casual con la princesa, que parecía adorar los focos, provocaría la intrusión de la prensa hasta niveles inimaginables.
Jamás podría volver a ver o hablar con Alessia Berruti.
Debía olvidarla.
Otro estallido de ira lo atravesó y Gabriel aplastó la nota. Antes de arrojarla a la papelera, quizás quemarla, sonó su móvil.
Gabriel rechinó los dientes y respiró hondo. La ira era la más fútil de las emociones, una a la que raramente sucumbía. Había sufrido más ira en las últimas dos semanas que en toda su vida.
Se sobresaltó al ver el nombre del príncipe Amadeo en pantalla.
–Buenos días, Alteza –contestó Gabriel, negándose a que sus emociones se traslucieran en su voz–. Qué inesperado placer. ¿En qué puedo servirle?
–¿Puedes explicarme cómo demonios conseguiste dejar embarazada a mi hermana?
QUÉ aspecto tengo? –preguntó Alessia mirándose al espejo. Había elegido unos pantalones ajustados de color azul, una camisa de manga corta y cuello alto en un tono más claro y un cinturón de raso anudado a la cintura. Se había dejado el cabello suelto, aunque al principio se había hecho un moño, pero Clara le había quitado la idea. Según ella, el pelo suelto enviaba el mensaje de, «verte no me afecta lo más mínimo», que Alessia pretendía.
–Perfecto –Clara la miró de arriba abajo y asintió.
Alessia tragó nerviosamente. Su mundo era un caos, pero siempre podía confiar en su cuñada. Para sobrevivir a la reunión que la volvería a juntar con el hombre que había escapado de su vida sin despedirse, y que determinaría el resto de su vida, necesitaba tener un aspecto lo más perfecto posible. Aunque por dentro estaba hecha una ruina.
El comentario de Clara sobre su posible embarazo había desencadenado todo. Hasta ese momento, Alessia no había asociado el retraso en la regla, los pechos sensibles y las náuseas. Tampoco había registrado que no recordaba que Gabriel utilizara protección.
No supo cómo sobrevivió a la fiesta de Amadeo. Sin Clara a su lado, seguramente no lo habría conseguido. Clara también le había proporcionado la prueba de embarazo, consciente de lo difícil que sería para Alessia comprar una sin levantar sospechas. Después, permaneció sentada, tomándole la mano, mientras esperaban el resultado. Y durante una hora, la abrazó y le acarició los cabellos mientras Alessia sollozaba por el resultado positivo. Desgraciadamente, Clara no sabía mentir y, al regresar a sus aposentos, le había contado todo a Marcelo. Para mayor desgracia, su padre había estado presente.
No hubo tiempo para que Alessia asimilara la situación antes de que toda la familia, y casi todos los empleados del palacio, lo supiera. En dos horas se convocó una reunión familiar de emergencia. Por segunda vez en menos de un mes, Alessia era el tema de la reunión.
Pasado un día, todavía no había aceptado lo sucedido. Su familia había entrado directamente en modo de control de daños, arrastrándola con ellos.
La gélida ira de su madre le había dolido mucho más que la furiosa diatriba de Amadeo.
Se aseguró de nuevo de que las gotas de los ojos que hacían desaparecer mágicamente el enrojecimiento después de tanto llorar seguían funcionando. Tras calzarse unos tacones plateados y perfumarse el cuello y las muñecas, abandonó sus aposentos.
De no ser por su entrenamiento, su primera visión de Gabriel en la sala de reuniones del despacho privado de su madre la habría tumbado de espaldas. El corazón le latía tan fuerte que no podía respirar, pero mantuvo la espalda recta y la cabeza alta mientras se dirigía indiferente a la silla vacía.
Pasara lo que pasara en la reunión, sus ojos permanecerían secos. Era una princesa y no olvidaría su educación. Permanecería regia, aunque la matara.
Y no permitiría que Gabriel supiera que verlo de nuevo le provocaba más náuseas que el embarazo.
Para él no había sido más que un revolcón, rápidamente olvidado.
Sería demasiado humillante que adivinara lo mucho que esa noche la había afectado. Todavía sentía el susurro de sus caricias sobre la piel. Todavía olía su colonia. Todavía se tensaba por dentro al recordar lo maravilloso que había sido hacer el amor con él.
Un empleado le sujetó la silla y ella se sentó, agradeciéndoselo con un gesto de la cabeza y deslizó la mirada por todos los presentes sentados a la mesa: sus padres y dos hermanos, rodeaban a Alessia, y el abogado de la familia se sentaba en un extremo. En el otro extremo estaba Gabriel y una mujer, que ella supuso era su abogada. La única persona a la que no miró a los ojos fue a Gabriel. Había querido hacerlo, pero no había sido capaz. No soportaría ver la expresión en su mirada.
Pero eso no le impidió observar cada detalle de él, desde la impoluta camisa blanca hasta los perfectos cabellos negros en los que tanto le había gustado hundir los dedos.
Alzó la barbilla y apoyó las manos sobre la mesa, rezando para que nadie percibiera el temblor y miró a Amadeo.
–¿Va a aceptar su responsabilidad? –preguntó ella, imitando a su fallecida abuela, que había convertido su regia altivez en arte.
Gabriel había seguido la entrada de Alessia con el corazón en la garganta.
Desde la llamada de Amadeo, sentimientos que no lograba describir se clavaban en sus entrañas. Al cruzar las puertas del castillo, los habituales fotógrafos que montaban guardia quedaron decepcionados ante los cristales tintados de su coche, y las garras de sus entrañas se clavaron un poco más. Si no tenía cuidado, su vida estaba acabada.
La mujer a la que no quería volver a ver estaba embarazada de su hijo y le ponía furioso que tanto Alessia como su familia iban a responsabilizarle a él.
Ambos habían participado por igual, sin utilizar protección. Después de la primera vez, no tenía mucho sentido preguntarse por ello, y lo cierto era que había sido tan maravillosa esa primera vez que había querido experimentarlo de nuevo. Nunca había hecho el amor sin protección. Estaba limpio y asumía que la princesa también, pero ¿desde cuándo concedía el beneficio de la duda a alguien con respecto a su salud sexual? La contracepción era responsabilidad suya y tenía el beneficio añadido de que jamás habría un pequeño Gabriel Serres en el mundo. Se preguntó si no sería el plan de Alessia desde el principio, seducirlo y quedarse embarazada. Porque desde luego no había mencionado que no tomara la píldora. Podría perdonarla por la primera vez que habían hecho el amor, atrapados en la locura, pero permitírselo una segunda vez, sabiendo que nada evitaría un embarazo accidental… No detenerlo cuando todavía había tiempo… Era imperdonable.
Intencionado o no, allí estaba, a punto de negociar por su vida y la de su hijo. Podría insistir en esperar hasta el nacimiento para hacer una prueba de ADN, pero eso solo retrasaría lo inevitable. Ese hijo era suyo, pero si Alessia quería que aceptara las demandas de su familia, más le valdría empezar a mostrarle algo de respeto o haría esperar a la maldita familia hasta el nacimiento para negociar.
Dejó escapar el aire ante el tono de Alessia y su injustificada acusación. No permitiría que se trasluciera ninguna emoción. Necesitaba abordarlo como cualquier negociación.
–Estoy dispuesto a aceptar mi responsabilidad –informó antes de que Amadeo hablara–. Todavía habrá que decidir hasta dónde llega esa responsabilidad, pero sea cual sea el resultado de las negociaciones, me ocuparé de mi hijo y seré un padre para él.
–¿Qué hay que negociar? –preguntó Marcelo furioso–. Has dejado embarazada a mi hermana. Tienes que casarte con ella.
–En realidad no –Gabriel se cruzó de brazos.
–Te aprovechaste de ella –espetó Amadeo.
–¿De una mujer de veintitrés años? –insistió él con desdén.
–Intenta verlo desde nuestra posición –intervino la reina Isabella mientras Alessia se ruborizaba.
–Lo hago –aseguró Gabriel–. Sé que teme que la noticia del embarazo provoque un escándalo que, unido a los más recientes, hundan todavía más su popularidad y aumenten el coro de voces que piden la república para Ceres. ¿Lo he entendido bien?
–Sí –contestó la monarca sin apenas parpadear.
–Entonces, permítame exponer mi postura. Me casaré con su hija, y lo haré para que mi hijo crezca con un padre que priorice su bienestar emocional, en lugar de abandonarlo con una familia que se preocupa más del deber y la percepción pública.
Todos los miembros de la familia real, excepto Alessia, dieron un respingo.
Gabriel no entendía por qué se escandalizaban. A fin de cuentas, Amadeo se casaba para salvar la percepción pública de los Berruti y alejar las peticiones de república. Marcelo, por feliz que pareciera en su matrimonio, se había casado por el mismo motivo. Y Alessia iba a hacerlo también.
–Pero antes de aceptar un matrimonio sin amor, tengo algunas condiciones que deben acordarse por escrito.
–¿Qué condiciones? –preguntó la reina tras un prolongado silencio.
–Que Alessia y yo no vivamos en el castillo. No permitiré que mi propio hogar esté gobernado por el protocolo. Y para que no haya ninguna ambigüedad ni nada sujeto a interpretaciones, seré claro: no seré un empleado de la familia. No asistiré a eventos palaciegos en los que esté la prensa, y eso incluye la boda del príncipe Amadeo. No tendré ningún compromiso real. Nunca haré nada que dañe a su familia, pero viviré alejado de los focos y permaneceré en el anonimato –Gabriel continuó–. Tendré la última palabra con respecto a mi hijo. Alessia y yo lo criaremos como mejor consideremos y no habrá discusiones ni interferencias de ninguno de ustedes.
Alessia al fin le sostuvo la mirada y Gabriel percibió sorpresa y… ¿admiración? Pero desapareció en un segundo, remplazar por una indiferencia que bordeaba el desprecio.
–¿Algo más? –masculló Amadeo.
–Sí. La boda será íntima, y por íntima me refiero a solo con la presencia de la familia directa. Sin invitados, sin fotógrafos, sin prensa. Un simple comunicado cuando esté hecho en el que se expondrá mi intención de vivir como una persona privada. Y eso me lleva a la última condición: solo me casaré con Alessia si tengo la seguridad de que ella está de acuerdo. Les pido a todos que abandonen la sala para poder hablar en privado –Gabriel sostuvo la mirada de Amadeo–. Necesito convencerme de que consiente libremente. Si nos disculpan…
Dudaba que ningún miembro de la familia hubiera sido hablado en esos términos jamás. No estaba siendo provocativo ni irrespetuoso, pero debía mantenerse firme para evitar malentendidos.
La reina fue la primera en reaccionar. Se levantó y lo miró a los ojos.
–De acuerdo, pero ya que has sido tan claro, permíteme serlo también. Amo a mi hija. Te cases con ella o no, la apoyaré. Todos lo haremos. Y capearemos cualquier tormenta como siempre hemos hecho, como una familia.
Con una leve inclinación de la cabeza, hizo una seña a los hombres para que se levantaran. En silencio la siguieron fuera de la sala, los dos príncipes, gigantes al lado de su diminuta madre, acribillando a Gabriel con la mirada. Rápidamente les siguieron los abogados y demás empleados.
Alessia y él quedaron a solas.
Unas dolorosas punzadas en el pecho le dificultaban respirar, pero Gabriel se recompuso e intentó leer el hermoso rostro de la mujer con la que había compartido la mejor noche de su vida.