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El precio de un heredero Michelle Smart El playboy más deseado de Argentina, famoso jugador de polo, multimillonario… ¿padre? En un reino del desierto Caitlin Crews Elegida por conveniencia… y unida a él por el deseo. Novia por contrato Kali Anthony Su venganza solo sería completa… cuando ella luciera su anillo de compromiso. La prometida ideal Pippa Roscoe El compromiso era una mentira… pero su conexión era demasiado verdadera.
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Seitenzahl: 738
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca, n.º 260 - junio 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-734-6.
Créditos
El precio de un heredero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En un reino del desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Novia por contrato
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La prometida ideal
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL RUGIDO de la multitud era ensordecedor y Becky Aldridge, que estaba limpiando mesas en la carpa del club de polo, supuso que Emiliano Delgado, propietario y jugador del equipo Delgado, había marcado un gol.
Eran las últimas semanas de la competición y cada vez que jugaba el equipo Delgado el número de espectadores se triplicaba.
Había empezado a trabajar allí sin saber nada sobre el mundo del polo. Seguía sin saber nada sobre el juego, pero había descubierto muchas cosas sobre la estrella del equipo. Sobre todo, que las mujeres se volvían locas por él.
Mientras llevaba unos vasos sucios a la barra se dio cuenta de que tenía compañía. Dos perros estaban comiendo restos de galletas y patatas fritas que la gente había tirado sobre la hierba.
–¿Jenna?
Su compañera, que debería estar atendiendo el bar con ella, había vuelto a desaparecer, sin duda para ver la semifinal. Jenna era fan de Emiliano Delgado y su fuente de información sobre el guapísimo multimillonario hispano-argentino.
El dueño de los perros no parecía estar por allí y Becky les ofreció unas salchichas, que los animales comieron tan contentos de su mano. Por suerte, llevaban el número de teléfono de su dueño en el collar y, después de ponerles un cuenco de agua, sacó el móvil del bolsillo y dejó un mensaje.
–Hola, me llamo Becky y puede dejar de preocuparse por sus perros porque están conmigo. Trabajo en la carpa grande, la que tiene la lona rosa, de modo que será fácil encontrarme. Pero si se pierde, llámeme. Yo cuidaré de sus perros hasta que venga.
Los dos perros se habían sentado para mirarla. Eran preciosos. El más grande era un golden retriever con carita de bueno, el más pequeño un chucho muy gracioso.
–No os preocupéis –murmuró mientras acariciaba sus orejas–. Seguro que vuestro dueño vendrá enseguida.
Un espectador sediento entró en la carpa y Becky se dirigió a la barra. Los perros estaban tan bien educados que cuando les ordenó que se quedasen en una esquina obedecieron sin rechistar.
Jenna volvió unos segundos antes de que empezase la estampida. El partido había terminado, con el equipo Delgado ganador de la semifinal, y los ruidosos aficionados estaban dispuestos a celebrarlo.
–¿Se puede saber qué hacen aquí estos chuchos?
Becky, que estaba sirviendo cervezas a un ruidoso grupo de hombres, no había visto al antipático gerente de la carpa, pero Mark miraba a los perros como si tuviesen una enfermedad altamente contagiosa.
–Se han perdido –le explicó–. Le he dejado un mensaje al dueño, pero aún no ha venido a buscarlos.
–No pueden estar aquí.
–¿Por qué no?
–Esto no es una guardería canina. Líbrate de ellos.
–Se han perdido, Mark.
–Me da igual. Líbrate de ellos.
–Deja que termine esta ronda y luego saldré de la carpa para esperar al dueño.
–De eso nada. Líbrate de esos chuchos pulgosos y vuelve a trabajar.
–Por favor, Mark, no puedo dejarlos fuera –insistió Becky–. Estoy segura de que el dueño vendrá enseguida…
Mark apretó su brazo y la fulminó con la mirada.
–Si quieres conservar tu trabajo harás lo que te digo…
Un gruñido lo interrumpió. El perro más pequeño se había acercado y, sentado sobre sus patas traseras, le enseñaba los dientes.
La reacción de Mark fue darle una patada. El perro dejó escapar un grito lastimero y Becky, sin pensarlo dos veces, tomó la jarra de cerveza que acababa de llenar y se la tiró a su jefe a la cara.
La carpa se quedó en silencio mientras, rojo hasta la raíz del pelo, Mark se secaba la cara con la manga de la chaqueta.
–Zorra.
Indignada por el despreciable comportamiento de Mark, Becky tomó al perro en brazos.
–Le has dado una patada a un animal indefenso. Eres un monstruo.
–¡Estás despedida!
–Me da igual. Eres un miserable.
Un hombre alto con el uniforme del equipo se abrió paso hasta la barra.
–¿Le has dado una patada a mi perro?
Al reconocerlo, Mark palideció.
–No, no. Yo solo… lo he apartado con el pie –intentó disculparse.
Becky, demasiado angustiada como para fijarse en el famoso Emiliano Delgado, seguía intentando consolar al perrillo.
–Le ha dado una patada. El pobre animal estaba intentando protegerme y este canalla le ha dado una patada.
Emiliano miró a Mark, que parecía haber encogido. Y luego, con tremenda agilidad a pesar de su estatura, saltó por encima de la barra, lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo sacó de la carpa.
Becky corrió tras ellos con el perrillo en brazos y el golden retriever pisándole los talones.
–Debería darte una patada, pero no merece la pena –le espetó Emiliano después de soltarlo con gesto desdeñoso–. Fuera de aquí. Estás despedido.
–No puede… –empezó a protestar Mark.
–He dicho que estás despedido –repitió Emiliano antes de volverse hacia una mujer que se acercaba corriendo–. Y tú también estás despedida, Greta. Te pago para que cuides de Rufus y Barney, pero los has dejado escapar.
La mujer palideció.
–Fue un accidente –intentó explicar.
–Porque no dejas de mirar los pantalones de los jugadores en lugar de cuidar de mis perros. Podría haberles pasado cualquier cosa… podrían haber salido a la carretera. Lo siento, estás despedida.
Becky observaba la conversación, incrédula, mientras el perrillo lamía su cara y el golden retrieveracariciaba su pierna con el morro, como dándole las gracias.
Emiliano Delgado clavó sus ojos castaños en ella durante lo que le pareció una eternidad y después esbozó una sonrisa.
Y qué sonrisa.
Iluminaba todo su rostro y, de repente, entendió por qué Jenna y miles de fans estaban coladitas por él.
–¿Qué vas a hacer el resto del día? –le preguntó Emiliano, tomando al perrillo en brazos.
–Trabajar –respondió ella–. Bueno, debería trabajar, pero no sé si estoy despedida o no.
–Te doy quinientas libras si cuidas de mis chicos.
–¿Qué?
Emiliano volvió a sonreír.
–Tengo que entrenar para la final y acabo de despedir a su cuidadora. ¿Quieres encargarte de mis perros?
Dos meses después
Emiliano leyó la carta escrita a mano por tercera vez antes de guardarla en el bolsillo con gesto airado.
Torciendo el gesto al ver las pesadas nubes que estropeaban un precioso día de verano, se dirigió a los establos, pero Becky no estaba allí.
Como si no fuera suficiente tener que pasar un fin de semana en Monte Cleure con su maquiavélica madre y su odioso hermano.
No había visto a Damián desde el funeral de su padre seis meses antes y, si pudiera salirse con la suya, nunca volvería a verlo, pero Celeste insistía en que ambos acudieran a su famosa fiesta de verano en Monte Cleure, de modo que al día siguiente tendría que soportar su compañía.
Su móvil empezó a sonar y torció el gesto al ver el nombre del veterinario en la pantalla y no el de Becky. Ni siquiera la noticia de que Matilde, una yegua de carreras fabulosa, estaba preñada logró hacerlo sonreír.
Vio a Becky a lo lejos entonces, acercándose con los perros corriendo a su lado, y apresuró el paso.
–¿Qué significa esto? –le espetó, sacando la carta del bolsillo.
Ella puso los ojos en blanco mientras se inclinaba para tomar una pelota del suelo.
–Es una carta de renuncia.
–No la acepto.
–Me marcho, quieras tú o no.
–¿Cómo puedes abandonar a los chicos? Tú sabes que te adoran.
–Y yo a ellos, pero te dije que el trabajo sería temporal.
–¿Cómo voy a encontrar a alguien con tan poco tiempo?
Becky cruzó los brazos sobre su considerable busto y lo miró con una mezcla de impaciencia y exasperación.
–Cuatro semanas no es poco tiempo. Te dije que me iría, que solo podía hacer este trabajo durante tres meses. Escribí la carta de renuncia por cortesía y para recordarte que debías buscar a otra persona. Has tenido tiempo más que suficiente para reemplazarme.
–Pero es que no quiero reemplazarte –protestó Emiliano. En esos dos meses no había tenido que preocuparse ni una sola vez por sus chicos–. Te doblaré el salario.
–No, gracias.
Becky esbozó una de esas sonrisas que lo dejaban sin aliento.
A primera vista, era una chica normal. El día que la conoció llevaba una camisa negra y unos pantalones sin forma, el pelo largo sujeto en una coleta, el rostro libre de maquillaje. Si Greta no hubiera dejado escapar a sus chicos no habría mirado a Becky dos veces. Pero le había ofrecido el trabajo y cuando ella sonrió… ¡zas!
Era preciosa, guapísima. Enormes ojos verdes, nariz diminuta y unos labios gruesos y jugosos que anhelaba besar para saber si eran tan suaves como parecían.
Unos días después la había visto con el pelo suelto, una brillante melena de color castaño rojizo que caía hasta la mitad de la espalda, y tuvo que admitir que no había nada normal en ella. Además, era alegre e ingeniosa y compartía con él su amor por los perros.
Si Becky Aldridge no fuese una empleada, y por lo tanto fruta prohibida, se habría acostado con ella sin pensarlo dos veces. Pero era su empleada y, si se salía con la suya, seguiría siéndolo.
–Puedes doblarme el salario si quieres, pero me iré de todos modos. Empiezo mi nuevo trabajo dentro de seis semanas.
–¿Seis semanas? –repitió Emiliano, indignado–. ¿Entonces por qué quieres irte en menos de un mes?
–Porque antes de empezar tengo que solucionar algunas cosas.
Tenía que encontrar un sitio en el que vivir, por ejemplo. Había apalabrado un apartamento decente cerca del laboratorio, pero además tenía que comprar muebles y asentarse antes de empezar a trabajar.
–Diles que has cambiado de opinión.
Becky hizo una mueca. Pobre Emiliano, pensó. Un niño rico convencido de que podía tener todo lo que quisiera. Sabía que había aceptado el puesto solo durante unos meses, pero estaba convencido de que podría convencerla para que se quedase.
–No voy a cambiar de opinión.
No se había pasado años estudiando para tirarlo todo por la ventana.
El móvil de Emiliano sonó en ese momento y él lo miró como ofendido antes de responder.
Mientras hablaba, la carta de renuncia se le cayó de las manos y, con una sonrisa maliciosa, la aplastó con el tacón de la bota.
Becky puso los ojos en blanco. Había buscado un trabajo temporal para ganar algo de dinero y porque necesitaba darle un respiro a su cerebro. No le gustaba servir copas en el club de polo y cuando Emiliano le ofreció cuidar de sus perros decidió aprovechar la oportunidad, con la condición de que solo sería hasta mediados de septiembre porque a final de mes empezaría a trabajar en un laboratorio.
Ella se había criado con perros y los adoraba. Eran más leales que los seres humanos y cuidar de Rufus y Barney, siempre divertidos y cariñosos, era mejor que lidiar con una pandilla de borrachos.
Trabajar para Emiliano y vivir en una finca como aquella, llena de animales, había sido estupendo. En realidad, él era un jefe estupendo y cuidar de sus perros era más bien una diversión pagada.
Aunque, a pesar de su buen carácter, Emiliano era un hombre muy estricto cuando se trataba de sus animales e igualmente feroz en la cancha de polo.
Becky por fin había empezado a entender el juego e incluso lo disfrutaba. Había algo en Emiliano sobre un caballo, corriendo por la cancha, que capturaba su atención. En fin, la verdad era que Emiliano capturaba su atención hiciese lo que hiciese, pero aunque no hubiese dejado claro que el trabajo era temporal, se marcharía de igual modo.
Alto, fibroso y de hombros anchos, el largo rostro de Emiliano podría haber sido esculpido por Miguel Ángel. Ojos grandes, de color castaño claro, pómulos altos, una boca firme que contrarrestaba con una nariz demasiado larga y un pelo castaño oscuro que no se molestaba en dominar.
Becky entendía que acelerase el pulso de tantas mujeres porque cada día era más difícil controlar su propio pulso. O los celos que provocaban las fans que lo rodeaban a todas horas. Era un mujeriego empedernido y Becky tenía que recordarse constantemente que cuando clavaba en ella sus ojos o esbozaba una de esas irresistibles sonrisas no significaba nada.
Pero eran los sueños lo que más la perturbaba. Sueños de los que despertaba ruborizada y ardiendo. Encontrarse con él después de uno de esos sueños era incomodísimo. Esconder su reacción era cada día más difícil, de modo que cuanto antes se fuese de allí, mejor.
Cuanto antes pusiera su cerebro a trabajar, antes dejaría de pensar en él y su vida volvería a la normalidad.
El humor de Emiliano parecía haber mejorado cuando cortó la comunicación.
–¿Recuerdas el Picasso que no estaba en venta? Pues es mío –anunció, con tono triunfante.
–Enhorabuena.
Además de criador de caballos y famoso jugador de polo, Emiliano tenía gran interés por el arte y había abierto galerías en Londres, Nueva York, Madrid y Buenos Aires, llenándolas con las exquisitas obras que adquiría.
–Deberías abrir una galería en Oxford, así podría ir a verlo.
–¿Por qué en Oxford?
–¿Es que no has leído mi currículo?
Emiliano se cruzó de brazos y la miró con gesto altivo.
–No me hacía falta. Yo sé juzgar a la gente.
Becky sacudió la cabeza.
–Tienes cuatro semanas y sugiero que empieces a buscar a alguien que me reemplace.
–No tengo que hacerlo. Vas a quedarte.
Ella se volvió para mirarlo, caminando de espaldas.
–Estás loco.
–¿Es que no sabes que siempre consigo lo que quiero, bomboncito?
–¿Sabes una cosa? Creo que te haré un favor marchándome.
–¿Por?
–Te lo tienes demasiado creído –respondió Becky, dándole la espalda antes de alejarse con los perros.
VIAJAR en un avión privado era algo que todo el mundo debería experimentar al menos una vez en la vida, pensaba Becky al día siguiente. Viajar en un avión privado con un millonario malhumorado, sin embargo, era algo que uno debería evitar. Ni siquiera Rufus y Barney habían sido capaces de hacer sonreír a Emiliano aquel día.
No sabía por qué visitar a su madre lo ponía de tan mal humor y no quería saberlo. Ya tenía suficientes problemas intentando controlar la absurda atracción que sentía por él como para añadir asuntos personales, de modo que se puso los cascos y cerró los ojos.
Cuando aterrizaron y Emiliano bajó del avión como si intentase aplastar algo con los pies, Becky se mordió la lengua para no preguntar. Sus infrecuentes momentos de mal humor no solían durar tanto.
Una brillante limusina negra los esperaba en el aeropuerto de Monte Cleure, un diminuto principado entre Francia y España solo para ricos.
Media hora después llegaron a una amplia finca rodeada de fabulosos jardines. Becky se quedó maravillada al ver los muros de color amarillo pálido y el tejado de terracota bajo un cielo limpio de nubes.
–Te dejaré con los chicos en una de las casitas para invitados –dijo Emiliano, sin mirarla–. A mi madre no le gustan los perros.
El conductor detuvo la limusina frente una casita de una sola planta en medio de lo que parecía un bosque.
–Muy bonita –comentó Becky.
–Aquí estarás cómoda. Pero si algo no te gusta, solo tienes que decirlo y lo arreglaremos.
–No creo que vaya a quejarme.
–Puedes pasear por la finca con los chicos, pero lleva el pasaporte contigo. Hay un ejército de guardias de seguridad patrullando la finca.
–¿Van armados?
–Sí.
El conductor abrió la puerta de la limusina.
–Haré lo posible para que no me peguen un tiro –bromeó Becky mientras bajaba del coche, con los perros detrás.
–Chau, bomboncito.
–Hasta luego –respondió ella.
Mientras la limusina se alejaba, Becky se preguntó de nuevo por qué visitar a su madre lo ponía de tan mal humor.
Emiliano saludó a la viuda alegre, su madre, Celeste, dando un beso al aire como era la costumbre desde que era niño.
–¿No has traído a tu conquista del momento? –le preguntó ella mientras paseaban por el jardín.
Por alguna razón, Emiliano pensó de inmediato en la mujer que cuidaba a sus perros.
–No, esta vez no.
–Ah, qué pena. ¿Y por qué no?
–He estado muy ocupado últimamente. No he salido con nadie.
Era cierto. No había salido con nadie en dos meses. Había perdido interés por las mujeres que solían revolotear a su alrededor como avispas sobre un tarro de miel y no sabía por qué.
–¿Ya has pensado lo que vas a hacer cuando te hagas cargo del grupo Delgado?
–¿Por qué? El testamento de Eduardo aún podría aparecer.
Eduardo, su padre adoptivo, había muerto casi seis meses antes. El día del funeral, su hermanastro, Damián, había descubierto que el testamento y otros documentos importantes habían desaparecido de la caja fuerte. Y, sin duda, lo creía responsable del robo de un documento que ponía el grupo Delgado en sus manos.
Si no encontraban el testamento en las próximas tres semanas, según las arcaicas leyes de Monte Cleure, el hijo mayor lo heredaría todo. Él era el hijo mayor, de modo que heredaría la multimillonaria empresa que le había sido prometida a Damián y en la que su hermanastro había trabajado durante toda su vida.
–Podría ser –asintió su madre–. Pero si no aparece, el imperio de tu padre te pertenecerá a ti.
Emiliano apretó los labios para no decir: «Eduardo no era mi padre». Su verdadero padre había sido un jugador de polo argentino que murió cuando él acababa de nacer.
Un año después, Celeste se había casado con Eduardo Delgado, que lo había adoptado y le había dado su apellido, pero nunca su cariño o su aprobación.
Su única utilidad había sido demostrar que Celeste aún era fértil. Eduardo necesitaba un heredero y lo había encontrado en Damián.
Que el hijo no querido pudiese heredar toda su fortuna era casi de risa. Sobre todo, porque los meses que había trabajado en el grupo Delgado una década antes habían terminado en disputas y recriminaciones.
Él no tenía el menor interés por el mundo de las altas finanzas y solo había aceptado el trabajo por Celeste. Un error terrible. De niño adoraba a su madre, pero un día había descubierto quién era Celeste en realidad: una bruja narcisista.
Pero, aunque era difícil sentir afecto por ella, seguía siendo su madre, su propia sangre.
–No lo quiero –dijo Emiliano.
–¿Y qué vas a hacer, darle la dirección del grupo Delgado a Damián? –replicó su madre, irónica.
Él esbozó una amarga sonrisa. Su relación con Celeste era complicada, pero la relación con Damián era muy sencilla: se odiaban mutuamente.
No habían intercambiado una palabra en casi una década, pero tenían que sufrir la compañía del otro en la fiesta anual de su madre y Emiliano aprovechaba para irritar a su hermanastro llevando a alguna mujer ligera de ropa y de cascos.
Damián, como su padre, siempre había pensado lo peor de él y demostrar que tenía razón le producía un perverso placer.
–No sé lo que haré.
¿Quemar la empresa, arruinarla? Era una posibilidad.
–Sé que estás muy ocupado con tus establos –empezó a decir Celeste, como si tuviese un par de caballos y no unos establos famosos en todo el mundo–. Pero yo tengo experiencia en todos los aspectos del grupo Delgado. Si crees que dirigir la empresa sería demasiado para ti, estoy dispuesta a hacerlo yo misma. En tu nombre, por supuesto.
Emiliano había esperado esa conversación. Celeste ansiaba poder en todos los aspectos de la vida y no le sorprendería que tuviese algo que ver con la desaparición del testamento de Eduardo. Si lo encontraban, Damián llevaría las riendas del grupo Delgado y Celeste quedaría excluida para siempre.
–Esta es una conversación para otro momento –le dijo–. ¿Ha llegado Damián?
–Su avión acaba de aterrizar. Al parecer, ha venido con una amiga.
–¿Ah, sí? Entonces debe ser algo serio.
Damián no había presentado a ninguna mujer en quince años. Seguramente temía que Celeste las asustase.
–No lo sé, pero sé amable con ella. Por cierto, comeremos en el jardín. Y no traigas a esos chuchos –le advirtió su madre.
Emiliano respondió con una sonrisa. Esa advertencia era un reto irresistible.
Emiliano intentaba ponerse la corbata de lazo con gesto malhumorado. Odiaba llevar traje de chaqueta y el esmoquin era lo peor.
Aunque normalmente, disfrutaba de la fiesta de verano de Celeste porque la lista de invitados siempre incluía a los más ricos, famosos y excéntricos del mundo, que se soltaban el pelo y bebían hasta caer borrachos.
Pero ese fin de semana no había sido divertido y sospechaba que la fiesta tampoco lo sería. Todo era como había sido siempre cuando se reunía la familia: Celeste haciendo el papel de gran sacerdotisa, Damián irritado, Emiliano encontrando diversión en el enojo de su hermanastro.
Se ignoraban de forma deliberada y no hacían el menor esfuerzo para disimular, pero la tensión entre ellos parecía diferente en esa ocasión. Las sospechas y la desconfianza subrayaban cada gesto, dejándolo con un sabor amargo en la boca.
Por impulso, Emiliano sacó el móvil del bolsillo para llamar a Becky.
–¿Dónde estás? –le preguntó.
–Paseando a los chicos e intentando que los guardias de tu madre no me peguen un tiro.
–¿Volverás pronto a la casa?
–Lo dudo. Estamos a varios kilómetros. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
Emiliano tenía una extraña premonición. Sí, pasaba algo, pero no sabía qué.
–Había pensado ir a verlos antes de emborracharme y abochornar a mi familia en la fiesta.
La risa de Becky era música para sus oídos.
–Imagino que estaremos de vuelta en media hora.
–No te preocupes. Te veré… veré a los chicos por la mañana. Que lo pases bien.
–Lo mismo digo. Disfruta de la fiesta.
–Lo intentaré.
Emiliano guardó el móvil en el bolsillo y tomó un trago de whisky, imaginando a Becky con un vestido ajustado. Aunque, en realidad, nunca la había visto con un vestido o una falda.
De hecho, no le había visto las piernas porque siempre llevaba vaqueros, pero tenía una figura fabulosa. Un busto amplio y un trasero que llenaba los vaqueros a las mil maravillas.
Seguía pensando en eso cuando los invitados empezaron a llegar. Casi ninguna de las invitadas tenía curvas de ningún tipo o las tenían gracias a un cirujano. Allí había relleno para llenar una piscina, pensó, burlón.
Becky, sin duda, pronto tendría arruguitas de expresión alrededor de la boca y los ojos. Y estaba seguro de que no se pondría Botox.
Si pudiera salirse con la suya, Becky Aldridge seguiría en su vida, y en la vida de sus perros, el tiempo suficiente como para comprobarlo.
En cuanto terminase la fiesta retomaría la importante tarea de convencerla para que se quedase. Ella fingía que el dinero no le importaba, pero todo el mundo tenía un precio.
¿Por qué dejar un puesto bien pagado y con montones de beneficios por un trabajo en hostelería?
–¡Emiliano!
El grito interrumpió sus pensamientos y, haciendo una mueca, Emiliano se volvió hacia Kylie, una frívola heredera inglesa que se dirigía hacia él tambaleándose sobre unos tacones tan altos que podrían ser calificados como zancos.
Cuando le echó los flacos brazos al cuello el olor de su empalagoso perfume le produjo arcadas.
–Qué malo eres –lo regañó–. Dijiste que me llamarías.
Emiliano sonrió mientras apartaba los brazos de su cuello.
–Perdóname. He estado muy ocupado.
Kylie se había unido a la fiesta del equipo cuando ganaron la semifinal y recordaba vagamente haber prometido invitarla a cenar cuando terminase la competición, pero se había olvidado de ella inmediatamente.
¿Por qué?, se preguntó. Kylie era su tipo de mujer: guapa, rubia, de piernas largas y con pocas neuronas.
O había sido así desde Adriana, una mujer bendecida con una tremenda inteligencia. Una pena que también hubiera sido bendecida con una naturaleza engañosa y delictiva, algo que había descubierto demasiado tarde y que había provocado un desastre.
Mientras Kylie seguía hablando, Emiliano vio a su hermano a unos metros. Parecía extrañamente agitado.
¿Qué le pasaba? Estaba raro desde el día anterior. Ocurría algo, estaba seguro. Lo intuía.
¿Y qué hacía con una mujer como Mia? La joven británica que Damián había llevado a la fiesta era una chica muy simpática, pero Emiliano había notado algo raro entre ellos y tenía el presentimiento de que estaba a punto de pasar algo.
Algo malo.
Los ladridos de los perros despertaron a Becky a medianoche. Alguien estaba llamando a la puerta.
Medio dormida, se puso un albornoz a toda prisa y se dirigió a la puerta, intentando no pisar a los perros.
–¡Ya voy! –gritó, sabiendo que era Emiliano quien golpeaba la puerta, probablemente borracho.
Solía aparecer en su casa en la finca después de una noche de juerga con sus amigos solo para ver a los perros.
Abrió la puerta a toda prisa, pero el reproche que tenía en la punta de la lengua murió al ver la expresión angustiada de Emiliano.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó, dando un paso atrás.
Él entró en el salón sin responder y se dejó caer sobre el sofá. Apenas levantó una mano para acariciar a sus perros.
–¿Emiliano?
Él la miró con expresión angustiada, pero no dijo una palabra.
Por fin, sentándose a su lado, Becky tomó su mano. Estaba helada. La chaqueta del esmoquin estaba mojada y le llegó un olor a cloro.
¿Se había tirado a la piscina con la ropa puesta?
Y luego notó las marcas rojas en los nudillos. ¿Se había peleado con alguien?
–Dúchate. Tienes que entrar en calor.
Emiliano cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Becky nunca lo había visto así y, sin saber qué hacer, empezó a dar palmaditas en sus manos heladas. Le gustaría llevárselas a los labios y soplar para que entrase en calor, como solía hacer su madre cuando era pequeña… y cuando era una madre de verdad.
–Voy a hacerte un chocolate caliente.
Cuando entró en la cocina para calentar agua oyó el ruido de las aspas de un helicóptero. ¿Aún no era medianoche y los invitados ya se iban? ¿Qué diantres había pasado en la fiesta?
Emiliano no estaba en el salón cuando volvió con el chocolate, pero enseguida oyó el ruido de la ducha. Pero él no tenía ropa allí para cambiarse y ella no tenía nada de su talla.
Suspirando, se quitó el albornoz y, después de llamar a la puerta del baño, le gritó que lo dejaba allí.
Unos minutos después, Emiliano volvió al salón envuelto en el albornoz azul de algodón. A ella le caía hasta la mitad de la pierna, a Emiliano por la mitad del muslo.
Cualquier otro hombre tendría un aspecto ridículo, pero a él le daba un aspecto aún más sexy y Becky tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de esas piernas tan musculosas y morenas.
–¿Puedo dormir aquí esta noche?
Si no hubiese intuido ya que ocurría algo terrible, lo habría sabido en ese momento. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no quería volver a la villa?
–Sí, claro.
–Solo necesito apoyar la cabeza sobre una almohada durante un par de horas.
–Quédate el tiempo que quieras. Voy a hacer la cama en la otra habitación.
Emiliano se limitó a asentir con la cabeza.
La casita en la que se alojaba tenía dos dormitorios, pero solo una de las camas estaba hecha. Encontró un juego de sábanas en un armario, pero no había más almohadas, de modo que tomó la de su cama y lo llevó todo a la habitación. Después de hacer la cama volvió al salón y encontró a Emiliano mirando por la ventana, con la taza de chocolate en la mano.
–He hecho la cama –dijo en voz baja–. ¿Estás bien?
Él se volvió para mirarla, parpadeando como si acabase de despertar de un sueño.
Se le rompía el corazón de verlo así. Le gustaría abrazarlo, consolarlo. No entendía qué podía haber pasado para provocar tal desolación.
–Duerme un rato –susurró–. Yo también me voy a la cama.
Él no dijo nada, pero notó que la seguía con la mirada mientras salía del salón.
No dejaba de darle vueltas a lo que había pasado y, antes de quedarse dormida, su último pensamiento fue para Emiliano. Como había ocurrido cada noche desde el día que lo conoció.
Becky durmió profundamente hasta que unos gritos de angustia la despertaron.
EMILIANO, despierta.
Emiliano dio un respingo. Estaba temblando y tenía la piel de gallina. Sentía como si sus entrañas se hubieran convertido en un bloque de hielo.
Sentada al borde de la cama, en la oscura habitación, estaba Becky.
Emiliano intentó respirar. No había tenido una pesadilla desde que era niño, pero estaba viviendo una horrible. Y la bruja de los cuentos era su propia madre.
Celeste era una asesina.
–Sigues helado –murmuró Becky–. Voy a buscar una manta.
Cuando salió de la habitación, dejándolo solo en la oscuridad, Emiliano no se atrevía a cerrar los ojos. No podría soportar otra pesadilla. Y tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes.
Becky volvió en unos segundos y, después de cubrirlo con un edredón, le pidió que se apartase un poco. El colchón apenas se hundió cuando se tumbó a su lado y lo envolvió en sus brazos.
Lo abrazaba con fuerza, con ternura, calentándolo con su aliento.
Emiliano apoyó la mejilla sobre su cabeza y le devolvió el abrazo. El suave aroma de su champú y el sedoso pelo le servían de consuelo.
Poco a poco, bajo el tierno abrazo de Becky, empezó a entrar en calor. La neblina que había embotado su cerebro se diluía lentamente.
Recordaba haber intentado pasarlo bien en la fiesta. Incluso se había tirado vestido a la piscina para animar el ambiente. Recordaba haber entrado en la casa para cambiarse de ropa y haberse encontrado con su hermano en el pasillo. Recordaba la prueba incriminatoria que Damián le había mostrado sobre el crimen de su madre.
Recordaba la agonía cuando Damián le preguntó si había tenido algo que ver con aquel abominable acto y el dolor en los nudillos cuando golpeó la pared era un recordatorio de lo cerca que habían estado de pelearse.
Pero se habían unido como hermanos por primera vez en la vida para enfrentarse a su diabólica madre.
Recordaba que Damián y él habían echado a los invitados de la fiesta, pero para entonces todo le daba igual.
Apenas recordaba haber ido a la casa. Había escapado para estar con Becky.
¿Por qué?, se preguntó.
Notó que ella deslizaba las manos por su espalda, pero las apartó inmediatamente.
–¿Estás desnudo?
–Lo siento –murmuró él.
Había olvidado que estaba desnudo. Y tampoco se había dado cuenta de que las caricias de Becky lo habían excitado.
–No pasa nada –dijo ella, apartándose.
Sí pasaba, pensó, intentando respirar. Había sido un error meterse en la cama con un hombre que la afectaba tanto. Había querido ayudarlo, hacerlo entrar en calor y calmarlo después de la pesadilla que lo había atormentado.
Pero ahora se encontraba compartiendo una cama diminuta con un hombre desnudo y el aroma de su piel estaba provocando todo tipo de extrañas reacciones en su cuerpo.
Sentía una excitación que era nueva para ella, un burbujeo en su interior, un cosquilleo en los pechos, apretados contra el torso masculino…
–Lo siento –repitió Emiliano, antes de darse la vuelta.
Sin aliento, Becky también se dio la vuelta, pero la cama era tan pequeña que seguían pegados el uno al otro.
Pero era evidente que había ocurrido algo terrible esa noche y no quería dejarlo en ese estado. Aún podía escuchar sus gritos de angustia.
¿Qué podía haber pasado?
Becky se cubrió con el edredón y cerró los ojos, temblando de deseo. Su corazón latía con tal fuerza que retumbaba en sus oídos. Cuánto tiempo estuvieron así, inmóviles, sin apenas respirar, no tenía ni idea, pero se obligó a permanecer inmóvil como una estatua para no rozarlo, aterrada de hacer algo que lamentaría después.
Se sentía profundamente atraída por él, pero no quería ser una más en una larga lista de conquistas. Ninguna mujer cuerda querría eso.
Su atracción por él había sido aparente desde el principio y, por eso, había impuesto cierta distancia entre ellos. Emiliano había hecho lo mismo; una línea invisible que ninguno de los dos se había saltado nunca.
Pero esa línea se había borrado y Becky no podía respirar. Nunca había sido tan consciente de la mecánica de su cuerpo: los violentos latidos de su corazón, el peso de sus pechos, ese calor húmedo en la pelvis…
Emiliano intentaba dormir. Le había dado la espalda a Becky y no quería pensar en lo que había ocurrido esa noche, pero sus sentidos estaban más despiertos que nunca.
¿Cómo diantres había terminado desnudo en la cama con ella?
Él no mantenía relaciones con sus empleadas, por guapas que fueran, y Becky nunca había coqueteado con él, ni siquiera había sonreído nunca de forma sugerente. Aunque verla cada día con esos vaqueros ajustados que acariciaban sus fabulosas curvas pondría a prueba a un santo.
Ahora estaba desnudo a su lado y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dar rienda suelta a un deseo que había mantenido controlado durante dos meses. Todo su cuerpo ardía y los latidos de su corazón eran frenéticos.
El pelo de Becky rozaba su espalda, los mechones como lazos de seda acariciando su piel.
Era una tortura.
Tenía que irse de allí inmediatamente. Ponerse la ropa, aunque estuviese mojada, y llevarse a los perros a la villa.
Apretando los dientes, Emiliano se sentó de golpe y apartó el edredón.
–Tengo que irme.
Becky se incorporó también. Aunque estaban a oscuras, podía ver la rígida espalda de Emiliano.
«Deja que se vaya. Cierra los ojos y duérmete».
Pero el incendio que se extendía por su pelvis le dijo que dormir sería imposible. Por primera vez en su vida estaba atrapada en las garras del deseo.
–Emiliano…
Él giró la cabeza para mirarla y su corazón se aceleró aún más. Su expresión era tensa, sus fosas nasales abriéndose y cerrándose como si no pudiera respirar.
La miró en silencio durante lo que le pareció una eternidad y luego, de repente, se inclinó para apoderarse de sus labios.
El beso la tomó por sorpresa y Becky no tuvo tiempo de apartarse. Aunque no se habría apartado de ningún modo, pensó, mientras abría los labios para él, sus sentidos enloquecidos.
En unos segundos, estaba tumbada de espaldas bajo el duro y musculoso cuerpo de Emiliano. Él la miró a los ojos un momento, como pidiendo permiso, antes de que sus bocas se encontrasen de nuevo en un beso tan intenso que Becky dejó de pensar.
Por primera vez en su vida no quería pensar. Solo quería sentir. Quería sentirlo… todo.
Pasaba las avariciosas manos por el pelo de Emiliano, por su cuello, por su torso, explorando todo lo que podía tocar mientras él hacía lo mismo y con la misma urgencia.
Sin decir nada, él le quitó la camiseta y Becky aplastó sus pechos desnudos contra el torso masculino. El embriagador roce de su piel la hacía suspirar de placer y lo oyó murmurar algo ininteligible mientras deslizaba una mano por sus bragas y la tocaba donde ningún hombre la había tocado nunca.
El incendio crecía con cada beso, con cada caricia, hasta que no era más que una masa de lava derretida. Los latidos que había experimentado algunas noches en la soledad de su cama, cuando fantaseaba con Emiliano, se habían magnificado hasta convertirse en una palpitación urgente.
Cada vez que la rozaba con su erguido y duro miembro, el latido se convertía en un espasmo de deseo y se apretó contra él con todas sus fuerzas, como drogada por las caricias de Emiliano.
Él tiró de sus bragas, dejándola desnuda y borracha de sensaciones. Nada importaba salvo aquello, aquella ansia, aquel deseo insaciable.
Sus piernas se abrieron como por voluntad propia mientras sus lenguas se entrelazaban en un mareante baile y entonces, con una profunda embestida, Emiliano se enterró en ella. Becky lanzó un grito, pero si hubo dolor, no se dio cuenta.
Emiliano estaba dentro de ella, llenándola, y era maravilloso. Y, a juzgar por el estrangulado gemido que escapó de sus labios, el placer era compartido.
Enredando las piernas en su espalda, Becky cerró los ojos y se sometió enteramente a la intensidad del encuentro.
Emiliano la poseía, apretando la pelvis contra ella, clavándose en ella. Y Becky respondía por instinto, dejando que su cuerpo la guiase. Las palpitaciones eran cada vez más insistentes, como buscando una meta…
Algo se rompió en su interior entonces. Algo que desencadenó una marea de inimaginable placer, como un tren desbocado por su sangre, sus huesos, su carne. Algo tan poderoso que arqueó la espalda mientras un gemido salvaje escapaba de su garganta.
Emiliano le hablaba al oído, pero su voz era un eco distante hasta que sus embestidas se volvieron más fieras, más urgentes. Y entonces pronunció su nombre mientras empujaba con tal fuerza que sus cuerpos parecían haberse convertido en uno solo.
Lo primero que penetró la niebla en el cerebro de Emiliano fueron los salvajes latidos de su corazón. Nunca había latido con tal fuerza, como si quisiera escapar de su pecho.
Lo segundo, los fuertes latidos del corazón de Becky, que jadeaba como él, apenas capaz de llevar oxígeno a sus pulmones.
Lo tercero, que seguía profundamente enterrado en ella.
El aroma de Becky llenaba sus sentidos y sus entrañas se encogían por la fuerza del orgasmo.
Fue entonces cuando recuperó la cordura y se apartó bruscamente. Saltando de la cama, se pasó una mano por el pelo, mascullando palabrotas en varios idiomas.
–Esto no debería haber pasado –dijo cuando por fin se calmó un poco.
La mujer con la que acababa de hacer el amor no respondió.
Y él ni siquiera podía mirarla. ¿Qué había hecho?
¿Y qué lo había empujado a ir a su casa? Si solo quería ver a sus perros, ¿por qué no se los había llevado a la villa? Su madre ya no estaba allí. Había escapado en el helicóptero de un amigo.
Se sentía enfermo. La rabia y las recriminaciones lo volvían loco.
–Dime que tomas la píldora –le espetó.
La respuesta de Becky fue el silencio y se le encogió el estómago.
Nunca en toda su vida había olvidado usar un preservativo. Nunca había perdido el control como lo había perdido con ella.
Y nunca se había odiado a sí mismo tanto como en ese momento.
Maldita fuera.
–¿En qué momento de tu ciclo estás? –le preguntó.
Sabía que estaba portándose de modo deplorable, pero era incapaz de parar. Sentía como si hubiera caído en un pozo de arenas movedizas y tenía que luchar para no ser tragado.
Becky dio un respingo.
–Creo que es mejor que te marches –le dijo, con tono cortante.
Un tono que jamás hubiera imaginado escuchar de unos labios tan suaves. Unos labios dulces y jugosos como el malvavisco. Una tentación, incluso en ese momento.
–No te preocupes, me voy. Solo dime si debo preocuparme.
Becky solo quería hacerse una bola y llorar hasta el amanecer. La experiencia más increíble de su vida había sido destruida por completo. La actitud beligerante de Emiliano hacía que quisiera meterse en la ducha y borrar la huella de sus manos.
Si hubiera fantaseado con aquel momento alguna vez, habría imaginado a Emiliano bromeando. Sin hacer ninguna promesa, pero tampoco recriminaciones. Posiblemente haciéndole un guiño y lanzándole un beso antes de despedirse.
–No tienes nada de qué preocuparte –le dijo, tomando la camiseta del suelo.
–Si haber olvidado ponerme un preservativo da como resultado un embarazo, es un problema. ¿Debo preocuparme o no?
Becky se habría reído si no tuviese tantas ganas de llorar. Su ciclo menstrual siempre había sido tan regular como un reloj y estaba en el momento del mes cuando los signos de fertilidad se hacían notar: pechos sensibles, un ligero aumento de la temperatura…
Tal vez era por eso por lo que había sido tan receptiva, pensó. No había sido tanto Emiliano sino una parte primitiva de ella actuando como dictaba la naturaleza.
–Preocúpate todo lo que quieras –respondió por fin mientras se ponía la camiseta y saltaba de la cama–. Voy a darme una ducha y espero que te hayas ido cuando salga.
Sus ojos se encontraron durante un segundo, tiempo suficiente para que se le encogiera el corazón antes de salir del dormitorio.
En el suelo del baño vio su ropa mojada y, conteniendo el aliento, la tiró al pasillo antes de cerrar la puerta.
Temblando, se quitó la camiseta, pero evitó mirarse al espejo. No quería ver su reflejo en ese momento.
Emiliano no sabía qué hacer. Se sentía peor que nunca y lo único que quería era meterse en la cama y dormir durante un año, esperando que, al despertar, todo aquello hubiera sido una pesadilla.
Se levantó de un salto. De repente, era imperativo irse de allí antes de que Becky saliera de la ducha.
Recordaba vagamente haber dejado su ropa en el baño. Daba igual. Si era necesario, volvería a la villa envuelto en el edredón.
Antes de salir de la habitación se detuvo abruptamente y miró alrededor por última vez…
¿Qué era eso en la sábana?
Emiliano se acercó con precaución, como si fuera algo que pudiese saltar y clavar los venenosos dientes en su cuello.
Pero al ver lo que era y entender lo que significaba el mundo empezó a dar vueltas.
Ojalá hubiera sido algo venenoso, pensó.
En la sábana había una mancha de sangre.
BECKY estaba tomando su tercer café cuando un golpe en la puerta anunció la llegada de Emiliano.
Mientras hacía la maleta se había preguntado si debía marcharse sin despedirse de él. Buscar a alguien que la llevase al aeropuerto y escapar de allí. Cualquier cosa mejor que verlo a la luz del día.
Pero no podía irse sin despedirse de Rufus y Barney y tampoco podía dejar a Emiliano sin cuidador.
Tenía que enfrentarse con él. Solo cuatro semanas más, se dijo. No, tres semanas y media.
Con el corazón acelerado, tomó aire antes de levantarse del sofá.
Emiliano estaba en el porche, con sombra de barba, los ojos hinchados y el pelo mojado como si acabase de salir de la ducha. Los vaqueros oscuros y la camiseta blanca acentuaban su fabuloso físico.
Becky se vio asaltada por los recuerdos de ese cuerpo desnudo enredado con el suyo…
Maldito fuese su corazón por aumentar sus latidos al verlo. Maldito su pulso por acelerarse al mirarlo a los ojos. Y maldito fuese él por despertar sus sentidos, aunque parecía como si no hubiera pegado ojo desde que se fue de allí.
Becky tampoco había dormido y sabía que debía notarse en su cara.
La torpeza del primer contacto fue aliviada por Rufus y Barney, que entraron a la carrera, moviendo alegremente la cola, ajenos a la tensión que había entre sus dos humanos favoritos.
Sin decir una palabra, Becky dio un paso atrás y Emiliano entró en la casa.
–¿Nos vamos ya?
–No –respondió él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón–. Tenemos que quedarnos unos días más. Tal vez una semana.
Becky se encogió de hombros. No pensaba preguntarle por qué.
Emiliano señaló la cafetera.
–¿Puedo?
–Como quieras.
Él se sirvió un café mientras Becky salía al jardincillo para respirar aire fresco. Eso era mejor que respirar el aroma de Emiliano recién duchado, pero él la siguió un minuto después.
Solo eran las nueve de la mañana, pero el cielo era de un azul brillante y en unas horas el calor sería insoportable.
–Sobre lo que pasó anoche… –empezó a decir.
–No quiero hablar de ello –lo interrumpió Becky–. Ocurrió y ya está, pero no volverá a ocurrir.
Le gustaría pensar que no había ocurrido, pero aún podía sentir las marcas de sus dedos y tenía que hacer un esfuerzo para no mirarlo, aterrada de los sentimientos que experimentaba cada vez que se encontraba con su mirada, aterrada de la emoción que sentía cada vez que estaban cerca.
–Podrías estar embarazada.
Ella tragó saliva. Eso era algo en lo que no había querido pensar.
La naturaleza no podía ser tan cruel, ¿no?
Recordaba a un chico del colegio diciéndole solemnemente a las chicas que no podían quedarse embarazadas si «lo hacían» de pie o si era la primera vez.
Becky le había preguntado a su madre, que seguía siendo entonces una madre cariñosa, y ella había sonreído de oreja a oreja.
–Cariño, no creas nada de lo que diga un hombre sobre los anticonceptivos. Ocúpate de eso tú misma.
Recordar la ternura de una mujer que recientemente la había apartado de su vida fue como echar sal sobre una herida abierta. No, no iba a pensar en su madre.
Siempre había creído que cuando conociese al hombre de su vida irían despacio. Sería una relación seria y se lo tomarían con calma. Su primera vez sería algo planeado. Había creído que tendría tiempo de protegerse a sí misma.
Pero ahora, a pesar de todo lo que había aprendido sobre el cuerpo humano, tenía que rezar para que el chico del colegio estuviese en lo cierto.
Necesitaba intervención divina.
–Si crees en las oraciones, sugiero que reces –le dijo.
Emiliano murmuró algo que sonaba como una palabrota.
–Lo siento, bomboncito.
Becky apretó los dientes. Siempre le había gustado que la llamase de ese modo, pero eso era antes. Ahora, el apelativo cariñoso que seguramente habría usado con cientos de mujeres era otro recordatorio de que Emiliano era un mujeriego y ella una tonta.
–No me llames así. Y no tienes que disculparte. Fue culpa de los dos.
–Pero cómo te hablé después… –Emiliano tomó aire–. Me porté como un idiota, un grosero.
–Totalmente de acuerdo.
–Lo que pasó anoche…
–No quiero hablar de ello –lo interrumpió Becky, parpadeando rápidamente para contener las lágrimas–. Yo ya lo he apartado de mi mente y sugiero que tú hagas lo mismo. Si estoy embarazada, tendremos que afrontarlo, pero hasta entonces prefiero que no vuelvas a hablar de ello.
–¿Eras virgen?
–He dicho que no quiero hablar de ello –respondió ella, mortificada.
–Muy bien, pero antes responde a mi pregunta –insistió Emiliano.
–¿Qué importa eso?
–Claro que importa.
–¿Por qué?
Becky intentaba contener sus contradictorias emociones: miedo, ira, humillación, desesperación y, la peor de todas, atracción. Una atracción tan potente que si la tocase en ese momento se derretiría.
Sabía que esa noche la había cambiado, que hacer el amor con él lo había puesto todo patas arriba, pero en cuanto a Emiliano…
Sin duda tardaría poco en olvidar su nombre.
–¿Por qué tiene importancia cuando nunca la ha tenido en tus relaciones con otras mujeres? –le espetó, levantando la voz para esconder su angustia–. Te acuestas con ellas y las dejas al día siguiente.
Emiliano apretó los labios. Desde que dejó a Becky por la noche no había podido conciliar el sueño. Los recuerdos del explosivo encuentro tan potentes que rivalizaban con la desesperación por lo que había hecho su madre. Pero la prueba de la virginidad de Becky era la nube más oscura.
¿Le habría hecho daño? Pensar eso le rompía el corazón. No se le había ocurrido ni por un momento que pudiera ser virgen. Al fin y al cabo, tenía veinticinco años y ya debería haber tenido algún amante.
Si pudiese volver atrás en el tiempo y detenerse antes de llamar a la puerta…
Si pudiese controlar la salvaje atracción que sentía por ella…
Anhelaba saborear de nuevo esos jugosos labios, besar cada centímetro de su cuerpo, conocer todo lo que no había tenido tiempo de conocer en la explosión de pasión que los había hecho perder la cabeza.
–Puede que no sea un santo, pero nunca he tratado mal a una mujer.
–Eres un mentiroso –replicó ella–. No tienes el menor respeto por las mujeres. Solo somos un juguete para ti, algo que usas cuando te apetece y descartas al día siguiente.
Esa acusación fue como una bofetada, pero Emiliano intentó restarle importancia. Sus amantes siempre habían sabido que solo quería pasar un buen rato. Nunca le había mentido a nadie. La única mujer con la que se había acostado sin antes dejar claro lo que podía ofrecer era la mujer que tenía delante.
–Si fuera cierto, dime qué demonios hago aquí ahora.
–Estás asustado porque crees que tu imprudencia podría haberme dejado embarazada.
–¿Mi imprudencia?
–¡Empezaste tú!
–Y tú, bomboncito, participaste encantada, así que no intentes culparme solo a mí. Fue un error por ambas partes.
–Si estoy embarazada, el bebé será una responsabilidad para el resto de mi vida.
–Y de la mía.
–¿Ah, sí? ¿Tú vas a estar embarazado durante nueve meses, vas a dar a luz y a renunciar a todos tus sueños? –replicó Becky, al borde de la histeria–. Lo único que harás será darme algo de dinero y luego seguirás acostándote con las mujeres que quieras como si no hubiera pasado nada.
–¿Aún no sabemos si estás embarazada y ya sabes lo que haría? Parece que tienes muy mala opinión de mí.
–Si no quieres tener fama de mujeriego deberías ser más selectivo.
–Anoche no te oí quejarte –le recordó Emiliano, acercándose a ella como si su cuerpo fuese un imán.
–No tuve tiempo –dijo Becky, poniéndose colorada.
–Ah, muy bien, ¿entonces qué tal si repetimos la experiencia para que puedas juzgar adecuadamente?
Ella lo fulminó con la mirada.
–Si debo juzgar por la primera vez, creo que paso.
–¿Y me llamas mentiroso?
Emiliano la tomó por la cintura y buscó sus labios. Y, sin poder evitarlo, Becky enredó los brazos en su cuello para devolverle el beso con el mismo ardor.
Dios, pensó Emiliano. Sabía tan dulce, más de lo que recordaba. Y cuando la apretó contra él para que viese cuánto lo excitaba, su gemido de deseo lo enardeció aún más.
Empujándola contra la mesa, deslizó una mano bajo su camiseta y la oyó gemir cuando rozó sus pechos, frustrantemente escondidos bajo un sujetador de encaje.
No había tenido tiempo de verla desnuda la noche anterior. El deseo de estar dentro de ella era tan fuerte que lo consumía. Era un deseo que no había sentido nunca. Y, virgen o no, la respuesta de Becky había sido tan enfebrecida como la suya.
Lo deseaba tanto como él y, a pesar de las pullas, su respuesta en aquel momento era la prueba de que esa fiebre seguía en su sangre.
Más tarde se preguntaría hasta dónde habrían llegado si Rufus no hubiera decidido saltar sobre ellos para unirse a lo que debía parecerle un juego.
Los dos se apartaron a la vez y Becky intentó arreglarse la camiseta con manos temblorosas antes de dejarse caer sobre una silla.
Demasiado mortificada como para mirarlo, se cubrió la cara con las manos e intentó llevar oxígeno a sus pulmones.
Ojalá se la tragase la tierra. Era horrible que se hubiera derretido en la oscuridad, pero hacerlo a la luz del día, cuando cualquier empleado podría haberlos visto…
¿Había perdido la cabeza, además del pudor y la virginidad?
–Becky…
–Vete, por favor. Y empieza a buscar un sustituto hoy mismo. Me quedaré hasta que encuentres a alguien y cuidaré de los perros como siempre, pero no quiero volver a hablar contigo. Si tienes que decirme algo, llámame por teléfono. No quiero verte o hablar contigo a menos que sea absolutamente necesario.
Emiliano no dijo nada y pasó una eternidad hasta que lo oyó alejarse.
No apartó las manos de su cara hasta que cerró la puerta. Cuando abrió los ojos, se encontró a Rufus y Barney mirándola con expresión triste.
Emiliano se dejó caer sobre el sofá y levantó unos ojos turbios hacia su hermano. Llevaban seis horas en el estudio de Eduardo, su difunto padre, bebiendo whisky en homenaje a su memoria.
–Deberíamos comer algo –dijo Damián arrastrando las palabras.
–Comer es hacer trampas.
–¿Qué?
–Eso es lo que dicen los británicos.
–Ah –Damián tomó otro trago directamente de la botella de whisky antes de pasársela.
–¿Dónde está la chica inglesa? –preguntó Emiliano.
No había vuelto a ver a la amiga de Damián desde la fiesta, cinco días antes.
–Se ha ido.
–¿Dónde?
–A casa.
–¿Qué casa?
–Dame la botella.
Emiliano apretó la botella contra su pecho.
–No hasta que me digas a qué casa. ¿A la suya o a la tuya?
–A la suya. Dame la botella.
Emiliano lo hizo.
–¿Por qué se ha ido a su casa?
–No vive conmigo.
–¿Desde cuándo estáis juntos?
–No estamos juntos.
–Pues parecía que estabais juntos –Emiliano le quitó la botella.
–Le pagaba para eso.
–¿Qué?
–Mia es actriz y le pagaba para hacer un papel. Para que se fingiese enamorada de mí.
–¿Por qué?
–Necesitaba ayuda para encontrar el testamento de nuestro padre. Pensé que tú lo habías escondido en algún sitio.
–Yo pensé que lo había guardado Celeste.
–No puedo creer que lo haya quemado.
Emiliano se encogió de hombros.
–Yo sí. Ella sabía que debía destruirlo o tú lo encontrarías.
Habían pasado cinco días desde que descubrieron la increíble maldad de su madre. Celeste había desaparecido después del enfrentamiento la noche de la fiesta, pero tendría que pagar por lo que había hecho.
En eso, los hermanos Delgado estaban de acuerdo. Después de recibir las imágenes de la cámara de seguridad, la policía de Monte Cleure había emitido una orden de arresto.
No esperaban que la procesasen, y no solo porque las pruebas eran circunstanciales sino porque Celeste conocía demasiados secretos de la clase dirigente del principado y no dudaría en recordarles que tenía ese poder.
La mujer que había enseñado a sus hijos a pensar siempre como jugadores de ajedrez, a anticipar y mitigar cualquier eventualidad, era una gran estratega.
Pero si volvía a poner un pie en Monte Cleure, y lo haría tarde o temprano porque la villa era la única casa que estaba a su nombre, tendría que sufrir la indignidad de ser detenida y Emiliano esperaba que hubiese un enjambre de periodistas. No iría a la cárcel, pero la fotografía de la famosa Celeste Delgado, sospechosa del asesinato de su marido, aparecería en todos los periódicos.
–¿Sabes qué más no puedo creer? Que esté aquí, emborrachándome con mi hermano.
–Extraño, ¿eh? Deberíamos hacerlo más a menudo –dijo Damián.
Tal vez era la borrachera, pero lamentaba los años perdidos. Tantos años odiándose el uno al otro. No quería diseccionar el pasado y las cosas que se habían dicho no podían ser borradas de un plumazo, pero estaba dispuesto a llevarse bien con su hermano. O a intentarlo al menos.
No había visto a Becky desde que ella lo echó de la casa. Iba a buscar a los perros todos los días, pero ella no salía a la puerta y solo bebiendo conseguía dejar de pensar por las noches.
No quería pensar. Ni en Becky, ni en Celeste, ni en todas las cosas que ya nunca podría decirle a su padre adoptivo.
Sabía que pronto tendría que dejar de beber y volver a la rutina. Por el bien de su hígado y por sus empleados, debía mantenerse sobrio y enfrentarse a la nueva y preocupante realidad de su vida.
Su madre era una asesina y existía la posibilidad de que él hubiese dejado embarazada a una empleada.
AL OÍR el claxon, Becky llamó a los perros, se colgó el bolso al hombro y abrió la puerta.
Rufus y Barney corrieron al coche, donde el chófer de Emiliano ya estaba guardando la maleta que había dejado en la puerta.
Había pensado que él iría delante, pero estaba cómodamente sentado en el asiento trasero.
–¿Lo tienes todo? –le preguntó Emiliano.
Becky asintió, sorprendida por su aspecto desaliñado. Apenas se habían visto en esa semana. Se limitaba a abrir la puerta sin decir una palabra cuando iba a buscar a los perros, como harían unos padres divorciados compartiendo la custodia de sus hijos.
Esperaba que la falta de contacto aliviase la tensión, pero los salvajes latidos de su corazón demostraban que no iba a ser fácil.
Parecía como si no hubiera dormido desde el día de la fiesta y dudaba que se hubiese afeitado desde entonces.
Por suerte, los perros decidieron colocarse entre los dos humanos, de modo que podían mantener las distancias.
–Hay un cambio de planes –dijo Emiliano entonces–. Nos vamos a Buenos Aires.
–Pero todas mis cosas están en Inglaterra.
–Puedes ir a buscarlas cuando volvamos.
–¿Y cuándo volveremos?
–Dentro de unas semanas. Te compraré lo que necesites en Buenos Aires.
–¿Has buscado a alguien que me sustituya?
–He estado ocupado –respondió él.
Becky tuvo que disimular un suspiro de frustración.
–Tienes tres semanas.
–No hace falta que me lo recuerdes. Ya sé que estás contando los días hasta que puedas librarte de mí.
Parecía estar hablando de una relación rota, pensó, más que de un trabajo temporal.
Fueron en silencio hasta el aeropuerto, pero no resultó tan fácil ignorarlo durante un vuelo de dieciocho horas. Deberían haber tardado menos, pero hicieron varias paradas para que los perros pudiesen estirar las patas. Cómo era capaz Emiliano de organizar tales operaciones era algo que había dejado de impresionarla desde que empezó a trabajar para él. La realidad era que poseía una gran fortuna y podía hacer lo que quisiera.
Había anochecido cuando aterrizaron en Argentina. Una hora después de salir del aeropuerto Becky vio a lo lejos las luces de Luján, en la provincia de Buenos Aires, y poco después llegaron a la finca, con setecientas hectáreas de terreno.
Dos guardias de seguridad los saludaron en la verja de entrada y poco después llegaron frente a un edificio amplio, estilo rancho. De todas las casas que Emiliano poseía, aquella era la que consideraba su hogar.
Con el vasto cielo oscuro sobre sus cabezas y el aroma a eucalipto en el aire, Becky se maravilló del silencio y la paz de aquel sitio, pero no había tiempo para seguir admirándolo porque una mujer de mediana edad salió a la puerta a recibirlos.